Civilización universal y culturas nacionales (Capítulo III). Paul Ricoeur. (1961) Ética y Cultura.

El problema aquí evocado es común tanto a las naciones altamente industrializadas y regidas por un Estado nacional antiguo como a las naciones que salen del subdesarrollo y están dotadas de una independencia reciente. El problema es el siguiente:

La humanidad, tomada como un único cuerpo, entra en una única civilización planetaria, que representa a la vez un progreso gigantesco para todos y una tarea aplastante de supervivencia y de adaptación de la herencia cultural a este nuevo marco.

Experimentamos todos, en grados diferentes y en modos variables, la tensión entre la necesidad de este acceso y de este progreso, por una parte y, por la otra, la exigencia de salvaguardar nuestros patrimonios heredados. Quiero decir en seguida que mi reflexión no proviene de ningún menosprecio hacia la civilización moderna universal; el problema existe, precisamente porque soportamos la presión de dos necesidades divergentes pero igualmente imperiosas.

¿Cómo caracterizar esta civilización universal mundial? Se ha dicho con demasiada rapidez que es una civilización de carácter técnico. No obstante, la técnica no es el hecho decisivo y fundamental; el foco de difusión de la técnica es el espíritu científico mismo; es éste, en primer término, el que unifica la humanidad en un nivel muy abstracto, puramente racional, y sobre esa base confiere a la civilización humana su carácter universal.

Hay que tener presente que si bien la ciencia es de origen griego, luego europeo a través de Galileo, Descartes, Newton, etc., no es en calidad de griega y europea, sino de humana, como desarrolla ese poder de convocatoria de la especie humana; manifiesta una especie de unidad de derecho que domina todos los demás caracteres de esa civilización.

Cuando Pascal escribe: «Se puede considerar la humanidad entera como un solo hombre que aprende y recuerda sin cesar», su proposición significa simplemente que todo hombre, puesto en presencia de una prueba de carácter geométrico o experimental, es capaz de llegar a la misma conclusión, si ha efectuado el aprendizaje requerido. Se trata, en consecuencia, de una unidad puramente abstracta, racional, de la especie humana, que trae aparejadas todas las demás manifestaciones de la civilización moderna.

En segundo lugar colocaremos, por supuesto, el desarrollo de las técnicas. Se entiende este desarrollo como una nueva utilización de las herramientas tradicionales partiendo de las consecuencias y aplicaciones de esta única ciencia. Esas herramientas, que pertenecen al fondo cultural primitivo de la humanidad, poseen por sí mismas una inercia muy grande; abandonadas a sí mismas, tienden a sedimentarse en una tradición invencible, no es por un movimiento interno que el instrumental termina por cambiar, sino como contragolpe del conocimiento científico acerca de esas herramientas; éstas son revolucionadas y se convierte en máquinas a través del pensamiento.

Alcanzamos aquí una segunda fuente de universalidad: la humanidad se desarrolla en la naturaleza como un ser artificial, es decir, como un ser que crea todas sus relaciones con la naturaleza mediante un instrumental revolucionado sin cesar por el conocimiento científico; el hombre es una especie de artífice universal; en ese sentido se puede decir que las técnicas, en la medida en que son una reutilización de las herramientas tradicionales partiendo de una ciencia aplicada, ya no tienen patria.

Aun cuando es posible atribuir a tal o cual nación, a tal o cual cultura, la invención de la escritura alfabética, de la imprenta, de la máquina de vapor, etc., una invención pertenece de derecho a la humanidad. Tarde o temprano, crea una situación irreversible para todos se puede retardar su difusión, pero no impedirla en forma absoluta.

Estamos así frente a una universalidad de hecho de la humanidad: no bien ha aparecido una invención en algún punto del mundo, está destinada a la difusión universal. Las revoluciones técnicas se suman, y por el hecho de sumarse eluden el tabicamiento cultural. Podemos decir que, con retrasos en tal o cual punto del globo, hay una única técnica mundial.

Por esto, las revoluciones nacionales o nacionalistas, cuando hacen entrar a un pueblo en la modernización, le dan acceso al mismo tiempo a la mundialización; aun si el impulso es nacional o nacionalista -en seguida reflexionaremos al respecto- representa un factor de comunicación en la medida en que es un factor de industrialización, que hace participar en la civilización técnica única.

Gracias a este fenómeno de difusión podemos tener hoy una conciencia planetaria y, me atrevo a decirlo, un vivo sentimiento de la redondez de la tierra.

Ética y cultura

En el tercer estadio de esta civilización universal, yo ubicaría lo que llamo prudentemente la existencia de una política racional; no subestimo, por supuesto, la importancia de los regímenes políticos; pero se puede decir que, a través de la diversidad de los regímenes políticos que se conocen, se desarrolla una experiencia única de la humanidad e inclusive una técnica política única.

El Estado moderno, en calidad de Estado, posee una estructura universal discernible. El primer filósofo que reflexionó sobre esta forma de universalidad fue Hegel en los Principios de la Filosofía del Derecho. Hegel es el primero en mostrar que uno de los aspectos de la racionalidad del hombre y, al mismo tiempo, uno de los aspectos de su universalidad es el desarrollo de un Estado que ponga en juego un Derecho y un desarrollo de los medios de ejecución bajo la forma de una administración.

Aun si criticamos enérgicamente la burocracia, la tecnocracia, sólo tocamos de este modo la forma patológica propia del fenómeno racional que ponemos de manifiesto. Probablemente, deberemos ir aun más lejos: no sólo existe la experiencia política única de la humanidad, sino que todos los regímenes presentan un cierto curso común; los vemos evolucionar a todos ineluctablemente, no bien se han atravesado ciertas etapas de bienestar, instrucción y cultura, de una forma autocrática a una forma democrática; los vemos a todos en busca de un equilibrio entre la necesidad de concentrar, incluso de personalizar el poder, para hacer posible la decisión y, por otra parte, la necesidad de organizar la discusión con el fin de hacer participar la mayor masa posible de hombres en esta decisión.

Pero quiero volver a esta especie de racionalización del poder que representa la administración, pues se trata de un fenómeno sobre el cual la filosofía política no acostumbra reflexionar. Sin embargo, es un factor de racionalización de la historia cuya importancia no se debería subestimar; podemos hasta decir que estamos en presencia de un Estado a secas, de un Estado moderno, cuando-vemos que el poder es capaz de poner en su lugar una función pública, un cuerpo de funcionarios que preparan las decisiones y las ejecutan sin ser ellos mismos responsables de la decisión política.

Es un aspecto razonable de la política que ahora concierne absolutamente a todos los pueblos del mundo, hasta el punto de constituir uno de los criterios más decisivos del ingreso de un Estado al escenario mundial.

Podemos arriesgarnos a hablar en cuarto término de la existencia de una economía racional universal. Sin duda, hay que hablar del tema con prudencia aun mayor que si se tratara del fenómeno precedente, a causa de la importancia decisiva de los regímenes económicos como tales.

No obstante, lo que pasa detrás de ese proscenio es considerable. Más allá de las grandes oposiciones globales conocidas, se desarrollan técnicas económicas de carácter verdaderamente universal; los cálculos de coyuntura, las técnicas de regulación de los mercados, los planes de previsión y de decisión conservan ciertos elementos comparables a través de la oposición del capitalismo y el socialismo autoritario.

Se puede hablar de una ciencia y una técnica económicas de carácter internacional, integradas en finalidades económicas diferentes y que, al mismo tiempo, crean de grado o por fuerza fenómenos de convergencia cuyos efectos parecen ineluctables. Esta convergencia proviene del hecho de que la economía, tanto como la política, es trabajada por las ciencias humanas, que fundamentalmente no tienen patria. La universalidad de origen y de carácter científico confiere finalmente racionalidad a todas las técnicas humanas.

Por último, se puede decir que a través del mundo se desarrolla un género de vida igualmente universal; este género de vida se manifiesta por la uniformización ineluctable de la vivienda, la ropa (el mismo saco recorre el mundo), este fenómeno proviene del hecho de que los mismos géneros de vida son racionalizados por las técnicas.

Estas no son sólo técnicas de producción, sino también de transporte, de relaciones, bienestar, diversión, información; se podría hablar de técnicas de cultura elemental y, más exactamente, de cultura de consumo; hay así una cultura de consumo de carácter mundial, que desarrolla un género de vida de carácter universal.

II

Ahora bien, ¿qué significa esta civilización mundial? Su significado es muy ambiguo, y este doble sentido crea el problema que elucidamos aquí. Por una parte, se puede decir que constituye un verdadero progreso; aunque es preciso definir bien este término. Hay progreso cuando se cumplen dos condiciones: por una parte, es un fenómeno de acumulación y, por la otra, un fenómeno de mejoramiento. El primero resulta el más fácil de discernir, aunque sus límites sean inciertos.

Diría de buena gana que hay progreso técnico donde quiera se pueda distinguir el fenómeno de sedimentación del instrumental del cual hablábamos antes. Pero entonces es menester tomar la expresión de instrumental en un sentido sumamente vasto, abarcando a la vez el dominio propiamente técnico de los instrumentos y las máquinas; todo el conjunto de las mediaciones organizadas al servicio de la ciencia, de la política, de la economía y aun los puestas géneros de vida y los medios de diversión corresponden, en este sentido, a la categoría del instrumental.

Esta transformación de los medios en nuevos medios constituye el fenómeno de acumulación, lo cual hace, por otra parte, que haya una historia humana; ciertamente, hay muchas otras razones por las cuales existe una historia humana; pero el carácter irreversible de esta historia proviene en buena medida del hecho de que trabajamos como si estuviéramos en un extremo del instrumental: aquí nada se pierde y todo se suma; ése es el fenómeno fundamental. Se puede reconocer este fenómeno en dominios aparentemente muy alejados de la técnica pura.

Así, ciertas experiencias desafortunadas, ciertos fracasos políticos constituyen una experiencia que, para el conjunto de los hombres, se vuelve asimilable a un instrumental. Por ejemplo, es posible que ciertas técnicas de planificación violenta en materia de campesinado eximan al mismo tiempo a otros planificadores de volver a cometer los mismos errores, por lo menos si siguen la vía de la racionalidad. Se produce de este modo un fenómeno de rectificación, una economía en los medios, que constituye uno de los aspectos más notables del progreso.

Pero no se podría calificar como un progreso una acumulación cualquiera. Es necesario que ese desarrollo represente algo mejor en diversos sentidos. Ahora bien, me parece que esa universalización es, por sí misma, un bien; la toma de conciencia de una única humanidad, por sí misma, representa algo positivo; a través de todos estos fenómenos se produce, podríamos decir, una especie de reconocimiento del hombre por el hombre, la multiplicidad de las relaciones humanas convierte a la humanidad en una red cada vez más densa, cada vez más interdependiente y transforma todas las naciones, todos los grupos sociales, en una única humanidad que desarrolla su experiencia. Se puede decir inclusive que el peligro nuclear  nos hace tomar un poco más aún conciencia de esta unidad de la especie humana, pues por primera vez podemos sentirnos amenazados en nuestro propio cuerpo y globalmente.

Por otra parte, la civilización universal es un bien, porque representa el acceso de las masas de la humanidad a bienes elementales; ninguna especie de crítica de la técnica podrá contrabalancear el beneficio absolutamente positivo de la liberación de la necesidad y del acceso en masa al bienestar; hasta ahora la humanidad ha vivido de alguna manera por poder, sea a través de algunas civilizaciones privilegiadas, sea a través de algunos grupos de élites; es la primera vez que entrevemos, desde hace unos dos siglos en Europa y desde la segunda mitad del siglo XX, para las inmensas masas humanas de Asia, África y América del Sur, la posibilidad de un acceso a un bienestar elemental.

Además, esta civilización mundial representa un bien a causa de una especie de mutación en la actitud de la humanidad, tomada en su conjunto, con respecto a su propia historia; la humanidad en su conjunto ha soportado su suerte como un destino espantoso; probablemente esto es todavía cierto para más de la mitad de esa humanidad.

Ahora bien, el acceso en masa de los hombres a ciertos valores de dignidad y de autonomía es un fenómeno absolutamente irreversible, lo cual constituye un bien en sí mismo. Vemos ingresar en la escena mundial a grandes masas humanas que hasta ahora estaban mudas y aplastadas; se puede decir que un número creciente de hombres tiene conciencia de hacer su historia, de hacer la historia; para esos hombres se puede hablar de un verdadero acceso a la mayoría de edad.

Por último, no menospreciaré de ninguna manera lo que acabo de llamar la cultura del consumo, de la cual nos beneficiamos todos en alguna medida. Es verdad que un número creciente de hombres accede hoy a esta cultura elemental, cuyo aspecto más notable es la lucha contra el analfabetismo y el desarrollo de los medios de consumo y de cultura básica.

Mientras hasta estos últimos decenios sólo una pequeña fracción de la humanidad sabía simplemente leer, hoy podemos prever que en algunos otros decenios habrá cruzado ella en masa el umbral de una primera cultura elemental. Digo que eso es un bien.

Pero, por otra parte, no hay más remedio que reconocer que ese mismo desarrollo presenta un carácter contrario. Al mismo tiempo que constituye una promoción de la humanidad, el fenómeno de la universalización representa una especie de sutil destrucción, no sólo de las culturas tradicionales, lo cual no sería, tal vez, un mal irreparable, sino de lo que llamaré provisionalmente, antes de explicarlo en forma más extensa, el núcleo creador de las grandes civilizaciones, de las grandes culturas, el núcleo desde el cual interpretamos la vida y lo que llamo en forma anticipada el núcleo ético y mítico de la humanidad.

De allí nace el conflicto; percibimos que esta civilización mundial única ejerce al mismo tiempo una especie de acción de usura o de erosión a costa del fondo cultural que ha constituido las grandes civilizaciones del pasado. Esta amenaza se traduce, entre otros efectos inquietantes, por la difusión bajo nuestros propios ojos de una civilización de pacotilla, que es la contrapartida irrisoria de lo que acabo de llamar la cultura elemental. En todas partes, a través del mundo, se trata de la misma mala película cinematográfica, las mismas máquinas tragamonedas, los mismos horrores en material plástico o en aluminio, la misma distorsión del lenguaje por la propaganda, etc… Pareciera que la humanidad, al acceder en masa a una primera cultura del consumo, se hubiese detenido en masa en un nivel de subcultura.

Llegamos así al problema crucial para los pueblos que salen del subdesarrollo. Para entrar en el camino de la modernización ¿hay que arrojar por la borda el viejo pasado cultural que ha sido la razón de ser de un pueblo?

A menudo el problema se plantea bajo la forma de un dilema e incluso de un círculo vicioso; en efecto, la lucha contra las potencias coloniales y las luchas de liberación sólo han podido ser realizadas reivindicando una personalidad propia; pues esta lucha no era motivada únicamente por la explotación económica sino, de una manera más profunda, por la sustitución de personalidad que había provocado la era colonial.

Era necesario,  pues, volver a encontrar esa personalidad profunda, volver a enraizarla en un pasado con el fin de nutrir con savia la reivindicación nacional. De ahí la paradoja: por una parte, hay que volver a arraigarse en el propio pasado, rehacerse un alma nacional y levantar esta reivindicación espiritual y cultural frente a la personalidad del colonizador.

Pero al mismo tiempo, para entrar en la civilización moderna, es necesario entrar en la racionalidad… científica, técnica, política, que exige con mucha frecuencia el abandono liso y llano de todo un pasado cultural. Es un hecho: no toda cultura puede soportar y absorber el choque de la civilización mundial. He ahí la paradoja: ¿cómo modernizarse y volver a las fuentes? ¿Cómo despertar una vieja cultura dormida y entrar en la civilización universal?

Pero, tal como lo anuncié al comenzar, esta misma paradoja es enfrentada por las naciones industrializadas que han realizado desde hace mucho tiempo su independencia política en torno a un poder político antiguo. En efecto, el encuentro de las otras tradiciones culturales es una prueba grave y, en cierto sentido, absolutamente nueva para la cultura europea.

El hecho de que la civilización universal haya provenido durante mucho tiempo del hogar europeo ha sostenido la ilusión de que la cultura europea era, de hecho y de derecho, una cultura universal.

El adelanto alcanzado sobre las demás civilizaciones parecía proveer la verificación experimental de ese postulado; más aún, el encuentro de las otras tradiciones culturales era el fruto de este adelanto y, en términos más generales, el fruto de la propia ciencia occidental. ¿Acaso no es Europa la que ha inventado, en su forma. científica expresa, la historia, la geografía, la etnografía, la sociología?

Pero este encuentro con las otras tradiciones culturales ha sido para nuestra cultura una prueba de igual modo considerable, de la cual no hemos extraído todavía todas las consecuencias.

No es fácil continuar siendo uno mismo y practicar la tolerancia respecto de las otras civilizaciones; sea a través de una especie de neutralidad científica, sea en la curiosidad y el entusiasmo por las civilizaciones más lejanas, sea incluso en la nostalgia del pasado abolido o a través de un sueño de inocencia y de juventud, sea que nos entreguemos al exotismo cultural, el descubrimiento de la pluralidad de las culturas no es nunca un ejercicio inofensivo.

El desapego desengañado de nuestro propio pasado, incluso el resentimiento contra nosotros mismos, que puede alimentar este exotismo, revelan bastante bien la naturaleza del peligro sutil que nos amenaza. En el momento en que descubrimos que hay culturas y no una cultura, por consiguiente en el momento en que confesamos el fin de una especie de monopolio cultural, ilusorio o real, nos vemos amenazados de destrucción por nuestro propio descubrimiento; de pronto se hace posible que sólo haya otros, que nosotros mismos seamos otros entre los otros; al haber desaparecido toda significación y toda finalidad, se hace posible pasearse a través de las civilizaciones como a través de vestigios o de ruinas; la humanidad entera se convierte en una especie de museo imaginario: ¿adónde iremos en este fin de semana? ¿a visitar las ruinas de Angkor o a dar una vuelta por el Tívoli de Copenhague?

Podemos perfectamente representarnos una época cercana en que cualquier ser humano de mediana fortuna podrá desterrarse indefinidamente y degustar su propia muerte bajo las formas de un interminable viaje sin meta. En ese punto extremo, el triunfo de la cultura del consumo, universalmente idéntica e integralmente anónima, representaría el grado cero de la cultura de creación: sería el escepticismo en escala planetaria, el nihilismo absoluto en el triunfo del bienestar. Hay que confesar que este peligro es por lo menos igual, al de la destrucción atómica, y tal vez más probable.

III

Esta reflexión contrastada me lleva a plantear las siguientes preguntas: 1) ¿Qué constituye el núcleo creador de una civilización?

2) ¿En qué condiciones puede proseguirse esta creación? 3) ¿De qué manera es posible un encuentro de culturas distintas?

La primera pregunta me dará la ocasión de analizar lo que he llamado, en aras de la rapidez, el núcleo ético mítico de una cultura. No es fácil entender bien lo que se quiere decir cuando se define la cultura como un complejo de valores o, si se prefiere, de evaluaciones; somos propensos, con excesiva celeridad, a buscar su sentido en un nivel demasiado racional o demasiado meditado: por ejemplo, sobre la base de una literatura escrita de un pensamiento elaborado, o en la tradición europea, en la filosofía.

Estos valores propios de un pueblo, que la constituyen como pueblo, deben ser buscados mucho más abajo. Cuando un filósofo elabora una moral, se entrega a un trabajo de carácter muy reflexivo; ese filósofo no constituye, para hablar con propiedad, la moral, sino que refleja aquella que tiene una existencia espontánea en el pueblo. Los valores de los cuales hablamos.

Aquí residen en las actitudes concretas frente a la vida, en la medida en que forman sistemas y no son cuestionadas de una manera radical por los hombres influyentes y responsables.

Entre estas actitudes, las que más nos interesan en este caso se refieren a la propia tradición al cambio, al comportamiento respecto de los conciudadanos y los extranjeros y, aun más particularmente, al uso del instrumental disponible. En efecto, una herramienta es ya lo hemos dicho- el conjunto de todos los medios; en consecuencia, podemos oponerla sin más al valor en la medida en que el valor representa el conjunto de todos los objetivos.

En efecto, son las actitudes valorizantes las que deciden el sentido de los propios instrumentos; en Tristes trópicos, Lévi- Strauss analiza el comportamiento de un grupo étnico que, colocado brutalmente frente a una herramienta civilizada, resulta incapaz de asimilarla, no por falta de habilidad en el sentido propio del término, sino porque la concepción fundamental del tiempo, del espacio, de las relaciones entre los hombres no les permite dar ninguna clase de valor al rendimiento, al bienestar, a la capitalización de los medios; con toda la fuerza de su preferencia fundamental resisten la introducción de esos medios en su género de vida.

Se puede pensar que civilizaciones enteras han esterilizado de este modo la invención técnica a partir de una concepción del todo estática del tiempo y de la historia. Schuhl mostraba hace poco que la técnica griega ha sido frenada por la misma concepción del tiempo y de la historia, que no implicaba una evaluación positiva del progreso mismo. La propia abundancia del mercado de esclavos no constituye por sí misma una explicación puramente técnica, pues el hecho bruto de disponer de esclavos debe ser, además, valorizado de una manera u otra. Si no se preocupaban por reemplazar la fuerza humana por máquinas, es porque no habían concebido el valor «disminución del esfuerzo de los hombres»; este valor no pertenecía al conjunto de las preferencias que constituía la cultura griega.

En consecuencia, sí un instrumental sólo opera a través de un proceso. de valorización, se plantea la pregunta: ¿dónde reside este fondo de valores? Pienso que hay que buscarlo en varios niveles de profundidad; si acabo de referirme al núcleo creador, es por alusión a ese fenómeno, por alusión a esa multiplicidad de envolturas sucesivas que se debe horadar para alcanzarlo.

En un nivel del todo superficial, los valores de un pueblo se expresan en sus costumbres practicadas, en su moralidad de hecho; pero aún no es el fenómeno creador. Al igual que las herramientas primitivas, las costumbres representan un fenómeno de inercia; un pueblo sigue con sus tradiciones por el impulso adquirido.

En un nivel menos superficial, esos valores se manifiestan por medio de instituciones tradicionales: pero esas mismas instituciones son tan sólo un reflejo del estado del pensamiento, de la voluntad, de los sentimientos de un grupo humano en cierto momento de la historia. Las instituciones son siempre un signo abstracto que requiere ser descifrado. Me parece que, se quiere alcanzar el núcleo cultural, hay que cavar hasta esa capa de imágenes y símbolos que constituyen las representaciones básicas de un pueblo.

Aquí tomo esas nociones de imagen y de símbolo en el sentido del psicoanálisis; en efecto, no es una descripción inmediata la que los descubre; en este sentido, las intuiciones de la simpatía y del corazón son engañosas; hace falta un verdadero desciframiento, una interpretación metódica. Todos los fenómenos directamente accesibles a la descripción inmediata son como los síntomas o el sueño para el análisis.

Del mismo modo,. habría que aportar incluso las imágenes estables, los sueños permanentes que constituyen el fondo cultural de un pueblo y que alimentan sus apreciaciones espontáneas y sus reacciones menos elaboradas con respecto a las situaciones atravesadas. Las imágenes y los símbolos constituyen lo que se podría llamar el sueño despierto de un grupo histórico. Es en este sentido que hablo del núcleo ético-mítico que constituye el fondo cultural de un pueblo.

Se puede pensar que es en la estructura de ese subconsciente o de ese inconsciente donde reside el enigma de la diversidad humana. En efecto, el hecho extraño es que haya culturas y no una única humanidad. El simple hecho de que haya lenguajes diferentes, es ya muy inquietante y parece indicar hasta donde la historia permite remontarse, se encuentran ya figuras históricas coherentes y cerradas, conjuntos culturales constituidos.

Desde el comienzo, según parece, el hombre es algo más que el hombre; la condición quebrada de las lenguas es el signo más visible de esta falta primitiva de cohesión. He aquí lo asombroso: la humanidad no se ha constituido en un único estilo cultural, sino que ha «echado raíces» en figuras históricas coherentes, cerradas: las culturas. La condición humana es tal, que el exilio es posible.

Pero esta napa de imágeries y de símbolos no constituye todavía el fenómeno más radical de la creatividad: constituye sólo su última envoltura.

A diferencia de un instrumental que se conserva, se sedimenta, se capitaliza, una tradición cultural sólo permanece viva si se vuelve a crear sin cesar.  

Abordamos aquí el enigma más impenetrable, del cual únicamente se puede reconocer el estilo de temporalidad opuesto al de la sedimentación de las herramientas. En ese terreno, hay para la humanidad dos maneras de atravesar el tiempo: la civilización desarrolla cierto sentido del tiempo que se basa en la acumulación y el progreso, mientras que la forma en que un pueblo desarrolla su cultura se apoya en una ley de fidelidad y de creación; una cultura muere tan pronto no es más renovada, recreada; es necesario que surja un escritor, un pensador, un sabio, un hombre espiritual, dar nuevo impulso a la cultura y arriesgarla de nuevo en una aventura y un riesgo total.

La creación escapa a toda previsión, a toda planificación, a toda decisión de un partido o de un Estado. El artista para tomarlo como testigo de la creación cultural- sólo expresa a su pueblo si no se lo propone, y si nadie se lo impone, Pues si se lo pudiera prescribir, eso significaría que lo que va a producir ya ha sido dicho en la lengua de la prosa cotidiana, técnica, política: su creación sería una falsa creación.

El hecho de que el artista se haya comunicado verdaderamente con la napa de imágenes fundamentales han hecho la cultura de su pueblo es cosa que sólo la sabemos después; cuando haya nacido una nueva creación, sabremos también en qué sentido iba la cultura de ese pueblo.

Tanto menos podemos preverlo en cuanto las grandes creaciones artísticas comienzan siempre por algún escándalo: es necesario que se quiebren antes las imágenes falsas que un pueblo, un régimen, se hacen de sí mismos. La ley del escándalo responde a la ley de la «conciencia falsa»; es necesario que haya escándalos. Un pueblo querrá darse siempre una imagen ventajosa de sí mismo, una imagen -si cabe decirlo- bien pensante.

Contra la tendencia a ser un bienpensante de su propio grupo, el artista sólo se reincorpora a su pueblo una vez quebrada esta costra de las apariencias; hay posibilidades de en la soledad, el cuestionamiento, la incomprensión, hará él surgir algo que al comienzo chocará, que al comienzo desorientará y que, mucho tiempo después, será seleccionado como la expresión verídica del pueblo. Tal es la ley trágica de la creación de una cultura, ley diametralmente opuesta a la tranquila acumulación de las herramientas que constituye la civilización.

Entonces se plantea la segunda pregunta: ¿bajo qué condición puede continuar la creación cultural de un pueblo? Pregunta temible, planteada por el desarrollo de la civilización universal, científica, técnica, jurídica, económica. Pues si bien es verdad que todas las culturas tradicionales experimentan la presión y la acción erosiva de esa civilización, no tienen todas la misma capacidad de resistencia y, sobre todo, el mismo poder de absorción.

Es de temer que no toda cultura sea compatible con la civilización mundial, nacida de las ciencias y las técnicas. Me parece que se pueden discernir algunas condiciones sine qua non. Podrá sobrevivir y renacer únicamente una cultura capaz de integrar la racionalidad científica; sólo una fe que apele a la comprensión de la inteligencia puede «casarse con» su época.

Diría inclusive que únicamente una fe que integre una desacralización de la naturaleza y vuelva a transferir lo sagrado al hombre puede asumir la explotación técnica de la naturaleza; sólo una fe que valorice el tiempo, el cambio, que coloque al hombre en posición de amo frente al mundo, a la historia y a su vida, parece estar en condiciones de sobrevivir y  durar. En caso contrario, su fidelidad no será más que un simple decorado folklórico. El problema consiste en no repetir simplemente el pasado sino en echar raíces en él para inventar sin cesar.

Queda entonces la tercera pregunta: ¿cómo es posible un encuentro de culturas distintas; entendámonos: un encuentro que no sea mortal para todos? En efecto, de las reflexiones precedentes parece desprenderse que las culturas son incomunicables; y sin embargo, la extrañeza del hombre para el hombre no es nunca absoluta. Es cierto, el hombre es un extraño para el hombre, pero también es siempre un semejante. Cuando desembarcamos en un país del todo extranjero, como me ocurrió hace algunos años en China, sentimos que, a pesar del mayor de los destierros, no salimos nunca de la especie humana. Pero ese sentimiento permanece ciego, y hay que elevarlo al rango de una apuesta y de una afirmación voluntaria de la identidad del hombre.

Es la apuesta razonable que hizo antaño cierto egiptólogo cuando, al descubrir signos incomprensibles, planteó como principio que, si esos signos eran del hombre, podían y debían ser traducidos. Es verdad que en una traducción no pasa todo, pero siempre algo pasa. No hay razón, no hay probabilidad de que un sistema lingüístico sea intraducible.

Creer posible la traducción hasta cierto punto es afirmar que el extraño es un hombre; en suma, es creer que la comunicación es posible. Lo que acabamos de decir del lenguaje -de los signos- vale también para los valores, las imágenes básicas, los símbolos que constituyen el fondo cultural de un pueblo.

Sí, creo que es posible comprender por simpatía y por imaginación al otro que no soy yo, como comprendo a un personaje de novela, de teatro o a un amigo real pero diferente de mí; aun más, puedo comprender sin repetir. representarme sin revivir, hacerme otro permaneciendo yo mismo. Ser hombre es ser capaz de esa transferencia a otro centro de perspectiva.

Se plantea entonces la cuestión de confianza: ¿qué le ocurre a mis valores cuando comprendo los de los otros pueblos? La comprensión es una aventura temible en que todas las herencias culturales corren el riesgo de naufragar en un vago sincretismo.

No obstante, me parece que hemos brindado hace poco los elementos de una respuesta frágil y provisional: sólo una cultura viva, a la vez fiel a sus orígenes y en estado de creatividad en el plano del arte, la literatura, la filosofía, la espiritualidad, es capaz de soportar el encuentro con las otras culturas, no sólo de soportarlo sino de dar un sentido a ese encuentro.

Cuando el encuentro es una confrontación de impulsos creadores, una confrontación de arrebatos, es creador en sí mismo. Creo que, de una creación a otra creación, existe una especie de consonancia, en ausencia de todo acuerdo. De este modo comprendo el muy bello teorema de Spinoza: «Más conocemos cosas singulares, más conocemos a Dios». Cuando se ha ido hasta el fondo de la singularidad se siente que está en consonancia con cualquier otra, en cierta forma que no se puede decir, en una forma que no se puede inscribir en un discurso.

Estoy convencido de que un mundo islámico que volviera a entrar en movimiento, un mundo hindú cuyas viejas meditaciones engendraran una joven historia, tendrían con nuestra civilización, nuestra cultura europea, esa proximidad específica que guardan entre sí todos los creadores. Creo que es allí donde termina el escepticismo.

Para el europeo, en particular, el problema no consiste en participar en una especie de creencia vaga; Heidegger es quien define su tarea: «Debemos desterrarnos en nuestros propios orígenes», vale decir, debemos volver a nuestro origen griego, a nuestro origen hebreo, a nuestro origen cristiano para ser un interlocutor válido en el gran debate de las culturas; para tener en frente de sí mismo a otro distinto de sí mismo, hay que tener un sí mismo.  

Por consiguiente, nada está más alejado de la solución de nuestro problema que algún sincretismo vago e inconsistente. En el fondo, los sincretismos son siempre fenómenos de recaída; no implican nada que sea creador; son simples precipitados históricos. Hay que oponer a los sincretismos la comunicación, es decir, una relación dramática en que -una vez tras otra- me afirmo en mi origen y me entrego a la imaginación del prójimo, según su distinta civilización.

La verdad humana sólo se encuentra en ese proceso en que las civilizaciones van a enfrentarse cada vez más desde de aquello que en ellas es lo más vivo, lo más creador. La historia de los hombres será cada vez más una vasta explicación, en que cada civilización desarrollará su percepción del mundo en el enfrentamiento con todas las demás.

Ahora bien, ese proceso apenas comienza. Probablemente es la gran tarea de las generaciones venideras. Nadie puede decir lo que ocurrirá con nuestra civilización cuando haya encontrado verdaderamente otras civilizaciones de un modo que no sea el del choque de la conquista y la dominación.

Pero es necesario reconocer que este encuentro no se ha producido todavía al nivel de un verdadero diálogo. Por tal motivo, estamos en una especie de intercambio, de interregno, en el cual ya no podemos practicar el dogmatismo de la verdad única y en que no somos aún capaces de vencer el escepticismo en que hemos entrado. Estamos en el túnel, en el crepúsculo del dogmatismo, en el umbral de los verdaderos diálogos.

Todas las filosofías de la historia están en el interior de uno de los ciclos de civilización; por eso no tenemos con qué pensar la coexistencia de esos estilos múltiples, y carecemos de filosofía de la historia para resolver los. problemas de coexistencia. En consecuencia, si bien vemos el problema, no estamos en condiciones de anticipar la totalidad humana, que será el fruto de la propia historia de los hombres que emprenderán este temible debate.

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