Crisis y movimientos sociales en Nuestra América: A modo de introducción. Mar Daza, Virginia Vargas y Raphael Hoetmer. 2012

«Se puede engañar a alguna gente durante un tiempo, pero no a todas las personas todo el tiempo» Bob Marley

Este libro y el encuentro que está en su base, son la continuidad del encuentro (2008) y libro posterior Repensar la política desde América Latina (Hoetmer 2009). Ambos analizan el proceso de múltiples transformaciones actuales que están configurando una sociedad mundial radicalmente distinta a la del siglo XX, desde dos ideas principales.

De un lado, planteamos que una mirada desde América Latina (como también desde África, Asia e incluso Europa del Este) traiga a la luz raíces, razones, dinámicas e implicancias de este proceso que no se puedan ver con facilidad desde Europa y Norte América, desde donde suelen mirar y realizarse las ciencias sociales hegemónicas (Quijano 2003 y Santos 2006).

De otro lado, entendemos que la práctica es previa a la teoría; que la acción genera conceptos para entender y transformar la realidad. Por lo tanto, los procesos de movimiento social y societal (Zibechi 2007) que son parte de estas transformaciones globales actuales han abierto espacios de innovación teórica, epistemológica, social y política, ya que construyen (o defienden) espacios para pensar y vivir de maneras que no coinciden (totalmente) con la modernidad capitalista.

En esta línea, Luis Tapia plantea en la presente publicación que los movimientos sociales tienen la capacidad de abrir la historia, lo cual implica que amplían las posibilidades presentes y futuras de las nociones, instituciones y prácticas que guían la sociedad, desbordando las opciones presentadas como únicas desde los poderes políticos, económicos y mediáticos en nuestras sociedades.

Tapia afirma que los movimientos sociales en América Latina —y particularmente en Bolivia— han generado una «ruptura del tiempo histórico» del capitalismo neoliberal en las últimas dos décadas, que va más allá de la crisis de legitimidad de los proyectos políticos que lo promueven. En Repensar la política distintos autores justamente interrogan estas dos décadas de movimiento en América Latina, sus implicancias sociales, teóricas y epistemológicas, las propuestas y proyectos políticos de democratización social, cultural y política que han surgido de ello, y el futuro incierto de estos procesos. Varios autores ya plantearon la noción de distintas crisis en el seno de los procesos de transformación global, y la hipótesis de que su desarrollo iba a ser clave para el desarrollo de los propios movimientos como para el futuro de nuestras sociedades en general.

Mientras que en el debate político corriente la atención para la crisis financiera sigue superando largamente al énfasis en las otras crisis, en el debate crítico en América Latina, en los propios movimientos y en espacios como el Foro Social Mundial, la noción de múltiples crisis interrelacionadas ha ganado centralidad.

Por ello, el Encuentro de Saberes y Movimientos: Entre las Crisis y Otros Mundos Posibles que está en la base de este texto, fue dedicado justamente a analizar con mayor profundidad las raíces, razones, realidades e implicancias de estas crisis, y del papel de los movimientos sociales en todo ello.

El Encuentro fue organizado por el Programa Democracia y Transformación Global, en el marco de la Coordinadora Interuniversitaria de Investigación sobre Movimientos Sociales y Cambios Político-Culturales de la que forma parte, y convocó además a otros investigadores, analistas políticos, comunicadores alternativos, artistas críticos, educadores populares, activistas y dirigentes sociales, quienes en distintas dinámicas y espacios, con lenguajes y saberes diferenciados, analizaron justamente esta problemática.

En esta introducción reflexionamos sobre lo conversado en los tres días de foro público de múltiples dinámicas, cuatro días de taller cerrado, y los posteriores diálogos con los autores de los artículos de esta publicación.

Analizamos de manera secuencial las crisis actuales desde una mirada histórica desde Nuestra América[1]; las disputas por el control y su inserción en las transformaciones globales de los cuerpos, territorios e imaginarios; y los movimientos en y de nuestras sociedades, y sus potenciales de generar alternativas sustanciales que permitirían reconquistar la capacidad de responder a los principales desafíos que afrontan el mundo y Nuestra América en el siglo XXI.

I. Crisis

Para empezar entendemos que la noción de crisis tiene un doble significado. De un lado, se refiere a los momentos históricos en los cuales en un espacio determinado una problemática llega a superar largamente a las soluciones y respuestas sociales disponibles frente a ello. Cuando, por ejemplo, la demanda de comida supera largamente la capacidad de producción y distribución de alimentos se produce una crisis alimentaria, en la forma de una hambruna.

De otro lado, una crisis es un momento de inflexión, un tiempo vacío en la historia, en que se evidencia que nuestra forma de organización social y política no basta para responder a los desafíos colectivos que enfrentamos como sociedad.

Así, estos momentos pueden abrir espacios de disputa entre distintos actores sobre la organización de nuestras sociedades. En el caso de la hambruna esto puede implicar que surjan cuestionamientos del modelo de producción y distribución de la comida en la sociedad, e incluso propuestas y prácticas alternativas para ello.

Múltiples crisis

Las discusiones y testimonios en el marco del Diálogo de Saberes y Movimientos evidenciaron distintas crisis que atraviesan nuestra sociedad y el mundo en general en este momento, produciendo cada una dolor, violencia y desesperanza. Sin pretender ser exhaustivos estamos frente a crisis alimentarias (persiste el hambre en el mundo pese a la suficiente capacidad de producción de alimentos), energéticas (el actual modelo energético es insostenible, ya que genera un impacto ambiental tremendo y depende de bienes comunes agotables), ecológicas (el nivel de destrucción de la naturaleza y de explotación de los bienes comunes impacta cada vez más violentamente en nuestras sociedades), y económicas (la crisis financiera que perdura ha costado millones de empleos, y evidenció la fragilidad del sistema económico actual, principalmente en Europa y los Estados Unidos).

A ellas se suma una doble crisis política, que consiste de la reducción de la confianza en la democracia representativa y sus partidos tradicionales en los países alrededor del planeta[2], y de otro lado, en el fin de un sistema de relativo equilibrio de poderes a nivel global (aquí comentado por O’Donnell) en términos económicos y políticos[3].

Finalmente, podemos percibir una crisis social, a lo cual De Sousa Santos se refiere como la difusión del fascismo social, entendido como un régimen social (ya no político) que consiste de un «conjunto de procesos sociales por los cuales masas extensas de población son marginadas o expulsadas de cualquier tipo de contrato social» (Santos 2006: 161).

Fenómenos nuevos, o reconfigurados como el feminicidio, las nuevas prácticas de esclavitud, el tráfico humano para la explotación sexual o la mercantilización de órganos, los desplazamientos forzados por megaproyectos de desarrollo, los conflictos internos en torno del narcotráfico en México y Guatemala, y la ampliación de la paramilitarización para imponer proyectos extractivos en países como Colombia y Honduras son solo algunos ejemplos que evidencian la fragilidad tremenda de la existencia humana debido a prácticas de violencia ligadas a los procesos económicos y culturales en nuestras sociedades.

La presencia de estas múltiples crisis revela que la noción del fin de la historia de Fukuyama (1992, y su expresión latinoamericana: Castañeda 1993) era demasiado simplista y lineal, ya que una revisión de fondo permite entender que no estamos siendo testigos y partes de crisis coyunturales que se diluirían si avanzan el capitalismo, el liberalismo y la democracia representativa.

En el caso de la crisis alimentaria, no es la capacidad de producción y distribución de alimentos la que genera hambre y muerte en millones de personas en el mundo. Más bien, son los propios mecanismos económicos y sociales que concentran la comida en determinadas poblaciones y espacios, dejando a otras poblaciones y localidades (o países enteros) con hambre (a veces los mismos que produjeron alimentos que han sido transportados a otras localidades).

Este proceso se profundiza por la producción masiva de soja y agrocombustibles que reducen la capacidad de producción de alimentos, y el acceso a la tierra para gran parte de las poblaciones rurales. En consecuencia, los precios de alimentos aumentan, excluyendo aún a más personas de una alimentación sana, equilibrada y suficiente.

Este ejemplo enseña que en realidad estamos frente una crisis sistémica, por su dimensión política (entendida como la capacidad de dirección y reproducción de la sociedad) y epistemológica (entendida como la capacidad de la sociedad de producir conocimiento sobre sí misma que sirva para resolver sus problemas fundamentales), y por su carácter global (las crisis impactan de manera diferenciada, pero sustancial, en los países y pueblos de todo el planeta).

Las múltiples crisis no solamente están interrelacionadas, sino que son consecuencia de la incapacidad de la sociedad mundial de identificar sus principales desafíos para el futuro de la humanidad en sus reales dimensiones, y de actuar sobre ello. Desde las ciencias sociales europeas esta situación ha sido analizada de manera interesante, pero insuficiente, desde distintas miradas políticas y teóricas, como evidencia —por ejemplo— el trabajo de dos sociólogos alemanes trascendentales, Niklas Luhmann y Ulrich Beck, provenientes de ámbitos contrarios del espectro político.

La teoría de sistemas de Niklas Luhmann (1996 y 1997) plantearía que las crisis son consecuencias de la diferenciación funcional progresiva en la sociedad, que ha generado que los distintos subsistemas sociales (la educación, la economía, la política, los medios de comunicación, etc.) ya no son capaces de ver y responder a la totalidad del sistema ya que solo funcionan desde sus propios códigos y procesos.

Es decir, en el subsistema de la economía todas las decisiones son tomadas desde el interés de ganar dinero sin tomar en cuenta otras dimensiones de la realidad, mientras que los medios de comunicación buscan incorporar cada vez más personas en sus actividades de comunicación. De esta manera, la política ha perdido su capacidad de dirigir el conjunto del sistema social, reduciéndose a la repartición del poder político según una serie de procesos simbólicos, pero no sustanciales para la dirección de la sociedad.

Las principales debilidades del trabajo de Luhmann están en su estimación del desarrollo de los subsistemas de la política y de la economía en nuestras sociedades[4]. De un lado, no capta suficientemente que la llamada democracia liberal capitalista fue constituida sobre una «[…] separación institucional sólida —el término técnico es diferenciación— del sistema político, del sistema general de desigualdad en la sociedad» (Rueschemeyer 1992: 41) que impidió que alguna vez el subsistema político realmente dirigiera a la totalidad del sistema social.

De otro lado, justamente el código económico de ganancia y pérdida ha colonizado a los otros subsistemas, volviéndose el código que finalmente dirige el conjunto de la sociedad. Más que la autorreferencia de los distintos subsistemas, es la mercantilización de cada vez más relaciones sociales, lo que está en la base de las crisis descritas.

Ulrich Beck (1994) entiende a la sociedad actual como una sociedad de riesgos, en la cual sus propios procesos socioeconómicos y tecnológicos producen amenazas al sistema social. Debido a la complejidad aumentada de las sociedades contemporáneas y la globalización, estos riesgos son de mayor calidad y cantidad y tendrán un impacto mundial, sin que la política logre responder a ellos. Beck insiste en que la modernidad inevitablemente traiga mayores riesgos; sin embargo, el problema fundamental es la irresponsabilidad organizada en nuestras sociedades, en lo cual los principales actores políticos y económicos no quieren hacerse cargo de los riesgos producidos.

A la vez, para el alemán esta es una oportunidad tremenda de nueva politización y democratización fuera de las instituciones políticas y sociales existentes, que pueda llevarnos a una modernidad reflexiva con capacidad de responder a las crisis señaladas.

Las crisis vistas desde Nuestra América

Desde la historia particular de América Latina, sus luchas sociales actuales, y los debates intelectuales relacionados con ellas, se explican estas crisis de manera distinta y quizás más compleja. En el encuentro, los aportes de representantes de distintos movimientos no solo denunciaron las crisis explícitas, sino más bien plantearon la necesidad de entenderlas como parte de procesos históricos más largos.

En esta publicación, los dirigentes indígenas Hugo Blanco, Juan Tiney y Teresita Antazú afirman que las crisis solo puedan ser superadas si se impulsan formas radicalmente distintas de desarrollo, de organización política y estatal, y en las propias formas de conocer la realidad.

Las lideresas campesinas Lourdes Huanca y Mafalda Galdames relacionan en sus aportes la crisis alimentaria no solo con el proceso histórico de la explotación de los bienes comunes y la mercantilización de la vida, sino también con la explotación y discriminación de las mujeres, evidenciando equivalencias entre las luchas por los territorios y por los cuerpos.

De otro lado, Rocío Muñoz, Wilder Gamarza, Yuderkys Espinosa y Belissa Andía también plantean la intersección de opresiones de género, clase y raza, y por tanto la necesidad de tejer las distintas luchas por la liberación, sin dejar de problematizar las dificultades en ello. Además, sus análisis afirman que la opresión se ejerce en las distintas dimensiones de la sociedad y de la vida, lo cual hace a la lucha cotidiana por el derecho a ser visibles y a tener una identidad reconocida como tal, fundamental para el cambio.

El artista Jorge Miyagui reivindica desde su trabajo también el hacer visible lo invisible, volver (de) lo invisibilizado una dimensión fundamental de lucha, y por tanto del arte comprometido. Los aportes de Liliana Cotto y del sindicalista Olmedo Auris evidencian que estas luchas además se siguen inscribiendo (aunque probablemente de forma distinta) en la lucha antiimperialista; en el caso del pueblo puertorriqueño que no tiene ciudadanía plena en ningún país debido a la continuidad de su estatus de colonia estadounidense en pleno siglo XXI, y clasista en el caso de los trabajadores peruanos.

De esta manera, desde distintos conocimientos situados, las reflexiones del seminario criticaron e hicieron visible un patrón de poder múltiple y complejo, que no solo está en la base de distintas crisis estructurales sino de una crisis paradigmática y civilizatoria de la modernidad occidental, como plantean de forma explícita Lander, Celiberti, Lao Montes, Quijano, RACACH y RETOS.

Esto quiere decir que las crisis no son solo sistémicas, es decir consecuencias de fallas en el desarrollo estructural de la maquinaria histórica, que puedan ser resueltas dentro de ella misma (como plantean Beck y Habermas).

Más bien, las crisis son consecuencias de las propias raíces de la matriz civilizatoria de la modernidad, que se ha difundido desde Europa transformando realidades locales alrededor del mundo. La idea de una crisis civilizatoria plantea que la modernidad se basa en una racionalidad del poder, del conocimiento y de la relación humanidad-naturaleza que naturaliza distintas opresiones y la explotación excesiva de la naturaleza, de tal modo que han creado las condiciones para las crisis descritas, y a la vez, dificultan una comprensión y consciencia suficiente de ellas.

En consecuencia, según De Sousa Santos (2006) no habría «soluciones modernas para problemas modernos», y Lander plantea que el daño potencial de la crisis civilizatoria es enorme y amenazaría el futuro de la humanidad.

Según la teoría de la colonialidad del poder de Aníbal Quijano, la conquista de América por los españoles ha sido fundamental para la construcción y materialización de estas racionalidades (ya que permitió la invención de la noción de raza), que codifica la diferencia entre conquistadores y conquistados como consecuencia de una diferencia biológica, en vez de una serie de acontecimientos que pudieron haber resultado distintos, pero terminaron materializando un patrón de poder.

Para algunas teóricas feministas, como Lugones (2008), la construcción de género dio origen junto con la invención de raza al «sistema moderno-colonial de género. En esta línea, María Emma Mannarelli (1994) sostiene que los patrones de las relaciones de género que imperaron a lo largo del periodo colonial se empezaron a forjar en los momentos iniciales de la invasión europea.

De esta manera, se construyó la diferenciación entre Europa y no-Europa, que ha originado una serie de codificaciones binarias jerárquicas —como civilizado/primitivo, moderno/tradicional, occidente/oriente—, que es presentada como natural, en vez del resultado de la historia del poder.

El geógrafo social Carlos Walter Porto Gonçalves ha analizado de manera muy lúcida cómo este proceso se ha articulado con la idea fundacional de la modernidad occidental de separar la humanidad de la naturaleza:

Esta expresión, dominación de la naturaleza, caracteriza mejor que cualquier otra el polo moderno del mundo colonial-moderno. El polo colonial es la naturaleza a ser dominada. Ahí están los «pueblos sin historia»; los pueblos que viven en «estado natural»; los pueblos que viven, todavía, en estadios inferiores —en estado salvaje y en la barbarie— de un mismo continuum en cuyo ápice —la civilizaciónestán Europa y Estados Unidos (Porto Gonçalves 2002: 13).

La idea de la naturaleza a ser dominada (para poder transformarla en «civilización»), y su equivalencia en la separación del sujeto del objeto que describe Lander en este libro, crearon un espacio discursivo para distintas intervenciones desde la razón del polo dominante/activo para civilizar/formar/constituir/disciplinar al polo subordinado.

Es decir, según esta lógica el hombre tiene que gobernar a la mujer, el blanco al indígena, el rico al pobre, el adulto al niño, el hombre a la naturaleza, la razón a las emociones y la ciencia a los saberes prácticos, efectivamente, produciendo la colonización de lo segundo por lo primero, sobre la base de su objetivación (que quita a la naturaleza, a la mujer, al indígena, etc., su historia, contingencia y complejidad, y sus deseos, sueños y propuestas).

Zygmunt Bauman plantea, por lo tanto, que la cultura moderna es una cultura jardinera que parte de la convicción de que la intervención racional del humano (y luego del mercado, como interacción racional y compleja entre humanos) puede realizar «un diseño de vida ideal y de condiciones humanas perfectas» (1991: 92).

Esta noción naturaliza la opresión como acciones necesarias para generar el orden deseado, abriendo paso a la violencia en nombre de la razón como una estrategia más para la modernización, que la historia moderna indica con tanta claridad, y que Baumann ha descrito con precisión en su análisis del Holocausto.

Modernidad-capitalista-patriarcal-colonial-imperial

La trascendencia de la conquista de América (y por cierto de los procesos de colonización posteriores del Sur Global[5]) para el proceso de formación de la modernidad occidental hace que su patrón de poder múltiple, y sus discursos fundacionales sean más visibles desde Nuestra América (y otras sociedades del Sur Global). En nuestras sociedades persisten disputas diarias sobre las implicancias, límites y procesos de las transformaciones que son impulsados por distintos actores y discursos en nombre de esta modernidad.

Agustín Lao distingue «cuatro regímenes modernos/coloniales de dominación, explotación y conflicto: capitalismo, racismo, imperialismo y patriarcado», que impactan, de diferentes formas intersectadas y simultáneas en las vidas de los hombres y las mujeres latinoamericanos. Siguiendo el análisis de Lao, analizaremos brevemente las dimensiones capitalista, patriarcal, colonial e imperial de la modernidad.

El capitalismo es un proyecto de organización de la sociedad que promueve la mercantilización de cada vez más espacios y dimensiones de la vida en búsqueda de la acumulación infinita de capital, para lo cual promueve la explotación de los bienes comunes, como también de los cuerpos y vidas de hombres y mujeres.

Se supone que de esta manera se genera riqueza material que eventualmente generaría un mayor nivel de vida en la población según un desarrollo lineal y progresivo  en el tiempo. Sin embargo, para ello se producen dos tipos de relaciones jerárquicas del capital sobre el trabajo, y del capital sobre la naturaleza, que naturalizan la opresión y explotación de la naturaleza y de las clases populares.

El patriarcado es un proyecto de organización de la sociedad que promueve el control de los cuerpos, los deseos y la propia libertad de autorrealizarse de las mujeres y lxs disidentes sexuales bajo normas que imponen formas únicas de ser hombre y mujer, donde lo masculino está basado en la fuerza, la razón y la virilidad que justifican el protagonismo público de los hombres, mientras que lo femenino equivaldría a la naturaleza, lo frágil, sentimental e intuitivo reduciendo su protagonismo social al trabajo (por cierto sin reconocimiento de remuneración) del cuidado.

Así también impone vivir la sexualidad de una forma determinada: entre personas del sexo opuesto, y dentro de relaciones monógamas (en especial para las mujeres). De esta manera se producen dos tipos de relaciones jerárquicas, del hombre sobre las mujeres y los otros géneros existentes, de la heterosexualidad (monógama) sobre las otras formas de vivir la sexualidad, naturalizando así la opresión y explotación de las mujeres y disidentes sexuales.

La colonialidad organiza a la sociedad desde la construcción histórica de la noción de raza a partir de la codificación de la diferencia entre el colonizador y el colonizado (Quijano 2003). Implica no solamente la imposición de jerarquías entre personas según sus fenotipos, o culturas; también impone jerarquías de saberes, productos culturales, prácticas sociales y políticas, y modelos de desarrollo y bienestar, desde la noción de que lo producido por la razón occidental es superior a las culturas subalternas. Por tanto, las culturas subalternas no serían capaces de construir alternativas razonables de conocimiento, cultura, política y desarrollo, y más bien tienen que seguir el camino (por cierto, lineal) de la cultura occidental hacia el «progreso» y la «civilización».

El eje de dominación imperial organiza el mundo a través de la lucha por el dominio hegemónico (del poder y de los recursos) en el mundo entre los actores políticos dominantes, generando orden a través de sus intervenciones (en lo cual la fuerza militar juega un papel central) en el sistema mundial.

Anteriormente, esto se expresó en el imperialismo ejercido por los países del centro hacía las periferias (primero desde Europa, y luego desde los Estados Unidos y la Unión Soviética). En la actualidad la dominación imperial se ha vuelto más compleja (ver Hardt y Negri 2000 y 2004, y Quijano 2003), lo que Lao describe aquí como «el accionar conjunto de instituciones del capital global como el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio con los Estados metropolitanos y las corporaciones transnacionales, que presidieron un proceso de intensificación de la globalización del capitalismo con vocación de colonizar, mercantilizar y privatizar todas las áreas de la vida».

Estos cuatro sistemas de dominación tienen sus propias temporalidades y especificidades geo-históricas, en los cuales se generaron por un lado imaginarios que naturalizaron relaciones estructurales de discriminación y desigualdad, y de otro, surgieron mitos que permitieron el ejercicio de la violencia directa y fuerza disciplinadora (y hasta genocida) ante aquellas personas y colectividades que desafiaron estas relaciones «naturales» de dominación[6].

Así, los ejes de dominación se han materializado a través de procesos históricos como la propia colonización, la evangelización, la esclavitud y la servidumbre, la industrialización, la interconexión de mercados comerciales, las guerras mundiales e imperiales, la construcción de la división sexual y racial del trabajo, la revolución de la tecnología de información, etc., que han facilitado la penetración de cada vez más espacios y relaciones sociales alrededor del planeta por sus operaciones.

A la vez, son reproducidos (y reconstruidos) desde los espacios y experiencias de la vida cotidiana, en el sistema educativo, las interacciones con el Estado, las relaciones comunitarias y amorosas, y en la propia crianza.

Progresivamente el mercado global ha logrado articular en los procesos y relaciones sociales que produce, al capitalismo, al patriarcado, a la colonialidad, y al imperialismo, originando nuevas intersecciones a partir de la colonia, como explica Aníbal Quijano:

En la medida en que aquella estructura de control del trabajo, de recursos y productos, consistía en la articulación conjunta de todas las respectivas formas históricamente conocidas, se establecía por primera vez en la historia conocida, un patrón global de control del trabajo, de sus recursos y de sus productos…. La incorporación de tan diversas y heterogéneas historias culturales a un único mundo dominado por Europa, significó para ese mundo una configuración cultural, intelectual, en suma intersubjetiva, equivalente a la articulación de todas las formas de control del trabajo en torno del capital, para establecer el capitalismo mundial. En efecto, todas las experiencias, historias, recursos y productos culturales, terminaron también articulados en un solo orden cultural global en torno de la hegemonía de Europa u Occidente (2003).

Esto evidentemente no implica que se haya generado un conjunto de relaciones y prácticas de opresión idénticas en espacios geo-históricos distintos, sino más bien que los sistemas de dominación han interactuado con las historias particulares de distintos pueblos y sociedades generando nuevas configuraciones, pero siempre articulados, contemporáneos y en función de la acumulación del capital.

Para evitar determinismos y exageraciones, es necesario precisar que la cultura moderna no es homogénea o solo opresora, ni tampoco que las experiencias de los pueblos europeos o norteamericanos han sido totalmente absorbidas y definidas por las racionalidades descritas. Tampoco será acertado pensar que el camino histórico de la modernidad occidental no tenía otras opciones de desarrollo a lo largo de su historia, o que su futuro es uno solo.

La modernidad occidental ha dado a luz a luchas emancipatorias de enorme importancia, como el ecologismo, el feminismo, el socialismo, el anarquismo e incluso en un momento inicial el propio liberalismo, ya que todos ellos cuestionaron dimensiones fundamentales de la matriz civilizatoria de la modernidad, generando ajustes e incluso abriendo nuevos espacios discursivos que siguen sirviendo a otras realidades.

Por lo tanto, concordamos con de Sousa Santos en que: «Los valores modernos de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad siempre serán fundamentales, tan fundamentales como las críticas a los actos de violencia cometidos en su nombre, y del pobre desempeño concreto que han tenido en las sociedades capitalistas» (Santos 2006: 37).

Sin embargo, las crisis descritas previamente son consecuencia del curso histórico de la cultura moderna, sostenido y originado por sus ideas fundacionales; lo cual implica la necesidad de ir más allá del cuestionamiento de solo las dimensiones o consecuencias de la modernidad.

Para ello, sin duda pueden servir enormemente las experiencias y culturas no-occidentales, como plantean Quijano, Blanco, Tiney, Antazú, Lander y Lao-Montes en esta edición. Sin embargo —de nuevo para evitar esencialismos—, sería un error pensar que estas culturas estarían libres de los mencionados —u otros— ejes de dominación (algunos de ellos incluso pueden ser más violentos en algunas culturas), que en todos ellos se mantiene una relación distinta con la naturaleza, o que estarían fuera de la modernidad.

Evidentemente el desarrollo de las culturas, pueblos y sociedades que habitan el planeta es más complejo, y profundamente mediado por los encuentros y experiencias históricas, lo cual hace inviable pensar a la cultura occidental y las culturas no-occidentales como totalidades separadas y opuestas, como plantea Celiberti aquí.

No obstante, los pueblos del Sur Global han aprendido desde la colonia a vivir con y sin el Estado y el mercado capitalista a la vez[7]. Ya que estos no resolvieron problemas fundamentales para sus vidas, comunidades de personas han defendido su capacidad de auto-organización (en el movimiento indígena), o la han venido experimentando y construyendo (como los campesinos sin tierra, las mujeres urbano-populares y los piqueteros, para mencionar a los más obvios), lo cual resulta en otras prácticas de organización social, política, jurídica y económica, e incluso de otras relaciones con la naturaleza o reivindicaciones de otros saberes, que sin duda sirven para pensar en respuestas alternativas sustanciales a las crisis actuales.

II. Disputas

Para ir más allá de las crisis como amenazas, y entenderlas como espacios o tiempos de disputa del futuro (como plantean Celiberti, Quijano y Lao Montes aquí), tenemos que analizar su relación con los procesos políticos actuales.

Para ello utilizamos el principio metodológico de analizar los resultados del proceso político como respuestas a los problemas que son percibidos como los más importantes en un determinado espacio-tiempo por los principales actores que participan del proceso.[8]

Las reformas neoliberales, ya ampliamente analizadas en otros trabajos[9] fueron impulsadas por los principales actores políticos del «Norte Global» (Estados, instituciones multilaterales y, cada vez más empresas transnacionales, grupos de medios y elites nacionales en países del Sur) justamente en un escenario en el cual las múltiples crisis analizadas ganaron por primera vez una presencia en el debate público y político.

Sin embargo, pese a la emergencia de las crisis energéticas (en torno a las crisis del petróleo, y el malestar en las sociedades europeas con la alternativa de la energía nuclear, y su eventual aplicación militar), ecológicas (explícitas en distintas catástrofes ecológicas relacionadas con la actividad económica, y analizadas con una fuerza analítica imponente en el reporte del Club de Roma[10]), y alimentarias (más presentes que nunca en los medios y el debate público europeo en la forma de hambrunas con impacto devastador en África, y principalmente Etiopía), fueron las crisis económicas y financieras internacionales de los años setenta y ochenta, a las cuales las reformas neoliberales correspondieron (Castells 2000 y Cerny 2004).

La priorización política y producción discursiva de la crisis económica como principal desafío para las sociedades de ese momento abrieron las puertas a una serie de reformas que buscaron instalar un nuevo patrón de acumulación, explotación y desarrollo «sin fin», basado en la reconstitución y reterritorialización de nuestras sociedades en función del mercado capitalista global en las últimas tres décadas del siglo XX.

De esta manera, no solo se dejó de priorizar y asumir las crisis en sus reales dimensiones en los debates y políticas públicas, sino que incluso se impulsó un patrón de desarrollo que más bien agudizó las crisis ya en marcha (como analizaremos más abajo).

En respuesta a las preocupaciones y críticas generadas por este patrón en el propio Norte Global —por ejemplo por el movimiento ecologista—, se confirmaron la razón moderna (lo cual se expresa en la idea de que hay soluciones tecnológicas para todas las problemas de nuestras sociedades) y el mercado capitalista como las racionalidades de respuesta a las crisis ecológicas, energéticas y alimentarias en camino —dejando de reconocer el carácter sistémico de las crisis—, como evidencian la agricultura transgénica como solución a la crisis alimentaria, el mercado de carbonos como respuesta a la crisis climática, y la energía nuclear como respuesta a la crisis energética.

Las disputas en torno al capitalismo-neoliberal

Para entender las dimensiones de las disputas impulsadas y generadas en torno al capitalismo-neoliberal, es indispensable reconocerlo como «un proyecto político y cultural con consecuencias económicas y no solo al revés […] es un proyecto de sociedad, de transformación radical del tejido social en sí mismo, al servicio de un proyecto hegemónico de nuevos grupos y clases nacionales e internacionales» (Álvarez 2008: 28).

Las reformas neoliberales crearon regímenes legales y políticos que apuntaron a la refundación del Estado y de la sociedad, a través de tratados de libre comercio, negociaciones con y en instituciones multilaterales, políticas de privatización, y la creciente reducción del gasto estatal en los servicios públicos, facilitando la integración de cada vez más dimensiones de la vida social, del espacio y de las economías nacionales a las redes transnacionales de inversión, producción, y comercio.

De esta manera, la lógica del mercado (la búsqueda del crecimiento económico, como indicador principal o único del desarrollo) logró imponerse sobre la lógica de la democracia en la dirección de nuestras sociedades (las prácticas y procedimientos que permiten decisiones sobre el futuro de nuestras sociedades, desde la diversidad de intereses y comprensiones del desarrollo que las componen) y sobre la propia noción de la regulación estatal.

El nuevo ciclo de expansión del mercado capitalista que se consolidó de esta forma, incluyó la expansión de la explotación de los bienes comunes llegando incluso a zonas de enorme importancia y de biodiversidad como la selva tropical, páramos y pantanos, y glaciares y cabeceras de cuencas; la creciente transformación del campo en función de proyectos agroindustriales de monocultivos de exportación o industrias extractivas, que desplazaron la agricultura alimentaria de pequeños y medianos agricultores y comunidades campesinas e indígenas; nuevos flujos migratorios masivos dentro y entre países, en búsqueda de una vida mejor; el aumento del consumo mundial de energía y bienes; la intensificación de distintos prácticas comerciales ilegales como el tráfico de drogas, de órganos humanos, de especies en peligro de extinción, de migrantes ilegales, y de niños y mujeres para la explotación sexual; la apariencia de nuevos (o reconfiguración de anteriores) conflictos armados en torno del control y la explotación de los bienes comunes; entre muchos otros más.

De otro lado, los procesos de reforma y globalización neoliberal —a menudo facilitados por gobiernos provenientes de corrientes de izquierda (Demmers 2001 y Barret 2008)—, dieron paso a una contradicción cada vez mayor, sentida por grandes sectores de la población latinoamericana entre las expectativas de bienestar provocadas por el lenguaje de progreso del neoliberalismo, y las experiencias cotidianas de desigualdad, desempleo, discriminación, violencia, exclusión y destrucción de la naturaleza (tema ampliamente desarrollado en esta publicación).

La combinación entre este «malestar en la globalización» (Stiglitz 2003) con la crisis de los proyectos históricos de la izquierda (Adamovsky 2007 y Barret 2008); las posibilidades de comunicación ofrecidas por las nuevas tecnologías de la información (Castells 2004); la creciente presencia de adversarios internacionales en situaciones locales —como instituciones multilaterales o empresas transnacionales (Sklair 2002)—, y la conciencia incrementada de la globalidad de muchos problemas y riesgos contemporáneos (Beck 1997), originaron nuevos caminos de organización social, articulación, resistencia y alternativas al statu quo profundamente enraizados en historias locales, pero a la vez crecientemente expresados en estrategias, redes, campañas, discursos e identidades transnacionales (Keck 1998, Olesen 2005; Waterman 1998; Quijano 2009).

Este nuevo ciclo internacional de luchas (Hardt y Negri 2004) tiene entre sus momentos fundacionales el Caracazo (1989), el levantamiento indígena en Ecuador (1990), la marcha por la dignidad y el territorio en Bolivia (1990), el levantamiento zapatista en Chiapas (1994), la huelga general de Corea (1996-7) y las protestas exitosas contra la privatización del agua en Cochabamba (2000), para presentarse posteriormente en el Norte Global con las protestas contra la OMC en Seattle (1999), y contra el G8 en Génova (2001), y la creación de una plataforma compartida en el Foro Social Mundial —inicialmente en Brasil y luego como fenómeno mundial— a partir de 2001, con el lema «Otro mundo es posible».

En Repensar la política los participantes y autores analizaron cómo la irrupción de estos nuevos y renovados movimientos había cambiado profundamente a América Latina. Queda claro que lograron cuestionar la hegemonía neoliberal, e incluso a la lógica capitalista sin que esto implicara su extinción (Borón 2008, y aquí Lander y O’Donnell); pudieron parar o incluso revertir leyes y acuerdos bilaterales que promovieron la mercantilización, y proyectos de gran inversión en distintas localidades; sacaron a presidentes que promovieron las reformas neo liberales en escenarios de presión y movilización popular en Argentina, Bolivia, Ecuador y el Perú; y se constituyeron nuevos actores sociales y políticas en distintos países y a nivel global (Barret 2008, Quijano 2003 y Adamovsky 2007).

Los movimientos de Nuestra América abrieron, además, paso a victorias electorales de candidatos progresistas en diferentes países de la región, cuyas identidades de una u otra forma revelan la desestabilización de la colonialidad del poder como patrón de poder histórico en el continente[11].

Tres años después de este balance estamos frente un escenario más complejo, como describen aquí Celiberti, Tapia, Walsh, Mukrani, Zibechi, Guamán y Gudynas, entre otrxs. La contradicción relativamente sencilla entre los actores a favor de las políticas neoliberales y su aplicación en localidades concretas (gobiernos neoliberales, empresas o instituciones multilaterales) y los actores que denunciaron y se oponían a estas políticas y sus consecuencias (comunidades y poblaciones locales afectadas por sus proyectos, movimientos nacionales por el cambio, y multitudes alterglobalizadores en arenas de la globalización), que permitió movilizaciones masivas y articulaciones amplias, ha sido reemplazada por una gama más amplia de conflictos y disputas.

El nuevo escenario

El actual escenario de conflictos en torno al impacto de las crisis sociales, ecológicas, alimentarias, energéticas, económicas y políticas en nuestras sociedades, incluye todavía los conflictos entre empresas y poblaciones afectadas por sus actividades y entre gobiernos neoliberales y movimientos sociales críticos a ellos (como en Chile, México, Honduras y Colombia), y si bien han perdido fuerza mediática, también persisten movilizaciones, campañas y articulaciones de actores sociales que se dirigen a (o en contra) de las instituciones multilaterales.

A ello, se suma evidentemente las campañas (que en algunos sitios incluyen movilizaciones masivas, como en Venezuela y en un momento en Bolivia) de fuerzas conservadoras contra los llamados gobiernos progresistas. Sin embargo, también han aparecido nuevos ejes de conflicto, que revelan contradicciones más complejas dentro de la modernidad-capitalista-colonial-patriarcal-imperial. Mencionamos — sin pretender ser exhaustivos— cuatro:

En primer lugar, los movimientos ecologistas, feministas, sin tierra (siendo Brasil un caso más complejo, por el gran éxito de los programas sociales dirigidos a las bases de las organizaciones sociales en este país) e indígenas que protagonizaron la lucha contra el neoliberalismo en las décadas anteriores han mantenido y en algunos casos fortalecido sus luchas, pero la configuración de su adversario ha cambiado dramáticamente.

Crecientemente estos movimientos antisistémicos se ven enfrentados a los gobiernos progresistas (antes aliados en la lucha contra el neoliberalismo), como particularmente es el caso en Ecuador y crecientemente en Bolivia, pero que se expresa también en la criminalización de la disidencia en Argentina, Brasil, y Nicaragua[12].

En segundo lugar, la lucha por el control de los bienes comunes (y particularmente el agua) está adquiriendo ejes más complejos. Aparte de los conflictos entre los movimientos que reclaman cambios sustanciales del modelo extractivista y los gobiernos progresistas que más bien han generado un nuevo extractivismo (ver Gudynas aquí), incluyen los conflictos entre empresas[13], entre regiones, localidades y comunidades, y a través de inversiones geopolíticas (que van mucho más allá de las inversiones económicas), entre los países que disputan el poder en distintas regiones y en el mundo[14].

Aunque muchos de los conflictos por el control de los bienes comunes tienden a ser muy localizados (especialmente en el Perú), las agendas y problemáticas presentes en ellos son cada vez mayores y más programáticas.

En tercer lugar, están los conflictos y contradicciones que no logran tener la visibilidad mediática o la fuerza social de los conflictos territorializados, pero por ello, no son menos reales, ni menos controversiales. La falta de reconocimiento y/o de garantías para los derechos del cuerpo, tanto sexuales como reproductivos, coloca al centro tanto la lucha por estos derechos como la defensa de una conquista democrática y el carácter constitucionalmente laico del Estado en los países de la región. Incluso en varios de los casos, los gobiernos progresistas no han implicado mayor libertad en torno a estos temas, y en los casos de Uruguay y Nicaragua incluso la presión de la Iglesia implicó retrocesos.

Finalmente, la región mediterránea parece haber surgido como el nuevo eje regional fundamental a nivel global, tras una serie de escenarios de movilización protagonizados tanto por los pueblos árabes (fundamentalmente en Túnez y Egipto, pero también en Palestina, Irán, Marruecos y bajo configuraciones fundamentalmente étnicas y tribales en Yemén, Siria, Lybia y Bahrein), como por los europeos (fundamentalmente en el Estado español y Grecia), que antes no habían tenido esta visibilidad.

En términos generales parece que la actual ola de movilizaciones  toca a sociedades que habían quedado (relativamente) al margen de los movimientos de los años en torno al cambio del siglo pasado, como Chile, Israel y los países árabes. Hay dos elementos fundamentales presentes en este ciclo de protesta que van más allá de este dato histórico, y que pueden tener implicancias profundas para los movimientos sociales en el mundo.

De un lado, las movilizaciones son el resultado de un tipo de sociedad en la cual el modelo de crecimiento ha producido niveles altísimos y estructurales de desempleo (más que todo en jóvenes, incluso con alto nivel de educación) y de concentración de riqueza, a la par de expectativas de bienestar, progreso e incluso libertad.

En segundo lugar, el papel de las nuevas herramientas de comunicación (Twitter, YouTube, y Facebook) —incluso en sociedades muy cerradas— ha sido fundamental para generar solidaridad internacional, crear escenarios de movilización de manera descentralizada y disputar a los medios de comunicación masivos.

Ambos elementos estaban presentes también en el ciclo de protesta latinoamericana (como evidencian el surgimiento del sujeto político de los desempleados —los piqueteros— en Argentina, y el uso creativo y eficaz de los nuevos medios de comunicación en Chiapas), pero a la vez evocan nuevas condiciones de movilización y organización social, propia de las sociedades contemporáneas.

Pues, la combinación de la «revolución tecnológica, que implica mayor productividad del trabajo y por ende menos necesidad de trabajo vivo» (ver Lao) con el modelo extractivista que sigue hegemónico en el continente (ver Gudynas) seguirá profundizando el desempleo estructural, la informalización del trabajo, la flexibilización de los derechos laborales, la «acumulación por desposesión»[15], y la explotación de los sectores más vulnerables por la división global del trabajo según los ejes de dominación de género y de raza (aquí Espinosa, Vargas y Celiberti).

Estos procesos promueven la creciente precariedad de la vida, especialmente en los países del Sur Global y en América Latina, y a la vez, generan nuevas multitudes de personas con tiempo, sueños y capacidades suficientes para organizarse. A la vez, la movilización digital ya es un elemento esencial del activismo latinoamericano, como evidenció la campaña contra la candidatura presidencial de Keiko Fujimori en el Perú, que se sostenía en redes difusas de colectivos, activistas y organizaciones y sus estrategias de una suerte de guerrilla mediática (ver aquí Miyagui), no solo contra la candidatura de la hija del ex dictador, sino también contra el control mediático de los principales grupos económicos en el país.

Un último elemento fundamental para entender el escenario actual es la adecuación de los actores que promovieron las reformas neoliberales a las nuevas condiciones, en las cuales su teoría de sociedad ya no es hegemónica, y que han perdido el control directo sobre distintos Estados en el continente.

Pues, como plantea aquí O´Donnell: «El capitalismo se ha reproducido y producido a través de crisis recurrentes, crueles, que han desarmado y desarticulado formaciones sociales, pero de las cuales el capitalismo ha salido transformado, renovado y ratificado en su dinamismo». Vemos en la actualidad tres estrategias fundamentales de transformación del capitalismo-neoliberal frente al escenario descrito:

En primer lugar, el discurso —y en menor medida las políticas— del Consenso de Washington ha sido reemplazado por agendas nuevas, que incorporan algunos aspectos de los reclamos de los movimientos (respecto del medio ambiente, políticas participativas y el multiculturalismo), pero de ninguna forma cambian las estructuras de dominación.

Charles R. Hale (2002) plantea, por ejemplo, a propósito del caso guatemalteco, que ha surgido un «multiculturalismo neoliberal», que consiste en la entrega de ciertos derechos o apoyos económicos sin la realización de ciudadanía real[16]. Y Porto Gonçalves sostiene, en su libro Geografías (2001), que la idea del desarrollo sustentable es profundamente despolitizadora, ya que reemplaza la lucha por la justicia social, la solidaridad y el equilibrio de la naturaleza, por la demanda de supervivencia del mundo.

En segundo lugar, persiste una capacidad tremenda de los actores del bloque imperial global (Quijano 2001) de seguir condicionando políticas, incluso de gobiernos progresistas, a través de los mercados financieros, las negociaciones internacionales bilaterales y multilaterales, por la continuidad de los miles de funcionarios estatales formados según el imaginario capitalista-neoliberal, y el ejercicio del poder fáctico a través de los medios de comunicación, los lobbies empresariales e incluso las iglesias conservadoras y los sectores militares (como en el caso de Honduras) (Barret 2008).

Finalmente, estamos siendo testigos de nuevos (o renovados) patrones de manejo de las poblaciones que buscan obstruir la constitución de sujetos (políticos) desde los conflictos sociales en nuestras sociedades, a través de la cooptación (si fuera posible), o destrucción (si fuera necesaria) de las organizaciones sociales. Ellos combinan las políticas sociales con nuevas políticas seguritarias[17], que incluyen la creciente regulación de la sociedad civil, que pone progresivamente condiciones legales a sus acciones; la criminalización de la disidencia (mediante la penalización de la acción política disidente, el ataque sistemático a través de los medios masivos y la política hegemónica de las personas y discursos que expresan su oposición al statu quo, así como el uso de leyes antiterroristas para ello); la privatización de la seguridad (cada vez existe más espacio legal y/o político para la organización privada de la seguridad, como servicios de seguridad de empresas transnacionales, la organización de vigilancia en las ciudades o las actividades de grupos paramilitares); y la militarización (la creciente intervención militar en la sociedad, a través de bases militares, campañas de ayuda humanitaria efectuadas por el ejército y mecanismos legales que permiten su participación en el manejo de protestas) (ver Tacuri 2009).

Es en este escenario complejo, donde —más allá de su existencia u organización formal— la democracia, el desarrollo, la soberanía y la ciudadanía realmente existentes están siendo reconfigurados continuamente en complejas dinámicas en diferentes escalas geopolíticas y espacios geohistóricos paralelos e interconectados, entre diferentes actores sociales, estatales y económicos que incluyen tanto la confrontación como la negociación.

Por lo tanto, requerimos comprender la dominación y la liberación en este escenario más allá de los espacios, dimensiones y procesos estatales e institucionales solamente (sin restar importancia a ellos). Más bien, las disputas por el control de los cuerpos, territorios e imaginarios de nuestros pueblos para la realización de distintos proyectos de vida, de desarrollo y de la sociedad permiten entender con mayor precisión los procesos de transformación, y las potencialidades de cambio y de respuestas sustanciales a las crisis.

Los itinerarios políticos, conceptuales, epistemológicos y subjetivos de los cuerpos, territorios e imaginarios son grandes y diversos. Los tres espacios de disputa han sido claves en la conformación de las coordenadas de desigualdad y de la reproducción de la lógica de la colonialidad del poder, del saber y del ser.

Si la colonialidad del poder se define como la imposición de una cosmovisión, a través de la invasión del imaginario del «Otro», se produjo también la colonialidad del saber al no solo invisibilizar y folklorizar las cosmovisiones originarias de estos pueblos sino implantar una «historia local particular», la europea, en designios y visibilidad globales, negando el estatus de cultura a las «otras» cosmovisiones.

De esta manera, junto con la superioridad étnica, se dio una violencia epistémica, que lleva al control de todas las formas de subjetividad, cultura y conocimiento bajo la «colonialidad del ser», que dio origen a «jerarquías y señoríos y distintas formas de esclavitud basadas ya no en diferencias étnicas o religiosas, sino más bien en diferencias presumidas como naturales,…ancladas en la corporalidad misma de los sujetos considerados no enteramente humanos» (Maldonado 2008).

Se produce lo que Maldonado llama un «exceso ontológico» que ocurre cuando seres particulares imponen sobre otros, discursos y modelos de conocimiento, que representan una particularidad, posicionada como universal (el eurocentrismo). Esta imposición se da desde un proceso que comienza a asumir como «normal» la no-ética, el racismo, la guerra, la hambrunas, la existencia de poblaciones «desechables», los recursos apropiables, el mundo de la muerte, y que termina produciendo territorios, cuerpos y relaciones sociales desde ellos funcionales a las sistemas de dominación y acumulación. Analizamos, brevemente, las disputas en torno de estos tres espacios.

III. Cuerpos

El cuerpo es un campo de batalla, un terreno de disputa, un espacio de tensión. Sin embargo, estas tensiones no refieren solamente a los discursos de la biología (natural o naturalizada) que se supone demarcan la estructura del cuerpo y su manera de estar en el mundo.

El cuerpo es parte de una trama de significación compleja que encarna en sí mismo un mundo político, económico, religioso, científico, es un cuerpo penetrado por las estructuras sociales y viceversa, un campo de acción fundamental que reta y cuestiona estas estructuras (Mujica 2007: 275).

El cuerpo ha sido históricamente un mecanismo por excelencia de regulación y control social (en las sexualidades, en su uso para la reproducción y la producción social, desde poderosísimas instituciones, como las iglesias, la familia, el sistema educativo, y el mismo Estado), como lo expresan las investigaciones de las historiadoras feministas.

Mannarelli (1999) plantea que el cuerpo es una construcción mediada por relaciones de poder. Y, en el caso de la mujer, es el locus de poder, el espacio donde se explicitan las relaciones de dominación, subordinación y jerarquía (Mannarelli 1999).

Igualmente, Scribano (2009) ve el cuerpo como locus de la conflictividad y el orden: «Lo que sabemos del mundo lo sabemos por y a través de nuestros cuerpos, lo que hacemos es lo que vemos, lo que vemos es cómo dividimos el mundo. En ese ‘ahí-ahora’ se instalan los dispositivos de regulación de las sensaciones, mediante los cuales el mundo social es aprehendido y narrado desde la expropiación que le dio origen a la situación de dominación» (Scribano 2009: 145).

La formación de territorios, del Estado, y de la propia nación están entonces estrechamente articulados a las historias de nuestros cuerpos como espacios de disputa y de construcción histórica de la sociedad.

Gioconda Herrera (2007) nos dice que los cuerpos femeninos, ya sea como portadores de diferencias tanto nacionales como étnicas, o como encarnación de la familia o de la heteronormatividad, son imágenes recurrentes en los diversos períodos de construcción nacional y han sido centrales en la construcción de agendas y políticas nacionalistas (tanto en la construcción de la «nación» como en la destrucción que traen las guerras nacionalistas e identatarias, donde el cuerpo de las mujeres es asumido como botín de guerra de todos los bandos), y los Estados han ensayado diversas intervenciones orientadas a regular sus identidades y prácticas sexuales y a controlar el cuerpo-territorio.

Segato perfila este argumento al hablar de territorio en su sentido político. Las prácticas guerreras, «… siempre tuvieron ese correlato de la conquista de un territorio, la anexión del cuerpo de las mujeres, la inseminación por violaciones individuales o colectivas, su esclavización para servicios sexuales»[18].

Igualmente, el dominio territorial de instituciones (paraestatales) como la Iglesia debió afirmarse en su dominio sobre los cuerpos como territorios, anexándolo a designios preestablecidos, impidiendo su acceso a decidir autónomamente sobre ellos. En este contexto, la institución familiar aparece como refugio frente a las transformaciones sociales y, en este marco, las posibles rupturas a la domesticación de la mujer son percibidas como amenazas al orden deseado.

Estos itinerarios de regulación y control colocan límites discursivos y opresivos sustentados y justificados desde una «universalidad» que oscurece las diversidades de los cuerpos y las profundas y múltiples exclusiones que recibe.

La heteronormatividad, el racismo, la división sexual y división social del trabajo, la explotación económica, la desvalorización de los cuerpos y sus energías, reducidas a simples fuerzas de trabajo (Belissa Andía, en esta publicación), o a portadoras de trabajo invisible (trabajo reproductivo o de los cuidados, sin reconocimiento económico-social), etc.; todas estas son expresiones de los cuerpos como territorios «otros», los ajenos, lejanos, aunque sean nuestros, territorios sobre los que se decide desde otros, se proyecta desde otros, se construye discursos que restringen la libertad y que alimentan subjetividades desechadas y devaluadas, cuerpos expropiados de las mujeres, en el marco de la colonización geopolítica y discursiva de America Latina, a los que alude Yuderski Espinosa en este libro.

Esta es, sin embargo, una de las dimensiones, de control y sojuzgamiento de los cuerpos. Para los movimientos feministas y de diversidad sexual, el control del cuerpo y la sexualidad fue desde el inicio un campo de análisis y de lucha política. Varios artículos del libro (Celiberti, GT Sidestreaming Feminisms, Gamales, Huanca, Vargas, entre otros) recuperan la otra(s) dimensión(es), más potente y transgresora, que alude a las múltiples y variadas formas de resistencia que el cuerpo desarrolla.

Se asienta en la conceptualización del cuerpo como territorio y como portador de derechos, con capacidad de decisión; en suma, dotado de ciudadanía (Ávila 2000) y como territorio de resistencia e innovación, superando los vicios de la modernidad de un yo separado del cuerpo, de una razón separada de subjetividad y emoción. Esto queda expresado en la performance autobiográfica e intimista que nos ofrece Josefina Alcázar (2008): «El cuerpo expande su significación, se vuelve metáfora y materia, texto y lienzo».

Otra significación fundamental en este proceso es que esta exploración del cuerpo y la búsqueda de una sexualidad libre, dice Alcázar, se bordan desde los ángulos de feminismo, las luchas lésbicas-gay, el cuestionamiento de la religión y el análisis del comportamiento público y privado.

Son los cuerpos políticos —portadores de conocimiento e historia, afirmando identidades y confrontando exclusiones étnicas, raciales, sexuales, de origen, de clase, en lo público y lo privado— los que producen prácticas políticas disidentes, practicas rupturistas, imaginarios y teorías políticas transgresoras (Scribano 2009), ampliando conceptualizaciones y produciendo otros conocimientos, invisibilizados o ausentes de los parámetros de reflexión y de los horizontes de trasformación a los que estamos aún adheridos.

Un ejemplo es el concepto de género, que quedó atrapado en su concepción binaria (además de tecnificada y despolitizada), que ha sufrido una explosión conceptual por la diversidad de construcciones posibles como lo expresan la teoría y práctica queer, los cuerpos de los movimientos LGBT, los movimientos afro e indígenas y sus perspectivas y cosmovisiones.

Todo ello nos llama a romper el «congelamiento» de los conceptos para que quepan cuerpos tradicionalmente excluidos (cuerpos heterosexuados, racializados y oprimidos por el capital), des-articulando y de-construyendo la matriz de poder originada en la colonialidad de género (Espinosa, en esta colección).

Y nos abre un caleidoscopio político y epistemológico de gran riqueza, alimentada por los «cuerpos abyectos» (Van den Berge y Cornejo, en esta publicación), aquellos expulsados de los regímenes de inteligibilidad del género binario, de la heteronormatividad, de la política de racialización. Cuerpos promiscuos, generados desde un pensamiento de frontera» (Anzaldúa 1987 y Mignolo, 2003), un pensamiento desde «otro lugar», marcado por la interseccionalidad de las discriminaciones, las sensibilidades desechadas, las que no calzan, las de los malos modales; las que, por lo mismo, pueden a su vez, desde los márgenes, contener una dimensión inconmensurable de democratización de la convivencia cotidiana.

Territorios

Uno de los principales objetivos de las reformas neoliberales ha sido abrir nuevos espacios geográficos a la mercantilización y la transnacionalización. Pues, regiones como los Andes y la Amazonía habían quedado relativamente al margen de los procesos sociales y económicos impulsados desde el mercado capitalista transnacional. Esta visión fue expresada con una claridad poco común por el ex presidente Alan García Pérez en sus artículos sobre el síndrome del perro del hortelano:

Hay millones de hectáreas para madera que están ociosas, otros millones de hectáreas que las comunidades y asociaciones no han cultivado ni cultivarán, además cientos de depósitos minerales que no se pueden trabajar y millones de hectáreas de mar a los que no entran jamás la maricultura ni la producción… Así pues, hay muchos recursos sin uso que no son transables, que no reciben inversión y que no generan trabajo. Y todo ello por el tabú de ideologías superadas, por ociosidad, por indolencia, o por la ley del perro del hortelano que reza: «Si no lo hago yo, no lo haga nadie» (García 2007).

La visión de García representa la propuesta capitalista-neoliberal de «poner en valor» a través de la inversión nuevos espacios del territorio nacional. Con ello se niega de un lado, que en muchos de estos espacios sí existen actividades sociales, ambientales o productivas, como la pequeña agricultura, pero también los procesos propios de la naturaleza, como la generación de agua.

De otro lado, la metáfora del «espacio vacío u ocioso» se contrapone a la noción del territorio, como espacio construido históricamente que sostiene un conjunto de identidades, relaciones sociales, prácticas culturales y relaciones entre las poblaciones y la naturaleza — es decir, como espacios que tienen un valor en sí mismos—, alimentando una gran variedad de conflictos sociales que han surgido en los últimos décadas (hasta tal punto que algunos han hablado de un giro territorial en los movimientos sociales).

Precisamente la noción del territorio como espacio de la reproducción de la diversidad de prácticas sociales, económicas y culturales en nuestras sociedades, explica el doble interés en su desterritorialización, y su siguiente reterritorialización en función de la acumulación capitalista.

De un lado, espacios que antes sirvieron para las economías familiares, comunitarias o locales son integrados en las redes de producción y negocio transnacional generando mayores ganancias, a través de actividades como la minería a gran escala y la agroindustria, que reemplazan a la agricultura alimentaria.

De otro lado, también se desintegran espacios con identidades e institucionalidades colectivas fuertes, que permiten relaciones de solidaridad y acciones colectivas conjuntas, y desde donde se podrían contestar, resistir o negociar con mayor fuerza a las transformaciones que implica la modernidad capitalista-colonial-patriarcal-imperial.

Este proceso de reterritorialización del espacio alrededor del planeta, con consecuencias desde lo global hasta lo local, impacta —de manera diferenciada pero real— en los espacios urbanos y rurales. En las ciudades, los espacios sociales públicos enraizados en una comunidad —como el mercado o la tienda barrial— son crecientemente reemplazados por espacios desvinculados de la cotidianidad de las gentes, como los hipermercados y los complejos comerciales, que carecen de una identidad propia siendo definidos por una estética y relaciones globales relacionadas con los imaginarios y prácticas del consumo.

La forma que asumen las construcciones se da cada vez más en función de la ganancia, y menos en función de la libertad y el bienestar de sus habitantes, como evidencian las construcciones de edificios de departamentos en Lima, que son cada vez más pequeños y de materiales más baratos pese al crecimiento económico en el país.

Asimismo, pueblos y ciudades enteras (desde Brujas en Bélgica hasta Ollantaytambo en Perú) son convertidos en museos a cielo abierto por el turismo mundial, transformando la identidad y cultura de sus habitantes en objetos mercantiles. En cada uno de estos ejemplos, las relaciones sociales y las identidades locales en los espacios urbanos pierden densidad y autonomía frente a las reconfiguraciones impulsadas por el mercado capitalista global.

En el espacio rural el impacto de este proceso es quizás todavía más dramático, ya que la mayor utilidad económica del campo está ligada a nuevos megaproyectos de desarrollo (de minería, petróleo, madera, agro-combustible o hidroeléctricas) que requieren de la desarticulación o desplazamiento de comunidades y pequeños productores, generando procesos de reconcentración de tierras en manos de grupos económicos[19].

En el Perú, uno de los ejemplos más ilustrativos de esta lógica es el impacto de la minería en la sociedad. Anthony Bebbington ve en la expansión minera una competencia entre dos proyectos geográficos: «Un[o] que implica una gobernanza de territorios que permite su ocupación por múltiples actores y otro que implica una gobernanza que asegure la ocupación por un solo actor» (2007: 24).

Es en esta «tensión de territorialidades» en donde aparecen conflictos sociales por el control del territorio, por la organización del espacio y, en consecuencia, por su significado cultural y social, así como su vínculo con la identidad y su importancia para el futuro de la sociedad y las comunidades[20] de personas que la conforman (Porto Gonçalves 2001).

De esta manera, las transformaciones territoriales impulsadas por la expansión capitalista son contestadas por la defensa de espacios comunitarios (como de los pueblos indígenas en el continente), pero también por la construcción de nuevos territorios en resistencia, donde rigen otras lógicas sociales, no post o anti-capitalistas, como en los campamentos del Movimiento Sin Tierra (MST), en los espacios conquistados por los piqueteros o los manifestantes egipcios, en los barrios ocupas en ciudades alrededor del planeta, y también en espacios organizados por los movimientos de mujeres, de diversidad sexual y de colectivos libertarios.

Para recuperar la capacidad de construcción de otros lenguajes, prácticas y relaciones sociales en estos territorios, es clave entender que ellos no solamente son espacios ocupados por pueblos o comunidades históricas, y que tampoco son espacios necesaria o completamente separados de otros espacios sociales.

Pues en las luchas sociales se construyen nuevas comunidades que constituyen espacios propios para poder vivir y expresarse según las propuestas de vida digna y plena que nazcan. Estos espacios pueden ser temporales (incluso muy breves en marchas u ocupaciones, pero también en fiestas o ferias con lógicas contra-hegemónicas) y discontinuos en el espacio (pese a su disputa eficaz y real de la soberanía del Estado mexicano, hasta las comunidades zapatistas conviven con otras comunidades, con quienes tienen que negociar sus relaciones en espacios compartidos).

Además, como se plantea en varios artículos aquí (Celiberti, Espinosa, Vargas, Galdames, Huanca, Muñoz y Sidestreaming Feminisms) hay distintos niveles de territorio, que van desde nuestros cuerpos, pasando por nuestras familias, barrios y comunidades, tierras ancestrales, distritos y provincias, hasta nuestros países y continentes, que pueden ser espacios de lucha y de transformación. Justamente en esta equivalencia del cuerpo, la comunidad, el pueblo y el movimiento como territorios (o enraizados en territorios) se presentan posibilidades de interconectar y profundizar el diálogo entre nuestras luchas y movimientos.

Imaginarios

Sin lugar a duda, la incorporación de cuerpos, territorios y relaciones sociales a las redes y procesos globales de producción, comercio y consumo se sostiene, en una medida importante, en el ejercicio y la amenaza de violencia.

Sin embargo, ello es acompañado por la capacidad tremenda de los agentes principales del capitalismo global de generar ideas, deseos, temores y sueños colectivos que convierten a las nociones de progreso, competencia, desarrollo y bienestar que sostienen al mercado capitalista en evidentes.

En este sentido, las transformaciones globales no solo son de estructuras o institucionalidades políticas y económicas, más bien implican la transformación de subjetividades, imaginarios y formas de vida que hagan sostenibles y creíbles los procesos económicos y políticos impulsados por los principales actores políticos globales. A propósito de la minería transnacional, Horacio Machado plantea por lo tanto, que:

… [c]omo forma de violencia colonial, la expropiación es, básicamente, expropiación de los medios de vida, de los medios a través de los cuales emergen y se re-crean las formas de vida. De allí que la expropiación, como forma de violencia productiva, tiene que ver no con el ‘arrebato’ de ‘algo’, sino con la producción colonial de formas de existencia, formas de vida colonizadas, expropiadas y re-apropiadas, destruidas y re-creadas (…) por y para el poder colonial. Implica la producción colonial de «formas de vida ‘civilizadas’» (Machado 2009).

Para el escenario de crisis, estos procesos de producción de imaginarios y de formas de existencia implican, como dice Lander aquí, que las crisis más riesgosas para la supervivencia de la humanidad no son percibidas como tales por las mayorías del planeta, y menos en el Norte Global. Esto corresponde a la externalización de la mayor parte de la violencia inherente del desarrollo capitalista a otras partes del planeta, y al éxito tremendo del imaginario moderno que plantea que las soluciones a las crisis serán encontradas en la razón y las ciencias, respaldado por una variedad de dispositivos de violencia para imponer donde el convencimiento falla.

Esto vuelve la lucha por los imaginarios una dimensión central en las respuestas ante las crisis descritas, en la medida que, en el contexto actual, el surgimiento de nuevos imaginarios y la revalorización de otros saberes permitan releer el contexto de crisis desde un cuestionamiento de la legitimidad evidente del capitalismo, y su imaginario productivista y depredador.

Por ello pensamos también que, frente a este imaginario aún dominante del progreso y el desarrollo, los movimientos del continente han generado nuevos mapas cognitivos —un nuevo horizonte histórico de sentido en construcción en la acción de los actores y actoras sociales—. Es decir, el surgimiento de una pluralidad de formas de resistencia, otras opciones culturales, otras cosmovisiones en America Latina son expresión, como dice Lander, de confrontación desde otros lugares de enunciación, desde otras epistemes que posicionan otra forma de relación de lo humano con el resto de la vida.

Todo ello expresa una subjetividad política emergente, que trae rupturas: la de la linealidad de la política, para abrirse a otras interrelaciones con otros actores sociales, que confrontan la unidimensionalidad de la globalización, incorporando dimensiones sociales, culturales, subjetivas, iluminando otras dimensiones de lo político y de la política, más allá de lo económico y tecnológico y más allá de la dimensión institucional.

Todo ello ha producido rupturas paradigmáticas en nuestras formas de pensarnos, de ver el mundo y de vernos en el mundo, posicionando lo que Quijano llama «simiente de un nuevo horizonte utópico de sentido», y por lo tanto pleno de perplejidad y desorientación.

La resistencia, afirma Quijano, tiende a desarrollarse como un modo de producción de un nuevo sentido de la existencia social, de la vida misma y de su propia supervivencia. En este nuevo horizonte, el desconcierto y la incertidumbre pueden ser potentes alicientes que alimenten las búsquedas, porque permiten buscar otras soluciones, tanto por la constatación de que eso que sabíamos y que nos fue útil ya no nos sirve, por sí solo, para saber más, ni para responder a los conflictos actuales y sus nuevas configuraciones, como también porque, sin el constreñimiento de la linealidad política, los futuros están abiertos al ensayo de alternativas. Es la acción la que abre el espacio.

Por esto mismo, las disputas por el reconocimiento de la diferencia, evidenciando la existencia de sujetos plurales como los de hoy en América Latina, han adquirido, como sostiene Valdez (2009), «beligerancia política y visibilidad epistemológica». Porque confrontan activamente las múltiples estructuras de dominación desde el género, el patriarcado, el racismo, la explotación económica, la destrucción del ecosistema, el etnocentrismo, eurocentrismo, misoginia, androcentrismo, etc.

Y porque al hacerlo, evidencian aquellas dimensiones de la realidad que han sido negadas, folclorizadas o invisibilizadas por la cultura hegemónica y que ahora disputan por su reconocimiento, posicionando otras perspectivas y cosmovisiones no ancladas en la cosmovisión occidental. Es lo que De Sousa Santos (2006) llama la sociología de las ausencias, que se orienta a visibilizar aquello que existe, pero que es activamente producido para no existir, convirtiendo así esas ausencias en emergencias, que presagian nuevas prácticas y nuevos horizontes democráticos.

III. Movimientos

Tras nuestro recorrido por los distintos sistemas de dominación y las disputas de los espacios en que se configuran nuestras sociedades, llegaremos finalmente a la pregunta central del Encuentro de Saberes y Movimientos sobre lo cual dialogaron investigadores, artistas, dirigentes sociales, educadores y el publico general durante varios días: ¿hay posibilidades de transformación de nuestras sociedades, que nos permitan construir respuestas viables a las crisis señaladas?, ¿están ya en el escenario actual?, ¿y cuáles son?

Evidentemente no tenemos capacidad de contestar estas preguntas con certeza alguna, pero sí ensayaremos un análisis de tres dimensiones que consideramos fundamentales para eventuales cambios: los movimientos sociales, el Estado y la dimensión epistémica de las luchas por un mundo mejor. En los tres casos recogemos tanto las discusiones del Encuentro sobre sus potenciales políticos transformadores, como sobre las implicancias conceptuales y epistemológicas de estos.

Empecemos recordando que este escenario emergente se caracteriza por: i) lo que Lao llama la «crisis de la civilización occidental capitalista en su fase de globalización neoliberal»; ii) un conjunto de conflictos sociales más complejos que los conflictos del periodo anterior; iii) la dificultad de los proyectos políticos progresistas de impulsar transformaciones raigales de sus sociedades; y iv) la recomposición de los principales promotores del capitalismo neoliberal, y de sus discursos, frente a este contexto.

Entendemos que las transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales de nuestras sociedades se desarrollan en las dinámicas complejas y múltiples entre las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales (el poder institucionalizado), los regímenes de la verdad (el poder discursivo), y las diversas experiencias cotidianas y subjetividades existentes en la sociedad, a partir de (inter)acciones entre una variedad de actores.

El desarrollo de las estructuras sociales, los discursos y las subjetividades son relacionales, continuos y se inscriben tanto en procesos históricos de larga duración, como en procesos actuales, de los cuales las tensiones entre el poder y la resistencia, la dominación y el contrapoder son parte fundacional.

Barret, Chávez y Rodríguez-Garavita atribuyen la responsabilidad de promoción de un cambio real a una nueva izquierda, conformada por tres tipos de actores: «Un escenario ideal para la izquierda consiste de la presencia de, y articulación dinámica entre, movimientos populares fuertes, partidos y gobiernos, maximizando la capacidad total de construir y sostener alternativas viables» (Barret 2006: 36).

Aunque posteriormente plantearemos ampliar la noción de movimiento social que manejan Chávez, Barret y Rodríguez Garavita, por ahora es importante reconocer que los procesos de transformación dependen de un conjunto de actores diversos que actúen en distintos espacios de la sociedad, y que compartan algunas ideas base (aparte de discrepar sobre muchas otras cuestiones).

Este punto de partida común es su reto principal e histórico para responder simultáneamente a las consecuencias de las desigualdades y discriminaciones presentes en nuestras sociedades y a sus causas estructurales (Barret 2006). A ello se suma por todo lo discutido el desafío tremendo de transformar las causas estructurales de las crisis analizadas, que parcialmente corresponden a las causas de la desigualdad, pero que en mayor medida van más allá de ellas[21].

Movimientos sociales

Para entender el papel que juegan los movimientos sociales en el escenario actual tenemos que aplicar una sociología de ausencias y de emergencias (Santos 2006), que visibiliza las dimensiones de los movimientos producidas como ausentes por la teoría social hegemónica. Para ello es clave desmitificar tres ideas muy persistentes en la teoría social sobre los movimientos, las cuales por cierto han sido desestabilizadas ya en el trabajo de investigadores latinoamericanos como Sonia Álvarez, Arturo Escobar, Raúl Zibechi, Evelina Dagnino, Aníbal Quijano, Carlos Walter Porto Goncalves y otros.

En primer lugar, se suele reducir y analizar a los movimientos sobre la base de la capacidad de construir organicidades representativas persistentes en el tiempo, que centralizan recursos y agendas de su base social.

Evidentemente, las organizaciones sociales juegan un papel clave en los movimientos de que son parte, ya que permiten -idealmente- la acumulación de organicidad, militancia, capacidades, aprendizajes y propuestas a partir de sus actuaciones, que permiten la continuidad de la lucha, y su interlocución directa con el Estado.

En algunos casos, inclusive organizaciones lograron representar y dirigir luchas sociales durante periodos sostenidos de tiempo, como sucedió con la CONAIE en el movimiento indígena ecuatoriano y el MST en la lucha por la tierra en Brasil.

Sin embargo, los movimientos sociales no se reducen a las organizaciones sociales, y adquieren forma según las historias, circunstancias y oportunidades de determinadas espacios. Así, las movilizaciones bolivianas comprendieron a múltiples organizaciones, mientras que los levantamientos argentinos y egiptos, o los escenarios de movilización en torno a la minería en el Perú han consistido de lógicas más descentralizadas en lo cual aparecieron organicidades temporales y flexibles.

Inclusive, los movimientos ecologistas y feministas han logrado una influencia tremenda en nuestras sociedades sin que cuenten con organizaciones centralizadoras y líderes únicos, a partir de luchas descentralizadas y múltiples.

En consecuencia, preferimos una definición más abierta y flexible de movimiento, como lo propuesto por Sonia Álvarez (2009) quien los conceptualiza como «espacios discursivos de acción», de los cuales participan múltiples actores, incluyendo organizaciones sociales, intelectuales críticos, artistas, colectivos, comunicadores, y también en determinados momentos, integrantes del Estado o de partidos políticos.

Esto permite entender, en segundo lugar, que en la práctica la separación analítica entre lo social (de los movimientos) y lo político (de los partidos y gobiernos) no es tan sólida o real (más aún en el Sur Global), como la teoría social eurocéntrica pretende.

Líderes sociales terminan siendo alcaldes, regidores o congresistas, y las movilizaciones sociales producen decisiones políticas de facto que ya no se pueden negar en el sistema político. Dagnino, Olfero y Panfichi proponen por lo tanto, identificar proyectos políticos que atraviesan —a lo que ellos llaman— la sociedad civil y política.

Plantean que estos proyectos políticos «no se reducen a estrategias de actuación política en el sentido estricto, sino que expresan, vehiculan y producen significados que integran matrices culturales más amplias» (Dagnino 2006: 44).

Entendemos entonces que la separación entre «lo social» y «lo político» se refiere a una conceptualización analítica que permite entender distintos roles, procedimientos y actores en la sociedad, pero que a la vez está siendo subvertida continuamente en la complejidad de la realidad por proyectos y propuestas políticas, luchas y propuestas, personas y organicidades que atraviesan y reconfiguran esta supuesta sólida separación.

Finalmente, queda claro que la mayoría de los estudios reducen los movimientos sociales a las modalidades de negociación institucional con el Estado y a la movilización y acciones de contestación frente al Estado, ambas enfocadas en mejorar la inserción de los grupos movilizados en el mercado y en el Estado. Esto, sin embargo, quita toda una dimensión más creativa, y más autónoma, respecto del mercado capitalista y del Estado moderno (Zibechi 2007 y Hoetmer 2009).

Estas versiones siguen pensando a los movimientos sociales como procesos previos y subordinados al sistema político, y dejan de reconocer la capacidad de construcción de alternativas a la realidad existente sobre la que hablan en esta edición Tapia, Quijano, Celiberti, Vargas, Lao, Zibechi, Walsh, entre otros.

Asumiendo estas adecuaciones de nuestro modo de ver los movimientos, entendemos que los movimientos sociales son sujetos colectivos de acción política que surgen de los conflictos sociales generados por las opresiones en nuestras sociedades.

Estos conflictos se expresan como confrontaciones entre los actores populares y las instituciones públicas y multilaterales, y las empresas, o como las discriminaciones presentes en los sentidos comunes que sostienen la vida cotidiana, y sus agentes en la sociedad. Estos enfrentamientos —a veces directos, otras veces simbólicos— tienen el potencial de producir nuevos liderazgos, discursos, modos de organizarse, métodos de acción, relaciones y prácticas sociales, articulaciones y propuestas para la transformación social, que permiten la emergencia del movimiento social. Su esencia es la idea del movimiento mismo. Es decir, a través de la movilización y organización de grupos de personas se mueven ideas, propuestas políticas, relaciones de poder, códigos sociales y la propia organización del sistema social, abriendo los caminos de la emancipación.

Movimientos societales y prefigurativos

De esta manera, los movimientos disputan el modelo de vida dominante, desde subjetividades específicas (indígenas, mujeres, obreros, estudiantes, ecologistas, etc.) que cuestionan al conjunto de las relaciones de poder en la sociedad, con dos consecuencias fundamentales para los proyectos alternativos a la modernidad-capitalista-colonial-patriarcal-imperial.

En primer lugar, en los procesos de movimiento se construyen (o defienden) espacios propios organizados según conceptos y prácticas contra-hegemónicas de la democracia (basadas en un cuestionamiento a la democracia representativa y al Estado liberal), de la autonomía (frente a partidos, financieras, gobiernos, etc.) y del desarrollo (desde la crítica al economicismo y la mercantilización).

De esta forma, diferentes movimientos sociales contemporáneos pueden convertirse en laboratorios para la construcción (o consolidación) de prácticas, saberes y relaciones sociales (parcialmente) no-capitalistas, dentro y en contra del capitalismo neoliberal.

Esto lleva a la elaboración de respuestas concretas y prácticas a las consecuencias de las crisis[22], y de otro lado, permiten la emergencia de los llamados movimientos sociales prefigurativos que en sus formas de organización y acciones ya reflejan (normalmente de manera parcial, desde su propia lucha) transformaciones más profundas y posibles de la sociedad[23].

En algunos casos, la acumulación de movilizaciones sociales y de construcción de prácticas y lenguajes alternativos en un determinado espacio geo-histórico puede llegar a desestabilizar el orden existente. Es en estos momentos, como plantean Zibechi  y aquí Lao y Tapia, que los movimientos logran convertirse en movimientos societales, en los cuales las estructuras, discursos y subjetividades que dan forma y orden a la sociedad se ponen en movimiento en su conjunto — esto es a lo que Tapia llama la apertura del tiempo histórico—. Y en este proceso está la posibilidad de construir alternativas que superan, desbordan y transforman la modernidad-capitalista-colonial-patriarcal-imperial.

La combinación de estas dimensiones prefigurativas y societales permite pensar y creer en mundos radicalmente distintos a los actuales, en los cuales las crisis mencionadas podrían ser superadas. El caso latinoamericano, sin embargo, refleja las enormes dificultades de convertir esta noción de «otro mundo posible» en realidad. Sin lugar a duda, los movimientos societales y prefigurativos de Nuestra América han generado cambios profundos y propuestas de organizar nuestras sociedades de manera distinta.

Han permitido la acumulación de propuestas concretas de cambios de política en el continente, desde nociones como el Estado plurinacional, la interculturalidad (ver Walsh aquí), el postextractivismo, el Estado laico, la economía solidaria, prácticas de democracia participativa o directa, etc.

También han desembocado en procesos concretos de políticas transformadoras, con las Asambleas Constituyentes de Bolivia y Ecuador quizás como punto máximo. Pero de allí, las correlaciones de fuerzas, y quizás las lógicas del Estado, no han permitido la materialización de este otro mundo soñado y propuesto por los movimientos.

A nuestro modo de ver, de allí surgen cuestiones importantes a considerar cuando hablamos de la capacidad transformadora real de los movimientos sociales. En primer lugar, cuando hablamos de los movimientos prefigurativos no estamos diciendo que los espacios propios de los movimientos serían perfectos y libres de opresiones. Pues los movimientos sociales emergentes provienen de una realidad social en la que existen desigualdades, opresiones, discursos, personalismos, luchas por el poder y prácticas políticas hegemónicas, todo lo cual se reproduce dentro de ellos.

Además, los movimientos son parte de procesos históricos en los cuales poblaciones subalternizadas renegocian su inserción en las sociedades, Estados y el mercado como sujetos propios, en los cuales la fuerza (y la violencia) ha jugado un papel fundamental, ya que ha sido a menudo una condición para ser tomados en cuenta (Chatterjee 2007)24.

No obstante, sostenemos que dentro los movimientos y sus espacios sociales existen mejores condiciones para la innovación social que en otros espacios de producción social de la realidad, debido a la mayor sensibilidad a la opresión, el mayor grado de libertad de pensamiento, y la necesidad más grande de cambio, solidaridad y justicia en las periferias del sistema social.

En segundo lugar, y vinculado con ello, para que los movimientos puedan generar alternativas viables para la realidad, tienen que superar y desbordar las luchas en que han nacido. Es decir, si las dominaciones y crisis son múltiples e interseccionadas, es necesario que las luchas y movimientos también lo sean, lo cual justamente implica el enfrentamiento con las estructuras y prácticas opresivas y discriminatorias dentro de los movimientos (la colonialidad dentro del movimiento feminista, el patriarcado dentro del movimiento indígena, etc.).

Lilian Celiberti advierte, en este sentido, contra el riesgo de seguir pensando las alternativas desde totalidades, es decir, una cosmovisión (la indígena) como totalidad confrontada con otra totalidad, como la cosmovisión occidental; mientras que Walsh hace visible el riesgo de agrupar todas las diversidades como iguales. Argumenta que no lo son, ya que expresan diferentes «pisos» de opresión, lo que nos coloca en la urgencia de identificar las raíces distintas y ver sus formas de conexión.

La emergencia de subjetividades políticas interseccionales, como el feminismo comunitario o afro (aquí presente en los aportes de Muñoz, Huanca y Galdames) son un paso interesante en esta dirección, pero el propio Encuentro (y fundamentalmente el taller final de este último) evidencian que hay mucho camino por recorrer. Para ello, una reflexión más seria y continua sobre cómo se retroalimentan, viajan y atraviesan imaginarios, propuestas, críticas y prácticas entre los distintos movimientos (como aquí propone el Equipo de Sidestreaming Feminisms) es indispensable.

Muchas de las discusiones del Encuentro giraron en torno de las escalas y modalidades organizativas de los movimientos actuales. Se preguntó: ¿fragmentación o multiplicidad sin centro?, ¿resistencia o emancipación?

Lo primero a considerar es que algunas de las tendencias de estos movimientos no son las clásicas conocidas. Ni la forma de constitución del sujeto emancipador ni los conceptos ni las prácticas, ni las formas de organización, ni la institucionalidad. Estamos progresivamente frente movimientos transnacionales o hasta de escala planetaria, con claras raigambres locales, movilizados por su visión antineoliberal (y a veces anticapitalista, anticolonial y/o anti-patriarcal).

Se expresan a través de redes amplias y descentralizadas, facilitadas por las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, generando fisuras en la subjetividad dominante y alimentando subjetividades diferentes y alternativas, con prácticas sociales inéditas que abren otros horizontes referenciales y posibilidades de nuevas formas de reconocimiento y articulación, en interactividad, en prácticas más horizontales, con articulaciones transversales.

Todo lo que ha generado, según Arturo Escobar (2005): «… la creación de culturas en red, la irrupción de subculturas conscientes de la necesidad de re-inventar órdenes sociales y políticos; espacio de intercambio intercultural para construir visiones compartidas por personas de todas partes del mundo».

¿El Estado en movimiento?

Una de las discusiones más profundas y movilizadores del Encuentro sin duda tenía que ver con el papel del Estado y su relación con los movimientos en las transformaciones actuales. Como plantea Michel Foucault, el Estado es una práctica social meditada de manejo de la población, a partir de instrumentos que son preexistentes a ello (como el ejército, el sistema fiscal y la propia policía).

De esta manera, el Estado es el resultado de prácticas históricas de dominación y, a la vez, sigue formando parte de un «[…] campo [más amplio] de prácticas de poder» (Foucault 2004: 291-339), que se desarrolla continuamente.

En este proceso histórico, la legitimidad del Estado ha sido elaborada sobre la coincidencia —según O’Donnell aquí— de un conjunto de burocracias, una identidad colectiva, un sistema legal y un filtro de comprensión y actuación frente a lo externo del Estado.

Según varias versiones, el Estado, y los partidos por cierto, tienen la responsabilidad fundamental de articular las distintas agendas, propuestas e imaginarios que vayan surgiendo de su población y fundamentalmente de sus movimientos en una propuesta de sociedad, debido a su ubicación por encima de las luchas sectoriales o territoriales. Esta posición, sin embargo, presupone una capacidad de acción y creación autónoma (soberana) por parte de los Estados, que justamente está en cuestión en las transformaciones actuales[24].

La implementación de las políticas neoliberales justamente forma parte de un proyecto internacional de reorganización del ejercicio de la soberanía, que sigue siendo característica del sistema político, pero ya está localizado en una pluralidad de arenas institucionales (Sassen 1996). Manuel Castells ve una reorganización espacial del mundo en la cual el poder social, político y económico —en la forma de flujos de capital, información, tecnología, interacción organizacional, imágenes, sonidos y símbolos— se mueve sin límites por el planeta.

El mundo se estructura desde este «Espacio de Flujos» que está constituido por una meta red de actores globalizados, que incluye a las empresas transnacionales, los mercados de acciones, las instituciones internacionales, los gobiernos nacionales, los medios de comunicación, los científicos, los ricos, los turistas y las ONG.

Siguiendo la lógica de Foucault, esto implica que el conjunto de prácticas de poder que dirige nuestras sociedades ha desbordado al Estado progresivamente.

Sin embargo, en este escenario de transformaciones mundiales el Estado no desaparece sino que se transforma e incorpora en las nuevas configuraciones de autoridad a escala global. La competencia económica, política y militar entre Estados; el atractivo de los países para la inversión transnacional; la protección de empresas transnacionales en el extranjero; al igual que una política de recursos humanos que favorece el crecimiento económico dependen cada uno de políticas nacionales ejecutadas desde el Estado (Castells 2000: 365).

Las negociaciones internacionales que crean los marcos jurídico-políticos para la «nueva geografía del poder» se siguen realizando también entre Estados y/o bloques de Estados, como la Unión Europea. Además, sigue siendo el espacio nacional en donde se intenta manejar a la población, sus deseos y resistencias, a través de políticas asistencialistas en contra de la exclusión social, políticas participativas, mesas de diálogo abiertas por el gobierno de turno a propósito de las reivindicaciones sectoriales, la criminalización de la disidencia y las políticas (anti)migratorias.

De otro lado, la ola de movimientos sociales en Nuestra América (y en menor medida en el mundo), y la llegada al gobierno de representantes o personas vinculados a ellos, implicaron más bien una fuerza de reconfiguración contraria a las reformas neoliberales del Estado. Pues, desde los movimientos se esperó consolidar sus propuestas de cambio a través de gobiernos progresistas, lo cual implica la recuperación de parte de la autoridad perdida del Estado en las décadas neoliberales y el incentivo de generar nuevas institucionalidades que incorporen a los movimientos y sus agendas, y que, siguiendo a O’Donnell (2006), superen algunos de los vicios que arrastra el Estado en Latinoamérica: el ser un Estado absorbente, masculino y celoso.

Absorbente, porque pretende regular un amplio conjunto de relaciones sociales en su territorio. Masculino, porque es el género de la cúpula política dominante y refleja la base social e ideológica del Estado en la familia paternal. Y celoso, porque crea una nación basada en un «nosotros» que entraña un reclamo de lealtad por encima de otras identidades e intereses (lo que ha generado también grandes tragedias, al no reconocer otras asociaciones políticas e identidades colectivas en un mismo territorio).

Y al no desarrollar una perspectiva crítica frente a la conceptualización estrecha y monocorde del concepto de «Estado nación» que tiende a ocultar diversidades de vida y de historia, y de cosmovisiones en un mismo territorio. A este proceso se suma la crisis económica y financiera que evidenció la necesidad de regulación estatal del capitalismo, incluso en el propio Norte Global.

De estos procesos han surgido tres visiones en América Latina (con sus matices dentro de ellas) de la relación entre organizaciones sociales, partidos y gobiernos en relación con las transformaciones de nuestras sociedades y sus potenciales de cambio. El primer conjunto de visiones enfatiza al Estado como el espacio fundamental (y casi único) para articular agendas y propuestas de cambio, y materializarlas en nuestras sociedades. En la versión vanguardista casi clásica esto implica la necesidad de un partido para levantar los conflictos y luchas a un nivel político, para eventualmente poder dirigir el Estado en función de los proyectos de cambio.

Una visión más interesante es la de García Linera —hoy vicepresidente de Bolivia— quien plantea un ciclo de movimiento en el cual haya un desarrollo progresivo de los movimientos sociales que logren construir un instrumento político que los represente en el sistema político, y que finalmente pueda lograr ocupar el Estado para consolidar los proyectos de cambio construidos en y por los movimientos. Así se entiende el gobierno de los movimientos como el momento máximo de un ciclo de lucha, que requiere la defensa y el alineamiento con ello de los movimientos, hasta que un nuevo ciclo de lucha (contra la clase dominante) deba ser empleado por el agotamiento del proceso de cambio anterior.

Tiene esta visión, sin embargo, el riesgo de, una vez en el poder, subsumir a los movimientos en las lógicas y las dinámicas del gobierno, debilitando su capacidad crítica y autónoma, como plantean aquí Walsh, Zibechi, Mukrani y Guamán.

Según el segundo conjunto de visiones, el Estado mismo es estructuralmente un espacio de lucha (es decir, incluso cuando está siendo ocupado por un gobierno amigo). De un lado, permite consolidar normas y políticas que van transformando las opresiones presentes en nuestras sociedades, pero a la vez esto requiere de la constante presión e interacción con las organizaciones sociales o movimientos para evitar que los propios procedimientos, funcionarios e instituciones del Estado terminen impidiendo cambios sustanciales.

Eduardo Gudynas plantea que desde el Estado se pueda impulsar cadenas de reformas que permitan la transición a sociedades postextractivistas, para lo cual la presión y las propuestas de la sociedad son fundamentales. Vargas y O’Donnell ven que efectivamente el Estado puede impulsar cambios reales a través de políticas públicas y leyes, pero ellas deben estar acompañadas por la generación de nuevas consciencias más democráticas en nuestras sociedades, a partir del trabajo en la sociedad civil.

Boaventura de Sousa Santos va más allá de ello, cuando plantea que el Estado mismo pueda volverse movimiento de democratización, cuando haya la disposición de asumirse como un experimento continuo de nuevas relaciones con la sociedad que subviertan los fundamentos de la democracia representativa moderna y abran cada vez más espacios y relaciones sociales al control democrático de la sociedad sobre sí misma. Las Asambleas Constituyentes de Ecuador y Bolivia serían los mejores ejemplos de ello (Santos 2010).

El tercer conjunto de visiones maneja una visión mucho más pesimista y crítica del Estado moderno y su capacidad de auto-transformarse o volverse herramienta de cambio, ya que su propia construcción histórica lo vuelve parte fundamental de la maquinaria del poder moderno-capitalista-colonial-patriarcal- imperial que siempre lleva a la concentración del poder y de los recursos.

Autores como Holloway (2002) y Zibechi (2007) plantean, por lo tanto, que transformaciones reales son construidas desde fuera del sistema político institucionalizado, desde el poder propio de la gente, lo que se puede llamar contrapoder, autonomía o antipoder, que van dispersando o desmantelando el poder institucionalizado sobre la gente. En una línea parecida, Walsh y Lander plantean aquí —desde sus experiencias directas en los procesos ecuatorianos y venezolanos— sus dudas sobre las posibilidades de impulsar cambios desde el Estado moderno, y proponen más bien luchas transformadoras enraizadas en realidades locales concretas, que puedan ir recuperando espacios y expandiéndose, construyendo —como propone Quijano aquí— nuevas formas de autoridad.

Por lo pronto, las tres posiciones son hipótesis que están en pleno proceso de validación en las experiencias de Nuestra América. En los últimos años se ha evidenciado, cada vez con mayor claridad, que los nuevos gobiernos progresistas pueden haber atendido las necesidades inmediatas de sus poblaciones (en algunos casos) e impulsado procesos importantes de transformación de las estructuras simbólicas de las relaciones de opresión (más que todo frente al racismo y la continuidad de relaciones coloniales en sus sociedades).

También pueden haber avanzado en transformar las estructuras de la desigualdad y opresión en algunos pocos casos (lo cual es bastante tras dos décadas de hegemonía neoliberal), pero no han logrado avanzar en absoluto en transformar las razones estructurales de las crisis señaladas. Entre los principales problemas de estos procesos, ha estado la dificultad de imaginar e implementar una alternativa al desarrollo[25], de generar un manejo —hasta se podría hablar de una economía— del poder que genere democratización y ampliación de los procesos de cambio (en vez de la recurrente concentración del poder), y de combinar y conectar las temporalidades del cambio inmediato con las transformaciones de fondo de nuestras sociedades.

Reconociendo que en la actualidad no hay respuestas evidentes, claras ni corroboradas en la práctica, de táctica ni de estrategia para materializar los proyectos de cambio, entendemos que la experimentación con distintas teorías de cambio y con relaciones constructivas entre ellas, es necesaria. Desde nuestro punto de vista, esto implica el fortalecimiento y la expansión de territorios de resistencia en los cuales se construye y profundiza autonomía, como también de la construcción de reformas no-reformistas (Barret 2006), la generación de institucionalidades que subvierten las lógicas excluyentes y concentradores de poder y recursos de la democracia liberal, y la experimentación de políticas que efectivamente abren espacios, procesos, imaginarios y articulaciones de cambio, desde múltiples actores y sujetos que logran diversidades despolarizadas, en palabras de De Sousa Santos (2009).

Para ambos caminos de cambio —que entendemos en la práctica se vinculan, mezclan, encuentran y desencuentran continuamente— se requiere de la defensa de la autonomía, la radicalidad, los espacios y el protagonismo de los movimientos sociales, tanto para mantener el rumbo de cambio en los procesos ligados al Estado, como aquellos que apuestan principalmente por la expansión de autonomías.

Saberes

Una dimensión clave de las transformaciones —impulsadas desde donde se sitúan los diferentes actores societales y desde donde actúan y producen conocimiento— es el de las luchas epistémicas. Lao plantea aquí que la búsqueda de justicia epistémica se ha convertido en una dimensión fundamental de los movimientos anti-sistémicos, y Juan Tiney (y con él, Hugo Blanco) no solo cuestionan al saber académico, sino que reivindican la presencia de otros saberes más eficaces para responder a las crisis.

Queda claro que en los procesos de movimiento descritos nuevas categorías adquieren visibilidad, en la medida que expresan luchas que pugnan por nuevos sentidos comunes, por cambios en las subjetividades, por «incivilizar la civilidad» (Álvarez), impregnándola de multiplicidad, ayudándola a dudar de las certezas, a cambiar los lenguajes, a generar nuevas conceptos que den mejor cuenta de los procesos en curso: luchas contraculturales, nuevos sentidos comunes emancipadores, crisis civilizatoria, nuevos paradigmas y cosmovisiones, colonialidad, etc., son palabras que también comienzan a nombrar estas nuevas subjetividades que se van lentamente construyendo y, para ponerlo en palabras de Agustín Lao, «reinventando la emancipación».

Múltiples sujetos, múltiples luchas, nuevas categorías epistemológicas son algunas de las dimensiones de estos nuevos escenarios contra hegemónicos que alimentan una imaginación alternativa y una democracia cognitiva (Santos 2006), que confronta la perspectiva monocultural del conocimiento. Ante la ausencia de conciencia epistemológica sobre el patrón de conocimiento, los sentidos comunes universalizantes se consolidan, nos dice Edgardo Lander (en este libro), obviando cuestionamientos y resistencias desde otros lugares, otras epistemes, otras formas de entender lo humano, incapaces de ser captadas por el pensamiento de la modernidad.

De allí la importancia de una nueva ecología del conocimiento, que afirme justamente la parcialidad de todo conocimiento, que el conocimiento visto como privilegiado es el hegemonismo de una forma particular de conocimiento, la occidental.

Por ello, uno de los ejes de este nuevo acercamiento está siendo el «desoccidentalizar» la emancipación social, con un paradigma distinto y una imaginación más allá de la modernidad (Escobar), posicionando nuevas formas de interrogar la realidad.

Esto implica simultáneamente una emancipación de esquemas de interpretación ideológicamente arcaicos (monoculturales, racistas, sexistas, homofóbicos, belicosos, etnocentristas, antropocentristas, masculinizados, etc.), y la construcción de nuevas prácticas sociales que van dejando pistas, nuevas preguntas que prefiguran nuevos paradigmas, o que permiten la visibilidad y diálogo entre conocimientos «otros», recuperando, como dice Juan Tiney, la sabiduría milenaria, que ha sobrevivido a los intentos de negación, folclorización, destrucción, y que ha sobrevivido no necesariamente en los libros.

Allí se asienta, sugiere Tiney, la investigación como poder, cuando los libros o la academia son considerados la única forma de producir conocimientos, en vez de abrirse a unas ciencias sociales útiles para los propios sujetos. Una ciencia social que no se haga cargo de ser la voz de los sin voz sino de reconocerlos, en su propia voz, como sujetos de cambio.

Es la misma aspiración de Juan Carlos Monedero (2005) cuando afirma que, en las condiciones actuales, una ciencia social que no ayuda a la transformación social colabora necesariamente con la conservación del privilegio. Es así un reto al conocimiento, recuperando los discursos silenciados, los contradiscursos no hegemónicos, que vienen desde lo subalterno, desde el pensamiento fronterizo, desde los saberes abyectos. Todos estos acercamientos, como decía hace años José Nun, impulsan a los sujetos a salir del lugar destinado al coro, dejan de estar en las sombras, en la invisibilidad, en la no existencia, se colocan en el centro del escenario y exigen ser oídos (Nun, 1989).

En esta nueva ecología de saberes, el arte juega un papel fundamental como lo expresan varios de los artículos del libro. Las transformaciones contraculturales enriquecen estas múltiples otras formas de conocimiento, dice Pablo Ares, generando a contrapelo del relato dominante lo que él llama «herramientas insubordinadas», como la cosmovisión rebelde que, desde donde se posicione, desnaturaliza la desigualdad y la injusticia.

Es la misma reflexión de Miyagui sobre el arte y las instituciones artísticas, que reproducen discursos racistas, deslegitiman formas de arte —la popular y contracultural— y privilegian otras —la académica, la comercial en países de enorme diversidad multilingüe y pluricultural.

La pregunta de Miyagi, de cómo articular la agenda del arte crítico con las demás agendas de lucha: el feminismo, la división sexual, los movimientos ecologistas, el movimiento indígena, etc., es de tremenda actualidad. El responde que solo pensando el arte más allá de los productos, a partir de los procesos que pueden generar creativamente, pues no hay recetas; lo que hay más bien es una subjetividad que se ha rebelado ante la indolencia cotidiana.

Y es allí donde empieza lo político, es allí donde la acción crea el espacio de transformación. Los aportes de Mary Soto, César Ramos y del RACACH de nuevo hacen visible que ya existen experiencias, espacios y procesos que justamente están poniendo en práctica esta lucha epistémica y política para construir otros mundos desde abajo.

A la vez, las luchas epistémicos enseñan otros caminos de construcción de conocimiento desde la propia academia, como argumentan (y practican) varios autores aquí (pero principalmente: Asher, RETOS, Equipos Sidestreaming Feminism, Lander y Cornejo).

En el Encuentro de Saberes y Movimientos experimentábamos con relaciones más dialogantes entre la academia y otros espacios de construcción de conocimiento y de teoría (como los movimientos, el arte y la comunicación), y a la vez, discutimos las posibilidades, potencialidades y obstáculos para generar otras prácticas de investigación y de trabajo académico, que niegan la separación de sujeto y objeto, ni reivindican la neutralidad como muestra de rigurosidad académica.

De esta forma, se habló en el Encuentro de «Co-labor», de la investigación-acción, el co-razonamiento y la investigación militante como caminos, igual de experimentación. Se puede decir que la propia Coordinadora de Investigación se ha comprometido con esta búsqueda, como evidencian los proyectos de investigación en marcha, cuyos avances se presentan en este libro (Asher, Rubin, Retos y Sidestreaming Feminisms).

Palabras finales

El Encuentro de Saberes y Movimientos se realizó sin duda en un momento de mayor incertidumbre, y menos optimismo que el Foro Repensar la política, por la dimensión de los problemas discutidos, y por las dificultades vividas en los procesos de cambio en el continente. Así, hemos analizado cómo persisten múltiples crisis, consecuencias de los propios fundamentos de la modernidad, sin ser atendidas por los principales actores sociales, económicos, y políticos en el mundo. Los patrones de dominación que han configurado al mundo en los últimos siglos han externalizado del Norte Global las consecuencias más violentas de las crisis, y a la vez, han naturalizado que ellas caigan sobre las poblaciones del Sur Global.

Por lo tanto, la posibilidad de una respuesta sustancial y prudente en el tiempo al escenario civilizatorio de crisis múltiples, sin episodios de destrucción y violencia y sin la intensificación de la desigualdad y la exclusión de grandes partes de la población mundial de una vida buena, es sumamente incierta. El impacto de las crisis ya está evidenciándose sin que ello genere acciones sustanciales, continuas y estructurales por parte de las elites políticas, económicas y culturales en el mundo. Sin embargo, el Norte Global no escapa de las crisis, como evidencia la crisis económica que recorre Europa y la creciente destrucción de la naturaleza en los países que forjaron originalmente el capitalismo.

De otro lado, esta inacción está en la base de —según Agustín Lao— la producción de un malestar sobre un modo de vida en las últimas décadas, que Michael Lowy (2009) llama una «crítica artista» del desencanto, de la inautenticidad y de la miseria de la vida cotidiana, de la deshumanización del mundo por la tecnocracia, de la pérdida de autonomía, y del autoritarismo represivo de los poderes jerárquicos.

Con base en ello, en el Encuentro se afirmó que se ha venido gestando lentamente desde los procesos de Chiapas, Seattle, Porto Alegre, y todo el posterior desarrollo del los movimientos de alter globalización y de los movimientos globales identitarios que hoy emergen, visibles y transgresores, una «apertura» histórica que flexibiliza la capacidad de reconocimiento del lo «otro»-«otra»-, que ha roto con el fatalismo que acompañó la percepción de inamovilidad y permanencia sin fin del capitalismo, y que comienza a presagiar la posibilidad de «otros mundos posibles», desde múltiples aportes y apuestas, cuestionando los imaginarios, institucionalidades y poderes hegemónicos con bastante éxito.

En los procesos de movimiento también se han desarrollado propuestas alternativas a estos, como la noción del buen vivir como alternativa al desarrollo, pero también políticas más concretas como el Estado plurinacional, el Estado laico, distintas prácticas de democracia directa o participativa, experiencias de autogobierno y economía solidaria en espacios locales, el postextractivismo, etc.

Hoy en día no podemos decir que existe una hegemonía neoliberal en el continente ni tampoco que no existen propuestas concretas de transformación de la realidad. Sin embargo, la realización de estas alternativas depende de la construcción de otras correlaciones de fuerza, y probablemente de otras institucionalidades y procedimientos de autoridad.

Aunque ello está sucediendo en niveles locales, y dentro de los espacios prefigurativos de los propios movimientos, no es así a nivel de los gobiernos progresistas que han llegado al poder estatal tras las olas de movimiento. Los intentos en esta dirección —como las asambleas constituyentes o el presupuesto participativo— han resultado en experiencias innovadoras —y por cierto en Constituciones muy progresistas en muchos sentidos—, pero no en transformaciones del modelo de desarrollo y de los procesos económicos que estructuran la sociedad.

Vemos, además, en la actualidad la recomposición del poder moderno-capitalista-colonial-patriarcal-imperial a partir de su adecuación al nuevo contexto. Esto ha implicado privilegiar a la crisis económica y financiera como la crisis principal que requiere de respuestas políticas, restando importancia a las demás crisis, y planteando su solución en términos de ciencia, tecnología y mercado capitalista.

Edgardo Lander por tanto ve difícil que los imaginarios y las relaciones de poder que sostienen a esta modernidad puedan entrar suficientemente rápido en tal debilitamiento que será reemplazado por otro patrón civilizatorio, y Luis Tapia ve más bien un nuevo cierre del tiempo histórico (y de una oportunidad de cambio radical —es decir, de las raíces—) por la dirección de los proyectos estatales de cambio.

Se puede plantear entonces que el momento actual es uno de inmensa complejidad e incertidumbre, que requiere de respuestas heterogéneas, y en las cuales las disputas por nuestros territorios, cuerpos e imaginarios estarán en la base del reforzamiento de las tendencias actuales, o de la progresiva construcción de alternativas y liberaciones de estas tendencias. Esta heterogeneidad e incertidumbre son otro signo de nuestro tiempo y de nuestros movimientos.

La búsqueda y necesidad de mundos radicalmente distintos implica que no hay respuestas u hojas de ruta claras, pero que a la vez, hay un campo amplio para la construcción y experimentación. Persisten resistencias y luchas en torno del planeta, como también debates y construcciones de nuevos imaginarios utópicos y de propuestas políticas concretas.

Evidentemente, la profundización de las crisis señaladas creará nuevas condiciones para la organización y movilización social. Como dijo el gran poeta peruano, César Vallejo: «Hay, hermanos, muchísimo que hacer.»

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[1] Entendemos a Nuestra América como la América Latina que ha sido construida desde abajo al margen o en contra de los procesos de colonización, explotación, esclavitud y genocidio que han impactado en el continente. Pese a ellos, en las Américas siempre hubo luchas sociales, identidades políticas y proyectos culturales e intelectuales que reivindicaron la riqueza tremenda del continente y la promesa de un futuro distinto basado en la independencia y la diversidad de pueblos y culturas del continente. Este sueño de Nuestra América fue resumido lúcidamente por José Martí, y apropiado por los movimientos populares posteriores.

[2] Aquí vale mencionar que justamente en América Latina esta situación tiene una particularidad. Si bien los partidos tradicionales de todo el espectro político han perdido legitimidad en la mayoría de los países, y si bien esto ha llevado a una crisis del sistema político en Ecuador, Argentina, México, Venezuela y Bolivia, esta situación ha sido canalizada por la propia democracia representativa, resultando en gobiernos de partidos (relativamente) nuevos o renovados con un apoyo popular relativamente sólido, lo contrario de otras épocas históricas en las cuales la deslegitimidad de los actores políticos tradicionales desembocó en diferentes formas de autoritarismo.

[3] El creciente poder económico y político de Brasil, India y la China, el retorno de Rusia como un actor relevante, y en menor medida la creciente capacidad de acción autónoma de Sudáfrica, Turquía, Irán, Venezuela, y —en menor medida— México, Indonesia, Pakistán, Argentina y Egipto han acabado con la concentración del poder económico, político y militar en unos polos (los Estados Unidos y la Unión Soviética desde la segunda guerra mundial hasta los años ochenta, y luego los Estados Unidos con la Unión Europea como socio directo), dando paso a una nueva realidad geopolítica que recién está cristalizándose.

[4] Algunas de las personas que han desarrollado su teoría posteriormente (como Helmut Willke) justamente han hecho esto con mayor sutileza.

[5] Nos referimos al Sur del Globo como una construcción geopolítica histórica que ha marginalizado personas, poblaciones y pueblos del poder económico y político en el mundo, y de los privilegios que producen. Aunque ellos y ellas están localizados principalmente en países en África, América Latina, Asia y —en menor medida— Europa del Este (tendencialmente en el Sur del globo según la cartografía hegemónica), el Sur Global está crecientemente presente en los países de la Unión Europea y de Norte-América por el empobrecimiento de sectores populares de sus poblaciones, la precarización del trabajo, y la constitución de poblaciones migrantes excluidas total o parcialmente del contrato social.

Del mismo modo, en los países del Sur hay islas de riqueza y privilegios que sin duda integran el Norte Global. Finalmente, cabe precisar que entendemos al Sur Global no solo como conjunto de espacios y poblaciones marginalizados de los procesos de decisión (y de los privilegios) del sistema político y económico internacional, sino a la vez, como espacio de construcción de alternativas económicas, sociales, políticas y culturales para precisamente organizar la vida social a pesar de estos sistemas.

[6] Los ejemplos de esta lógica son múltiples, e incluyen la invención del concepto de la bruja para poder perseguir a las mujeres más independientes y sabios de las comunidades europeas, a menudo vinculados a la sabiduría local ancestral. El ejemplo más notorio es quizás la noción de los judíos como pueblo conspirador que ha sido utilizada para justificar pogroms, linchamientos, y hasta finalmente el genocidio.

[7] Aníbal Quijano ha planteado esta noción en distintas presentaciones públicas y diálogos con organizaciones sociales.

[8] Esta perspectiva analítica tiene varias dimensiones que merecen consideración. De un lado, parte de la percepción de los principales problemas en un determinado espacio-tiempo (una sociedad), y de otro lado, pone énfasis en que estas percepciones provienen de determinadas actores que participan del proceso político. Es decir, la identificación de desafíos principales surge del proceso político a lo cual determinados actores tienen más acceso o capacidad de imponer sus intereses, incluyendo actores externos al sistema político como tal (los llamados poderes fácticos).

[9] Algunos textos que nos parecen particularmente importantes por su impacto en el debate público, originalidad y/o fuerza analítica son: Álvarez (1998), Bourdieu (1998), Castells (2000 y 2004), Cerny (2004), Dagnino (2006), Demmers (2001), Gill (2000), Hardt (2000 y 2004), Sassen (1996), Sklair (2002), Sommers (2001), Sousa Santos (2003), Stiglitz (2003), Teivainen (2002), Waterman (1998) y Williamson (1990).

[10] Ver: Meadows (1972).

[11] En el último caso, aparte del discurso antiimperialista del presidente Ortega, es muy difícil de distinguir una dimensión progresista en el actual régimen sandinista, que más bien se ha alineado con las políticas neoliberales del FMI y los intereses de la Iglesia conservadora para mantenerse en el poder.

[12] En el último caso, aparte del discurso antiimperialista del presidente Ortega, es muy difícil de distinguir una dimensión progresista en el actual régimen sandinista, que más bien se ha alineado con las políticas neoliberales del FMI y los intereses de la Iglesia conservadora para mantenerse en el poder.

[13] Un ejemplo de las tensiones entre distintos proyectos de inversión y comercio se evidenció, por ejemplo, en el departamento norteño Piura, donde Javier Atkins ganó las elecciones sobre la base de un pacto entre los agricultores grandes y la izquierda regional basado en su visión compartida de la agricultura como eje central del modelo de desarrollo local, en oposición a la minería.

[14] En América Latina, particularmente Brasil y China disputan el poder de los Estados Unidos y países europeos.

[15] Noción planteada por David Harvey a lo cual aluden Lander y Lao en esta publicación.

[16] Barrera (2001: 244-245) reconoce dos estrategias en el caso ecuatoriano para mantener el statu quo. A un lado, las demandas indígenas son marginadas por ser étnicas, negando las críticas antisistémicas detrás de las demandas; mientras que al otro, la entrega de privilegios busca cooptar dirigencias y comunidades para causar divisiones en alianzas más potentes. Esta incorporación del discurso multicultural por la supremacía neoliberal  es una de las amenazas más desafiantes al movimiento indígena en Ecuador (RECALDE 2005: 100).

[17] La forma de combinar ambas estrategias es muy distinta en los países de la región dependiendo de su orientación política, relación con los movimientos sociales, etc., pero se da en todos los países. Inclusive bajo distintos gobiernos progresistas la criminalización de la protesta ha vuelto con mucha fuerza, como son los casos de Argentina, Ecuador y Nicaragua.

[18] Rita Segato 2009. La Guerra en el Cuerpo. Entrevista por Roxana Sandá, en Página 12. Lunes, 20 de julio de 2009

[19] En el Perú este proceso de reconcentración de propiedad de la tierra ha sido documentado de manera excelente por el Cepes (Centro Peruano de Estudios Sociales).

[20] Entendemos aquí por «comunidades», el resultado de interacciones y relaciones humanas que construyen un grupo con una identidad definida. Los individuos pueden formar parte de las diferentes comunidades, ya que ellas son circunstanciales y están en desarrollo constante. Así, existen comunidades en todos los espacios sociales, como en los barrios populares y de clase media, en el trabajo, en el club de fútbol, en el campo, etc. Sostenemos que parte del proyecto del capitalismo neoliberal es el intento de desintegrar comunidades, pues ellas son un sostén para la organización social. El ataque a las comunidades campesinas e indígenas tiene, dentro de esta lógica, un alto significado, porque son simbólica e históricamente los ejemplos por excelencia de la idea de comunidad.

[21] En el norte de Europa en varios países se ha logrado reducir enormemente las desigualdades presentes en las sociedades, incluyendo en parte sus causas estructurales (por ejemplo, a través de la construcción de un sistema de educación pública accesible y de buena calidad). Sin embargo, las crisis mencionadas no han sido respondidas adecuadamente.

[22] Las rondas campesinas y los comedores populares surgieron de esta forma en los años ochenta como respuestas a las crisis económicas, sociales y alimentarias de ese momento.

[23] Raúl Zibechi plantea al respecto que los movimientos sociales son «portadores del otro mundo» (2007).

[24] En el caso de la minería en el Perú, queda claro que la acción directa y la disponibilidad de usar la fuerza son necesarias para generar escenarios de negociación con posibilidad real de incidencia para las poblaciones afectadas hasta este momento (Bebbington 2007, De Echave 2009a y 2009b).

[25] Y posiblemente siempre lo ha estado, como argumenta John Holloway (2002).

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