La idea de que, en algún momento de la historia la sociedad en algún lugar, cambia de una vez y para siempre y alcanza un estado de perfección, es errónea y niega la dialéctica histórica. La afirmación es válida incluso para las revoluciones. Quienes crean que las revoluciones no pueden ser trascendidas, creen en el fin de la historia.
Hay quienes sostienen que la innovación no radica en reformar algo sino en crearlo, lo cual no resulta practicable ante fenómenos de naturaleza social que por su magnitud, por la cantidad de asuntos e intereses que involucran y por los millones de personas que intervienen en ellos, solo pueden perfeccionarse mediante acciones sucesivas, que suelen llamarse reformas.
La idea de crear una “sociedad nueva”, incluso la de “sustituir el capitalismo por el socialismo”, como si fuera posible quitar y poner, resultó inviable por la escala de los cambios y por la imposibilidad de realizarlos por la misma generación que los concibió y, también porque en algunos casos la propuesta sustitutiva no era mejor que la existente.
Entre los bolcheviques que en 1917 iniciaron la construcción del socialismo y los militantes que 70 años después pusieron fin a aquella experiencia vivieron varias generaciones que asumieron sus propias visiones e intereses. La idea de que su tarea histórica era construir el entorno en el cual vivirán las generaciones venideras, las cuales se conformarían con disfrutar del legado, resultó ajena a la condición humana.
Si bien la esencia de la concepción bolchevique basada en el uso de las palancas del poder para la edificación de una estructura estatal capaz de asegurar el bien común por medio de la instalación de la propiedad estatal, alcanzar mayor equidad en la distribución de la riqueza social y una democracia más universal y genuina, fueron justas y correctas, el modo como se intentó realizarlas rozaron el absurdo.
Entre otras cosas se entronizó la idea de que era preciso dar un tajo en el proceso histórico separando el pasado del futuro, recusar todo lo existente y volver construirlo, creando una nueva sociedad que sería habitada por personas que actuarían con arreglo al “código moral del constructor comunismo”, lo cual resultó desatinado.
La eliminación por decreto de la propiedad privada llevó a la destrucción del tejido económico creado por la humanidad a lo largo de milenios, el nihilismo en la crítica al estado, el derecho y la cultura artística dio origen a vacíos que la improvisación de nuevas concepciones y reglas no pudieron llenar y el deslinde con la fe y la espiritualidad generado por un materialismo a todo trance, auspiciaron una especie de “religión de estado” que creyó estar en posesión de todas las verdades y tener todas las respuestas.
Los revolucionarios rusos y quienes asumieron su lectura del marxismo, adoptaron su credo y compartieron sus dogmas, yo incluido, perdieron el sentido del tiempo, ignoraron la dialéctica del proceso histórico y desoyeron a Marx cuando comentó:
“…Las revoluciones proletarias como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente…, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos…, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás… Allá nos vemos.
La Habana, 22 de marzo de 2021