¿Lo que sentiré en el reencuentro? La pregunta, mientras el avión corría por la pista del Aeropuerto Domodedevo, en Moscú, me incomodó por repetida. Desembocaba en un vacío.
Volvía a Moscú 15 años después de la última visita realizada como miembro de una delegación de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. En esa época Rusia, en transición al capitalismo, vivía días caóticos.
Ahora, transcurridas 24 horas, aún tengo dificultad en organizar ideas e interpretar emociones, en insertar en una reflexión coherente lo que veo y siento.
Estoy en una explanada del Gum, en la Plaza Roja, enfrente del Mausoleo de Lenin. Sobre el Gran Palacio ondea la bandera actual de Rusia. En ella figura por decisión reciente el águila bicéfala de los Romanov. La guardia de honor que antes era permanente fue retirada.
Nada corresponde a lo esperado. Las sorpresas se encadenan en una cadena desordenada.
En la memoria lo que quedó grabado no fueron imágenes y sentimientos de pasajes por la ciudad en la agonía de la perestroika y en el inicio del consulado de Yeltsin. Lo que permanece como referencia, como punto de comparación, es la remembranza del Moscú que visite más de una docena de veces cuando era la capital de la URSS, un país que desapareció.
El día está luminoso, casi no hay nubes en cielo muy azul, y el sol caliente de la mañana incide sobre el cimborio de la catedral de San Basilio.
Hay poca gente aún circulando por la Plaza y en la lejanía adivino las cúpulas doradas de algunas de las blancas catedrales del Kremlin.
Pagamos, mi compañera y yo, 2500 rublos, el equivalente a 56 euros, por dos ensaladas, una cerveza –extranjera porque no servían rusa- un agua mineral y dos cafés.
Fue el primer alerta, para no olvidar que Moscú es hoy la ciudad más cara de Europa.
El Gum, que conocí como gigantesco centro comercial donde todo era barato, asumió la fisonomía de un shopping donde trasnacionales de la Unión Europea y de los EEUU venden productos de lujo.
En Arbat y la Nueva Arbat
Volví a Arbat en un domingo frío y con viento. Al entrar en la calle que aparecía a los forasteros como un ex libris de la vieja Moscú tuve inicialmente la sensación de que el tiempo había parado al visitar, viniendo del Metro Smolenskaya, el palacete verde donde Pushkin vivió tiempos de felicidad con su mujer, Natalia Goncharova.
La ilusión luego se deshizo.
Algunos artistas exponían, como antes, sus cuadros en medio de la calle y pintaban retratos de turistas. Pero la atmósfera de Arbat se modificó. La modernidad transformadora se exhibía en las terrazas de estilo francés de los cafés, de los restaurantes de cocina italiana, asiática, hasta norteamericana, en la decoración de establecimientos de souvenirs, pero también en la sequedad de los vendedores, en la frialdad de las empleadas de todas las tiendas.
Choque mayor fue el sentido después, al descender a la antigua avenida Kalinin. Cambió de nombre como muchas calles y ciudades. Ahora es Nueva Arbat. Reconocí ,inmutables, los enormes edificios de la época soviética. Pero caminando por los pasillos –tal vez los más largos del mundo- la sensación de que pisaba terreno desconocido fue inmediata. La publicidad antes inexistente, agrede hoy al forastero.
Los casinos de la avenida fueron cerrados recientemente por decisión de Medvedev en cumplimiento de una ley que no era respetada. El juego pasó a ser permitido solamente en cuatro ciudades del país. Pero las fachadas chillantes de los casinos aún no fueron modificadas. Allí se perdían y se ganaban millones en la ruleta, en el póker y las slot machines eran un sorbedero de dinero
Entré en dos centros comerciales lujosos donde las tiendas de los grandes costureros de París y de Roma y de perfumes famosos llaman la atención. Los precios son astronómicos. Vi expuesto abrigos de pieles cuyo costo excedía 500.000 rublos (11.200 euros). En una tienda de vinos –hay hoy decenas en Moscú- una garrafa de Bordeaux de nombre para mí desconocido era ofrecido por la bagatela de 45.000 rublos (1000 euros). Otras cuestan más de 20.000 rublos (445 euros). Algunos supermercados funcionan durante las 24 horas del día.
En un estacionamiento de la Nueva Arbat los carros top gama eran más numerosos que los comunes. Vi ahí Bentleys, Porsches, Mercedes, Jaguares, Ferraris, Volvos, BMW, Lexus e Infinitis japoneses, algunos de modelos inexistentes en Portugal. Me dijeron que en Moscú hay más Rolls Royce que en Inglaterra.
Para mi sorpresa hay hoy en circulación más carros importados que rusos. De las marcas tradicionales, según me informaron, solamente continúan en producción el Volga y el Lada.
Pero las contradicciones en la capital son de tal tamaño que en la Sodovaya, la primera circular, muy cerca de la Nova Arbat, otro supermercado vendía cerveza rusa barata, excelentes vinos chilenos a 200 rublos (4,4 euros) y legumbres, frutas a precios comparables a los portugueses.
¿Cómo fue posible?
No ocurrió en la historia contemporánea acontecimiento comparable al terremoto social que señaló la desaparición de la Unión Soviética.
La transición del capitalismo para el socialismo, difícil e imperfecta, se caracterizó por una exacerbada y prolongada lucha de clases. La transición del socialismo al capitalismo, esa fue rápida, caótica, salvaje.
Leí millares de páginas sobre ese periodo de barbarie. En dos visitas breves, en 1993 y 1994, testimonié el inicio de la transformación de la sociedad. Conocía los hechos, más no la herencia.
Con frecuencia veteranos comunistas preguntan en Portugal: “¿Cómo fue posible?”.
En reencuentro con amigos rusos –periodistas, ex-diplomáticos, traductores- escuché, en las respuestas a una infinidad de preguntas, versiones del sismo social no siempre coincidentes en los pormenores más que no diferían mucho en lo tocante a los efectos del vendaval contrarrevolucionario y al cuadro en que se desarrolló el capitalismo salvaje.
En la destrucción de las estructuras económicas del Estado Soviético fue todo tan rápido, absurdo y violento que la imaginación tiene dificultad en acompañar el proceso.
El Moscú de los billonarios y de los pobres, separados por una clase media anémica que sobrevive recorriendo al doble y triple empleo, nació en la atmósfera caótica de la barbarie social incentivada y tutelada por Yeltsin después del fin de la URSS.
La destrucción de la propiedad social, emprendida bajo la dirección de una burocracia que había renunciado a muchos principios y valores del socialismo, se concretó a través de mecanismos criminales concebidos para permitir la acumulación en tiempo brevísimo de fortunas colosales.
El sistema de vouchers fue presentado al Occidente como una opción democrática destinada a transformar a los trabajadores en propietarios de sus empresas. En la práctica funcionó como instrumento de creación de riqueza y poder en las manos de una clase dominante de tipo mafioso.
El desorden imperante, el desmoronamiento de la seguridad social, la desaparición de derechos y garantías, el desempleo galopante, el desabasto, carencias generalizadas contribuyeron para que en tiempo mínimo los trabajadores vendiesen por precio vil los vouchers recibidos, para ellos papeles sin valor.
Ex-directores de las empresas y ex–altos funcionarios del Estado fueron los principales beneficiarios del proceso de expoliación de los trabajadores. La venta de fabricas enteras al extranjero –muchas veces por menos de un décimo de su valor- en negociaciones escandalosas, auspiciadas por el Gobierno, facilitó también que apareciera una generación de millonarios. Los años 90 quedaron en la Historia como la década de las mafias, un periodo de caos social, durante el cual la criminalidad alcanzó el auge con los grupos mafiosos que controlaron el Poder Central en tanto se enfrentaban en el contexto del capitalismo salvaje. Casi todo en el fluir de la vida económica era ilegal. Pero la ilegalidad torrencial, por rutinaria y abarcante, era tolerada, aceptada como fenómeno casi natural.
Hombres y mujeres – Berezovsky, Abramovitch, la hija de Yeltsin Tatianja Diatchenko, entre muchos otros- que años antes vivían de modestos salarios tuvieron, de repente, sus nombres inscritos en la lista de las grandes fortunas del mundo. La nueva economía rusa se apoyaba en bases virtuales, tan desligadas de la producción que se desplomó casi instantáneamente.
En la crisis del año 98 vino todo para abajo. El rublo se tornó de un día para otro en un papel sin valor y la pobreza generalizada se agravó en todo el país, asumiendo proporciones alarmantes.
La ascensión de Putin a la Presidencia vino a señalar el inicio de una transformación del sistema. El sucesor de Yeltsin percibió que era urgente poner término a la fase del capitalismo salvaje, tutelado por las mafias, e instaurar en el país un capitalismo con reglas y otro rostro, inspirado en el modelo neoliberal occidental. ¿Que ocurrió?
La continuidad de una política antisocial, con la peculiaridad de ser aprobada y elogiada por los EEUU y por los gobiernos de la Unión Europea.
Se asistió, a partir del año 2001, a la legalización de aquello que fue robado. La corrupción en amplia escala no desapareció. Asumió nuevas formas. El Gobierno de Putin ganó la respetabilidad de que carecía el de Yeltsin.
Moscú, otro país
Moscú tiene oficialmente 10 millones y medio de habitantes. Es la más poblada ciudad de Europa después de la turca Estambul. Pero las estadísticas enmascaran la realidad. Pocos arriesgan números, pero se admite que en la capital vivan actualmente 13 millones de personas. ¿Por qué la diferencia?
Nadie puede habitar en las ciudades sin autorización de residencia y los ilegales no cuentan obviamente en el censo.
Oí repetidamente que Moscú es actualmente un país dentro de otro, diferente, que es Rusia. El comentario facilita el entendimiento de la contradicción: una prodigiosa concentración de la riqueza en la capital de un país empobrecido, tercerizado.
Moscú es un pulpo monstruoso que atrae y digiere la riqueza producida en la vastedad del mayor país del mundo. Allí se concentran en las manos de una clase de enemigos del pueblo los lucros del gas, del petróleo, de los diamantes, del oro, de gran parte de la plusvalía que el joven capitalismo ruso consigue acumular a costa del sudor y del sufrimiento de los pueblos del territorio del planeta más rico en recursos naturales.
Pero Moscú es una ciudad de desigualdades chocantes. La prosperidad arrogante de la urbe de nuevos ricos, que se exhibe como vitrina del Siglo XXI, es privilegio de una pequeña minoría. En la megalópolis la pobreza y la miseria coexisten con el mundo cerrado de la clase billonaria de raíces mafiosas.
En los estamentos más bajos de una clase media pauperizada son raros los que para sobrevivir no tienen que recurrir al doble empleo o a la chapuza. Casi todo lo que antes en los servicios públicos era gratuito o tenia un precio simbólico es ahora de pago.
La enseñanza en las Universidades del Estado –las privadas son por ahora inexpresivas- continua en teoría siendo gratuita. Pero el costo de las propinas alcanza niveles elevadísimos. En la Lomonossov, de Moscú, una escuela que gozaba de prestigio mundial, la anualidad de algunas Facultades anda por los 225 000 rublos (5000 euros).
La situación creada por la corrupción en la Enseñanza suscita tantas críticas que Medvédev, en una reunión con los líderes de los grupos parlamentarios representados en la Duma, sugirió hace días la constitución de una Comisión Especial con la tarea de estudiar el problema y proponer medidas que permitan el acceso a la universidad a los hijos de los trabajadores que hoy en ellas no pueden ingresar por falta de recursos. La enseñanza superior volvió a ser, como en la época imperial, privilegio de una elite.
En la salud el panorama no es muy diferente. El antiguo sistema se arruinó. Por ley los cuidados de salud son aún gratuitos. Pero los hospitales no la cumplen. Fuera de las urgencias casi todo es de pago. La corrupción envuelve a funcionarios administrativos, médicos, enfermeros, la totalidad de los servicios. Los medicamentos son carísimos.
¿Para qué sirve la Ley?
Una legislación abundantísima vino a señalar en Rusia la transición para el capitalismo. Fueron redactadas, aprobadas y promulgadas millares de leyes. La mayoría no se cumplen.
En lo que se refiere a los salarios, los trabajadores se encuentran en la práctica desarmados frente a la patronal. No existe un salario mínimo nacional. En su lugar el Poder Local, establece en cada región un mínimo de supervivencia que en la mayoría de las ciudades es inferior a los 3000 rublos mensuales (67 euros). Esa cantidad, no sirve ni para una mala alimentación.
La ley establece el 13° Salario. Pero en millares de empresas los trabajadores no lo reciben. Los lay off son frecuentes y muchos empresarios no pagan siquiera el salario del mes a los trabajadores que toman vacaciones.
Los despidos, colectivos o individuales, no son dificultados por mecanismos mínimamente eficaces. Los sindicatos son incapaces de de defender los derechos de los trabajadores. Fueron reducidos a condición de organizaciones de fachada que no cumplen una función social.
Intenté informarme con amigos sobre la escala de salarios en diferentes actividades profesionales. Pero no conseguí ir lejos. En primer lugar los salarios de Moscú son mucho más elevados de lo que en cualquier otra de las grandes ciudades, incluyendo Petersburgo, la antigua Leningrado.
Supe que la mayoría de las empresas, para evitar impuestos, paga una parte del vencimiento por fuera. Muchos patrones retienen porcentajes del salario estipulado con los trabajadores.
Las disparidades, entretanto, son enormes tanto en el sector público como en el privado. Un general de cuatro estrellas o un magistrado en el tope de la carrera pueden alcanzar unos 80 000 rublos (un poco más de 1800 euros). Un médico, un ingeniero o un profesor universitario ganan la mitad de eso.
De ahí la ampliación de la corrupción, una lava que escurre por el conjunto de la sociedad.
Hay control de precios en algunos productos. Pero es ficticio. Verifiqué que el mismo producto es vendido al público en cada supermercado por precios muy diferentes, en algunos casos por casi el doble o mitad de lo fijado en una tienda próxima.
Un amigo de Orel, ciudad a unos 360 kilómetros al sudoeste de Moscú, me mostró la hoja de los salarios pagados en el complejo azucarero local que emplea a cerca de 800 trabajadores. Allí el director tiene un salario de 35 000 rublos (780 euros); los cargadores de sacos de 50 kilos, en turnos de 12 horas , trabajo devastador para la salud, reciben 30 000 (unos 670 euros); el ingeniero-jefe gana 25 000 (550 euros); los economistas 17 000 (380 euros); los operarios de la refinería 8000 (180 euros); los capataces y los herreros también 8000, el mínimo es de 4000 (90 euros)
La disparidad con Moscú es considerable. Le pregunté como consiguen sobrevivir con salarios tan bajos, siendo tan alto el costo de la vida.
“Los que pueden –aclaró- tienen otro empleo; casi todos poseen allí casa propia. Mi hermano no tiene grandes problemas con la alimentación porque cría gallinas y cultiva hortalizas y frutas en un terreno que recibió cuando destruyeron el Sovjose local. Pero es casi unánime la convicción de que se vivía mucho mejor en la época de la Unión Soviética. Vea mi caso, tuve que emigrar para no caer en la miseria…”
La esperanza ausente en un presente sombrío
En mis diez intensos días moscovitas muchas horas fueron ocupadas por largos paseos por calles, plazas y lugares de la ciudad que yo conocía y había amado cuando era la capital de la Unión Soviética.
¿Qué procuraba al revisitar por la imaginación el pasado?
Es difícil responder. Intentaba tal vez comprender la Rusia actual, una sociedad atormentada, desconocida, resultante de aquello que me aparecía como una tragedia para la Humanidad.
Caminé mucho por la Plaza Roja, descendí y subí diariamente la Teverskaya, la gran avenida que fue para Moscú durante siglos lo que los Champs Elisées representan para Paris e a Avenida de la Liberdade para Lisboa.
Yo la descubrí cuando se llamaba Gorki en homenaje al autor de « La Madre». Físicamente poco en ella cambió. Son raros los nuevos edificios que sustituyeron a los derrumbados. Pero el rostro de la Tervskaya moldeado por el capitalismo no recuerda a Gorki.
Antes el ritmo de la vida era lento. Nadie parecía tener prisa. Ahora la multitud que la recorre, de la mañana al atardecer, en este Agosto azul poco difiere, hasta en el vestuario, de aquellas que en un flujo de contornos kafkianos se mueven en las grandes capitales de Occidente con miedo de perder cada minuto.
Entré en muchas tiendas. Me impresionó especialmente un supermercado que hace treinta años me llamó la atención por estar instalado en la planta baja de un antiguo palacio. La decoración de las paredes y techos, bellísima, fue mantenida. Pero hoy solamente se ofrecen al público productos de gran calidad, a precios prohibitivos. El establecimiento adquirió una marca de clase.
Consagre una tarde a revisitar hoteles donde me hospedé en mis frecuentes visitas a Moscú.
El viejo Minsk, en la Teverskaya, ya no existe. El Ucrania y el Leningrado remodelados, continúan siendo retoños en la ciudad, por haber surgido en torres de la época staliniana. El Movska, en Okthonyi Ryad, fue demolido para ser edificado uno igual en el antiguo espacio. El Metropol y el Nacional construidos en el inicio del Siglo XX, que conocí como confortables pero muy modestos, son hoy cinco estrellas muy solicitados por las personalidades del jet set internacional. El Oktiabrskaya II, que era el mayor de los hoteles del Comité Central, se llama hoy Presidente y es un cuatro estrellas muy solicitado por los hombres de negocios.
Volví a visitar, naturalmente, algunos museos.
En el de la Historia de Rusia, instalado en el gigantesco palacio rojo de estilo neogótico que cierra la Plaza Roja del lado opuesto a la Catedral de San Basilio, no cambió en la apariencia. Es un museo que siempre me encantó. Cada salón es en él una obra de arte, que envuelve a los visitantes en una atmósfera mágica en el paseo por la Historia de Rusia, desde el neolítico al fin de la autocracia zarista.
Dediqué también horas a recorrer el Museo de Historia Contemporánea de Rusia. Antes se llamaba Museo de la Revolución, pero un buen sentido elemental, excepcionalmente, impidió que los nuevos gobernantes osaran reescribir la Historia de las Revoluciones de 1905 y de 1917.
La tentativa de manipulación se limitó a algunos párrafos de pequeños textos en ingles colocados en la entrada de las salas.
En el Museo Pushkin tuve también la sensación de que el tiempo había parado. A la museología soviética le falta la tecnología y sofisticación de la francesa y británica. Pero aquel maravilloso museo, en las salas dedicadas a las antiguas civilizaciones, hace recordar al Louvre y al British Museum, empuja a los visitantes en cabalgata por el tiempo a Grecia, Roma, Egipto, a Asiria, a Persia de los Aqueménidas. La Pinacoteca es deslumbrante.
Estuve por primera vez en la Catedral del Salvador, un templo enorme, el mayor de Rusia. Fue resucitado en circunstancias que hacen de él una aberración. El zar Alejandro I, para conmemorar la victoria sobre Napoleón, decidió en 1814 edificar en Moscú una catedral gigantesca. Interrumpida varias veces su construcción, fue inaugurada en 1883. En 1931 fue demolida por decreto. En su lugar instalaron a cielo abierto una piscina de agua caliente en la cual se nadaba en pleno invierno. El último absurdo se consumó cuando Yeltsin decidió que la Catedral fuese reconstruida de acuerdo con el proyecto original. Rusia vivía entonces la fase del capitalismo salvaje con el pueblo sufriendo tremendas privaciones. La obra fue un derroche de dinero. Mármoles carísimos fueron importados de Italia y otros países; en el interior, un autentico museo con iconos antiquísimos, el oro de los altares y capillas es tanto que hiere la vista de los visitantes.
En la mañana que por allí pasé eran escasos los fieles. ¿Por qué reinventar una catedral como aquella, además sin tradición? ¿Para qué se derrocharon en aquel capricho de Yeltsin millones en una época de miseria?
Todas las personas con quien abordé la cuestión coincidieron en la conclusión de que la iniciativa confirma la irresponsabilidad que señaló el paso por el Poder del hombre que destruyó no solo la URSS, sino también Rusia, motor del Estado desaparecido.
Meditación en el Kremlin
Veinte años transcurrieron desde la última visita que hiciera al Mausoleo de Lenin, cuando la URSS estaba a punto de disgregarse.
Sentí el deseo de volver allí con mi compañera. La cola era enorme. Mientras esperábamos apareció una señora que se dirigió a nosotros y otros extranjeros para garantizar el acceso inmediato si le pagábamos cada uno diez euros. Algunos aceptaron.
En un cálculo sumario, evalué en un mínimo de 4000 euros mensuales lo que su actividad ilegal le puede proporcionar, cantidad colosal en un país de salarios muy bajos.
Cito el caso porque ilumina bien el funcionamiento de la máquina de corrupción en la Rusia contemporánea. La economía paralela garantiza hoy la supervivencia a muchos millones de personas. Sin ella, en el actual contexto, la mayoría de la población vegetaría hoy en la miseria. Mas el precio social de ese cáncer que corroe a la nación espanta.
Caminé durante una hora por el recinto del Kremlin, entre las viejas catedrales, y el Gran Palacio, el Palacio de los Congresos y otros edificios. Sentí más de una vez en aquel espacio, cercado por las murallas de ladrillo rojo de la fortaleza medieval, que el visitante atraviesa las paredes del tiempo en un viaje por la historia profunda de los pueblos de Rusia.
En mi caso, cada sector de la fortificación, cada torre, cada iglesia, cada palacio me confronta con épocas y personas cuyo paso por allí dejó marcas en la Historia de Rusia y de la humanidad. Pienso en Iván III, en el rey polaco invasor, en Pedro el Grande, en Catalina II, en Napoleón, en el último Zar, en Kerenski, Lenin y Stalin. Contemplando el reloj de la Torre del Salvador, tomo conciencia de que no volveré a Moscú, de que me despido en esta visita de la ciudad y de Rusia.
Fueron días intensos, en un reencuentro doloroso. Insuficientes para comprender la complejidad de la nueva vida en un país con una cultura sin similar en el mundo, muy diferente de cualquiera de las culturas de Europa Occidental.
Para sintetizar en un mínimo de palabras el sentimiento –balance de estos días moscovitas diré que regresé a Portugal con la convicción de que el pueblo de la gran ciudad perdió mucho de su antigua alegría de vivir. Es una impresión en apariencia absurda, pero muy fuerte.
Hablé con gente amiga y otra que conocí ahora. Esas conversaciones y lo que vi me llevan a la conclusión de que, exceptuada, en el vértice, la nueva clase de multimillonarios y los estamentos sociales de una burguesía en formación que lleva una existencia holgada, la aplastante mayoría de los moscovitas con más de 45 años siente ya la nostalgia de la vida antigua.
La gran ciudad se modernizó, adquirió la fisonomía de una megalópolis europea cosmopolita donde a lo largo del día, la circulación de autos y personas es permanente, alucinatoria a ciertas horas.
El Metro, que se degradara en los años de Yeltsin, recuperó la belleza y el aseo. Moscú volvió a ser una capital mucho más limpia que París o Roma. Mas sobre ella, invisible, se tiende un manto de tristeza.
La falta de perspectiva es real y evidente. Lo mismos –y son, repito, la mayoría- que en el paralelo entre el presente y el pasado esbozan un cuadro sombrío de la vida actual, no creen en un cambio en tiempo previsible. Recuerdan con agrado los años de seguridad en el trabajo, de la ausencia del desempleo, de las pensiones, salud y enseñanza garantizados, de las vacaciones pagadas. Pero no vislumbran siquiera la posibilidad de una humanización del capitalismo implantado en el país.
El deslumbramiento con el estilo de vida norteamericano, que en los años posteriores al fin de la URSS envolvió amplias capas de la juventud, cedió lugar a una visión realista de la cultura exportada por los EEUU. Sus efectos negativos continúan pesando mucho en la cotidianidad moscovita, pero la propia imagen del presidente Barack Obama, recibido con entusiasmo, perdió ya el poder de atracción inicial. Las guerras imperialistas de los EEUU inspiran hoy un repudio cada vez más generalizado.
En ese sentido, la política de recuperación de la dignidad nacional, transparente en el nuevo tipo de diálogo con Washington, contribuyó al prestigio de Putin y Medvédev.
No hablé, en cambio, con una sola persona que no manifestase desprecio y aversión por Yeltsin. Identifican en él no solo al enterrador de la Unión Soviética, sino a un político corrupto, sumiso frente a los EEUU, un aventurero ambicioso, un alcohólico degradado.
Con alguna sorpresa mía, poco se habla ya de Gorbachov y de Jruschov. Fueron casi olvidados, al contrario de Breznev recordado con afecto por mucha gente. ¿Se apagó totalmente la esperanza del pueblo ruso? No es esa mi convicción.
Más de una vez a viejos amigos y gentes jóvenes escuché, al comentar los males del presente, la afirmación de que la marcha del pueblo ruso por la Historia ha sido trágica, mas siempre, después de sufrimientos inenarrables, encontró la manera de salir de la obscuridad para la luz.
Pensé en la miserable, famélica y atrasada Rusia medieval, indefensa frente a las ininterrumpidas invasiones de los nómadas asiáticos, en el flagelo que fueron los tres siglos de ocupación de parte del país por las hordas de mongoles, en las invasiones de polacos y suecos, en la entrada de Napoleón en Moscú y sus posterior derrota, en los monstruosos crímenes cometidos por los alemanes en las dos guerras mundiales. Recordé los siglos de la servidumbre. Mas cuando nadie lo esperaba, fue también en Rusia donde surgió y venció la primera Revolución Socialista de la Historia.
Admito que el renacimiento de la nación rusa, inevitable, será dialécticamente facilitado por la decadencia del poder imperial de los EEUU. La actual crisis del capitalismo es estructural y no cíclica como las anteriores. Tiende a agravarse al contrario de lo que afirman Obama y los banqueros de Wall Street.
Ese naufragio, sin fecha en el calendario, creará condiciones favorables a la emergencia de un mundo multipolar. Y en el él pueblo ruso tendrá un papel insustituible que desempeñar.
Soy optimista. Al salir del túnel, Rusia, creo, reencontrara la luz y el calor del sol.
Traducido para La Haine por Pável Blanco Cabrera