Pablo Ospina Peralta
Las izquierdas y Rafael Correa
(lalineadefuego, 5 de diciembre 2012).
Hace pocos días, en el concierto de “todas las voces”, se produjo un incidente que dejó estupefactos a los artistas internacionales invitados. El grupo Quilapayún invitó al escenario a Rafael Correa. El auditorio quiteño, mayoritariamente formado por clases medias progresistas, se dividió fervorosamente entre quienes aplaudían y quienes chiflaban. Finalmente el presidente no se atrevió a subir. El viejo grupo musical ligado al Partido Comunista Chileno asumía, como muchos en la izquierda latinoamericana, que este presidente de discurso y acciones izquierdistas sería popular entre los adeptos a la vieja “nueva canción”.
En efecto, en toda América latina las izquierdas y los intelectuales progresistas siguen perplejos por la política ecuatoriana. ¿Cómo es posible que un gobierno que contó con el entusiasmo casi unánime de las izquierdas históricas del país, de prácticamente todas las organizaciones sociales y de la enorme mayoría de los intelectuales radicales, ahora lo haya perdido? La perplejidad aumenta cuando a la distancia y visto desde el prisma de otros gobiernos latinoamericanos, incluso progresistas, que se mantienen atados a la ortodoxia neoliberal, la revolución ciudadana parece herética en sus intervenciones internacionales y en muchas medidas económicas que levantan la santa indignación de Wall Street y de todos sus acólitos de la prensa económica del orden establecido.
No solo el discurso internacional de Rafael Correa, cuidadosamente radical, alienta la paradoja. Contribuye decisivamente el hecho de que no todas las izquierdas ecuatorianas se alejaron de Alianza País. Quedan todavía algunas dentro de la administración que siguen esgrimiendo la idea de que se trata de un “gobierno en disputa”. No importa que ellas sean cada vez menos orgánicas y hayan perdido su antigua influencia, como se refleja de manera tan elocuente en la selección del candidato a vicepresidente para las elecciones de 2012, donde Rafael Correa mostró un paladino desprecio por su ala izquierda.
En estas líneas quisiera exponer una hipótesis sobre las razones de esta diferencia que divide a las izquierdas ecuatorianas. Me alejo de razones puramente instrumentales que seguramente juegan su papel: algunos en el gobierno posiblemente disfrutan los privilegios del poder y la influencia lo suficiente como para minimizar políticas que en cualquier gobierno juzgarían inaceptables, como los ocho meses de prisión por terrorismo de diez jóvenes acusados de leer libros del Che Guevara. Otros, en el lado opuesto, hubieran querido privilegios de figuración que no alcanzaron y la frustración los habría llevado al sendero del resentimiento. Nadie vive, en la política de izquierdas o de derechas, en la edad de la inocencia. Sin duda la mezquindad tiene su peso en la actitud de algunos pero las conveniencias estrechas y el ansia de poder no son explicaciones satisfactorias.
Por supuesto, hay buenos argumentos para cada lado. Quienes se mantienen en el gobierno rescatan el discurso de soberanía, la política internacional, el crecimiento del peso del Estado, la prioridad a lo social, el enfrentamiento político con la banca y los medios. Quienes desde la izquierda lo cuestionan, resaltan su obsesión por la minería, su decepcionante política agraria, su desprecio por los ambientalistas, su persecución a las organizaciones indígenas, su arrogante y proverbial intolerancia, su enfrentamiento a los sindicatos, a los universitarios, y su militante fervor en contra de cualquier forma de democracia participativa. Mientras unos resaltan la importancia central de superar la agenda neoliberal centrada en las privatizaciones y en el imperio de la ley del mercado resaltando el fortalecimiento del Estado; los otros recuerdan que esa fase progresista llegó a su límite una vez que hay que definir qué educación pública se está construyendo, qué proyecto de salud para todos se impulsa, qué clase de calidad hablamos para la universidad, qué imagen de Estado radicalmente democrático tenemos en mente. Allí, en esas definiciones fundamentales, el caudillismo centralista y el tecnocratismo soberbio asfixia cualquier agenda emancipadora.
Como vemos, hay argumentos y evidencias para sostener ambos lados, tanto el costado progresista como el reaccionario del proyecto gubernamental. ¿Qué es lo decisivo para enfatizar una lectura o la otra? ¿Por qué una parte mira el vaso medio lleno mientras la otra lo mira medio vacío? ¿Qué hace que una parte de la izquierda y el progresismo ecuatorianos escogiera apoyar al binomio formado por Rafael Correa y Jorge Glas y otra parte muy significativa, en cambio, apoye a Alberto Acosta y Marcia Caicedo?
Mi hipótesis es que el factor fundamental que explica esa valoración final radicalmente distinta dentro de la izquierda y el progresismo ecuatorianos es la opinión que existe sobre quién es el sujeto y protagonista del cambio político y social.
Algunos de quienes se decantan a favor de la revolución ciudadana, especialmente quienes mantienen o mantuvieron algunos contactos y trabajos con organizaciones populares en el pasado, pueden objetar o incluso rechazar la política hacia las organizaciones populares o la forma torpe, humillante e impositiva con que se trata a los empleados públicos, a los universitarios, a los maestros o a los médicos; pero al final de cuentas esas actitudes pesan menos en su balance del sentido de la “revolución” o de las “tareas democráticas” de un gobierno progresista. Muchas otras personas, generalmente quienes no tienen la menor historia de compromiso con las organizaciones sociales, (el propio presidente Correa es el principal representante de esta opinión) creen sinceramente que el problema es la “cultura política” de la gente, su corporativismo y su estrechez de miras: los maestros y sus organizaciones no son un factor de cambio y revolución sino de conservadurismo y reacción.
Igual vale para los indígenas, los dirigentes barriales, los burócratas o los campesinos. La tradición jacobina de la izquierda militante se combina con la historia intelectual de unas clases medias ecuatorianas de origen aristocrático (o de pensamiento subordinado al de la aristocracia) que raras veces creyó sinceramente en el valor de la sabiduría popular. Aunque a veces pueda no gustarles el método pedagógico del látigo que tanto aprecia el presidente Correa, creen que, a fin de cuentas, es la única forma de hacer un cambio en un país de tradiciones cívicas endebles. El protagonista fundamental del cambio, al menos por hoy y por un tiempo indeterminado, es por lo tanto un conjunto de dirigentes comandados por un líder de suficiente vigor para enfrentarse a todo y a todos. En semejante panorama, los excesos de la lengua presidencial son apenas una cuestión de estilo y las medidas disciplinarias contra opositores en el campo popular, son el costo molesto pero pagable de un homenaje que el vicio de las masas rinde ante la virtud republicana de sus comandantes.
La izquierda en la oposición, en cambio, pone el acento en el protagonismo de los movimientos y organizaciones populares, con todas las debilidades y limitaciones que puedan exhibir. Es decir, las organizaciones sociales reales, tal como son en la actualidad. Esas organizaciones y movimientos resistieron al neoliberalismo y al neocolonialismo en el pasado, construyeron propuestas alternativas en la salud, en la educación, en la agricultura, en la administración pública y en temas ambientales. No esperan solamente que se acojan sus ideas sino que se respete su protagonismo y su autonomía. Durante los dos primeros años de gobierno mostraron su disposición a dialogar y a negociar posturas. Pero dejaron claro que no subordinarían sus aparatos organizativos ni aceptarían todas las políticas en paquete de todo o nada. La contra – ofensiva gubernamental fue implacable y dejó claro que no había disposición alguna a negociar ninguna política significativa, desde la plurinacionalidad hasta la evaluación docente pasando por la reforma universitaria o la política de salud.
Aunque algunos de los miembros de la izquierda opositora puedan ser acusados de románticos e idólatras de la bondad inmaculada del pueblo, la mayoría tiene la mejor vacuna contra semejantes espejismos: el trabajo organizativo concreto donde pueden juzgarse cotidianamente las potencialidades inmensas y las limitaciones obvias de cualquier política genuinamente popular. Una cosa es evitar la idealización romántica y otra muy diferente es aceptar el veredicto de mediocridad para calificar los saberes, los valores y las actitudes del pueblo ecuatoriano. No es raro, en tales condiciones, que las organizaciones populares más grandes y poderosas estén masivamente en la oposición de izquierdas mientras que junto al gobierno predominen los grupos organizados más pequeños y los intelectuales progresistas sueltos. Para la izquierda en la oposición el desprecio abierto y la política de destrucción militante que el gobierno emprende contra las organizaciones históricas y contra actores sociales que son aliados y protagonistas necesarios de cualquier proceso de cambio, no es una cuestión menor que pueda subsanarse con paños fríos sobre las heridas provocadas por el maltrato y el insulto. Constituye, por el contrario, una guerra contra los sujetos principales de cualquier cambio social verdadero y la destrucción abierta de cualquier posibilidad de avanzar más allá de lo que el gobierno decide que es el límite del cambio hoy en día. Debilitar a los protagonistas del cambio es asegurar un cambio más limitado.
Ante los mismos hechos las izquierdas ecuatorianas valoran el gobierno de Rafael Correa de maneras contrastantes. Despotismo ilustrado o movimientismo autonomista. Hubo momentos en el pasado en los que tal vez podría haberse encontrado una transacción. Pero el gobierno no estuvo dispuesto en su momento y quienes empujaban semejante opción ya no están allí y los que quedan ya no tienen poder de decisión sobre la estrategia general. El resultado es que se afirma un proyecto que realizó ya lo que tenía de progresista y que ahora se encuentra encaminado por la senda de la modernización conservadora del Estado y el disciplinamiento acelerado de la sociedad. Frente a semejante panorama solo nos queda resistir con todo lo que podamos y construir alternativas con la gente, no contra ella. Pero no podemos aceptar la idea de que nos enfrentamos a un gobierno totalitario o fascista como clama la derecha política y económica del Ecuador. Si ése fuera nuestro diagnóstico, se justificaría una alianza con la derecha democrática contra un peligro mayor. Pero no se justifica. Lo que está justificado es una política autónoma de una izquierda que recuperando lo mejor de sus tradiciones libertarias cree en la gente, en su sabiduría, en sus organizaciones y en la democracia radical como proyecto y como camino.