Dilemas e invenciones del tiempo lineal burgués en Chile, siglos XIX-XXI. Maximiliano Salinas. 2019

Yo me sentía morir;/Inventé unas máquinas,/Construí relojes,/Armas, vehículos,/Yo soy el Individuo./Apenas tenía tiempo para enterrar a mis muertos,/Apenas tenía tiempo para sembrar,/Yo soy el Individuo. (Parra, 1956, pp. 153-154)

Delia [del Carril] más de una vez ha explicado, convencida por Pablo [Neruda], me parece, la manera extraña de ser de los chilenos que tienen un concepto distinto de la vida al de otros pueblos más progresistas. En Chile no se trata de enriquecer sino de vivir a su manera. […]. Nadie tiene interés en acumular dinero sino en gozar de la existencia, practicando sus preferencias. Nadie estaría dispuesto a ceder un momento agradable de su tiempo a fin de juntar fortuna. (Lago, 1999, p. 73)

Una historia no lineal nos permitiría recuperar muchas cosas que hemos dejada olvidadas por el camino de la mitología del progreso: el peso real de los pueblos no europeos, el papel de la mujer, […]. (Fontana, 2002, p. 194)

Introducción

En un hermoso mapa que acompaña la edición italiana de la historia de Chile de Juan Ignacio Molina, impreso en Bologna, en 1776, aparece en el territorio chileno un «indiano araucano», de poncho y pies descalzos. El indígena encarna la presencia del tiempo y el espacio chilenos. De una manera ancestral, brotada de la tierra (Molina, 1776). En esa imagen el tiempo real chileno no es el de la Europa burguesa.

La historia burguesa es la formación social de la apropiación capitalista del tiempo.

Éste, objetivado, hay que ganarlo, utilizarlo, atraparlo. La burguesía italiana lo dijo en el siglo XIV: «Quien no pierde el tiempo puede hacer casi todo; y aquel que sabe emplearlo bien se hará pronto dueño de cualquier situación […]. Para no perder nada de ese precioso bien que es el tiempo, me impongo esta norma: no estar nunca ocioso, rehuir el sueño y no reclinar la cabeza hasta caer rendido de cansancio […]. Prefiero perder el sueño que el tiempo» (Sombart, 2005, pp. 121-122).

El tiempo burgués inició su itinerario de expansión planetaria en la Europa moderna entre los siglos XVI y XVIII. Nació con la pretensión de conquistar el orbe terrestre para el capitalismo. El tiempo pasó a ser una empresa destinada a asaltar el espacio del mundo, entendiendo la historia como una línea recta y secuencial, incesante, el progreso continuo de una codicia (cupiditas) a otra, como definiera el filósofo inglés Tomas Hobbes la felicidad en el siglo XVII.

El tiempo como enfrentamiento del yo con los adversarios: agrediéndose, ultimándose incluso consigo mismo. Como lo hiciera el bombardeo de La Moneda en Santiago de Chile en 1973, haciendo explotar, de modo real e imaginario, la arquitectura borbónica y republicana representada en el edificio de Gioacchino Toesca (1745-1799) (Constable & Valenzuela, 2013).

El tiempo pasa a ser un objeto a disposición del sujeto burgués. Devorada entre el pasado desechado y el futuro por venir, la historia extravía su presente, olvida su presencia. Proyectado hacia el futuro, descarta las huellas y las marcas del pasado. El pasado es el confinamiento de los desafortunados, los incompetentes.

En Chile el tiempo burgués comenzó a definirse con el sistema republicano del siglo XIX. Al borde del bicentenario de dicho régimen afirmó el empresario del retail Isaac Hites Averbuck (1931- ): «Antes Chile era un país pobre, hoy Chile es un país rico, hay muchas oportunidades para la gente […]. Mis hijos viven en casas maravillosas, en verdaderos palacetes»[1].

Tras el bicentenario, durante la primera administración de Sebastián Piñera, otro empresario del retail Horst Paulmann Kemna (1935-) afirmó: «Los empresarios son lo más valioso que existe en el mundo, porque ellos empujan la economía. Si no, no tendríamos autos, ni electricidad; si no hubiéramos tenido gente como el señor Paulmann dedicado a cosas, andaríamos todavía en burro o en caballo y no tendríamos tampoco esa fabulosa torre que se llama Costanera Center que está lindísima, ¿no? Uy que está bonita la torre esa ¿ah? […]. Es una torre bonita, es una torre linda para Chile. En doscientos años más yo no voy a estar, pero la torre estará ahí […] va a estar siempre ahí, dominando el cielo»[2].

Por su parte, los pobres remiten al pasado. Según el empresario José Yuraszeck (1951- ) en 1997: «Todavía hay mucha gente que no se sube al carro del desarrollo»[3]. El futuro es la forma atrevida e ilusoria de controlar el tiempo: la panacea del capitalismo. Sebastián Piñera (1949- ), empresario y presidente de la república, anunció en 2010: «Definitivamente la prioridad en nuestro gobierno es la construcción del futuro […]»[4].

Ricardo Lagos (1938- ), ex presidente de la república, sentencia en 2016: «Lo que pienso es futuro siempre»[5] ¿Dónde se concreta ese futuro esplendor? Los habitantes del futuro son quienes pueden alcanzar las promesas del capitalismo. Lo señaló el ministro de hacienda de Patricio Aylwin Alejandro Foxley (1939-) en 2001: «Los actores centrales del futuro son justamente los llamados grupos medios emergentes: los que van a los malls, los que viajan a Punta Cana y a Cancún; son los supervisores de empresas, los ingenieros de computación, los que están en transnacionales instaladas en Chile […]. Son los que están marcando la pauta de los estilos de vida»[6].

¿A dónde se dirige el tiempo capitalista? ¿Cuál es el alcance de su futuro? En el lenguaje popular chileno del siglo XIX la vida del famoso empresario del ciclo minero Matías Cousiño (1810-1863) fue interrumpida por los propios artificios de su maquinización, por la voluntad suicida de su aspiración moderna. Recordó la memoria popular Antonio Acevedo Hernández (1886- 1962), escritor y conocedor de la cultura popular chilena: «Jué don Matías Cousiño / un jutre muy estrellero / que porque plata tenía / no respetó a Dios del cielo. / Un día se le ocurrió / con un semblante muy terco / qu’el tren debí’e parar / ond’el pusiera su deo; / pero no l’entendió el tren / porque el tren era de acero, / y queó hecho picaíllo / el mentao caballero» (Acevedo Hernández, 1938, pp. 164-165). Al intentar controlar el devenir de la historia, el empresario es atrapado por el tiempo que él mismo inventó, y en el que estimó ser amo absoluto. El burgués hace de su existencia una acción vertiginosa por atrapar el tiempo, por tener y detener ese escaso recurso, conteniendo el flujo natural y espontáneo de la vida. El tiempo de la civilización tecnocrática dejó atrás la escala humana. La industria televisiva, expresión de la maquinización de la información moderna, instaló en miles de monitores la velocidad, la agresividad, en cualquier posibilidad del acontecer. Todo debió ocurrir de manera rápida, exitosa (Huneeus, 1989, p. 55). Igor Saavedra, premio nacional de ciencias en 1981, advirtió en 1983: «Este es un papel que la TV está asumiendo: propagar la violencia norteamericana. Y esto es un crimen contra los chilenos»[7].

A la larga, el tiempo es fuga, carencia. Mario Kreutzberger (1940- ), figura histórica de la televisión chilena y latinoamericana, recibió como regalo de su hijo un frasco vacío con un papel escrito: «Papá, tú tienes todo, no hay nada que te pueda regalar, lo único que te falta es tiempo»[8].

El ritmo del tiempo opera a través de la velocidad de los seres vivos convertidos en objetos y mercancías a altísima aceleración. Es necesario eliminar todas las resistencias a la velocidad que requiere el flujo de producción y consumo. Según el ex presidente de la república Ricardo Lagos en 1994: «Los ostiones deben demorarse 24 y no 36 horas en llegar a París»[9] Arnold Harberger, inspirador de los Chicago Boys, caracterizó a Ricardo Lagos: «[En él] no pude encontrar ni una frase que no hubiera sido pronunciada por un profesor de Chicago en mi tiempo ahí, pura economía, no más»[10].

El reconocimiento del tiempo burgués como deterioro de la vida de la naturaleza y del amor es flagrante: «Nuestra civilización de horarios rinde obcecado culto a la dictadura del reloj, cuyo sagrado mandamiento –“el tiempo es oro”- arbitra nuestra vida entera, envenenando el amor». (Pino & Urquieta, 1992, p. 19).

Al recibir el premio nacional de Humanidades y Ciencias Sociales en 1993 el filósofo chileno Félix Schwartzmann (1913-2014), expresó: «Estamos viviendo de la devastación de nuestra naturaleza viviente. […]. Lo que ahora acontece es lo que he llamado la muerte del discurso amoroso. […]. No existe ninguna fantasía creadora para encontrar nuevas formas de vida, sino burocracia, corrupción y politiquería»[11].

Las pretensiones del siglo XIX

Tenga presente el pueblo que los ricos quieren acabar con la rotería, según lo gritan todos los días. El Ají (1890, 14 de abril), Santiago de Chile

Los inicios del tiempo burgués en Chile se advierten con el arribo al país de miles de inmigrantes provenientes de Inglaterra en el siglo XIX. Entre los industriales y mineros británicos de primera hora sobresalieron los Edwards, Walker, Chadwick, Ross (Villalobos, 2006, p. 49).

Uno de estos inmigrantes, el intelectual venezolano proveniente de Londres, casado con británica, Andrés Bello (1781-1865), fue contratado por el gobierno en 1829. Figura controversial de su tiempo, por su conservadurismo autoritario, Bello procuró que la historia, la sociedad y el espíritu del país se concibieran a partir de los comportamientos de la Europa burguesa (Jaksic, 2010). Su visión de la historia fue sorprendentemente trágica.

El tiempo crecía en la desgracia, la guerra, la muerte violenta. Hablando de la conquista de la Araucanía, épica característicamente moderna, expresó en 1846: «La historia del género humano da lecciones bien tristes. La guerra ha ido siempre a la vanguardia de la civilización y le ha preparado el terreno; y cuando se ha principiado por el comercio, no se ha hecho más que preludiar a la guerra; esparcir semillas de discordias, que brotan al fin en hostilidades sangrientas. Todos los gérmenes de la civilización europea se han regado con sangre» (Bello, 1982, XVIII, pp. 842-843).

¿Habría llegado con la república, como estimó Hegel, rector de la Universidad de Berlín en 1830, «la edad viril de la historia», donde «ya no hay alegría, retozo, sino duda y amarga labor»? (Hegel, 1974, p. 207).

Con ocasión de la decisiva batalla de Yungay que selló la victoria de Chile contra la Confederación Perú-boliviana en 1839, quien fuera el primer arzobispo de Santiago Rafael Valentín Valdivieso (1804-1878) declaró: «Por más que la guerra se mire como azote del género humano, ella es sin embargo el instrumento de que Dios se vale para la ejecución de sus decretos soberanos. […]. [Es forzoso] comprar la paz con la vida de virtuosos y esforzados ciudadanos» (Valdivieso, 1899-1904, I, pp. 720-722).

Los intelectuales formados por Andrés Bello en la Universidad de Chile extremaron una imagen desdichada y violenta del pueblo común y corriente. ¿Estaban fabricando una carne de cañón para las guerras del tiempo burgués?: «Los mestizos de Chile […] eran rudos por carencia de cultura, supersticiosos, imprevisores, generalmente apasionados por el juego y las diversiones borrascosas, y fácilmente inclinados a la embriaguez, al robo y a las riñas, sangrientas de ordinario» (Barros Arana, 1886, VII, p. 474).

Con ocasión de la guerra del Pacífico la burguesía opinó del pueblo en 1880: «[Si] nuestros rotos no fueran asesinos y ladrones no podrían tampoco ser conquistadores, y aquí la conquista no es otra cosa que un gran robo a mano armada» (Máximo Lira a Isabel Errázuriz, 28.2.1880, en Mc Evoy, 2011, p. 229).

Esta fue la concepción agresiva del tiempo que la burguesía difundía en Europa en el siglo XIX. Para Hegel la historia no se avenía con el respeto a la vida, sino con la muerte y la apropiación de la vida del otro. La historia humana no era el lugar de la expresión del amor humano. «Hegel postula una transformación de la conciencia de la muerte como una lucha por apropiarse de la vida de otro ser humano, con el riesgo de la propia vida: la historia como lucha de clases (la dialéctica del Amo y el Esclavo, en la terminología hegeliana) se basa en una extroversión de la muerte. Y del mismo modo la otra categoría fundamental de la historia, en Hegel, el trabajo o labor humanos, es una transformación de lo negativo o de la nada de la muerte en la acción extrovertida de negar o de cambiar la naturaleza» (Brown, 1967, p. 125).

El tiempo burgués como historia de la nación comenzó a gravitar profundamente en Chile con la Guerra del Pacífico. Antes de ella, esa forma de vivir la vida era una posibilidad vana e insostenible, exclusiva de una elite militante. Aníbal Pinto, el presidente de la República que inició las acciones bélicas internacionales en 1879, lamentaba en 1868: «Siempre le asistirá a usted, como a todo el que ama a Chile con desinterés, alguna desconfianza, alguna inquietud por el porvenir. Siempre sucederá que vivimos molestados por la convicción de que en Chile el orden y el progreso no son hechos normales, sino un accidente, que una combinación muy posible de circunstancias puede destruir» (Carta de Aníbal Pinto a Miguel Luis Amunátegui, Concepción, 10.5.1868, en Amunátegui, 1942, II, pp. 357-358).

A partir de la Guerra del Pacífico la elite local adoptó el paso firme de la burguesía europea, compendiado en el lema del Fausto de Goethe: «Guerra, comercio y piratería / constituyen un trío inseparable» (Sombart, 2005, p. 89).

La burguesía chilena se congratuló de haberse embarcado en el conflicto bélico.

El político Isidoro Errázuriz Errázuriz (1835-1898) lo aseguró en 1881: «[Esta] guerra en apariencia tan llena de peligros ha sido para Chile una salvación, ha sido un negocio. […]. La guerra lo ha cambiado todo: ha venido a ofrecer un inmenso campo al espíritu emprendedor de nuestros conciudadanos» (Ortega, 2005, pp. 463-464).

Es más exacto hablar de las guerras del salitre, en plural, a partir de la conflagración internacional con Perú y Bolivia en 1879. También lo fue la guerra civil contra el presidente José Manuel Balmaceda en 1891, y también los enfrentamientos militares contra los obreros salitreros, particularmente la matanza de la Escuela Santa María de Iquique en 1907, o la represión armada de la oficina salitrera de San Gregorio en 1925. Los costos de vidas fueron inevitables, en aras del tiempo rectilíneo del progreso.

El historiador Diego Barros Arana afirmó tras la guerra civil de 1891: «Chile vuelve a ser el país de la libertad, del orden y del bienestar» (Carta de Diego Barros Arana a Bartolomé Mitre, 30.8.1891, en Encina, 1952, II, p. 310).

El total de muertos de las guerras del salitre –sumando las bajas de la guerra del Pacífico, de la guerra civil de 1891 y las víctimas fatales de la Escuela Santa María de Iquique en 1907- alcanzó a 27.600 personas (En la guerra civil de 1891 los muertos fueron entre cinco mil a diez mil personas. En la matanza de 1907 las víctimas fatales fueron entre dos mil a tres mil seiscientas personas. En la guerra del Pacífico las bajas «chilenas» fueron alrededor de catorce mil personas. Sobre los muertos chilenos en la guerra del Pacífico, Vicuña Mackenna, 1883).

Entre las guerras del Salitre quizás la guerra civil de 1891 fue la que determinó más claramente la voluntad política de consolidación del tiempo burgués. En el lenguaje de la época, había que procurar el poder del estado para los «ingleses de Sudamérica». La guerra, estimó Alberto Edwards, fue la protesta de los «ingleses de la América del Sur» contra un hombre que no los representaba, Balmaceda, «un hombre del Mediodía» (Edwards, 2001, pp. 170-171). Balmaceda, con sus ideales vernáculos, locales, era un sentimental, un soñador, un andaluz (Encina, 1952).

Enrique Mac Iver, líder de la guerra civil, encarnó la superioridad anglosajona del momento, el tiempo, la hora de Gran Bretaña. «Su liberalismo era el de los antiguos británicos de la Escuela de Manchester»[12]. El propio Mac Iver entendió su lucha política como parte de la historia de Gran Bretaña: «La revolución del 91 fue la crisis de la intervención electoral, […]. Los ingleses hicieron algo parecido en el siglo dieciocho» (Entrevista a Enrique Mac Iver, en Donoso, 1947, pp. 131-132).

El triunfo de Mac Iver, redactor del acta de deposición del presidente Balmaceda, fue la victoria del tiempo burgués por sobre el tiempo antiguo de los ibéricos, del Mediterráneo: «El origen sajón de Mac Iver sobrepone en esos casos a su sensibilidad de latino-español; y lo que hay en su sangre de las razas superiores del norte de Europa, vence en todas las ocasiones a lo que hay en él de las inquietas sensibilidades y neurotismos propios de la sangre latina y especialmente de la española. […]. Mac Iver representa entre nosotros la superioridad sajona en su lucha constante contra el carácter turbulento y poco práctico, destructor y censurador de todo sin construir nada, que hemos heredado de la raza española» (Jorge Huneeus, Prólogo a Mac Iver, 1899, I, p. LVIII).

En 1890 La Libertad Electoral, periódico de batalla de los Matte contra Balmaceda, argumentó que Chile se definía a partir del tiempo burgués: «Nuestro país está constituido políticamente por una oligarquía que funciona con notable orden y regularidad desde nuestra Independencia. Lo que genera la autoridad en Chile, el pueblo, somos nosotros mismos, los propietarios del suelo: más allá, lo que hay hasta ahora en forma de obrero y de trabajador y proletario no pesa por desgracia como opinión pública; es la masa electoral influenciable»[13].

El tiempo burgués se expandió hacia el sur con el despojo de la tierra Mapuche.

La «pacificación» sumó 800.000 hectáreas de cultivo y 600.000 de bosques a la voluntad de dominio de la nación blanca, asegurada con la participación de más de diez mil alemanes, suizos y franceses. La Araucanía fue transformada en su naturaleza y en sus moradores para albergar el tiempo de la modernidad.

Agustín Edwards Mc Clure (1878-1941), historiador y empresario, describió la región en 1928: «Toda aquella flora exuberante va cayendo, por desgracia, segada por el hacha o por el fuego, y en Arauco y Malleco acaso no queda ni la tercera parte de la selva primitiva. En Cautín y Valdivia tal vez se ha destruido casi la mitad. ¡Como la raza araucana, de la cual apenas quedan cien mil vástagos! Es la obra inexorable de la civilización, que avanza sin piedad destruyendo todo aquello que le cierra el paso. […]. La roza a fuego es el revulsivo para curar a la madre tierra de su mal de fecundidad» (Edwards, 1928, pp. 146-148).

¿Cómo asegurar este curso forzoso de la modernidad? En 1900 Valentín Letelier (1852-1919), uno de los destacados intelectuales del Chile antibalmacedista, rector del templo del conocimiento oligárquico que era entonces la Universidad de Chile, en su obra La evolución de la historia, advirtió un peligro inapelable para el tiempo del capitalismo, la Biblia. En ella residía, a su juicio, uno de los enemigos principales de la modernidad.

Desde el Antiguo al Nuevo Testamento, la Biblia introduce la experiencia de un tiempo mesiánico que invita a despojarse de la codicia, de la posesión. Valentín Letelier lo dijo de este modo: «[La] Biblia envuelve una filosofía reaccionaria, casuística, enemiga de la libertad y más bien judaica que humana. [sic]. Su odio a los ricos lleva involucrado el odio al comercio, a la industria y al progreso. […]. Inspirada por el odio a la civilización, considera cada paso que se da hacia adelante como un crimen, […]. El amor al progreso simbolizado en la ambiciosa empresa de Babel, aparece duramente reprimido» (Letelier, 1900, I, pp. 301-302).

Mientras este libro se imprimía en Santiago, en La Serena, en otra perspectiva del tiempo, Gabriela Mistral recibía de su abuela Isabel Villanueva, una iniciación decisiva en el conocimiento de la Biblia (Real Academia Española, Gabriela Mistral en verso y prosa, 2010, pp. 578-587).

¿Qué paz podía traer el espíritu burgués para el siglo XX?

Las discordias del siglo XX

El Diablo en la cristiandad,

el Ángel entra al infierno,

un loco está en el proscenio,

anuncian ya la función.

Se impone la sinrazón,

en este teatro moderno.

(Parra, 1970, p. 76)

Con el tiempo burgués del siglo XX la sociedad chilena se convirtió en un escenario donde se enfrentaron, desde un principio, vencedores y vencidos, amos y esclavos. Luis Orrego Luco (1866-1948), escritor y diplomático, identificó perfectamente este destino de la historia en 1904: «A medida que la riqueza aumenta y se desarrollan y multiplican los capitales, crece de manera forzosa la desigualdad social; los unos se vuelven millonarios en tanto que los otros ruedan al abismo, […]. Las leyes de la lucha por la existencia, enseñadas en la doctrina darwiniana, trascienden a la sociedad y revisten en ella cada día un aspecto más sombrío y más desesperado. La sociedad, según la comparación trágica de Malthus, se asemeja a un plano inclinado, en el cual los más felices tocan a la cima, tienen todas las felicidades y los goces, en tanto que los otros ruedan; se empujan mutuamente por aferrarse o por subir, mientras los más desgraciados se derrumban y caen pisoteados en el hervor de pasiones y de intereses. Desgracias y dolores son éstos imposibles de evitar, ya que según las leyes económicas no podemos limitar ni el capital ni la competencia, base y origen del progreso y de la civilización humana» (Orrego Luco, 1904, p. 167).

La matanza de la oficina salitrera de San Gregorio en 1925, donde murieron niños, mujeres y trabajadores, permitió reconocer las consecuencias del tiempo burgués para el pueblo chileno.

Los industriales del salitre no concebían a sus trabajadores sino como tales, esto es, como instrumentos serviles de acumulación de una riqueza del todo ajena (Caro, 1925, pp. 241-247).

Entre 1920 y 1973 los expertos de la elite influyente de Santiago buscaron inculcar el espíritu competitivo y desigual del orden de la burguesía. No había más historia que la que provenía de la Europa moderna. Entre los indígenas había ciertas particularidades perturbadoras: «[En los changos] imperaba el régimen comunista y las viviendas, las embarcaciones, los ganados y los alimentos, pertenecían a la colectividad» (Edwards, 1930, p. 8). El país entero debía reflejarse en el dinamismo imperturbable de la modernidad. Jorge Millas (1917-1982), filósofo y profesor universitario, sentenció en 1943: «El frenesí es una cualidad dionisíaca; la sobriedad, apolínea. Chile posee, pues, una indiscutible mentalidad apolínea, […]. No es, pues, un accidente que no haya entre nosotros fiesta de carnaval» (Millas, 1943, pp. 19-21).

Era imprescindible adoptar el ascetismo intramundano de los padres fundadores. Bernardo O´Higgins, quien suprimiera el carnaval en Santiago en 1821, fue un ejemplo imperecedero del tiempo lineal moderno: «Su horario de trabajo había llegado a transformarse en una esclavitud abrumadora y desesperante. Estaba en pie a las seis de la mañana y permanecía en su mesa de despacho hasta las once de la noche, sin más intervalos que las horas de comida y la siesta» (Eyzaguirre, 1950, pp. 349-350).

Desde 1920 hasta 1973 la burguesía vivió también presa del miedo a no poder sostenerse sobre sus propios pies. Las historias indígenas y mestizas de la tierra, reservas de un mundo indócil y desconocido, conformaban una amenaza decidida, inminente. Persistía en ellas el tiempo prehistórico. La debilidad interna requirió refuerzos europeos.

Vicente Huidobro (1893-1948), desenfadado escritor de la elite, recomendó en 1925: «Necesitamos dos millones de hombres rubios de los países del Norte de Europa. El peligro para Chile no es extranjero, sino el chileno […] empecemos sin tardanza la gran cruzada pro-inmigración si queremos salvar a Chile» (Subercaseaux, 2011, II, p. 294).

La derrota de la derecha en las elecciones presidenciales de 1938 constituyó una alarma para la burguesía. Gabriela Mistral (1889-1957) comentó al saberla: «[La] victoria del Frente Popular es consecuencia natural de la horrible miseria del pueblo, de la cual tanto hablé y que todavía veo como en una obsesión. […]. Ross hizo un alarde tonto de su desprecio por el roto y el roto votó contra él» (Carta de Gabriela Mistral a Carmela Echenique, La Habana, 9.11.1938, en Mistral 1995, pp. 51-52).

En los inicios del gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva (1911-1982), medio discípulo de Gabriela Mistral, los jóvenes de la burguesía católica más conservadora se apresuraron a manifestar el miedo a perder su tiempo ante las reformas constitucionales a la propiedad privada. El grupo integrista Fiducia –que integró Jaime Guzmán Errázuriz, ideólogo del golpe de 1973- emplazó a Eduardo Frei en 1965: «Los católicos no podemos aceptar un orden en que la propiedad no exista. Los Mandamientos consignan la propiedad: no hurtar y no codiciar los bienes ajenos»[14].

¿Qué destino tendrían los asaltantes de la propiedad privada? Describiendo la política de la dominación colonial castellana, los historiadores de la elite elogiaron los «efectos saludables del terrorismo para aplacar con el escarmiento de la mutilación de las manos o de los pies o de la marca infamante de un hierro candente en el carrillo, los entusiasmos y desbordes indígenas» (Edwards, 1930, p. 106).

En el curso de escasas generaciones los inspiradores del tiempo lineal promovieron un estilo de vida ajeno a los sentimientos y los afectos del pueblo chileno, y aun de los pueblos de América del Sur, con aquella forma de ser y de disfrutar de la vida que describió Pablo Neruda en 1946 (Lago, 1999, p. 73).

Según el escritor Jorge Edwards (1931-): «Algunos de mis compañeros de colegio, la gran mayoría, fueron recuperados por el ambiente social, el de la “gente como uno”, y por sus prejuicios, sus ignorancias, sus insolencias, sus portentosas insensibilidades; por sus lenguajes clasistas, racistas, xenófobos, cuya brutalidad no alcanzábamos a captar o no queríamos captar: el de los “rotos de pata rajá”, los “indios brutos”, los “judíos asquerosos”, los “cholos” peruanos o bolivianos, los “macacos” brasileños o ecuatorianos; es decir, todos excepto nosotros, los inteligentes, los blancos, los ingleses o los suizos de América del Sur» (Edwards, 2012, pp. 132-133).

Hacia 1970 el capitalismo convirtió a Chile en un país escasamente sustentable: «La prioridad dada a la industrialización produjo el resultado que Chile, desde 1942, dejó de poder abastecerse en los productos alimenticios de primera necesidad y tuvo que importarles en cantidad considerable, […]. [Con] motivos de la sequía [de 1967-1968] se anunciaba que el país debería importar 600.000 toneladas de trigo, así como enormes cantidades de otros productos alimenticios esenciales» (Elizalde, 1970, p. 71).

El agotamiento cultural y espiritual de la elite lo expresó convincentemente José Donoso (1924-1996) en su novela El obsceno pájaro de la noche de 1970.

Según el político democratacristiano, amigo y corresponsal de Gabriela Mistral, Radomiro Tomic (1914-1992): «Bajo el capitalismo Chile era una economía enferma, expresión de una sociedad enferma, corroída por factores desintegradores internos, y en continuo retroceso en su expresión internacional. Todos los indicadores básicos así lo demuestran. Tanto los de orden económico como los de orden social, político, jurídico, cultural y moral.

[…] El agotamiento objetivo de los valores y estructuras capitalistas hacían de Chile en 1970 una democracia enferma, una sociedad enferma y una economía enferma. […]. Allende tenía razón – como la teníamos la corriente demócrata cristiana que propiciábamos “la Unidad Política del Pueblo”- al sostener que el “camino chileno al socialismo” no era una insensatez en 1970» (Tomic, La Democracia Cristiana y el gobierno de la Unidad Popular, en Gil, 1977, pp. 215-243).

Tomic aseguró en 1970: «Las estructuras sociales de base minoritaria y el sistema capitalista que heredamos del pasado, están literalmente agotadas. No dan más. Están asfixiando a Chile. Ya en 1938 la Falange Nacional denunciaba esta institucionalidad oligárquica y capitalista y sus nefastas consecuencias para la unidad nacional, para la estabilidad social, para la independencia económica de Chile y para su prosperidad interna. Han pasado más de treinta años. Las grietas de entonces han llegado a ser ahora “rajaduras” del edificio visibles hasta para los ciegos, y aterradoras. El gran capitalismo privado se ha transformado en el neocapitalismo, mil veces más dañino y voraz. […]. ¡Ríos de oro que directa o indirectamente salen del bolsillo de todos los chilenos para pasar a los bolsillos de estos neocapitalistas!» (Tomic, 1970, pp. 23-24).

Si en 1970 Chile era un país escasamente saludable como consecuencia de la modernización capitalista, la dictadura uniformada de 1973 a 1990 lo precipitó a un estado terminal. Otra vez apareció en la historia la trilogía inseparable: la guerra, el comercio y la piratería (Goethe: Fausto, Sombart, 2005, p. 89). Ahora no instigada por Inglaterra sino por Estados Unidos, la potencia del momento.

Detonó otra vez el fragor de la Guerra del Pacífico. No eran ahora los adversarios las naciones del Perú y Bolivia. Se trataba esta vez de un más temible y odioso enemigo interno, el propio pueblo de Chile, «ilusionado» en sus pretensiones socialistas o comunistas, el fantasma que temía la burguesía desde un siglo antes. «Los rotos endiosados» por el comunismo, como denunció Benjamín Vicuña Mackenna en 1871[15].

No fue esta vez la guerra del salitre, sino la guerra del cobre, con ocasión de la recuperación histórica de la riqueza básica bajo la conducción política de Salvador Allende (1908-1973). La acción represiva de la dictadura sumó 15.405 asesinatos y 2.206 detenidos desaparecidos (Enciclopedia Espasa, Suplemento 1987-1988). «Chile vivió una tragedia desgarradora […]. Situaciones inverosímiles, sufrimientos soportados por criaturas humanas indefensas, maltratadas, torturadas, destruidas, en sus vidas personales o en las de sus más próximos parientes o amigos. La hondura de estos dolores debe ser conocida». (Chile. Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, Santiago, Secretaría General de Gobierno, Secretaría de Comunicación y Cultura, 1991, p. 876).

La asociación entre la guerra del Pacífico y la dictadura fue explícita durante la conmemoración de la batalla de La Concepción en Chacarillas en 1977. El régimen identificó la lucha contra el comunismo con el espíritu belicoso de las tropas chilenas en los Andes peruanos en 1882. Se manifestó entonces el poder una elite que por defender sus intereses estaba dispuesta a renegar de todo, menos de su agresividad. En 1941 Gabriela Mistral advirtió esta voluntad de poder: «[Me] pasma ese matrimonio de chilenos de nota conservadora y de aventureros nazistoides. […]. Yo no sé sino ahora qué inmensidad de gente había allá adentro para la cual la idea de patria, de independencia, de decoro, de tradición republicana, en buenas cuentas, no les importa nada y que están prontos para tirar por la borda ese conjunto de cosas santas» (Carta de Gabriela Mistral a Carmela Echenique y Carlos Errázuriz, Petrópolis, 1941, en Mistral, 1995, pp. 67-68).

Los ricos del país, volvió a denunciar en 1942, estimaban que «todo puede echarse a la pira, cristianismo, decoro, todo, con tal de salvar los reales» (Carta de Gabriela Mistral a Carmela Echenique y Carlos Errázuriz, Petrópolis, diciembre 1942, en Mistral, 1995, pp. 76).

Como ocurrió tras la derrota de Balmaceda en el siglo XIX los artífices del tiempo lineal inventaron un país sin contemplaciones con el rostro indígena y mestizo de Chile. La experiencia de la Unidad Popular fue secuestrada. Se excluyó a Salvador Allende de la lista de presidentes de Chile (Zegers, 1974). Había que reconocerse en el tiempo y el destino manifiesto de Estados Unidos. Al comenzar la década de 1980 el país fue una imitación menor de Estados Unidos. En 1981 observó el artista chileno Nemesio Antúnez (1918-1993): «Santiago ya no es Chile, es una ciudad menor norteamericana, con todos sus valores; lo importante es comprar, vivir al crédito, siempre endeudado, vale más el que tiene más […]. Yo diría que nos están borrando el Chile que era nuestro»[16].

Los intelectuales norteamericanos precisamente imaginaron este nuevo Chile, sincronizado con el horario de Washington: «La población de Chile es en un 97 % europea. Más que esto, ella pertenece predominantemente a la clase media, […]. Chile está mucho más lejos de Centroamérica de lo que lo está Washington. Está, sin embargo, en el mismo huso horario que Washington». (Novak, 1983). La elite chilena acabó por suscribir estos puntos de vista norteamericanos: «Chile se reconoce en forma muy mayoritaria como una gran clase media» (Walker, 1999, pp. 157-158).

En 1985 el almirante José Toribio Merino afirmó, difícil saber si en serio o en broma, que los chilenos eran «blancos, cristianos y occidentales»[17]. Conformada por esta supuesta clase media, blanca y cristiana, extendiendo un ideal cultural norteamericano, la tierra fue despojada de sus riquezas terrestres y marítimas, al ritmo de un tiempo sobreexplotador de la naturaleza. La tala del bosque templado valdiviano, ecosistema único en el mundo, con su riqueza de flora y fauna, se subsidió para la plantación de especies exóticas de rápido crecimiento, pinos y eucaliptos (Huneeus, 1991).

Los favorecidos fueron las minorías privilegiadas santiaguinas: «Detrás del asalto al bosque nativo, o sea de las chiperas, de la depredación del mar –caso del loco-, de las represas del alto Bío Bío, o de las mugrientas plantas de pellets en Huasco, están siempre los exquisitos del barrio alto de Santiago»[18] (sobre la invasión cultural de Estados Unidos durante los gobiernos de la Concertación, Roa, 1997).

La burguesía chilena se sintió al término del siglo pasado más dueña que nunca del tiempo nacional: «La burguesía está en una actitud gloriosa, exaltada. Cree que ha triunfado definitivamente sobre las ideas populistas. […]. La palabra burgués ha sido una palabra fea, una ugly word, una bad word. Creo que ahora el término se está blanqueando un poco»[19].

Los dilemas del siglo XXI

Dios es el dueño de la empresa Tierra y ha delegado su administración en el hombre, nombrándolo gerente general de esta empresa. (Johansen, 1990. Responsabilidad del administrador: henchir la tierra, Gestión, Santiago, XV, 180, p. 22).

Abandonada la dictadura de 1973 hasta por sus antiguos instigadores norteamericanos los chilenos se enfrentaron a una situación inconmovible. Las instalaciones del modelo económico, político y cultural impuesto desde el golpe de Estado se mantuvieron prácticamente intocadas, más allá de las apariencias.

Los chilenos no lograron reconocerse como una comunidad imaginada: «Al hablar sobre Chile, la gente pareciera experimentar el desconcierto de quien se mira al espejo y se desconoce […] no es fácil articular los diversos grupos de modo de conformar una imagen fuerte de “Nosotros, los chilenos”» (PNUD, Desarrollo humano en Chile. 2002, pp. 65, 283).

Gastón Soublette (1927-), filósofo y estudioso del folklore chileno, confidente de Violeta Parra, afirmó en 1996: «Hoy da lo mismo ser chileno que japonés. La inconciencia y la vulgaridad son el sello del chileno medio que no sabe nada de nada. Se siente en pleno despegue porque cree que el único subdesarrollo es el económico. Así entregamos el Bío Bío a la Endesa y suma y sigue. Por plata. Nuestra televisión se ha convertido en un arma para borrar todo perfil cultural propio»[20].

El tiempo burgués buscó erigirse de modo arbitrario como un régimen hegemónico de historicidad, único, acabado, absoluto. La historia de los pueblos indígenas y mestizos fue leída e interpretada al interior de ese tiempo general, subordinada a una condición singular de etnias o sectores populares (clases subalternas, bajo pueblo, o términos similares de las ciencias sociales dominantes).

La historiografía nacional, particularmente la enseñanza escolar de la «historia de Chile», se sometió a las sobredimensiones y al totalitarismo del tiempo burgués, como reducción de la historia a una objetividad mensurable con criterios eurocéntricos (Salinas, 2012, pp. 42-52).

El chileno medio experimentó una impotencia histórica. «Esta impotencia existencial del individuo se ha visto incrementada en gran medida por su impotencia histórica, presente en todas aquellas sociedades en las que una minoría afianzó su explotación de la mayoría dejándola mucho más impotente de lo que habría sido en el estado de democracia natural, que es el régimen de las formas más primitivas de las sociedades humanas, o de las formas futuras basadas en la solidaridad, no en el antagonismo» (Fromm, 1992, pp. 81-82).

Concluido el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006), la Sociedad Chilena de Salud Mental consideró que atrapada en la competencia y la agresividad la mitad de la población del país sufría de stress[21]. Durante el gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014) se comprobó el desproporcionado tiempo laboral de los trabajadores en las faenas de la minería: «Desde hace casi un siglo y hasta mediados de los años noventa, en las faenas mineras sólo se podía trabajar por turnos de 8 horas diarias. Ahora se trabaja en turnos de 12 horas con gran daño para la salud de estos trabajadores, sobre todo los de altura, y esto se puede hacer porque, sin modificación legal, la Concertación lo autorizó a través de la Dirección del Trabajo»[22].

Al término de la administración Piñera Chile alcanzó el record de ser el cuarto país del mundo con más horas de trabajo, con un total de 2.015 horas por trabajador al año, excediendo considerablemente los índices recomendados por Naciones Unidas. El horario de trabajo superaba en un 51 por ciento lo recomendado por Naciones Unidas[23].

Chile llegó al bicentenario republicano como un país desavenido entre ricos y pobres, reedición desapacible del centenario de 1910. El sello flagrante del tiempo burgués lo expresó la contradicción irresoluble entre ricos y pobres. Desde Estados Unidos, el modelo fue elogiado sin reparos. William Joseph Burns (1956- ) del Departamento de Estado, vio a Chile encabezando el futuro del hemisferio, el futuro de la historia: «Vemos un único futuro muy promisorio para el hemisferio, que puede ser modelado por el tipo de agenda positiva que han encabezado Chile y otros países […]. Chile es uno de los socios más importantes y más cercanos de Estados Unidos en este hemisferio»[24].

Lo cierto es que Chile se había transformado para 2010 en una copia nada feliz de Estados Unidos. El tiempo cotidiano reveló las consecuencias inevitables de la adopción del modelo burgués, tanto para el pueblo como para las privilegiadas elites de la capital. El empresario Joaquín Silva Guzmán fue apuñalado por una banda de seis personas en Las Condes.[25]

El representante en Chile del Bank Julius Baer & Co. de Suiza, Alberto Tagle Dartnell, fue asaltado por cinco menores de edad en su residencia de San Damián, Las Condes, quienes sustrajeron joyas avaluadas en más de cuarenta millones de pesos. Uno de los menores dijo: «Yo ya he matado a dos de estos ricachones y no me importa matar a otro».[26]

De modo general, el tiempo burgués confinó a todos, a ricos y pobres, a un empobrecimiento del lenguaje, a un neoanalfabetismo, a un espíritu miserable (Lyotard, 1998, p. 70).

Repleta de «cosas», la burguesía con mayor conciencia de clase no vivió despreocupada ante un pueblo enfrentado a una situación tan desemejante a la suya. Patricia Matte Larraín (1943- ), vicepresidenta de la Academia de Ciencias Sociales del Instituto de Chile, admitió tras la revuelta estudiantil de 2011: «Yo siempre he dicho que me siento incómoda en un país –y lo tengo bien metido adentro, creo que viene por los Matte- que no tiene las mismas cosas que puedo tener»[27].

La familia Matte protagonizó pocos años después un escándalo con ocasión de la estafa de la Empresa Manufacturera de Papeles y Cartones por más de quinientos millones de dólares a los consumidores chilenos. Es penosa la fragilidad ética de la elite chilena desde la dictadura militar hasta comienzos del siglo XXI (Monckeberg, 2015).

Marta Rivas González, una mujer de la burguesía del siglo XX, ahijada del político antibalmacedista Ramón Barros Luco (1835-1919), estimaba que la vida, en definitiva, era asunto del pueblo chileno, una cosa de «rotos». La vida no era para los ricos. No alcanzó al bicentenario: falleció en 2008: «Es una rotería vivir demasiado. No hay rotería peor que la vida, estoy feliz de morirme» (Gumucio, 2013, pp. 145, 180, 201).

El tiempo de la burguesía, recogiendo las palabras de la ahijada del presidente Barros Luco, es un tiempo corto, a lo más mediano, pero en ningún caso de larga duración. Así como se inició en un momento histórico preciso, alcanza asimismo una fatal fecha de vencimiento. Es el fin de la modernidad, su disolución, la pérdida de su novedad. El hecho decisivo es que no se relaciona, como estructuración técnica del tiempo, con la historia intensa y extensa de la vida, con la apertura radical al Ser.

«La larga duración es la historia interminable, no desgastada de las estructuras y grupos de estructuras» (Braudel, 1991, p. 99; Žižek, 2014. Acerca de la «des-historización» como consecuencia de la instalación de la concepción técnica del tiempo, Correa, 2012, pp. 205-206).

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[1] El Mercurio, Santiago. (2009, 12 de diciembre).

[2] El Mercurio, Santiago. (2013, 2 de noviembre).

[3] El Mercurio, Santiago. (1997, 10 de agosto).

[4] El Mercurio, Santiago. (2010, 18 de julio), El

Mercurio, Santiago (2016, 3 de julio).

[5] El Mercurio, Santiago. (2016, 5 de junio).

[6] La Tercera, Santiago. (2001, 25 de marzo).

[7] El Mercurio, Santiago. (1983, 7 de enero).

[8] El Mercurio, Santiago. (2014, 13 de diciembre).

[9] La Época, Santiago. (1994, 16 de enero).

[10] El Mercurio, Santiago. (2010, 19 de diciembre).

[11] La Época. Santiago. (1993, 26 de diciembre).

[12] El Mercurio, Santiago. (1922, 22 de agosto).

[13] La Libertad Electoral. Santiago. (1890, 7 de julio

[14] Ercilla. Santiago. (1965, 26 de mayo).

[15] El Mercurio, Valparaíso. (1871, 7 de junio).

[16] Araucaria de Chile (1982), número 17, p. 150

[17] Hoy, Santiago. (1985, 11 de noviembre).

[18] Hoy, Santiago. (1993, 9 de agosto).

[19] «Sergio Villalobos, conocedor del pueblo chileno, habla de la burguesía». Revista APSI, Santiago (1990). 17 de enero.

[20] Paula, Santiago. (1996), marzo, p. 44.

[21]Ercilla, Santiago. (2006), 14 de agosto, pp. 48-49.

[22] Diario Universidad de Chile. (2013), 18 de marzo.

[23] Diario Concepción. (2012), 23 de agosto; La Segunda. Santiago. (2014), 15 de octubre.

[24] La Tercera, Santiago. (2010), 11 de diciembre

[25] El Mercurio, Santiago. (2010), 13 de noviembre.

[26] El Mercurio, Santiago. (2010), 11 de noviembre.

[27] Capital, Santiago. (2011), 9 de noviembre.

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