Los autoritarismos de nuevo cuño, en particular el llamado socialismo del siglo XXI, obligaron a hacer una profunda reflexión sobre la democracia y la complejidad del andamiaje institucional requerido para sustentarla. En Venezuela, las mayorías respaldaron al chavismo a lo largo de varios procesos electorales y le suplieron la base política requerida para oprimir a sectores disidentes, temporalmente confinados a la minoría. El grupo gobernante aprovechó la legitimidad conferida por las urnas para erosionar las instituciones y garantías democráticas. Cuando el país entendió lo sucedido, era demasiado tarde.
La democracia es mucho más que el sufragio. A ninguna mayoría puede permitírsele, por ejemplo, decidir sobre el respeto a los derechos humanos, y ninguna minoría puede quedar sometida a la dictadura de la voluntad mayoritaria. El respeto al diseño constitucional de las repúblicas democráticas no puede ser sustituido por la coyuntural expresión de una mayoría en las urnas y, si el soberano encuentra esas limitaciones, con mucha mayor razón deben observarlas los órganos del Estado.
Ayer, nuestro país fue testigo de una peligrosa ruptura del orden constitucional. Sin autoridad alguna para hacerlo, la comisión legislativa encargada de investigar la Unidad Presidencial de Análisis de Datos (UPAD) citó al presidente de la República a comparecer en el plenario para someterlo a interrogatorio. Nunca antes se había dado un hecho semejante bajo el orden constitucional inaugurado en 1949. La razón es sencilla: la Constitución Política no faculta a los diputados para interpelar al mandatario.
No es una omisión del constituyente, sino su manifiesta voluntad para preservar la separación de poderes, uno de los elementos esenciales del diseño republicano democrático. Los redactores de la Constitución de 1949 solo establecieron la posibilidad de interpelar a los ministros y aun censurarlos.
Los legisladores entienden la ilicitud de su empeño. Especialmente reveladoras fueron las palabras iniciales de la presidenta de la comisión, Silvia Hernández, quien insistió en negarle carácter de interpelación al interrogatorio y afirmó el apego de la comisión al texto constitucional, aunque reconoció la excepcionalidad de la comparecencia presidencial ante «una comisión investigadora».
El intento de curarse en salud no solo responde a las declaraciones del mandatario sobre la ilicitud del procedimiento, sino también a dos dictámenes del Departamento de Servicios Técnicos que, en el 2014 y el 2021, apoyaron la misma tesis.
Por su parte, el presidente admitió la contradicción entre su asistencia al plenario y el juramento de observar y defender la Constitución y las leyes. Estaba obligado a negarse a comparecer o, cuando menos, a acudir a la Sala Constitucional para plantear el conflicto de poderes, pero no lo hizo. Como justificación, alega que todo esfuerzo por evitar la comparecencia se habría utilizado para minar la confianza de los ciudadanos preguntando qué procura ocultar. Por otra parte, plantear el conflicto de poderes ante los magistrados habría significado un enfrentamiento con los legisladores justo cuando los necesita para impulsar la aprobación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
No obstante las razones prácticas alegadas durante la comparecencia y en días previos, el precedente es nefasto y no lo borran los buenos deseos del mandatario: «No puedo dejar de advertir de que el capítulo de la historia que hoy se escribe no debe repetirse jamás y que sus posibles consecuencias todavía no somos capaces de dimensionarlas. No por Carlos Alvarado, sino por la institución de la presidencia de la República, por los mandatarios o mandatarias que vendrán, pero sobre todo por nuestra democracia».
La separación de poderes, tan importante para la república democrática como el ejercicio del sufragio, sufrió ayer menoscabo y no está de más recordar las consecuencias de semejantes ligerezas en otras latitudes.