Pocos conceptos resultan tan centrales para las ciencias sociales y, en particular, para la ciencia política, como el de actor. El término ha sido y es profusamente utilizado por teóricos y analistas de muy distintas disciplinas y aparece, cada vez con más frecuencia, en los discursos cotidianos de periodistas y políticos.
Quizá por ello resulta tan sorprendente que sean tan escasas las propuestas para definirlo: muchas de las investigaciones que afirman partir del enfoque de actor[1] se limitan a señalar su importancia o se aventuran al análisis empírico sin haber perfilado previamente los contornos del concepto.[2]
Ni siquiera el renovado protagonismo que le han conferido los estudios sobre relaciones internacionales o sobre políticas públicas[3] ha servido para acuñar una buena definición que nos permita saber «qué es» y «qué no es» un actor.
EN BUSCA DE UNA DEFINICIÓN
Antes de proseguir conviene hacer una aclaración. Insistir en la necesidad de definir el concepto no ha de entenderse como una forma soterrada de afirmar que los actores, con sus decisiones y comportamiento, explican las políticas públicas ni que éstos sean las únicas variables que el investigador haya de manejar.
Al contrario: soy consciente de las debilidades del «enfoque de actor» (Beyme, 1994: 335 ss) y creo, con Marsh y Smith (2000),[4] que tan importante es atender a los actores como a los elementos estructurales a la hora de explicar los fenómenos sociales y políticos. Así pues, defiendo que los análisis empíricos acudan a enfoques eclécticos, como el que parece propugnar Karl Popper (1987) al hablar de la «lógica de la situación».
Dicho esto, y dada la utilidad del término, es imprescindible superar el actual estado de presunciones y sobreentendidos existentes sobre el tema porque, como afirma Sartori (2005), «definir» es necesario.[5] He de hallar una «definición caracterizadora»[6] y aplicable en el análisis empírico, lo suficientemente amplia como para cubrir un amplio espectro de casos —y permitirnos identificar a los actores individuales, a los colectivos o supra–individuales, por utilizar la expresión de Harré (1981)— y, al tiempo, lo suficientemente precisa como para no quedar convertida en un «cajón de sastre» vacío de contenido.
La identificación de los actores individuales no suele presentar mayores dificultades.[7] No sucede lo mismo en el caso de los actores colectivos: evidentemente, no todo grupo de individuos puede ser considerado de manera automática un actor. No hay duda de que una empresa, un parlamento, un colegio profesional o una asociación de vecinos merecen tal calificativo. Pero ¿es posible aplicar la definición de actor a aquellos otros conjuntos de individuos, como las clases sociales, las familias o los movimientos sociales, que carecen de una organización interna estable y de una «cabeza visible» y a los que resulta difícil atribuir alguna responsabilidad?[8]
El intento de establecer los límites del concepto de actor nos lleva inevitablemente a revisar la bibliografía existente sobre este tema o sobre otros términos próximos.
Las diferentes aportaciones al debate sobre las relaciones entre «acción» (agency) y «estructura» (structure) pueden constituir un buen punto de partida.[9] En ellas, el término actor se define a partir de la idea de acción: el actor (o el agente) es todo aquel sujeto que actúa, en otras palabras, el sujeto de la acción.
Así, por ejemplo, para Giddens (1979), cuya conocida teoría de la estructuración ha constituido, sin duda, una de las más destacadas contribuciones a ese debate, la actuación del actor (individual) tiene cuatro características definitorias: i) es una intervención intencionada, aunque sea inconsciente, ii) sobre la que el sujeto puede reflexionar y de la que es responsable, iii) que depende no tanto de las intenciones del sujeto cuanto de su capacidad y iv) que no está determinada sino que es «contingente y variable», en el sentido de que el actor tiene la posibilidad de actuar de otra manera.
Por su parte, Hay (1997) señala que los conceptos de actuación y actor —y, consiguientemente, el de estructura— están íntimamente vinculados a la idea de poder. De hecho, el vocablo inglés agent se refiere al sujeto «que actúa o ejerce el poder para producir algo». A su vez, el término poder tiene, en castellano, al menos una doble acepción: poder como «capacidad» y poder como «dominio».[10]
Por tanto, el actor sería aquel sujeto que tiene capacidad para dominar (esto es, para ejercer una presión sobre) a otros actores o el contexto en el que actúa.
La idea de actuación está también presente en Hindess aunque, en esta ocasión, aparece vinculada a la noción de decisión. Para este autor, un actor es «un lugar de decisión y acción en el que ésta última es, de alguna forma, consecuencia de aquélla» (Hindess, 1986: 115). Su concepción es bastante restrictiva: sólo puede considerarse como actor la instancia que sea capaz de tomar decisiones porque cuenta con medios identificables para hacerlo.
Una de las definiciones más recientes y, a nuestro juicio, más sugestivas, es la ofrecida por Sibeon (1999a). Para este autor, y en ello coincide con Hindess (1986), un actor es aquella entidad que dispone de los medios para decidir y actuar conforme a sus decisiones, cuyas características (denominadas «propiedades emergentes») son cualitativamente distintas a las de la suma de las decisiones de los individuos que la integran y a la cual se le puede atribuir responsabilidad por los resultados de sus acciones.
De ello se deduce, según Sibeon, que «aparte de los actores individuales y de los actores sociales —organizativos— tales como los partidos políticos, los comités, los ministerios, las empresas privadas, las asociaciones profesionales, los grupos de presión organizados y similares, no hay otros actores» (Sibeon, 2003: 2).
Atribuir a la sociedad, los hombres, la clase media, las personas de raza negra o de raza blanca o, incluso, al Estado, el calificativo de actores es caer en el peligro de «reificación», puesto que ninguna de estas entidades puede modificar o ser responsable por las condiciones sociales existentes.
La propuesta de Sibeon tiene, como él mismo apunta, claras implicaciones prácticas. Las teorías o estudios —como las de Touraine (1981) o Mouzelis (1991) sobre las clases sociales— que atribuyen responsabilidad a entidades o colectivos que no son actores por determinados fenómenos o circunstancias sociales —la pobreza, la discriminación, etcétera— carecen por completo de valor explicativo y dificultan el análisis que sería necesario realizar para actuar (sobre) o modificar tales circunstancias.[11]
Coincido con Sibeon en la necesidad de emplear con cautela el calificativo de actor, pero su opinión acerca de que los estados no son actores plantea no pocas dudas. No entraré aquí en el debate sobre si es o no legítimo trasladar al Estado los rasgos y atributos de los individuos —en definitiva, hablar de la «personalidad» de los estados como sugiere Wendt (1999, 2004)—.
Baste señalar que, en el plano internacional, los estados siguen desempeñando un papel fundamental, por más que otros actores subnacionales, supranacionales o trasnacionales hayan asumido una creciente importancia (Menon, 2003). En la firma de tratados, en la representación ante organismos internacionales, en la resolución de conflictos fronterizos, en la declaración de guerra o en la presentación de credenciales diplomáticas, las «unidades de acción» son los estados y son éstos los que se reconocen mutuamente la capacidad de negociación e interlocución.
Es cierto que, en muchos de estos casos, no son los estados sino sus gobiernos y/o sus parlamentos los que adoptan las decisiones pero, en última instancia, es a aquéllos a los que compromete y a los que se les exigirá responsabilidades en caso de incumplimiento.
Desde la perspectiva del «institucionalismo centrado en el actor»,[12] Scharpf (1997) entiende que los actores quedan básicamente caracterizados por i) sus orientaciones (percepciones y preferencias) y ii) sus capacidades. La complejidad del primero de estos rasgos, lleva a Scharpf a proponer su desagregación en una serie de componentes más fácilmente observables:
• La unidad de referencia. Con frecuencia, los individuos no actúan en su propio nombre sino en el de otras unidades más complejas (como la familia, la empresa en la que trabajan, el sindicato o el partido político al que están afiliados) con las cuales se identifica y desde cuya perspectiva se explica su actuación. La unidad de referencia de un individuo puede ser deducida a partir del rol que éste represente en un determinado entorno.
• Las preferencias del actor. Tienen que ver con lo que es su propio «interés» (consistente en preservar su autonomía y asegurar su supervivencia y crecimiento), sus «normas» (entendidas como patrones y criterios de conducta) y con su «identidad» (el conjunto de normas e intereses propios a partir de los cuales le identifican otros actores).
• Las orientaciones cognitivas. Se refieren a la percepción que el sujeto tiene de los «cursos de acción» por los que puede optar, de los resultados de dichos cursos de acción y del impacto que éstos tendrían en sus preferencias. El actor, cuya racionalidad es limitada, ni siquiera está en condiciones de conocer todos y cada uno de sus posibles «cursos de acción».
Según Scharpf (1997), el actor, para ser definido como tal, ha de tener también cierta capacidad de actuación estratégica. Ello implica, en el caso de los actores colectivos, que los individuos que los integran pretendan desarrollar una acción conjunta o lograr un objetivo común. Se requiere entonces que tengan «mapas cognitivos» (en el sentido de preferencias, visiones e interpretaciones del mundo) si no comunes, sí al menos convergentes (dimensión «cognitiva» de la capacidad).
Es imprescindible, igualmente, que sus miembros sean capaces de agregar sus preferencias a través de algún mecanismo para la resolución de conflictos internos,[13] es decir que algunos de ellos estén dispuestos a ceder en sus posiciones a cambio de lograr un beneficio común (dimensión «evaluativa» de la capacidad).
Más recientemente, Coole (2005) apuesta por una suerte de «agnosticismo ontológico» al insistir en la necesidad de identificar cuál es el abanico de capacidades o propiedades que tiene un actor, más que en la de proporcionar una definición clara y precisa del concepto. En otras palabras, la autora no considera que esas capacidades —capacidad o fuerza activa, «reflexividad» o capacidad de reflexión, motivación y libertad— entrañen ninguna presunción ontológica sobre qué o quién las posea.
Llegados a este punto, y partiendo del conjunto de aportaciones señaladas, podemos concluir en considerar como actor (colectivo) a aquella entidad i) cuyos miembros están integrados en torno a similares —o, al menos, convergentes— intereses, percepciones y creencias con respecto a un problema, ii) que cuenta con cierto grado de organización y recursos y con mecanismos para la resolución de conflictos internos, iii) que tiene los medios y la capacidad para decidir y/o actuar intencionada y estratégicamente para la consecución de un objetivo común como unidad suficientemente cohesionada,[14] lo que le identifica y diferencia frente al resto y iv) a la que, por tanto, se le puede atribuir alguna responsabilidad por sus decisiones y/o actuaciones. En otras palabras, un actor es una unidad de decisión–acción responsable.
LA IDENTIFICACIÓN DE LOS ACTORES COLECTIVOS
El simple hecho de que ciertos colectivos de perfiles desdibujados y escasamente formalizados, de que ciertos actores difusos sean identificables en la práctica,[15] nos sugiere ya la conveniencia de incorporarlos al análisis. Pero ello debe hacerse, como es lógico, con las debidas cautelas. La clave del problema parece residir, como sugiere Scharpf (1997), en su extremadamente variable grado de integración.
Sin embargo, creo que precisamente esa variabilidad nos permite advertir, siguiendo a este mismo autor, la existencia de dos grandes tipos de actores colectivos: los denominados actores nominales y los actores colectivos.
En el caso de los actores nominales, la integración sólo se da en el plano del análisis. Entre sus miembros no existe relación alguna: su único nexo de unión son las similitudes que el investigador les atribuye y que pueden no tener ninguna significación para sus miembros (Knorr–Cetina, 1982); sólo de ese modo es posible poder operar con ellos como si de una unidad se tratase. ¿Deben los analistas prescindir de estas metáforas? Desde nuestro punto de vista, esos actores (i. e. los electores, las mujeres, los jóvenes, etcétera), esas colectividades taxonómicas, como las denomina Harré (1981: 147), son meras ficciones pero ficciones útiles y, con frecuencia, la única oportunidad de que dispone el analista de abordar el estudio de ciertos fenómenos sociales. En muchas ocasiones, el término actor no se emplea sino como categoría de análisis y no siempre las categorías de análisis cuentan con un referente empírico inmediato.
Por el contrario, en los actores colectivos se da siempre algún grado de integración, por pequeño que sea y, por tanto, a ellos cabría aplicar la definición propuesta en el apartado anterior. Esta categoría coincidiría parcialmente con las dos últimas subcategorías de actores compuestos de Scharpf (1997): los actores agregados, los actores colectivos y los actores corporativos.
La distinción entre estos tres tipos de actores compuestos que Scharpf (1997) identifica se basa en si la acción, el control de recursos, los objetivos y las decisiones de los miembros se definen de manera individual, colectiva o conjunta:[16]
• Los actores agregados son los que presentan un menor grado de integración. Cada uno de sus miembros persigue sus propios objetivos, decide y actúa individualmente y controla sus propios recursos. Esta categoría coincide con la de actores analíticos.
• Dentro de los actores colectivos se distinguen, a su vez, cuatro sub–categorías: las «coaliciones»[17] (en ellas, los objetivos se definen de manera individual y el control de los recursos permanece en manos de sus miembros); los «movimientos» (en los que persiste el control individual de los recursos por parte de sus miembros pero éstos persiguen un objetivo común); los «clubes» (donde el control sobre los recursos es colectivo aunque no exista un propósito común); y, finalmente, las «asociaciones» (en las cuales tanto el control sobre los recursos como la finalidad de la acción se definen en términos conjuntos).
• La denominación de actor corporativo es únicamente aplicable a las organizaciones de estructura jerárquica en las que los miembros, aunque no se impliquen activamente en la definición del curso de acción, tienen la posibilidad de seleccionar y reemplazar a sus líderes. Pueden perseguir propósitos distintos de los que persigue la población a la que afectan o a la que se supone que sirven. Su grado de integración es máximo.
Al margen de cuál sea su grado de integración, resulta evidente que la identificación de un actor colectivo dependerá siempre del nivel de análisis —macro, meso o micro— que establezca el analista. Es decir, en determinado plano o ámbito de política el actor puede ser una institución y, en otro, la persona que está al frente de dicha institución.
ACTORES Y PROCESO DECISORIO
La definición de actor que he propuesto convierte las decisiones y/o actuaciones en un elemento de obligada referencia en nuestro análisis.[18] Soy consciente de que la complejidad de los fenómenos sociales y políticos (rara vez) puede explicarse a partir de un único factor; no obstante, no creo arriesgado identificar aquellos factores que, inicialmente, parecen tener una mayor influencia en la conformación de las decisiones y/o actuaciones de los actores.[19]
Evidentemente, no cabe ningún a priori en este sentido: sólo a través del análisis empírico se podrá determinar cuál o cuáles de esos factores tienen, en la práctica, un mayor peso sobre el comportamiento del actor.[20]
Las decisiones de los actores dependen de la acción combinada de cinco factores o variables: i) la posición formal del actor, ii) sus intereses, iii) sus sistemas de creencias, iv) sus habilidades y v) el entorno de oportunidad en el que despliega su actuación.
La posición formal del actor es aquella que se deriva de su cargo en la organización (en el caso de los actores individuales) o del puesto que ocupa en el escenario o en el proceso de toma de decisiones (en el caso de los actores colectivos). Cabe esperar que cuanto mayor sea la responsabilidad del actor por razón de su cargo, mayor será su margen de maniobra. Sin embargo, el que el actor sepa aprovechar las ventajas que le reporta su cargo dependerá también, en buena medida, de la habilidad que sea capaz de desplegar.
En los sistemas de creencias[21] se agrupan los denominados paradigmas cognitivos —esto es, las asunciones causales sobre ciertos fenómenos que limitan las alternativas que los actores consideran eficaces o útiles— y los marcos normativos —creencias o valores— que restringen las opciones de actuación que los decisores barajan como aceptables y legítimas desde el punto de vista moral.
Bajo la denominación de intereses se incluyen las predisposiciones y expectativas que inducen a una persona a actuar y a hacerlo en un sentido determinado.[22]
La realidad política, lejos de fraguarse en escenarios eminentemente racionales e integrados en torno a unos objetivos comunes, está presidida por la diversidad de intereses. Cada actor lucha por hacer valer sus pretensiones y por obtener la mayor cuota posible de poder en sus transacciones.[23] Desde mi punto de vista, la disparidad de criterios y motivaciones, lejos de tener efectos disfuncionales, puede llegar a convertirse en un reto y en una oportunidad para el cambio.[24]
La diversidad preside no sólo las relaciones entre actores sino que se encuentra presente en el individuo mismo. En otras palabras, los individuos albergan también intereses contrapuestos: sus intereses personales pueden colisionar con lo que son sus metas profesionales. El sujeto, en función de la prioridad que en un momento dado tenga para él una determinada cuestión, decidirá cuál de sus intereses será el que oriente su actuación (Morgan, 1993).
Por habilidades se entiende el conjunto de capacidades (derivadas, en el caso de los actores individuales, de su formación académica, su experiencia profesional y su personalidad), que llevan a un actor a poner en práctica sus ideas de manera eficaz y exitosa.[25]
Las habilidades no se refieren sólo a la competencia para resolver problemas o para planificar actividades de manera estratégica, sino también a la aptitud que se demuestre en las relaciones con otros actores o a la destreza para hacer del entorno un escenario favorable a los intereses propios, aprovechando las oportunidades que le brinde y salvando las restricciones y obstáculos que le ofrezca. A priori, cuanto mayor sea el grado de integración que logre un actor colectivo en un momento dado, mayores serán sus posibilidades de alcanzar un resultado ventajoso.
El entorno de oportunidad[26] define y condiciona las posibilidades de actuación de los actores. En él tiene cabida una multiplicidad de factores —algunos perdurables en el tiempo, aunque no inmutables y otros fortuitos o accidentales— que van desde los apoyos con los que cuenta un actor o la posición que ocupan los demás actores hasta el «momento» político, económico o social.
ALGUNAS OBSERVACIONES FINALES Y DOS RESPUESTAS A SIBEON
Afortunadamente, como apunta Von Beyme, «las contradicciones de las teorías del actor no significan que no se pueda trabajar con este tosco concepto» (Beyme, 1994: 337). Partiendo de la revisión de la bibliografía existente, he pretendido reivindicar la utilidad y relevancia de dicho concepto (sin que ello signifique defender su primacía sobre la estructura), proponiendo para ello una definición operativa del mismo. Como es lógico, la aplicabilidad de tal definición ha de verificarse, necesariamente, mediante el análisis empírico.
Esta idea nos permite enlazar con uno de los (a nuestro juicio) puntos débiles de las magníficas argumentaciones de Sibeon. Es evidente, como este autor señala, que la utilización del término actor tiene consecuencias prácticas; pero también lo es que la primera de esas consecuencias es que el concepto y/o la categoría conceptual sirvan para el análisis científico (y éste no tiene por qué tener siempre una orientación práctica).
El problema de la definición acuñada por Sibeon reside, en última instancia, en la exigencia de que se pueda atribuir responsabilidad a un colectivo dado por el resultado de sus actuaciones. Porque ¿son o no son responsables los electores de un determinado país cuando ratifican o rechazan el Proyecto de Constitución para Europa? ¿Quiénes si no ellos han tomado la decisión, por más que sean un colectivo desagregado? Lo que sucede, en el caso de ciertos actores nominales, cuya integración, propiedades y características no tienen existencia al margen del plano analítico y no son por tanto exigibles en la práctica.[27]
BIBLIOGRAFÍA
Beyme, K. von (1994), Teoría política del siglo XX. De la modernidad a la posmodernidad. Madrid: Alianza. [ Links ]
Blau, P. M. (1963), The Dynamics of Bureaucracy. Chicago: The University of Chicago Press. [ Links ]
Buchanan, J. M. y G. Tullock (1962), The Calculus of Consent. Ann Arbor: University of Michigan Press. [ Links ]
Buchanan, J. M. y R. D. Tollison (eds.) (1972), Theory of Public Choice. Political Applications of Economics. Ann Arbor: University of Michigan Press. [ Links ]
Coole, D. (2005), «Rethinking Agency: A Phenomenological Approach to Embodiment and Agentic Capacities» en Political Studies, vol. 53, núm. 1, Sheffield: UK Political Science Association, pp. 124–142. [ Links ]
Chaqués, L. (2004), Redes de políticas públicas. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas. [ Links ]
Crozier, M. (1974), El fenómeno burocrático. Buenos Aires: Amorrortu. [ Links ]
Crozier, M. y E. Friedberg (1977), L’acteur et le système. París: Seuil. [ Links ]
Dahl, R. (1957), «The Concept of Power» en Behavioral Science, núm. 2, julio. Baltimore: Universidad de Michigan: Instituto de Investigación sobre Salud Mental, pp. 201–215. [ Links ]
Dye, T. R. (1987), Understanding Public Policy. Englewood Cliffs: Prentice Hall. [ Links ]
Giddens, A. (1979), Central Problems in Social Theory. Action, structure and contradiction in social analysis. Berkeley: University of California Press. [ Links ]
Harré, R. (1981), «Philosophical Aspects of the Micro–macro Problem» en K.C. Knorr–Cetina y A. V. Cicourel (eds.), Advances in Social Theory and Methodology: Towards an Integration of Micro– and Macro– Sociologies. Londres: Routledge. [ Links ]
Hay, C. (1997), «Estructura y actuación (agency)» en D. Marsh y G. Stoker (eds.), Teoría y métodos de la ciencia política. Madrid: Alianza. [ Links ]
––––––––––(2002), «Globalisation as a Problem of Political Analysis: Restoring Agents to a ‘Process without a Subject’ and Politics to a Logic of Economic Compulsion» en Cambridge Review of International Affairs, vol. 15, núm. 3. Brighton: Routledge, pp. 379–392. [ Links ]
Hindess, B. (1986), «Actors and social relations» en M. L. Wardell y S. P. Turner (eds.), Sociological Theory in Transition. Londres: Allen and Unwin. [ Links ]
Hirschman, A. O. (1967), Development Projects Observed. Washington: Brookings Institute. [ Links ]
Knorr–Cetina, K. (1982), «Scientific Communities or Transepistemic Arenas of Research? A Critique of Quasi–Economic Models of Science» en Social Studies of Science, vol. 12, núm. 1. Thousand Oaks, CA: Sage, pp. 101–130. [ Links ]
Lewis, P. A. (2002), «Agency, Structure and Causality in Political Science: A Comment on Sibeon» en Politics, vol. 22, núm. 1. Sheffield: UK Political Science Association / Blackwell, pp. 17–23. [ Links ]
Lindblom, Ch. E. (1959), «The Science of Muddling Through» en Public Administration Review, núm. 19. Washington: American Society of Public Administration / Blackwell, pp. 79–88. [ Links ]
––––––––––(1991), El proceso de elaboración de políticas públicas. Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública. [ Links ]
Losada, A. (2000), La política del mar. Políticas públicas y autonomía. El caso de la pesca gallega. Madrid: Istmo. [ Links ]
March, J. (1974), «For a Technology of Foolishness» en H. Leavitt et al., Organizations of the Future. Nueva York: Proeger Publishers. [ Links ]
Marsh, D. y M. Smith (2000), «Understanding Policy Networks: towards a Dialectical Approach» en Political Studies, vol. 48. Sheffield: UK Political Science Association, pp. 4–21. [ Links ]
Martinón Quintero, R. (2005), «Las ideas en las políticas públicas. El enfoque de las coaliciones promotoras, documentos de trabajo» en Política y Gestión, núm. 3. Universidad Carlos III de Madrid: Área de Ciencia Política y de la Administración. [ Links ]
Mayntz, R. (1998), «New challenges to Governance Theory» en European University Institute working papers RSC, núm. 50. [ Links ]
––––––––––(2001), «El Estado y la sociedad civil en la gobernanza moderna» en Revista del CLAD. Reforma y Democracia, núm. 21, Caracas: Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo, pp. 7–22. [ Links ]
Mayntz, R. y F. W. Scharpf (1995), Gesellschaftliche Selbstregulierung und politische Steuerung. Frankfurt/New York: Campus. [ Links ]
Menon, A. (2003), «Member Status and Internacional Institutions: Institutionalizing Intergovernmentalism in the European Union» en Comparative European Politics, vol. 1, núm. 2. Basingstoke, Hampshire: Palgrave McMillan, pp. 171–201. [ Links ]
Meny, Y. y J.–C. Thoenig (1992), Las políticas públicas. Barcelona: Ariel. [ Links ]
Morgan, G. (1993), «Intereses, conflictos y poder: las organizaciones como sistemas políticos» en Lecturas de teoría de la organización, vol. II, selección de textos de C. Ramió y X. Ballart. Madrid: Ministerio para las Administraciones Públicas / Boletín Oficial del Estado. [ Links ]
Mouzelis, N. (1991), Back to Sociological Theory: The Social Construction of Social Orders. Londres: McMillan. [ Links ]
Ostrom, V. (1977), «Some Problems in Doing Political Theory: A Response to Golembiewsky’s ‘Critique of Democratic Administration and Its Supporting Ideation’ » en The American Political Science Review, vol. 71, núm. 4. Washington: American Political Science Association, pp. 1508–1525. [ Links ]
Pease, B. (1992), «Challenging domination in social work education» en Issues in Social Work Education, vol. 11, núm. 2. Brighton: Routledge, pp. 14–31. [ Links ]
Perrow, C. N. (1990), Sociología de las organizaciones. Madrid: McGraw–Hill. [ Links ]
Pfeffer, J. (1981), Power in Organizations. Cambridge: Ballinger (traducción al castellano en 1993, El poder en las organizaciones: política e influencia en una empresa, Madrid: McGraw–Hill). [ Links ]
Pitkin, H. (1985), El concepto de representación. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. [ Links ]
Popper, K. (1987), La miseria del historicismo. Madrid: Alianza. [ Links ]
Ramió, C. (1999), Teoría de la organización y administración pública. Madrid: Tecnos. [ Links ]
Sabatier, P. A. y S. Hunter (1989), «The Incorporation of Casual Perceptions into Models of Elite Belief Systems» en The Western Political Quarterly, vol. 42, núm. 3. Salt Lake City, UT: Western Political Science Association, pp. 229–261. [ Links ]
Sabatier, P. A. y H. C. Jenkins–Smith (1999), «The Advocacy Coalition Framework: An Assessment» en P. A. Sabatier (ed.), Theories of Policy Process. Boulder, Co.: Westview Press. [ Links ]
Sartori, G. (1987), La política. Lógica y método en las Ciencias Sociales. México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]
––––––––––(2005), «¿Hacia dónde va la ciencia política»? en Revista Española de Ciencia Política, núm. 12. Madrid: Asociación Española de Ciencia Política / Marcial Pons Editores, pp. 9–13. [ Links ]
Scharpf, F. W. (1997), Games Real Actors Play. Actor–Centered Institutionalism in Policy Research. Boulder: Westview Press. [ Links ]
Sibeon, R. (1997), Contemporary Sociology and Policy Analysis: The New Sociology of Public Policy. Londres: Kogan Page and Tudor. [ Links ]
––––––––––(1999a), «Agency, Structure and Social Chance as Cross–disciplinary Concepts» en Politics, vol. 19, núm. 3. Sheffield: UK Political Science Association / Blackwell, pp. 139–144. [ Links ]
––––––––––(1999b), «Anti–reductionist Sociology» en Sociology, vol. 33, núm. 2. Cambidge: Cambidge University Press, pp. 317–334. [ Links ]
––––––––––(2003), «Governance, Politics and Diversity: Some Ontological, Epistemological and Practical Considerations», ponencia presentada en la 53ª Annual Conference of the Political Studies Association, Leicester, Gran Bretaña, 15–17 de abril. [ Links ]
Simon, H. A. (1957), Administrative Behavior: A Study of Decision–Making Process in Administrative Organization. New York: Free Press. [ Links ]
Stenmark, D. (2000–2001), «Leveraging Tacit Organizational Knowledge», Journal of Management Information Systems, vol. 17, núm. 3. Armond, NY: M. E. Sharpe, pp. 9–24. [ Links ]
Subirats, J. (1989), Análisis de políticas públicas y eficacia de la administración. Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública. [ Links ]
––––––––––(1990–1991), «La administración pública como problema. El análisis de políticas públicas como propuesta» en W AA., Políticas públicas y organización administrativa, número monográfico de Documentación Administrativa, 224–225. [ Links ]
Touraine, A. (1981), The Voice and the Eye: An Analysis of Social Movements. Cambridge: Cambridge University Press. [ Links ]
Wendt, A. (1999), Social Theory of International Politics. Cambridge: Cambridge University Press. [ Links ]
––––––––––(2004), «The State as Person in International Theory» en Review of International Studies, vol. 30, núm. 2, pp. 289–316. [ Links ]
Yukl, G. (1994), Leadership in Organizations. Englewood Cliffs: Prentice–Hall. [ Links ]
[1] Beyme (1994: 318–346). En este enfoque, la preocupación primordial gira en torno a los objetivos e intenciones del actor. En él se encuadrarían desde los estudios conductistas más ortodoxos hasta las denominadas por Beyme «teorías ingenuas de la acción», aquellas que conciben a los estados y a las instituciones como actores
[2] En el contexto español deben destacarse, sin embargo, los trabajos de Ramió (1999), Losada (2000) o Chaqués (2004) no sólo por el intento de precisar el significado del término actor sino también, en el caso de los primeros, por determinar las categorías potenciales de actores que intervienen en el diseño o implantación de un programa público
[3] Como recuerdan Dye (1987) y Subirats (1990–1991), el análisis de políticas públicas recupera la preocupación por los actores en detrimento de las estructuras. Esto es cierto incluso en aquellos enfoques —como el redes, el de coaliciones promotoras o el centrado en las «comunidades políticas» (policy community)—: en última instancia, las coaliciones promotoras, las redes o las comunidades políticas no son sino conjuntos —más o menos articulados— de actores.
[4] Para estos autores, los enfoques que priman uno de los dos elementos presentan serias limitaciones. La relación entre agencia y estructura es intrínsecamente dialéctica, esto es, de interdependencia, desde el momento en que los dos elementos se influyen mutuamente. Así, el impacto de las redes políticas —que es la pieza en torno a la cual gira su reflexión— no depende sólo de su estructura sino también de la actuación de los actores que en ellas participan.
[5] En tanto que constituye la base del diálogo científico (sin definiciones entenderse sería una tarea imposible), permite establecer los límites del concepto, de lo que puede y de lo que no debe ser incluido dentro de una categoría determinada. Las definiciones se convierten en el instrumento del que nos valemos para recabar datos (si nuestros conceptos están definidos de manera excesivamente laxa, terminaremos por considerar o recoger observaciones que no deberían ser recogidas) (Sartori, 2005: 12).
[6] En el sentido en que Sartori (1987: 67 ss) utiliza esta expresión, como aquella definición que reúne las características que se predican de un concepto.
[7] Los individuos también pueden y suelen albergar intereses contrapuestos, cuando no contradictorios, de manera que les resulta difícil elegir un curso de acción en lugar de otro.
[8] La cuestión se complica aún más bajo el fenómeno de la globalización, en el que coexisten «muchos tipos diferentes de estructuras y de procesos, esto es, de diferentes modos de governance». Esos «agregados heterogéneos, regímenes y organizaciones transnacionales, con sus límites con frecuencia indefinidos, sus ámbitos de pertenencia transversal y sus dependencias mutuas y sus conexiones unilaterales, forman en conjunto una estructura de tal complejidad que desafía todos nuestros esfuerzos analíticos» (Mayntz, 1998: 7).
[9] En un interesante artículo publicado en 2002, Hay recupera este debate en su análisis de la globalización e insiste en la necesidad de abandonar la concepción de este fenómeno como un «proceso sin sujeto».
[10] Según se recoge en el Diccionario de la Lengua Española, Real Academia de la Lengua, vigésimo segunda edición.
[11] Para ilustrar su argumento, este autor recurre a una cita de Pease: «el racismo es un problema ‘blanco’. Lo crean y mantienen los blancos y son ellos los que se benefician. Esa es la razón por la que deben asumir una total responsabilidad por ese problema» (Pease, 1992: 25; cit. por Sibeon, 2003: 6).
[12] En este enfoque, inicialmente propuesto por Mayntz y Scharpf (1995), los fenómenos sociales consideran el resultado de las interacciones entre actores —ya sean individuales, colectivos o corporativos— con intenciones y propósitos. Al propio tiempo, tanto las interacciones como sus resultados se estructuran y conforman a partir de las características de los contextos institucionales en los que se dan.
[13] Incluso aunque dicho mecanismo no se haga explícito.
[14] La capacidad de actuación unitaria del actor colectivo no es, sin embargo, algo permanente e inquebrantable. En ocasiones, la unidad de acción del actor colectivo puede debilitarse o ceder ante un problema específico, por la divergencia de opiniones o ante la capacidad de liderazgo de uno de sus miembros.
[15]Piénsese, por ejemplo, en la importancia que han llegado a tener los movimientos estudiantiles en ciertos momentos —la elaboración de la LODE o la LOGSE— y, más recientemente, los conflictos en ciertos barrios degradados en Francia o los actos espontáneos de protesta de miles de jóvenes en demanda de una vivienda digna registrados en diversas ciudades españolas en los últimos meses.
[16] Expondré únicamente los rasgos básicos de los subtipos de actores colectivos propuestos por este autor. La revisión crítica a partir de nuestra definición del término actor tendrá que ser objeto de un estudio específico.
[17] Las denominadas «coaliciones promotoras» son el eje central del enfoque del mismo nombre. Dichas coaliciones se definen como «los actores de una amplia variedad de instituciones que comparten las creencias del núcleo de política y que coordinan su comportamiento de diversas maneras» (Sabatier y Jenkins–Smith, 1999: 130; cit. por Martinón Quintero, 2005: 9).
[18] De nuevo, insisto en que esta afirmación no implica minimizar la relevancia que en ello tienen otros factores (cfr. supra).
[19] La ciencia política se ha dedicado extensamente a la cuestión de los procesos de toma de decisiones y el comportamiento de los actores. Para una revisión de los distintos enfoques, véanse Mèny y Thoenig (1992), Subirats (1989). Las propuestas racionalistas se hallan en las obras de Buchanan y Tullock (1962), Buchanan y Tollison (1972) y Ostrom (1977). Simon (1957), Dahl (1957), Crozier y Friedberg (1977), March (1974) o Hirschman (1967) ofrecen sugerentes críticas del modelo racional. La reflexión sobre el modelo incrementalista puede encontrarse en Lindblom (1959, 1991).
[20] Véase la revisión que, desde esta corriente, hace Lewis (2002).
[21] Tomo el término «sistema de creencias» del enfoque de las coaliciones promotoras. Véase, en especial, el artículo publicado por Sabatier y Hunter en 1989.
[22] Mi definición se basa parcialmente en la ofrecida por Morgan (1993: 129) y en la reflexión de Stenmark (2000–2001).
[23] Es esto lo que hace que la representación sea esencial en el ámbito político. Como señala Pitkin, éste es «la clase de contexto en el que se hace relevante la representación como actividad sustantiva. Pues la representación no es necesaria allí donde esperamos soluciones científicamente verdaderas, allí donde no están involucrados compromisos de valor, decisiones ni juicios […] Necesitamos la representación precisamente allí donde no nos contentamos con abandonar las cuestiones en manos del experto; podemos tener una representación sustantiva sólo allí donde el interés se vea implicado» (Pitkin, 1985: 236).
[24] Coincido, pues, con la visión del conflicto organizativo que se tiene desde la denominada corriente política o de poder y conflicto en las organizaciones. Véanse, a este respecto, Crozier (1974), Blau (1963) y, recientemente, Pfeffer (1981) y Perrow (1990).
[25] Esta definición toma como referencia la propuesta por Yukl (1994: 253).
[26] Mi concepto de entorno de oportunidad coincide, en parte, con las ideas de estructura y de oportunidad social de las que habla Sibeon (1999a).
[27] Agradezco las observaciones y sugerencias realizadas por los evaluadores anónimos de esta revista.