El fútbol o la guerra por otros medios.
Mundial Brasil 2014
M. A. Bastenier
29 JUN 2014
Si alguien dudaba de que el deporte, especialmente el fútbol de selecciones nacionales, es la continuación de la guerra por otros medios, ahí está el Mundial para probarlo.
De los 16 equipos clasificados para octavos de final, quedan 14: cinco latinoamericanos, cuatro de lengua española y religión todavía básicamente católica, Colombia, México, Costa Rica y Argentina; y uno lusófono, el organizador Brasil, en el que ha dibujado grandes jirones el protestantismo evangélico; seis europeos: un único representante de la latinidad mediterránea, Francia, de familiaridades lingüísticas con Bélgica y Suiza; dos centroeuropeos, Alemania y Holanda, con los que siempre hay que contar; y Grecia, el único país de Europa en el que la religión, ortodoxa constantinopolitana, es aun fuertemente oficial. Por último, tres pistoleros por libre. EEUU, solo representante de la lengua inglesa; y dos africanos, cuya única vinculación es el Islam, pero uno árabe, la afortunada Argelia, y el otro, el gigante nigeriano.
Pese a la existencia de un artefacto llamado Unión Europea –de la que solo está ausente la confederación helvética- los europeos no creo que vean razón alguna para preferir la victoria de Bélgica sobre Nigeria o viceversa. A Rajoy le habría venido bien meter a España en la disputa del título, pero Hollande no va a salir de la catástrofe en la que apacienta aunque Francia llegue lejos. Es en América Latina, donde unidad y división juegan un papel político de primer plano.
Es lugar común que Brasil necesita ganar ‘su’ Mundial. La calle acecha, solo temporalmente apaciguada, pero Dilma Rousseff, que tiene elecciones presidenciales en lontananza, ya se salvó por los pelos pasando de penalti por encima del esforzado Chile. Nadie dice que una derrota del combinado nacional deba costarle la elección a la presidenta, pero sí quitarle el sueño con la probable reanudación de la algarada callejera. Más de un 40% de brasileños siguen diciendo que la plata del Mundial habría estado mejor empleada en pan que en circo. Y un Brasil que fallara en su asalto al campeonato sufriría un golpe simbólico en sus sueños –posiblemente, en cualquier caso, irrealizables- de liderar América Latina. De inicio se le habían puesto bien las cosas porque ningún bolivariano (Ecuador, Bolivia y Venezuela) se clasificó para el torneo, con lo que tenía camino despejado de rivales políticos. Pero entre los que sí están figuran dos eximios representantes de la mayor amenaza económico-exterior para Brasil y su inoperante Mercosur, la Alianza del Pacífico, a la que pertenecen México y Colombia, y un tercero, Costa Rica está próximo a sumarse a ese bloque que mira al prometedor Pacífico de Asia. México, que ha anunciado su ‘regreso’ a América Latina, no entiende que deba subordinarse a más hegemonía que la propia; y Colombia es un caso de libro de cómo política y deporte juegan en la misma cancha.
El Gobierno del presidente Santos negocia en La Habana el fin de una guerra de 50 años, y un éxito en el Mundial, ¿por qué no, el triunfo absoluto?, impresionarían tanto a la ciudadanía como a los insurrectos de las FARC. La antigua guerrilla marxista y hoy narco-empresaria está siguiendo el torneo con la misma devoción que Juan Manuel Santos y su gabinete en pleno. La paz en la guerra y la victoria deportiva serían el broche de oro para que un presidente entrara en la historia con un pedigrí inigualable.
Y, finalmente, está la reiterada necesidad mundialista de Argentina, donde acaban de procesar por cohecho al vicepresidente Amado Boudou. Los males que aquejan a la presidenta Fernández son probablemente irresolubles por mucho fútbol que se les aplique, pero ya un régimen anti-democrático argentino lo que no es hoy el caso pudo respirar aliviado cuando rebañó un Mundial.
El deporte es la versión incruenta, pero dolorosa, de la política en su acepción más bélica. Ganar este torneo es un entorchado, una vitola de modernidad, de desarrollo, de aspiraciones más que emergentes; un marchamo de honor por el que compiten sobre todo Europa y América Latina, antiguos colonizadores y colonizados. Es toda una mayoría de edad política en el mundo.