El largo camino hacia el voto femenino
Carlos Cañas Dinarte
Durante los siglos de gobierno español, las vidas de las mujeres criollas, mestizas, indígenas y negras esclavas se desarrollaron entre el hogar, la iglesia, el hospital y la labranza.
Privadas de asistencia médica ginecológica y de acceso masivo a la educación elemental, salvo que se educaran mediante el sacrificio de su libertad al ingresar a alguno de los conventos de monjas de la región centroamericana, muchas de esas mujeres dependían de los hombres de su casa —padres, hermanos, esposos, cuñados— para escribir o leer documentos personales y judiciales.
Los hombres eran los únicos que poseían los rudimentos necesarios para leer, escribir y hablar “en Castilla”, el lenguaje importado por las tropas europeas de conquista y colonización.
Pese a ello, las leyes imperiales ibéricas cobraban tributo a las mujeres, por lo que les permitían realizar transacciones de fuertes sumas monetarias por tierras o por hatos de ganado, a la vez que les negaban derechos políticos como participar en las elecciones periódicas de autoridades municipales o de la intendencia.
Por estas y otras razones, no resulta extraño que las mujeres hayan tomado parte en muchos de los más importantes motines y alzamientos populares que hubo en la provincia sansalvadoreña y sonsonateca entre los siglos XVI y XVIII. Abrigaban la esperanza de que los cambios radicales les legaran una nueva sociedad que reconociera sus aspiraciones femeninas y les abrieran, de lleno, las puertas de la política, la educación y de la historia.
Aunque la participación política directa de las mujeres era casi nula en la Intendencia de San Salvador y en la Alcaldía Mayor de Sonsonate, la población femenina no se mantenía indiferente a los afanes por separarse de la corona española. Influidas por un fuerte sentido libertario, algunas “exaltadas mujeres” —como las definieron los informes judiciales de la época— tomaron parte en las acciones independentistas de noviembre y diciembre de 1811, realizadas en San Salvador, Metapán y Sensuntepeque.
Entre aquellas olvidadas mujeres destacan las metapanecas Juana de Dios Arriaga, Úrsula Guzmán, Gertrudis Lemus, Micaela Arbizú, Sebastiana Martínez, Manuela Marroquín, Patricia Recinos, Rosa Ruiz, María Isabel Fajardo, Luciana Vásquez, Juana Vásquez, Juliana Posada, Feliciana Ramírez, Petrona Miranda, Teresa Sánchez, Eusebia Josefa Molina y María Teresa Escobar, al igual que las santanecas Juana Ascencio, Dominga Fabia Juárez de Reina, Juana Evangelista, Inés Anselma Ascencio de Román, Cirila Regalado, Irene Aragón, Romana Abad Carranza, María Nieves Solórzano y Teodora Martín Quezada.
Estos grupos estuvieron encabezados por la viuda María Madrid y la joven Francisca de la Cruz López, quienes, tras ser capturadas y sometidas a largos interrogatorios y acusaciones de alta traición contra el imperio ibérico, fueron liberadas gracias al indulto promulgado el 3 de marzo de 1812.
Pero también hubo bajas en el sector libertario femenino. Así, María Feliciana de los Ángeles Miranda fue procesada y ejecutada, en público, en la plaza central de la ciudad de San Vicente de Austria y Lorenzana, a inicios de 1812. Hasta la fecha, es la única independentista salvadoreña que ha sido reconocida como prócer, mediante un decreto legislativo de noviembre de 1976.
Aparte de estas mujeres a las que la historia tradicional salvadoreña ha alejado del sitial de promotoras de la independencia centroamericana y fundadoras del Estado salvadoreño, a partir de 1814 otras mujeres sirvieron como defensoras judiciales de sus esposos, padres o hermanos, encarcelados en las ciudades de Guatemala y San Salvador, de las que los liberaron con éxito.
Este fue el caso de María Teresa Escobar, María Felipa de Aranzamendi y Aguilar, Ana Andrade Cañas y Manuela Antonia de Arce y Fagoaga.
Mujeres y feminismo
Durante buena parte del Siglo XIX, las salvadoreñas sólo tuvieron presencia en tres terrenos sociales.
El magisterio, la poesía y los campos de batalla fueron esos escenarios. Por esto, no es raro encontrar vagas referencias a mujeres connacionales que, en compañía de los soldados regulares, defendieron al país y a la ciudad de San Salvador en acciones bélicas contra el Imperio Mexicano del Septentrión (1822-1823) o contra las tropas guatemaltecas que invadieron y sitiaron a San Salvador, en 1863, para derrocar al general Gerardo Barrios.
Como el Siglo XIX estuvo marcado por las guerras centroamericanas y las revoluciones nacionales, tampoco resulta extraño que una de las primeras organizaciones de notable presencia femenina fuera la de la Cruz Roja Salvadoreña, fundada en 1885 y una de cuyas primeras acciones fue la de auxiliar a los heridos en la batalla de Chalchuapa de inicios de abril de ese año, librada contra las fuerzas invasoras guatemaltecas.
Después, los intereses organizativos femeninos se volcarán hacia la organización y edición de revistas literarias, como “Ramo de violetas”, publicada en 1890 en San Salvador, bajo la dirección de Rafaela Contreras (1869-1893), escritora que hizo suyo el nuevo lenguaje “azulino” propuesto por Rubén Darío, al grado tal que escribió muchos cuentos modernistas que, por décadas, fueron confundidos con los del escritor nicaragüense. En junio de 1889 se convirtió en la primera esposa del bardo.
Hacia el fin de esa centuria e inicios del Siglo XX, El Salvador contaba ya con algunos de los primeros clubes o asociaciones femeninas que trabajaban por la regeneración social de las mujeres y por obtener el derecho al voto.
Una de estas organizaciones fue el club feminista “Adela de Barrios”, establecido en la ciudad de Ahuachapán en momentos en que comenzaba a estremecerse la sociedad salvadoreña con la llegada de ideas femeninas sufragistas, las faldas cortas y los reducidos cortes de pelo. Eran corrientes que provenían de Europa y Norteamérica que pronto fueron condenadas por los sacerdotes desde sus púlpitos, que no tuvieron mucho éxito con las amenazas de excomunión.
¡A las calles!
En 1890, algunas salvadoreñas de espíritu combativo iniciaron un proceso que estaba llamado a causar una verdadera revolución legal en el país.
Se trataba de alcanzar el que fue denominado por la revista “La juventud salvadoreña”, como “el más importante y elemental de los derechos del ciudadano en la democracia moderna”: el sufragio o derecho al voto para todas las salvadoreñas, hasta entonces excluidas de las decisiones políticas del país.
Influidos por las ideas modernas vigentes en otras latitudes, esas mujeres y algunos intelectuales alabaron los inicios del proceso, que contaba con fuertes apoyos en la recepción de socias en la Academia de Ciencias y Bellas Artes de San Salvador (mayo de 1888) y en la graduación de la primera universitaria centroamericana, con el doctorado obtenido en septiembre de 1889 por la salvadoreña Antonia Navarro Huezo (1870-1891).
Para muchos de sus contemporáneos masculinos, esos esfuerzos fueron atrevidos, pioneros, abanderados o locos, según quien los interpretara.
Incluso, algunos llegaron a tildarlos de descabellados, cuando los diputados de tres países centroamericanos, reunidos en la capital hondureña, promulgaron la última Constitución Federal del Istmo, en septiembre de 1921. Allí, en letra muerta desde el inicio mismo de su redacción, quedó consignado el derecho al voto para las guatemaltecas, salvadoreñas y hondureñas.
Ciudadanía y sufragio
En San Salvador este logro fue celebrado con repique de campanas, misas solemnes de acción de gracias y otros eventos sociales.
Después de eso, el silencio electoral fue evidente.
Estimulada por aquella acción legal, el 19 de abril de 1922, una salvadoreña de ascendencia colombiana, María Solano Álvarez de Guillén Rivas, fundó la Sociedad Confraternidad de Señoras de la República de El Salvador, la que contó con el apoyo de la Liga de Mujeres Neoyorquinas.
En una de sus primeras marchas por el centro capitalino, realizada el día de Navidad para apoyar al candidato presidencial de la oposición, doctor Miguel Tomás Molina, la respuesta gubernamental fue de fuego y sangre: uniformadas de azul, veintidós de las participantes murieron acribilladas a tiros.
Sin embargo, el baño de sangre no detuvo los ímpetus y afanes de las organizaciones de mujeres sufragistas, pues el fin era lograr apoyo político para alcanzar el derecho al voto y el reconocimiento a su ciudadanía. Por entonces toda mujer nacida en suelo salvadoreño estaba privada de nacionalidad propia, por lo que al casarse con un extranjero adoptaba, de inmediato, la nacionalidad de su esposo.
Así lo denunció la escritora Alice Lardé de Venturino en una carta dirigida a su cuñado Salarrué, la cual le remitió desde Buenos Aires, en enero de 1928: “Amo a mi patria hasta el dolor. Amo a esta patria mía que me niega —por sus leyes arbitrarias y crueles—, a esta patria mía que me ha visto crecer, y que ha presenciado los terribles sacudimientos de amor y dolor con que me abrió los ojos a la Verdad, el Destino, y que, a pesar de todo esto, por sus leyes antipatrióticas, me niega el derecho de llamarme suya, de llamarme salvadoreña, que al casarme, por una cláusula que deben abolir cuanto antes, perdí o quieren que pierda y que yo, a pesar de todo esto, grito con más amor que nunca: ¡Soy salvadoreña! ¡Soy salvadoreña! Que mi grito tremendo llegue hasta el corazón de mi patria y al ser conmovido por él, griten los salvadoreños en mi nombre para que reformen la ley, aboliendo esta cláusula que hace perder a la mujer su derecho de nacionalidad patria”.
El sufragismo femenino internacional había cobrado presencia en países anglosajones y europeos, al grado tal que España había ya consignado el voto femenino en su legislación, a partir del primer día de octubre de 1931, gracias a las encendidas intervenciones hechas por la activista y diputada Clara Campoamor (1888-1972).
Cuatro años más tarde, en enero de 1935, las capitalinas Emma Aguilar, Nelly Hernández, Irene Chicas, Amanda Rodríguez, Paula Alvarenga, Juana Araujo, Dominga López y Elvira Vidal se convirtieron en las primeras salvadoreñas en ejercer el voto, aunque, por decisión del Dr. José Casimiro Chica, presidente de la junta electoral de San Salvador, sus papeletas les fueron tomadas en forma honoraria, pero sin que contaran para el escrutinio final, en franca violación al Artículo 180 de la Constitución de 1886 y a las listas de personas electoras del municipio capitalino.
Por la creciente presión social, el 5 de diciembre de 1938 la Asamblea Legislativa emitió una ley en la que reconoció que tenían derecho al voto las casadas mayores de 25 años, que presentaran su cédula de vecindad y su acta matrimonial, mientras que las solteras debían tener más de 21 años de edad y un título profesional o ser mayores de 30 años y poseedoras, al menos, del certificado de sexto grado de escolaridad. Así quedó consignado en la Constitución Política de 1939, aunque tuvo poca aplicación práctica.
Frente a la dictadura
Durante el régimen dictatorial de 1931 a 1944, algunas salvadoreñas se dedicaron al periodismo como profesión. Asimismo cultivaron las letras, las artes y las ciencias; algunas veces a través de medios de moda, como la radiodifusión.
Allí se consolidaron nombres de escritoras y sufragistas, como Lydia Valiente, María Loucel, Ana Rosa Ochoa, Claudia Lars, Lilian Serpas, Lavinia de Flores, Margarita de Nieva, Rosa América Herrera, Laura de Paz, Mercedes Maití de Luarca, Rosa Amelia Guzmán, Clara Luz Montalvo, Tránsito Huezo Córdova de Ramírez y Mercedes de Altamirano.
En sus programas de radio, estas mujeres abarcaban temas propios de su momento: discusiones en torno al sufragio femenino parcial, los derechos ciudadanos de las mujeres, la prostitución, la violencia intrafamiliar, la educación femenina formal e informal, el alcoholismo, la mortalidad infantil, la maternidad y paternidad irresponsables, la delincuencia organizada, el trabajo femenino y otros más.
Estas escritoras y periodistas, en su mayoría jóvenes, contaban con el apoyo del semanario capitalino “Azogue”, editado en febrero de 1938 con la misión de contribuir al mejoramiento social de la mujer salvadoreña, entendida “no sólo como mantenedora del hogar, sino como opinante y como fuerza social”, que se puso de manifiesto en las acciones cívico-militares de abril y mayo de 1944, cuando varios sectores del pueblo salvadoreño se organizaron y derrocaron la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez.
Tras superar muchos prejuicios, las mujeres que luchaban por el voto universal y los demás derechos femeninos contaron con poderosos aliados en los gremios obreros y en el ambiente prodemocrático creado en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Esto condujo a una toma colectiva de conciencia, en especial en organizaciones como la Juventud Democrática Salvadoreña (1941) y el Frente Democrático Femenino, cuyas acciones serían decisivas en la lucha antitotalitaria de abril y mayo de 1944, que condujo al derrocamiento del régimen martinista.
Pese a que, en septiembre de 1944, millares de mujeres marcharon por las calles de San Salvador para solicitar la puesta en marcha del voto irrestricto, el Poder Ejecutivo declaró que ese no era un tema de su competencia, sino de la Asamblea Legislativa. El voto universal aún tendría que esperar mejores momentos políticos.
Tras nuevas discusiones, en enero de 1946, el derecho y deber ciudadano al voto fue universalizado hasta que entró en vigencia la nueva Constitución política, promulgada en septiembre de 1950. Por entonces hacía ya varios meses que funcionaba la Liga Femenina Salvadoreña y estaba en circulación su fuerte órgano informativo titulado, “El heraldo femenino”, que fue fundado el 14 de julio de 1950. Sin embargo, el trabajo publicitario por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres en El Salvador fue realizado por la Liga desde 1947, mediante las páginas editoriales de periódicos como “El Diario de Hoy”, “La Tribuna” y “Tribuna Libre”.
Si bien es cierto que medio siglo más tarde ese panorama ha cambiado, aún falta mucho trabajo por hacer y muchos cambios por lograr para que la igualdad de derechos entre hombres y mujeres sea una realidad cotidiana en El Salvador. Y, para eso, el voto es una arma poderosa en manos de hombres y mujeres de cualquier credo, razón social o ideología política, porque es una de las más altas expresiones de su libertad y de su apoyo al ejercicio democrático que el sufragio representa.