El mandato sacrificial y la cultura política del comunismo chileno*
Manuel Loyola**
El golpe de Estado del 73 no sólo trajo el quiebre de miles de vidas, sino también el desbarajuste ideológico del conjunto de las fuerzas de la izquierda chilena. Todas estas, cual más cual menos, comenzaron diversos procesos de reflexión y replanteamientos en empresas que buscaban dar cuenta no solo del pasado y las causas de la derrota, sino también de las opciones futuras; no solo de lo hecho, sino por sobre todo de lo no hecho, de los errores, carencias y de cómo podría ser nuevamente viable una alternativa democrática y de cómo, en tal tránsito, podía engancharse una solución socialista para Chile, si es que aun ella pudiera tener vigencia teórica.
Como se sabe, una de estas vertientes de renovación fue la que expresó el Partido Comunista de Chile, en especial con lo que fue conocido como la elaboración y aplicación de la Política de la Rebelión Popular de Masas, a partir de 1980. Si esta renovación fue un cambio en la línea o de la línea política, en verdad es un tema que interesa poco a nuestros fines: lo que sí nos importa es que ella fue la oportunidad de ver reiterado el signo que estimo central de la cultura política de este Partido, esto es, el signo del mandato sacrificia1l, ahora, en una versión bastante más nítida y exigente de lo que había sido en el pasado de la organización.
Es muy probable que, del conjunto de la izquierda del país, haya sido en el PCCh donde con mayor intensidad y dramatismo se hayan experimentado los hechos y consecuencias del golpe y la necesidad de adoptar ostensiblemente nuevos métodos de lucha, no obstante las discrepancias y tensiones que esto produjo a nivel de su dirigencia superior. 1 La noción de mandato que aquí empleamos corresponde a la usual de orden o precepto que un superior cualquiera da a quienes tienen una posición inferior a él. En la tradición comunista, si bien se contemplan mecanismos de consulta que harían del mandato la expresión consensuada de un colectivo (la llamada “democracia partidaria”), la permanente disposición a que los términos de los acuerdos se haga a base de las propuestas ideopolíticas resueltas en instancias de dirección superiores, hacen que este mandato, en los hechos, se atenga más a esta definición que a lo que acuerde una figura de soberano (asamblea, pueblo, colectivo deliberante). Este aspecto es esencialmente difícil de realizar por una organización que por sus fines transformadores, es decir, de antagonismo con la condiciones de su presente – como lo es la situación del PC – tiende a ocupar métodos discrecionales antes que deliberativos, los que se hayan bastante acotados. Sobre esto, tengamos sólo presente que la fórmula del “centralismo democrático”, por lo general ha dejado sin opciones de tratamiento a las posiciones de minoría, enconándose no pocas frustraciones. Por último, un dato crucial y que aquí no abordaremos es el de la correspondencia prácticamente biunívoca que existe entre este mandato de la cultura comunista con el de la obediencia sacrificial, tal como ha sido señalado por algunos militantes actualmente activos.
Que así se haya expresado (que en el PCCh se haya experimentado devastadoramente el golpe) seguramente estuvo ligado a un dato esencial y de carácter eminentemente subjetivo: la enorme valoración que respecto de sí mismo se tenía (y aun se tiene) como tal vez la fuerza política que más había hecho – al menos desde los años 50 en adelante, en un comportamiento intachable y generoso – para labrar y sostener el proyecto de gobernabilidad de la izquierda chilena que, finalmente, cuajó en el gobierno de la Unidad Popular. Esto, siendo motivo de enorme orgullo para su militancia y dirigencia, no solo era resaltado respecto de las demás organizaciones de la izquierda, sino que, por sobre todo, era un orgullo que jugaba a favor de una cierta razón histórica que, aunque aparezca paradojal en sus términos, era tan inmanente como trascendente, tal como apreciaremos luego. De este modo, el mandato sacrificial que había dado frutos tan importantes como un gobierno popular en 1970, hechas las correcciones pertinentes debía ahora, diez años más tarde, retomar sus aspiraciones de triunfo, animando a la militancia con nuevos saberes y nuevas prácticas.
Como lo dijéramos, ante el panorama de destrucción y muerte que significó la irrupción y permanencia de la Dictadura, la perplejidad comunista fue total: “Qué vuelta a la nada, qué fin”, como dijera en una de sus canciones Pablo Milanés, y era cierto: ¿qué podía rescatarse de aquello, de todo ese pasado, de esa promesa, de lo que tanto había costado y que ahora se perdía irremediablemente?: poco, o demasiado poco. Costaba tanto asimilar lo ocurrido: la cotidianidad había sucumbido de un día para otro y no se tenía repuesto, todo era precario, inseguro, no había mucho de donde sostenerse ya que no solo la rutina era otra, sino que también la política era muy distinta: ahora era la fuerza persecutoria y criminal desembozada, sin miramientos, sin piedad, sin nada parecido a lo razonable: un trauma, una pesadilla, un drama que solo podía enfrentarse oponiéndole la fortaleza juramentada, el sacrificio y la entrega sincera no solo para capear el temporal represivo, sino, mejor aún, para terminar con el terror y dar paso a un gobierno, sino socialista, al menos lo más cercano posible a él. Así, todo estaba o debía estar unido en un solo movimiento con todas las soluciones de continuidad requeridas por la demanda de la lucha: la política se hizo fuerza o, mejor dicho, acumulación de fuerzas – estoy hablado del sentir militante aunque en la dirigencia tampoco fue tan distinto – pues, soportado el chaparrón de los años iníciales, la disposición era solo para la lucha, y el léxico de entonces lo acusó: ser militante pasó a ser una condición genérica, lo primordial ahora era ser combatiente. Es aquí donde se insertó o cobró pleno auge el sello subjetivo que marcó e impactó a tantos y a tantas: el sello del mandato sacrificial antifascista.
Pero si, de un lado, esta nueva versión del mandato tuvo mucho de restauración de lo se consideraba era la identidad, de llamado a la fidelidad y de convocatoria al heroísmo, de otra, no dejó de nutrirse también de innumerables críticas a lo que había sido la conducción previa, aquella que había protagonizado la derrota del 73: ahora sí y de una vez por todas, había que curarse de derechismo, de reformismo, de ilusión burguesa, de aquel pragmatismo que había llegado a desconocedor las leyes de la historia y de la revolución. En fin, segunda mitad de los años 70 y lentamente fue creciendo entre la militancia que yo conocí, más nueva que vieja, la idea de que si estábamos en el jota y aspirábamos a mantenernos en el partido era porque debíamos hacer lo que correspondía, algo que antes no se había hecho por irresponsabilidad y acomodo: la revolución o algo parecido a ella, y como de la Dictadura no esperábamos nada, esta revolución seguramente debía ser armada, por tanto, había que prepararse.
¿Qué pensaba o sentía el joven militante comunista de la segunda mitad de los 70 sobre esta nueva situación que se imponía?, y nos preguntamos por el militante y no por el partido en un sentido institucional donde, por lo común, a este tipo de interrogantes se le responde con el examen de los documentos de los equipos de dirección.
No disponemos aun de antecedentes amplios, diversos y sistematizados, sin embargo, de los que he logrado indagar (por lo común, expresiones verbales de la memoria de varios militantes y ex militantes), es posible sugerir algunas pistas que, puestas en contacto, nos permitirían disponer de algo parecido a lo que Raymond Williams llamó estructuras de sentimiento2.
Veamos algunos datos de los entrevistados3:
2 Los significados y valores tal como son vividos por una generación determinada en un período definido, constituyen para Williams una estructura de sentimiento: “Las estructuras de sentimiento no deberían ser ignoradas en el análisis histórico, en la medida en que, aun que representen formas emergentes o preemergentes, no necesitarían de una definición, una clasificación o una racionalización para ejercer presiones concretas y establecer límites efectivos sobre la experiencia y la acción”, ver Diego Chein: “Posiciones epistemológicas en las teorías social, cultural y literaria de Raymond Williams”, en http://www.sinc.sunysb.edu/Publish/hiper/num4/artic/chein.htm
3 Datos provenientes de entrevistas a 14 militantes de las JJCC, activos entre mediados de los 70 y mediados de los 80 (10 hombres y tres mujeres). Al preguntárseles por los medios que utilizaban para formarse políticamente, analizar y disponer de cierta opinión sobre la situación chilena y sus expectativas de mediano o largo plazo, mencionan una serie de medios o recursos a que echaban mano no sin cierta dificultad en la obtención de algunos de ellos.
En general todos acudían a recursos más inmediatos como eran escuchar noticieros de radios opositoras: radios Balmaceda y Chilena, que copan las preferencias hasta comienzos de los años 80 (especialmente la Radio Chilena, con los programas de Miguel Davagnino y Johnny Smith, por lo general de música folclórica de la NCCH y del Canto Nuevo); la lectura, más ocasional que regular, de revistas como HOY, APSI y Análisis; con más frecuencia leían el boletín de la V. de la Solidaridad. Con los primeros años de los 80, la lectura del Fortín Mapocho se tornó general para casi todos los entrevistados. Son escasas las alusiones a otros medios de acceso público, como podía ser el cine, donde muy pocos de mis entrevistados dicen haber asistido; los que sí lo hacía preferían el cine arte: Toesca, Santa Lucía y Normandie.
Al preguntarles sobre el arco de informaciones que de alguna manera les permitía fundamentar su decisión, es decir, una interrogante por los “consumos políticos” más expresamente militantes sobresale, en primer lugar, la sintonía de radio Moscú, la que era tenida como una muy estimable fuente de información y de obtención de orientación política, lo que llevaba a que fuese tarea permanente escucharla y comentar algo de sus noticias en las reuniones de células o bases. Además, las emisiones de esta radio significaba una suerte de tónico anímico para varios de mis entrevistados, una forma de sentirse acompañados y respaldados y, sin duda, las voces de sus locutores/as, sus espacios de comentarios (en particular, los de Volodia Teitelboim) y las músicas incidentales, aun los llenan de emoción al momento de rememorarlas.
Luego de la radio Moscú, otros medios requeridos fueron ciertas “lecturas clandestinas” que, en su conjunto, daban cuenta de insumos “preparatorios”, “aleccionadores” o “motivadores”. Así, consultados por las lecturas que más demanda tenían por su aporte formativo en la experiencia militante, aparecen citados títulos como La Madre, de Gorki; Así se templó el acero, de Nikolai Ostrovki; la novela del héroe ruso Chapáev, de Dimitri Furmánov, y, por sobre todo, el relato Reportaje al pie del patíbulo, del checo Julius Fusik es decir, novelas de vidas ejemplares y heroicas, de abnegación y entrega hasta el martirio, al igual que La Montaña es algo más que una inmensa estepa verde, del sandinista Omar Cabezas, también referida por varios de mis entrevistados (mujeres).
En segundo lugar, dentro estas lecturas formativas o propedéuticas, estaban algunos de los clásicos del marxismo-leninismo cuyos contenidos tuviesen más cercanía con las perspectivas de la lucha nacional, como lo eran: El Estado y la Revolución; Qué hacer y Escritos militares, de Lenin; El Manifiesto Comunista o La Comuna de París, de Marx y Engels; la Guerra de guerrillas, del Ché; La Insurrección armada, de A. Neuberg. También hubo menciones a novelas del espionaje soviético de la 2GM, como son La orquesta roja, o Dora informa.
A esta relación de “consumos culturales” y, más aun, del tipo de “recepción” y “representación” (Roger Chartier) que tales consumos importaron entre nuestros militantes consultados, se unió, con mayor o menor anticipación, toda la carga emocional que ya mencionamos sobre el golpe y sus dramáticas repercusiones para el imaginario partidario, suscitándose la estructura de sentimientos que hizo enteramente propicias las condiciones para el advenimiento del mandato sacrificial de la PRPM. Hasta aquí he hecho mención del mandato sacrificial como eje nocional que nos permite articular el relato, pero su valor no es solo de recurso literario general sino también, de categoría historiográfica para el estudio de la cultura política comunista. Aboquémonos a la explicación de esta categoría que deriva de una teorización previa. Nuestro planteamiento, esquemáticamente expuesto, es el siguiente: recurriendo a algunas categorías y nociones del pensamiento o filosofía crítica latinoamericana, diremos que la cultura política comunista en Chile, como toda cultura política históricamente consistente, ha dimanado de un núcleo mítico-ético4 que, de acuerdo a este par de términos, dispone tanto de una visión de mundo como de un anhelo de mundo.
La visión de mundo es una teodicea, una forma de dar cuenta del universo natural e histórico, de sus causas y fines (una filosofía de la naturaleza y de la historia); en tanto que el anhelo de mundo representa, básicamente, un a priori antropológico (A.A. Roig), una imagen del hombre como proyecto de realización (es decir, una filosofía política o social).
No obstante sus similitudes en el plano eminentemente teleológico (nociones que se rigen por fines), ambos no comparten una igualdad esencial u ontológica: si el primero es inmanente, esto es, que mantiene inalterada su condición pues responde más al campo dogmático que al histórico, el segundo es trascendente, esto es, que su naturaleza es inherente al despliegue entre las cosas o datos de la historia.
Ahora bien, que ambos factores se conformen en núcleo, es decir, se relacionen y se fundan no obstante esta relación no es necesariamente una fatalidad ( hay muchos casos en que este encuentro no se produce o se hace de un modo históricamente contradictorio), es porque entre ambos se ha llevado a cabo lo que M. Löwy ha llamado la afinidad electiva, a propósito del estudio que hiciera sobre el encuentro entre mesianismo judío y el utopismo socialista en personalidades intelectuales judeomarxistas de la Europa Central de las primeras décadas del siglo XX5.
Preguntémonos en este momento, ¿ Cuál ha sido el resultado más relevante de la afinidad electiva que se ha dado entre los componentes del núcleo cultural que nos ocupa?.
4 Tomamos la referencia de la filósofa argentina Dina Picotti. Sostiene que la noción de núcleo mítico-ético se refiere, en el ámbito de la filosofía de la cultura y de las ciencias humanas, a la concepción básica de la realidad y de la propia identidad que va configurando un pueblo como sujeto histórico y que se va relatando a través del lenguaje simbólico de los mitos. Se habla de “núcleo” por cuanto se trata de creencias y concepciones fundamentales desde las que se articula su lenguaje y su cultura; de “mítico”, dado que se juega en el ámbito originario del simbólico del mito, que guarda religación con la vida y con la totalidad; y de “ético”, por corresponder al nosotros comunitario el que configura el lenguaje y la cultura en la interrelación (ética) de recíproco reconocimiento del yo-tu-él. Véase de la autora, la voz “núcleo ético-mítico”, en Ricardo Salas (Coordinador), Pensamiento Crítico Latinoamericano. Conceptos Fundamentales, Ediciones UCSH, Santiago, Vol. 2, pp. 707-715
5 Dice Löwy: “Designamos por “afinidad electiva” un tipo muy particular de relación dialéctica que se establece entre dos configuraciones sociales o culturales, que no es reducible a la determinación causal directa o a la “influencia” en sentido tradicional. Se trata, a partir de una cierta analogía estructural, de un movimiento de convergencia, de atracción recíproca, de confluencia activa, de combinación capaz de llegar a la fusión” Michel Löwy Redención y Utopía. El judaísmo libertario en Europa Central, El Cielo por Asalto, Bs. Aires, 1997, p.9
Respondiendo a una consecuencia recurrente a este tipo de fenómenos, el resultado ha sido la materialización de lo que hemos llamado el mandato sacrificial, esto es, la generación, imposición y asunción al interior de la organización y su militancia, de objetivos sobredeterminates, a los que se debe servir, aportar y honrar de modo irrestricto, pues en ello se juega, por lo común, las condiciones de la lealtad o la traición a la causa, con un peso de sanción tan enorme en el casos de “fallas” o “debilidades” que, en numerosas oportunidades, tales “flaquezas” son padecidas por la militancia con todo el dolor o la vergüenza de la culpa. A mayor abundamiento, podemos incluso agregar que la nominación del mandato sacrificial en cuanto a su carácter rector de la política y actuaciones comunistas, radica en las características prometeicas o anticipatorias de futuro que el mismo provee en virtud de las estructuras ideáticas que lo fundamentan: idea de mundo e idea de hombre, de modo que las prácticas partidarias y militantes que le han dado vida, han estado completamente supeditadas a las demandas permanentes y emergentes definidas como los desafíos y tareas necesarias para modificar o terminar con los obstáculos que han impedido la realización de las promesas. En este sentido, este mandato ha resultado ser un dictado refractario o muy poco dado a todo quehacer o inquietud militante que, en materias orgánicas, intelectuales o creativas, no se perciban, por parte de quienes administran y custodian el mandato, como funcional o contribuyente a los objetivos prometeicos que, como se ha anunciado, están en buena medida ya definidos para el ejercicio militante. Habrán, como en todo orden de cosas, excepciones a esta regla, pero sólo son eso, alteraciones que no alcanzarán para desmentir el sentido general del modo de ser comunista. Esta impronta ha tenido consecuencias encontradas en la vida partidaria: de una parte, le ha granjeado al PC una imagen y hasta un prestigio público e interno de organización disciplinada, institucionalizada y seria, mientras que de otra, le ha significado también los costos de diversos quiebres, aislamientos y empobrecimientos. Llegado a este punto y de manera que nuestra tarea no se limite a una mera descripción de la cultura militante comunista, podemos preguntarnos ¿ es posible que el mandato sacrificial disponga de nuevos elementos racionales que le permitan contar con mayor flexibilidad procurando que los encierros ideológicos, si bien no podrían desaparecer, al menos se atenúen y no dañen de manera irreversible la adhesión militante y la actuación pública de la organización? o, ¿ es posible que esta predeterminación de la actuación militante – tan parecida a la predestinación protestante – esté hoy en condiciones de verse afectada a raíz de los impactos que significan los cambios culturales del presente?. Sin duda que cualquier respuesta afirmativa a este respecto, por muy moderada que ella sea, encontrará las resistencias de las cristalizaciones de poder que ella ha generado en la organización. Me parece que las eventuales respuestas a esto son muy necesarias a la luz de las difíciles situaciones por la ha atravesado la vida partidaria en las últimas décadas y en vistas a su propio futuro.
Desde luego, siendo el núcleo mítico-ético comunista un dato tan relevante para la propia identidad de la organización y para el cumplimiento de su rol en una sociedad y un tiempo que demandan cambios sustanciales en las condiciones de vida de la población, las modificaciones en el mandato sacrificial no pueden suponer su abandono sino su reforma en todo lo que sea pertinente a las actuales circunstancias, reformas que de ser plenamente incorporadas a la institucionalidad y cotidianidad partidistas, serán de enorme valor para su mayor madurez y gravitación social.
Contextualicemos nuestra inquietud trayendo a colación los avatares del mandato sacrificial en la historia del P. Comunista.
Los años anteriores a 1936 – año de creación del Frente Popular – son ricos en la demostración de la dinámica impositiva del mandato sacrificial: luego de un lustro (1922-26) de esfuerzos secularizadores del mismo (recordemos las dificultades experimentadas por el mismo Recabarren en este primer período y su confrontación con quienes consideró como jóvenes advenedizos en la dirección del recién creado Partido), la aparición de Ibáñez y su disciplinamiento estatalista, trajo consigo un cambio de giro en el mandato, apelándose a lo más esencial de la fe revolucionaria mediante las posturas que propiciaban el enfrentamiento de clase contra clase ante, lo que se estimaba, era el inminente colapso del capitalismo mundial. En esta ocasión (hablamos del período de los años 1927 hasta 1934), las pruebas del martirio y el sacrificio corrieron por cuenta de las relegaciones a Más Afuera, las muertes del profesor Anabalón o de Meza Bell, la sublevación de la marinería, en Talcahuano, el episodio de Lonquimay, en el Alto Bío Bío, o la Pascua trágica, de Copiapó.
Acabada la oleada del mandato sacrificial identitario – VII Congreso de la Internacional Comunista mediante – éste volverá a un contenido que favorecerá lo modernizante y lo hará de un modo tan elocuente y avasallador que sus actuaciones no tardaron en generar cuestionamientos entre no pocos militantes (tengamos en mente las críticas al Browderismo y el reemplazo de Contreras Labarca por Ricardo Fonseca, en la Secretaria General). Se trató, en este caso, de la yuxtaposición, dentro del mandato, de una renovada aparición identitaria que no se detuvo aquí pues no faltaron quienes, aprovechando una coyuntura que estimaron adecuada (la persecución anticomunista de González Videla), intentaron un paso más hacia posiciones “genuinamente revolucionarias”, buscando promover un nuevo giro partidario que asumiera el imperativo revolucionario de la clase: nos referimos a Reinoso, Cares, Palma y otros que, como ya sabemos, fracasaron en su propósito fundamental, siendo expulsados de la organización. Fueron contrarrestados a tiempo, al decir de Corvalán, aunque su asomo llevó a corregir con más prontitud las practicas del “derechismo” partidario, buscándose dotar al mandato no solo de un renovado brillo ideológico con los enunciados de la política de la Liberación Nacional, sino también, de un renovado esplendor secular, en los planos de la racionalidad de la ciencia social de la época. En efecto, el mandato, tras el asomo identitarista de Reinoso y los suyos, se vio notablemente favorecido y remozado con la adopción de la matriz teórica del desarrollismo cepaliano, en especial en sus versiones de los años 50 y 60, bastante más radicalizadas que las primeras propuestas de Prebisch de dos décadas antes, y a escasos metros de lo que pronto se conocería como el dependentismo, sin duda, el non plus ultra de la sociología y la economía marxistas latinoamericanas de entonces. Premunido de tal arsenal analítico, el mandato, más pragmático que identitario, arribó a un momento de enorme fortaleza que sintonizaba ampliamente con los tiempos y la militancia así lo asumió: más que nunca parecía que no solo la historia sino también el saber estaban de nuestro lado. Y más importante aun a nuestros propósitos: la afinidad electiva daba un fruto superior: la potente fusión entre sus factores, en tanto la promesa emancipadora estaba a punto de revelarse en un instante definitivo y definitorio: el proyecto de la Unidad Popular, el mismo que, una vez derrotado, modificaría de nuevo el contenido del mandato, determinando un curso histórico que, por sus resultados, pareciera se ha prolongado demasiado. ¿Qué podemos concluir de esta relación?. Probablemente son varias las conclusiones, sin embargo, hay una que me asalta como la más apropiada a las interrogante iniciales, a saber: es la lectura de la realidad mediatizada por los componentes estructurales de la cultura comunista la que determina el mandato. Pero este aserto, a fin de rescatarlo de lo obvio y darle operatividad, debe especificarse: es la lectura mediatizada, sí, pero en tal proceso, para forjar un producto inteligible, una determinada lógica de comprensión de la realidad y asunción de las obligaciones militantes, debe primar uno u otro factor estructural; de no ser así, de no primar ninguno o primar ambos simultáneamente, el mandato se neutraliza o diluye en su carga imperativa. De ahí que, como lo señaláramos en el párrafo anterior, ha habido en el mandato momentos más identitarios y momentos más seculares (o menos identitarios) en la práctica militante, y si ahora debemos responder a la pregunta por las posibilidades de reforma del mandato sacrificial, deberemos buscar una nueva síntesis entre los factores, una nueva afinidad electiva, donde el factor secular o la imagen del hombre, logre primar de manera adecuada al interior de la cultura comunista. Se trataría, entonces, de apelar a los recursos
identitarios a fin de secularizarlos, es decir, interpretarlos desde las circunstancias del presente, aminorando o eliminado sus ropajes icónicos y dogmáticos para que, en diálogo renovado con las dichas circunstancias, se imprima un nuevo sello al mandato.
Las preguntas que dejáramos dichas en páginas anteriores no podrán ser respondidas sino en el largo plazo y en los contextos propios de la vida del comunismo nacional, de suerte que no nos asiste ninguna misión especial al respecto. Cuando más, sólo nos atrevemos a proponer algunos ejercicios de diálogo que, por cierto, serán acogidos únicamente por quienes quieran hacerlo.
Esto lo señalo como método pero también como necesidad concreta ante el distanciamiento que se produjo entre los factores estructurales de esta cultura a partir de los años 80, a raíz de la primacía prácticamente total que expresó el factor inmanente por razones que en su momento, digamos, los 10 primeros años de la dictadura, resultaron del todo justificadas. De esta manera, reiterémoslo otra vez: ¿Cómo avanzar hacia la reforma del mandato y, en consecuencia, hacia su relegitimación a base de una nueva afinidad electiva tomando en cuenta que la realidad de hoy no es la misma de hace 50 años atrás?.
Una propuesta de diálogo es la siguiente: la reflexión sobre el “recabarrenismo”. Recabarren, como padre fundador del movimiento obrero y del PCCh, es una figura, como se diría hoy, “de culto” en la vida militante. Pero ¿ qué es o fue el recabarrenismo?
Se han escuchado últimamente, por ejemplo, en los valiosos trabajos de Rolando Álvarez, aluciones al recabarrenismo, pero ¿ qué es el recabarrenismo?: es sólo un recurso retórico?, ¿ se busca por medio de él valorar determinadas prácticas militantes que se perdieron? ¿ es asambleísmo, es obrerismo? ¿ es antiestatalismo o es, como lo insinúa Gabriel Salazar, una forma de antipartidismo?, etc. Se podrá decir que son todas estas cosas y otras más, con lo cual no creo que avancemos mucho: recabarrenismo así sería una pura e interminable adjetivación, una especie de constante referencia totémica.
Propongamos otra cosa: el recabarrerismo o la actuación pública de Recabarren, fue y bien puede ser rescatado ahora en este sentido, una forma concreta del a priori antropológico que dio cuenta de un cierto comunismo liberal o libertario. Empíricamente, la actuación de Recabaren fue una vastedad de iniciativas organizacionales, asociativas, cooperativas, periodísticas, empresariales, agitativas, electorales, intelectuales, educacionales, artísticas, gremiales, etc., que, siendo impulsadas en colaboraciones diversas, tuvieron el sello del “emprendimiento
particular”, no para el provecho lucrativo de unos pocos, sino para el beneficio de un “nosotros”, llámese este gremio, pueblo, clase o sociedad. Si en algo hemos de concordar con Salazar, es en el hecho que la modernización estatalista de los años 30 en adelante liquidó, en las prácticas políticas y militantes de la izquierda, el sentido más autonómico del emprendimiento de décadas anteriores. En adelante, y esto lo digo yo, este emprendimiento ya no sería comunista liberal o recabarriano, sino paraestatal y corporativo, férreamente controlado y regulado, no siempre por las entidades estatales, sino también por los panópticos partidistas, sindicales o estudiantiles.
No idealizaré la práctica política de la izquierda de antes de la década de los años 30, suponiendo que ella era un dechado de delicias democráticas; ni tampoco voy a satanizar la institucionalización estatalista de la misma, condenando por espurias la actuación de las organizaciones políticas y sindicales del mundo popular, tal como corrientemente se ha hecho en los últimos 20 años por cierta historiografía de izquierda de corte basista y movimientista. Si ahora traigo a discusión al recabarrenismo, es solo para poner en relieve un indicio, un rasgo, o una constatación en calidad de perspectiva y no me interesa si tal recabarrenismo se dio mucho o poco, si se dio siempre o de modo intermitente, o si fue la marca de gestión preponderante de los sectores del trabajo – modernos o tradicionales – de comienzos del siglo XX. Si fue una práctica habitual, bien, ello podría facilitar su reinstalación actual; si, en cambio, fue una forma aislada, bien también, pues, en este caso, debe importar más la calidad que la cantidad, en tanto lo que nos interesa es dar nueva fuerza al ideario emancipador en las condiciones históricas del presente. Creo que las condiciones para replantear un comunismo libertario están siendo cada vez propicias y esto no por un particular aliento interno, sino, como siempre ha ocurrido, por exigencias del contexto y por el total agotamiento del mandato sacrificial de los años 80.