El primer renovador en la guerrilla (1)
En 1975 las FPL vivieron una primavera de apertura y flexibilización. Ese florecimiento, que duró apenas seis meses, le imprimió un reimpulso estratégico a la organización y se extinguió abruptamente con la muerte en combate de Felipe Peña, un joven talentoso como ideólogo y valiente como jefe militar, nada dogmático ni sectario.
1 de Febrero de 2011 Geovani Galeas
En sus primeros años, las FPL eran una extensión refleja de las virtudes y los defectos de su fundador y máximo comandante, Cayetano Carpio. Sus combatientes eran tenaces, austeros, abnegados, dogmáticos y sectarios. Eran obreros o habían pasado por un duro proceso de proletarización en su estilo de vida y en su pensamiento.
Vivían en mesones de los barrios pobres, como si de aquellos primeros cristianos de las catacumbas se tratara, y como aquellos mismos practicaban un ritual disciplinario que tenía por centro el ideal proletario, cuya viva encarnación era Cayetano Carpio. Algo comenzó a cambiar cuando los fundadores fueron cayendo en combate. Los dirigentes que los relevaron eran maestros y estudiantes de clase media. Muchos de ellos ni siquiera conocían personalmente a Carpio, dada la compartimentación que imponía la clandestinidad.
Cuando la organización comenzó a crecer y consolidó su aparato militar, la complejidad de las operaciones requirió de una infraestructura acorde, por ejemplo una flotilla de automóviles no de lujo pero sí en perfectas condiciones, y no se podía vivir en mesones miserables y a la vez tener esos autos.
A finales de 1973 los guerrilleros se habían trasladado a residencias de clase media, y era preciso completar con ropa adecuada y otros recursos la cobertura. Ese solo hecho alteraba el estilo de vida de los militantes, y no en beneficio de la austeridad proletaria predicada obsesivamente por Carpio.
El aparato militar se había construido bajo la conducción y la vigilancia directa del viejo dirigente obrero; pero el instrumento armado, aun siendo el principal, era solo uno de los dos componentes estratégicos de la concepción original de las FPL. El otro instrumento era político: el frente de masas.
Los fundadores lo habían previsto, pero inicialmente se habían concentrado en la tarea militar. Cuando Felipe Peña se convirtió en el segundo al mando en las FPL, a finales de 1973, reactualizó la cuestión de la línea política, apoyado por la doctora Mélida Anaya Montes.
En ese momento el ERP también estaba forjando su propio frente de masas, que en 1974 se concretó en el Frente Amplio Popular Unificado. Felipe Peña estaba interesado en ese experimento, pero Carpio desconfiaba de los dirigentes del ERP por considerarlos socialcristianos pequeñoburgueses, no proletarios ni marxistas leninistas.
Sin embargo, Felipe Peña había sido amigo y compañero de estudios de dos dirigentes del ERP, Rafael Arce y Joaquín Villalobos, con quienes había militado en el socialcristianismo universitario, de modo que discutió con ellos la conveniencia de construir unidos el frente de masas. Ese acercamiento produjo la publicación de comunicados conjuntos y la posibilidad de cooperación política y militar entre ambas organizaciones.
Pero si aquella aproximación fue tolerada por Carpio en un primer momento, se rompió por su intransigencia ideológica. El ERP planteaba un frente amplio en el que cupieran todos los sectores, incluyendo empresarios y militares progresistas, y por tanto su bandera de lucha debía ser la democracia. Carpio argumentaba en cambio que la única alianza consecuente era la obrero-campesina, y que la meta explícita debía ser el establecimiento de la dictadura del proletariado.
El debate llegó a punto muerto, diluyéndose aquella primera intentona de unificar a la izquierda. Pero Felipe Peña y Mélida Anaya Montes continuaron elaborando e impulsando, al interior de las FPL, la estrategia para vincular la guerrilla clandestina al movimiento de masas que, justo por entonces, comenzaba a reactivarse en campos y ciudades.
El primer renovador en la guerrilla (2/3)
Los acercamientos entre el ERP y las FPL, en 1973 y 1974, para elaborar una estrategia conjunta de lucha de masas, se rompieron cuando Carpio rechazó el planteamiento de amplitud del ERP. Su propuesta era distinta: primero la vanguardia marxista leninista como garantía ideológica, después la alianza obrero campesina con hegemonía proletaria, y solo al final un frente que admitiría a los sectores democráticos y progresistas.
Estábamos convencidos de que en los esquemas de frentes amplios que se habían configurado con anterioridad, los trabajadores habían sido relegados en sus intereses por la sencilla razón de que no habían consolidado su propio campo de fuerzas, que la alianza revolucionaria no estaba bien articulada y fogueada y, por eso, otros sectores no revolucionarios a menudo se comían el mandado”, recuerda Gerson Martínez en el libro “Con la mirada en alto”.
Esa era la idea de Carpio, pero estaba basada en su experiencia en los años cuarenta y cincuenta, nada que ver con los nuevos liderazgos surgidos en su propia organización en los años setenta. Así lo confirma Gerson Martínez: “Era una línea marcada por los reveses de un pasado muy anterior, y que de cara al proceso que nosotros mismos estábamos contribuyendo a desencadenar, esa política y esa mentalidad se volvía estrecha y sectaria”.
En todo caso, Carpio y Felipe Peña siguieron discutiendo sobre la línea de masas. Entre ambos había una distancia no solo generacional (Carpio pasaba de los cincuenta años y Peña no llegaba aún a los veinticinco), sino también de estilo y pensamiento. Gerson Martínez describe así a Peña: Felipe descollaba como el principal jefe militar de las FPL, pero tenía algo especial: su irreverencia frente a los formalismos y a toda la liturgia dogmática que reinaba en la organización. En medio de aquella severidad de los colectivos, él ironizaba todas las solemnidades”. Lo contrario a Cayetano Carpio.
Por otra parte, el marxismo que Carpio había estudiado en Moscú, en los años cincuenta, era una simplificación superficial de hechos a la medida de la pequeña estatura intelectual de José Stalin, en tanto que Felipe Peña había estudiado un marxismo crítico actualizado por los filósofos europeos de los años sesenta, entre ellos Louis Althusser, Herbert Marcuse y Nikos Poulantzas.
La pureza ideológica propugnada por Carpio había hecho posible la mística combativa de los primeros dirigentes de las FPL, pero sectarizaba a la organización y obstaculizaba su crecimiento. Un detalle ilustra esa situación: aunque en el país todos eran católicos o evangélicos, no se podía ser cristiano y miembro de las FPL al mismo tiempo. En el libro citado Lorena Peña señala: “Yo dejé la religión porque según las FPL había que ser ateo. Te daban un librito de filosofía marxista que criticaba el idealismo y defendía el ateísmo científico.
De todos modos, el fraude electoral de 1972 y la toma militar de la Universidad Nacional ese mismo año, así como la agudización de la represión política en los años siguientes, generaron una creciente resistencia popular cada vez más y mejor organizada. El ERP captó a su favor el descontento social y en 1974 se adelantó en la conformación del frente de masas, el FAPU.
La salud de Carpio se resintió por esos días y Felipe Peña tomó el control de la organización. Luego de una serie de reuniones secretas con un grupo de jesuitas publicó la “Carta de las FPL a los cristianos, en la que, pese a las reservas de Carpio, afirmaba que no había contradicción entre la revolución y el cristianismo. Lo que el joven ideólogo había vislumbrado, en términos estratégicos, era el enorme filón que la ligazón con las populosas comunidades eclesiales de base le daría a las FPL.
El primer renovador en la guerrilla (y 3)
La discusión entre Cayetano Carpio y Felipe Peña era intensa, y al mismo tiempo que el primero se iba quedando sin argumentos consistentes, el segundo iba sumando apoyos internos. La salud de Carpio comenzó a resentirse a mediados de 1974, hasta que ya muy enfermo salió del país a finales de ese año. Felipe Peña se quedó a cargo de la organización y envió a muchos de sus cuadros clandestinos más experimentados al trabajo político abierto entre las masas.
Algunos sacerdotes y seminaristas jesuitas, con los que Peña se reunía en secreto, habían llegado a la conclusión de que el compromiso cristiano con los pobres pasaba por asumir no solo el acompañamiento espiritual, sino también por sumarse a la lucha revolucionaria para construir el reino de Dios en la tierra.
Esos religiosos habían desarrollado un intenso trabajo en la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños, FECCAS, y pusieron esa populosa organización al servicio de las FPL, a la cual se también se integraron ellos mismos. Eso, sumado al trabajo organizativo en el gremio magisterial, y en las asociaciones estudiantiles de secundaria y universitarias, marcaría el relanzamiento exitoso de las FPL.
Ese esfuerzo se vio aún más potenciado debido a un gravísimo problema interno ocurrido en el ERP en mayo de 1975: el asesinato de Roque Dalton bajo la infundada acusación de traición, y la consecuente división de esa organización, lo que dejó en el aire a su frentes de masas. Las FPL supieron pescar en río revuelto. Muy pronto un enorme contingente de maestros, estudiantes, campesinos y cristianos engrosaron sus filas.
Todo eso fue posible porque, en ausencia de Carpio, Felipe Peña desmontó la extrema rigidez ideológica de su organización. Así, el 6 de agosto de 1975 surgió el Bloque Popular Revolucionario, BPR, el poderoso frente de masas de las FPL. Pero Felipe Peña murió en combate diez días después.
Sin embargo, la cabeza del movimiento popular ya no sería Cayetano Carpio sino su segunda al mando: Mélida Anaya Montes y su equipo, que no eran obreros sino maestros y estudiantes de capas medias. Ellos tendrían la conducción directa de la red masiva. Pero Carpio mantendría el férreo control del pequeño aparato militar clandestino. Por alguna razón la incorporación del sector obrero a las FPL, nido y nudo de la revolución según Carpio, era raquítica en comparación con los otros sectores.
En el aparato militar, y particularmente en el círculo de los encargados de la seguridad interna de la organización, y de la seguridad personal de Carpio, casi todos habían mitificado la figura del viejo dirigente obrero y comunista, y se consideraban los guardianes de la moral proletaria, dispuestos a combatir hasta con odio implacable, según se decía literalmente, no solo al enemigo de clase sino también las desviaciones pequeñoburguesas que pudieran germinar dentro de la misma organización.
Felipe Peña había abierto la batalla entre los renovadores y los ortodoxos dentro de la izquierda revolucionaria salvadoreña. Ahí comenzó a gestarse el camino hacia una tragedia futura en las FPL, y hacia posteriores pugnas y cismas dentro del FMLN. Es un hecho que con la renovación impulsada por Felipe Peña, las FPL crecieron y ganaron mayor incidencia política y militar, pero también es un hecho que al mismo tiempo perdieron su sello distintivo de origen: su identidad de clase, proletaria, y su pureza ideológica.
La disyuntiva para los revolucionarios siempre ha sido entre crecer y avanzar por medio de alianzas amplias, que obligan a la flexibilización del programa, o sostener a toda costa la identidad y el odio de clase, preservando así la pureza ideológica aunque sea en la estrecha, oscura y asfixiante catacumba sectaria. Polvos de aquellos lodos vuelven a levantarse una y otra vez.
Cayetano Carpio rechazó cualquier alianza con los militares
TERCERA ENTREGA.
La pureza ideológica predicada por Carpio había fundado la mística proletaria de las FPL, pero también las sectarizaba y obstaculizaba su crecimiento. Por ejemplo, aunque en el país todo mundo era católico o evangélico, no se podía ser religioso y miembro de las FPL, sencillamente porque la ortodoxia marxista era atea y dictaminaba que “la religión es el opio del pueblo”.
El panadero Cayetano Carpio era física y espiritualmente parecido a un típico guerrillero vietnamita: bajito y menudo, fibroso, austero en palabras y gestos, paciente pero tenaz. Ingresó en 1945 a lo que quedaba del Partido Comunista, descabezado brutalmente en la matanza de 1932. Los pocos comunistas que no desertaron o huyeron del país, casi todos obreros y campesinos, vivían escondidos, y aún así lograron reagruparse.
Ese esfuerzo fue abnegado y plagado de reveses, pero poco a poco reorganizaron el PC y lograron atraer una nueva generación de militantes. Pero esto último generó otro problema. El mismo PC habló de ese punto en un documento oficial titulado “45 años de lucha revolucionaria”:
“En la generación de militantes llegados después de la masacre, se destacaba un grupo de universitarios e intelectuales con pretensiones teorizantes propias de su extracción social, que no ayudaron a los antiguos miembros obreros, campesinos y artesanos en el conocimiento de la teoría, sino que les reprochaban su poco dominio de la misma, culpándolos además de todos los reveses sufridos por el partido”.
En esas circunstancias, Carpio luchó y soportó con entereza admirable la persecución, la cárcel y la tortura. En 1953, precisamente al salir de prisión, fue enviado por sus camaradas a Moscú, donde estudió marxismo en la Escuela Superior de Cuadros del Partido Comunista de la Unión Soviética. Regresó en 1957 y se concentró en la organización del sector obrero, inyectando en los sindicatos una alta combatividad en las protestas y las huelgas que él encabezaba personalmente.
Él tenía la certeza de que la clase obrera no solo era la fuerza motriz de la revolución sino, también, la depositaria natural de los más altos valores humanos. Para él, la calidad de un revolucionario se medía por su nivel de proletarización. Esa convicción daba lugar a un permanente roce con los otros dirigentes del PC, casi todos intelectuales universitarios de clase media y aún de más alta alcurnia.
A pesar de eso, Carpio fue elegido como el número uno del PC en 1964. Desde esa posición intentó volcar a los comunistas hacia lucha armada, pero el resto de la dirigencia rechazó la idea. Su tesis fue derrotada en forma definitiva en 1969, entonces renunció al partido y se hundió en la clandestinidad.
En 1970, fundó las Fuerzas Populares de Liberación, FPL, con el apoyo de una decena de obreros que le eran incondicionales. Durante sus primeros años esa organización fue una extensión refleja de las virtudes y los defectos personales de su fundador y máximo líder. Sus militantes eran tenaces, austeros, abnegados, dogmáticos y sectarios.
Vivían en miserables cuartos de mesones en los barrios más pobres, casi a pan y agua, como si de aquellos primeros cristianos de las catacumbas se tratara, y practicaban un riguroso ritual disciplinario que tenía por centro el ideal obrero, cuya viva encarnación era precisamente Cayetano Carpio.
Pero algo comenzó a cambiar cuando esos primeros militantes fueron cayendo en combate. Quienes los relevaron eran en su mayoría maestros y estudiantes de clase media. Debido a la estricta compartimentación que la clandestinidad imponía, algunos de ellos ni siquiera conocían el rostro y el nombre verdadero del espectral y encapuchado comandante “Marcial”..
La creciente complejidad de las operaciones militares requería una logística y una infraestructura más sofisticadas: una red de casas de seguridad en insospechadas zonas exclusivas, autos y toda suerte de medios y recursos para simular un estilo de vida burgués, que enmascarara y facilitara la actividad guerrillera. Esos cambios fueron minando, poco a poco, la impecable austeridad proletaria.
Pero el aparato militar solo era uno de los dos componentes estratégicos de la concepción original de las FPL. El otro instrumento era político: la organización del frente de masas. Sin embargo, inicialmente los fundadores se habían concentrado en la implantación y el desarrollo de la guerrilla urbana.
En 1973, Felipe Peña se convirtió en el segundo al mando en la organización. Tenía 23 años y, al igual que su amigo y compañero de estudios Joaquín Villalobos, abandonó la facultad de economía casi a punto de graduarse. Se destacó muy pronto como jefe militar pero también era un ideólogo brillante, y se esforzó por reactualizar la cuestión de la línea política, apoyado por la doctora Mélida Anaya Montes, secretaria general del poderoso gremio magisterial y a la vez militante clandestina de las FPL.
El ERP también estaba impulsando su propia línea política. Felipe Peña Peña le planteó a Joaquín Villalobos la conveniencia de construir en común el frente de masas, pero Carpio no confiaba en los dirigentes del ERP. No los consideraba revolucionarios marxistas-leninistas, sino reformistas socialcristianos solo radicalizados coyunturalmente; en suma, intelectuales universitarios de clase media que no habían pasado por el crisol proletario de las fábricas y los sindicatos.
Lo paradójico es que ese era también el perfil de Felipe Peña. En todo caso, aquél acercamiento entre el ERP y las FPL, que produjo la publicación de un par de comunicados conjuntos, fue objetado por Carpio, que por entonces tenía 55 años de edad
Como he dicho, y como pude corrobarlo en las dos ocasiones que pude hablar un poco con él en 1981, Carpio era un hombre muy serio, severo y solemne. En cambio, según otro guerrillero de aquella primera época, Gerson Martínez, “Felipe Peña descollaba como el principal jefe militar de las FPL, pero era especial, irreverente ante los formalismos y toda la liturgia dogmática que reinaba en las FPL. En medio de aquella severidad, él ironizaba todas las solemnidades”, (“Con la mirada en alto, historia de las FPL”. Martha Harnecker, 19992).
Además, Cayetano Carpio se había formado en aquél marxismo soviético empobrecido y dogmatizado por José Stalin desde los años 30, mientras que Felipe Peña estudiaba un marxismo crítico actualizado por los filósofos europeos que signaron la rebelión estudiantil mundial de 1968: Louis Althusser, Georges Politzer, Herbert Marcuse y Nikos Poulantzas, entre otros.
La pureza ideológica predicada por Carpio había fundado la mística proletaria de las FPL, pero también las sectarizaba y obstaculizaba su crecimiento. Por ejemplo, aunque en el país todo mundo era católico o evangélico, no se podía ser religioso y miembro de las FPL, sencillamente porque la ortodoxia marxista era atea y dictaminaba que “la religión es el opio del pueblo”.
De cualquier forma, en el país se estaba generando un movimiento popular cada vez más y mejor organizado. El ERP captó a su favor el descontento social y en 1974 se adelantó en la conformación del Frente Amplio Popular Unificado, FAPU, su organización de masas.
Por esos días la salud de Carpio se resintió y Felipe Peña aprovechó el momento. Luego de una serie de reuniones secretas con un grupo de jesuitas de la UCA escribió y publicó la “Carta de las FPL a los cristianos”, en la que, pese a las reservas de su jefe, afirmaba que no había contradicción entre la revolución y el cristianismo. Lo que el joven ideólogo había vislumbrado, en términos estratégicos, era el enorme filón que las comunidades cristianas de base le darían a las FPL.
En la discusión sobre la línea política, Cayetano Carpio se iba quedando sin argumentos consistentes, en tanto que Felipe Peña sumaba apoyos internos. La salud del primero empeoró a mediados de 1974 y salió del país; el segundo quedó a cargo de la organización y sacó de su aparato militar a muchos de sus cuadros clandestinos más experimentados para enviarlos al trabajo político organizativo entre las masas.
Algunos sacerdotes y seminaristas, adeptos a la teología de la liberación, concluyeron entonces que el compromiso cristiano con los pobres también implicaba sumarse a la lucha revolucionaria “para construir el reino de Dios en la tierra”, pusieron al servicio de las FPL su gran influencia en las numerosas comunidades eclesiales de base, y ellos mismos se integraron a la guerrilla. Eso, más el intenso trabajo organizativo del equipo de Mélida Anaya Montes en las asociaciones magisteriales y estudiantiles, marcaría el relanzamiento exitoso de las FPL.
Además, en mayo de 1975 estalló la profunda crisis interna que dividió al ERP, lo que dejó en el aire a su organización de masas, el FAPU, y abortó su avanzado plan insurreccional, en el que ya estaba comprometido un sector de la oficialidad joven del ejército nacional. Felipe Peña supo pescar en río revuelto, y muy pronto un enorme contingente de trabajadores de la ciudad y del campo, maestros, estudiantes, cristianos y pobladores de tugurios engrosaron las filas de los simpatizantes de su organización.
Así, el 6 de agosto de 1975 surgió el Bloque Popular Revolucionario, BPR, el poderoso frente de político de masas de las FPL. Pero Felipe Peña murió en combate apenas diez días después.
Sin embargo, la cabeza efectiva del movimiento popular ya no sería Cayetano Carpio sino quien sucedió a Felipe Peña en la segunda jefatura de las FPL: la doctora Mélida Anaya Montes y su equipo, que no eran obreros sino maestros y estudiantes de clase media. Ellos tendrían la conducción directa de la red masiva. Pero Carpio mantendría el férreo control del pequeño aparato militar clandestino. Por alguna razón la incorporación del sector obrero a las FPL, nido y nudo de la revolución según Carpio, era raquítica en comparación con los otros sectores.
En el aparato militar, y particularmente en el círculo de los encargados de la seguridad interna de la organización, y de la seguridad personal de Carpio, casi todos habían mitificado la figura del viejo dirigente obrero y comunista, y se consideraban los guardianes de la moral proletaria, dispuestos a combatir “con odio implacable al enemigo de clase”, según se decía literalmente, pero también las desviaciones pequeñoburguesas que pudieran germinar dentro de la misma organización.
Felipe Peña había abierto la batalla entre los renovadores y los ortodoxos dentro de la izquierda revolucionaria salvadoreña. Y Ahí comenzó a gestarse el camino hacia una tragedia en las FPL, y hacia posteriores pugnas y cismas dentro del futuro FMLN. Es un hecho que con la renovación impulsada por Felipe Peña, las FPL crecieron y ganaron mayor incidencia política y militar, pero también es un hecho que al mismo tiempo perdieron su sello distintivo de origen: su identidad de clase, proletaria, y su pureza ideológica.
La disyuntiva para los revolucionarios siempre ha sido entre crecer y avanzar por medio de alianzas amplias, que obligan a la flexibilización del programa político, o sostener a toda costa la identidad y el odio de clase, preservando así la pureza ideológica aunque sea en la estrecha, oscura y asfixiante catacumba sectaria.
Con la muerte de Felipe Peña, y el retorno de Cayetano Carpio, la primavera de apertura y flexibilización de las FPL perdió su impulso inicial, pero dejo sembrada semillas profundas que germinarían más tarde.
Tres años después de la muerte en combate de Felipe Peña, ya en 1979, un par de meses antes del golpe de Estado, Cayetano Carpio, que cumplía 61 años, recibió en la clandestinidad a dos oficiales del ejército nacional que decían representar al Movimiento de la Juventud Militar, y buscaban una alianza con la guerrilla y otros sectores para terminar con la dictadura y abrir un ciclo democrático en el país.
Carpio les dijo que no era posible una alianza entre las FPL y los militares, que si ellos querían unirse a la revolución debían renunciar al ejército burgués, hacer méritos para poder integrarse a la guerrilla, en calidad de combatientes rasos, y desde ahí comenzaran a ganarse en la lucha la confianza del pueblo.
En el citado libro de Marta Harnecker, otro de los dirigentes de las FPL, Salvador Sánchez Cerén, dice lo siguiente: “Nosotros solo considerábamos revolucionarias a las fuerzas obreras y campesinas. Eso nos dificultó las relaciones con los intelectuales, los militares progresistas, a los que cuando se nos acercaban solo ofrecíamos una política de sometimiento a nuestra línea”.
Y es que Carpio no peleaba por una simple apertura democrática sino por una revolución anticapitalista, con la ideología. marxista-leninista y con la estrategia de la guerra popular prolongada, basada en la alianza obrero-campesina con hegemonía proletaria. En suma: imponer una dictadura del proletariado como fase de transición al socialismo.
Cuando el golpe de Estado se concretó, las FPL coincidieron con el ERP en que se trataba de una maniobra imperialista a la que había que combatir frontalmente.
Comentando
Traigan la cabeza de Geovani Galeas
Desde el punto de vista periodístico, el trabajo valía la pena. Pero con tanta herida sin cicatrizar, con tantas pasiones aún desatadas por todos lados, lo mejor era olvidarse del asunto. Eso dije yo.
Publicada 04 de noviembre 2004, El Diario de Hoy
Marvin Galeas *
El Diario de Hoy
marvingaleas@ yahoo.com.mx
Cuando Geovani, mi hermano, me pidió mi opinión sobre su proyecto de escribir un extenso reportaje sobre la vida de una de las personalidades más controvertidas de la historia del país, le dije que me parecía muy audaz de su parte. Pero también le advertí sobre el avispero que iba a alborotar. “Y las avispas pican”, le dije.
Su intención, me aclaró, no era la de hacer un riguroso análisis sobre el triste capítulo de la guerra y menos la de determinar culpabilidades o inocencias. Lo que quería era contar la historia de un líder político en torno al cual parece no haber medias tintas. O se le venera de manera casi religiosa o se le odia con saña. Lo cierto es que su influencia en la historia reciente del país es incuestionable.
Desde el punto de vista periodístico, el trabajo valía la pena. Pero con tanta herida sin cicatrizar, con tantas pasiones aún desatadas por todos lados, lo mejor era olvidarse del asunto. Eso dije yo.
Pero conozco bien a Geovani. De nada serviría mi consejo de hermano mayor: como la vez cuando siendo un niño de menos de 10 años se escapó, seducido por los trapecistas, con un circo que pasó por el pueblo, o como cuando casi mata de un susto a mi mamá apareciendo, pequeño, pecoso, pelirrojo y con lentes culo de botella, en pleno centro de la plaza de toros, cargándole los capotes, banderillas y espadines al torero mexicano Ramón Garza, durante las fiestas patronales en honor de la Virgen de Candelaria.
O como cuando, estando en cuarto grado, le escribió una muy apasionada y erótica carta de amor a Olguita Granados, una bella muchacha del bachillerato y estrella del equipo de softbol. O como cuando, siendo un adolescente, se escapó de manera definitiva de la casa de mi papá para dedicarse a escribir, juntarse con los poetas, vivir de cualquier cosa, mientras leía de un solo tirón las obras completas de Dostoievski, Sartre, Proudhon, Tolstoi, Jorge Luis Borges y Cortázar. O como cuando se metió con la guerrilla.
O como cuando, a mediados del conflicto, tronó con la guerrilla. De manera que el reportaje y sus consecuencias venían en camino.
Junto a la publicación del reportaje aparecieron las avispas, pero también las víboras. Las avispas picaban, porque les tocaron su panal. Algunas, por desacuerdos con lo que ciertas fuentes decían; otras, por simple ego, porque las mataba el hecho de no salir en las fotos. Las picadas de las avispas eran esperables y hasta comprensibles. Pero quienes hicieron acusaciones graves sin prueba alguna, destilaron veneno y pidieron la cabeza de mi hermano por semejante atrevimiento, fueron precisamente las víboras.
Aquellos que creen que la vida es un inmenso “colectivo de partido” del cual ellos son los responsables ideológicos. Allí está por ejemplo el “internacionalista proletario”, que se pasó la guerra en Alemania, Managua o México, como director de relaciones públicas de los comandantes guerrilleros, que se hacía pasar como corresponsal extranjero, para presentar historias de propaganda totalmente manipuladas. Ese mismo que al final de la guerra soñó con convertirse en el zar de las comunicaciones de izquierda y, por su ineptitud, terminó con más pena que gloria vendiendo guaro fino en una esquina de la ciudad.
Allí está el otro señor que pareciera estar poseído por un odio enfermizo hacia los Ga- leas. No pierde oportunidad para el ataque artero, el comentario corrosivo, la puñalada o más bien el picahielazo (verbal gracias a Dios). Un muchacho que bajo seudónimo produjo toda una película de homenaje a Salvador Cayetano Carpio, “el sanguinario comandante Marcial”. Pero, claro, “su” asesino era el más ético de todos.
Este señor que, sin pudor alguno, cobra cheques a la derecha, para escribir desde la izquierda, establece, porque le viene en gana, que al escribir el reportaje, Geovani está pagando un “favor”. ¿Qué pruebas tiene? Nada. Es la costumbre de escupir propaganda negra. Ni el internacionalista proletario ni el asesor oficial de cultura superaron nunca esa no tan lejana etapa de sus vidas. De los demás, los sesudos académicos, ni siquiera vale la pena decir nada… son tan inofensivos.
En mi paso por la izquierda conocí gente buena, solidaria. Personas convencidas de estar dando lo mejor de sí mismas por un hermoso ideal. Había otros, los más que vieron en la revolución una manera de vivir casi de gratis en el extranjero con la excusa del trabajo internacional, o de ser alguien respetable en un ambiente donde lo que se premiaba no era la inteligencia o el trabajo, sino el servilismo a los comandantes, o una forma de darle salida a grandes resentimientos sociales y retorceduras del espíritu.
Durante la guerra, eran los cuadros intermedios los responsables ideológicos del colectivo. Hoy, en la paz, viven medrando de las oenegés y encubren con una jerga de lenguaje justiciero y de protesta los terribles sentimientos de envidia y frustración que les carcomen el alma.
Precisamente, una de las causas de mi ruptura con la izquierda es esa actitud enfermiza y tan inexplicablemente rencorosa de muchos de sus militantes, que les lleva de manera tan fácil a privilegiar la calumnia y el insulto por encima de los argumentos.
*Columnista de El Diario de Hoy.