El texto ha sido originalmente escrito para el libro compilado por Laura Huertas y Fabián Villarraga, Ante la astucia del zorro. Estudios sobre hegemonía, cultura política y procesos de subjetivación en la teoría y en los casos. Extramuros Ediciones, La Plata, 2022.
Este capítulo se ha beneficiado de los comentarios y las críticas que le formularan Fabio Frosini, Candela de la Vega, Juan Dal Maso, y de las discusiones grupales realizadas, por un lado, por los integrantes del presente libro y, por otro lado, del programa de investigación «Hegemonía: cuestiones teóricas y metodológicas» de la Universidad Nacional de Quilmes. Claramente, solo he podido responder a parte de estas críticas e incorporar algunas de las sugerencias, por lo cual el texto es exclusiva responsabilidad mía.
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La fe en los conceptos sólidos, por un lado, y en la certeza de las cosas reales, por el otro, están en el origen de las posiciones antidialécticas más empedernidas. Fredric Jameson, Valencias de la dialéctica
Hay un interrogante en torno a los análisis políticos que hace tiempo me preocupa: ¿por qué, en las últimas décadas, existe un abandono de los enfoques clasistas, incluso por parte de los y las analistas «de izquierda»?
Pocos parecieran recordar la formulación de Karl Marx acerca de que, si «a primera vista» las disputas políticas, en la Francia de mediados del siglo XIX, parecían una lucha entre monárquicos y republicanos, entre la reacción y los «eternos derechos humanos», «examinando más de cerca la situación y los partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases…».[1]
Hay dos causas relativamente reconocidas de este «olvido»: la progresiva reducción de la incidencia directa de la pertenencia de clase sobre las conductas políticas, y la propia crisis del proyecto socialista, que hizo perder la fe en que la clase obrera fuera la clase dirigente de un proceso anticapitalista.[2] Sin embargo, considero que existe una tercera causa menos advertida:
la propia complejidad de la lucha por la hegemonía es la que dificulta leer la disputa política en términos de lucha de clases; dificultad que se ha agravado debido a un abandono de una perspectiva dialéctica.
En esta complicación para vincular hegemonía y clases inciden dos factores. Por un lado, la disputa por la hegemonía contiene un componente universalista y una discursividad retórica que, de manera intencional, tienden a no explicitar sus bases clasistas. Y, por otro lado, el escaso desarrollo de una sistemática teoría de la hegemonía genera un déficit conceptual para abordar la relación entre clase y disputas por la hegemonía.
En este trabajo defiendo la tesis de que la tensión entre hegemonía y clases no puede ser resuelta, sino que tiene que ser transitada en una serie de relaciones recursivas que se abordan en el último apartado de este texto y que siempre tienen que ser analizadas en su condición de históricamente situadas.
Dominación hegemónica y universalización
Toda dominación procura recubrirse de una ideología que la legitime e, incluso, la invisibilice como tal. De todos modos, en las sociedades clasistas anteriores al capitalismo tendía a existir una separación tan marcada entre las clases o estamentos — sin que hubiera igualdad legal entre estos últimos — que la coerción era el elemento central de la dominación.
Por el contrario, en el capitalismo, la igualdad legal teórica y las luchas populares fueron imponiendo formas de gobierno basadas en el sufragio universal. Esto significó un desafío a la dominación clasista, pues, como Marx señaló, se instala una contradicción entre la forma de gobierno republicano y la dominación burguesa: el sufragio universal «otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses».
En cambio, «a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder», poniendo «en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa».[3]
Hoy este peligro parece temporalmente conjurado, pues la burguesía supo desarrollar con éxito una forma de dominación basada en la hegemonía, donde la coerción pasó a un segundo plano frente a una lógica del consenso concretada en la elección periódica de los principales cargos políticos sobre la base del sufragio universal.[4]
Lo cual no implica que el recurso a la coerción esté ausente, sino que opera, en la esfera pública, solo ante la amenaza de cambio social y, en el plano de lo cotidiano, a través de una serie de micro-instancias que modelan lo correcto y lo deseable a partir de violencias legitimadas en los espacios laborales, domésticos o en cuanto al uso del espacio público (y, en general, también legalizadas o toleradas por las instancias judiciales).
En este marco republicano-representativo, la disputa por las posiciones gubernamentales y por la dirección ideológica de la sociedad no se da, como en el pasado, en los términos de una guerra entre estamentos, sino en los de una lucha entre partidos y fuerzas políticas que, por la propia dinámica de la lucha por la hegemonía, tenderá ineludiblemente a ocultar — o, al menos a moderar — su vínculo con las clases.
Gramsci deja en claro que, en la lucha por la hegemonía, resultan esenciales dos elementos: la operación de universalización y los partidos.[5]
Los intereses particulares de la clase dominante — o de la clase que procura serlo — tienen que ser presentados como los intereses generales del conjunto de la sociedad — o de la mayoría de ella — , es decir, como intereses de pretensión universal. Es de este modo que se eleva la lucha política del plano de lo corporativo — eminentemente defensivo — , al plano de la disputa por la hegemonía, por la dirección de la sociedad.
Dice Gramsci que, en este momento, «se alcanza la conciencia de que los propios intereses corporativos […] pueden y deben convertirse en intereses de otros grupos subordinados», para lo cual deben situarse en ese plano «universal», «creando así la hegemonía». Más específicamente, escribió:
«Esta es la fase más estrictamente política, que señala el tránsito neto de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, es la fase en la que las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha hasta que una sola de ellas o al menos una combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, situando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no en el plano corporativo sino en un plano ‘universal’, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados.»[6]
La cuestión de la universalización
En esta reescritura realizada en el Cuaderno 13, Gramsci agrega un vínculo más fuerte entre universalización y hegemonía que el que estaba en la versión del Cuaderno 4, cuando la relación era presentada a través de una mera yuxtaposición sintáctica.[7]
Además, las comillas que colocó en «universal» — que no estaban en la redacción del Cuaderno 4 — , pueden interpretarse en términos de que Gramsci quiso resaltar que no habla de «universal» en un sentido absoluto, sino en tanto construcción discursivo-ideológica.
Una construcción que será efectiva solo si logra ser considerada como verdadera por el conjunto de la sociedad, es decir, si se vuelve hegemónica.
Considero que es necesario analizar con más detalle esta cuestión de la «universalización» en los Cuadernos de la cárcel. Giuseppe Cacciatore, en la entrada «Universale» del Dizionario Gramsciano, distingue, en primer lugar, un significado filosófico que ubica en la vinculación entre: por un lado, la unidad económica y política y, por otro lado, la unidad intelectual y moral; cuestión desarrollada en los ya citados fragmentos de los Cuadernos 4 y 13.[8]
En segundo lugar, distingue otro plano de carácter ético y político presente en las asociaciones, pues todas ellas requieren de principios éticos de carácter universal, según analizó Gramsci en el Cuaderno 6, apartado 79. En tercer lugar, el concepto de «universal» aparece cuando aborda el método científico, planteando que solo estaría en la lógica formal y la matemática, que tendrían «la metodología más genérica y universal». [9]
En cuarto lugar, la universalidad se encuentra vinculada con la «libertad»: para Gramsci «solamente es libertad la que es ‘responsable’ o sea ‘universal’, en cuanto que se plantea como aspecto individual de una ‘libertad’ colectiva o de grupo, como expresión individual de una ley», o mejor dicho de una necesidad.[10] Y, un último uso del concepto lo encuentra Cacciatore cuando Gramsci define lo objetivo como lo «universal subjetivo», tal como lo desarrolla en los Cuadernos 8 y 11.
Considero que debemos incorporar otro significado no desarrollado por Cacciatore. En el Cuaderno 16, Gramsci se aboca nuevamente a la cuestión de lo necesario, a partir de una crítica al concepto de «naturaleza humana». Afirma que «un determinado tipo de civilización económica […] exige un determinado modo de vivir, determinadas reglas de conducta, un cierto hábito» y agrega que, por lo tanto,
«…en esta objetividad y necesidad histórica (que por lo demás no es obvia, sino que tiene necesidad de que se la reconozca críticamente y se la haga sustentable en forma completa y casi ‘capilar’) se puede basar la ‘universalidad’ del principio moral, más aún, nunca ha existido otra universalidad que no sea esta objetiva necesidad de la técnica civil, si bien interpretada con ideologías trascendentes o trascendentales y presentada en cada ocasión en la forma más eficaz históricamente para alcanzar el objetivo deseado.»[11]
Vemos así que se agrega cierta idea de «objetividad y necesidad» — en términos de requerimientos propios de un modo de producción — a la interpelación «universalista» de que debería aceptarse cierto «conformismo» para el desarrollo económico de una sociedad en un determinado momento.
Aquí emergen, al menos, tres tensiones en las que se articulan buena parte de las significaciones de «universalidad» presentes en Gramsci. En primer lugar, habría ciertos requerimientos que surgirían de los modos de producción, o de sus formas más específicas, como lo desarrolla en el Cuaderno 22, dedicado a Americanismo y Fordismo.
En este sentido, serían exigencias objetivas en un sentido estructural del término. Y esto se vincula con cierta objetividad del contenido universalista del proyecto que procura ser hegemónico: contiene un núcleo de verdad en su apelación a hacer progresar la sociedad; su «promesa» tiene que ser factible, viable.
Gramsci, no obstante, relativiza este objetivismo estructural. Por un lado, en el Cuaderno 11 ha planteado que «objetivo» es «universalmente compartido»,[12] y en el párrafo antes citado, vimos que la «objetividad y necesidad histórica» «no es obvia», sino construida (discursivamente).
Esta construcción de la necesidad histórica es producto de los «esfuerzos incesantes y perseverantes» de «las fuerzas políticas operantes». Así, la existencia de las «condiciones necesarias y suficientes» dependerá de las relaciones de fuerza, y no de cuestiones meramente económicas.
Son estas fuerzas antagónicas las que «tienden a demostrar […] que existen ya las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente…».[13] Como puede observarse en el conjunto del fragmento, esta demostración y «su verdad» se obtienen con el triunfo político que posibilita la construcción de una nueva realidad:
«Estos esfuerzos incesantes y perseverantes [de las fuerzas políticas que buscan la defensa de la estructura] (porque ninguna forma social querrá nunca confesar haber sido superada) forman el terreno de lo ‘ocasional’ sobre el cual se organizan las fuerzas antagónicas que tienden a demostrar (demostración que en último análisis solo se consigue y es ‘verdadera’ si se convierte en nueva realidad, si las fuerzas antagónicas triunfan, pero que inmediatamente se desarrolla en una serie de polémicas ideológicas, religiosas, filosóficas, políticas, jurídicas, etcétera, cuya concreción es evaluable por la medida en que resultan convincentes y transforman el alineamiento preexistente de las fuerzas sociales) que existen y a las condiciones necesarias y suficientes para que determinadas tareas puedan y por lo tanto deban ser resueltas históricamente (deban, porque todo incumplimiento del deber histórico aumenta el desorden necesario y prepara catástrofes más graves).».[14]
En segundo lugar, en cada coyuntura, el proyecto que se postula como hegemónico procurará presentarse como la encarnación de las necesidades generales o «universales» de la sociedad y, por lo tanto, como capaz de garantizar su desarrollo. En la medida en que la interpelación sea exitosa, y la gran mayoría de la sociedad la comparta, los postulados del proyecto devendrán «objetivos», en el sentido de «universalmente subjetivos» — más allá de que, en los márgenes de la opinión pública, haya grupos que los critiquen — .
Esta interpelación tendrá su costado más estructural, en el sentido de que determinados proyectos difícilmente puedan lograr el crecimiento económico y/o la inclusión de las mayorías, al menos, en algún tipo de participación de los beneficios de este crecimiento.
La hegemonía lograda, en esos casos, tendrá corta duración y es muy probable que sobrevenga algún tipo de crisis de hegemonía que, en tanto crisis orgánicas, de seguro dificultarán la consolidación del proyecto y la demostración de su «necesidad». Si bien encontramos varias referencias que indican que Gramsci está planteando la mayor parte de estas cuestiones en términos de la transición del capitalismo al socialismo, el papel de la universalización en relación con la necesidad histórica podría generalizarse a cambios de menor envergadura. Esto es posible de observar en su análisis de la relación entre americanismo y fordismo, y también en sus invocaciones de la capacidad de reconstitución de la hegemonía burguesa.
El siguiente fragmento, en el que Gramsci distingue la existencia de una mayor «crisis orgánica» en Inglaterra, en comparación con Alemania, puede interpretarse en este último sentido, vinculando este tipo de crisis con la incapacidad para volver a dar empleo a los desocupados:
«Puede decirse que la desocupación inglesa, aun siendo inferior numéricamente a la alemana, indica que el coeficiente ‘crisis orgánica’ es mayor en Inglaterra que en Alemania, donde por el contrario el coeficiente ‘crisis cíclica’ es más importante. O sea que, en la hipótesis de una recuperación ‘cíclica’, la absorción de la desocupación sería más fácil en Alemania que en Inglaterra.»[15]
Y, en tercer lugar, corresponde señalar la existencia de una recursividad entre consenso y viabilidad de un determinado proyecto y, por lo tanto, en su postulada «universalidad», pero también en su «verdadero» carácter de favorable para el conjunto de la sociedad.
Grados de consenso altos pueden generar adecuaciones en las subjetividades y el rechazo a los proyectos alternativos por parte de las mayorías; incluso, pueden reducirse bastante las resistencias corporativas, en un clima de resignación frente a la instalación del proyecto que, así, se tornaría fuertemente hegemónico.
De este modo, se reducirá la conflictividad social y, por lo tanto, aumentará la viabilidad del proyecto dominante y su capacidad para generar un crecimiento económico del conjunto de la sociedad. Esto es así pues la confianza en la viabilidad es recursiva.
En el caso de los proyectos capitalistas, porque la burguesía, si sintiera una clara certeza en la continuidad del mismo, efectuará las inversiones que garantizarán el crecimiento y se «demostrará» su necesidad histórica; por el contrario, en un clima de incertidumbre, no realizará las inversiones y quebrará la viabilidad del mismo.
En el caso de proyectos de transición al socialismo, solo la creencia en un futuro mejor y en su concreta capacidad de derrotar los intentos de restauración capitalista pueden conseguir concitar los esfuerzos, sacrificios y privaciones propias de estos períodos de transición.
Es necesario formular una aclaración: el desarrollo económico también puede consolidarse por la vía de períodos en los que predomine una fuerte coerción; etapas que han operado como momentos de afianzamiento de nuevos tipos de órdenes económicos — por dar solo dos ejemplos: la larga dictadura chilena y su imposición del modelo neoliberal, y el estalinismo como forma de consolidación del «socialismo real» — .
En algunos casos, la construcción de la hegemonía tiene lugar luego de esta consolidación coercitiva del modelo económico como su base de sustentación material.
En contraste con una relación armoniosa entre hegemonía y desarrollo, las situaciones de fuerte disputa entre proyectos tienden a debilitar estos efectos recursivos positivos: al proyecto dominante le cuesta «demostrar» su necesidad histórica, no hay «objetividad» en tanto creencias universalmente compartidas, tiende a crecer la conflictividad social y, por lo tanto, es difícil que se logre consolidar un proyecto hegemónico en una situación de «empate hegemónico», tal como conceptualizara Juan Carlos Portantiero la realidad argentina de los años sesenta,[16] pero que podría servir para describir también las disputas durante la última década.[17]
En síntesis, es posible vincular estos tres sentidos de la universalidad: como verdad epistemológica-cognoscitiva — «objetivo» como «universalmente subjetivo» — , como necesidad de un determinado proyecto para el desarrollo económico de una sociedad — y el despliegue de cierta capacidad de integración social — y como presentación político-discursiva de los intereses particulares como universales.
Sin embargo, más allá de ciertos límites estructurales a la universalidad como necesidad de un proyecto — y a las dificultades inherentes a estas cuestiones — ,[18] es posible observar que el centro de la argumentación gramsciana se ubica en la capacidad discursiva de universalizar los intereses particulares, e imponer cierta «objetividad» a través de la lucha político-ideológica.
Por lo tanto, en el resto del trabajo vamos a centrarnos en este plano de la «universalidad», sin por ello dejar de lado las anteriores reflexiones.
Por último, antes de abandonar este recorrido por la cuestión de la «universalidad», podemos explorar la posibilidad de conectar las cuestiones más generales que acabamos de considerar con el plano de lo universal presente en las asociaciones. Gramsci, en el apartado 12 del Cuaderno 16, luego de reflexionar sobre la cuestión de lo «artificial» y lo «convencional» en los fenómenos de masas, señala la centralidad del «problema de quién deberá decidir que una determinada conciencia moral es la que más corresponde a una determinada etapa de desarrollo de las fuerzas productivas».
Y responde negando que se pueda «crear un ‘papa’ especial o una oficina competente» para que tomen estas decisiones y que, por el contrario, «las fuerzas dirigentes nacerán por el hecho mismo de que el modo de pensar estará dirigido en este sentido realista y nacerán del mismo choque de los pareceres discordantes, sin ‘convencionalidad’ y ‘artificio’ sino ‘naturalmente’».[19]
Se observa aquí una defensa del debate democrático como base para la resolución de las diferencias al interior de las organizaciones populares.[20]
Una reflexión que puede vincularse con una crítica a las construcciones políticas autoritarias, donde predomine la «autoridad» versus la «universalidad», relacionadas, respectivamente, con la «dictadura (momento de la autoridad y del individuo)» y con la «hegemonía (momento de lo universal y de la libertad)», aunque no como «oposición de principio entre principado y república».[21]
Entonces, establece una relación entre hegemonía y universalidad en el plano de la construcción de las fuerzas políticas. En este sentido, podemos recuperar el significado de «universal» vinculado a las asociaciones que había detallado Cacciatore, pues Gramsci afirma que «no puede existir una asociación permanente y con capacidad de desarrollo que no se sostenga en determinados principios éticos» y que hay una tendencia «universal a la ética de grupo que debe ser concebida como capaz de convertirse en norma de conducta de toda la humanidad».
Desde allí, critica la idea de una «élite-aristocracia-vanguardia como […] una colectividad indistinta y caótica; en la que, por gracia de un misterioso espíritu santo o de otra misteriosa y metafísica deidad ignota, desciende la gracia de la inteligencia», aunque reconoce que «este modo de pensar es común», y «de ahí la falta de una democracia real, de una real voluntad colectiva nacional y por ello, en esta pasividad de los individuos, la necesidad de un despotismo más o menos larvado de la democracia».
En fin, vemos así cómo se vincula en Gramsci la democracia interna de las asociaciones políticas con la «filosofía de la praxis», con la idea de hegemonía y «universalidad». Lo cual nos conecta con la cuestión del partido, y el lugar que en el Cuaderno 13 le reserva en la lucha por la hegemonía.[22]
El papel de los partidos políticos y los proyectos
En el proceso de universalización, el papel de los partidos es imprescindible. Así, en el Cuaderno 3 Gramsci había escrito que «los partidos no son solamente una expresión mecánica y pasiva de las clases mismas, sino que reaccionan enérgicamente sobre ellas para desarrollarlas, consolidarlas, universalizarlas».[23]
Y, regresando al apartado 17 del Cuaderno 13, vemos que el segundo elemento ineludible que aparece en esta reescritura es el papel del partido en este pasaje al plano de la lucha por la hegemonía — que tampoco estaba en la versión del Cuaderno 4 — . Gramsci escribe ahora que «las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’, entran en confrontación y se declaran en lucha».[24]
En similar sentido, en el apartado 1 de este mismo Cuaderno 13 especifica que el partido moderno debe desarrollar esta lógica universalizante: «el partido político, [es] la primera célula en que se agrupan gérmenes de voluntad colectiva que tienden a hacerse universales y totales».[25]
En esta misma línea, que subraya la centralidad de los proyectos en la disputa por la hegemonía, Raúl Burgos ha planteado que el sujeto de la guerra de posiciones es un «sujeto-proyecto» que lucha por la hegemonía. Así, los sujetos que se constituyen en la lucha por la hegemonía, lo hacen «en torno de un proyecto y en curso de un proceso-proyecto.
En este sentido podríamos, parafraseando a Althusser, decir que los proyectos ‘interpelan a los grupos sociales y a los individuos constituyéndolos en sujetos’ (en el sentido de ‘atrayéndolos para el centro gravitatorio’) de un cierto proyecto». Y reafirma Burgos su idea sosteniendo que es por eso que para Gramsci «las grandes transformaciones sociales son obra de voluntades colectivas, preanuncio y al mismo tiempo realización de un bloque social intelectual y moral alma mater del nuevo bloque histórico (una nueva formación económico-social)».[26]
Surge así una primera dificultad para comprender, en términos de intereses de clase, las disputas por la hegemonía, pues estas se presentan como luchas entre partidos, proyectos y voluntades colectivas que, a su vez, se postulan como defensores de intereses universales (o cuasi-universales), y no como soporte de intereses corporativos de las clases.[27]
De modo que, en estas luchas por la hegemonía, las clases parecen perder protagonismo. Como lo sintetiza James Martin, en Gramsci «las clases son descentradas como agentes políticos concretos pero, sin embargo, son privilegiadas como actores históricos».[28]
Este fenómeno afecta a las clases en su propia capacidad de reconocimiento de las situaciones de dominación. En primer lugar, a las clases dominadas, que tienden a no percibir las situaciones de dominación como tales. Göran Therborn ha analizado de qué manera las interpelaciones ideológicas dominantes procuran, como objetivo primario, que no se tematice la propia existencia de relaciones de dominación; solo como segunda opción, si la dominación es percibida, procuran que sea valorada en forma positiva.[29]
Y, en segundo lugar, también a las clases dominantes — o que buscan serlo — se les complejiza la identificación de sus intereses al enredarse en las disputas por la hegemonía, pues exigen que moderen el contenido clasista de los proyectos políticos que promueven. Gramsci afirma que, para que esta operación hegemónica sea exitosa, los intereses de la clase dominante deben saber sofrenarse: «los intereses del grupo dominante prevalecen pero hasta cierto punto, o sea no hasta el burdo interés económico-corporativo».[30]
Como analizaremos más adelante, la evaluación de cuáles son sus intereses en el juego de relaciones de fuerzas de cada coyuntura es algo que tiene que ser interpretado, y aquí el papel de los intelectuales resultará clave, pero, al mismo tiempo, se desplegará en una relación compleja con las clases. Es decir, que los intereses actualizados de la clase, en cada coyuntura, implican ceder «hasta cierto punto» sus intereses más «burdos»; pero cuánto hay que ceder para lograr ser hegemónicos y en qué medida no se está cediendo de más, será siempre una cuestión de cómo se interpreta la relación de fuerzas, tanto en términos tácticos como estratégicos.
Podemos agregar que este «cierto punto» dependerá no solo de la fuerza propia, sino también de la capacidad de las clases antagónicas para disputar la hegemonía. Si esta facultad fuera elevada es probable que las clases dominantes — o las que procuran serlo — deban ceder muchos de sus intereses más inmediatos en pos de defender su propia situación de clase dominante — o la viabilidad de convertirse en tales — .
Esto es, tal vez, más fácil de observar en las «revoluciones pasivas» que, como había planteado Ernesto Laclau en Política e ideología en la teoría marxista, siempre conllevan un riesgo para la clase dominante que ensaya esta estrategia pues «cuando una clase dominante ha ido demasiado lejos en su absorción de contenidos del discurso ideológico de las clases dominadas, corre el riesgo de que una crisis disminuya su propia capacidad neutralizadora y de que las clases dominadas impongan su propio discurso articulador en el seno de los aparatos del Estado».[31]
En casos extremos puede resultar difícil identificar la centralidad de la defensa de los intereses de la clase dominante, pues podría parecer que se están concretando e, incluso, legitimando desde el poder estatal muchas de las demandas de las clases subalternas — aunque, en efecto, el objetivo de una «revolución pasiva» es que estos cambios sean realizados «desde arriba», y no «desde abajo» — .
Tal vez el ejemplo más notorio de esas situaciones que pueden ser percibidas como extravíos de los intereses de clases fueron los Estados de Bienestar de Europa occidental en la segunda posguerra. Para defender la sociedad capitalista ante una posible deriva de las masas hacia el comunismo, se realizaron muchas concesiones hacia la clase obrera, no solo en términos materiales, sino también en cuanto a que fueron sedimentando esas concesiones como derechos considerados legítimos.
La burguesía lo hizo hasta que le resultó intolerable y/o percibió que este peligro comunista se había disipado y pudo lanzar su ofensiva neoliberal, desmontando la mayor parte de estas concesiones y el propio consenso sobre su legitimidad.
Ahora bien, el mismo fenómeno histórico de estos Estados de Bienestar puede ser interpretado como un desvío por parte de la clase obrera, representada por los partidos socialistas o socialdemócratas que, para obtener, por vía democrática, la dirección política de la sociedad, tuvieron que hacer demasiadas concesiones hacia los intereses de las clases potencialmente aliadas o, incluso, de fracciones de la clase dominante para procurar dividir su unidad.[[32]]
De modo que, en las disputas por la hegemonía se extraviaron los originales objetivos anticapitalistas — que, al menos en teoría, postulaban los proyectos reformistas — cuando la posibilidad de conseguirlos era, tal vez, posible. A diferencia de la burguesía que sí pudo retomar la ofensiva con objetivos claros, vemos hoy que la mayoría de los partidos vinculados con la clase obrera europea ya no proponen, ni siquiera en el mediano plazo, iniciar procesos de transición hacia el socialismo.
En síntesis, puede que el proyecto que presenta los intereses de una clase como los intereses de toda la sociedad (o de su mayoría) acabe extraviando o relegando por demás el núcleo de los intereses de esa clase. Cabe, incluso, la posibilidad de que la operación de universalización de las propuestas termine desdibujando por completo los objetivos originales de partidos y proyectos que buscaban defender los intereses de una determinada clase.[[33]]
Pero estas serán siempre apreciaciones relativas, basadas en el análisis de las correlaciones de fuerzas entre las clases que realice cada analista. No son datos «objetivos» incuestionables. Una clase que no sepa ceder sus intereses más «burdos», puede acabar socavando su propia hegemonía al empujar a casi todo el resto de la sociedad en su contra o, a la inversa, una clase que trata de disputar la hegemonía sin construir articulaciones con las clases potencialmente aliadas y sin dividir a la clase dominante, con seguridad se marginará de esta disputa.
Por lo tanto, el análisis de cuáles son estas correlaciones y de las distintas capacidades para modificarlas en cada coyuntura será clave para plantear cuál proyecto es el que mejor defiende los intereses de una clase. En este sentido, debe evitarse una lectura posibilista de las relaciones de fuerza que tiende a conceptualizarlas como estáticas.
Por el contrario, son relaciones que siempre son transformables a través de la lucha política e ideológica. Incluso aquellas relaciones que Gramsci ubica en el terreno de la «estructura» y que, en la coyuntura, resulta «una realidad rebelde» que «nadie puede modificar»,[[34]] pueden ser alteradas en el mediano plazo a través de políticas específicas.
El lugar y el problema de la retórica en la lucha por la hegemonía
Consideremos ahora el segundo elemento que agrega complejidad a la percepción del núcleo clasista de la hegemonía: la retórica. Laclau ha explicado de qué manera el uso de metáforas, metonimias y catacresis tiene un papel central en la construcción de hegemonía.[[35]] A ello podemos agregar también el empleo de los razonamientos retóricos.[[36]]
La retórica es el arte de la persuasión y se basa en la ambigüedad. Siempre hay un rétor que persuade y un auditorio que es persuadido pues no tiene claridad de cómo funcionan estas operaciones retóricas. Un elemento clave en estas operaciones es el uso de significantes ambiguos — «tendencialmente vacíos» diría Laclau — que poseen una gran capacidad interpelativa para así sumar una enorme diversidad de sectores sociales a un determinado proyecto político. Tal vez el más notable ha sido el significante «pueblo», eje de las construcciones populistas y con el cual el propio marxismo ha mantenido una compleja relación.[[37]]
Tanto los significantes tendencialmente vacíos, como también los razonamientos retóricos, por su inherente ambigüedad dificultan la correcta comprensión de lo que «describen» o «explican» en el plano retórico: no permiten ver con claridad las relaciones de dominación.[[38]] Si bien este es el objetivo por el cual se los emplea, estas dificultades afectan no solo a las clases que se quiere dominar, también aquejan a las propias clases sociales que tratan de ser dominantes — además de dificultar la interpretación — .
El problema, tanto para las clases dominantes, como para las que desafían esta dominación es el hacer uso de estas operaciones retóricas y de universalización — pues son inherentes a la lucha por la hegemonía — , sin caer en su propia trampa. Desarrollar su propia «poesía» (Marx) pero, al mismo tiempo, procurar un lenguaje que devele la dominación y permita trazar cursos de acción que se aproximen mejor a los intereses de la clase; es decir, controlar el repertorio semiótico en función de procurar un análisis científico de la realidad social.[[39]]
En este sentido, no podemos dejar de mencionar una tensión que surge a todo proyecto emancipatorio que intenta el camino de la disputa por la hegemonía: como en la presentación del proyecto resulta imprescindible el empleo de la universalización y de la retórica, siempre habrá una pérdida de claridad para los propios integrantes de la comunidad emancipatoria. De allí tiende a derivarse la centralidad del líder o la lideresa en la dinámica política populista, pues ellos sí pueden ocupar el papel del rétor único que persuade, con cierto grado de conciencia de las operaciones retóricas que realiza al configurar un «pueblo». Pero esta centralidad del líder se contradice con la propuesta de desarrollar la autoconsciencia y la emancipación de las clases subalternas.
La crítica de Laclau a la clase y al interés de clase, y la disolución del concepto de «dominación»
Hasta aquí hemos desarrollado dos componentes inherentes a las operaciones hegemónicas que tienden a restar claridad a los intereses de las clases, tanto para los dominados como para los dominadores. Sin embargo, no hemos abordado aún el propio concepto de «interés de clase». Sin él no es posible vincular las clases con la hegemonía. Ernesto Laclau, en su dura crítica al concepto de «interés de clase», arroja luces sobre dos cuestiones: el carácter imprescindible de su empleo, si se quiere mantener un vínculo entre clases sociales y hegemonía, y el componente teleológico o utópico intrínseco.
Laclau partió de una crítica al clasismo — entendido como corporativismo — como estrategia política, por considerarlo poco efectivo en la lucha por la hegemonía, para deslizarse luego hacia una impugnación total a presuponer la centralidad de la clase en la lucha política; al tiempo que, al formular esta crítica teórica, terminó en una posición en la que se desdibujó su anticapitalismo y, en última instancia, la propia idea de «dominación».
En 1977 afirmaba que las clases «en cuanto tales, no tienen ninguna forma de existencia necesaria a los niveles ideológico y político». Por lo tanto, «si la contradicción de clase es la contradicción dominante al nivel abstracto del modo de producción, la contradicción pueblo/bloque de poder es la contradicción dominante al nivel de la formación social».[[40]]
En su presentación en Morelia de 1980 sostuvo que no hay «identificación primaria de las clases al nivel de la base del que se derivan ‘intereses de clase’ claramente definidos».[[41]] Sin embargo, nunca desarrolló la posibilidad de que estos intereses pudieran ser precisados y así mantener la articulación entre clase e intereses de clase en la lucha por la hegemonía. Por el contrario, se volvió por completo contrario a la idea de «intereses de clase».
En Hegemonía y estrategia socialista, Laclau y Mouffe explicaron que solo la idea de «interés objetivo», pensado como «intereses históricos» — en su ejemplo, de la clase obrera en la instauración del socialismo — , podía permitir vincular el concepto de clases, en tanto posiciones sociales, con la idea de la clase como actor político.
Pues posibilitaría establecer un vínculo que no dependiera de la contingencia de la capacidad de los discursos para tener éxito en articular posición de clase y proyecto político. Pero Laclau y Mouffe descartaron por completo esta opción al afirmar que la noción de «interés objetivo» carece de todo basamento teórico, e incluso, de evidencia histórica.
Esta última, para ellos, se sostenía en la expectativa de un proceso de unificación, que no aconteció, de todos los sectores subalternos en torno a la clase obrera — por una pauperización y una proletarización generalizadas — . Por lo tanto, suponer que las clases tienen «intereses objetivos» e, indirectamente, pensar en las clases como sujetos políticos, poseería una inherente carga teleológica. En cambio, como las identidades sociales no están fijadas, no habría que colocar límites de clase en el análisis a la lógica de la constitución simbólica de lo social.[[42]]
En siguientes textos, Laclau aclaró que el sujeto de la hegemonía es un sujeto que no preexiste a las disputas discursivas, sino que es establecido dentro de los discursos y, por lo tanto, dependerá de estos. Entonces, la constitución de los sujetos en tanto que clases es solo una posibilidad histórica y no debería pensarse como un destino inexorable.[[43]] Se abre aquí toda la problemática que tiene la concepción del sujeto en Laclau y que ha sido abordada con agudeza por Martín Retamozo,[[44]] al diferenciar entre el proceso de construcción de un sujeto político — como agente — y la construcción de una subjetividad política — como colectivo de identificación — en el marco de una lucha hegemónica.
Quisiera plantear mi acuerdo con dos puntualizaciones de Laclau: (1) sin el concepto de «interés de clase» no es posible relacionar las posiciones de clase con la elaboración de propuestas políticas vinculadas con la lucha de clases, ni analizar la dinámica política en términos clasistas y (2) más allá de la connotación negativa de la palabra «teleológica», toda imputación de intereses, por fuera de lo que los integrantes de una clase social manifiestan positivamente, requiere siempre de un juicio basado en algún tipo de estimación acerca de los futuros posibles, sean de corto o largo plazo.
Pero como Laclau rechazó ambos componentes — el interés de clase y el componente prospectivo — terminó haciendo depender la existencia de las clases, en la arena política, de que sus integrantes realizasen un autoreconocimiento de su pertenencia a la «clase» y de que actuasen en el terreno político guiados por esta identidad.
Un problema derivado de esta argumentación es que no solo podría no haber clases incidiendo en el plano político, sino también que podría desaparecer la «dominación». Si un discurso se tornase fuertemente hegemónico, podría ocurrir que los sujetos dominados no se representasen a sí mismos como clase o, ni siquiera, como dominados y, por lo tanto, no fuera posible hablar ni de sectores dominados ni de dominación. Es cierto que nunca Laclau llegó a escribir esto en forma textual, pero resulta notorio el abandono del uso del concepto de «dominación» en sus escritos.
Considero que la base de los problemas de este planteo de Laclau no está en la excesiva centralidad que le otorga a lo discursivo — como la mayoría de los marxistas le criticaron — , sino en su renuncia a ubicarse en un plano crítico-especulativo. Su temor a caer en el teleologismo lo condujo a una posición positivista al reducir lo real a lo dado, en su caso, a lo enunciado.
La adhesión al programa foucaultiano de La arqueología del saber — más allá de algunas críticas — , lo lleva a pensar una hegemonía de formaciones discursivas sin sujetos o con sujetos que solo emergen dentro de estas mismas formaciones. No por casualidad Michel Foucault reconoce el perfil positivista de esta propuesta de análisis.[[45]]
Para salir de las aporías a las que nos conduce el planteo de Laclau, debemos profundizar en el reconocimiento de una postura epistemológica clara. Una postura que no implique regresar a un positivismo marxista que sostenga una identificación apriorística entre clase e ideología — que ya Lenin criticó en el ¿Qué hacer? — , pero que tampoco reduzca lo real a lo dado, en este caso, a lo discursivamente dado. Es decir, que realice una clara ruptura epistemológica con el positivismo, en cualquiera de sus versiones.
Ruptura epistemológica y propuesta crítico-especulativa
Un análisis crítico no puede limitarse a describir la realidad en los propios términos de los enunciados emitidos. Es decir, a considerar a la realidad social como equivalente a lo dicho. En este caso, la razón no cumpliría ningún papel en el proceso cognitivo y el efecto conservador de los estudios sociales quedaría epistemológicamente sancionado.
Retomando a Fredric Jameson,[[46]] creemos que la «esencia» de una realidad es una postulación del pensamiento especulativo y, en este sentido, nunca puede ser probada. El pensamiento especulativo es siempre un salto, una apuesta, en términos metafísicos o ideológicos.[[47]] En este sentido es que, en los siguientes apartados, formularemos una serie de postulados sobre las clases, sus luchas y sus intereses, que no pretenderán ser verificables.
Más en general, para escapar del positivismo se debe postular que en la propia realidad se encuentra en potencia una nueva realidad diferente en lo cualitativo, y es este el punto de apoyo de toda la crítica social — tal como hicieron los pensadores iluministas y los marxistas — .
Como lo sintetizó Irving Zeitlin, al establecer una clara oposición con el positivismo sociológico de mediados del siglo XIX, para Marx, en sintonía con la tradición del Iluminismo y de Hegel, «el dominio del ‘es’ siempre debe ser criticado y puesto en tela de juicio para revelar sus posibilidades intrínsecas. El orden fáctico existente es una negatividad transitoria que debe ser trascendida».[[48]]
Recupera así la operación básica del Iluminismo: someter a las instituciones «a una crítica implacable desde el punto de vista de la razón» y reclamar «un cambio en aquellas que la contrariaban» y que «impedían a los hombres realizar sus potencialidades».[[49]]
Por ello, cuando Laclau saluda el fin de la «dictadura racionalista del Iluminismo» pierde este espíritu crítico,[[50]] y le queda solo la toma de partido personal. Y es que, sin la creencia en algún tipo de imagen sobre una posible sociedad radicalmente alternativa, no es posible impulsar un proceso de cambio social y, ni siquiera, formular una crítica sustancial a la realidad presente.[[51]]
De modo que, «la capacidad de potenciar en una direccionalidad consiste en poder captar la dinámica constitutiva de una realidad, lo que significa el reconocimiento de opciones».[[52]] En la misma línea, Adrián Piva afirma que «identificar clase y lucha es también una apuesta política. Es empujar en el sentido de una posibilidad práctica, una intervención en la lucha por la definición del campo de confrontación social».[[53]]
Cabe aclarar que este conocimiento crítico no tiene que pensarse en términos de un reflejo de la realidad, sino como una construcción discursiva que procura dar cuenta del mejor modo posible de esa realidad. Un conocimiento perfectible y que es elaborado a partir de una metodología también criticable y mejorable y, en este sentido, se entronca con una perspectiva científica.
Al mismo tiempo, el conocimiento que surge de esta actitud crítica, en tanto impulso para la acción, tiene que ser considerado como «verdadero» por la militancia, pero también debe someterse a la corroboración de la praxis, que sirve de guía para el despliegue de lo potencial desde lo dado.[[54]] Esta cuestión posee aun más complejidad, pues, como lo analizó Gramsci, la propia lucha ideológica puede modificar lo que es considerado como «dado», como «verdadero» por las mayorías, tal como ya lo hemos analizado.
En contraste con esta reivindicación de lo especulativo y su articulación con la praxis, nos preocupa que la mayoría del marxismo académico actual procura ceñirse «a los datos». Una de las fórmulas encontradas ha sido reducir al marxismo a una sociología económica o a una sociología del trabajo; mientras que otra fórmula ha sido convertir a los estudios marxistas en estudios sobre la historia del marxismo como corriente de pensamiento. En consecuencia, brillan por su ausencia los debates en torno a la estrategia política.
El problema de la circularidad entre clase y formación de la clase, y la necesidad de adoptar un punto de partida que la evite
Las relaciones entre las clases están modeladas por la propia lucha de clases. Así, las modificaciones en la legislación o la disputa político-sindical cotidiana especifican la relación entre las clases — incluso, pueden abrir caminos de ascenso social que alteren las posiciones de clase en el plano intergeneracional — y, de modos más drásticos, también lo hacen las revoluciones sociales.
Pero no solo los planos legal y político alternan las relaciones de las clases, sino que, como lo analizara Louis Althusser,[[55]] las operaciones ideológicas deben conseguir la eficacia interpelativa al construir subjetividades que acepten las posiciones de clase dominadas, al menos en la cantidad suficiente para ocupar las posiciones imprescindibles para que el sistema siga funcionando y las clases dominantes puedan continuar usufructuando de él.
Pero el riesgo de comenzar el análisis en la confrontación político-ideológica entre las clases es el de caer en una problemática circularidad que requiere de la formación de la clase e, incluso, de su conciencia, para poder hablar de ella.[[56]] Si la clase se forma en procesos históricos de lucha, entonces, esta formación resulta contingente, como lo es toda lucha. De este modo, es posible que la clase no se constituya como tal y lleguemos a un lugar igual, o casi igual, al que arribó Ernesto Laclau.
El punto de nacimiento de esta circularidad ha sido, tal vez, una lectura particular del empleo que realiza Marx del concepto de clase en sus análisis políticos sobre la coyuntura francesa de mediados del siglo XIX. Así, en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Marx escribe que los campesinos «forman una clase», «en la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a estas de un modo hostil».[[57]] Pero, a la vez, plantea que como «existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase».[[58]]
Sin embargo, una simple lectura del conjunto de esta obra muestra que el hecho de que el campesinado no se había conformado como clase ni como comunidad de sentido, ni como organización política, no le impidió a Marx hacer un profuso análisis sobre el papel de esta clase en la dinámica política de esa coyuntura. Y lo mismo puede decirse sobre otras clases, ya que, a pesar del énfasis que muchos analistas colocaron sobre las dificultades del campesinado, observaciones similares pueden encontrarse sobre casi todas las demás clases en cuanto a las dificultades de construir su representación política.[[59]]
Es decir que, la no conformación de la clase en el plano político — lo cual, por otro lado, es siempre una cuestión de grados, más allá de la dicotomía que Marx había escrito en La miseria de la filosofía, donde distinguía una situación de clase «con respecto al capital», de la «constitución» en «clase para sí» — [[60]] no implica que la clase se encuentre ajena a relaciones de lucha con las otras clases. Por el contrario, es justo en estos procesos de lucha (política) que la clase se va constituyendo en clase para sí. Como lo plantea Erik Olin Wright, las clases y «la lucha de clases existen incluso cuando las clases están desorganizadas».[[61]]
Vamos, entonces, a proponer un primer postulado que permita romper con la circularidad y evite sus riesgos:
(1) es posible comenzar el análisis a partir de reconocer la presencia de clases sociales, en tanto posiciones en la división social del trabajo — que, de todos modos, son relaciones de clase; evitamos el término «relaciones» solo para darle más claridad a este punto de partida que excluye el plano más «político-subjetivo» que podría considerase presente en la idea de «relación» — .
Interpretamos que es en este sentido, de punto de arranque para el análisis, que Gramsci distingue un primer momento de las relaciones de fuerza: una «relación de fuerzas sociales estrechamente ligada a la estructura, objetiva, independiente de la voluntad de los hombres», «los agrupamientos sociales», «una realidad rebelde», pues «nadie puede modificar el número de las empresas y de sus empleados, el número de las ciudades con su correspondiente población urbana, etcétera».[[62]]
Estas afirmaciones tienen que ser comprendidas en términos de una propuesta para el análisis de coyuntura: Gramsci no negaría que es posible, en el mediano o largo plazo, desarrollar, por ejemplo, industrias y procesos de urbanización que modifiquen esta «realidad rebelde».
Esta elección de un punto de arranque del análisis en una determinada coyuntura es lo que permite romper con una circularidad que conduciría, de manera inexorable, a la posibilidad de que haya que abandonar el análisis clasista en los casos en los que las clases no estén «formadas» en el plano político-ideológico o, incluso, en el más básico, de la sociabilidad común.
Entonces, si bien es cierto lo que plantea Marcelo Gómez de que «son las clases con sus acciones las que establecen el ‘poder de mercado’ de algunos tipos de propiedad en vez de otros, sus distribuciones y límites»,[[63]] esto no convierte en «engañoso» el hecho de «deducir las clases de la propiedad», como él plantea. Pues, desde la perspectiva que proponemos — y que de forma indirecta y por momentos, Gómez emplea, por ejemplo, al escribir «son las clases» — , el punto de arranque del análisis se sitúa en la identificación de clases existentes en una determinada coyuntura.
Cabe aclarar que no existe un momento ex-ante de las luchas y las interpelaciones. La clase no preexiste a las mismas. Solo a modo de postulado es que escogemos un enfoque que parte de la existencia de las clases, en tanto posiciones de clase. Pero, estas clases se definen, incluso en tanto posiciones sociales, no en términos de una estratificación, sino a partir de su relación con otras clases sociales. Y estas relaciones están signadas por el poder. Entonces, podemos agregar un segundo postulado que propone que
(2) las clases se encuentran en distintos grados de tensión o lucha con las otras clases en pos de mantener, acrecentar o conquistar una posición de dominación.
Esta dominación, en el caso de las clases, es la condición de posibilidad que permite la explotación[[64]] o, en todo caso, transitar un proceso que procure su erradicación.[[65]] De este modo, con este postulado, obtenemos un fundamento que se ubica en un plano analítico previo a la lucha entre partidos o grupos ideológicos, y que permite terminar de eludir la circularidad a la que hacíamos referencia.
Es posible generalizar estos dos postulados e independizarlos del concepto de «clases sociales».
Todo análisis puede comenzar desde algún punto de partida que defina a los individuos que son sus unidades de análisis con cierta independencia de la constitución discursiva de los sujetos y de su grado de organización para la disputa por la hegemonía, y postular, desde allí, la existencia de situaciones de dominación — que pueden no tener como objetivo la explotación — .
Así sería posible realizar postulados similares para otras situaciones de dominación, como la de los hombres, los blancos, los europeos u occidentales, los «normales» y un largo etcétera. Esto no implica negar que es en las luchas discursivas donde se terminan de constituir, en formas mucho más específicas, esos sujetos hegemónicos.
Pero este tipo de postulados permiten mantener la idea básica de que la operación hegemónica es una operación de dominación. Solo desde esta perspectiva consideramos fructífero retomar de Laclau y Mouffe la propuesta de la centralidad de la «articulación» de distintas posiciones dominadas, con sus consiguientes demandas, para desarrollar las estrategias socialistas de disputa por la hegemonía,[[66]] así como analizar las «constelaciones hegemónicas» que consolidan las posiciones de los dominadores.[[67]]
Los intereses de clase y la lucha por la hegemonía
A estos dos primeros postulados, deberemos agregar la cuestión de los intereses de clase para poder conceptualizar la relación entre las clases y la hegemonía. Para ello formularemos un tercer postulado, vinculado al segundo a través de la cuestión del poder:
(3) las clases poseen «intereses de clase» en mantener o cambiar un determinado orden social.
Son esos «intereses de clase» los que permiten comprender por qué la clase dominante opera para perpetuar el orden social capitalista y realizar las modificaciones necesarias para adecuar o, incluso, profundizar su posición de dominio. Al mismo tiempo, la existencia de estos intereses posibilita postular que a las clases dominadas les conviene modificar esta realidad que las ubica como tales, es decir, acabar con el capitalismo.
Es por ello que las clases sociales constituyen el factor explicativo básico de la estabilidad de un modo de producción y las fracciones de clase en el interés por consolidar un determinado modelo de acumulación. Y es la lucha entre las clases sociales la que resuelve el predominio de un modo de producción y el tipo de sociedad que el mismo define; tal como Gramsci enfatiza al destacar la importancia del fragmento del «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política» donde Marx escribió que es en «las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma, ideológicas, dentro de las cuales los hombres cobran conciencia de este conflicto [contradicción entre las fuerzas productivas materiales y las relaciones de producción existentes] y lo dirimen».[[68]]
Estos «intereses de clase» son imputaciones realizadas por el o la analista. Como ha planteado Erik Olin Wright, los intereses de clase son hipótesis sobre los objetivos de las luchas que tendrían lugar «si los actores contaran con una comprensión científicamente correcta de sus situaciones».[[69]] En cierto sentido, se recupera así la idea de Georg Lukács de que la conciencia de clase sería «las ideas, los sentimientos, etcétera, que tendrían los hombres en una determinada situación vital si fueran capaces de captar completamente esa situación y los intereses resultantes de ella, tanto respecto de la acción inmediata cuanto respecto de la estructura de la entera sociedad, coherente con esos intereses; o sea: las ideas, etcétera, adecuadas a su situación objetiva».[[70]]
Y agrega unos renglones después, «la consciencia de clase es la reacción racionalmente adecuada que se atribuye de este modo a una determinada situación típica en el proceso de producción».[[71]]
Dejando de lado las claras reminiscencias weberianas de estas reflexiones, reparemos en algunas cuestiones que considero claves para nuestra argumentación. En primer lugar, Lukács no plantea que esa conciencia de clase exista, sino que es algo atribuido a la clase por el o la analista marxista. En segundo lugar, esta atribución es construida en términos tan ideales (de nuevo Weber) que solo podría funcionar como un horizonte inalcanzable.
Esto no lo dice Lukács tal cual, pero la complejidad de la lucha por la hegemonía, por sus componentes universalistas y retóricos, más la compleja relación entre intelectuales y clase (que abordaremos en el último apartado), hace que captar completamente una situación histórica, con sus múltiples determinaciones, de modo de tener clara conciencia de la situación «y de los intereses resultantes de ella», resulte imposible al menos de un modo inequívoco.
Por último, el significante «conciencia» da lugar a una serie de problemas vinculados con su casi ineludible sentido subjetivo que, por momentos, utiliza el propio Lukács a pesar de que para este plano proponía el concepto de «psicología de clase».[[72]]
Frente a estos problemas semánticos e, incluso, mecanicistas, vamos a dejar de lado el concepto de «conciencia de clase» y mantener solo el de «intereses de clase». De todos modos, como comentábamos, estos intereses son también imputados, contienen un elemento contrafáctico o utópico y, a la vez, son históricamente situados. Al respecto, José Aricó planteaba que para Lenin la conciencia de clase no estaba vinculada a la necesidad abstracta del socialismo (como en Kautsky), sino al conocimiento (científico) de la totalidad económico-social, en el sentido de la realidad concreta de una formación económico-social.[[73]]
Por otro lado, resulta clave diferenciar los intereses imputados a la clase de los intereses individuales que, como han señalado Przeworski[[74]] y Gómez, son altamente competitivos: «la sumatoria de intereses competitivos no da interés colectivo sino casi siempre todo lo contrario: los intereses colectivos suelen estar asociados a la suspensión o superación de los intereses competitivos y los intereses competitivos en general son poco compatibles con los intereses colectivos».[[75]]
Consideramos que, si bien los intereses de clase son imputaciones discursivas, de alguna manera son pasibles de verificación a posteriori, pero dentro de la complejidad de la lucha política entre las clases. De allí la importancia de los contra-fácticos para evitar permanecer solo en el plano de «lo dado», pero también para mensurar las reales posibilidades presentes en cada coyuntura.
El complejo entramado de relaciones de fuerza entre partidos y proyectos que disputan la hegemonía solo permite evaluar ex-post cuál de ellos era el que mejor defendía los intereses de una determinada clase. Es decir, solo luego del desarrollo de una determinada lucha política — y generando un corte temporal arbitrario — será posible observar qué proyecto beneficiaba más a cada clase, según la capacidad objetiva que poseía de triunfar. Y, en este sentido, se podría analizar qué analista tenía razón en las imputaciones de intereses que había realizado.
Estos «intereses de clase» operan en tres planos distinguibles desde lo analítico: el estructural, el coyuntural y el organizativo, que procura lograr la unidad de la clase; aunque, en la realidad, los tres se encuentran muy imbricados.
Las posibilidades de mantener, profundizar o cambiar radicalmente los modos de producción centrales en una sociedad se vincula con la situación política, ideológica, social y económica más coyuntural y también, con el plano de lo organizativo; es decir, depende de las capacidades de las clases para unificarse — y dividir a las otras clases — y para imponer en cada coyuntura sus intereses más inmediatos.
De todos modos, la relación entre estos tres tipos de intereses no es lineal. Si bien la unidad y la obtención de beneficios en el corto plazo pueden colaborar en afianzar la capacidad de la clase para luchar por el tipo de sociedad que más le conviene, también puede ocurrir lo contrario, por ejemplo, puede hacerla olvidar este objetivo estratégico. Esto obliga a pensar la articulación entre estos tres planos de los intereses de clase y, de ningún modo, dejar de lado unos en función de otros.
En fin, la imputación de intereses dependerá del análisis que se haga de las relaciones de fuerzas y de las posibilidades que tiene cada clase de avanzar en la concreción de estos intereses. Entonces, los intereses de las clases tienen que ser pensados y sopesados en términos relacionales y coyunturalmente situados. Pero no solo eso, sino que también tienen que ser formulados y compartidos por los integrantes de las clases. Cuestión que se complica por la propia dinámica de la disputa por la hegemonía, en la cual los dirigentes y los intelectuales de las clases tienden a no manifestar con transparencia sus intereses, incluso hacia el conjunto de su propia clase.
La complejidad de la construcción-reconocimiento de los intereses de clase en las disputas por la hegemonía
Tenemos ya un enfoque epistemológico y una serie de postulados básicos que nos permitirán adentrarnos en la complejidad de la relación entre clases y hegemonía. Al respecto, Gramsci procuró pensar la relación entre las clases y sus intereses sobre la base de un conjunto de conceptos: «buen sentido», «sentido de separación», «sentido común», «autoconsciencia», «hegemonía» e «intelectuales orgánicos», al tiempo que realizó una clara ampliación del concepto de «intelectual», al incluir dentro de ellos y ellas a todos quienes cumplen una «función intelectual», «personas ‘especializadas’ en la elaboración conceptual y filosófica», pero también en tanto «organizadores y dirigentes».[[76]]
Abrió, con esta batería conceptual, un camino para evitar el salto cuasi-metafísico entre la clase y la consciencia de sus intereses. Vamos a tratar de esbozar un sendero que las vincule con mayor sistematicidad a partir del desarrollo de cuestiones no siempre analizadas por Gramsci.
El malestar de los intelectuales
Para evaluar cuál proyecto político apoyar las clases cuentan, en primer lugar, con ciertas capacidades «instintivas» o de «buen sentido» que les permiten identificar si sus más básicos intereses están siendo contemplados, ignorados, o perjudicados por estas propuestas.[[77]]
Este instinto les genera un «sentido de separación» con los proyectos que claramente las perjudican. Sin embargo, estas apreciaciones «instintivas» resultan en suma rudimentarias y, para Gramsci, no llegan a constituir una «conciencia de clase». Gramsci plantea que el «buen sentido» genera un «sentimiento de ‘distinción’, de ‘desapego’, de independencia apenas instintivo».[[78]] Así, el «odio ‘genérico’ es aún de tipo ‘semifeudal’, no moderno, y no puede ser aportado como documento de conciencia de clase: es apenas su primera vislumbre, es sólo, precisamente, la posición negativa y polémica elemental». Es que «el ‘pueblo’ siente que tiene enemigos y los identifica sólo empíricamente en los llamados señores».[[79]]
Además, las clases también tienen elementos de «ideología de clases», que serían núcleos de discursos propios de cada posición de clase.[[80]] Y, aunque no son iguales a los «intereses de clase», ni tampoco son «doctrinas», constituyen elementos desde los cuales los miembros de las clases perciben la conveniencia, o no, de apoyar determinadas alternativas políticas.
Pero ni estas «ideologías de clase», ni el «sentido de separación» aseguran una correcta defensa de los intereses de clase en medio de las luchas por la hegemonía. Como las propuestas hegemónicas evitan defender los intereses más «burdos» de las clases, y realizan un profuso uso de las operaciones retóricas, la complejidad de la lucha por la hegemonía podría conducir a las clases a muchos equívocos si se guiaran solo por estas apreciaciones simples y de corto plazo.
Para realizar apreciaciones más certeras acerca de cuál proyecto político las clases deben apoyar e incluso para elaborar estos proyectos propios que luchen por la hegemonía, las clases cuentan con los «intelectuales orgánicos».
Así como, según hemos visto, el o la analista imputa intereses a las clases y puede juzgar la conciencia y la capacidad política de la clase para defenderlos o imponerlos en una determinada coyuntura, los intelectuales orgánicos a la clase realizan una operación similar pero más estrechamente vinculada con la praxis de la clase.[[81]] De este modo, los intelectuales orgánicos a una clase construyen en el discurso cuáles serían los intereses de la clase para la que trabajan.
Estos intelectuales les proponen a la clase estos intereses para que los adopten y guíen sobre esa base sus conductas en el terreno de la lucha de clases.[[82]]
Gramsci describió esta relación recursiva al comienzo del Cuaderno 12, por la cual la clase crea a sus propios intelectuales que, a su vez, son quienes logran elaborar la unidad de la clase y darle conciencia de sus intereses, por ellos construidos, incluso en el plano de lo político:
«Cada grupo social, naciendo en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función no solo en el campo económico, sino también en el social y político…».[[83]]
Este deslizamiento hacia el terreno de lo político se debe a que la clase tiene que analizar y escoger qué partidos y proyectos serán destinatarios de sus apoyos e, incluso, si debe impulsar la creación de nuevas alternativas políticas e ideológicas. Es decir, debe sumirse en toda la complejidad de la lucha por la hegemonía, al menos si no quiere ser un actor pasivo en estas disputas.
También la clase puede automarginarse de la lucha por la dirección político-ideológica, Marx lo comentó en varios pasajes de El dieciocho brumario, como cuando escribió que el proletariado, luego de la derrota de junio de 1848, «en parte, se entrega a experimentos doctrinarios», desplegando cierta actitud de autoexclusión de la lucha política, refugiándose en entidades mutualistas como «bancos de cambio y asociaciones obreras».
Esto, para Marx, implica «un movimiento en el que renuncia a transformar el viejo mundo» y, en cambio, se «intenta, por el contrario, conseguir la redención a espaldas de la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa».[[84]]
Entonces, para disputar la hegemonía o, al menos, para poder participar de la lucha política, la clase requiere de sus propios intelectuales. Considero que corresponde diferenciar, al menos en lo analítico, dos planos al interior de estos «intelectuales orgánicos»: uno más cercano a la clase y otro ubicado en el plano de la lucha política.
Entre los más cercanos a la clase,[[85]] encontramos a los y las dirigentes de las organizaciones corporativas de las clases — incluyendo a quienes están más cerca de sus bases, como un delegado gremial — y también a los y las integrantes de la clase que, sin ser dirigentes formales de sus organizaciones, constituyen sus figuras más locuaces, tanto en la esfera pública, como en los espacios de sociabilidad de la clase — desde los lugares de encuentros exclusivos de la alta burguesía, hasta los espacios de encuentros en las barriadas populares — .[[86]]
Además, entre estas y estos intelectuales cercanos a la clase se destaca la incidencia de quienes forman parte de las fundaciones o centros de investigación vinculados con la clase. Esto es algo que la burguesía desarrolla con mayor potencia, pero que también lo hacen las centrales sindicales y, de forma más indirecta, las fracciones pequeño burguesas.[[87]]
Estos y estas intelectuales tienen la función específica de evaluar las distintas opciones políticas e ideológicas desde la perspectiva de los intereses de la clase que los financia. Como norma, sus textos y charlas son los insumos claves para que los miembros de la clase y también otras y otros intelectuales cercanos a la clase efectúen sus propias evaluaciones.
Todos estos y estas intelectuales, en su sentido amplio, realizan permanentes juicios (positivos o negativos) acerca de la conveniencia de que la clase apoye o se oponga a determinados proyectos o partidos que se disputan la hegemonía.
Ahora bien, los proyectos políticos son, a su vez, elaborados por las y los políticos, es decir, por otros intelectuales que se distancian de las clases, al menos en forma relativa, para poder presentar sus proyectos en un plano de mayor universalidad. Como norma, estos políticos y políticas están imbuidos de una actitud ideológica intrínseca a su función de «políticos» que los impulsa a obtener y conservar el mayor grado posible de poder estatal. Esta actitud puede incluso llevarlos a pensar que son independientes de las clases y emparentarse, en su dinámica, con los que Gramsci denomina «intelectuales tradicionales».
Estas posibilidades de triunfar en la lucha por el control del poder estatal pueden ser pensadas en términos más personales o en términos de sus convicciones ideológicas — las distinciones suelen ser difíciles de realizar, salvo en los casos más evidentes — . De todas formas, más allá de los objetivos personales, el accionar de todo político o política beneficia siempre, en esencia, más a algunas clases que a otras. Por ello, continúan siendo intelectuales orgánicos de alguna clase, incluso cuando no tengan una conciencia clara de ello — de allí que esta catalogación es siempre una imputación que realiza el o la analista — .
No existe ninguna diferencia cualitativa en esta cuestión de la relación clase-intelectuales entre las distintas clases sociales. La asociación implícita en Gramsci — y buena parte de la izquierda de su generación — entre intelectuales de la clase obrera y Partido Comunista ha sido fuente de graves problemas a la hora de realizar un análisis y una propuesta gramsciana para la izquierda — la incorporación de la idea del «partido-mito», de ningún modo soluciona el problema, sino que puede tender a agravarlo — .
En la realidad histórica, la clase obrera siempre se encuentra con distintas opciones, encarnadas en distintas fuerzas políticas, y los intelectuales orgánicos más cercanos a la clase deben realizar constantes evaluaciones de cuál estrategia y cuál táctica son las que mejor representan o construyen sus intereses en cada coyuntura.
Si no hay diferencia cualitativa, sí la hay en términos cuantitativos. Las clases subalternas poseen muchas más dificultades para organizarse.
Gramsci lo describe en términos un tanto pesimistas en su Cuaderno 25, al plantear que «la tendencia a la unificación (…) de los grupos sociales subalternos (…) es continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes».[[88]]
Sin embargo, en realidad, todos los Cuadernos se centran en proponer formas de revertir esta situación, por lo cual esta idea pesimista no debe hipostasiarse. Es claro que no le resulta sencillo contar con el apoyo de intelectuales orgánicos, ya sea de los más cercanos a la clase, ya sea de aquellos que luchan por la hegemonía política. Reconocer el problema podría ser un primer paso para evitar caminos que considero errados y, muchas veces, extendidos en fuerzas marxistas, como el de confundir el interés que se imputa a la clase obrera con el interés que la mayoría de los y las integrantes de esa clase tienen en mente. Muchas veces, esto ha conducido a considerar a la fuerza política o al agrupamiento sindical que se cree más cercano a estos intereses imputados como si fuese «la clase». Y tampoco habría que considerar a la organización sindical o a la fuerza política que votan la mayoría de los integrantes de una clase como automática defensora de los intereses de la clase. Por todo esto, debemos ser muy cuidadosos en hablar de la acción de «la clase» en el terreno político.
La lucha por la hegemonía implica, entonces, un juego de luchas entre partidos y proyectos diferentes que, a la vez que luchan contra partidos y proyectos sostenidos por otras clases sociales, tienen que demostrar a las clases que los sustentan que son quienes mejor defienden sus intereses, con la mediación de los/as intelectuales más cercanos/as a la clase. En este proceso de «demostración» los partidos operan sobre los integrantes de las clases procurando socializarlos dentro de una determinada perspectiva en relación con el orden social y, más en específico, en determinadas lecturas sobre la realidad coyuntural.
La referencia a «partidos» tiene que ser ampliada en la actualidad, pues en las últimas décadas asistimos a una progresiva dilución de este papel socializador de ideologías (los partidos han tendido a reducirse a aparatos electorales, cuando no a solo articulaciones en torno de una figura personal).
La función «partido» ha sido ocupada por medios de comunicación concentrados y organizaciones político-ideológicas «en las sombras». De todos modos, el papel de las fuerzas políticas continúa siendo ineludible en la disputa por el acceso electoral a los cargos públicos y, por ende, en la lucha por la hegemonía política.
Si bien el corte entre intelectuales más estrechamente vinculados con la clase e intelectuales más vinculados a la política es muy útil para comprender mejor la dinámica entre clases y hegemonía, nunca resulta nítido. Resulta mucho más ajustado a la realidad conceptualizar un gradiente que va desde integrantes de la clase que cumplen cierto papel intelectual al pronunciarse sobre los intereses de la clase, hasta las y los políticos que forman parte de partidos con vínculos muy laxos con las clases. Además de ser pensado como un gradiente y no como una división dicotómica, existen fuertes vínculos a lo largo de este continuo.
Por un lado, los y las intelectuales más cercanos/as a la clase están muy influidos por los proyectos y discursos ideológicos que emiten los y las intelectuales más estrechamente vinculados/as a los proyectos político-hegemónicos. No son solo «orgánicos/as» a la clase, sino que tienden a concebirse con cierta independencia de la misma y a procurar tener una perspectiva ideológica que escape a lo meramente socioeconómico.
Incluso, por su propia función intelectual deben conocer y vincularse con el plano de lo político o, al menos, del análisis político. Lo cual tiende a conducir a permanentes desfasajes entre la clase y sus propios/as intelectuales. Y, por otro lado, las y los políticos tienden a estar atentos/as a las observaciones y juicios que emiten las y los intelectuales más cercanos a las clases cuyos apoyos procuran conseguir.
A esta dinámica coyuntural, debemos agregar dos elementos. En primer lugar, como ya dijimos, el escenario de la correlación de fuerzas «objetivas» puede ser modificado, en el mediano plazo, en el plano del peso económico y demográfico-electoral de las clases. En este sentido, la «extraña no-muerte del neoliberalismo»[[89]] se explica, en buena medida, por las propias transformaciones en los procesos de trabajo, en las subjetividades y en las estructuras de los medios de comunicación que han reforzado el poder «objetivo» de la burguesía más concentrada y debilitado las capacidades de unificación y lucha de las clases subalternas e, incluso, de aliarse con fracciones de las burguesías mediana y pequeña.
En segundo lugar, existe la posibilidad de que la clase ayude a construir nuevos proyectos político-ideológicos alternativos, incluso al tiempo que despliegue apoyos diferentes en el plano coyuntural. Tal vez el ejemplo más claro fue el despliegue por la burguesía de la propuesta neoliberal más pura en los años sesenta — promoviendo una serie de centros intelectuales — , mientras apoyaba políticas concesivas hacia la clase obrera por parte de partidos más «centristas».
Es decir, la clase puede alterar la correlación de fuerzas en un plano ideológico más radical. Algo similar aconteció con la clase obrera y su apoyo al marxismo, a fines del siglo XIX, al tiempo que el proletariado también sostenía posturas más moderadas, desde el sindicalismo y la búsqueda de la universalización del sufragio en alianzas con diversas fuerzas políticas. Pero estos dos planos han tendido a disociarse en el caso de la clase obrera, mientras que la burguesía ha sido más hábil en desplegar, en simultáneo, tácticas de acuerdo y estrategias de combate ideológico más radical.
Para finalizar, solo agregaré que la relación entre hegemonía y clases incluye también otros elementos que le suman complejidad pero que no podremos abordar aquí, como la cuestión del lenguaje — que nunca es transparente — , la de la representación política — en la que se yuxtaponen diversos planos — y la de los varios niveles en los que las luchas por la hegemonía inciden sobre las actitudes de los y las integrantes de las clases, de modos que trascienden lo específicamente político e ideológico, y se despliegan por diversos aspectos de la vida cotidiana en los cuales los individuos deben aceptar o «negociar» situaciones más allá de sus preferencias, pero que, en el mediano plazo, terminan siendo introyectadas en procesos de «hibridación».
Este texto pretendía ofrecer una alternativa analítica para mantener la centralidad del concepto de «clase» en lo que respecta a las disputas por la hegemonía.
Para ello resulta imprescindible formular una serie de postulados y, en cada coyuntura, este análisis clasista requiere que estos postulados más abstractos sean contextualizados en relación con los discursos, tradiciones e identidades que existen en cada escenario y que interpelan, con distinta capacidad, a los y las integrantes de cada clase. En este sentido, el análisis clasista de las luchas por la hegemonía requiere sopesar, ex-ante, las alternativas político-ideológicas concretas y sus posibilidades de éxito, al tiempo que evaluar, ex-post, la justeza de estos juicios.
De igual forma, es necesario saber combinar una perspectiva que mantenga la tensión existente entre las clases y la hegemonía, en el sentido de no procurar disolver las primeras en la lucha por la hegemonía, ni reducir esta a un epifenómeno de un simple choque entre clases.
Notas
[36] Una síntesis de este papel en Laclau puede consultarse en Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones». Simbiótica, Vitória, v.6, n.2 (jul.-dez./2019), pp. 51–73; y una perspectiva más global en Balsa, Javier. «Hegemonía, dialogismo y retórica». Revista Diferencias, 9, 2019, pp. 33–44.
[37] Balsa, Javier. «Il popolo in Marx (del giovane Marx al 18 Brumaio de Luigi Bonaparte)», Consecutio Rerum, vol. 5 núm. 8, 2020, pp. 41–71.
[38] No es que adhiramos a los planteos de Teun Van Dijk, que contienen cierto idealismo habermasiano, sobre la posibilidad de un discurso no manipulativo. Sin embargo, tampoco acordamos con la idea de que todo discurso es igualmente retórico (Balsa, Javier. «La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones», Simbiótica, Vitória, v.6, n.2, jul.-dez./2019, pp. 51–73).
[39] Ver más detalles sobre esta cuestión, en un análisis del lugar del lenguaje en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, en Balsa, Javier. «Lenguaje y política en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Marx e o Marxismo, v.7, n.13, jul/dez 2019, pp. 319–343.
[40] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978. p. 122.
[41] Laclau, Ernesto. «Tesis acerca de la forma hegemónica de la política», en: Labastida Martín del Campo, Julio (coord.). Hegemonía y alternativas políticas en América Latina (Seminario de Morelia). México: Siglo XXI, 1985. pp. 19–38.
[42] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Madrid: Siglo XXI, 1987. pp. 102–103.
Adrián Piva sintetiza esta crítica de Laclau al enfoque marxista haciendo hincapié en una cuestión conexa: para que la relación de subordinación se convierta en una relación de antagonismo se requiere de un discurso exterior que provoque esta conceptualización en términos de antagonismo. Por lo cual, para Laclau, ya no existiría un fundamento objetivo de la relación de antagonismo (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, p.174).
[43] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 54.
[44] Retamozo, Martín. «Hegemonía, subjetividad y sujeto: notas para un debate a partir del posmarxismo de Ernesto Laclau». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021. pp. 24–48.
[45] Foucault, Michel. La arqueología del saber. Buenos Aires, Siglo XXI, 1995. pp. 212–213.
Lo cual no implica negar el enorme aporte que significó en términos metodológicos, que he recuperado en un trabajo previo (Balsa, Javier. «Formaciones y estrategias discursivas, y su dinámica en la construcción de la hegemonía. Propuesta metodológica con una aplicación a las disputas por la cuestión agraria en la Argentina de 1920 a 1943». Papeles de trabajo, UNSAM, 11 (19), 2017, pp. 231–260).
[46] Jameson, Fredric. Valencias de la dialéctica. Buenos Aires, Eterna Cadencia editora, 2013.
[47] Ibídem, p. 93. Como el «Entendimiento» (en tanto sentido común, que se limita a dar cuenta de la «mera apariencia» y, por lo tanto, confunde lo visible con todo lo real) no puede ser eliminado, como no podemos partir de un lenguaje nuevo y neutro, y como la capacidad de alcanzar las esencias a partir del pensamiento especulativo tiene un componente, justamente, especulativo (es decir no demostrable y utópico), lo que nos queda es simplemente la capacidad de enunciar estas tensiones. Estas tensiones se ubican entre la pretensión de alcanzar un conocimiento verdadero, que capte las esencias de lo real, y un punto de partida que siempre parte de las meras apariencias. Por lo cual, tal vez, solo nos quede «domesticar el error» (Jameson y también Bachelard).
[48] Zeitlin, Irving. Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires, Amorrortu, 2001. p. 104.
Como lo resume Herbert Marcuse, «el sentido común y el pensamiento científico tradicional toman el mundo como una totalidad de cosas que existen per se y buscan la verdad en objetos considerados como independientes del sujeto cognoscente». Todo lo cual resulta en «una renuncia a las potencialidades reales de la humanidad en favor de un mundo ajeno y falso» (Marcuse, Herbert. Razón y Revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social. Madrid, Alianza, 1999, pp. 112–113). Y, Marx retoma esta perspectiva general, procurando dejar de lado su costado metafísico: «cada hecho es más que un mero hecho; es una negación y una restricción de posibilidades reales» (Ibídem, p. 277).
[49] Zeitlin, Irving. Ob. Cit., p. 13.
[50] Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993. p. 20.
[51] Zemelman, Hugo. «Recuperar una visión utópica», Jornal da Educação, 22 (75), 2001.
Para ello son imprescindibles los «mitos» o las «utopías» (sus diferencias esconden otra tensión presente en Los Cuadernos que abordaremos en un futuro trabajo).
[52] Zemelman, Hugo. Los horizontes de la razón. Barcelona, Anthopos-El Colegio de México, 1992. Tomo II, p. 112.
[53] Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 170–220.
[54] Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36.
[55] Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y Lacan. Buenos Aires, Nueva Visión, 1970.
[56] Tal vez el ejemplo más claro de esta posición sea el de Thompson, E. P. La Formación de la clase obrera en Inglaterra. Barcelona, Crítica, 1989.
[57] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 133.
[58] Ibídem, pp. 133–134.
[59] Balsa, Javier. «La cuestión de la representación en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Materialismo Storico. Urbino, vol. VI, n. 1, 2019, pp. 76–107.
[1] Marx, Karl (1852). El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 48.
[2] También, muy probablemente, esta negación de los enfoques clasistas ocurra como reacción frente a análisis simplistas o sustitucionistas de algunas izquierdas que se autoerigen en «representantes de la clase obrera» (con total independencia de si ella las reconoce como tales) y se ubican en los márgenes de la disputa política (autoexcluyéndose de la real lucha por la dirección de la sociedad).
[3] Marx, Karl (1850). Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Buenos Aires, Anteo, 1973. p. 82. Más detalles de la tensión entre la dominación burguesa y el sistema republicano, que Marx llega a describir como «la forma revolucionaria de la destrucción de la sociedad burguesa», pueden encontrarse en Balsa, Javier. «La metáfora de la política como escenario y la valoración de la república parlamentaria en La lucha de clases en Francia y en El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx». Utopía y praxis latinoamericana, 85, pp. 220–238.
[4] En los últimos siglos, y en particular durante el siglo XX, la burguesía logró desplegar toda una serie de dispositivos que operan para consolidar esta dominación en el terreno político, como la burocracia, la política parlamentaria, la política plebiscitaria y la tecnocracia (Therborn, Göran. ¿Cómo domina la clase dominante? Madrid, Siglo XXI, 1998). Se destaca la constitución de enormes partidos de masas que defienden los intereses burgueses. Tal como ha señalado Therborn (Ibídem, p. 231), esta fue una situación que ni Marx ni Engels llegaron a prever, más allá de ya reconocer la posibilidad de que el sufragio plebiscitario consolidase la dominación burguesa. En las últimas décadas, se agregó el control de casi todos los medios de comunicación de masas, potenciándose la consolidación de esta dominación hegemónica.
[5] Queremos aclarar que más que de «hegemonía», preferimos hablar de «disputas por la hegemonía», de modo de dejar en claro que la hegemonía nunca es completa (aunque en situaciones puede llegar a parecerlo), sino que siempre existen luchas por la hegemonía. Un detalle de estas cuestiones y de su vinculación con una crítica a una base estructuralista de la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Una base lingüística de la teoría de la hegemonía. Algunos aportes». Tram(p)as de la comunicación y la cultura, núm. 85, 2020, pp. 1–30.
[6] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.
[7] «…determinando, además de la unidad económica y política, también la unidad intelectual y moral, en un plano no corporativo, sino universal, de hegemonía de un agrupamiento social fundamental sobre los agrupamientos subordinados» (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 4§38. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 170).
[8] Cacciatore, Giuseppe. «Universale», en G. Liguori y P. Voza (ed.), Dizionario Gramsciano, 1926–1937, Roma, Carocci, 2009. p. 874.
[9] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§180. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 124–125.
[10] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§11. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, p. 19.
[11] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 276.
[12] En el Cuaderno 11 Gramsci sistematiza claramente la forma en que piensa, de modo inmanente, las relaciones entre verdad, objetividad, subjetividad y hegemonía (Balsa, Javier. «La crítica al objetivismo y la propuesta epistemológico-política contenida en el Cuaderno 11». International Gramsci Journal, Volume 2, Issue 4, 2018, pp. 3–36).
[13] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 33.
[14] Ibid.
[15] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 9§61. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 43.
[16] Portantiero, Juan Carlos. «Clases dominantes y crisis política en la Argentina actual», Pasado y Presente, 1 (nueva serie), 1973; Portantiero, Juan Carlos. «Economía y política en la crisis argentina», Revista Mexicana de Sociología, 2, 1977.
[17] Un ejemplo reciente lo tenemos en el fracaso de la experiencia macrista (Piva, Adrián (en prensa). «Economía y política en la larga crisis argentina (2012–2021)». Argumentos, Estudios críticos de la sociedad, UAM).
[18] Como es posible notar en las dificultades que tiene el neoliberalismo actualmente para continuar siendo hegemónico, por su incapacidad de ofrecer, no solo empleo formal a las nuevas generaciones, sino también un lugar a la mayor parte de la burguesía que asiste a imparables procesos de concentración (Balsa, Javier. «Crisis? What Crisis? Los tipos de crisis en Gramsci y la interpretación de la crisis de hegemonía actual». Materialismo Storico, Vol. 9 (2), 2020, pp. 326–372).
[19] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 16§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 278.
[20] En la medida que estos debates deban basarse en análisis «científicos», en tanto aproximaciones fundadas a la verdad, podría incluirse aquí el último de los significados de «universal» descriptos por Cacciatore: su vínculo con la lógica, como base de una metodología más universal.
[21] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 20.
[22] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 6§79. México, Editorial Era, 1999. Tomo 3, pp. 65–66.
[23] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§119. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 102.
[24] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 36.
[25] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 15.
[26] Burgos, Raúl. «Para una teoría integral de la hegemonía. Una contribución a partir de la experiencia latinoamericana». Realidad Económica, núm. 271, 2012, pp. 133–170.
[27] Aunque, en ocasiones, algunos de ellos pueden ser más explícitamente defendidos dentro de este marco universalizante.
[28] Martin, James. Gramsci’s Political Analysis. A Critical Introduction. Londres, MacMillan, 1998.
[29] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991
[30] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 37.
[31] Laclau, Ernesto. Política e ideología en la teoría marxista. México: Siglo XXI, 1978
[32] Ver un análisis detallado en Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990.
[33] Otros detalles sobre esta operación de universalización y su lugar en las disputas sobre la hegemonía pueden encontrarse en Balsa, Javier. «Estado, universalização e as formas de hegemonia: o problema de manter a ‘revolução (ou a reforma) em permanência’ a partir do próprio aparelho estatal». Novos Olhares Sociais, UFRB, Vol. 4 (1), 2021, pp. 49–78.
[34] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36.
[35] Laclau, Ernesto. Misticismo, retórica y política. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001; Laclau, Ernesto. Los fundamentos retóricos de la sociedad. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013.
[60] «Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política» (Marx, Karl [1847]. La miseria de la filosofía. México, Siglo XXI, 1987.p. 120).
[61] Wright, Erik Olin. Clase, Crisis y Estado. Madrid, Siglo XXI editores, 1983. p. 24.
[62] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§17. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, pp. 35–36
[63] Gómez, Marcelo. El regreso de las clases. Buenos Aires, Biblos, 2014. p. 52.
[64] Miliband, Ralph. «Análisis de clases», en A. Giddens, J. Turner y otros, La teoría social, hoy, México, Alianza, 1990. p. 422.
[65] Si un proceso de transición al socialismo procura la eliminación de la explotación y de las relaciones de clase, implica un momento inicial en el cual las clases subalternas se vuelvan dominantes.
[66] Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. Ob. Cit.
[67] En un artículo de ya hace varios años explorábamos la posibilidad de pensar en «constelaciones hegemónicas» para dar cuenta de estas articulaciones entre hegemonías en diversos planos (Balsa, Javier. «Hegemonías, sujetos y revolución pasiva». Tareas (CELA, Panamá), núm. 125, enero-abril 2007, pp. 29–51)
[68] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 13§18. México, Editorial Era, 1999. Tomo 5, p. 45; Marx, Karl [1859]. «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política», en Introducción general a la crítica de la economía política/1857, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1984. p. 67.
[69] Wright, Erik Olin. Ob. Cit., pp. 82–83.
[70] Lukács, Georg. «Consciencia de clase», en G. Lukács, Historia y consciencia de clase, tomo I, Madrid, Sarpe, 1920. p. 131.
[71] Ídem.
[72] Ver una sistematización al respecto en Dos Santos, Theotonio. Concepto de clases sociales. Buenos Aires, Galerna, 1973.
[73] Aricó, José [1979]. Nueve lecciones sobre economía y política en el marxismo. Buenos Aires, FCE-El Colegio de México, 2012. pp. 164–165.
[74] Przeworski, Adam. Capitalismo y socialdemocracia. México, Alianza, 1990. p. 32.
[75] Gómez, Marcelo. Ob. Cit., p. 236.
En este sentido, los procesos de ascenso social tienden a generar fenómenos de desclasamiento. Una cuestión que la sociología había identificado hace tiempo, pero que no fue considerada como un problema por parte de las fuerzas políticas progresistas que, al estimularlos desde sus gobiernos, socavaron buena parte de su base de sustentación, tanto con la constitución de Estados de Bienestar como con la generación de lo que se llamó «una nueva clase media» en los recientes procesos nacional-populares latinoamericanos.
[76] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.
[77] Gramsci desarrolla estas reflexiones para las clases subalternas, pero considero que las mismas son también aplicables a las clases dominantes, más allá de que, por lo general, cuentan con equipos de intelectuales orgánicos que pueden hacer menos necesarias estas capacidades «instintivas».
[78] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 11§12. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 253.
[79] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 3§46. México, Editorial Era, 1999. Tomo 2, p. 48.
Este sentimiento, que también llama «sentimiento de escisión», Gramsci reconoce haberlo tomado de Sorel (Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§5. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 182). Es posible identificar, vinculado a este «sentido de separación», la existencia de un elemento contradictorio en la relación capital-trabajo que, debido al carácter formalmente libre del obrero, según Piva, entonces establece además de una relación de subordinación, una perspectiva normativa desde la que es posible mirarla como una relación de opresión, sin necesidad de un discurso exterior (Piva, Adrián. «Clase y estratificación desde una perspectiva marxista. La clase como relación social objetiva». Conflicto social, 10 (17), 2017, pp. 177–178). Y es en este «mínimo de subjetivación, como personificaciones de las relaciones de producción cosificadas o representantes de cosas (recursos), es que son clases» (Ibídem, p. 210). Lo cierto es que esto, si bien explica el renacer del conflicto de clase, más allá de la capacidad ideológica de la burguesía por acallarlo (algo del terreno de «lo real» que emerge), no establece cuáles son los intereses específicos de las clases en una coyuntura específica.
[80] Therborn, Göran. La ideología del poder y el poder de la ideología. México, Editorial Siglo XXI, 1991.
[81] Obviamente, esta distinción es solo analítica; no existe una divisoria tajante entre el plano del análisis y el de la confrontación real, porque estos y estas analistas también se involucran (más directa o más indirectamente) con las funciones intelectuales en la lucha por la hegemonía. Ni siquiera puede plantearse una distinción absoluta en términos de análisis de coyuntura y análisis historiográficos, porque toda valoración de las acciones pasadas (en particular si son de un pasado reciente, pero no solo ellas) forma parte de los balances y perspectivas que inciden en las evaluaciones y los diseños de las acciones futuras.
[82] Dos Santos planteó que «es solamente una actividad intelectual sistemática la que permite extraer las consecuencias de la praxis y sistematizarla de tal forma que la conciencia se transforme en efectiva conciencia de los individuos de la clase», a través de la ideología (Dos Santos, Theotonio. Ob. Cit., p. 49). Pero, esto dentro de la dinámica de la lucha de clases: «solo podemos comprender estos intereses [de clase] desde un punto de vista dinámico en que el conflicto y las contradicciones entre ellos provocan una dinámica de la sociedad, una lucha de clases» (Ibídem, p. 61).
[83] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 12§1. México, Editorial Era, 1999. Tomo 4, p. 353.
[84] Marx, Karl [1852]. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Buenos Aires, Editorial Anteo, 1973. p. 25.
[85] Existen también los intelectuales orgánicos cercanos a la clase en el orden de la organización de la producción, pero que también modelan las subjetividades y, en este sentido, construyen hegemonía, como analizó Gramsci en la relación entre americanismo y fordismo. Sin embargo, aquí nos interesa abordar el papel de los intelectuales en la disputa hegemónica entre proyectos, especialmente en el plano de la llamada «opinión pública».
[86] Acerca de cómo se imbrican estos espacios de sociabilidad, con los encuentros más ideológicos y políticos, véase Casimiro, F.H.C. A nova direita. Aparelhos de ação política e ideológica no Brasil contemporâneo. São Paulo: Expressão Popular, 2018; en especial de las páginas 205 a la 232.
[87] Por ejemplo, colegios profesionales lo canalizan a través de charlas o conferencias con especialistas invitados, pero que tienden a ser menos «orgánicos/as» que aquellos/as que viven de un sueldo pagado por la clase.
[88] Gramsci, Antonio. Cuadernos de la Cárcel, 25§2. México, Editorial Era, 1999. Tomo 6, p. 178.
[89] Crouch, Colin. La extraña no-muerte del neoliberalismo. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012.