“… puesto que nada ocurre en la escena del mismo modo que en la realidad…” Denis Diderot
I
A toda concepción marxista del Estado siempre es posible formularle –al menos– dos preguntas: ¿cómo es que este Estado-popular fundado en el sufragio universal, garante de ciertos intereses económicos de la(s) clase(s) dominada(s), relativamente autónomo respecto de la(s) clase(s) dominante(s), dotado de una materialidad institucional propia no reducible a una pertenencia de clase y por el cual la burguesía está lejos de felicitarse deviene siempre y necesariamente –en última instancia– un instrumento de dominación de clase? ¿cómo es que su carácter clasista queda ocultado bajo el manto del interés general?
Para responder a estas preguntas no es suficiente con recurrir a las figuras de la esencia-apariencia y aplicarlas al análisis del Estado. Se dirá: el estado es un objeto (instrumento) de dominación de clase, una máquina «que permite a las clases dominantes asegurar su dominación sobre la clase obrera para someterla al proceso de extorsión de la plusvalía» (Cf. Althusser, 1988: 19): tal es la esencia y el secreto del Estado; pero ese objeto está investido o recubierto de una fina capa ideológica, externa a la esencia del Estado, que impide ver su naturaleza de clase, su secreto: «el Estado capitalista no se presenta jamás como un Estado de clase» (Cf. Poulantzas, 1980: 73).
Tenemos una esencia encubierta por una apariencia que se presenta como última realidad; una realidad verdadera y secreta oculta o enmascarada por una apariencia falsa producto de la eficacia de una ilusión ideológica. La ideología, entonces, no sólo oculta la verdadera esencia del Estado, sino que se oculta a sí
misma en tanto que ideología: no sólo enmascara la realidad estatal sino que se enmascara a sí misma en tanto que máscara.
Estas posiciones presentan ciertas dificultades e incompletitudes. En primer lugar, ¿cuál sería la eficacia específica de la ideología? ¿Cómo consigue ocultar aquello que de otra manera se nos presentaría frente a nuestros ojos? ¿A través de qué mecanismos produce semejantes resultados?
Bien podríamos preguntarnos, ¿no se le otorga un poder excesivo a la ideología? Por otra parte, ¿es completamente cierto que el secreto del Estado sea completamente secreto? ¿Acaso nuestra experiencia cotidiana como ciudadanos no nos demuestra día a día que el Estado, lejos de representar el interés general, representa los intereses de la(s) clase(s) dominante(s) o, al menos, intereses particulares? ¿Cómo explicar que después de más de 150 años de descubierto el secreto del Estado, este secreto continúe siendo un secreto?
No se trata, sin embargo, de abandonar los principios fundamentales formulados por los clásicos del marxismo. Ya lo dijo Althusser: éstos abarcan lo esencial “y ni por un momento se pretende dudar de que allí está lo esencial” (1988: 19). De lo que se trata, por el contrario, es de replantear cuestiones clave relativas a la relación entre las clases y el Estado, tomando como eje los análisis de Marx sobre la forma mercancía.
Y aquí es necesario recordar que el análisis de Marx no se reduce a descubrir el secreto oculto detrás de la mercancía, éste ya había sido intuido por la economía política clásica, sino a develar el proceso a través del cual el secreto “se ha disfrazado de esa forma”: “no el misterio tras la forma, sino el misterio de esta forma” (Zizek, 1992: 40).
Con respecto al Estado, el análisis no puede conformarse con descubrir a las clases operando por detrás de la apariencia del Estado, aún cuando esto sólo constituya una verdadera revolución copernicana en el campo del saber político (derrumbe del contractualismo; derrumbe de las nociones de poder y Estado centradas en los sujetos), debe explicar el proceso a través del cual las clases en lucha se han disfrazado de esa forma.
Específicamente: si el Estado representa los intereses de la(s) clase(s) dominante(s) bajo la máscara del interés general, ¿cómo se produce el proceso de representación-ocultación-enmascaramiento del cual depende, sin duda, su legitimidad?
II
Los análisis de Poulantzas (1980) y de Althusser (2003) se orientan claramente en esta dirección.
El Estado, sostiene Poulantzas, “no debe ser considerado como una entidad intrínseca, sino -al igual que sucede, por lo demás, con el ‘capital’- como una relación, más exactamente como la condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase, tal como se expresa, siempre de forma específica, en el seno del Estado” (Poulantzas, 1980: 154).
Esto significa que el Estado no es la expresión materializada en instituciones políticas del poder o de la voluntad de la clase dominante, ni tampoco una cosa (objeto) que posee por sí misma poder, sino la expresión (condensada) de la relación de fuerzas entre clases, de la lucha de clases. Pero que el Estado no posea poder por sí mismo no significa que no posea poder o, para evitar sustancializaciones, que no sea el centro de ejercicio del poder.
Sucede lo mismo que con la mercancía: ésta no posee valor de cambio por sí misma, pero esto no significa que no posea valor de cambio. Por lo tanto, el Estado es «un lugar y un centro de ejercicio del poder, pero sin poseer poder propio» (1980: 178): constituye un centro de concentración del poder pero no una fuente del poder.
Es necesario destacar una importante distinción. El Estado no es simplemente una «relación de fuerzas entre clases; el Estado no es la lucha de clases ni tampoco el lugar donde ésta se lleva a cabo: es la «condensación material» de esa lucha. ¿Cuál es, pues, el sentido preciso que se le da a condensación?
No es mucho lo que dice Poulantzas con relación al uso que hace del término «condensación». Cuando trata la cuestión de la condensación de las relaciones de fuerza entre fracciones de la clase dominante, el sentido del término es relativamente claro. Pero cuando se refiere a la lucha entre clases, el problema fundamental, la cuestión se torna opaca.
Según dice, la inscripción de la lucha de clases «no se materializa en el seno del Estado de la misma manera que la de las clases y fracciones dominantes, sino de modo específico» (Poulantzas, 1980: 172). Y cuando explica lo que implica ese «modo específico», sólo lo hace a través de vagas generalidades: para dar un ejemplo, las luchas de clase se materializan en el Estado a modo «de una serie de pantallas que se revelan como pantallas de repercusión de las luchas populares en el Estado»(1980: 184).
Por su parte, Althusser nos recuerda en repetidas ocasiones (Cfr. Althusser, 2003: 101, 102,125) que cuando Marx y Lenin se detienen en el Estado insisten en referirse a él con el término «máquina». Sin embargo, ninguno de los dos deja en claro el sentido preciso en que el Estado sería una máquina. ¿Se trata de una simple metáfora?
La insistencia «verdaderamente salvaje» en usar el término máquina «como [si fuera] la última palabra posible sobre el Estado» (2003: 101) es el índice de que ese uso va más allá de la alusión metafórica:
“Diré, por lo tanto, que el Estado es una máquina en el sentido fuerte y preciso del término, tal como se impuso al siglo XIX, […] después del descubrimiento de la máquina de vapor, de la máquina electromagnética, etc., es decir, en el sentido de un dispositivo artificial, que tiene un motor movido por una energía I, y un sistema de transmisión, estando el conjunto destinado a transformar una energía definida (A) en otra energía definida (B)” (2003: 125).
Como se deduce de esta definición, la máquina Estado está constituida por tres elementos fundamentales: 1) un cuerpo artificial (cuerpo del Estado) «que consta del motor, del sistema de transmisión y de los órganos de ejecución o de aplicación de la energía transformada por la máquina» (2003: 126); 2) Una energía de entrada (energía A); 3) Una energía de salida (energía B), resultado de la transformación de la energía de entrada.
El cuerpo del Estado está conformado por el conjunto de los Aparatos de Estado: aparato de represión (ejército, policía, etc.), aparato político (cuerpo gubernamental, cuerpos administrativos en general), aparatos ideológicos del Estado (religioso, escolar, familiar, jurídico, político (sistema de partidos), sindical, de información (prensa, TV, etc.), cultural). ¿Cuáles son las energías A y B?
En otro lugar (Pelegrin, 2006: 83-85) nos hemos referido extensamente a la energía A, aquí basta con señalar que no es otra que la Fuerza de la clase dominante, la resultante del exceso de fuerza de la clase dominante sobre la clase dominada. La energía A es, pues, una energía-Fuerza. Es esa Fuerza la que «funciona» en el motor de la máquina Estado y lo hace marchar para asegurar su transformación en energía B: de aquí que se pueda decir que el Estado «es una máquina de fuerza… de la misma forma que se habla de la máquina de vapor o del motor de gasolina» (Althusser, 2003: 127).
Pasemos a la energía B. Según dice Althusser, «El Estado…es una máquina de producir poder legal», «es decir, leyes, decretos y órdenes» (2003: 127); ésta es, agrega, su actividad principal, «consistiendo el resto de su actividad en controlar su aplicación… sobre los ciudadanos sometidos a las leyes» (2003: 127). La energía B es, pues, una energía-Poder legal.
En conclusión, el Estado es una máquina que transforma en Poder legal (derecho, leyes y normas) la Fuerza de la clase dominante, es decir, su exceso de fuerza sobre la clase dominada.
Si bien estos análisis son fundamentales en tanto no se detienen en la afirmación del carácter clasista del Estado, permitiendo vincular las clases y el Estado de un modo no instrumental y abriendo la posibilidad de un análisis procesual, no dejan de ser excesivamente abstractos o lejanos.
Tienden más a dar cuenta de los polos de un proceso que del proceso en sí mismo; más a explicitar la presencia de las clases en el Estado[1] que el proceso específico por medio del cual se efectúa esta presencia. Ya hemos mencionado las dificultades que presenta en el desarrollo de Poulantzas la categoría de “condensación”.
Por otra parte, los análisis de Althusser dejan en pie importantes interrogantes: ¿Cuáles son los mecanismos a través de los cuales ingresa la “energía A” a la “máquina Estado”? ¿Cuáles los que aseguran su transformación?
En definitiva, no es suficiente con afirmar la presencia de la lucha de clases en el Estado ocultada bajo la máscara de la legalidad, es necesario develar el doble proceso a través del cual las clases y sus luchas se hacen presentes enmascarándose en el Estado. Dicho en otros términos, es necesario analizar el funcionamiento interno de la máquina Estado y no detenerse en sus puntos terminales.
El gran problema de estos análisis es que no vinculan la problemática de las clases y el Estado al espacio oficial de expresión o manifestación de las prácticas políticas (la escena política).
Según sostenemos, es en ese espacio en el que se efectúa y se hace posible el proceso de representación-enmascaramiento de las clases en el Estado. Por lo tanto, es de su análisis del que debemos partir.
En lo que sigue analizaremos los aspectos fundamentales del concepto de escena política tal como lo utiliza Marx en El XVIII Brumario de Luis Bonaparte. A nuestro entender este concepto puede operar a modo de mediador conceptual entre los conceptos de clase y Estado.
III
Por escena política Marx concibe el campo institucionalizado (partidos políticos, parlamento, etc.) de la acción política, el terreno de la lucha o competencia entre partidos por acceder y mantener posiciones en la dirección del Estado. En otras palabras, el espacio o campo social caracterizado por la acción de los partidos políticos en el espacio institucionalizado del Estado[2]:
1. Si Marx utiliza escena y no simplemente esfera, campo o espacio, es porque quiere remarcar que ese espacio es el espacio de una representación. Lejos de agotarse en sí mismo, lejos de constituir un espacio separado y completamente autónomo de lo social, constituye la representación dramatizada o teatralizada de otra realidad: de la lucha de clases.
“Antes de proseguir con la historia parlamentaria, son indispensables algunas observaciones, para evitar los errores comunes acerca del carácter total de la época que tenemos delante. Según la manera de ver de los demócratas, durante el período de la Asamblea Nacional legislativa el problema es el mismo que el del período de la Constituyente: la simple lucha entre republicanos y monárquicos (…) Sin embargo, examinando más de cerca la situación y los partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases y la peculiar fisonomía de este período” (Marx, 1999: 42).
La cuestión se torna más clara si observamos “de cerca” al Partido del orden. El conflicto entre las dos grandes fracciones que conforman el partido, legitimistas y orleanistas, se presenta bajo la forma de lucha entre diferentes matices de monarquismo: cada fracción lucha por restaurar su propia monarquía. Sin embargo, esa forma no es otra cosa que la expresión (encubierta) del conflicto entre intereses materiales antagónicos:
“Lo que… separaba a estas fracciones no era aquello que llaman principios, eran sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas de propiedad (…) Aunque los orleanistas y los legitimistas, aunque cada fracción se esfuerce por convencerse a sí misma y por convencer a lo otra de que lo que las separa es la lealtad a sus dos dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran más bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías se uniesen (…) Si cada parte quería imponer frente a la otra la restauración de su propia dinastía esto sólo significaba una cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en que se divide la burguesía –la propiedad del suelo y el capital– aspiraba a restaurar su propia supremacía y la subordinación del otro” (Marx, 1999: 43-44).
Entonces, puede afirmarse que la escena política es el espacio que “contiene exactamente la lucha de las fuerzas sociales [fundamentalmente clases sociales] organizadas en partidos políticos” (Poulantzas, 1998: 319).
En otras palabras, la lucha entre partidos y al interior de los partidos en la escena política es la representación de la lucha de clases. Sin embargo, esa lucha no se expresa como aquello que es, como un conflicto entre intereses materiales o entre intereses objetivos de clase, sino que es expresada como un conflicto entre valores propiamente políticos, mediante un simbolismo propiamente político encarnado por los partidos políticos.
La lucha por la imposición de intereses materiales de clase se presenta como una lucha por la imposición de valores políticos. La lucha de clases, y por tanto el proceso histórico social, es representada en la escena política por medio de un lenguaje, de unos símbolos, en fin, de unas figuraciones que están desajustadas respecto de ella.
2. Si los partidos políticos representan las clases sociales en lucha, ¿cuál es la correspondencia que existe entre el campo de la lucha de clases y el espacio de los partidos? ¿cuáles son las coordenadas de representación de las clases por los partidos?
No debe pensarse que en la perspectiva de Marx la relación entre la lucha de clases y la escena política, entre las clases y los partidos es mecánica o simple. En primer lugar, no existe un isomorfismo –una clase = un partido– entre el espacio de la lucha de clases y el espacio de los partidos: un partido puede representar a más de una clase, tal como sucede con “el llamado partido socialdemócrata”.
En segundo lugar, no existe una relación de necesariedad entre una clase y el partido que la representa, las clases y los partidos en que se representan no están fatalmente unidos. Bien puede suceder que la clase abandone al partido, tal como sucede con la socialdemocracia, por un lado, y con el partido del orden, por el otro. Por otra parte, el partido representante de una clase puede representar en realidad los intereses de una clase antagónica. Este es precisamente el caso de la relación entre Bonaparte y los campesinos parcelarios.
En síntesis, más que relaciones unívocas, entre clases y partidos existe toda una serie de (posibles) desajustes; y la escena política es la forma de organización institucional de la política que permite el juego de los desajustes.
3. El último de los desajustes mencionados, aquel que queda perfectamente ilustrado en la relación entre Bonaparte y el campesinado parcelario, conduce a la necesidad de reflexionar más profundamente sobre el concepto de representación. Tal como lo usa Marx, el concepto es de carácter dual.
En primer lugar, como ya ha sido sostenido, Marx piensa la relación de representación fundamentalmente en clave ideológica. Es una suerte de correspondencia de “visiones del
mundo” entre los representantes políticos y literarios de una clase y los agentes portadores de determinadas relaciones e intereses de clase lo que transforma a aquellos en representantes de estos.
Se trata, por decirlo así, del polo subjetivo de la representación. Aquí prima lo discursivo y lo simbólico, la adhesión al partido y a sus líderes es fundamentalmente producto de mecanismos ideológicos subjetivos.
Al polo subjetivo se le opone, por supuesto, el polo objetivo: ¿cuáles son los intereses objetivos de clase que representa el partido? En este polo no hay ni un sólo átomo de subjetividad: no se trata de lo que el partido dice o cree representar, no se trata tampoco de las intenciones de los representantes políticos: se trata de los intereses que objetivamente representan: de los efectos que producen sus acciones, independientemente de las voluntades:
“así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo real y sus intereses reales, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son” (Marx, 1999: 44).
Lo que resulta fundamental de la dualidad del concepto de representación no es la dualidad en sí misma, sino la existencia de un desajuste entre los polos que conforman el concepto. Tomemos el caso del Bonapartismo. “Marx nos muestra claramente cómo Luis Bonaparte, representante ‘oficial’ de la pequeña burguesía y del campesinado parcelario, no toma ninguna medida política a favor de estas clases” (Poulantzas, 1998: 374).
Las idées napoléoniennes constituyen, en las condiciones socio-económicas de la Francia de mediados del siglo XIX, la ruina de la pequeña parcela:
“El orden burgués, que a comienzos del siglo puso al Estado de centinela de la parcela recién creada y la abonó con laureles, se ha convertido en un vampiro que le chupa la sangre y la médula y la arroja a la caldera de alquimista del capital. El Code Napoleón no es ya más que el código de los embargos, de las subastas y de las adjudicaciones forzosas” (Marx, 1999: 134-135).
Subjetivamente, Bonaparte es el representante del campesinado parcelario; objetivamente, representa los intereses materiales de la gran burguesía. En el caso del bonapartismo el desajuste alcanza su máxima expresión: existe una relación de antagonismo entre los polos de la representación.
4. Ahora bien, ¿es necesario que exista este desajuste? O, en todo caso, ¿cuáles son las condiciones que lo hacen posible? Es fundamental distinguir entre la presencia o posición que ocupa un partido en la escena política y su capacidad de imponer los intereses de la clase que representa.
Aquélla está determinada por el sufragio universal; ésta, por la situación en que se encuentra la clase representada en el campo de las relaciones de fuerza entre clases: cuál es la situación de clase en una coyuntura concreta.
Por lo tanto, la capacidad de una clase de imponer sus intereses objetivos no está determinada por el caudal de votos o de la posición que el partido que la representa ocupa en la escena política, sino por su situación en el campo de las relaciones de poder entre clases.
Volvamos a los campesinos parcelarios. Se trata, cuantitativamente, de la clase más numerosa de la sociedad francesa. Sin embargo, vista desde la perspectiva de la lucha de clases, su situación está lejos de ser privilegiada. Debido a las condiciones sociales y culturales en que se encuentra el campesinado, debido a las tendencias económicas operantes (reconversión capitalista de la agricultura), “son incapaces de hacer valer su interés de clase… ya sea por medio de un parlamento o por medio de una convención” (Marx, 1999: 130), esto es, su posición en el campo de relaciones de fuerzas entre clases se encuentra, por decirlo de alguna manera, en las antípodas de la hegemonía o en la subalternidad más absoluta.
Pero no por ello deja de ser la clase más numerosa. Si por su situación no puede imponer intereses objetivos de clase, si puede precipitar a su partido al papel protagónico de la escena política.
Encontramos aquí el índice de un nuevo desajuste, que es sin duda condición de posibilidad del desajuste entre los polos objetivo y subjetivo de la relación de representación.
Desajuste entre la posición del partido representante de una clase en la escena política y la capacidad de aquella clase de imponer a través del partido que la representa sus intereses objetivos de clase: desajuste entre posición y “poder” del partido.
5. Un aspecto interesante que hace notar Marx es aquello que podría denominarse el carácter configurativo de la escena política. La escena no es únicamente el espacio de una representación, es también el espacio de una configuración. Específicamente, es el espacio en el cual las diversas fracciones del capital (financiera, industrial, etc.) se constituyen en la clase capitalista sin más, en el cual las especies burguesas desaparecen en el burgués a secas, en el género burgués (Cfr. Marx, 1999: 100).
Si no hubiera más que la competencia desnuda entre las diversas fracciones del capital, el panorama sería el del choque entre los intereses materiales y no el de unidad de clase. Según dice Marx, es sólo bajo la forma de la república parlamentaria que pueden “unirse los dos grandes sectores de la burguesía francesa, y por tanto poner a la orden del día la dominación de su clase en vez del régimen de un sector privilegiado de ella” (1999: 45), sólo bajo esa forma las fracciones de la burguesía pueden ejercer el dominio como clase burguesa frente a otras clases.
De aquí que Marx afirme que:
“La república parlamentaria era algo más que el terreno neutral en el que podían convivir con derechos iguales las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas y los orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria. Era la condición inevitable para su dominación en común, la única forma de gobierno en que su interés general de clase podía someter a la par las pretensiones de sus distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad” (1999: 99).
Si extraemos la idea teórica que subyace a las afirmaciones de Marx, resulta evidente que la condición de la constitución de la dominación de la clase burguesa es la autonomía (relativa) de la institucionalidad estatal respecto de las fracciones de la burguesía.
Por tanto, si la república parlamentaria “era la única forma de gobierno…” no es por el republicanismo en sí mismo, sino porque permite ese margen de autonomía que constituye el rasgo fundamental del Estado capitalista. Si Marx afirma que con la caída de la república y el ascenso del bonapartismo aquella “república no perdió nada, sólo su apariencia de respetabilidad” y que la Francia bonapartista “se contenía ya íntegra en la república parlamentaria (1999: 127), es porque “bajo el segundo Bonaparte… el Estado parece haber adquirido una completa autonomía” (1999: 128).
Allí el Estado parece haberse autonomizado no sólo de las fracciones de la burguesía sino también de la burguesía misma.
En conclusión, es en el marco –y sólo en el marco– de la autonomía relativa de la institucionalidad estatal que la clase burguesa se constituye como clase por encima de las diversas fracciones que la componen. Nos encontramos frente a una aparente paradoja: sólo en la medida en la cual la institucionalidad estatal, la escena política, presenta una autonomía (relativa) con respecto a las fracciones de la burguesía, la burguesía como “especie” –la burguesía sin más– constituye su dominación sobre las demás clases y, por lo tanto, se constituye a sí misma como clase en oposición a las demás clases sociales.
IV
Al comienzo de este trabajo nos preguntábamos cómo era que el Estado moderno fundado en el sufragio universal, dotado de autonomía (relativa) respecto de la(s) clase(s) dominante(s) y por el cual la burguesía estaba lejos de felicitarse devenía siempre y necesariamente –en última instancia– un instrumento de dominación de clase; cómo su carácter clasista se ocultaba bajo el manto del interés general.
Asimismo, mostramos las limitaciones del marxismo para responder estos interrogantes. Nuestro análisis del concepto de escena política permite extraer algunas conclusiones de importancia. Expongámoslas de modo esquemático:
1. La escena política es el espacio de la representación figurada de la lucha de clases con un lenguaje, unos símbolos, unas imágenes y unos valores propiamente políticos, ajenos a –desajustados respecto de– la oposición (antagonismo) de intereses materiales u objetivos de clase.
2. La relación entre las clases y los partidos está signada por una serie de desajustes: es en el juego de esos desajustes que las clases se inscriben en el espacio político institucional al tiempo que se tornan irreconocibles.
3. Dos de esos desajustes son fundamentales para comprender el funcionamiento y la función de la escena política: desajuste entre los polos objetivo y subjetivo de la representación; desajuste entre la posición de un partido en la escena política y su capacidad de imponer los intereses objetivos de la clase o fracción de clase que representa. El segundo desajuste es condición de posibilidad del primero. El segundo desajuste es posible en virtud del sufragio universal.
4. La escena política es el espacio de configuración de la clase socialmente dominante. Esto sólo es posible en virtud de la autonomía relativa que la institucionalidad política (que conforma la escena política) presenta respecto de la clase dominante. Dicha autonomía sólo es posible en virtud del juego de los desajustes que atraviesan la escena política.
Nuestro análisis muestra –o al menos intenta mostrar– los mecanismos a través de los cuales las clases son representadas-enmascaradas en la escena política. Es a través del juego de una serie de desajustes que se encadenan unos con otros que las clases se inscriben y se borran en la institucionalidad estatal. Asimismo, muestra cómo la autonomía relativa de esta institucionalidad, no pocas veces esgrimida contra la teoría marxista del Estado, es la condición necesaria para la constitución de la clase burguesa y por tanto para la constitución de la dominación de clase.
En definitiva, muestra cómo en la escena política se configuran las clases y la dominación de clases al mismo tiempo que las clases son desfiguradas. Llegamos así a una suerte de paradoja: la escena política es el espacio de configuración de las clases sólo en la medida en que en ella se desfigura la lucha de clases. Huelga decir que el sufragio universal es el elemento fundamental de todo este proceso: es el mecanismo que asegura y permite el juego de los desajustes. Podemos afirmar, para terminar, que no es pese al sufragio universal que las clases (subalternas) son sistemáticamente defraudadas por los partidos que las representan, sino que el sufragio universal es el mecanismo específico por medio del cual se consuma el fraude.
BIBLIOGRAFÍA
Althusser, L. 1988: Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Freud y Lacan, Nueva Visión, Buenos Aires. 2003: Marx dentro de sus límites, Akal, Madrid.
Marx, K. 1999: El 18 Brumario de Luis Bonaparte, CS Ediciones, Buenos Aires.
Poulantzas, N. 1980: Estado, poder y socialismo, Siglo XXI, Madrid.
1998: Poder político y clases sociales en el Estado capitalista, Siglo XXI, Madrid.
Zizek, S. 1992: El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, Buenos Aires.
[1] Es precisamente en este aspecto en lo que los estudios de Poulantzas y Althusser superan a las posiciones teóricas instrumentalistas o puramente relacionistas.
[2] Respecto al concepto de escena política es necesario tomar ciertos recaudos a fin de evitar simplificaciones erróneas. No debe reducirse la metáfora de la escena a una relación simple de oposición entre lo visible y lo invisible, entre lo público y lo oculto, entre lo falso y lo verdadero. No es detrás de la escena donde se realiza la verdadera política, no son las acciones realizadas entre bastidores la verdad última escondida detrás de la falsa representación escenificada. En un pasaje de El XVIII Brumario… referido al partido del orden Marx deja bien en claro que no es este el sentido de la metáfora. Es cierto que detrás de la escena existe toda una trama secreta –no pública–, pero no es en esa trama en donde radica el contenido dramatizado en la escena política:
“Entre bastidores, volvían a vestir sus viejas libreas orleanistas y legitimistas y reanudaban sus viejos torneos. Pero en la escena pública, en sus acciones y representaciones dramáticas, como gran partido parlamentario, despachaban a sus respectivas dinastías con simples reverencias y aplazaban la restauración de la monarquía ad infinitud. Cumplían con su verdadero oficio como partido del orden, es decir, bajo un título social y no bajo un título político, como representantes del régimen social burgués y no como caballeros de ninguna princesa peregrinante, como clase burguesa frente a otras clases y no como monárquicos frente a republicanos” (Marx, 1999: 45).
Si las acciones desarrolladas “entre bastidores” no constituyen el núcleo oculto –la verdad– de la escena política, tampoco lo reflejan con mayor transparencia que la escena política: el partido del orden cumple “con su verdadero oficio en la escena pública y no entre bastidores. No hay que confundir, pues, las acciones que suceden detrás de la escena con el desenmascaramiento de la escena política: si detrás de la escena los actores se quitan sus máscaras, debajo de esas máscaras no hay más que otras máscaras.
En este caso en particular, existe mayor grado de mistificación detrás de la escena que en la escena misma. No pretendemos afirmar que esto sea necesariamente así siempre, sino que no es entre bastidores en donde hay que buscar la desmitificación de la política.