Tempest: Nos gustaría que nos explicaras cómo ves la situación actual de la economía mundial, en particular el ciclo económico, la respuesta a la crisis de 2007-2009, el periodo poscovid y los costes del periodo del dinero fácil. ¿Estamos a las puertas de una recesión mundial?
David McNally: Se ha demostrado que quienes captamos que la crisis global de 2007-2009 fue un punto de inflexión en la evolución de la economía mundial teníamos razón. Sin embargo, creo que casi todos y todas (y sin duda yo mismo) subestimamos la intensidad con que las clases dominantes operarían un giro increíblemente brusco aplicando un estímulo de tipo keynesiano y que todas esas panaceas neoliberales suyas, contrarias al déficit presupuestario, saldrían volando por la ventana cuando se percataron de la posibilidad de un colapso del sistema financiero global.
Siempre vale la pena recordar que los siete principales bancos de Wall Street estuvieron a punto de quebrar y que las esferas de la clase dominante se sintieron realmente traumatizadas al calibrar las posibilidades de conseguir un rescate inmediato. Una vez acaecido esto, pienso que los mejores comentaristas entendieron que el neoliberalismo consiste en realidad, sobre todo, en un realineamiento del poder de clase y mucho menos en un duro compromiso ideológico con el rechazo de los déficit y del endeudamiento.
En otras palabras, lo que caracteriza el neoliberalismo es la voluntad de preservar la configuración existente del poder de clase (basado en el debilitamiento del sindicalismo, el desgaste de los movimientos sociales y el restablecimiento de la rentabilidad), y por eso inyectaron cantidades nunca vistas de estímulos en el sistema e incurrieron en enormes déficit para que esto ocurriera.
Al tiempo que estabilizan el sistema, las políticas de estímulo alteran básicamente los mecanismos de restauración propios del capitalismo. Clásicamente, el sistema ha aprovechado las recesiones profundas para purgar los capitales menos eficientes de la economía y de este modo abrir la puerta a una nueva ola de restructuración, innovación tecnológica, reorganización de las estructuras de gestión empresarial y concentraciones de capital mucho más amplias, que permiten un nuevo auge.
No hemos visto ningún nuevo auge. Lo que sí hemos visto, en cambio, ha sido un esfuerzo concertado de los bancos centrales del mundo por bloquear el descenso a una depresión plena que amenazaba. Esto hay que reconocerlo, pero una de las cuestiones que surgen entonces es la contradicción entre haber parado una recesión (muy profunda, eso sí) y bloqueado los mecanismos de restructuración del capitalismo. No han depurado los capitales menos eficientes del sistema.
La mayoría de comentaristas coinciden en que un número significativo de grandes empresas del Norte global son empresas zombis, es decir, que de hecho no son rentables. Sin embargo, cuando el dinero quedó efectivamente liberado de los bancos centrales, pudieron tomar dinero prestado para mantenerse a flote. Pudieron contratar préstamos al 1,5 % de interés y prestarlos a su vez al 3,5 %, haciendo gala de este modo de un beneficio financiero sin que sus negocios principales rindieran alguna ganancia.
Así, no hemos pasado por la profunda y prolongada restructuración que conoció EE UU a comienzos de la década de 1980, cuando quebraron numerosas plantas siderúrgicas, fábricas de automóviles, de material eléctrico y de caucho, así como fábricas de componentes. En aquel entonces se produjo una restructuración tecnológica significativa, que después permitió la expansión neoliberal durante los siguientes 20 a 25 años.
No vimos esta clase de restructuración tras la crisis de 2008-2009. En vez de ello, lo que tenemos ahora es un capitalismo que ha esquivado un misil, pero al coste de sacrificar su propio dinamismo. Ahora, los bancos centrales han incrementado los tipos de interés para reducir la inflación, como hemos visto en los últimos 18 a 24 meses. Hecho esto, hemos de preguntarnos cuál ha sido el resultado. Incrementaron los tipos de interés porque lo que más temían no era la inflación en abstracto, sino que lo que temían era la inflación salarial. Temían que hubiera una ola de huelgas y afiliación sindical con ánimo de recuperar lo que había perdido la clase trabajadora a causa de la inflación de precios.
Si la inflación es del 6, 8 y 10 % anual (particularmente con respecto a los alimentos, los precios del gas y los alquileres), y si la gente trabajadora siente que tiene un mayor poder de negociación, empujará para reducir distancias. Esta fue la pauta especialmente de finales de la década de 1960 y de la primera mitad de la de 1970, cuando hubo una ola de huelgas cada vez más amplia, especialmente en los países occidentales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el Norte global, aunque también en partes importantes del Sur global.
La llamada guerra contra la inflación fue un asalto preventivo contra la explosión salarial que habría sido impulsada por la sindicación y una ola de huelgas mucho más amplia que la que vimos. Las clases dominantes estaban preocupadas por las bajas cifras del llamado desempleo y el problema de la tasa de renuncia, en que los y las trabajadoras se sienten suficientemente confiadas para renunciar a un empleo mal pagado y buscarse otro mejor.
Estaban preocupadas por la posibilidad de que esto diera pie a que la clase trabajadora, incluso en EE UU, sintiera que podía negociar individualmente con su empresa, renunciando a un empleo mal pagado por otro un poco mejor. Pero lo que más les quitaba el sueño era que el personal pudiera negociar, y actuar, colectivamente. Vieron que había una nueva ola de afiliación sindical en Apple, Amazon, Starbucks y otras empresas, particularmente entre la gente joven. También estaban al tanto de que podían enfrentarse a una huelga del United Auto Workers (UAW) en el propio EE UU, como de hecho ocurrió.
El Consejo de la Reserva Federal se posicionaba a favor. Sus informes eran increíblemente sinceros al afirmar que lo que más les inquietaba era la tasa de empleo rígida. Querían reducir la tasa de empleo, o sea, incrementar el paro para inyectar una sensación de inseguridad y evitar sobre todo la ola de iniciativas sindicales y huelgas que sin duda iban a producirse, aunque de hecho hubo una ola no despreciable en el Reino Unido, Francia, India, Argentina, EE UU, etc.
Pero cuando subieron los tipos de interés, crearon un dilema, que es el hecho de que cada vez más empresas zombis están sumidas ahora en un profundo estado precario. El porcentaje de quiebras de empresas ha comenzado a aumentar, aunque todavía no hemos visto una gran purga del sistema porque han evitado una recesión profunda. Si cae la demanda, las empresas más vulnerables tendrán enormes dificultades. El sistema financiero conocerá fuertes turbulencias a causa de los créditos morosos.
Más allá de esto, la subida de los tipos de interés ha desplazado la crisis al Sur global. Nos hallamos de nuevo en una situación en que probablemente hay unos 50 países del Sur global en riesgo de impago de sus deudas, debido simplemente a su incapacidad para pagar al haber tenido que renovar los préstamos al 2 % que les costaban inicialmente por nuevos préstamos al 5 y 6 %. La única opción, aparte del repudio de la deuda, es un nuevo paso en la vía de los recortes catastróficos de la sanidad, la educación, los subsidios al combustible, etc.
Es posible que el año que viene veamos diversas revueltas en partes del Sur global, desde países como Nigeria hasta Pakistán, en los que las cargas de la deuda resultan tan insostenibles que cualquier respuesta a los drásticos programas de austeridad dará pie a convulsiones sociales, o países que básicamente tendrán que declararse insolventes y muy probablemente habrán de negociar acuerdos draconianos con el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otros prestamistas globales.
Asistimos a una guerra de clases desde arriba, capitaneada por los bancos centrales, disfrazada de guerra contra la inflación. Ha colocado a las secciones más vulnerables de la economía mundial bajo la espada de Damocles del impago de la deuda. Este guion se desarrollará durante los próximos doce meses de manera muy dramática.
Por supuesto, todo esto también significa entonces que las potencias imperiales dominantes intensificarán su batalla por la supremacía. A menudo se olvida que una parte del papel de imperialismo consiste en desviar los efectos de la crisis global de un bloque a otro. Buena parte de la estrategia de EE UU pretende precisamente desviar la crisis hacia China, Rusia y los países de su órbita.
Actualmente se intensifica el conflicto interimperialista. La larga guerra de desgaste en Ucrania es una manifestación de esto. Aunque se basa en la resistencia legítima del pueblo ucraniano a la ocupación extranjera, la guerra también tiene que ver con un conflicto interimperialista. Entre marxistas se entiende desde siempre que puedes tener una guerra polifacética, en la que coexisten diferentes antagonismos. Lo que vemos en Ucrania es una rivalidad interimperialista que se superpone sobre una guerra de tipo colonial de Rusia contra el pueblo ucraniano.
Esto refleja el aumento de las fracturas dentro del sistema mundial. Es fácil olvidar que el plan de juego neoliberal preveía la integración de China en el orden capitalista mundial. Las clases dominantes occidentales siguieron este plan con bastante vigor durante un cuarto de siglo. Esto ahora ha perdido fuelle debido a los efectos de la crisis de 2007-2009. Hemos pasado de la integración a la desintegración. Hemos pasado de la cooperación a la rivalidad.
Tempest: ¿Piensas que la clase dominante estadounidense, representada en el Banco Central, se ha salido con la suya si consideramos que lo que le movía principalmente era la cuestión de la inflación salarial y del mercado de trabajo? Seguimos teniendo un mercado laboral sobrecalentado. No está claro que hayan logrado contener los salarios. Las semillas de la combatividad obrera siguen floreciendo. Y con respecto a la cuestión de la rivalidad interimperialista en general, la crisis en China ha comportado una retirada de la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda, una disminución de sus esfuerzos por extender la oferta de préstamos alternativos. Esto puede agravar la dinámica de la deuda, como hemos visto en Sri Lanka.
David McNally: En cuanto a EE UU, creo que lo que resulta interesante es que han rebajado las principales cifras de la inflación. No obstante, no creo que hayan hecho mella significativamente en el espíritu combativo de la clase trabajadora, particularmente entre la juventud obrera en los grandes núcleos urbanos multirraciales.
Una de las ironías del momento es que la proliferación de conflictos políticos, particularmente en Palestina, repercutirá efectivamente en los lugares de trabajo, sobre todo en la gente trabajadora joven. Hace poco estuve hablando con Kim Moody de cómo activistas y sindicalistas jóvenes introdujeron la cuestión de Vietnam en los centros de trabajo en las décadas de 1960 y 1970. El espíritu de desafío a la clase dominante en torno a la guerra de Vietnam formó parte de la radicalización de un sector joven de la clase obrera en los centros de trabajo.
Creo que el movimiento por la justicia global para Palestina acabará haciendo lo mismo. Millones de trabajadores y trabajadoras jóvenes discrepan completamente de la clase dominante en la cuestión palestina. Esto les infunde un espíritu de oposición y genera una pauta de conducta similar a la que describió Rosa Luxemburg sobre la interacción de las dinámicas política y económica.
En estas condiciones, incluso si un nivel de lucha comienza a apaciguarse un poco, la otra dimensión (en este caso, la política) repercutirá en el primero y alimentará nuevos tipos de disputas económicas, confrontaciones, campañas de sindicación, etc. No nos hallamos en una ola de huelgas masivas, por supuesto, pero se ha reforzado la combatividad.
Creo que en especial no han conseguido aplacar el espíritu de oposición entre la juventud trabajadora, en particular en los centros de trabajo. Aunque insisto en la juventud trabajadora, porque muestra una actitud desafiante, los conflictos laborales pueden cundir rápidamente en una capa de más edad, como vimos en el huelga del automóvil, a pesar de todas sus disparidades.
Actualmente vivo y trabajo en Texas. En este Estado hubo fábricas de General Motors y de la industria auxiliar que se declararon en huelga y organizaron piquetes muy robustos. Esto es ilustrativo. El desafío laboral continúa incluso fuera de los centros de activismo sindical joven de que he hablado. Así que no pienso que la clase dominante haya logrado apaciguar las actitudes de oposición en la clase trabajadora.
En cuanto a China, asistimos a lo que podría llamarse una nueva consolidación de una estrategia de bloque imperial. Además de las iniciativas encaminadas a reforzar la protección tanto de EE UU como del Estado chino, también se han reducido los esfuerzos por incorporar a otros Estados. Cuando las tasas de crecimiento estaban por las nubes, cuando China estaba a la cabeza del mundo en materia de inversiones y crecimiento de la producción, sus gobernantes podían permitirse experimentar con una serie de iniciativas para comprobar qué funciona y que no.
Ahora, cuando sus tasas de crecimiento se tambalean, no está claro que China consiga evitar la crisis de su sector inmobiliario. Se ha producido una enorme sobreacumulación de este sector en China, que todavía no ha sacudido el mercado, y no está claro que logren contenerla. Esto no significa que la clase dominante china vaya a retirarse a una especie de aislacionismo autárquico, pero ahora está consolidando, recortando y reorientando sus políticas de inversión fuera de China. No es una cuestión puramente económica, sino que también decide qué inversiones geopolíticas y militares valen la pena y qué otras deberán quedarse en el cajón.
La Nueva Ruta de la Seda, por ejemplo, está perdiendo fuelle a ojos vistas. Una manera de ver a la clase dominante china consiste en pensar sobre el conflicto que se libra en gran medida entre los Demócratas de Biden, por un lado, y los Republicanos, por otro, en torno a la cuantía del gasto global militar, diplomático y de política exterior que conviene.
Biden sigue insistiendo en incrementar el gasto de EE UU con miras a asegurar la hegemonía mundial, pero todo un sector de los Republicanos, influidos por el semiaislacionismo al estilo de Trump, desea reducirlo.
Esto se dirime en gran medida entre dos partidos en el Congreso de EE UU, mientras que en China todo se desarrolla dentro del partido único que gobierna. En otras palabras, se han formado diferentes corrientes y facciones, que en estos momentos tratan de resolver sus diferencias. Creo que optan por reducir, pero no van a hacerlo con el gasto militar incrementado. Tampoco creo que renegarán de su apoyo tácito a Putin en Ucrania ni que vayan a reducir su presión sobre Taiwán.
En todo caso, dentro de su propio círculo gobernante están replanteándose qué considerar como iniciativas exteriores extravagantes. Esto coincide también con el planteamiento general de EE UU. Cuando hay un único partido gobernante, como en China, los cambios se producen sin mucho debate abierto como el que vemos en el seno de la clase dominante estadounidense. Creo que el eje de la rivalidad entre EE UU y China no solo se mantendrá durante todo este periodo, sino que seguirá siendo muy agudo. Vimos el inicio del tránsito de la integración a la rivalidad después de la crisis de 2007-2009, pero se agudizó realmente a partir de 2016.
Tempest: ¿Hasta qué punto crees que los bloques imperiales están atrincherados? ¿Piensas que Rusia está más decidida, tal vez por necesidad, a abrazar el modelo autárquico debido a tanta presión? ¿En qué medida es Rusia un actor independiente a la luz de su intento de afirmar su poder regional a través de Ucrania, sus amenazas a Finlandia, etc.? ¿Hasta qué punto consideras que Rusia es responsable ante los chinos?
David McNally: Creo que hace falta un análisis mucho más profundo de la dinámica interna de los bloques imperiales. Tendemos a pensar que un Estado manda, pero me parece que la cosa es mucho más compleja que esto. Los socios menores dentro de un bloque imperial pueden ejercer en algún momento un grado de autonomía más significativo que lo que solemos imaginar a menudo. No escriben el guion, el poder global no funciona así, pero la potencia dominante dentro del bloque tiene que acomodar otras potencias.
Un bloque imperial abarca potencias regionales que tienen sus propias aspiraciones. La potencia dominante necesita su influencia regional y a menudo tiene que aceptar actos que no encajan plenamente con sus propios intereses. Por ejemplo, China no desplazará tropas a Europa Oriental ni EE UU enviará a 100.000 soldados a Gaza y la Palestina ocupada. Pero permiten que potencias subimperiales lo hagan.
Las potencias regionales que necesitan el escudo de la potencia imperialista mayor disponen a su vez de mucha autonomía, particularmente en este momento. Ahora mismo, Putin no puede permitirse dar un paso atrás en Ucrania. Esa es la pura realidad. Una derrota en Ucrania sería el final de Putin y de su sector de la clase dominante. No han olvidado lo que ocurrió cuando Rusia perdió una guerra contra Japón en 1905 y cómo aquello abrió una brecha en el zarismo por la que entró la marea de la revolución de 1905. Recuerdan las lecciones de la Primera Guerra Mundial: todos los países beligerantes que fueron derrotados conocieron revueltas obreras que implicaron también a soldados y marineros a escala muy amplia.
Putin necesita persistir en Ucrania. China necesita la alianza con la Rusia de Putin porque Putin es la estrategia de contención frente a la OTAN. Sin Putin, los gobernantes chinos temen que la OTAN se extienda por toda Europa Oriental. Así, Putin tiene mucha manga ancha por parte del Estado chino para proseguir una guerra con Ucrania que en sí misma no tiene mucho que ofrecer a China.
Me parece que hay elementos de esta dinámica en juego en Oriente Medio. No cabe duda de que Israel se apoya hasta del extremo en el apoyo diplomático y especialmente militar de EE UU. Necesita la autoridad global de EE UU ante Egipto, Arabia Saudí y otros países del Golfo para sus planes a largo plazo. Por tanto, se apoya en el gobierno de EE UU. Y EE UU quiere ganar influencia territorial y prevenir revueltas antiimperialistas en la región. Al mismo tiempo, prefiere limitar sus propias intervenciones directas.
Es mejor que las delegaciones regionales realicen el trabajo sucio. Así, países como Arabia Saudí e Israel ‒especialmente Israel‒ cuentan con mucho margen para hacer lo que consideren necesario. EE UU puede tratar de condicionar a sus países aliados en la región, influir en ellos y presionarles, pero dado que necesita a estas potencias como fuerzas de policía regionales al servicio del imperio, gozan de un amplio margen de maniobra. Esta es la Doctrina Kissinger que se aplica desde la derrota estadounidense en Vietnam.
Hemos de reconocer que los bloques imperiales son dinámicos y que los socios menores dentro de un bloque pueden ejercer una autonomía regional muy significativa y avanzar estrategias que a menudo no son idénticas con las del jefe de filas que domina el bloque. Creo que hubo un tiempo en que China esperaba que hubiera un acuerdo negociado en Ucrania.
Pensaba que esto redundaba en su interés de ser vista como potencia que podía propiciar realmente un acuerdo. Cuando vieron que no podían, decidieron aceptar los hechos. Creo que EE UU desea realmente una pulverización menos destructiva de la población de Gaza. No creo que lo consiga. Es probable que ya se hayan dado cuenta y se disponen a aceptar los hechos. Estas tensiones continuarán.
El aspecto interesante es que no existen potencias hegemónicas que tengan el tipo de influencia en sus respectivos bloques similar al que tenían Rusia y EE UU en 1948. No dominan de la misma manera, así que vamos a ver tensiones que a veces serán mucho más manifiestas dentro de los bloques, aunque esto no significa que los bloques vayan a disolverse.
Tempest: Con respecto a Oriente Medio, está claro que se perciben las tensiones de que hablas en el caso de Irán y Arabia Saudí. Hay afirmaciones de poder independientes por parte de los países del Golfo. Los últimos gobiernos de EE UU, y tal vez también los siguientes, tienen contraído el compromiso de reforzar la estabilidad regional y normalizar las relaciones con Israel, especialmente con Arabia Saudí. Esto parece que fue uno de los motivos de los ataques del 7 de octubre y que ha afectado al proceso, al menos de momento. ¿Qué piensas que significó el 7 de octubre para esta dinámica, o crees que es demasiado pronto para valorarlo?
David McNally: Es demasiado pronto. Estamos en pleno proceso. Todavía hay un montón de factores que podrían entrar en juego. No debemos subestimar lo que implicaría la aparición de un movimiento masivo de solidaridad con Palestina a escala mundial, capaz de impulsar el tipo y el nivel de movilización que protagonizó el movimiento contra la guerra de Vietnam durante años. Todavía no estamos ahí, pero si se produce, se convertirá en un factor independiente a la hora de hacer una especie de balance. Un movimiento de masas así podría convertirse en un factor muy importante.
No creo que todo lo ocurrido en torno al 7 de octubre viniera determinado por la dinámica regional y mundial. Esta fue un factor, sin duda significativo, pero debemos comprender de qué modo Hamás se enfrentó a un dilema que ya había conocido anteriormente la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
Mucha gente ha leído recientemente el interesante libro de Tareq Baconi sobre Hamás, pero recordemos el título: Hamas Contained. Baconi dibuja un escenario en que Hamás corría el riesgo de convertirse en un poder administrativo precario en Gaza, contenido por la ocupación y administrando fundamentalmente la austeridad local. Todavía no se encontraba en la situación en que se hallaba Yaser Arafat, de la OLP, literalmente encerrado en un recinto y rodeado por las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI). Pero Hamás percibió este riesgo. Si no puedes aparecer como una fuerza de resistencia a la ocupación de las tierras palestinas, con el tiempo te conviertes en administrador de la ocupación. Pienso que esto explica en buena parte lo que ocurrió el 7 de octubre, un intento de recuperar la idea de la resistencia.
Ahora bien, se sobreentiende que Hamás no representa la política de liberación de Palestina a la que aspiramos. La política de Hamás, sus estrategias y su formación ideológica son ajenas a la izquierda socialista revolucionaria. No representa una verdadera resistencia, pero es una fuerza genuina y tenía que hacer algo.
Sin embargo, en última instancia hemos de comprender que el Estado israelí ha demostrado que no tiene interés alguno en negociar con ningún representante del pueblo palestino. Recientemente, Netanyahu ha declarado sin rodeos que se opone absolutamente a cualquier tipo de Estado palestino parcelizado y fraccionado. Pensar que los objetivos del proceso de paz de Oslo representan algún riesgo enorme para el proyecto sionista es algo rayano en la locura. Los Acuerdos de Oslo fueron una victoria de EE UU e Israel. No obstante, la ideología dominante de la derecha israelí ve en ellos concesiones excesivas a la población palestina.
Con respecto al contexto regional, Arabia Saudí, en particular, estaba en proceso de reconciliarse con el statu quo. Se acercaba a un acomodo con Israel, auspiciado por EE UU, a causa de Irán. Los saudíes temen a Irán como fuerza desestabilizadora hostil al poder de los países del Golfo en la región. Por mucho que la dinámica regional influya en el origen de los hechos del 7 de octubre, no debemos perder de vista el hecho de que mientras no exista un avance hacia alguna especie de soberanía palestina mínimamente razonable habrá resistencia. Lamentablemente, esta resistencia no siempre se manifestará por vías que gustaran a la izquierda socialista, pero tendrá lugar de una u otra manera.
Tempest: ¿Qué prevés con respecto a la resistencia y al movimiento a escala internacional? Ha sido maravilloso ver cómo el movimiento por Palestina ha vuelto a surgir en EE UU en este momento. Cuando viajamos por otros países, tenemos la sensación de que la gente se fija en el movimiento que se produce en EE UU y percibe su importancia, especialmente a causa del papel del gobierno de EE UU con respecto a Israel. Desde el comienzo de la iniciativa de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) en 2005, el movimiento por Palestina ha chocado siempre con una hostilidad manifiesta. Ahora se enfrenta a la represión y a una forma más extrema de macartismo que la que hemos visto en este país durante décadas. ¿Cómo valoras la evolución del movimiento por Palestina, sus contornos políticos y los desafíos a que se enfrenta?
David McNally: La ola de macartismo que ataca en los campus, en Hollywood y otros espacios es ominosa, pero no se sostendrá. Esto no significa que no sea peligrosa, pero creo que la represión pone de manifiesto la debilidad ideológica. Israel y EE UU tienen un problema de legitimidad en la cuestión palestina. Existen ahora ingredientes de un momento Vietnam, una serie de elementos que podrán generar una enorme fractura social en EE UU y más allá. Sintomáticamente los vemos de una manera muy clara, empezando por la amplitud de la movilización. He ido a manifestaciones durante más de 50 años. En noviembre del año pasado asistí a la más grande de mi vida. Caminé junto con 600.000 personas como mínimo por Londres en la marcha de solidaridad con Palestina. Quienes la organizaron dicen que fuimos 800.000. Nunca antes en mi vida había marchado yo con 600.000 personas. Esto de por sí ya nos dice algo.
Grupos enteros del personal de la Casa Blanca se manifestaron en Washington llevando máscaras para protestar por el apoyo de EE UU a la guerra contra Gaza. Empleados y empleadas del Programa Mundial de Alimentos han escrito a su jefe, un político corrupto nombrado a dedo, protestando contra la guerra. Periodistas de la BBC han escrito una carta abierta denunciando a su propia emisora radiofónica por su posición sesgada en contra de la población Palestina.
Solo llevamos dos meses de guerra. Hay importantes sindicatos, como el del automóvil y el del servicio de correos en EE UU, que reclaman un alto el fuego. En el caso de Vietnam pasaron cinco o seis años hasta que un sindicato importante protestara contra la guerra. Todo esto revela la existencia de una enorme fractura en la hegemonía del sionismo. Esta es una de las razones por las que las fuerzas proisraelíes están tan furiosas en estos momentos. Entre otras cosas, saben que están perdiendo al apoyo de la juventud judía. Y el papel de organizaciones como la Voz Judía por la Paz ha sido enorme en este sentido. Estamos asistiendo a una fractura generacional del tipo que vimos con respecto a Vietnam.
Hay literalmente millones de jóvenes que se oponen por completo a la posición de su gobierno. Como he señalado antes, esta fractura se refleja incluso en niveles institucionales muy altos: la Casa Blanca con el personal al servicio de Biden, el Departamento de Estado y el Programa Mundial de Alimentos. Son fracturas importantes y se producen mucho antes de que lo hicieron con Vietnam. En parte, esto es fruto de las campañas de solidaridad con Palestina que han llevado a cabo durante años activistas a favor de la iniciativa BDS, organizaciones estudiantiles por la justicia en Palestina y otras.
Hemos visto una especie de cambio creciente que ahora se acelera en el contexto de un genocidio. Esto es un gran problema para la clase dominante. Biden utiliza ahora una palabra que el New York Times trató de vetar hace 30 años, cuando Thomas Friedman (que se quedó solo) escribió la palabra indiscriminado en un reportaje para el periódico sobre el bombardeo israelí de Líbano. Los editores tacharon la palabra indiscriminado, no querían que apareciera en el periódico. Ahora Biden la utiliza.
Esto se debe a que leen las encuestas y saben que están perdiendo a la gente joven y en particular a la de ascendencia árabe. Creo que si hay algo que le costará a Biden la reelección, será Palestina. La pérdida de la juventud y de la población de ascendencia árabe será realmente para ellos un golpe muy duro.
Recordemos que las manifestaciones de 1968 en Chicago tuvieron lugar en el lugar en que se celebraba la Convención Nacional Demócrata. Los movimiento sociales se movilizaron en contra de un presidente del Partido Demócrata que estaba librando una guerra imperialista en Vietnam.
Al menos de un modo incipiente y sin saberlo, los Demócratas de Biden han reactivado esta dinámica con su apoyo al genocidio en Gaza. Y ahora comienzan a percibir algunos indicios de lo que han desencadenado. El problema a que se enfrentan es que cuando los dos partidos políticos mayores dejan de sintonizar por completo con la posición de millones de jóvenes sobre la guerra, se crea un gigantesco vacío político y social. En la década de 1960 y a comienzos de la de 1970, este vacío lo llenaron fundamentalmente los movimientos sociales.
Sin embargo, los movimientos sociales existentes en estos momentos todavía no están a la altura de la tarea. Necesitaremos muchas más formaciones capaces de organizar a las masas. Y si este movimiento continúa ‒no sabemos si lo hará‒, creo que es posible que asistamos a muchos años de movilización social en torno a Palestina. Documentos internos revelan que el gabinete de guerra israelí desea un año más de intervención en Gaza.
Es posible que no lo consigan, pero hablan abiertamente de la expulsión de dos millones y cuarto de personas a la península del Sinaí o incluso al sur de Líbano. Sea como fuere, se prevé una ola de epidemias que golpearán a Gaza en los próximos meses. Si destruyes el sistema de abastecimiento de agua y la infraestructura sanitaria, esto es lo que ocurrirá.
Por lo tanto, podríamos estar ante un período mucho más largo de movilización mundial en solidaridad con Palestina. Si eso es cierto, entonces tenemos que pensar en cómo se organizaron los movimientos sociales durante un período de años, como ocurrió con el Movimiento por los Derechos Civiles, por ejemplo. Si bien es cierto que el Martin Luther King seguía ocupando una posición muy importante en el escenario nacional en la Southern Christian Leadership Conference (SCLC), King y la SCLC no lideraban sobre el terreno a mediados de la década de 1960. Fue el Comité Coordinador Estudiantil No Violento el que empezó a impulsar el activismo juvenil, el Verano de la Libertad, las campañas de inscripción de votantes, etc. Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS) creció vertiginosamente.
Ambos fueron los puntos de apoyo de la organización de la lucha por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam. Después, la iniciativa pasó durante un tiempo al Congreso por la Igualdad Racial, que se convirtió en el centro absoluto del proceso de organización.
En otras palabras, el movimiento debe reinventar las formas organizativas a medida que avanza. No debemos dar por sentado que las estructuras organizativas actuales sean inamovibles. En algún momento, si este movimiento crece, será posible ‒y necesario‒ algún tipo de marco amplio que reúna a sindicatos, organizaciones religiosas, grupos estudiantiles, académicos disidentes y activistas de movimientos sociales bajo nuevas siglas organizativas.
Ya lo he observado en Toronto. Al principio, gran parte de la organización del trabajo de solidaridad con Palestina estaba impulsada esencialmente por una organización juvenil de Toronto. Pero rápidamente surgió una coalición formada por sindicatos, organizaciones de defensa de los derechos de los inmigrantes, grupos universitarios, organizaciones religiosas y asociaciones de artistas. El resultado fue que las manifestaciones de Toronto pasaron de 5.000 a 50.000 personas gracias a este nuevo marco organizativo. Ahora bien, hay problemas, sobre todo porque a las direcciones sindicales a menudo les gusta controlar las cosas desde la trastienda.
Ese va a ser el reto. ¿Podemos empezar a prever en los próximos meses, a elaborar estrategias y a contribuir a nuevas estructuras de lucha y marcos organizativos más amplios? Si lo logramos, podremos construir un movimiento de millones de personas en un país como Estados Unidos. Los ingredientes clave ya están presentes en un país como Gran Bretaña. Como he dicho, me manifesté con 600.000 o más personas en Londres. En Manchester, Glasgow y otros lugares del país se celebraron enormes marchas el mismo día. Hemos recuperado, potencialmente, ese nivel de organización contra la guerra.
Aunque creo que hay enormes desafíos debido a lo agotadas que están nuestras infraestructuras de disidencia tras décadas de neoliberalismo, también hemos de recordar que los movimientos que reconstruyeron una izquierda en los años sesenta en Estados Unidos salían del macartismo. Venían del aplastamiento de una izquierda anterior. Así que es posible reconstruir y reinventar, pero este va a ser el reto.
No quiero que parezca que minimizo las dificultades. Son reales. Pero tampoco quiero que la gente subestime las oportunidades del momento para una organización a escala masiva como la que vimos en el momento de Black Lives Matter (BLM), de la revuelta tras la muerte de George Floyd. Por supuesto, duró demasiado poco para que se desarrollaran nuevas organizaciones de masas a gran escala.
Es posible que la lucha en Palestina no se desvíe como lo hizo la revuelta de BLM, en parte porque en este último caso el Partido Demócrata cerró la espita: Barack Obama habló con LeBron James y animó a los jugadores de baloncesto a poner fin a la huelga de atletas. No querían más paros en los centros de trabajo por miedo a que perjudicaran la campaña presidencial de Biden. Consiguieron el fin de las huelgas a cambio de prometer que los estadios de baloncesto se utilizarían como lugares de registro de votantes.
Ahora los Demócratas no pueden hacer esto con la cuestión palestina. No pueden enviar a Obama ni a Biden ni a ningún representante suyo para tratar de parar el movimiento en este momento. Lo que está en juego durante un genocidio es demasiado grave. Uno de los debates estratégicos que vamos a necesitar en los próximos meses en la izquierda de Estados Unidos es cómo podemos empezar a crear marcos más amplios para la solidaridad con Palestina y la movilización. Las oportunidades están ahí.
Tempest: El peligro de descrédito del Partido Demócrata coincide en el tiempo con el resurgimiento de la extrema derecha a escala nacional e internacional. El descrédito y el descenso del apoyo a Biden comenzó en realidad antes del 7 de octubre y del apoyo descarado de los Demócratas al genocidio. Sin embargo, la extrema derecha ha logrado de alguna manera presentarse como un poder contrahegemónico para responder a los problemas del establishment, “la ciénaga”. No se trata solo de Trump, sino que también está Javier Milei en Argentina. La extrema derecha se presenta de esta manera en todas partes, y la izquierda, en muchos sentidos, no.
David McNally: Tienes toda la razón al subrayar esto. La iniciativa política, sobre todo en el terreno electoral, ha correspondido a la derecha y, en algunos casos, de forma aterradora, a la extrema derecha. Para cualquiera de nosotros, en la izquierda socialista, subestimar esto sería desastroso. Porque lo que están tratando de hacer, y en algunos casos están teniendo un grado razonable de éxito, es desplazar la ira de la clase trabajadora de la clase empresarial hacia las capas socialmente oprimidas de la clase trabajadora.
Esta es una dinámica con la que estamos familiarizados. Podemos remontarnos a grandes escritos de la década de 1970 como Policing the Crisis, de Stuart Hall y una serie de coautores, que esencialmente nos decía: “Escuchad, están disfrazando la crisis económica del capitalismo como una crisis de seguridad personal y policial. Están apuntando a la gente de color como la causa de la crisis social. Y si no respondemos a eso, tendremos problemas.”
Parte del problema era que las antiguas formas de solidaridad de clase se estaban erosionando. En algunos casos, estaban siendo aplastadas institucionalmente. Y siempre hemos de recordar que el neoliberalismo depende de la capacidad del capitalismo para infligir una serie de derrotas a las organizaciones de la clase trabajadora. Margaret Thatcher, en Gran Bretaña, sabía que el Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros tenía que ser derrotado en interés del neoliberalismo. Si se quería quebrar una política de solidaridad de la clase obrera, había que aplastar a los mineros. En Bolivia, los neoliberales sabían que se trataba de los mineros del estaño, quizá el sindicato más combativo de Sudamérica. En 1985, miles de ellos que participaban en una marcha fueron recibidos por el ejército y apaleados.
A escala menos dramática, pero igualmente significativa desde el punto de vista social, fue la ruptura de la huelga de controladores aéreos por Ronald Reagan en Estados Unidos. Una vez que las organizaciones y los sindicatos que proporcionan la base institucional de la solidaridad de la clase trabajadora son destruidos o agotados masivamente, la gente tenderá a recurrir a estrategias individuales de supervivencia, a menos que otra forma de organización de la izquierda logre llenar el vacío. Y eso induce a la competencia y la rivalidad, en lugar de la cooperación y la solidaridad.
La extrema derecha sigue sacando provecho de este hecho. Su mensaje es: si quieres una estrategia de supervivencia individual, entonces vamos a elevarte por encima de esos tipos inferiores que han estado recibiendo limosnas de las élites liberales en forma de discriminación positiva, diversidad, equidad e inclusión, programas de bienestar social, benevolencia con el crimen, etcétera. Este problema va a persistir hasta que la reconstrucción de las organizaciones de la clase trabajadora a una escala significativa arrastre a un gran número de personas de vuelta a proyectos colectivos y formas organizativas colectivas.
La lucha solidaria con Palestina puede influir en los centros de trabajo, como ya he dicho. Los grandes movimientos sociales pueden desempeñar un papel extremadamente importante. Aunque no tengan la resistencia basada en el lugar de trabajo que tienen los sindicatos, crean nuevas solidaridades colectivas. Se convierten en el caldo de cultivo de nuevas identidades políticas. La idea de que la acción de masas puede obtener resultados alimenta otras formas de organización, como la organización comunitaria y en el lugar de trabajo.
Como socialistas, tenemos que intentar trabajar con todos esos pequeños brotes verdes que han surgido en términos de organización sindical y en el lugar de trabajo. Es increíblemente importante cultivarlos, pero también hemos de ser muy conscientes de las posibilidades de movilizaciones sociales a mayor escala, porque estas atraerán a los trabajadores y trabajadoras jóvenes y a las de color en particular.
Si logramos construir ahora un movimiento de solidaridad con Palestina y contra la guerra en Gaza que tenga realmente una base de masas, seguro que calará. Esto no significa que la derecha vaya a desaparecer electoralmente, pero una de las claves que hemos percibido en el plano estratégico es que la arena electoral es menos propicia para la izquierda que para la derecha.
La arena electoral favorece a la derecha porque esta no trata de trata de quebrar las instituciones del poder capitalista. A nosotras y nosotros no nos favorece tanto porque la mayoría de la izquierda se ve forzada a acomodarse cuando logra penetrar en la maquinaria del Estado, incluidas sus estructuras electas.
Claro que se pueden crear grandes contrapesos si contamos con movimientos sociales masivos, y por eso no digo que no haya que retar nunca al poder en la arena electoral. Una de las cosas que hemos visto es que a menos que las y los representantes de la izquierda militen en movimientos sociales, que ejercen una fuerza centrífuga sobre el electoralismo, se acomodan, y eso es terrible para la izquierda.
En estos momentos es preciso enfrentarse a los avances electorales de la derecha de todas las maneras posible, pero si queremos detener el ataque contra los derechos reproductivos en EE UU, por ejemplo, no deberíamos centrarnos en asegurar que salgan elegidas las candidaturas Demócratas, sino reconstruir un movimiento masivo por el derecho a decidir en el terreno reproductivo. Esto es lo que hemos visto en otras partes, y esto es lo que pasará en EE UU, como ya ocurrió en la década de 1970, cuando cantamos victoria en este terreno.
Los movimientos sociales de masas crean un tipo diferente de política. Enseñan a la gente que la política no tiene por qué someterse a los Clinton de este mundo. Nunca nos ganaremos la confianza de la gente trabajadora si es esto lo que le ofrecemos como alternativa: que una caterva de elites tecnocráticas como Biden y compañía, que durante toda su vida han sido políticos corruptos dentro del aparato del Partido Demócrata, representan tu futuro. Así no vamos a ninguna parte y acabaremos perdiendo políticamente. Nuestro problema real es crear un contrapeso de masas y una vida política que prefigure un tipo de política diferente, un tipo de organización diferente y un tipo de lucha diferente.
Esto generará inevitablemente nuevas ofertas electorales. Por ejemplo, pensemos en el Partido Demócrata por la Libertad de Misisipi o el Partido por la Paz y la Libertad asociado con el Partido Panteras Negras en California. Habrá ofertas electorales, pero ahora la gran prioridad absoluta es crear una fuerza de izquierda en la política que contrarreste a la derecha. Para esto necesitamos movimientos de masas de izquierdas. La clave está en volver a la movilización en la calle, el barrio y el centro de trabajo. Ahora se ha abierto una oportunidad en torno a la reivindicación de justicia para Palestina. Espero que no la desperdiciemos.