Escribir historia desde las periferias

Escribir historia desde las periferia
Elena Salamanca
Entre la maza y la cruz, todas las naciones de la región tienen una fuerte raíz de formación normativa en la etapa colonial. ¿Cómo crear un nuevo modelo de ciudadanía, y desde la diversidad de las periferias sociales, sino superamos antiguos modos de ver y contar la historia?

La Zebra | #13 | Enero 1, 2016
Este texto es más militante que académico, dado de que para mí toda construcción de intimidad es un acto político. Para muchas mujeres, para muchas ciudadanías periféricas, lo íntimo no es aún lo propio, lo íntimo continúa siendo intervenido, continúa siendo regulado. Oponerse a esas regulaciones —muchas veces vejatorias, intimidatorias— es un acto de resistencia.
Por lo mismo, quiero empezar esta reflexión con mi trayectoria alrededor de la mirada hacia las mujeres y otras ciudadanías que me gusta llamar periféricas en el archivo y en la escritura de la Historia.
No me alegra, pero la construcción de un corpus de pensamiento, reflexión y escritura desde miradas más androcéntricas de la Historia —más vinculada, en peso simbólico y praxis, al uso del pronombre HIStory que HERstory (la historia del hombre versus la de la mujer)— es lo que finalmente me ha llevado a entender la mirada de la periferia: de las mujeres biológicas y de las mujeres no biológicas, de los hombres biológicos y no biológicos, de los migrantes, los exiliados y los diaspóricos, de los periféricos, esos que no están sujetos al centro porque el centro quiere aplastarlos, esos que desde lo excéntrico, sea la identidad sexual o la condición territorial de patria, construyen la historia. No solo desde abajo, sino desde los lindes, atrincherados, constituidos en los márgenes.
Mi tesis doctoral es un ejercicio de historia intelectual y político que se centra en lo descentrado: en el ejercicio de la ciudadanía en el exilio a través de la investigación de varios centroamericanos asilados políticamente en México entre 1930 y 1950.
Hay ahí testosterona, estudio a hombres que imaginan una nación, ya la historiografía nos ha demostrado que son los hombres lo que imaginan la nación y que la feminidad ha sido usada como contra-nación, contra-masculinidad, cuando los hombres mismos no quieren defender esa nación.
Mi tesis de maestría es sobre el papel: sobre el papel como soporte para la Historia de una escritura de los procesos de la Iglesia a través de una Cofradía de indios en los siglos xvii y el xviii. En ambas investigaciones la reflexión no tenía un cruce de género, pero el género estaba ahí.
Las mujeres estaban ahí, atravesando los siglos, atravesando la Historia, desde sus acciones que por íntimas eran políticas. Lo he pensado por años y lo escribí hace años también: en los márgenes de los documentos está la Historia, en una forma de aplicar lo que sugiere Ranajit Guha como “prosa de la constrainsurgencia” y que por alguna razón contextual y relacionada al proceso histórico centroamericano quiero llamar “periférica”.
Mi experiencia con las mujeres del XVIII y las mujeres del XX, en ambos trabajos, es la siguiente: las mujeres han construido los procesos históricos desde espacios menos recluidos que el gineceo o el hogar, como hemos pensado maniqueamente. Las mujeres se han situado en el espacio político desde esos roles de género tradicionales y desde esos roles asignados tradicionalmente han logrado transgredir.
Para ello quiero tomar dos ejemplos de mis hallazgos en los márgenes: en el siglo XVIII, las mujeres de Nueva Guatemala de la Asunción movieron las celebraciones de la jura del rey Carlos IV, Movieron, digo, porque desde su “espacio tradicional” orquestaron la celebración política: cocinaron, hicieron frescos, hornearon panes, pintaron, incluso, el retrato de la reina María Luisa de Parma que fue exhibido en el cabildo, vendieron los materiales necesarios para la celebración, desde los cohetes hasta los dulces, entregaron recibos y firmaron.
Algunas podían escribir, otras presentaban documentos escritos por otras manos, de hombres, supongo. Ese mismo siglo, en un pueblo de indios del curato de Guaymoco, que después de la independencia sería jurisdicción de la nueva república de El Salvador, 30 mujeres fueron elegidas para cargos en sus cofradías, por primera vez en los más de 130 años de existencia de la institución. Por religiosos, los espacios eran políticos, y las mujeres de ese pueblo de indios comenzaron a aparecer en los documentos, comenzaron a tener nombre, cargo, jerarquías.
Pienso en las mujeres que durante siglos han construido otras narrativas, desde lo íntimo para lo político, que no han podido escribir y con ello no han podido enunciar pero han sabido resistir, permanecer y disentir.
Ahora, mientras escribo mi tesis, encuentro a las mujeres como protagonistas de prácticas disidentes. Están en el exilio en México empleando el lenguaje político: buscan la democracia, luchan contra las dictaduras. Guatemaltecas y hondureñas están asiladas en México según la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, que les sigue el paso en su condición de exiliadas.
Representan esa otra historia del destierro y la persecución política que no se cuenta, que está por escribirse. Son maestras, son viudas, están solas en una ciudad más grande que sus países enteros, más grande que su región entera, pensando también una nación, una nación unionista. Las mujeres de mi tesis están también en las calles de Tegucigalpa y San Pedro Sula, vestidas de negro, performando, como los hermanos Flores Magón, la muerte de la Constitución.
Las hijas y las esposas de los exiliados en México, las viudas de los asesinados por Carías, desfilan en la calle vestidas de negro, llevando arreglos florales a un funeral incierto: el de la democracia (Barahona, 2005, p. 111). En la historia centroamericana esta me parece una acción sin parangón que coloca a las mujeres en espacio público como sujetos, como protagonistas de la Historia, aunque la historia —esa oficial, con minúscula— las considera sujetas de ella.
Las mujeres están en la Historia, están en el espacio de quienes hacen la Historia desde abajo: en las comisuras de las memorias orales, en los márgenes de los documentos. Esas mujeres del siglo XX, entre el exilio y la nación, actúan, piensan se saben ciudadanas, pero no son ciudadanas, no las reconocen las constituciones, no pueden, siquiera, votar.
Toda mirada al siglo XIX o al XX que nos inserta en el sistema republicano que conocemos, complejidades más complejidades menos, nos coloca en el espacio preponderante de una Historia androcéntrica, pero donde la mirada desde la periferia ya está ahí.
Las mujeres estaban y no estaban en los papeles del Estado. Estaban porque representaban, como ahora incluso, la fuerza reproductiva de la nación, fuerza la llamo porque su útero en condición de depositario de la raza o la nacionalidad, como quieran llamarlo, era el motor de la nación. Le daba cuerpo. La nación necesita ciudadanos; ellas parían. Las mujeres creaban a la nación desde el parto, entregaban esos ciudadanos para el origen y para la nomenclatura, para mitología y para la ley, y aun entregando ciudadanos no eran, no podían ser, ciudadanas. No estaban dentro del lenguaje de la representación: no podían elegir ni ser elegidas, no en la esfera política, sino del cuerpo propia.

Como esas mujeres de otros siglos nosotras no estamos aún. A pesar de la representatividad, que no es representación, y debido a que precisamente toda representación es mediación y artificio. Y aunque sigamos votando, pagando impuestos, pariendo, educando, construyendo, no estamos en el lenguaje de la ley, que nos sigue enunciando hacia la estructura mayor, hacia el Estado.

La escritura es una posición de extremos y quien escribe está situado en el lugar menos amable: en los espacios rotos.

¿Por qué la autonomía de las mujeres es un espacio de contienda para el Estado que vuelve, como en el Antiguo régimen, a una operación de conquista y sometimiento? Tengo muchas más preguntas, pero tengo un punto de partida para formular una respuesta a esta, que me parece fundamental.
La respuesta es la ciudadanía. La comprensión de la ciudadanía. La elección no es solo partidaria, la democracia no es manchar un papel, con una equis, para elegir instituciones y símbolos. La ciudadanía no consiste en la mera mención en el lenguaje del Estado, la ciudadanía consiste en el ejercicio de la política desde los escenarios más diversos, lejanos todos de las urnas: desde la elección de concebir y desde la elección de no concebir, desde el placer y el goce, desde la lucha contra las represiones que la ley ha interpretado a través de lo moral, de contornos católicos o pentecostales.
Como apunto insistentemente, nacionalidad y ciudadanía no son lo mismo y desde el lenguaje de la nación la nacionalidad se interpreta como sometimiento, someterse a una ley, a una estructura, muchas veces de andamios podridos, el sometimiento no es bajo ninguna circunstancia, libertad.
Las mujeres tenemos aún pendiente la ciudadanía plena porque el Estado está, de nuevo, atravesado por la iglesia y la legislación se convierte en un ejercicio religioso. Por eso que hay que insistir en mirar lo anómalo, esas historias disidentes que por ser disidentes son —oh, sorpréndete, Iglesia— menos perversas.
Pienso en las mujeres que durante siglos han construido otras narrativas, desde lo íntimo para lo político, que no han podido escribir y con ello no han podido enunciar pero han sabido resistir, permanecer y disentir. Pienso en mis queridas exiliadas, con sus nombres y apellidos, con sus casos de asilo en un archivo gubernamental, y en su resistencia: en nombrarse como parte de una nación que no las nombra, que, al contrario, las expulsa.
Pienso en la caravana de madres de centroamericanos desaparecidos en México que el mes pasado atravesó este país y buscó en lo innombrable, en los NN, en las fosas comunes, y preguntó por su ciudadanía a los Estados que no les responden, que las empujan hacia las fronteras que, en estos casos, son precipicios. El barranco es el Estado.
Pienso que la escritura de la Historia desde los márgenes se resiste al barranco, es como un nuevo andamio construido por otras voces que por el encierro que han tenido en los campos interpretativos son más fuertes. La narrativa del centro-periferia se repite también en una escritura binomial de la Historia como si del triste binomio sexual se tratara.
La escritura es una posición de extremos y quien escribe está situado en el lugar menos amable: en los espacios rotos. La Historia, en tanto narración, también está ahí. No busco una historia de mujeres donde no hay hombres, no busco esa repetida historia de hombres donde no hay mujeres —excepto sus madrecitas queridas; sus esposas, sus amantes—. Busco la mirada que comprenda que entre los héroes y las narrativas oficiales hay también espacios de disidencia, y que la disidencia es también una narración de autonomías, un andamiaje de la Historia.
ELENA SALAMANCA (San Salvador, 1982). Poeta, narradora y ensayista. Ha publicado, en cuento: Último viernes (San Salvador, 2008); en poesía: Peces en la boca (San Salvador, 2011, reeditado en México en 2013), y Landsmoder(San Salvador, 2012).
Este texto es parte de una conferencia leída en Guatemala, en el pasado foro Arte y cultura para la paz (2016), dedicado a la prevención de la violencia hacia las mujeres.

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