Introducción: La translocalización discursiva de «Latinoamérica» en tiempos de la globalización. Santiago Castro-Gómez, Eduardo Mendieta.1998

Hacia finales de los años ochenta, el debate sobre la posmodernidad generó en América Latina una gama bastante amplia de reacciones: desde los más entusiastas defensores del capitalismo y el «final de las utopías», pasando por los espíritus moderados, que veían allí la posibilidad de revitalizar la compresión crítica de viejos problemas, hasta los detractores más acérrimos, que no dudaban en calificar lo «posmoderno» como una nueva maniobra de penetración imperialista.

Curiosamente, una década después, resulta interesante observar una reacción muy parecida de la intelectualidad latinoamericana frente a dos de los debates que agitan el mundo académico de los noventa: la globalización y la poscolonialidad.

No resulta difícil adivinar a qué se debe la energía y pasión con que muchos teóricos(cas) latinoamericanos participan en tales discusiones: lo que se halla en juego es el sentido mismo de la expresión «América Latina» en un momento histórico en el que las pertenencias culturales de carácter nacional o tradicional parecieran ser relevadas (o, por lo menos, empujadas hacia los márgenes) por identidades orientadas hacia valores transnacionales y postradicionales.

Quisiéramos ofrecer al lector una introducción general a los dos debates mencionados.

¿Qué se entiende por «globalización» y «poscolonialidad»? ¿Cuál es la relevancia teórica de estos conceptos para una (nueva) discusión sobre el problema de la «identidad latinoamericana»? ¿Cómo se posicionan diferentes teóricos(cas) latinoamericanos al respecto?

Para ello procederemos de la siguiente forma: primero examinaremos el concepto de globalización, resaltando su carácter multidimensional y plurivalente. Luego entraremos a caracterizar de manera muy esquemática las así llamadas «teorías poscoloniales», concentrándonos aquí en el pensamiento de Edward Said, Homi Bhabha y Gayatri Spivak.

Finalmente realizaremos una presentación de los textos recopilados en éste volumen, que documentan el modo en que las políticas del conocimiento sobre América Latina vienen siendo repensadas a finales del siglo XX.

Más que ofrecer una simple exposición de los temas, quisiéramos «provocar» al lector para la consideración de un debate que es presentado aquí, por vez primera, al público latinoamericano.

1. La experiencia de la des(re) territorialización: globalización de lo local, localización de lo global.

Apenas comenzando el siglo XX, el pensador uruguayo José Enrique Rodó escribió un opúsculo destinado a influenciar notablemente las representaciones sobre América Latina y los Estados Unidos manejadas por gran parte de la intelectualidad durante toda la centuria. La estrategia de Rodó en Ariel consistió básicamente en la contraposición de dos identidades homogéneas e inconmensurables: los latinos y los sajones.

Se trata de dos «espíritus» distintos; de dos formas de vida que heredan valores y formas de convivencia muy diferentes entre sí. Tanto los sajones como los latinos son herederos de la antigua civilización grecorromana, nos dice Rodó. Pero mientras que los Estados Unidos reciben esta herencia por la vía del humanismo nórdico-protestante, Hispanoamérica la recibe directamente por la vía del humanismo latino-católico que se desarrolló en las regiones mediterráneas de Europa: Francia, Italia, Portugal y, sobre todo, España.

Ello explicaría por qué la religión, la lengua, la moral y el pensamiento de estos dos pueblos adquieren un carácter tan opuesto.

De acuerdo a la narrativa de Rodó, la principal diferencia cultural entre latinos y sajones es la valoración que se da en uno y otro lado a la racionalidad técnico-instrumental. Mientras que los valores supremos de la cultura sajona son el trabajo, el ahorro y el culto a las promesas redentoras del industrialismo y el mercantilismo, los valores de la cultura latina se centran en la contemplación estética, la generosidad del sacrificio y el sentimiento de solidaridad.

De este modo, lo que para aquellos es tenido como virtud, para éstos aparece como vulgaridad. En un lado se otorga prioridad a la cultura del «tener», en el otro a la cultura del «ser»; allí se concede más importancia a la «sociedad», aquí a la «comunidad»; o, utilizando la terminología de Durkheim, allí reina la solidaridad mecánica, mientras que aquí reina la solidaridad orgánica.

No en vano, Rodó simboliza la cultura sajona con la figura shakespereana de Calibán, aludiendo así a los rasgos de automatismo, tosquedad y barbarie del pragmatismo norteamericano, mientras que la cultura latina queda simbolizada por la figura de Ariel, representante de la idealidad estética y moral que predomina en la América hispana.

Pero en los umbrales del siglo XXI, casi exactamente un siglo después de Ariel, el fenómeno de la globalización ha creado nuevas formas culturales que obligan a revisar las representaciones dibujadas por Rodó. ¿La «globalización»? ¿Acaso no es ésta una palabra de moda pero vacía de contenidos, como lo fue también la expresión «posmodernidad»? ¿A nombre de qué o de quién se nos viene a decir ahora que la «globalización» exige un cambio radical de las representaciones culturales que Latinoamérica ha generado sobre sí misma? ¿No estaremos frente a una nueva estrategia ideológica proveniente de los países imperialistas, en su afán de legitimar un orden económico internacional que les conviene?

A pesar de que tales objeciones pudieran tener alguna fuerza, nosotros pensamos que las cosas no son tan simples y que, pese a su carácter un tanto nebuloso y caleidoscópico, la palabra «globalización» sí está refiriéndose a procesos muy complejos de orden planetario que generan transformaciones no sólo cuantitativas en el ámbito de la economía y de la racionalización técnica-institucional, sino también cualitativas en el ámbito de la reproducción cultural.

Y estos cambios, como se muestra en el presente libro, desencadenan un profundo debate en torno al Latinoamericanismo, esto es, en torno a las categorías histórico-culturales con las que habíamos venido pensando (e inventando) a Latinoamérica desde el siglo XIX.

Digamos en primer lugar, y de manera general, que la globalización constituye un nuevo «modo de producción de riqueza» (cf. Barnet / Cavanagh 1994). En tiempos de Rodó, y durante buena parte del siglo XX, la riqueza se producía sobre la base del desarrollo industrial de los estados territoriales y de acuerdo al tipo de función (hegemónica o subalterna) que desempeñaban estos estados al interior de un «sistema-mundo» fundamentalmente internacional (cf. Wallerstein 1994).

El crecimiento económico en los centros metropolitanos dependía de varios factores: la posesión de un conocimiento tecnológico fundamentado en la industrialización de materias primas (carbón, hierro, petróleo), la presencia de fuerza laboral (proletariado) en cada uno de los estados territoriales y, no por último, la disposición de colonias o neocolonias encargadas de producir esas y otras materias primas (algodón, trigo, lana, carne, especies, etc.).

Pero en los albores del siglo XXI, el panorama se ha transformado casi por completo. El modo capitalista de producción adquiere una configuración global que sobrepasa lo puramente nacional, internacional o multinacional. No son los estados territoriales quienes jalonan la producción, sino corporaciones transnacionales que se pasean por el globo sin estar atadas a ningún territorio, cultura o nación en particular.

Y ya no son los procesos del fordismo y sus tecnologías de transporte (ferrocarril, correo, barco, carreteras) quienes sostienen la circulación material de capital, sino que ésta se ha virtualizado por completo – el dinero ya no «viaja» físicamente de un lugar a otro, pues las transferencias se realizan electrónicamente -, situación que ha convertido al mundo en una verdadera «sociedad planetaria» (Weltgesellschaft) constituida por lo que Luhmann llamase «comunicaciones globales» (Luhmann 1997: 145-171).

En efecto, a partir de la segunda guerra mundial se fue haciendo claro que el capital iba perdiendo sus connotaciones «nacionales» (capital inglés, japonés, alemán, norteamericano) para subordinarse cada vez más a formas propiamente globales de reproducción, situación que se tornó más evidente con el final de la guerra fría.

Las empresas y corporaciones transnacionales desplazaron al estado-nación como lugar de la hegemonía y empezaron a convertirse en dispensadores de las promesas que éste había recibido de la modernidad temprana: soberanía, emancipación política, liberalización económico-jurídica, secularización de las costumbres.

El aparato estatal, incluyendo no sólo las funciones de orden administrativo-financieras, sino también sus instituciones jurídico-políticas, comienza a reorganizarse de acuerdo a la exigencia mundial de los mercados y siguiendo los lineamientos trazados por corporaciones bancarias supranacionales como el Fondo Monetario Internacional.

Eliminados así los controles nacionales, las corporaciones (o, mejor dicho, un puñado de ellas) obtienen el campo libre para movilizarse a sus anchas por todo el planeta sin tener que consultar sus estrategias con ningún gobierno, e incluso, muy a menudo, actuando en contra de los intereses estatales.

Así por ejemplo, lo que es bueno para la Volkswagen o la Mercedes Benz (creación de fábricas y puestos de trabajo en México y Brasil) ha dejado de ser bueno para un país como Alemania, que observa impotente el derrumbe paulatino de su estado benefactor.

Todavía peor es la situación en los países latinoamericanos, donde las ganancias de las empresas no se integran a mecanismos nacionales de redistribución de la riqueza, sino que contribuyen más bien a incrementar la distancia entre los ricos y los pobres.

La nueva división del trabajo rompe así con el esquema clásico centro-periferia, pues las transnacionales se han convertido en agentes que afectan los intereses nacionales tanto en los países metropolitanos, como en las zonas anteriormente periferizadas o colonizadas por éstos.

Ahora bien, en éste proceso de des(re)territorialización del capital, lo que se globaliza no son únicamente las instituciones estatales y las estrategias económicas, sino también las ideas y los patrones socioculturales de comportamiento.

Esto debido a que, durante la segunda mitad del siglo XX, la globalización del capital vino acompañada por la revolución informática y, muy especialmente, por dos de sus productos tecnológicos: la industria cultural y la comunicación a distancia.

En cuestión de pocas décadas los medios electrónicos de comunicación (teléfono, cine, televisión, video, fax, internet) han propiciado una transformación jamás conocida en los imaginarios culturales de la humanidad. Rompiendo barreras culturales, sociales, políticas o ideológicas erigidas desde hace milenios, los medios han configurado una verdadera cultura global de masas.

Todo un universo de signos y símbolos difundidos planetariamente por los mass media empiezan a definir el modo en que millones de personas sienten, piensan, desean, imaginan y actúan. Signos y símbolos que ya no vienen ligados a las peculiaridades históricas, religiosas, étnicas, nacionales o lingüísticas de esas personas, sino que poseen un carácter trans-territorializado y, por ello mismo, postradicional. (cf. Giddens 1993).

Pero los lenguajes postradicionales no son valorativamente neutros, sino que están atravesados por violentas inclusiones y exclusiones de todo tipo. Los intereses que difunden y producen estos lenguajes son de carácter particular, aunque pretendan escenificarse como universales.

Empresas y conglomerados disputan entre sí el derecho a decidir qué tipo de cosas van a comer, beber, vestir y consumir millones de personas en todo el planeta. También está en juego el control sobre las imágenes y la información que recibimos cada día respecto a lo que «sucede» en el mundo. Con todo, esto es sólo una parte de la historia.

La otra parte es que cada uno de nosotros, en la medida en que se vincula formalmente a las redes mundiales de intercomunicación (p.ej. viendo la televisión, consumiendo símbolos de prestigio, usando los medios de transporte rápido o escribiendo un texto como éste en el ordenador), se constituye en un agente de la globalización.

No debemos pensar, entonces, que estamos frente a una estructura homogénea que se impone verticalmente por encima de nuestras cabezas y sin nuestro consentimiento. Los estudios culturales en América Latina han mostrado convincentemente que la globalización no es algo que ocurre «afuera» de nosotros y nos «aliena» de alguna supuesta esencia ideológica, personal o cultural (cf. Martín-Barbero 1989; García Canclini 1995).

Todavía más: en las condiciones creadas por la globalización, cada vez son más las personas en todas las localidades que se ven compelidas a vivir en una situación institucionalizada de riesgo (Risikogesellschaft) y, por tanto, a ejercer protagonismo sobre su propia vida a nivel cognitivo, hermenéutico y estético, como bien lo muestra la sociología de la cultura contemporánea (cf. Beck 1986; Baumann 1992; Luhmann 1993; Lash / Urry 1994; Schulze 1995).

Todo esto tiene consecuencias importantes a la hora de pensar quiénes somos los latinoamericanos hoy en día, en tiempos de la globalización. Se trata, nuevamente, de la eterna pregunta por la identidad, que ha movilizado gran parte del pensamiento filosófico en América Latina durante los últimos 200 años.

Sólo que la respuesta a esta pregunta ya no puede venir marcada por representaciones de tipo esencialista que establecen diferencias «orgánicas» entre los pueblos y las territorialidades. Por un lado, la industria de la información ha saturado a los países latinoamericanos de películas, videos, libros, exhibiciones, aparatos electrónicos y espectáculos multimedia provenientes del extranjero, creando territorios supranacionales en donde se borran las fronteras entre «ellos» y «nosotros».

En estos espacios, la oposición entre lo propio y lo ajeno se desdibuja en la medida en que los bienes culturales o de consumo son des(re)territorializados, es decir, arrebatados de sus contextos originarios e integrados a nuevas localidades globales.

Así, por ejemplo, cuando vamos a una sala de cine en Bogotá para ver una película filmada en Hollywood, o cuando desde la Ciudad de México nos comunicamos por teléfono, fax o internet con una persona ubicada en Nueva York, nos encontramos ingresando a territorios globales, que han dejado de ser colombianos, mexicanos o estadounidenses para convertirse en lugares que pueden ser habitados por cualquier persona de cualquier país, lengua, raza, o ideología.

Queriéndolo o no, la globalización nos ha conectado vitalmente con territorios en donde las identidades no están referidas más a pertenencias de lengua, sangre o nación, pues ya no se estructuran desde la inmanencia de las tradiciones culturales (como pensaba Rodó), sino desde la interacción de la cultura con la dinámica transnacional de los mercados.

Debería quedar claro que la globalización no es un proceso nebuloso y abstracto sino que se haya siempre localizado, es decir, que no existe ni puede existir con independencia de lo local. Cuando hablamos de «territorios globales» o de «comunicaciones desterritorializadas» no nos estamos refiriendo a procesos que ocurren «por fuera» de subjetividades y localidades específicas.

No se trata, insistimos, de un fenómeno relativo únicamente a las señales electrónicas de los medios o a flujos anónimos de información sin vínculos con la cultura. La globalización no es una estructura sin rostro ni conciencia que coloniza el mundo de la vida (Habermas), pero tampoco es, por sí misma, un agente (cf. Mato 1996).

Los agentes de la globalización son actores sociales específicos con diferente poder de intervención: corporaciones económicas, fundaciones privadas, gobiernos, sindicatos, iglesias, grupos de derechos humanos, movimientos sociales de diverso tipo y, no por último, cada uno de nosotros.

Y todos estos actores se hallan localizados, es decir, forman parte de un espacio social específico desde el cual se integran (desigualmente) a los procesos de globalización y luchan por redefinir su identidad personal o colectiva.

Desde este punto de vista quisiéramos utilizar, siguiendo a Robertson (1995), el neologismo glocalización para designar estos procesos asimétricos de interacción entre lo local y lo global.

Uno de los casos en donde se muestra con mayor claridad este fenómeno de la glocalización es el de los movimientos migratorios contemporáneos. No estamos hablando de migraciones comparables, por ejemplo, al desplazamiento de las tropas de Alejandro Magno hacia el medio oriente, a las invasiones de Genghis Khan, o al paso de millones de europeos hacia norte o Sudamérica en el siglo XIX. Migraciones como la de los latinoamericanos hacia Estados Unidos, de los indios hacia Inglaterra o de los turcos hacia Alemania poseen un carácter diferente porque se producen en contextos ya globalizados de acción.

Por un lado, la mayor parte de los inmigrantes se establecen en ciudades globales (como Londres, Berlín o Nueva York), cuyas

fronteras trascienden los límites del estado-nación; por el otro, la vinculación a redes electrónicas de información y el uso de medios de transporte rápido permite a los inmigrantes (o «transmigrantes») mantener un intercambio continuo de mensajes, dinero e imaginarios massmediáticos con sus localidades de origen, que resultaba impensable en el pasado.

Más que «lugares de asentamiento», los espacios habitados por estos inmigrantes se definen como «zonas de contacto» (Pratt 1992: 1-11); como territorios globales atravesados por múltiples pertenencias culturales que funcionan, sin embargo, como lugares de asociación e identidad. Piénsese, por ejemplo, en los puertorriqueños en Nueva York («niuyoricans») o en los mexicanos en California y sus permutaciones lingüísticas («spanglisch»).

Este fenómeno de las identidades transversas y los espacios intermedios desafía las representaciones monoculturalistas de Rodó (el «sajonismo» y la «latinidad» como unidades orgánicas expresadas en la pureza del lenguaje).

No quedaría completa ésta imagen de la globalización si no mencionáramos el carácter asimétrico de la misma. Pues sería ilusorio pensar que la des(re)territorialización de la economía, los imaginarios y las identidades obedece a una dinámica igualitaria o, por lo menos, democrática. El sueño neoliberal de que la libertad económica conduciría necesariamente a la libertad social y política se ha revelado, para millones de personas en todo el mundo, como una pesadilla. Lo quepara unos es libertad de elección, movilización y consumo, para otros es la sentencia a vivir en las condiciones más elementales de sobrevivencia física. Hemos dicho ya que la globalización des-localiza y re-localiza, pero éste proceso implica (o presupone) la construcción de nuevas jerarquías de poder.

Se trata, en el fondo, de una nueva repartición de privilegios y exclusiones, de posibilidades y desesperanzas, de libertades y esclavitudes. Pero lo más dramático y novedoso de ésta estratificación global es que los vínculos entre la pobreza y la riqueza se transforman radicalmente.

Si durante milenios las relaciones asimétricas de poder estaban organizadas de tal manera que los ricos necesitaban de los pobres -ya fuera para «salvar su alma» mediante obras caritativas, ya fuera para explotarlos mediante el trabajo y aumentar de este modo sus riquezas-, en tiempos de la globalización los pobres han dejado de ser necesarios. Ahora las riquezas aumentan y el capital se acumula sin necesidad del trabajo de los pobres, lo cual conduce a una situación paradójica en que los dos mundos están más cerca y, simultáneamente, más lejos que nunca.

Los pobres se hallan más cerca de los ricos que antes, pues tienen acceso virtual a los símbolos de la libertad y el consumo escenificados por los media, pero sus posibilidades de tocarlos con la mano son cada vez menores. Los ricos, a su vez, también se hallan más cerca de los pobres que antes, porque el zapping les da la posibilidad de presenciar virtualmente la miseria del mundo en su propia casa, pero su riqueza ya no depende de que el pobre, aunque siga siendo pobre, reproduzca por lo menos su fuerza de trabajo (Marx).

Como el pobre ya no le resulta útil para nada, el rico considera terminada su responsabilidad social (Bauman 1997). El fin de la sociedad del trabajo significa también el fin de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo.

Completando nuestra presentación diríamos entonces lo siguiente: la globalización es ciertamente una nueva forma de producción de la riqueza pero también, y concomitantemente, una nueva forma de producción y escenificación de la pobreza.

2. Teorías poscoloniales o la radicalización de la crítica al occidentalismo

La reflexión que hacíamos en torno al significado de las migraciones globales es importante, porque nos conecta directamente con uno de los temas centrales a ser discutidos en este volumen: el concepto de «poscolonialidad» o, más precisamente, el carácter de las así llamadas «teorías poscoloniales».

¿Qué ocurre cuando inmigrantes o hijos de inmigrantes turcos, indios, africanos o latinoamericanos empiezan a ganar posiciones de influencia en universidades del primer mundo? ¿Qué desplazamiento discursivo se produce cuando éstos académicos procuran dar cuenta de la condición subalterna en que se encuentran tanto sus localidades de origen con respecto a los centros metropolitanos, como la comunidad de inmigrantes al interior de estos mismos centros?

Una respuesta podría ser que conceptos tales como «Tercer Mundo», «colonialismo» e «intelectualidad crítica» empiezan a experimentar una trans-localización discursiva.

Durante los años sesenta y setenta la conceptualización del colonialismo, estimulada por los procesos de «liberación nacional» que se vivían en Asia y en África, giraba en torno a dos ejes principales: el estado metropolitano y el estado nacional-popular.

Ambos ejes eran considerados antitéticos: mientras que el estado metropolitano era visto como agente del imperialismo y la explotación, el estado nacional-popular era tenido como agente de liberación y descolonización en el «tercer mundo».

Naturalmente, esta perspectiva cambia en el momento en que el problema se piensa desde el interior de las «zonas de contacto», es decir, desde el momento en que los subalternos se encuentran atravesados por redes globales que los vinculan tanto a la

metrópoli como a la periferia, así como por exclusiones de tipo económico, racial y sexual que operan más allá y más acá de la «nación».

Además, el asunto se complica cuando los académicos que teorizan estos problemas empiezan a ser conscientes de que están hablando desde una doble posición hegemónica: por un lado, la hegemonía frente a sus localidades de origen debido a su condición de personas que viven y trabajan en universidades elitistas del primer mundo; por el otro, la hegemonía que les garantiza el saber y la letra frente a los otros inmigrantes, la mayoría de los cuales luchan diariamente por sobrevivir en el sector de servicios.

Tal situación obliga a revisar el papel que las narrativas anticolonialistas y tercermundistas habían asignado al «intelectual crítico» y a buscar nuevas formas de concebir la relación entre teoría y praxis.

Las llamadas «teorías poscoloniales» nacen precisamente como resultado de las tensiones generadas por estos problemas [1]. Por ser ya un resultado de procesos enteramente globales y de la translocalización discursiva a ellos vinculada, las teorías poscoloniales se diferencian (tanto material como formalmente) de las narrativas anticolonialistas que siempre acompañaron a la occidentalización (cf. Moore-Gilbert 1997: 5-33).

Pensamos, por ejemplo, en el tipo de crítica al colonialismo llevada a cabo en Latinoamérica por Bartolomé de Las Casas, Guamán Poma de Ayala, Francisco Bilbao, José Martí y el mismo Rodó, para mencionar únicamente algunos casos. Tales narrativas fueron articuladas en espacios tradicionales de acción (Macondoamérica), es decir, en situaciones donde los sujetos formaban su identidad

en contextos predominantemente locales, no sometidos todavía a procesos intensivos de racionalización (Weber / Habermas)[2]. Como es apenas comprensible, en ese tipo de situaciones la crítica al colonialismo pasaba necesariamente por un rescate de la autenticidad cultural de los pueblos colonizados.

El concepto de «autenticidad» jugaba allí como un arma ideológica de lucha contra los invasores, contra aquellos que amenazaban con destruir el «legado cultural» y la «memoria colectiva» de los subalternos. Y los guardianes de la autenticidad, los encargados de «representar» (Vertreten) a los subalternos y articular sus intereses eran los arieles: aquellos letrados e «intelectuales críticos» que podían impugnar al colonizador en su propio idioma, utilizando sus mismos conceptos y su misma «gramática» (cf. Castro-Gómez 1996: 67-120).

Aquí precisamente tuvo su locus enuntiationis el Latinoamericanismo.

Las teorías poscoloniales se articulan, en cambio, al interior de contextos postradicionales de acción, es decir, en localidades donde los sujetos sociales configuran su identidad interactuando con procesos de racionalización global y en donde, por lo mismo, las fronteras culturales empiezan a volverse borrosas. Esto explica en parte por qué teóricos como Said, Bhabha y Spivak no se ven a sí mismos como profetas que articulan la voz del oprimido, como «guardianes» de ninguna tradición cultural extraoccidental o como representantes intelectuales del «tercer mundo».

Como veremos enseguida, su crítica al colonialismo no viene motivada por la creencia en un ámbito – moral o cultural – de «exterioridad» frente a occidente, y mucho menos por la idea de un retorno nostálgico a formas tradicionales o precapitalistas de

existencia. Ellos saben perfectamente que la occidentalización es un fenómeno planetario sin retorno y que el único camino viable para todo el mundo es aprender a negociar con ella. En este sentido, como lo afirmara Spivak, su actitud frente a la globalización es la de una «crítica permanente frente aquello que no se puede dejar de desear» (Spivak 1996: 27-28). Y sus metodologías preferidas son la «reconstelación» y la «catachresis», esto es, el uso estratégico de las categorías más autocríticas desarrolladas por el pensamiento occidental para recontextualizarlas y devolverlas en contra de sí mismo.

En efecto, desde un punto de vista conceptual, las teorías poscoloniales se encuentran directamente emparentadas con la crítica radical de la metafísica occidental que se articula en la línea de Nietzsche, Weber, Heidegger, Freud, Lacan, Vattimo, Foucault, Deleuze y Derrida. Al igual que estos autores europeos, los teóricos poscoloniales señalan la complicidad fundamental de occidente – y de todas sus expresiones institucionales, tecnológicas, morales o científicas – con la voluntad irrestricta de poder sobre otros hombres y otras culturas.

Pero la crítica de los autores poscoloniales es todavía más profunda, al menos en dos sentidos:

a) Ninguno de los autores arriba mencionados tematizó los vínculos entre la metafísica occidental y el proyecto europeo de colonización. Por el contrario, todos ellos permanecieron recluidos en el ámbito de una crítica intraeuropea y eurocéntrica, que fue incapaz de levantar la mirada por encima de sus propias fronteras [3].

Sin abandonar la radicalidad de estos autores, los teóricos poscoloniales señalan, en cambio, que la metafísica moderna es, de hecho, un proyecto global. Las primeras víctimas de la modernidad no fueron los trabajadores de las fábricas europeas en el siglo XIX, ni tampoco los inadaptados franceses encerrados en cárceles y hospitales de los que nos habla Foucault, sino las poblaciones nativas en América, Africa y Asia, utilizadas como «instrumentos» (Gestell) en favor de la libertad y el progreso.

De hecho, el fabuloso despliegue de la racionalidad científico-técnica en Europa no hubiera sido posible sin los recursos materiales y los «ejemplos prácticos» que provenían de las colonias. Fue, por ello, sobre el contraluz del «otro» (el bárbaro y el salvaje convertidos en objetos de estudio) que pudo emerger en Europa lo que Heidegger llamase la «época de la imagen del mundo».

Sin colonialismo no hay ilustración, lo cual significa, como lo ha señalado Enrique Dussel, que sin el ego conquiro es imposible el ego cogito.

La razón moderna hunde genealógicamente sus raíces en la matanza, la esclavitud y el genocidio practicados por Europa sobre otras culturas.

b) Mientras que casi todos los críticos europeos terminan proclamando algún ámbito de escape a la metafísica occidental (el arte para Nietzsche, la contemplación mística para Heidegger, la «religión débil» para Vattimo, los deseos para Deleuze), los teóricos poscoloniales señalan que todas estas vías se encuentran permeadas por los sueños, las fantasías y los proyectos coloniales.

Pues fue justamente la estrategia de la otrificación (othering) la que otorgó sentido a la colonización europea y al dominio que la racionalidad técnica ejerce todavía sobre la naturaleza interna y externa. A diferencia, pues, de los maestros de la sospecha, los teóricos poscoloniales reconocen que todas las categorías emancipadoras, aún las que ellos mismos utilizan, se

encuentran ya «manchadas» de metafísica. De lo que se trata no es, por ello, de proclamar un ámbito de exterioridad frente a occidente (el «tercer mundo», los pobres, los obreros, las mujeres, etc.) o de avanzar hacia algún tipo de «posoccidentalismo» teórico legitimado paradójicamente con categorías occidentales. Ello no haría otra cosa que reforzar un sistema imperial de categorizaciones que le garantiza al intelectual el poder hegemónico de hablar por o en lugar de otros.

De lo que se trata, más bien, como lo enseña Spivak, es de jugar limpio; de poner las cartas sobre la mesa y descubrir qué es lo que se quiere lograr políticamente con una determinada interpretación. Si detrás de la interpretación no hay realidades sino únicamente voluntades, entonces la única estrategia para quebrantar la metafísica es la que Spivak denomina el «Darstellung», esto es, la historización radical del propio locus enuntiationis.

El que interpreta sabe que lo hace desde una perspectiva en particular, aunque utilice para ello categorías metafísicas como «libertad», «identidad», «diferencia», «sujeto», «memoria colectiva», «nación», «derechos humanos», «sociedad», etc.

Lo importante aquí no es la referencialidad ontológica de tales categorías — que en opinión de Spivak no son otra cosa que «prácticas discursivas»— sino su función performativa. Lo que se quiere no es encontrar una verdad subyacente a la interpretación sino ampliar el campo de maniobralibidad política, generando para ello determinados «efectos de verdad».


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3. ¿Poscolonización de lo latinoamericano o latinoamericanización de lo poscolonial?

En los Estados Unidos, las teorías poscoloniales han gozado de gran recepción en círculos académicos orientados hacia el estudio de la lengua y la cultura inglesa de ultramar (Commonwealth Literature). No obstante, también los latinoamericanistas han venido mostrado bastante interés por el tema, teniendo en cuenta de que fue en América Latina donde, por primera vez, se empezó a articular una crítica sistemática del colonialismo.

De ahí la irritación de muchos estudiosos de la cultura latinoamericana frente a declaraciones como la de Spivak, para quien Latinoamérica no habría participado hasta el presente en el proceso de descolonización, o frente a la exclusión sistemática de la experiencia colonial iberoamericana por parte de Said, Bhabha y otros teóricos poscoloniales [1].

Con todo, la discusión poscolonial ganó bastante intensidad desde comienzos de los noventa entre los latinoamericanistas de la academia estadounidense, adoptando la forma de una crítica interna al Latinoamericanismo.

«Latinoamericanismo», «Latinoamericanística» y «Estudios Latinoamericanos» son términos utilizados a veces de manera sinónima, a veces de manera diferencial en la discusión poscolonial. Por lo general, ellos hacen referencia al conjunto de saberes académicos y conocimientos teóricos sobre América Latina producidos en universidades e instituciones científicas del primer mundo, y específicamente en algunos departamentos de literatura en los Estados Unidos.

Pues aunque los «Estudios Latinoamericanos» incluyen ciertamente la sociología, la politología, la historia, la antropología y últimamente también los estudios culturales, fue precisamente en los departamentos de lengua y literatura donde empezó a discutirse por primera vez el problema de la poscolonialidad.

Esto no es extraño, si tenemos en cuenta tres factores: primero, que por lo menos a partir del Boom, la literatura sigue siendo considerada en los Estados Unidos (y también en Europa) como el producto cultural latinoamericano par excellence, aún a pesar de la gran popularidad que empiezan a tener otras mercancías de exportación como el arte (sobre todo la pintura), la música (tango, salsa) y las telenovelas; segundo, que el tema de lo poscolonial encaja muy bien con el enorme desarrollo que ya desde los setenta venían mostrando los estudios de la literatura colonial hispanoamericana, principalmente la del siglo XVI; y tercero, que las teorías poscoloniales, como ya lo señalamos, muestran grandes afinidades con el estructuralismo (Barthes, Lacan), la deconstrucción (Derrida) o la genealogía (Nietzsche, Foucault), metodologías que ya habían sido institucionalizadas, es decir, incorporadas al análisis de textos en las facultades de literatura desde comienzos de los ochenta.

Así las cosas, cuando Patricia Seed dio inicio al primer Round de la discusión con la publicación de su reseña «Colonial and Poscolonial Discourse» en 1991, ya el terreno se encontraba abonado para ello (Seed 1991). En ese texto, Seed resaltaba las nuevas perspectivas que ofrecen las teorías de Said, Bhabha y Spivak para un replanteamiento de los estudios coloniales hispanoamericanos. No obstante, y como lo anotaron también los críticos más acervos del poscolonialismo (cf. Ahmad 1992), uno de los puntos en discusión era justamente el uso de un instrumentario teórico decididamente «occidental» —como el postestructuralismo para examinar el pasado cultural de las ex-colonias europeas.

Desde este punto de vista, el crítico literario Hernán Vidal afirmaba que tal uso desconoce olímpicamente el modo en que el pensamiento latinoamericano mismo, y particularmente las teorías de la liberación y la dependencia, han desarrollado categorías pertinentes al estudio de su propia realidad cultural (Vidal 1993). Otros autores como Jorge Klor de Alva y Rolena Adorno impugnaban la importación de la categoría «poscolonialismo» en los Estudios

Latinoamericanos con el argumento de que tal designación corresponde quizás a los legados culturales de las ex-colonias británicas (Commonwealth), pero nunca al de las ex-colonias ibéricas (Klor de Alva 1992; Adorno 1993).

Como puede verse, la discusión adoptaba ya en aquel entonces dos frentes bien definidos: de un lado, el de aquellos latinoamericanistas que buscaban aprovechar las teorías poscoloniales para una nueva lectura de los textos pertenecientes al período colonial hispanoamericano; del otro, el de aquellos que objetaban este movimiento, con el argumento de que tal relectura debería realizarse a partir de las tradiciones mismas del pensamiento latinoamericano y no desde categorizaciones extranjeras.

Una segunda vuelta del debate tuvo lugar en el congreso de LASA celebrado en Guadalajara (Abril de 1997), en donde fueron leídos varios de los trabajos presentados en este volumen. Algunos de los temas debatidos entre 1991 y 1993 se mantienen todavía vigentes, pero la discusión se ha diversificado mucho más debido a varios factores: la consolidación de los Estudios Culturales (García Canclini, Brunner, Ortiz, Sarlo, Calderón, Hopenhayn, Martín-Barbero, Yúdice, etc.) como nuevo paradigma de teorización de lo latinoamericano a finales del siglo XX; la incorporación de nuevos debatientes provenientes de otras disciplinas (antropología cultural, semiología, historia, filosofía); la fundación del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos; la publicación de libros como The Darker Side of the Renaissance (W. Mignolo), Cultura y Tercer Mundo (ed. B. González Stephan) y The Postmodernism Debate in Latin America (eds. J. Beverley / J. Oviedo / M. Aronna), así como a la participación crítica desde Latinoamérica de autores como Hugo Achúgar y Nelly Richard.

Intentaremos mostrar al lector cuáles son los nuevos contornos de la discusión, tal como pudieran ser reconstruidos a partir de los textos que estamos presentando.

El Manifiesto Inaugural redactado por el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos recoge varios de los temas abordados por el historiador indio Ranajit Guha, a partir de los cuales se pretende avanzar hacia una reconstrucción de la historia latinoamericana de las últimas dos décadas. Tal reconstrucción quisiera presentarse como una alternativa al proyecto teórico llevado a cabo por los Estudios Culturales desde finales de los ochenta.

Por esta razón, el grupo coloca mucho énfasis en categorías de orden político tales como «clase», «nación» o «género», que en el proyecto de Estudios Culturales parecieran ser reemplazadas por categorías meramente descriptivas como la de «hibridez», o sepultadas bajo una celebración apresurada de la incidencia de los medios y las nuevas tecnologías en el imaginario colectivo.

La dicotomía élite/subalterno, de claro origen gramsciano, busca mostrar que la nueva etapa de globalización del capital no debiera ser vista en América Latina como algo ya «naturalizado», como una condición de vida inevitable, sino que ella pudiera generar un bloque de oposición potencialmente hegemónico, como ocurrió, por ejemplo, en el caso de la revolución sandinista en Nicaragua.

La teórica nicaragüense Ileana Rodríguez, cofundadora del Grupo de Estudios Subalternos, muestra que la lógica de la dominación occidental posee siempre «otra cara», que es donde se localiza el subalterno y sus estrategias de negociación con el poder. El subalterno no es, pues, un sujeto pasivo, «hibridizado» por una lógica cultural que se le impone desde afuera, sino un sujeto negociante, activo, capaz de elaborar estrategias culturales de resistencia y de acceder incluso a la hegemonía.

Walter Mignolo aprovecha también algunos elementos de las teorías poscoloniales para realizar una crítica de los legados coloniales en América Latina. Pero, a diferencia de Ileana Rodríguez y de otros miembros del Grupo de Estudios Subalternos, Mignolo piensa que las tesis de Ranajit Guha, Gayatri Spivak, Homi Bhabha y otros teóricos indios no debieran ser asumidas y trasladadas sin más para un análisis del caso latinoamericano. Haciéndose eco de las críticas tempranas de Vidal y Klor de Alva, Mignolo afirma que las teorías poscoloniales tienen su locus enuntiationis en las herencias coloniales del imperio británico y que es preciso, por ello, buscar una categorización crítica del occidentalismo que tenga su locus en América Latina.

Para ello acude a la tradición socio-filosófica del pensamiento latinoamericano, que desde el siglo XIX se posicionó críticamente frente a los legados del colonialismo español, pero también frente a la amenaza de los colonialismos inglés y norteamericano. Este tipo de reflexión crítica es llamado por Mignolo «posoccidentalismo» (y no «poscolonialismo» ni «posmodernidad»), utilizando la expresión sugerida por el cubano Roberto Fernández Retamar.

En la misma línea de Mignolo se ubica el artículo de Eduardo Mendieta, para quien la modernidad y la posmodernidad no son otra cosa que la secularización del cristianismo, y en particular de la concepción cristiana del tiempo y de la historia. Se trata, según Mendieta, de una crono-topología del mundo que elimina sistemáticamente los loci espacio-temporales de otras culturas distintas a la occidental. Occidente se convierte así en el panóptico del mundo, en el dispensador de las promesas redentoras para toda la humanidad. Pero ésta práctica occidental de vigilar el calendario de la historia ha sido quebrantada en las últimas décadas por las teorías poscoloniales.

Mendieta no se refiere solamente a las críticas de Said, Bhabha

y Spivak, sino a todas las teorías procedentes del tercer mundo que buscan reivindicar su propio locus enuntiationis frente a la modernidad occidental. En este sentido, todas ellas serían teorías «transmodernas», que en América Latina encontrarían su mejor expresión en la teología de la liberación y en el pensamiento filosófico de Leopoldo Zea y Enrique Dussel. La transmodernidad sería, entonces, la irrupción crítica en el ámbito del conocimiento (un dominio tradicionalmente sagrado de occidente) de teóricos y teóricas que defienden su pertenencia a localidades periféricas. Ellos reclaman la posibilidad de nombrar su propia historia y de articular sus propias categorías autoreflexivas, aunque utilicen, como Calibán, el mismo lenguaje de Próspero, es decir, el instrumentario conceptual generado por occidente.

A manera de contrapunto, Santiago Castro-Gómez se pregunta si acaso ésta utilización del lenguaje de Próspero no genera también representaciones unitarias y excluyentes de Latinoamérica. Su sospecha se dirige principalmente hacia la tradición del «pensamiento latinoamericano», que desde el siglo XIX se articuló al interior de los procesos de globalización y racionalización (periférica) arrastrados por la modernidad.

Si el poscolonialismo de Mignolo, Moreiras y Beverley busca deconstruir las imágenes coloniales de América Latina que circulan en los aparatos académicos del primer mundo, ¿por qué no – se pregunta – hacer lo mismo con las imágenes de Latinoamérica que se generan desde Latinoamérica misma? Para este efecto, Castro-Gómez propone avanzar hacia una «genealogía del pensamiento latinoamericano» que, a partir de la exposición de los mitos con que América Latina se ha pensado a sí misma, pudiera articular una crítica radical de la metafísica occidental. Esta intención auto-genealógica es compartida también por la colombiana Erna von der Walde, quien muestra cómo el «macondismo» funciona en América Latina como una construcción hegemónica y excluyente, mientras que en Europa y los Estados se celebra ingenuamente como una expresión tercermundista del poscolonialismo y la posmodernidad. El macondismo es una representación unitaria y panóptica que, por lo menos en Colombia, tiene sus raíces genealógicas en el siglo XIX, y concretamente en un proyecto político de orientación aristocrática, militarista, antimoderna e hispanófila: la «regeneración».

Fernando Coronil, por su parte, critica algunas de las categorías dibujadas por la academia norteamericana para conceptualizar al «otro» y, al igual que Mignolo, señala su complicidad genealógica con el imperialismo de los Estados Unidos. Las representaciones sobre América Latina, el Oriente y el Occidente obedecen, en realidad, al ejercicio de ciertas políticas epistemológicas llevadas a cabo por instituciones metropolitanas. No obstante, y siguiendo en este punto el pensamiento de Marx, Coronil muestra que el capitalismo tardío genera su contrario: la globalización del capital está propiciado una espacialización del tiempo.

Esto significa que la historia, ahora desterritorializada, ya no pueda quedar anclada en localidades fijas, lo cual descredita las grandes cartografías históricas de la modernidad, basadas precisamente en la centralidad de Occidente. El resultado es, a nivel práctico, que las subalternidades (el «otro») ya no se ubican afuera sino adentro de los países centrales, provocando la articulación de movimientos sociales contestatarios; y a nivel teórico, que al interior de la academia misma están emergiendo «categorías geohistóricas no imperialistas» que permiten abandonar los mapas imperiales dibujados por la modernidad.

Precisamente en este punto concuerdan los intereses teóricos de Coronil con los de Alberto Moreiras, quien también busca realizar una genealogía de las políticas del conocimiento sobre América Latina (el «Latinoamericanismo»), pero ya no a partir de sus configuraciones latinoamericanas como en el caso de Castro-Gómez y von der Walde, sino en su manifestación como «Latin American Studies», tal como éstos son escenificados por la academia norteamericana.

En opinión de Moreiras, las representaciones sobre América Latina han funcionado allí como instancia teórica de una agencia global, vinculada a los intereses políticos de los Estados Unidos en Latinoamérica. Además, el Latinoamericanismo históricamente constituido ya no es capaz de dar cuenta de la nueva situación socio-cultural de los Estados Unidos, en donde las fronteras con el tercer mundo se han empezado a desplazar hacia adentro.

Lo que se requiere, entonces, es una renovación crítica del Latinoamericanismo que aproveche las nuevas energías políticas y los nuevos imaginarios culturales de los inmigrantes latinoamericanos, sin caer por ello en posiciones de corte fundamentalista.

El nuevo Latinoamericanismo (de «segundo orden») debiera convertirse en una «teoría antiglobal» que sirva como herramienta crítica para una democratización radical del conocimiento y la cultura en la sociedad estadounidense.

Pero no todos los debatientes comparten este optimismo respecto a la posibilidad de una renovación de las políticas del conocimiento sobre América Latina desde el aparato teórico de la academia norteamericana. Mabel Moraña califica la teorización poscolonial como una nueva versión posmoderna de América Latina elaborada desde los centros de poder. El propósito de esta teorización sería reforzar el vanguardismo teórico de ciertos sectores intelectuales en los Estados Unidos, que necesitan algún tipo de «exterioridad» para ejemplificar sus modelos interpretativos.

Así, por ejemplo, las nociones de «hibridez» y «subalternidad» buscan confirmar la tesis posmoderna de la pérdida del referente, convirtiendo inesperadamente a las masas latinoamericanas en «protagonistas» de la globalización.

Pero se trata, en realidad, de un protagonismo engañoso, porque, al ser articulado desde un locus teórico metropolitano, el diagnóstico de la «hibridez» y la «subalternidad» es autopoiético: se trata de una observación que el norte realiza sobre sí mismo, sobre su propia hegemonía representacional. Latinoamérica es ubicada aquí en el espacio de lo exótico, de lo calibanesco y de lo marginal con respecto a los discursos metropolitanos.

En opinión de Moraña, el poscolonialismo no supera sino refuerza doblemente la épica tercermundista de los años sesenta. No en vano, anota Moraña, coincidiendo en esto con Erna von der Walde, los teóricos poscoloniales (Said, Spivak) construyen a Latinoamérica desde la fórmula de lo «real-maravilloso», sin renunciar a las bases epistemológicas desde la que se generaba la alteridad en las teorías del desarrollo.

Más dura todavía es la crítica de Hugo Achúgar al poscolonialismo. Para el teórico uruguayo, estaríamos frente a una nueva forma de teorización metropolitana sobre Latinoamérica que ignora las tradiciones de lectura y las memorias históricas articuladas desde Latinoamérica misma. Las agendas teóricas del poscolonialismo no se inscriben como un instrumento de lucha en favor de la sociedad civil latinoamericana; ellas obedecen, más bien, al impacto que la diversidad étnica, religiosa y cultural ha producido en países que, como los Estados Unidos, hasta hace poco se representaban a sí mismos como monoculturales.

Al no distinguir las dos situaciones, es decir, al confundir lo latinoamericano con lo latino-estadounidense, las teorías poscoloniales funcionan en realidad como una política colonialista de la memoria y el conocimiento. Achúgar sospecha incluso que el poscolonialismo es una nueva forma de panamericanismo teórico, que corre paralelo al panamericanismo económico diseñado por el gobierno de los Estados Unidos (Tratado de Libre

Comercio). De lo que se trataría, entonces, es de descolonizar el poscolonialismo, mostrando que América Latina ha generado sus propias categorías autoreflexivas.

Categorías como «Nuestra América» de José Martí, que pusieron siempre en claro la diferencia entre los intereses latinoamericanos y los intereses colonialistas estadounidenses.

También Nelly Richard contrapone, como Achúgar, el hablar sobre y el hablar desde América Latina. Pero, a diferencia de éste, la teórica chilena no se refiere primariamente al lugar geográfico de la enunciación, sino al carácter formal de la misma. Richard castiga cualquier tipo de enunciación que busque integrar el referente «Latinoamérica» en un aparato global de conexiones teóricas, ligadas a una institucionalidad determinada. No sólo el Latinoamericanismo articulado desde la academia norteamericana es objeto de su crítica; también lo es el Latinoamericanismo que se produce en América Latina desde instituciones como la FLACSO, tal como lo muestra la polémica que sostiene con las ciencias sociales chilenas (Brunner, Lechner, etc.) en su último libro (Richard 1994).

El peligro de este tipo de teorización es que los saberes locales y marginales quedan integrados en una maquinaria teórica omnicomprensiva, controlada por tecnócratas del saber. En este sentido, Richard habla de una «Internacional académica» que determina qué autores deben ser leídos o citados, cuáles temas son relevantes, qué significa estar en la «vanguardia» de una discusión, etc. Lo que halla en juego es el acceso a posiciones de poder en las universidades, la financiación millonaria de proyectos académicos, los intereses mercantiles de las editoriales y, no por último, la reestructuración metropolitana de los programas educativos de acuerdo a las nuevas necesidades del capital. Es allí, en este aparato institucionalizado de saber-poder, donde se ubica el debate sobre los estudios culturales, la poscolonialidad y la subalternidad.

Nos encontramos, pues, frente a una polémica de gran calidad intelectual, destinada a revitalizar la ya bicentenaria pregunta por la identidad y el destino de estos pueblos que, bien o mal, hemos venido denominando «América Latina». Una pregunta que, por la complejidad misma de su objeto, ha conservado siempre un carácter transdisciplinar. No ocurre de otro modo en la colección que estamos presentando al público: sociólogos, antropólogos, historiadores, críticos literarios, semiólogos y filósofos, todos ellos y ellas reunidos en torno a una sola temática. Se trata, pues, de verdaderas teorías sin disciplina que convergen o divergen, pero que, en cualquier caso, dialogan entre sí.

Notas

1. Nuestra caracterización formal de las «teorías poscoloniales» se concentra en la obra de Edward Said, Homi Bhabha y Gayatri Spivak, considerados generalmente como los tres mayores teóricos del poscolonialismo.

2. Nótese que no utilizamos la categoría «tradición» en el mismo sentido que lo hicieron las teorías de la modernización. No estamos oponiendo lo «tradicional» a lo «moderno», como si los dos términos correspondieran a un ordenamiento temporal y teleológico. Por el contrario, «tradicional» y «postradicional» son categorías estructurales que buscan dilucidar el tipo de relaciones que se dan entre lo distante y lo cercano, entre el espacio y el tiempo, en condiciones de globalización.

3. Es bien conocida la crítica que realiza Spivak del postestructuralismo teórico en Foucault y Deleuze, a quienes acusa de «ignorar la división internacional del trabajo» (cf. Spivak 1994). También Said y Homi Bhabha, aún reconociendo su deuda con la obra de Foucault, critican la «ignorancia» de éste respecto al problema del colonialismo (cf. Said 1994: 81; Bhabha 1994: 236 ss).

4. Bastaría mencionar que en las dos principales antologías del poscolonialismo (la de Williams y Chrisman de 1994, y la de Ashcroft, Griffiths y Tiffin de 1995) no aparece invitado ningún teórico(a) latinoamericano. La mayor parte de los textos hacen referencia a la experiencia de las ex-colonias inglesas. A lo sumo se incluyen referencias al colonialismo en el Caribe, pero siempre desde la perspectiva del Commonwealth (de ahí la constante mención de teóricos como Franz Fanon y Aimé Césaire, convertidos en «commodities» de la discusión poscolonial).

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