El llamado movimiento woke ha conseguido imponerse en Occidente hasta el punto de que ya no requiere de mayores aclaraciones. Normalmente aparece asociado a la izquierda, con la que comparte preocupaciones básicas, pero la autora de este libro, ella misma asociada a la izquierda según confesa, sostiene con rotundidad que, por encima de cualquier presupuesto común, la izquierda no es woke, y confundir los términos solo lleva a un inmerecido descrédito de la misma.
No son asuntos menores, sino esenciales, los que diferencian a un movimiento y otro. Frente al universalismo que caracteriza a la izquierda desde sus orígenes, los woke han apostado por el tribalismo de las políticas identitarias.
La aceptación o no del legado de la Ilustración es otra diferencia; y frente al pesimismo de raíz foucaultiana de los woke, que les hace ver maniobras encubiertas del poder detrás de cualquier forma de progreso, la izquierda debe enarbolar su confianza en las posibilidades de cambiar la realidad; algo manifiesto en los avances logrados por las mujeres o en la lucha contra el racismo.
Susan Neiman critica con dureza, por ejemplo, el empeño woke por enfatizar el victimismo, reduciendo a ciertos grupos y personas a la paralizante condición de víctimas. Porque igual que no se puede juzgar a nadie por lo peor que ha hecho en su vida, tampoco se debe identificar a nadie con lo peor que le ha ocurrido.
E igual que enfatizan el victimismo, los woke privilegian elementos de la identidad —esencialmente la raza y el sexo— que no son tan determinantes como ellos pretenden. «La política identitaria nos hace mirar hacia atrás, anclándonos en el pasado», afirma Neiman.
Por otro lado, la Ilustración no fue el movimiento eurocéntrico de hombres blancos que dicen los woke. Al contrario, fueron los ilustrados como Montesquieu los primeros en combatir el eurocentrismo. Los ilustrados asentaron las bases teóricas del universalismo, y la razón que reivindicaron sigue siendo una herramienta imprescindible.
El movimiento woke acierta cuando señala los males, pero no suele ir más allá. Por supuesto que hay muchas injusticias que desenmascarar, dice Neiman, pero sin la esperanza de poner otra cosa en su lugar, el desenmascaramiento se convierte en un ejercicio vacío de exhibición de ingenio. Además de que no basta con enfrentarse al pasado para abordar el racismo, el colonialismo o la esclavitud.
Tan importante como honrar a las víctimas es exaltar a los héroes; por ejemplo, a los blancos sureños que en su día combatieron la esclavitud o se opusieron a los linchamientos. Los héroes nos recuerdan que los ideales que valoramos ya fueron puestos en práctica por personas valientes y las guerras de la historia tratan de valores y de quiénes queremos ser.
En definitiva, por su abandono de principios esenciales de la izquierda, el concepto de izquierda woke le parece a la autora incoherente en sí mismo.
¿Es el movimiento woke el nuevo ropaje de la izquierda de siempre, su forma de adaptarse a los tiempos tras la caída del bloque soviético y el fracaso de otras estrategias? Esta idea, sostenida en distintos ámbitos, es rebatida por la filósofa Susan Neiman, que se considera a sí misma de izquierdas («no tengo ningún problema en que me califiquen de izquierdista o socialista»).
Sí admite que el movimiento woke pudo tener su punto de partida en la conmoción que se produjo hacia 1990-91 con la caída del Muro de Berlín y la consiguiente desaparición del bloque soviético. Pero niega rotundamente, desde la explícita portada de su libro, que izquierda y movimiento woke sean lo mismo.
A poner de manifiesto sus diferencias dedica este trabajo, en el que rastrea en las raíces filosóficas de una y otro. Entre esas diferencias, tiene una importancia especial el concepto de universalismo, básico en la izquierda y ausente entre los woke.
Mientras que ser de izquierdas implica insistir en que las aspiraciones contenidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos no son utópicas, los conflictos identitarios que suelen ser el caballo de batalla de la cultura woke (en otras palabras, el tribalismo) se alimentan de la desilusión respecto a las ideas mismas de la justicia social y de una economía justa, como ha señalado Thomas Piketty. Susan Neiman. «Izquierda no es woke». Debate, 2024.
Desde la introducción del libro, la autora sostiene la necesidad de que la izquierda denuncie los excesos de ese movimiento y marca distancias: «Yo no estoy dispuesta a ceder la palabra izquierda, o a aceptar el planteamiento dicotómico de que los que no son woke tienen que ser reaccionarios». «Mi propósito es analizar cuántos de los que actualmente se autoidentifican como de izquierdas han abandonado ideas fundamentales que cualquier persona de izquierdas debería defender». «Las diferencias que me separan de los que son woke no son menores… entran en el corazón mismo de lo que significa estar a la izquierda».
Admite, no obstante, algún punto de contacto y, como la mayoría de los analistas, las buenas intenciones que animan a lo woke, «que nació de emociones tradicionalmente de izquierdas: la empatía con los marginados, la indignación ante la difícil situación de los oprimidos, la determinación de que los errores históricos deben ser corregidos». El problema es que lo que comienza con la preocupación por las personas marginadas, termina reduciendo a cada una de ellas al prisma de su marginalización; se centra en aquellas partes de esas identidades que están más marginadas y en multiplicarlas, dando lugar a un panorama traumático.
Además de que sus pretensiones pueden llegar a ser no solo ridículas, sino aterradoras. La autora pone a título de ejemplo el caso de la poeta negra que (según una bloguera holandesa) solo puede ser traducida por una mujer negra. Posturas a las que se pliegan —y esto es quizá lo más preocupante— editores y autoridades académicas.
Victimismo
También es interesante la cuestión del victimismo por las derivaciones a que da lugar. De entrada, «es señal de progreso moral que las historias de las víctimas ya no se desestimen, como durante tanto tiempo ocurrió» El problema es que «lo que hasta hace poco era un estigma se ha convertido en una manera de conseguir estatus».
Por otro lado, el sufrimiento no nos hace mejores ni más sabios. «No nos hicimos más sabios en Auschwitz», como escribió Jean Améry, que sufrió la experiencia. «La opresión no es una escuela preparatoria», ha dicho otro autor; «no es algo que me dé especial derecho a hablar, evaluar o decidir por un grupo». Otorgar valor al trauma conduce a una política de expresión personal y no de cambio social.
Y, en fin, igual que cualquier persona es algo más que lo peor que ha hecho en su vida (y no se la puede definir por eso), tampoco somos lo peor que nos ha pasado y nadie debería querer ser definido por la peor cosa que le haya pasado. Esto vale también para las naciones.
Así como la larga colonización musulmana de la Península Ibérica es considerada un capítulo de las historias de España y Portugal, la más breve colonización europea de África debería ser considerada por esos países un capítulo de su historia y no el centro de la misma. En resumen, preocuparse por las víctimas es una virtud, pero ser víctima no lo es, y «esencializar el victimismo no es un camino que la izquierda deba seguir».
Identitarismo versus universalismo
La política identitaria, opuesta al universalismo y uno de los postulados del movimiento woke, es otro blanco de las críticas de la autora. Por un lado, la idea de universalismo definió en su día a la izquierda, cuyo lema era la solidaridad internacional.
Por otro, la política identitaria se centra, entre los múltiples componentes de la identidad, fundamentalmente en dos: la identidad étnica y la de género. Pero esos dos elementos son menos determinantes de lo que se cree.
Es obvio que no es lo mismo ser negro en Nueva York que en Ruanda, como no es lo mismo ser mujer en Irán que en España. Primar lo identitario ha llevado a políticas de discriminación positiva discutibles, pese a contar con un fondo de razón.
«Diversificar estructuras de poder sin preguntarse para qué se usa el poder puede conducir a sistemas de opresión más fuertes», dice Neiman, que aporta otro caso en que coinciden lo aterrador y lo ridículo: una encuesta en la que se preguntaba si los interrogatorios extraterritoriales —para entendernos, las torturas practicadas en lugares como Guantánamo tras el 11-S— deberían ser más diversos en cuanto al género y la raza, y a la que la mayoría respondía en serio que sí, sin plantearse nada más.
«La política identitaria nos hace mirar hacia atrás, anclándonos en el pasado», sostiene la autora, que añade esta cita de un colega: «Incluso cuando toma un cariz radical, la política identitaria es una política de grupos de interés. Su objetivo es cambiar la distribución de beneficios, no las reglas bajo las cuales tiene lugar esa distribución». Asunto que recuerda a aquella vieja crítica que, en la España de los 80, algunos de sus componentes (Savater y otros) dirigieron a un movimiento de PNNs que perdió el interés por cambiar el sistema una vez que llegaron los suyos a los tribunales de oposición.
Volviendo al universalismo, «si las reivindicaciones de las minorías no son consideradas derechos humanos, sino como derechos de grupos particulares, ¿qué impide a una mayoría insistir en los suyos?». Neiman recuerda que Hannah Arendt sostenía que Adolf Eichmann debería haber sido juzgado por crímenes contra la humanidad, no por crímenes contra el pueblo judío.
Defensa de la Ilustración
El universalismo es uno de los legados de una Ilustración que hoy algunos sectores (woke y adláteres) desdeñan como movimiento europeo y eurocéntrico de hombres blancos. La autora, por supuesto, echa su cuarto a espadas en defensa de los ilustrados. «Los pensadores de la Ilustración fueron quienes inventaron la crítica del eurocentrismo y los primeros en atacar el colonialismo basándose en ideas universalistas».
La acusación de eurocentrismo dirigida a la Ilustración es tanto más desconcertante por cuanto la tradición de ver el mundo desde una perspectiva no europea, que hoy reivindican los teóricos poscoloniales, se remonta a Montesquieu y sus Cartas persas. «La Ilustración marcó un hito a la hora de rechazar el eurocentrismo e instar a los europeos a examinarse a sí mismos desde la perspectiva del resto del mundo». «El universalismo no es una fraudulenta imposición europea», añade.
Los mejores pensadores de la Ilustración denunciaron también el robo de tierras que conformó los imperios europeos, igual que fueron rotundos en la condena de la esclavitud (el imperativo categórico de Kant establece que las personas nunca pueden ser tratadas como medios).
Por encima de que dejaran comentarios racistas dispersos o que muy pocos llegaran a cuestionar el sexismo, los ilustrados «asentaron las bases teóricas del universalismo». Aunque la mayoría de ellos negaran la razón a las mujeres, esa razón que reivindicaron es una herramienta sin la que no podemos vivir. Hemos heredado las ideas de la Ilustración y las hemos asimilado hasta tal punto que somos incapaces de ver lo radicales que fueron en su momento y lo sumamente necesarias que siguen siendo.
Frente al legado de la Ilustración, el movimiento woke ha tomado como referente a Michel Foucault, cuyo pensamiento ha permeado los estudios coloniales. El problema con Foucault no es solo que su estilo de apariencia radical encubriera un mensaje reaccionario de fondo, o que, como dijo el citado Améry, resulte muy difícil entenderse mediante el sentido común con hombres como él, sino que su capacidad —si es que no su deseo— para ver siempre el lado oscuro de las cosas, y encontrar detrás de cualquier avance social la mano negra del poder, resulta totalmente paralizante a la hora de luchar por el progreso: si todo es poder, no hay nada que se pueda hacer.
Contra ese pensamiento foucaultiano, la autora sostiene que «el cometido de la razón es negar que las afirmaciones de la experiencia son definitivas, e impulsarnos a ampliar el horizonte proporcionándonos unos ideales a los que la experiencia debería obedecer». Otro ejemplo en que el pesimismo woke, de raíz foucaultiana o no, conduce a la parálisis, es su afirmación de que el racismo está en el ADN de Estados Unidos. Si así fuera, tampoco aquí habría nada que hacer.
A vueltas con el progreso
La idea de progreso le parece tan importante a Neiman que sostiene que la creencia en su posibilidad es lo que marca la diferencia más profunda entre la izquierda y la derecha. «Si renunciamos a la perspectiva del progreso, la política se convierte en una mera lucha por el poder». Lo cual no implica que el progreso sea inexorable o esté garantizado; pero la izquierda se afana por conseguirlo.
Y aunque esperanza y optimismo no sean lo mismo, «se puede afirmar con total certeza: si sucumbimos a la seducción del pesimismo, el mundo tal y como lo conocemos está perdido». Para Neiman, «la esperanza no constituye una perspectiva epistemológica sino moral», y «para preocuparse por cuál vaya a ser el destino del mundo debemos amar al menos alguna parte de él».
Así, «progresistas sería el término correcto para los que hoy se inclinan hacia la izquierda si estos no abrazaran filosofías que niegan la esperanza de progreso». Por supuesto, los activistas woke por lo general no niegan que aspiran al progreso, pero sería más fácil creerles «si estuvieran dispuestos a reconocer que algunas formas de progreso se alcanzaron en el pasado».
Y ejemplos indiscutibles de progreso son que hoy nos produzca escalofríos convertir la tortura en espectáculo (incluso para niños); que una familia negra haya llegado a vivir ocho años en la Casa Blanca; o que, pese al racismo remanente, ya no haya que luchar contra leyes que segreguen a los negros en las cafeterías. Por no hablar de los evidentes logros de las mujeres.
Los woke aciertan al señalar los males, pero suelen quedarse ahí. «Hay muchos ejemplos de injusticia que desenmascarar… Pero sin la esperanza de poner otra cosa en su lugar, ese desenmascaramiento se convierte en un ejercicio vacío de exhibición de ingenio». La parte buena de enfrentarse al pasado y abordar el racismo, el colonialismo o la esclavitud es que se avanza hacia naciones más saludables, pero «un exceso de concentración en el pasado puede dificultar la visión del presente, y más aún del futuro».
Y no es solo cuestión de mirar hacia adelante; también importa la forma de mirar al pasado. Porque si hemos sido negligentes a la hora de honrar a las víctimas, no podemos ahora olvidar a los héroes; «ninguna nación puede prosperar alimentándose solamente de malos recuerdos». Como se ha dicho más de una vez (lo decía, por ejemplo, el español Juan Marichal), a la causa de la libertad se la ayuda mostrando ejemplos que la enaltecen.
La historia de Estados Unidos no es solo de conquista y esclavitud, también de resistencia contra ambas. Y los héroes nos recuerdan que los ideales que valoramos fueron puestos en práctica por personas valientes. «Las guerras de la historia no tratan de herencia, sino de valores. No son luchas sobre quiénes éramos, sino sobre quiénes queremos ser. Los actuales debates sobre monumentos centran la atención en qué estatuas habría que derribar, pero tendríamos que preguntarnos por quiénes habría que reemplazarlas».
Por ejemplo, por sureños blancos que se opusieron a la esclavitud y lucharon contra los linchamientos. «Si esos nombres fueran conocidos y conmemorados, el país podría pasar de la vergüenza al orgullo», dice Neiman.
En definitiva, ha habido, por parte del movimiento woke, un «progresivo abandono de tres principios esenciales para la izquierda: el compromiso con el universalismo, una distinción clara entre la justicia y el poder, y la posibilidad del progreso».
Por eso, porque «el poscolonialismo woke ha abandonado todos los principios liberales o de izquierdas que necesitamos para mantenernos rectos», el concepto de izquierda woke le parece a la autora incoherente en sí mismo, y «una confusión que desacredita a la izquierda en muchos sentidos». Curiosamente, tras la larga argumentación para marcar distancias entre el campo de la izquierda y el movimiento woke; o entre la izquierda y el liberalismo («el supuesto que diferencia a la izquierda de cualquier forma de liberalismo es la idea de que los derechos sociales no son menos derechos humanos que los políticos»), Susan Neiman cierra su libro afirmando que algunas ideas filosóficas básicas comentadas en él, como el compromiso con la posibilidad de progreso, con la justicia y con el universalismo, podrían ser compartidas por izquierdistas y liberales. Algo importante, dado que, ante el proto fascismo que encarna Trump, le parece imprescindible la unión de todos los demócratas de verdad. «Es el momento de un frente popular» concluye rotunda.