Introducción
Me propongo examinar un equívoco subyacente a la distinción entre las formaciones ideológico-políticas que en los últimos años suelen nombrarse como “izquierda tradicional” y “nueva izquierda”. Esa diferenciación entre izquierdas supone una divergencia en el modo de comprender su relación con la historia secular de la izquierda y con su siempre incierto porvenir. Pues si la izquierda tradicional (IT) se ajusta cómodamente con una parte de su pasado, la nueva izquierda (NI) se piensa como un cambio paradigmático, superador de lo agotado que conviene relegar.
Voy a explicar por qué –en nuestra situación histórico-política– la mencionada distinción es injustificable a la luz de un análisis riguroso del concierto conceptual que hermana a sus términos. La distinción entre IT y NI, al menos de acuerdo al modo en que se constituyó en Occidente durante las dos últimas décadas, es inadecuada.
Argumentaré que la NI procede a través de una lógica de la inversión, sin inquietar dicotomías básicas compartidas con la IT. Lo dañino es que la tenacidad de tales dicotomías menoscaba las chances de una reconstitución de la izquierda. Por lo tanto el propósito de construir una nueva izquierda no solo persiste como aspiración futura, sino que su consumación –que no puede hacerse sin tramitar de un modo no reactivo su relación con la IT– requiere un desplazamiento de la negativa en la NI a comprender de un modo no meramente negativo la historia de la izquierda en el último siglo.
No habrá una nueva izquierda real sin la autosuperación de la vieja izquierda y una revisión del carácter “antiguo” que subyace en la lógica política de la mal llamada “nueva izquierda”.
Por razones de espacio no puedo dialogar con numerosos ensayos dedicados a convalidar nociones como “izquierda independiente”, “nueva izquierda” o “izquierda autónoma”. Espero poder hacerlo en otro ensayo.
La así llamada izquierda tradicional
La denominación de “izquierda tradicional” no es peyorativa para la propia izquierda así identificada. Aquí la empleo sin hostilidad. Para la IT hay solo una izquierda efectiva: ella misma. Proclamadamente revolucionaria, afirma continuar los pasos fundamentales de Lenin y Trotsky, quizás de Mao o Guevara, sin apelar a revisiones sustantivas. De allí que la pertenencia a una tradición no es una mácula para una izquierda que se resiste a abandonar conceptos que considera válidos.
Se entiende por IT la izquierda radical que persevera en la custodia y promoción de ciertas nociones teórico-organizativas predominantes durante el siglo veinte. Las puntualizo en tres registros de 1] estrategia, 2] sujeto, y 3] organización: 1] el acto revolucionario entendido como corte abrupto y definitivo entre dos periodos históricos, escisión no siempre compatible con una política de reformas; 2] la centralidad de la clase obrera como sujeto social y político, sujeto dado objetivamente por las relaciones sociales de producción capitalistas; 3] la concepción leninista de la organización política de un partido de cuadros que comanda a la clase trabajadora en la lucha de clases y sintetiza sus intereses “históricos”. (El cierto marxismo explícito en estas nociones no puede ser debatido en este ensayo).
Puesto que tales principios fueron sostenidos por la izquierda durante buena parte del siglo veinte, es válido preguntarse por qué persisten incuestionados si es que partimos –como creo inexorable hacerlo– de un diagnóstico de la derrota y fracaso históricas de la izquierda durante la última centuria.
Para quienes piensen que solo ocurrió una derrota, que los problemas no fueron de concepto sino de implementación, nada hay para revisar y el argumento de este texto será irrelevante. Me parece que a pesar de las afirmaciones polémicas al respecto entre la NI, no es inevitable en la IT un atrincheramiento en la negación del fracaso y derrota catastróficos de toda la izquierda.
En primer término es necesario descartar una explicación psicologista de la IT según la cual su perfil descansa en un conjunto de ideas, de contenidos de conciencia. No la mueven un conservadurismo teórico y político, ni un autoritarismo organizativo, ni un mesianismo intelectual, ni un sectarismo ideológico. Es decisivo comprender que hay atendibles razones para la existencia de la IT. En primer lugar, ante la ausencia de un balance preciso del pasado secular reciente de la izquierda, no se entiende por qué habría que arrojar al cesto de residuos tramos decisivos de convicciones cruciales para su corriente mayoritaria socialista.
Por ejemplo, no es indiscutible que la noción de clase obrera sea irrelevante para orientar la política de izquierda de hoy. En efecto, la mutación en la composición de la clase ha variado, pero no las relaciones sociales en las que emerge. La clase obrera, puede argüirse, continúa siendo generada por el automovimiento contradictorio del capital. Que la clase obrera incluya hoy a una trabajadora de fábrica textil, a un maestro y a un oficinista entraña la obsolescencia del modelo clásico heredado del siglo diecinueve, o de su promoción al rango de prototipo social, pero de ninguna manera del concepto de clase obrera en tanto que tal.
Tampoco niega la importancia de esa clase el reconocer una efectividad específica de lo político y lo simbólico. Algo similar puede decirse respecto de los otros dos fundamentos de la IT: la revolución y el partido. ¿Acaso el reformismo resuelve las desigualdades constitutivas del capitalismo, detiene sus guerras, la destrucción del medio ambiente, las crisis económicas? ¿Es que el horizontalismo ha mostrado ser una práctica organizativa conducente a resultados más valederos que el clásico partido de cuadros?
¿Sucede que los “movimientos sociales” son un fundamento más eficiente para la orientación política? ¿Acaso el basismo o el autonomismo prosperan en una convincente voluntad estratégica? No sostengo que tales preguntas sean incontestables; digo que no son arbitrarias y pueden ser formuladas por buenas razones.
Adherir a la IT no es un signo de dogmatismo o contumacia ideológicos. Sus militantes suelen participar activamente en las luchas sociales, culturales y políticas. Mantienen vivas demandas, reformas y reivindicaciones defensivas. En más de un caso han impulsado novedosas experiencias de organización obrera. Sin su acción mucho de lo bueno que debe conservarse de la política y cultura de izquierda se hubiera perdido.
En suma, hay razones atendibles para la adhesión a la IT.
Esto no significa que sus dificultades sean pocas ni que sea convincente sostener –este es el credo básico de la IT– que el porvenir de la izquierda reside en realizar bien lo que en el siglo veinte se hizo mal: digamos una Revolución Rusa menos Stalin.
La denuncia de los límites de las nuevas propuestas de reconstrucción de la izquierda no legitima la repetición o corrección superficial de su modelo “tradicional” como una respuesta a la altura del fracaso y derrota sufridos. Y por ende su recreación mejorada no parece prometer una política adecuada para las décadas venideras del proyecto socialista.
La continuidad de las organizaciones de IT en la democracia capitalista ha conducido casi siempre a un encierro defensivo de esa izquierda, satisfecha con el éxito relativo que su institucionalidad le asegura, por el momento, en comparación con la NI. En efecto, gracias a su alineación en forma partidaria la IT posee efectividad y unidad militantes, consolida una identidad y es públicamente reconocible.
De allí que, aunque sea minoritariamente, trabajadoras y trabajadores con sensibilidad de izquierda se acerquen a esos partidos, y no a la NI con un perfil discursivo más claramente movimientista y sin una manifiesta identidad clasista.
También conquista una mayor visibilidad electoral, aunque asistimos a algunos experimentos recientes que quizás presagien otro panorama para la NI. Por lo tanto la sobrevida de la IT en los márgenes de la democracia realmente existente es segura, y habría que pensar hasta qué punto es un ficha más en el tablero de la reproducción ideológica de lo mismo. Lo que me interesa enfatizar es que esa paradójica fortaleza de la IT en disponer de algunas implantaciones en la clase trabajadora y su relativa visibilidad electoral redunda en una incomprensión sistemática de las “verdades” de la NI.
Para la IT la NI sobrepuja las condiciones de la crisis capitalista: se alimenta de una destrucción del sistema económico industrialista, de la fragmentación de la clase obrera y la emergencia de una multiplicidad de sectores con débil articulación con la producción material. De allí que sus “valores” no sean sino la contratara de una falsa realidad “postmoderna”: diferencia, multiplicidad, nomadismo, fluidez, son semblantes de los ideales del capitalismo actual y no una amenaza revolucionaria al mismo. La NI es una parte del problema, se dice, y no su solución.
Por eso la IT expone una deslumbrante incapacidad para captar las razones de la NI. Para ella el vocablo “autonomía” es mero ruido, fantasmagoría de universitarios de clase media sin significación política “en la clase obrera”. Por ende a menudo la IT encuentra a los grupos tendientes a forjar una NI más como enemigos que como aliados en una transformación de la realidad y, más enemigos aún, en su genérica desconfianza hacia la exigencia de una auto-transformación de la izquierda.
La así llamada nueva izquierda
A fines del siglo veinte el derrumbe definitivo del falaz “socialismo real”, autoritario y estatista, instauró condiciones para el surgimiento de una NI distinta a la conocida en la década de 1960. Vuelvo a los tres criterios utilizados para esquematizar a la IT (estrategia, sujeto y organización). Para la NI: 1] la estrategia no contrapone con simpleza la reforma a la revolución, ni la temporalidad de ésta es la de una insurrección y toma del poder en una fecha determinada; 2] el sujeto social es múltiple y construido, no excluye a la clase obrera pero niega que ésta provea un “fundamento” exclusivo: 3] impugna por autoritario el modelo leninista de partido y se inclina por las formas asamblearias, reticulares y horizontales.
Descartaré en este análisis la referencia a una nueva izquierda tal como algunas voces han propuesto en América latina en la última década a propósito de experiencias reformistas (Brasil, Argentina, Uruguay) e incluso de perspectivas más radicales (Venezuela, Ecuador, Bolivia).
Esos gobiernos postneoliberales y en general neodesarrollistas, con diferencias entre sí, solo sus casos más radicales han instalado un debate sobre cuál debería ser una política de izquierda, como en el un poco precipitado pero siempre desafiante Socialismo del Siglo Veintiuno chavista. Los países mayores de la región, Brasil y Argentina, han sido regidos por gobiernos que en el mejor de los casos y con generosidad podrían ser llamados de centro-izquierda, orientados a una gestión “progresista” del capitalismo local. Los casos radicales son demasiado complejos para ser tratados aquí siquiera de manera sintética. Solo apunto que estos últimos tienen alguna influencia en la idea de una NI tal como la que examino aquí.
La NI a la que refiero emergió, con las comprensibles asincronías de un fenómeno hemisférico, en el cambio de siglo del 2000. Quizás el Foro Social Mundial fue su expresión más conocida. Con el paso del tiempo surgieron algunos desafíos que tensionaron a la NI. Eso ocurrió de manera crucial con las exigencias florecidas internamente para intervenir en el ámbito político tradicional aunque con métodos y objetivos diferentes a los burgueses, sin abandonar los principios básicos del pluralismo y horizontalismo asambleario.
El declive casi generalizado de los partidos comunistas, la integración completa de los partidos socialistas a la gestión –a veces neoliberal y siempre institucionalista– del orden establecido, hizo de la lógica identitaria de la NI, como ya dije, algo distinto de la dinámica de ruptura en su antecesora “new left” sesentista.
Mientras por entonces los partidos tradicionales de la izquierda ejercían una nada desdeñable influencia en la clase obrera y en otros sectores sociales, la NI tuvo que enfrentar a un establishment de izquierda. Actualmente los partidos de IT poseen una fuerza menor. Debido al desastre ideológico de comunistas y socialistas la impugnación antipartidaria suele dirigirse hacia las organizaciones trotskistas.
Los discursos de la NI saben solazarse en el vituperio de la IT, subrayando sus cegueras, remarcando sus obsolescencias, denunciando la carencia de perspectivas constructivas que no sean las de la organización propia. Aunque no se trata de un talante generalizado, no es inusitado hallar en el dialecto de la NI expresiones que bordean incluso un abierto macartismo.
Otra tendencia discursiva consiste en pregonar principios a priori: horizontalismo, democratismo, igualitarismo, antidogmatismo, pluralismo, etcétera. No se trata de que esos principios sean erróneos. La dificultad reside en que la invocación de ideales sin explicar sus implantaciones socio-culturales ni las maneras de lograrlos redunda en una inexplicada declaración de principios.
Como en un juego de espejos, el interés que caracteriza a la idea de una NI se marchita por la monserga contra la IT como dechado de todos los defectos. Así las cosas, la NI no puede comprender lo que para ella es un mero obstáculo. La vieja izquierda, se dice, haría su mejor contribución a la cultura de izquierda si desapareciera. De allí el carácter mecánico y predecible del modo en que analiza a la IT, la falta de comprensión de los motivos de su persistencia, y por ende la incapacidad para entenderla y superarla.
Acosa a la NI una complicación real cada vez más evidente: el agotamiento del asambleísmo como método excluyente, la repulsa a toda representación y, a la vez, la perentoriedad de desarrollar una concepción de la organización política. Una vez que la maduración de la NI niega que la democracia directa sea la fórmula privilegiada y unidimensional del quehacer activista se genera una parálisis política y en el mediano plazo el cese de la vida interna en los organismos asamblearios.
Se imponen entonces preguntas complejas y controversiales: ¿cómo delegar y bajo qué condiciones? ¿Qué mecanismos de representación local y qué dispositivos de integración en niveles diferentes? ¿Intervenir en la democracia electoral capitalista? ¿Con qué formas institucionales? ¿Qué hacer con la burocratización y la tendencia a erigir liderazgos carismáticos? Etcétera.
La antipolítica organizativa y el practicismo habituales en la infancia de la NI impide siquiera reconocer la validez de tales interrogaciones y es en consecuencia un estorbo para su propio crecimiento político e intelectual. Por eso el desarrollo político que suscita preguntas como las recién formuladas conduce a fraccionamientos cuyas razones sus actores comprenden mal.
Una solidaridad conceptual
Mi tesis principal sobre lo descripto es la siguiente: hay una profunda solidaridad conceptual entre la IT y la NI. ¿Cómo es eso posible si ambas se descalifican y contraponen recíprocamente? Mi respuesta consiste en señalar que ambas hablan un mismo lenguaje, un mismo sistema categorial construido en el ensamble de oposiciones.
No es raro que sectores o ideas que se presentan superficialmente como antagónicos compartan un mismo suelo conceptual. Pues sus diferencias obedecen de un conjunto de oposiciones nocionales comunes. Por ejemplo eso acontece en filosofía con las versiones más unilaterales de la confrontación entre idealismo y materialismo. Ambas posturas suponen una escisión entre lo ideal y lo material. Lo que distingue a ambas filosofías es el régimen de determinación, causación o expresividad donde uno de los aspectos prevalece sobre el otro. Por supuesto, lo que debe discutirse es la binariedad entre ideal y material. Es posible plantear las cosas de otro modo, cuestionando el esquema, sin restringirse a elegir una de sus opciones. Algo así lo que ocurre con la oposición entre las izquierdas que aquí discuto.
La NI emerge de una inversión reactiva respecto de la IT. Hay por ende una solidaridad inconsciente sobre las mismas dicotomías, solo que con valoraciones invertidas. Así las cosas, se opone la unidad de pensamiento atribuido al “centralismo democrático” de filiación leninista a la ausencia de estructuras de representación. Entonces no hay alternativa a la dicotomía absolutista. O bien se es leninista en el sentido más autoritario (negándose de antemano toda experiencia democrática leninista), o bien se es “libertario” y se rechaza toda institucionalidad como si no pudiera generarse una “tiranía de la falta de estructuras”.
Para la IT no hay alternativa al partido vertical pues ceder soberanías locales es sinónimo de individualismo pequeño-burgués. Para la NI solo pensar en un partido garantiza secuelas estalinistas. Exactamente lo mismo ocurre con esta alternativa: o bien la clase obrera es el sujeto social privilegiado, o bien lo son los movimientos sociales pluriclasistas o populares.
Lo falso es la partición en opciones excluyentes. Lo que debe ponerse en entredicho es la obligatoriedad de elegir entre las dicotomías básicas tanto para la IT como para la NI.
No es difícil percibir cuán importante son las dicotomías para la enfermedad conservadora que suele afectar a la IT. En efecto, en el formalismo del o bien esto, o bien lo otro anida su intransigencia para reflexionar sobre sus principios. Toda vacilación en torno a los valores tradicionales es sinónimo de traición y defección.
En cambio, un ejemplo demostrativo del carácter improductivo de una actitud reactiva en algunas posturas de la NI es el antileninismo. Si el leninismo es entendido como la apuesta por un partido político centralizado, con unidad ideológica y programática, hegemonizado por el “interés” de la clase obrera, el antileninismo deplora una organización política con especialización dirigencial –aun sea provisoria– pues es considerada como equivalente de burocracia y dominación.
El antileninismo es el arquetipo de la naturaleza reactiva y negativa que con frecuencia daña el pensamiento de la NI. Se ha dicho bien que “con el antileninismo no alcanza” para redefinir el proyecto de izquierda. Yo voy más lejos y encuentro el antileninismo en tanto postura refractaria como un desatino. El mero rechazo del leninismo lo anula como problema y lo sustrae de la reflexión, comprende mal sus dimensiones válidas y se niega a pensarlo.
Debido a la sumisión hacia dicotomías en las que solo cabe elegir una opción y descartar la otra (una forma mentis de linaje monoteísta), ambas izquierdas revelan una sorprendente debilidad conceptual. La actitud defensiva de la IT que se parapeta en sus conceptos centrales inhibe la generación de nuevas ideas pues éstas son vistas como claudicaciones “revisionistas” de verdades inmarcesibles. La prestancia reactiva de la NI refleja esa misma indigencia teórica pues es también celosa de las nociones orientadoras que, como negativos del discurso de la otra izquierda, articula sus perspectivas.
Esto hace a la NI muy frágil ante los desafíos del ingreso a la competencia electoral y la aparición de gobiernos reformistas. La intransigencia de fórmulas teóricas redunda en el mediano plazo en divisiones intestinas. En cambio la imperturbable obstinación de la IT garantiza su certidumbre al precio del congelamiento de su archivo conceptual.
Por un antagonismo dialéctico
Nuestro enigma no es si hay un futuro para la izquierda. Mientras exista el sistema democrático la izquierda, incluso la izquierda revolucionaria, tendrá un casillero asegurado. Ya lo tiene en el ámbito electoral con su cuota destinada a fluctuar entre un 2 y un 10% de votantes; que cada tanto la coyuntura procure un 20% no modifica la situación.
Lo tiene por cierto en el terreno cultural con su preocupación por los temas sociales, ecológicos, feministas, entre muchos otros; y por la tolerancia de las facultades universitarias de ciencias sociales y humanidades con los nichos de “pensamiento crítico”. Y lo tiene sobre todo por el carácter periódico e irresoluble de las crisis capitalistas que tornan algo más creíbles los ánimos radicales de la izquierda hasta que el nuevo ciclo de recuperación más o menos modesta reconduzca a las ovejas descarriadas al redil del reformismo burgués.
La dificultad mayor consiste la constitución de una izquierda renovada que pueda acometer las tareas más válidas de sus formulaciones iniciales durante los siglos diecinueve y veinte, pero a la vez lo haga a la luz de la exigencia de una elaboración de su derrota y fracaso.
Para contribuir a esa reflexión quiero formular ahora algunas anotaciones para continuar desarrollando lo expresado en párrafos anteriores. Mi tesis al respecto –que renuncia de antemano a inventar desde el mero pensamiento y el deseo– es que una renovación de la izquierda solo es viable a partir de las izquierdas realmente existentes, o más bien, de la superación de sus dilemas. Esta tesis es incompatible con la idea de que el desarrollo exitoso de una de las izquierdas, y por ende la desaparición de la otra, es la vía regia hacia una recomposición de la estrategia revolucionaria.
Doy por un dato la necesidad histórica de construir una política de izquierda que elabore los fracasos y las derrotas del siglo veinte. Quien suponga que solo se trata de reincidir en fórmulas consolidadas hacia 1920 o 1960 permanece fuera de una proyección futura de otra (nueva) izquierda. Pienso que salvo casos extremadamente minoritarios no hay izquierda viva que asuma como fortaleza identitaria la continuidad y repetición de la amplia familia de la izquierda leninista –aquí incluyo también al trotskismo y al maoísmo– predominante en el siglo veinte.
La IT en sus variantes más lúcidas no impugna la perentoria necesidad de autotransformarse a la luz de las nuevas condiciones. Solo que, con buenos motivos, reclama no olvidar algunas referencias sustantivas: el anticapitalismo, el socialismo, el igualitarismo, el concepto de revolución, la importancia de la clase trabajadora. Y para ello demanda considerar en toda su importancia la tradición socialista, incluyendo la específicamente marxista. No veo que tales referencias deban ser eliminadas a priori de la estrategia de izquierda. Pienso menos aún que no deban ser pensadas.
Por ejemplo, respecto de algunas preferencias por los movimientos sociales en la NI, una conjetura accesoria que me limitaré a enunciar dice que sin la recomposición política de la clase trabajadora, ya no imaginarizada en el modelo exclusivo del obrero industrial, no será viable ninguna estrategia de izquierda futura.
No porque debamos recentralizar lo social y lo político en un sujeto/objeto de la Historia, como sucedió con el obrerismo socialista de cuño economicista, sino porque mientras haya capitalismo la clase trabajadora incidirá cuantitativa y cualitativamente en los engranajes decisivos de la legitimación y reproducción del orden dominante.
Una izquierda que carezca de una sólida política en y hacia la clase obrera navega –a ese respecto, al menos– en una nube de quimeras. Pero de allí no se deduce que la “centralidad” y “primacía” de la clase obrera legitime la marginalización de otras demandas, tal como aconteció en la argumentación obrerista de tan extensa vigencia.
Planteo una conclusión provisoria, que es, lo admito, más bien una nueva hipótesis que solicita ulteriores reflexiones: es lícito deducir que en el panorama ideológico-político aquí dibujado –la oposición mecánica entre IT y NI– no habrá de edificarse una izquierda que supere adecuadamente el legado del siglo veinte. Pues la presunta NI es tan heredera de los dilemas irresueltos del siglo veinte como lo es, sin culpa, la IT. Sucede así que incluso con sus matices ambas vertientes participan y a la vez niegan la profundidad de la crisis de la izquierda revolucionaria.
Estoy lejos de pensar que la revisión radical del inconsciente conceptual que he descripto pueda hacerse a través de una “reforma del entendimiento” en las izquierdas. Y menos aún quisiera reiterar en otro nivel el mismo gesto idealista de estipular lo que una real “nueva” izquierda debería ser. Prefiero apelar al método materialista de partir de las contradicciones de lo dado, de lo que hay en sus tensiones constitutivas. Es decir, de las desventuras de unas izquierdas que no por sus aperturas al diálogo y el debate franco sino, por el contrario, gracias a sus sorderas y resentimientos, son hermanas-enemigas de una misma familia ideológica.
Por ello no consiguen emanciparse de los legados del siglo veinte al que todavía, conceptualmente, pertenecen. La IT y la NI son así síntomas de la crisis de la izquierda; pero el síntoma más significativo es más bien su oposición formal y no dialéctica. Así solo están destinadas a repetirse, a consolidarse en un antagonismo opaco y autocomplaciente para cada una de las partes.
Hay una dificultad formal para una discusión superadora del antagonismo entre IT y NI. No se me escapa que la urgencia de la práctica política requiere “formaciones de identidad”, la sanción de nombres que cristalizan sujetos. Sé que desde la indeterminación estratégica no se convence a la militancia propia, y mucho menos a los posibles interlocutores.
No puedo prever cómo podría darse la autosuperación de la IT y la NI. Y no quiero recostarme sobre ese tópico del pensamiento mágico que imagina situaciones revolucionarias donde se fusionen las distintas izquierdas que sepan estar a la altura y más allá de las circunstancias, exigidas por la autoactivación organizada y movilizada de las masas obreras y populares. Es infructuoso esperar ese acontecimiento purificador pues la faena de construir una izquierda nueva debe comenzar ya mismo. El tiempo del ahora es hoy.
Mi contribución quiso delinear la idea de que solo en la confluencia de una IT que sepa evaluar críticamente su pasado, metamorfoseándose, y una NI que asuma los desafíos urgentes del presente siglo, podrá emerger una variante original para una nueva era de la práctica revolucionaria.
No habrá nueva izquierda real sin la autotransformación de la IT. Ni habrá una nueva izquierda efectiva, no reactiva, sin que se disuelvan los clichés que la tornan en un negativo contrapuesto a su contraparte acostumbrada.
Con todo, esta confluencia no descansa en un deseo arbitrario. Pienso que se observan señales empíricamente documentables de la convergencia necesaria para abrir una época inédita de la izquierda. Desde el lado de la izquierda tradicional el paso de los lustros revela de modo crecientemente notorio que sus categorías, si no están obsoletas, merecen reformulaciones profundas, como las que Rosa Luxemburg, Lenin, Trotsky y Gramsci, por ejemplo, se atrevieron a encarar sin resignar por ello su vocación revolucionaria. Así la revisión no equivale a renegar de una tradición sino a tornarla activa en inéditas condiciones históricas.
Aunque en modo alguno es una tendencia dominante, percibo articulaciones de la izquierda tradicional que avanzan en ese sentido, esto es, que no condenan de antemano toda innovación teórica o práctica ni se lanzan a cooptarla con la meta predefinida de reproducirse y ampliarse.
Desde la obra vereda, las mejores experiencias de la NI ponen en suspenso las actitudes reactivas y resentidas con que supo atorarse en su repulsión hacia la IT. Se trata de esfuerzos por leer en toda su significación, su drama y sus legados, una historia revolucionaria de complejidad extraordinaria. Al hacerlo se resisten a plantear abstractos abismos entre el pasado y el porvenir, asumiendo una actitud crítica hacia las nuevas doctrinas que reclaman representar una novedad radical.
Así las cosas, la perspectiva de una renovación de la izquierda revolucionaria a partir de lo existente pero ciertamente más allá de lo que hay no entraña un deseo solo imaginario. Para estimularla estas palabras balbucearon algunas ideas con el objeto de encarar diálogos constructivos en la izquierda.
Junio de 2014