La contribución de Edward Said a una tipología cultural del imperialismo (2003) Francisco Fernández Buey

Durante los veintitantos años transcurridos desde la publicación de Orientalismo [1], la gran obra de Edward Said, el interés por la historia y el presente de las culturas no europeas ha ido aumentado de una forma muy considerable en la mayoría de las universidades estadounidenses. Y también en las europeas.

Uno de los resultados de este interés es la notabilísima floración de centros e institutos dedicados a estudiar las diversas formaciones culturales africanas y asiáticas. La atracción por las culturas no europeas rebasaba así el marco más tradicional de la antropología cultural para permear también el conjunto de los estudios históricos, artísticos, literarios, filosóficos y religiosos, así como los planes de estudio de muchas de las facultades de humanidades. Tanto que hoy en día no hay en Europa facultad de humanidades que se precie que no aspire a tener un buen departamento dedicado a estudios orientales, africanos o asiáticos.

Entre los factores que han contribuido a este aumento del interés (no sólo universitario, desde luego) por los estudios de las culturas no europeas en los últimos años habría que destacar cuatro.

En primer lugar, la globalización de la economía, con la constante apertura de nuevos mercados y las interrelaciones culturales implicadas en las migraciones masivas que son el signo de nuestro tiempo. En segundo lugar, la necesidad que la cultura euroamericana tiene de conocer más de cerca los complejísimos procesos de descolonización que se iniciaron en África y Asia en los años sesenta del siglo XX.

En tercer lugar, las consecuencias del importante trasvase de estudiantes, graduados y licenciados, de origen asiático y africano, que hoy pueblan las universidades estadounidenses y europeas (la nueva emigración de cerebros desde el este y el sur a los centros económicos del Imperio). Y en cuarto lugar, el atractivo que, en el ambiente espiritual del fin de siglo, ejercían entre los más jóvenes algunas de las manifestaciones artísticas, científicas, filosóficas y religiosas no vinculadas a lo que se ha llamado la racionalidad occidental con su noción de progreso civilizatorio lineal.

Dos de las consecuencias más patentes de este cambio del tempo histórico o, si se prefiere decirlo así, del ambiente espiritual de Occidente, son el revisionismo historiográfico y la atención que ahora se presta a los estudios culturales.

La revisión historiográfica afecta a nuestra percepción de lo que han sido el colonialismo y el imperialismo europeo y norteamericano en Asia, África y Oceanía durante los siglos XIX y XX. Esta revisión debería permitir vernos a nosotros mismos y a los otros sin las anteojeras que ha creado ese concepto tan restrictivo de barbarie persistente entre nosotros desde la cultura griega clásica y sintomáticamente denunciado ya por Bartolomé de las Casas, a propósito de las culturas amerindias, en los orígenes del colonialismo moderno.

Mientras tanto, los estudios culturales facilitaban la recepción en Occidente de interesantísimas manifestaciones de las literaturas poscoloniales de África, Asia y Australia (con la recuperación de las tradiciones árabe, islámica, hindú o china) y potenciaban una nueva orientación comparatista.

Hoy sabemos, sin embargo, que el comparatismo (como la interdisplinariedad) es una hermosa premisa metodológica que no siempre da los resultados concretos esperados. Y no sólo porque sigue habiendo comparaciones odiosas. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que los tópicos y los prejuicios occidentalistas sobre Oriente –precisamente la invención del mito occidental que Said llamaba «orientalismo»– se están acabando.

Ahí está la tan arraigada ideología de la guerra de civilizaciones para mostrarnos, una vez más, que sigue habiendo mucho camino por recorrer en este ámbito. Al desvelar, en Orientalismo, este mito occidental, Said había llamado la atención acerca de algo que conviene recordar ahora: la «orientalización» occidental del Oriente geográfico no ha sido durante siglos simplemente una frívola fantasía europea (con manifestaciones artísticas, literarias, filosóficas y políticas) sino algo mucho más importante que eso; ha sido un cuerpo consistente, aunque variable, hecho de teorías y de prácticas, en el que los tópicos sobre el despotismo, el esplendor, la crueldad, la sensualidad y el exotismo del Otro expresan precisamente el poder atlántico-europeo sobre un Oriente históricamente vinculado al imperialismo y al colonialismo.

Un corpus intelectual así no se desintegra exclusivamente por la vía de los estudios académicos. Ya las últimas páginas de Orientalismo parecen escritas para salir al paso de esa ilusión. Allí se decía: Si este libro ha de tener alguna utilidad para el futuro será como aportación modesta a un desafío y como una advertencia, a saber: que los sistemas de pensamiento como el orientalismo, los discursos de poder y las ficciones ideológicas se hacen, se aplican y se mantienen demasiado fácilmente […] Si el conocimiento del orientalismo tiene algún sentido es como advertencia ante la degradación seductora del conocimiento, de cualquier conocimiento, en cualquier lugar y en cualquier época. Y ahora tal vez más que antes.

El propio Said ha ido aportado, en los últimos años de su vida, numerosos ejemplos de la persistencia y reiteración del tópico de la superioridad cultural occidental desde la primera guerra del Golfo Pérsico hasta la reciente invasión de Irak por las tropas anglo-norteamericanas. Persistencia y reiteración que se dan tanto en el ámbito de la política como en los ambientes universitarios. Sirva como botón de muestra la actitud del académico Bernard Lewis, una de las autoridades del islamismo y del orientalismo norteamericanos, con quien se ha medido frecuentemente Said.

En 1989 Bernard Lewis interpretaba una propuesta hecha por estudiantes y profesores de la Universidad de Stanford, orientada a introducir más textos no europeos en los programas de estudios en Humanidades, como si tal extensión fuera a suponer en el próximo futuro la desaparición del canon y de la cultura occidentales. Doce años después, algunas de las obras de Lewis se habían convertido ya en fuente de inspiración para las especulaciones de Huntington sobre el choque entre civilizaciones y, lo que es peor, en soporte directo de la guerra preventiva de la administración Bush contra el «peligro islámico» [2].

Pero para valorar bien el punto de vista de Edward Said en su polémica con Bernard Lewis y con otros académicos del orientalismo conviene distinguir y precisar, pues a veces se junta demasiado apresuradamente la crítica del discurso etnocentrista sobre países y continentes, cuyas culturas han sido olvidadas, subalternizadas o tergiversadas, con la crítica al sexismo o al racismo igualmente persistentes en el mundo académico occidental (y fuera de él).

Como racismo y sexismo han sido históricamente rasgos compartidos por la mayoría de las culturas occidentales y orientales, lo razonable es valorar separadamente, por razones metodológicas y de economía del discurso, las propuestas tendentes a un mejor conocimiento de civilizaciones distintas de la nuestra y las propuestas que llaman a prestar mayor atención a subculturas habitualmente subalternizadas en un mismo marco cultural europeo, euroamericano, africano o asiático (como las subculturas de las mujeres, de tales o cuales minorías étnicas o de determinados estratos populares cuyos hábitos y costumbres no son reductibles a la dirección principal del canon vigente). Esta distinción no siempre se hace en las propuestas académicas actuales y da lugar a numerosos equívocos.

Said, que además de estudioso del orientalismo ha sido un musicólogo sensible y un hombre con gran conciencia cívica, ha ayudado mucho a evitar esos equívocos. De él hemos aprendido que se puede y se debe considerar justa y apropiada la preocupación actual por conocer mejor lo que han sido y lo que son realmente las otras culturas y subculturas diferentes de la versión dominante de la cultura europea sin que esto tenga por qué significar aceptar cierta manía generalizadora consistente en meter en el mismo saco todo lo olvidado por el etnocentrismo sexista históricamente dominante.

Y todavía más: que distinguir entre esas dos cosas implica también oponerse a la mera inversión especular de las representaciones tradicionales occidentales, inversión que ha dado y sigue dando lugar a la idealización apresurada de todo lo otro para acabar pensando simplemente lo mismo que se pensaba, con la única diferencia de que donde antes se situaba el cielo ahora se sitúa el infierno y viceversa. Una de las cosas más apreciables del punto de vista de Said es precisamente que no depone el espíritu crítico cuando de lo que se trata es de valorar el imaginario colectivo que, a partir de la cultura de la resistencia frente al etnocentrismo occidentalista, se ha ido construyendo en estos últimos tiempos en Oriente Medio, África o Asia.

II

Ése era el contexto, como se ve, bifronte, de la aparición del libro de Edward Said, Cultura e imperialismo (1993). Este libro completa y desarrolla el estudio llevado a cabo en Orientalismo. Por una parte, amplía el marco geográfico de estudio de aquella obra (cuyas ideas estaban referidas fundamentalmente a Oriente Medio) analizando diversos escritos europeos sobre África, India, algunas partes del Lejano Oriente, Australia, el Caribe (y, más tangencialmente, Irlanda).

Pero, por otra parte, Said introducía en su nueva obra la visión del otro, la visión ilustrada de los vencidos, entendiendo por tal la respuesta de intelectuales africanos, asiáticos, americanos y europeos (particularmente irlandeses) a la dominación occidental, en lo esencial anglo-francesa, que ha culminado en el gran movimiento de descolonización del llamado Tercer Mundo (Ngugi wa Thiongo, Soyinka, Walcott, Tayed Salih, Eqbal Ahmad, Faiz Ahmad Faid, Adbelrahman el Munif, Ali Ahmed Said).

Y, junto a esta última, da mucha importancia a la percepción de intelectuales y escritores que han vivido y se han formado entre ambos mundos (J.M. Coetzee, Nadine Gordimer, Neruda, García Márquez, Rushdie, Césaire).

De la ambición de esta obra de Said habla ya el hecho mismo de que se proponga abordar a la vez el esquema general y planetario de la cultura imperial y la experiencia histórico-mundial de la resistencia contra el imperio. Se trata, por tanto, no de una simple secuela de Orientalismo, sino del intento de hacer algo distinto y más amplio. Al analizar algunas piezas literarias muy conocidas de las culturas euro-americanas Said presta especial atención a sus contextos históricos concretos y al transfondo político (en un sentido amplio) que pueda haber en ellas: siempre teniendo a la vista el complejo — y a veces autocontradictorio— mundo de la relación entre colonialistas y colonizados.

Pues Said entiende la cultura moderna como una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas y pone el acento en el análisis de aquellas ideas sobre la otra cultura que subyacen (muchas veces sin manifestación explícita) a las grandes narraciones de lo que suele llamarse la cultura occidental. Este ha sido un aspecto tradicionalmente olvidado, al analizar las grandes piezas del canon occidental, por la crítica literaria textual en el ámbito académico europeo, o, en el lado opuesto, mal tratado, desde una perspectiva sólo política, por algunos autores africanos y asiáticos o por una parte de la tradición marxista.

La magnitud del proyecto, la amplitud de las relaciones analizadas y el espíritu omnicomprensivo de Cultura e imperialismo puede, sin duda, provocar reticencias en una época, como la nuestra, que desconfía de las cosmovisiones.

Y, obviamente, ha habido críticas en ese sentido. Said se anticipaba a esas reticencias declarando su convicción de que es imposible abarcar en un solo libro todo el imperialismo y toda la cultura que el imperialismo occidental ha producido en relación directa o indirecta con las colonias. Él mismo se ha considerado, temperamental y filosóficamente, contrario a las vastas sistematizaciones o teorías totalizantes de la historia de los hombres (CI, 38).

Y esto también tiene su reflejo en el producto intelectual, en el resultado, pues el obligado corte temático que establece en su libro deja fuera de consideración algunos de los imperios que en el mundo han sido: el austrohúngaro, el ruso, el otomano, el español y el portugués.

Said entiende por imperialismo la práctica, la teoría y las actitudes de un centro metropolitano que rige y gobierna un territorio distante; y por colonialismo, casi siempre como consecuencia del imperialismo, la implantación de asentamientos en estos territorios distantes.

Estima, por lo demás, que la gran era del imperialismo moderno ha terminado, lo cual no equivale a decir (como están diciendo algunos académicos e incluso activistas antiglobalizadores) que haya dejado de haber imperio e imperialismo en nuestro mundo.

Precisamente porque el proceso de descolonización iniciado ya hace décadas ha pasado también a una nueva fase, a veces descrita eufóricamente como poscolonial, tiene sentido la pregunta por lo que ha sido la relación entre cultura e imperialismo. Ahora podemos empezar a ver las cosas con alguna distancia. Y una de las cosas que se puede ver con la distancia ha sido expresada por Said en términos muy taxativos: «Me atrevo a afirmar que sin imperio no habría existido la novela europea tal como la conocemos; y, de hecho, si nos detenemos en el impulso del cual nació veremos la convergencia, en absoluto accidental, entre los esquemas constitutivos de la autoridad narrativa por un lado y la compleja configuración ideológica que subyace a las tendencias imperialistas, por otro» (CI, 126).

O más adelante: el imperialismo y la novela, artefacto cultural de la sociedad burguesa, son indisociables el uno de la otra (CI, 127). Esta opinión prolonga y desarrolla el análisis de la contribución de la narrativa y de la poesía (Chateaubriand, Hugo, Lamartine, Goethe, Flaubert, Fitzgerald) a la configuración del estereotipo occidental sobre el orientalismo.

Es cierto que todos los grandes documentos de la cultura occidental que tratan directa o indirectamente del otro mundo (africano, asiático, australiano) pueden ser leídos o interpretados haciendo abstracción de su relación con la idea de imperio. Y más aún en la actualidad, cuando muchas de las grandes realizaciones estéticas propias del imperialismo son recordadas y admiradas, en la universidad y fuera de ella, sin aquel acompañamiento (el espíritu de dominación) que poseían durante el proceso de su gestación y producción.

Pero en las inflexiones y en las huellas de estas manifestaciones literarias el imperio puede leerse, verse y oírse. En cambio, cuando se prescinde de estas inflexiones y de estas huellas se acaba reduciendo tales obras a caricaturas, quizá refinadas, pero caricaturas al fin y al cabo (CI, 213).

A lo largo del libro Said ofrece diferentes tipos de matizaciones metodológicas y prácticas para el análisis concreto de la relación entre cultura e imperialismo. Por una parte, admite que el concepto mismo de imperialismo tiene de por sí una carga tal de generalización que puede lastrar de vaguedad inaceptable la interesante heterogeneidad de las culturas metropolitanas europeas.

Reconocerlo así implica, desde luego, atender a las diferencias entre las diversas obras de la cultura en un mismo marco imperial. Pero, una vez admitido eso, oponerse a que la cultura sea analizada como parte del imperialismo puede convertirse en una táctica que impida cualquier tipo de estudio serio de las relaciones entre ambos términos. En cambio, si nos enfrentamos a ellas con cuidado podemos establecer varias y provechosas formas de vinculación que complementen y enriquezcan nuestras lecturas de los grandes textos de la gran cultura (CI, 259).

Edward Said concede mucha importancia a la tradición de los estudios de literatura comparada, y en particular al propósito original de este tipo de estudios consistente en eludir el insularismo y el provincialismo para considerar varias culturas al unísono y en contrapunto (CI, 90).

Pero advierte que la dirección dominante de estos estudios ha sido casi siempre academicista y ha estado condicionada por la idea de que Europa y Estados Unidos constituyen el centro del mundo. En este plano Said hace observar que la literatura comparada se convirtió en un asunto de seguridad nacional en EEUU, en los años sesenta, luego de la aparición del Sputnik.

Una objeción fuerte, del mismo tipo, puede hacer el autor a algunas otras corrientes de la crítica contemporánea: el nuevo historicismo, el deconstruccionismo e incluso el neomarxismo evitan, por lo general, el horizonte político de mayor alcance, determinante, de la cultura occidental moderna: el imperialismo (CI, 112).

Pero si se dejan de lado esos aspectos (la persistente idea compartida del imperialismo reforzado, o el general acuerdo sobre la distinción ontológica fundamental entre Occidente y el resto del mundo) haríamos algo parecido a describir una carretera prescindiendo de su localización en el paisaje.

Lo que Said propone como alternativa a los estudios comparatistas académicos y a estas otras corrientes en alza desde la década de los ochenta del siglo pasado es una lectura de la tradición como un acompañamiento polifónico de la expansión de Europa, lo cual supone una lectura, distinta de la académica oficial, de algunos de los clásicos del canon occidental, como Conrad o Kipling, apoyándose también en los estudios historiográficos que últimamente han ido desvelado la relación entre imperialismo y cultura (Kiernan, Martin Green, Molly Mahooh, John McClure, Patrick Brantlinger).

Said ilustra su análisis globalizante de algunas importantes piezas culturales de los dos últimos siglos estudiando personajes o situaciones de narraciones de Dickens (para el caso de Australia), Thackeray, Ruskin, Conrad (para África y Suramérica), Kipling (para la India), Verdi (para Egipto) o Camus (para Argelia), así como, en relación con las obras de estos autores, declaraciones de Carlyle, los Mill y muchos otros que han considerado como un hecho sin más la expansión colonial con su imagen repetida de las razas bárbaras e inferiores.

Edward Said parte de una convicción compartida, según la cual todas las culturas tienden a construir representaciones de las culturas extranjeras para aprehenderlas de la mejor manera posible o controlarlas de algún modo. Pero observa que no todas las culturas construyen representaciones de las culturas extranjeras y de hecho las aprehenden y controlan. Esa es la diferencia de las principales culturas europeas modernas analizadas.

En ese contexto Said llama la atención sobre un hecho que no se suele tener hoy en cuenta suficientemente, a saber: que hasta mediados del siglo XX la gran mayoría de los escritores occidentales escribían teniendo in mente únicamente una audiencia occidental, aunque en determinados casos tratasen de personajes, lugares o situaciones de los territorios de ultramar dominados por los europeos (CI, 121).

La propuesta que hace en este sentido también es clara y razonable. Se puede enunciar así: hoy en día debemos leer las grandes obras canónicas, y tal vez el archivo completo de la cultura europea y norteamericana premoderna y moderna, haciendo el esfuerzo de dar voz a lo que allí estaba presente en silencio, o marginalmente, o representado con tintes ideológicos.

III

Para llevar a cabo esta propuesta Said propone incorporar al análisis literario la obra de revisión y deconstrucción intelectual del mundo occidental que fueron realizando en la segunda mitad del siglo XX intelectuales y escritores de origen africano, asiático o latinoamericano, como Fanon, Amilcal Cabral, Chinua Achebe, Ngugi wa Thiongo, Soyinka, Rushdie o García Marquez, pero también, desde dentro de la misma cultura europea occidental, Genet, Basil Davidson, Albert Memmi y Juan Goytisolo.

Así se va concretando la propuesta metodológica de Cultura e imperialismo: tomar en consideración la experiencia cruzada de occidentales y orientales (o mejor, de europeos, asiáticos, africanos y americanos) en un marco caracterizado por la interdependencia de los terrenos culturales en los cuales el colonizador y el colonizado coexisten y luchan unos con otros a través de sus representaciones, sus proyecciones, sus geografías, sus relatos y sus historias.

La idea de entrecruzamiento es aquí básica y se deriva de lo que podríamos denominar la paradoja cultural del imperialismo, entendiendo por tal el hecho de que precisamente uno de los más importantes logros de éste (unir más el mundo política y económicamente) está en la base del proceso de separación y distanciamiento de las respectivas imágenes de europeos y no-europeos, una imagen insidiosa y fundamentalmente injusta, pero que obliga, en el cambio de siglo y con el paso de tiempo, a considerar la experiencia histórica del imperio como algo común a ambos lados. Y ello, «a pesar de la sangre derramada, del horror y del amargo resentimiento que ha quedado» (CI, 25).

El proceder de Said consiste en trabajar sobre obras individualizadas (Mansfied Park, Kim, Aída, El corazón de las tinieblas, El extranjero, El inmoralista) leyéndolas primero como grandes obras de la imaginación creadora e interpretativa occidental y analizándolas luego en el marco de la relación histórica y particularizada entre cultura e imperio.

Al introducirse en el campo de la llamada «alta cultura literaria», y al tratar de poner de manifiesto su relación con el imperialismo históricamente existente, Said no se propone ir acumulando condenas morales o políticas del arte occidental (aunque hay, ciertamente, desarrollos particulares en su obra, cuando trata de Camus o de Gide, por ejemplo, que pueden dar pie a esa interpretación reductivista), sino más bien la tarea inversa: examinar de qué manera los procesos de eso que llamamos imperialismo se producen y concretan más allá de las leyes económicas y de las decisiones políticas (CI, 48).

Junto a la idea de entrecruzamiento cultural hay que subrayar en el libro de Said la propuesta de una lectura contrapuntística. La lectura en contrapunto debe registrar simultáneamente el proceso del imperialismo y el de la resistencia, lo que puede realizarse incluyendo, en el análisis de las obras literarias, lo que había sido excluido o estaba sólo supuesto, sabiendo -dice él– lo que significa que un autor muestre, por ejemplo, que una plantación colonial de azúcar es importante para mantener un particular estilo de vida en Inglaterra.

Al concretar más sobre esta lectura contrapuntística, Said afirma que es necesario leer conjuntamente los textos que proceden del centro metropolitano y de las periferias sin aceptar ya la dicotomía entre un criterio que privilegia la «objetividad» por nuestra parte y otro criterio que da por supuesto el lastre de la «subjetividad» por la suya. La cuestión, por tanto, no es sólo saber cómo leer, según lo están proponiendo los partidarios de la deconstrucción, sino también separar ese aspecto del problema del saber qué se lee.

Las ideas de contrapunto, interrelación e integración representan algo más que un indicio moderadamente inspirador de lo que puede entenderse por visión ecuménica y ecuánime. Y en este sentido Said logra resultados brillantes al comparar, por ejemplo, El corazón de las tinieblas de Conrad con Época de migración al norte del sudanés Tayed Salih.

Una de las cosas más interesantes de Cultura e imperialismo es que, como en Orientalismo, la mirada entrecruzada de Said permite establecer un tipo de relaciones entre diversos planos de la cultura y de las culturas que por lo general escapan a la consideración de la mirada solo europea porque lo obvio se da por supuesto. Una primera lectura de esta obra tendrá que subrayar, por tanto, lo que ésta tiene de complemento de otras lecturas textuales de algunas muestras del canon occidental.

Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la lectura que Said hace de Mansfield Park (1814) de Jane Austen (CI, 141 y ss.). Pero en el libro hay más cosas. Como suele ocurrir cuando el desplazamiento del ángulo de la mirada cambia radicalmente el punto de vista tradicional, el tipo de relaciones que aquí establece Said entre ideas diferentes y entrecruzadas por la relación imperialismo/cultura permite iluminar algunos aspectos de determinadas obras singulares que pasaban completamente desapercibidos en el marco cultural europeo.

Entonces la lectura contrapuntística no sólo complementa otras lecturas textuales sino que abre nuevos horizontes. Es el caso de los apartados dedicados al Kim de Kipling, a la Aída de Verdi, al Corazón de las tinieblas de Conrad y (tal vez con menos acierto) a algunas de las obras de Camus.

V

El apartado sobre la Aida de Verdi se titula sintomáticamente «el imperio en acción» (CI, 185 y ss.). El problema de Aída reside en que no trata de la dominación imperial sino que forma parte de ella. En ese contexto Said responde a la pregunta de por qué aceptó Verdi la oferta del virrey Ismail de escribir una ópera especial para El Cairo y señala que Verdi carecía de toda opinión formada acerca del Egipto moderno, por lo que el resultado, en la ópera, fue un Egipto orientalizado, al cual llegó el autor, con su música, por un camino propio. La identidad egipcia de Aída era sólo parte de la fachada europea de El Cairo: no podemos ver entre la obra y El Cairo aquella congruencia que Keats percibía en el friso de una urna griega y el mundo a que éste le correspondía.

Bajo el epígrafe «los placeres del imperialismo» Said analiza Kim (1901), de Rudyard Kipling (CI, 216 y ss.), dialogando con la célebre opinión de Edmund Wilson sobre los dos mundos en el alma del protagonista y del autor. Said argumenta que el conflicto entre el servicio de Kim a la colonia y la lealtad a sus compañeros indios permanece sin resolver no porque Kipling no pueda enfrentarse a él sino porque para éste no existía conflicto. Por eso uno de los propósitos de la novela es mostrar la ausencia de enfrentamiento una vez que Kim se ha curado de sus dudas. Said lee Kim como una contribución mayor a esa India orientalizada de la imaginación por la que puede hablarse de «invención de la tradición».

El corazón de las tinieblas de Conrad da pie a una interesante la apreciación de Said cuando, en el marco del análisis de la cultura de resistencia, escribe que en Época de emigración al norte de Tayeb Salih el río de Conrad se convierte en el Nilo cuyas aguas rejuvecen a los pueblos e invierte la primera persona del estilo narrativo inglés al tratar del viaje de un sudanés a Europa. El viaje al corazón de las tinieblas se convierte en una hégira sagrada desde el campo sudanés, todavía agobiado por la herencia colonial, hasta el corazón de Europa, donde Mustafá Said, espejo de Kurtz, desencadena la violencia ritual sobre sí mismo, sobre las mujeres europeas y sobre el entendimiento del narrador. Tan deliberada es la imitación inversa de Conrad por Salih que hasta la valla adornada de calaveras de Kurtz encuentra su repetición y deformación en el inventario de los libros europeos almacenados en la biblioteca secreta de Said (CI, 329)

Said lee al Camus de El extranjero (1942), La peste (1947) y El exilio y el reino (1957) en relación con la experiencia imperial francesa. Y lo aborda como un caso representativo de cómo, con el tiempo, se han desvanecido los hechos de la realidad imperial que tan claramente podrían observarse en las obras de éste. Son novelas que hoy tienen un interés póstumo: parecen tratar de cosas muy diferentes a las que aludían en su momento. La lectura actual de Camus es un ejemplo para ver cómo queda en los márgenes el tema de la dominación europea del mundo no-europeo diluido en los temas de la «conciencia europea» y «la condición humana».

Said se interroga acerca de por qué fue Argelia el paisaje de esas obras cuya referencia principal era otra (la Francia ocupada por los nazis). Y presenta su lectura como una «restauración interpretativa», reconstruyendo la pista argelina que se ha borrado: «Considerar las obras de Camus como un elemento de la geografía política de Argelia metodológicamente construida por los franceses» (CI, 278).

Said pone esto en relación con las opiniones de Camus acerca de la lucha por la independencia de Argelia y afirma que la cerrazón del autor explica el vacío y la ausencia de historia del árabe muerto por Meursault y el sentido de la devastación de Orán en La peste, «que no está concebido para expresar en primer lugar las muertes de árabes (que después de todo son las cuentas desde el punto de vista demográfico), sino la conciencia francesa (CI, 285).

En ese contexto Said mantiene que las obras de Camus son más interesantes , no menos, precisamente porque sus más famosos relatos dependen en muchas maneras del discurso francés colonial sobre Argelia, se alimenta de la historia de la dominación francesa en Argelia. Debemos considerar, pues, las obras de Camus como transfiguración metropolitana del dilema colonial. La obra de Camus posee una vitalidad negativa en la que la trágica seriedad humana del esfuerzo colonial alcanza su última gran culminación antes de que llegue la ruina. Lo que Camus expresa es esa desolación y esa tristeza de las que no nos hemos recuperado y que todavía no hemos acabado de comprender (CI, 292).

VI

No es difícil enumerar las deudas intelectuales de Said, tanto sustantivas como metodológicas. Algunas de ellas han sido explícitamente declaradas en los análisis concretos que se llevan a cabo en el libro. Así, el Frank Fanon de Los condenados de la tierra, obra de la que se dice que ha representado un formidable arsenal antiautoritario (CI, 432). Me parece de justicia la recuperación por Said del olvidado Fanon (y el recuerdo del célebre prólogo de JP Sartre a la primera edición de Los condenados: «No existe nada más consistente que un racismo humanista, puesto que el europeo sólo ha sido capaz de convertirse en hombre creando esclavos y monstruos»).

Fanon es, para Said, el autor que con más contundencia y decisión ha expresado el inmenso giro cultural que se ha producido desde el terreno de la independencia nacionalista hacia el campo teórico de la liberación (CI, 414), «el primer teórico destacado del antiimperialismo que advirtió que el nacionalismo ortodoxo seguía el mismo camino trazado por el imperialismo, que mientras parecía estar concediendo autoridad a la burguesía nacionalista en realidad continuaba extendiendo su hegemonía».

Otras deudas, también explícitas, son más difíciles de valorar, puesto que la explicitación se refiere, por lo general, a aspectos particulares (sustantivos o metodológicos) de las obras de autores varias veces citados y a cuyas aportaciones Said había hecho referencia ya en Orientalismo y en otras obras suyas. Por ejemplo, el Raymond Williams de los ensayos sobre cultura (a pesar de las limitaciones que Said advierte precisamente en el tema del imperialismo) y, sobre todo, de The Country and the City; el T. S. Eliot de «Tradition and the Individual Talent»; el Antonio Gramsci de La cuestión meridional y de la distinción entre «sociedad civil» y «sociedad política»; el Auerbach de Mímesis; el Lukács de la Teoría de la novela y de los ensayos sobre la novela histórica; el Walter Benjamin que declara que no hay documento histórico de civilización que no sea al mismo tiempo documento de barbarie; el Foucault de La arqueología del saber y de Vigilar y castigar.

Pero seguramente, junto a estos autores occidentales repetidamente citados, ha contado mucho en Said la obra y el ejemplo de algunos de los grandes escritores y literatos no occidentales cuyo sufrimiento (puesto que apenas se les hizo caso ni en Occidente ni en sus países de origen) tampoco debilitó la fortaleza de sus conviccioners: Eqbal Admad y Faiz Ahmad Faiz en Pakistán, Ngugi wa Thiongo en Kenia, Abdelrahman el Munif en el mundo árabe, o Partha Chatterjje (miembro del grupo Subaltern Studies).

Said reconoce también el aumento del interés que se ha producido en las universidades europeas y americanas, al menos desde 1980, por la literatura africana: Bessie Head, Alex La Guma, Wole Soyinka, Nadine Gordimer, J.M. Coetzee, Anta Diop, Paulin Hountondjii, V.Y. Mudimbe, Ali Mazrui y el que considera poeta contemporáneo más importante: Ali Ahmed Said (Adonis), autor de Al Zabit wa al-Mutahawil (traducción inglesa: An Introduction to Arab Poetics, Londres, 1990: «ejemplo soberbio y atrevido del desafío casi en solitario de la persistencia de una herencia árabe-islámica petrificada y limitada por la tradición a los que opone los poderes disolventes de la modernidad crítica», CI, 481) así como de sus compañeros del periódico Mawakif.

En el apartado dedicado a los «temas de la resistencia cultural» (326 y ss.), Said menciona a: James Ngugi (Ngugi wa Thiongo) cuya obra The River Between reformula El corazón de las tinieblas de Conrad desde la primera página; el sudanés Tayeb Salih (que vuelve sobre el tema de Conrad en Epoca de migración al norte; Aimé Césaire dialogando con el Shakespeare de La tempestad a propósito del derecho a representar lo caribeño; Roberto Fernández Retamar a propósito de lo que simbólicamente significan para el llamado Tercer Mundo Calibán y Ariel; al Salman Rushdie de Los hijos de la medianoche. Y en ese contexto califica el esfuerzo llevado a cabo por docenas de especialistas, críticos e intelectuales de la periferia, de viaje de retorno (CI, 336).

Le interesan, por otra parte, aquellas aportaciones más recientes que se evaden de las polaridades de Oriente y Occidente tratando de comprender aspectos de las otras culturas que por su incomodidad no fueron abordados por los historiadores y orientalistas de la época colonial. Como, por ejemplo, el estudio de Peter Gran sobre las raíces islámicas del capitalismo moderno en Egipto, la investigación de Judith Tucker sobre la estructura de la familia y el poblado egipcios bajo la influencia del imperialismo o la monumental obra de Hanna Batatu sobre la formación de las instituciones estatales modernas en el mundo árabe o el estudio de S.H. Atlas , The Myth of the Lazy Native, o la obra del investigador indio de la universidad de Columbia, Gauri Viswanathan, The Marsk of Conquest (CI, 88-89).

VII

Al valorar la aportación de Said a una tipología cultural del imperialismo no se puede olvidar la dimensión personal. Al centrar sus estudios sobre piezas culturales procedentes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos de Norteamérica, Said no deja de declarar uno de los lados de su propia formación cultural. El otro es su propio origen: el mundo árabe y musulmán. Para la comprensión de lo que esto ha significado en su caso vale la pena atender a lo que dice en sus recuerdos de la infancia, la adolescencia y la juventud (3). Hay en ellos un paso muy significativo. Dice así:

Aunque el inglés se había convertido en mi idioma principal me encontré en una extraña situación en que no tenía ninguna situación natural, ni nacional, en donde usarlo. Los tres idiomas se convirtieron en una cuestión bastante peliaguda cuando yo tenía catorce años, El árabe estaba prohibido y era «de moro». El francés era siempre «de ellos» y no mío. El inglés estaba autorizado pero era inaceptable porque era el idioma de los odiosos británicos. Desde entonces siempre me ha fascinado de forma exagerada el funcionamiento de los idiomas y me dedico a cambiar automáticamente a una de las tres posibilidades. Cuando hablo inglés, a menudo oigo y digo el equivalente francés o árabe; cuando hablo árabe busco análogos en inglés o francés y los añado como quien lleva el equipaje sobre la cabeza, es decir, como algo presente pero en cierta medida inerte y agobiante. Solamente ahora que tengo más de sesenta años me siento más cómodo y no traduzco sino que hablo o escribo directamente en cada uno de estos idiomas, no con fluidez de un nativo pero casi. Solamente ahora he superado mi alineación respecto al árabe causada por mi educación y por el exilio y puedo usarlo con placer.

Desde esta vivencia de las lenguas y de las culturas se comprende mejor una de las declaraciones con que arranca Cultura e imperialismo, declaración que allí parece cobrar un sentido casi metodológico: la de escribir viviendo en los dos lados y tratando de ejercer de mediador entre ellos (CI, 27). Al menos en el ámbito en el que un hombre sin poder político puede hacerlo: el cultural. Hay que tener en cuenta que tanto Orientalismo como Cultura e imperialismo son libros acerca del nosotros y el ellos, libros en los que el autor es a la vez, por voluntad propia, parte de ambos. Y, es además, crítico de lo que considera exageraciones o extremos de ambos mundos; crítico de la constante afirmación occidental de superioridad cultural sobre el otro y crítico de la réplica nativista o indigenista del colonizado que protesta mediante la mera y simple inversión de la concepción del mundo del colonialista: imperialismo occidental y nacionalismo tercermundista se alimentan mutuamente. Y la guerra del Golfo Pérsico, o los últimos acontecimientos de Oriente Medio, África y Asia así lo ponen, una vez más, de manifiesto.

Con esa vivencia y desde ese enfoque metodológico Said pudo escribir, con razón, que su objeto es una historia sombría y muchas veces descorazonadora, sólo atemperada por la emergencia de una nueva conciencia intelectual y política en ambos mundos. Si en lo político, y particularmente en lo que hace a la cuestión palestina, Said se ha sentido muy solo en los EE.UU., sobre todo en los últimos tiempos, en lo cultural no lo estaba. Pues su obra, su aproximación a una tipología cultural del imperialismo, se benefició no sólo de la experiencia propia sino también de los cambios que, mientras tanto, se habían ido produciendo en los estudios sobre Oriente Medio, a partir precisamente de publicaciones de intelectuales, en origen con experiencias duales y que han gozado durante años de la disponibilidad de las universidades de Berkeley, en California, Yale Princeton o Columbia. Él mismo ha mencionado a este respecto los trabajos de Lila Abu-Lughod, Leila Ahmed, Fedwa Malti-Douglas, Sara Suleri y Lisa Lowe.

Said lo dice muy explícitamente: Cultura e imperialismo es el libro de un exiliado (CI, 32), de un árabe con educación occidental, que pertenece a los dos mundos sin ser completamente de uno o de otro. Es interesante, sin embargo, el que al emplear la palabra exiliado añada que no se refiere a algo triste o desvalido. Él mismo fue consciente de que no hay mal que por bien no venga, de que esta división del alma permite tal vez comprender los dos mundos con más facilidad. Dice escribir como «norteamericano y árabe que ha vivido problemáticamente en los dos mundos» (CI, 453) y que ha vivido también «la hostilidad e ignorancia propia de las dos partes de este encuentro cultural complejo y desigual» (CI, 454). Es como si la idea de exilio cambiara de significado en los últimos tiempos: se convierte en algo cercano a un hábito, una experiencia en la que, por mucho que se reconozca y se sufra la pérdida, se atraviesan barreras y se exploran nuevos territorios superando así las fronteras canónicas clásicas. No es casual que en ese contexto aparezca la referencia a Erich Auerbach: nuestro hogar filológico es el mundo entero y no la nación o el escritor individual (CI, 488). Con esa idea reitera Said su propuesta de lectura contrapuntística de análisis global frente a las tendencias separatistas y nativistas; análisis global y contrapuntístico que no debe entenderse en la forma de una sinfonía (como las primeras nociones relativas a la literatura comparada) sino más bien bajo la forma de un conjunto atonal (CI, 489). Se ha dicho que uno de los objetivos declarados de Said ha sido tratar de encontrar un punto de vista que supere al mismo tiempo la unilateralidad del occidentalismo y del indigenismo característico de la época poscolonial.

Pero él sabía que el presente momento ideológico presenta grandes dificultades para la consolidación de este tipo de trabajo intelectual (CI, 89). Said, que ha criticado la evolución del nativismo y del nacionalismo en el Tercer Mundo, en tanto que mera inversión del imperialismo occidental, también ha escrito al respecto: No quiero que se me malinterprete: no estoy abogando por una posición simplemente antinacionalista. Es un hecho histórico que, como fuerza política movilizadora, el nacionalismo (restauración de la comunidad, afirmación de la identidad, emergencia de nuevas prácticas culturales) instó y propulsó la lucha contra la dominación occidental en todo el orbe no europeo. Y es tan inútil oponerse a eso como a la ley de la gravedad de Newton (CI, 339).

Lo que Said proponía, alternativamente, es que aprendamos a centrarnos en el argumento que sostiene que, una vez adquirida la independencia, se necesitan nuevas e imaginativas reconceptualizaciones de la sociedad y de la cultura para así evitar la recaída en antiguas ortodoxias e injusticias. En ese sentido daba mucha importancia al movimiento de las mujeres en Egipto, en Turquía, en Indonesia, en China, en Ceilán desde principios de siglo donde la resistencia nacionalista ante el imperialismo fue siempre autocrítica (CI, 341). Ese punto de vista se concreta, una vez más, en una orientación histórica de carácter integrador y contrapuntístico que considera que las experiencias occidentales y no occidentales se suponen mutuamente porque están a su vez relacionadas por el imperialismo. Lo cual implica una visión imaginativa, incluso utópica, que vuelva a tener en cuenta la teoría y la práctica de la emancipación como elemento opuesto a la reclusión, apostando por un tipo particular de energía nómada, migratoria, antinarrativa (CI, 431).

Por su discreción en el tratamiento de asuntos en los que generalmente se ha oscilado entre politicismo y formalismo, por su veracidad, no exenta de dramatismo, este palestino, que fue miembro del Consejo Nacional y profesor de literatura comparada en la universidad de Columbia, pero que fue sobre todo un exiliado postromántico, supo renovar la apuesta cultural de aquellos otros exiliados sensibles (Auerbach, Arendt, Benjamin, Todorov) que nos han enseñado a entender mejor lo que somos (y lo que hemos sido) comprendiendo a los otros, más allá de la presunción, de los estereotipos y de los prejuicios.

 (Tomado de La Insignia)


[1] Orientalismo, New York, Pantheon Books, 1978; traducción castellana de María Luisa Fuentes, Madrid, Prodhufi, 1990.

[2] Principalmente: Los asesinos. Una secta islámica radical. Barcelona, Alba, 2002 (una obra escrita en 1967, pero recuperada para la ocasión después del 11 de septiembre de 2001) y ¿Qué ha fallado? El impacto de Occidente y la respuesta de Oriente Próximo, Siglo XXI, 2003. Pero además de eso Lewis ha estado directamente implicado en las reuniones del loby belicista (Wolfowitz, Rumsfeld, Perle, Cheney) que presionó para la invasión de Irak.

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