La fuerza y la argucia: de Gramsci a Poulantzas. Pierre Jean

Aunque muy a menudo nos preguntamos por qué y cómo rebelarnos y subvertir el capitalismo, podríamos en cambio preguntarnos por qué se acepta y se percibe como legítima la extorsión centralizada que practica el Estado. El paradigma que guía a Gramsci y a Poulantzas es la «hegemonía blindada con coerción», en términos diferentes pero a la vez convergentes.    

¿Por qué no se rebelan las masas? La pregunta nos permite cuestionar las categorías establecidas por el Estado para mantener el consentimiento de las clases subalternas: opacidad de la conciencia de clase, inversión de la dialéctica coerción-consentimiento e invisibilización de las categorías de dominación se articulan para producir la norma, esa subjetividad que ha interiorizado las prácticas del poder dominante. La reproducción ampliada del capital conlleva la reproducción de la fuerza de trabajo por medios como la coerción y la represión espacial y temporal de los trabajadores y sus representantes.

Sólo que la represión no es sino una de las facetas de un conjunto más amplio, el de una “hegemonía blindada con coerción”[[1]] que, por medio del compromiso social y de las estrategias de inculcación de las normas del poder, constituye el arte de gobernar, lo que Maquiavelo llama, en los albores del Estado moderno, fuerza y argucia, las dos mitades del cuerpo del centauro. ¿Cuál de las dos, el zorro astuto o el león fiero, precede a la otra?

Comentaré textos seleccionados de Cuadernos de la cárcel, de Antonio Gramsci, y de Estado, poder y socialismo, de Nicos Poulantzas, y, al hacerlo, resaltaré las relaciones fundacionales y las relaciones dialécticas entre ambos términos del poder.

En el capítulo XVIII de El Príncipe, la fuerza y la argucia son dos aspectos de una táctica o intervención estratégica en la coyuntura de que se trate, por medio de los cuales se autoproduce la soberanía que ejerce el Estado sobre la “multitud”[2]].

Gramsci, siguiendo al florentino, muestra que tanto el Estado como el bloque histórico en que aquel se apoya recurren a la violencia material cuando la violencia simbólica o ideológica ha agotado sus propios límites: Gramsci, al igual que Poulantzas, otorga primacía a la violencia real o a las técnicas de “contención” de la multitud, es decir, a la represión física.

El consentimiento es resultado de la subsunción de la violencia real y simbólica. La violencia real, la coerción de los cuerpos, es una faceta que queda subsumida en el yugo de la explotación, al igual que la violencia simbólica. Poulantzas lo hace explícito al recorrer todo el trayecto que lo lleva a la categoría de explotación en su intento por rastrear el origen de la violencia.

Pero ¿qué entendemos por la noción de Estado? A modo de observaciones preliminares, es menester que nos ocupemos ahora de tres enfoques diferentes del Estado.

Para Max Weber, el Estado es el monopolio de la violencia legítima en un sentido mínimo. Para Poulantzas, es una instancia relativamente autónoma de la economía, pero que interviene en las contradicciones de la estructura económica para modificar los procesos de esa estructura sin conseguir superar sus contradicciones. Para Gramsci, el Estado desempeña un papel “primordial”: reúne lo que “tiende a vivir separado” en el estado de naturaleza. Existe una homología de estructura entre Estado y partido. Ambos organizan y ponen en marcha un “bloque histórico”, una coalición de fuerzas, más o menos autónoma de otras fuerzas políticas. Esa coalición, con la cual a veces se entremezclan facciones de las clases dominantes con facciones de las clases dominadas, tiene por objetivo la toma del poder[[3]].

¿Por qué damos nuestro consentimiento? ¿O, incluso, por qué no nos rebelamos? ¿Contra qué? Luc Boltanski se ha planteado la misma pregunta[[4]], pero se interesa sobre todo por las líneas teóricas que conducen a una oposición entre el mundo vivido, el de los hábitos, el del texto social cotidiano, y los acontecimientos que desgarran esa textura. Intentaremos comprender aquí las causas del establecimiento y de la aceptación de esa cotidianidad.

¿Guarda relación la rebelión con la explotación o con la extracción de plusvalía a lomos del trabajo? La pregunta sería demasiado simple: la explotación no muestra su rostro a plena luz del día. Avanza enmascarada bajo las prácticas y los discursos del consentimiento. Habría que preguntarse, en cambio, ¿en nombre de qué consentimos en realizar un gran número de gestos, en legitimar más o legitimar menos, con palabras y actos, el trabajo asalariado? Explotación y participación son las dos caras del capital. A mi juicio, los conceptos de hegemonía, de Estado, de sociedad civil y de reproducción de la estructura social se articulan en Gramsci y Poulantzas para producir una teoría del consentimiento, una teoría dialéctica.

Reversibilidad de la dialéctica del consentimiento: Cuadernos de la cárcel (Gramsci)

Quizás la mejor prueba de la existencia de una teoría dialéctica del consentimiento se encuentre en su reversibilidad, tal como la concibe Gramsci:

“El ejercicio ‘normal’ de la hegemonía en el terreno ya clásico del régimen parlamentario se caracteriza por la combinación de la fuerza y el consentimiento, que se equilibran recíprocamente, sin que la fuerza predomine excesivamente sobre el consentimiento. Por el contrario, se intenta siempre que la fuerza parezca basarse en el consentimiento de la mayoría[[5]].”

A ese respecto cabe destacar dos cosas. Comencemos por el final para establecer la secuencia de la argumentación. Podría decirse que es como si del término “consentimiento” emergiera un sentido incongruente: el de un falso consentimiento, o el de un consentimiento vuelto de revés en su relación con la fuerza.

Es la fuerza la que, gracias a los órganos de la opinión pública y de la sociedad civil —o al conjunto de los dispositivos orgánicamente ligados al poder— parece apoyarse en el consentimiento y no a la inversa. Esa ilusión constituye la base misma del recurso a la fuerza en los discursos del bloque histórico dominante. Trátese de la intervención de los tanques soviéticos en Praga por el “bien del pueblo socialista” en su conjunto, o de la expresión que se ha vuelto banal de “secuestradores” para referirse a los huelguistas en Francia, cualquier recurso a la fuerza se hace en nombre del consentimiento de una mayoría y que hoy se expresa a través del prisma de las encuestas, los medios de comunicación de masas o la alusión a la legitimidad del voto. La inversión de los términos de la dialéctica o la inversión de la perspectiva entre fuerza y argucia están en la base de la mistificación de los regímenes parlamentarios cuando estos desean recurrir a la fuerza.

Lo segundo que cabe destacar en la secuencia que proponemos —el primer razonamiento en el orden del texto— es que el consentimiento desempeña una función central en los regímenes parlamentarios. Se produce entonces una forma de reificación de la conciencia del proletariado: si el problema político deja de plantearse en forma directa, si no se impone violentamente en la conciencia de las masas, incurriremos entonces en el fetichismo de una sociedad civil en la que, en el plano político, todos se imaginan libres e iguales en derechos, y, en el plano económico y social, lo que se ha de deconstruir son los hábitos de consumo, la rutina, lo cotidiano, dejando de lado los aparatos ideológicos del Estado y todo lo que concierne a la representación política de las clases dominantes y subalternas para concentrarse en la alienación en el trabajo.

La consecuencia estratégica de todo ello se nos revela entonces con toda claridad: o bien un corporativismo reformista que busca mejorar la situación de la estructura económica por medio de tácticas gradualistas, cuando no de una nivelación de los derechos políticos en caso de desigualdad flagrante, en conjugación con una labor de educación popular que se proponga liberar al proletariado de sus oropeles fetichistas y poner “por delante lo humano”, o bien el desdén más absoluto por las actuales formas de democracia burguesa que se articule con una revuelta radical, permanente y “voluntariamente” marginal en contra del sistema de producción.

Gramsci apresa en una misma fórmula tres “equivocaciones” o formas de opacidad de la conciencia de clase y les tuerce el cuello a tres de sus interpretaciones más simples. La primera de esas equivocaciones concierne al proletario de derechas, o que se aviene con las tesis del bloque en el poder, y que no se percata de que el consentimiento se basa en la fuerza y no al revés. La segunda remite al proletario reformista, quien acepta los logros del régimen parlamentario como esencias ideales e iguales entre sí y, mediante una estrategia gradualista, busca deshacer a través de las corporaciones las condiciones de producción de la sociedad capitalista. La tercera es la del proletario que se rebela, pero que no se da cuenta de que las conquistas de la legalidad burguesa han tenido como impulso la lucha de clases.

La primera de esas equivocaciones resulta particularmente esclarecedora a la hora de comprender la ideología burguesa o las formas de legitimación discursiva que preparan el recurso a la coerción. Se interviene en los suburbios en nombre de la República y, más allá, en nombre del pueblo. Se trata de una forma de invisibilización de las categorías de la economía política real, a saber, de su categoría fundamental: la explotación o la violencia física, la verdad fisiológica del capital.

La segunda olvida que el sistema capitalista constituye, precisamente, un sistema, una totalidad que, aunque plagada de contradicciones, es fundamentalmente desigual y asimétrica. No se la puede combatir sino en cuanto totalidad. La tercera olvida que la construcción de la hegemonía de una clase requiere alianzas entre intereses diversos y a veces, a largo plazo, hasta opuestos.

Sin embargo, esta última “equivocación”, según el espíritu de Cuadernos de la cárcel, es la menos grave de todas. En efecto, hay que hacer todo lo posible para atraer a las clases subalternas hacia la autonomía, es decir, hacia la toma de conciencia de sus propios intereses, aunque dicha toma de conciencia se conciba según transiciones, mediaciones y etapas cualitativas y cuantitativas.

Este somero análisis de un pasaje en que Gramsci describe el uso de la fuerza en los regímenes democráticos basta para mostrar que la fuerza puede aparecer como el segundo momento de la dialéctica, el momento no fundacional de el-en-sí sino concreto del para-sí. En realidad, son la fuerza o la violencia constitutiva de toda comunidad la que funda el consentimiento, como indica este otro pasaje de Cuadernos de la cárcel:

Otro aspecto que es preciso establecer y elaborar es el de la ‘doble perspectiva’ en la acción política y en la vida del Estado. Esa doble perspectiva puede manifestarse en grados diferentes, desde los más elementales hasta los más complejos, pero pueden reducirse teóricamente a dos grados fundamentales, que corresponden a la doble naturaleza, la propia de la bestia y la humana, del centauro maquiaveliano: la fuerza y el consentimiento, la dominación y la hegemonía (…): en otras palabras, todo puede ocurrir del mismo modo en que lo hace en la vida humana, en la que cuanto más forzado se ve un individuo a defender su existencia física inmediata, tanto más se apoya y se sitúa en el punto de vista de todos los valores más complejos y más elevados de la civilización y de la humanidad[6]].

No hay ni inmediatez ni concatenación mecánica entre coerción y consentimiento.

Por el contrario, existe lo que Gramsci llama una “doble perspectiva”, es decir, dos puntos de vista, dos modos complementarios de la hegemonía que se suceden necesaria pero no inmediatamente. En un primer momento, es efectivamente la banda de hombres armados la que se impone, a través de la metáfora de la defensa inmediata y elemental de su existencia física. Pero esa existencia tiene sentido sólo si está habitada por representaciones, imágenes, categorías de percepción. Gramsci habla entonces de distanciación dialéctica entre los dos términos de la hegemonía.

Dе ello se deduce que el primer término, la fuerza, funda al otro, pero que el segundo término, el consentimiento, desarrolla, despliega, hace que se manifieste la esencia del fundamento. Sin coerción no hay consentimiento, pero sin consentimiento la coerción seguiría siendo una abstracción pura, la defensa elemental de la vida del Estado, del grupo o del individuo, que no podría sostenerse por mucho tiempo, que no superaría ninguna crisis, ni siquiera coyuntural.

Por consiguiente, el rastro fundamental, el ser mismo de la hegemonía se desvanece en provecho de su estar ahí, de su desplegarse, al menos en los regímenes parlamentarios, mediante la inversión de la dialéctica fuerza-consentimiento.

Si retomamos nuestra pregunta original (¿por qué no se rebelan las clases subalternas?), desde ese momento tendremos a cada instante y en varios puntos un elemento de respuesta. Por un lado, la hegemonía ejercida por el grupo o los grupos dominantes aliados garantizan la existencia de ciertos intereses materiales.

Por otro, en un régimen democrático, legitiman el recurso a la fuerza, constitutivo de su poder y de su propia existencia, recurriendo a su vez al falso fundamento del consentimiento. Es ese el significado de la expresión “hegemonía blindada con coerción”.

Ese consentimiento no se logra sólo a través del Estado, sino a través del conjunto de sus aparatos anexos, más o menos orgánicamente vinculados con el Estado o con el movimiento obrero. Esa adhesión se sitúa en una alternativa no excluyente que organiza y pone en circulación las categorías de la dominación, intervención intrínsecamente ligada a la reproducción del proceso de producción, en su sentido más restringido o más amplio.

Gramsci-Poulantzas: la violencia física sobredetermina siempre los procedimientos disciplinarios e ideológicos

Poulantzas somete a critica, en primer lugar, el término “consentimiento”, así como el paradigma deleuziano según el cual la pacificación de las sociedades se lograría mediante la interiorización de la violencia. Según esa teoría, la violencia psicológica y simbólica primaría sobre la violencia material y haría desaparecer ante nuestros ojos la violencia resultante de la explotación. De esa lectura de los pensadores críticos se desprendería la categoría de alienación, de pérdida de sí, de pérdida del propio deseo en el deseo de un otro, dominante.

Una vez concluida esa labor de reforma conceptual, tres instancias nos parecen pertinentes para comprender lo que Poulantzas entiende por “consentimiento”. Las examinaremos en el mismo orden en que aparecen en el texto:

Si tiene que haber violencia física organizada es por la misma razón por la que tiene que haber consentimiento:. es porque ante todo hay siempre luchas cuya raíz es la explotación[7]

A primera vista, este pasaje hace las veces de manifiesto más que de enunciado científico o crítico. Para que pueda orientarnos es necesario retrotraerlo a su contexto teórico. Poulantzas establece un vínculo radical entre violencia y consentimiento. Esa raíz vital es la lucha contra la explotación.

El Estado, fuerza primaria y centralizada del poder, interviene en la estructura social para reprimir físicamente las luchas contra el capital y garantizar la reproducción de la estructura económica. El consentimiento es una de las facetas de la represión: tesis tomada directamente de Gramsci. Consentir en un poder, estatal o no, es someterse a un orden basado en la violencia. La explotación sería entonces el en sí de la relación fuerza-argucia y, en consecuencia, la fuerza y el consentimiento serían los dos momentos del despliegue de esa raíz del poder:

 La violencia física monopolizada por el Estado sirve de sustento permanentemente de las técnicas del poder y de los mecanismos del consentimiento, está inscrita en el tejido de los dispositivos disciplinarios e ideológicos y da forma a la materialidad del cuerpo social sobre el que actúa la dominación, incluso cuando esa violencia no se ejerce de manera directa[[8]].

Este segundo enunciado, más cerca de Foucault y de Vigilar y castigar, es el momento reversible de la dialéctica del centauro, de la fuerza y la argucia, que hace tangible el hecho de que ambas se basan en la explotación. Es entonces posible describir un nuevo nivel de jerarquía: es lo real o la violencia real o física lo que sirve de base “permanentemente” de las técnicas y los discursos del consentimiento.

Así, la violencia física existe incluso en forma pura y simplemente ominosa, “psicológica”, espectral y latente en la materialidad de las instituciones estatales y sociales. La alusión a Kafka —explícita en Estado, poder y socialismo— es obvia en este caso. A lo largo del proceso, K. soporta la tortura psicológica de no saber quién lo condena, ni por qué razón… pero nada impedirá que al final de la novela sea la muerte lo que lo aguarde:

Toda su acción (la del Estado), ya sea la violencia represiva, la inculcación ideológica, la normalización disciplinaria, la organización del espacio y del tiempo o la creación del consentimiento, guarda relación con esas funciones económicas[[9]].

Es decir, Poulantzas enlaza y sintetiza así las tesis presentes en sus diferentes enunciados: la dialéctica de la fuerza y de la argucia o la violencia física y el consentimiento están al servicio de una intervención contradictoria del Estado en el proceso de reproducción de la estructura económica.

Conclusión

La explotación es la violencia fundadora de un proceso de reificación que impregna las trincheras y las fortificaciones de la estructura social y a través de ellas circula y se despliega con el fin de reproducir la estructura económica.

Si bien Gramsci y Poulantzas no conciben de la misma manera el poder, para ambos la dialéctica de la fuerza y de la argucia se articula en torno al concepto de violencia en relación con los explotados, de modo que podemos ya esbozar algunas conclusiones estratégicas en cuanto al problema de la violencia de clase.

Es necesario dar un vuelco a la falsa dialéctica del consentimiento y de la fuerza en los regímenes parlamentarios occidentales. Si el fascismo actúa directamente en nombre de la fuerza, las democracias occidentales, pensadas en su especificidad, disciplinan y reprimen a través de una serie de mediacionesdisciplinarias, ideológicas, subjetivas y jurídicas— inscritas en la materialidad misma de sus instituciones y determinadas en última instancia por la violencia física, raíz del poder. El Estado es, por tanto, en un sentido amplio y parlamentario, el monopolio de las mediaciones de la violencia.

El monopolio de la violencia no se podrá impugnar sino mediante la puesta en circulación de categorías de pensamiento y análisis subalternos, es decir, de la mayor autonomía posible frente al Estado, capaces de subvertir los mecanismos de dominación y deconstruir los procesos de opacificación de la conciencia de clase y de invisibilización de las categorías propias de la lucha de los grupos subalternos (clase, raza, género).

Para dar ese vuelco no basta solamente emprender una labor de educación popular, sino que será también necesario forjar alianzas de clase, formar un partido o una coalición que luche en el terreno de la representación política, sin descartar jamás la posibilidad de un enfrentamiento físico. De lo que se trata es de crear una organización que estructure la correlación de fuerzas de modo que revele la violencia sobre la que se funda el poder establecido, por medio de manifestaciones, a veces locales y asimétricas, a veces nacionales o mundiales y simétricas.

El siguiente texto se extrajo de la intervención del autor en el coloquio « Penser l’émancipation » [Pensar la emancipación], celebrado en Nanterre en febrero de 2014. Forma parte del dossier “Il faut lire (ou relire) Gramsci” [Hay que leer (o releer) a Gramsci] publicado en Contretemps. Revue de critique communiste, donde apareció el 19 de mayo de 2014 con el título “La force et la ruse : l’État, le consentement et la coercition, à partir de Gramsci et Poulantzas” . El título con que se publica ahora en español y la traducción de todas las citas son del traductor, quien ha añadido en las notas del autor—corregidas, actualizadas y ampliadas— hiperenlaces y, entre corchetes, referencias bibliográficas en español para el lector que desee consultar otras fuentes.


[1] Antonio Gramsci, Guerre de mouvement et guerre de position (Textos seleccionados y presentados por Razmig Keucheyan), París, La Fabrique, 2012, p. 161. [Otra traducción al uso de esta conocida fórmula gramsciana —en italiano,egemonia corazzata di coercizione (véase Quaderni del carcere (Edizione critica dell’Istituto Gramsci. A cura di Valentino Gerratana), Turín, Einaudi, 1975, pp. 763-764,)—  es la de “hegemonía acorazada de [o por la] coerción” (el subrayado es de Gramsci). Véase, por ejemplo, Cuadernos de la cárcel (Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana) (trad. Ana María Palos; revisada por José Luis González), México, D. F., Ediciones Era, 1985 (primera reimpresión), p. 617 – Nota del T

[2] Maquiavelo es un pensador de la coyuntura: trata de producir una práctica política que esté en sintonía con los problemas teóricos y prácticos de su tiempo. El Príncipe, o cúspide del Estado, se distingue por su virtù, es decir, por su capacidad para hacer que el Estado persevere en el tiempo y en el espacio a pesar de los caprichos de la fortuna. Autonomía de lo político y carácter universal del interés del Estado son los dos fundamentos de la práctica política moderna y siguen determinantes hoy en día. Para que la dominación ideológica sea eficaz, debe presuponer un régimen de “lealtad” o de creencia, o de consentimiento de la multitud en relación con el Príncipe y hacer que ese régimen se base en la apariencia virtuosa del Príncipe y que esa apariencia pueda transformarse, de hecho, en su contrario.

[3] Existe una diferencia notable entre Gramsci y Poulantzas en lo que respecta a la concepción del Estado, en cuanto para Poulantzas el Estado es aquello que divide en mónadas particulares, lo que separa, segmenta, distingue entre sí a los individuos y a los grupos para reunirlos bajo la unidad abstracta de la universalidad: “La existencia de un Estado relativamente autónomo es una forma de contrarrestar esa tendencia de la burguesía a cometer errores.” (L’Etat, le pouvoir, le socialisme, París, Les Prairies ordinaires-Éditions Amsterdam (Colección “Essais”), 2013, que incluye un prefacio de Razmig Keucheyan y un epílogo de Bob Jessop, p. 16 [Estado, poder y socialismo (trad. Fernando Claudín), México, D. F., Siglo XXI, 1979].  “El Estado (centralizado, burocratizado, etc.) instaura esa atomización y representa (el Estado representativo) la unidad de ese cuerpo (pueblo-nación) escindido en mónadas formalmente equivalentes (soberanía nacional, voluntad popular).” (Ibídem, p. 106).

[4] Luc Boltanski, « Pourquoi ne se révolte-t-on pas ? Pourquoi se révolte-t-on? » [¿Por qué no nos rebelamos? ¿Por qué nos rebelamos?], Contretemps, núm. 15, 2012.

[5] Gramsci, Guerre de mouvement et guerre de position, ed. cit., pp. 233-34.

[6] Ibídem, p. 184.

[7] Poulantzas, L’État, le pouvoir, le socialisme, ed. cit., p. 127.

[8] Ibídem, p. 129.

[9] Ibídem, p. 235.

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