En estos días, uno de los nudos centrales de la discusión sobre la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha sido la cuestión de cómo la «expansión» de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el este haya posiblemente representado el detonante de la operación militar ordenada por Vladímir Putin. Varios comentaristas han señalado que la supuesta amenaza a la seguridad de Rusia representada por este proceso tornado habría casi inevitable la invasión de Ucrania por parte del ejército ruso, determinado con esta acción a prevenir su ingreso en la alianza atlántica.
Se trata de una cuestión crucial, porque de considerarse válido este relato se estaría destacando una legitimidad de la posición rusa y, en el fondo, generando un contexto que justificaría la invasión. Yo mismo consideraba hasta el momento en que se produjo la invasión que esta forma de plantear la cuestión mantenía cierta validez. Es decir, que podían existir cuestiones relacionadas con la seguridad de Rusia que la OTAN, y su «expansión» no habían considerado con la suficiente sensibilidad política. Sin embargo, como suele suceder cuando nos interrogamos sobre los procesos del pasado, es el presente el que nos induce a reformular nuestras hipótesis sobre el mismo. La brutalidad de la acción militar rusa no puede no empujarnos a revisar nuestras precedentes apreciaciones sobre la naturaleza del proceso histórico que ha conducido hacia la presente crisis. Y, en el caso específico de Ucrania, me parece que la forma en que se han desarrollado los eventos plantea la posibilidad de que nos encontremos, más que frente a una crisis de seguridad, ante una crisis producida por el largo y traumático proceso de descolonización del espacio postsoviético.
El primer elemento con que hay que empezar este proceso de reevaluación del contexto histórico en el cual se produce la invasión de Ucrania es que este país no es parte de la OTAN y, aunque en 2008 se decidió considerar su admisión, esta no se ha producido y no existían al momento de la invasión señales de que este proceso pudiera acontecer en un futuro cercano. Además, es importante recordarlo, Ucrania renunció a poseer armas nucleares a cambio de la garantía de respetar sus confines soberanos, acordado en el Memorándum de Budapest firmado, en diciembre de 1994, por Rusia, Estados Unidos, Gran Bretaña y Ucrania. Habría también que destacar que después de 1991 las relaciones entre la OTAN y Rusia no han sido conflictivas, sino que se han caracterizado por una creciente cooperación, culminada en 1997 con la aprobación del NATO-Russia Founding Act que, a su vez, creó el NATO-Russia Permanent Joint Council (PJC), un foro de consulta y cooperación entre los dos actores. Finalmente, un último punto en orden cronológico, pero de gran importancia para nuestro análisis. Durante la administración republicana de Donald Trump, el atlantismo alcanzó su punto más bajo desde la fundación de la OTAN en 1949 y fue justamente en el escenario ucraniano donde la degradación de la importancia que la alianza atlántica tenía para Washington se hizo más evidente. Como se recordará, Trump hizo de su hostilidad hacia la OTAN, declarada sistemáticamente como una alianza inútil y costosa, una de sus banderas de política exterior. Pero, sobre todo, es aquí todavía más relevante destacar que en 2019 Trump condicionó la concesión de ayuda a Ucrania a que Kiev lanzara una campaña pública en contra de Joe Biden y de su hijo Hunter. El eje de la estrategia que miraba a desacreditar y debilitar electoralmente a Biden antes de las elecciones de 2020, era que Kiev acusara a Hunter Biden de entretener negocios ilegales en el país y a Joe Biden de intentar usar sus conexiones políticas para encubrir su hijo. La maniobra de Trump mostraba claramente que la seguridad de Ucrania no era en absoluto una prioridad en Washington, sino más bien una variable completamente subordinada a cuestiones de política interna. Y aunque con la elección de Biden Washington volviera a recuperar un cauce más tradicionalmente atlantista, el daño causado por Trump a la credibilidad de la alianza como fuerza de disuasión estaba hecho.
La segunda cuestión crucial, a menudo pasada por alto, es que detrás de la palabra «expansión» de la OTAN se esconde en realidad un proceso mucho más complejo. El relato predominante nos plantea una expansión de la alianza atlántica liderada por Washington, justamente en clave anti-rusa. Se trata de una inercia conceptual, anclada en el paradigma realista de la historia de las relaciones internacionales, difícil de corregir y de acuerdo con la cual se han presentado tradicionalmente los acontecimientos históricos como si éstos fueran exclusivamente productos de la voluntad de las potencias internacionales. Y, sin embargo, si seguimos una perspectiva más cercana a los estudios poscoloniales, provincializando entonces Europa y Estados Unidos, y cambiamos el ángulo desde el cual miramos este proceso, descubriremos que el impulso central para la ampliación de la organización de defensa militar occidental se ha originado en los estados que, en algún momento, pertenecieron al ex-Pacto de Varsovia. Si la alianza militar ha sobrevivido el final de la Guerra Fría es también porque estos países han solicitado de forma casi sistemática y con pocas excepciones, su ingreso, justificando así su sobrevivencia como instrumento geopolítico tras el conflicto bipolar.
Esto fue así en virtud de la inseguridad que generaba vivir bajo la anterior esfera soviética. Esta experiencia, vale recordarlo, fue marcada por dramáticas violaciones de la soberanía de los países que hacían parte del Pacto de Varsovia por parte del Ejército Rojo, siendo las más sonadas la invasión de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968. Es justamente por la naturaleza limitada de la soberanía de los países pertenecientes al Pacto de Varsovia, que un número importante de autores ha destacado la naturaleza imperial de la relación entre la URSS y sus aliados de Europa Oriental durante la Guerra Fría. La pertenencia a la OTAN, para estos países, así como para algunas ex repúblicas socialistas que como Ucrania integraban la URSS, ha representado desde su disolución una garantía a la mano para la defensa de su soberanía nacional. Para entendernos, se trata de un arreglo parecido al negociado entre 1959 y 1961 entre la URSS y Cuba; una alianza que respaldó la isla frente a los intentos estadounidenses de mantenerla a la fuerza en su zona de influencia después del triunfo de la Revolución. Claramente, las solicitudes de ingreso de estos países en la OTAN han encontrado la aprobación de Washington, deseoso de mantener en función un instrumento clave para defender su hegemonía regional. Pero la ampliación de la alianza no sería comprensible sin tomar en cuenta el impulso que a ese proceso han dado los países de Europa del Este, justamente para generar un instrumento de disuasión frente a la posibilidad del resurgimiento de un diseño neo-imperial ruso.
Tercero, en lo específico de la crisis ucraniana que tuvo uno de sus momentos de mayor tensión en 2014, con el Euromaidan, bien sabemos que el casus belli fue, en realidad, no tanto la admisión a la OTAN, bloqueada como señalado desde 2008, sino la negociación de un pacto de asociación económica con la Unión Europea. La posibilidad de firmar ese acuerdo era considerada por una parte importante de la sociedad ucraniana como una forma de consolidar el proceso de despegue del país de la zona de influencia post-soviética, empezado en 2004 con revolución naranja. A pesar de no tener una implicación militar, la negociación fue obstaculizada con determinación por parte de Rusia, otra demostración de que la cuestión de la seguridad y de la OTAN no era el problema principal que alimentaba la estrategia de Putin hacia Ucrania. Cabe recordar que fue en esta coyuntura que se produjo la anexión de Crimea por parte de Rusia, la guerra del Donbas y la primera verdadera crisis entre Moscú y la OTAN desde 1991.
Finalmente, la actual invasión me parece haber mostrado de forma contundente que la OTAN no representa una amenaza particularmente relevante para la seguridad rusa. La organización militar occidental ha declarado que no tiene ninguna intención de intervenir en el conflicto, bien sabiendo que siendo Rusia una potencia nuclear esto incrementaría de forma dramática la posibilidad de un Armagedón global. Incluso frente a la gravedad de los eventos actuales, la OTAN sigue rechazando de forma clara las solicitudes del gobierno ucraniano para entrar en la alianza. De hecho, me parece prudente plantear que ha sido justamente la percepción por parte de Putin de que no existía una amenaza directa y real de la OTAN un factor clave para convencerle de que una invasión de Ucrania no habría implicado un enfrentamiento militar de larga escala con la alianza liderada por Washington.
Si la seguridad no es, entonces, el elemento principal para explicar esta crisis, ¿Cuál es el contexto histórico más apropiado para analizarla? La respuesta a esta pregunta me parece que podría proceder de la posibilidad de leer el proceso actual como parte de la gradual y altamente problemática descolonización del espacio de dominio soviético, comenzada con el colapso de la URSS en diciembre de 1991 y que podría tener en los acontecimientos ucranianos quizás su colofón final. El alejamiento de los países del ex-Pacto de Varsovia y de la ex-URSS de la zona de influencia postsoviética contiene una dimensión traumática, como suele ocurrir en estos casos. Frente a la lenta inexorabilidad de este proceso, la mayor capacidad de atracción económica, política e ideológica del bloque constituido por Europa y Estados Unidos torna la intervención militar rusa en Ucrania el único, último y desesperado instrumento para intentar retener uno de los más preciados fragmentos de ese espacio. Y es este el elemento que diferencia las relaciones entre Rusia y estos países con respecto a la época de la Guerra Fría. En aquel entonces, no era solamente la presencia militar lo que garantizaba la posición predominante por parte de Rusia dentro de la URSS y el Pacto de Varsovia. El socialismo tenía una fuente de legitimidad ideológica tanto o más importante que la presencia militar, porque en esa idea de sociedad y modernidad basada en la igualdad se reconocieron sectores importantes de la polis soviética y, más en general, occidental. En la actualidad, en cambio, Rusia no ofrece ningún horizonte atractivo para competir con el modelo de la Unión Europea o Estados Unidos. Al contrario, su modelo socieconómico representa una degradación oligopólica, autocrática y profundamente extractiva del capitalismo imperante. La de Rusia no es, entonces, una guerra de expansión, es la guerra de un actor hegemónico en franca decadencia para mantener a flote el último vestigio de la que Putin percibe haber sido una potencia imperial. La brutalidad de la invasión recuerda la de otras potencias coloniales que enfrentaron el desmoronamiento de su imperio después de la Segunda Guerra Mundial y de Francia en particular. En particular, las acciones de Rusia recuerdan la forma en que Francia lideró una violenta guerra en Argelia para intentar prevenir, con un uso indiscriminado de la fuerza, que la que había sido la joya de su imperio colonial obtuviera su independencia política.
Esta perspectiva ayuda a entender la dificultad de lectura de los acontecimientos actuales, que muchos encontramos cuando se produjo la invasión. Porque es cierto que la invasión, desde un punto de vista de la seguridad rusa, no solamente no logra apuntalarla, sino que, al contrario, la debilita en forma exponencial. En una semana, Putin ha logrado que Alemania vuelva por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial aumentar su presupuesto militar, que la Unión Europea se plantee la autosuficiencia de las fuentes energéticas rusas y que la OTAN aumente su presencia de forma dramática en Europa Oriental (e incluso que creciera el apoyo a ingresar en ella en los países que no la integran, como Finlandia o Suecia). Finalmente, las sanciones económicas representan quizás la amenaza mayor para la seguridad de Rusia, porque destruirán su economía, desestabilizando al país. Puede ser que Putin haya calculado realmente mal las consecuencias de su invasión o puede ser que, en cambio, el objetivo no fuera incrementar la seguridad, sino resistir a uno de los últimos actos del proceso de descolonización empezado en 1991 y del cual esta crisis es producto final.
Mucho se podría discutir acerca de la torpeza con la cual, no solo la OTAN, sino sobre todo Europa han gestionado el proceso de descolonización del espacio ex-soviético. También, se podría afirmar que ni la OTAN, ni el espacio europeo, como los propios países que han entrado en estos espacios después de 1991 han podido experimentar, representan ninguna panacea para sus problemas y ansiedades de libertad y progreso. Y, sin embargo, la gravedad de la intervención rusa es determinada justamente por el hecho de que lejos de darse en un escenario de legítima defensa de su seguridad, parecería plantearse como una clara manifestación de voluntad de dominación frente a las aspiraciones de autodeterminación de Ucrania y su población. Por esta razón, incluso si la «neutralidad» de Ucrania constituye una base para la retirada rusa, el país mantendrá una fuerte vulnerabilidad frente a su poderoso vecino.