La noche que volvimos a ser gente. José Luis González. 2002

¿Qué si me acuerdo? Se acuerda el Barrio entero si quieres que
te diga la verdad, porque eso no se le va a olvidar ni a Trompoloco,
que ya no es capaz de decir ni dónde enterraron a su mamá hace quince
días. Lo que pasa es que yo te lo puedo contar mejor que nadie por esa
casualidad que tú todavía no sabes. Pero antes vamos a pedir unas
cervezas bien frías porque con esta calor del diablo quién quita que
hasta me falle la memoria.
Ahora sí, salud y pesetas. Y fuerza donde tú sabes. Bueno, pues
de eso ya van cuatro años y si quieres te digo hasta los meses y los días
porque para acordarme no tengo más que mirarle la cara al barrigón,
ése que tú viste ahí en la casa cuando fuiste a procurarme esta mañana.
Sí, el mayorcito, que se llama igual que yo pero que si hubiera nacido
mujercita hubiéramos tenido que ponerle Estrella o Luz María o algo
así. O hasta Milagros, mira, porque aquello fue… Pero si sigo así voy
a contarte el cuento al revés, o sea desde el final y no por el principio,
así que mejor sigo por donde iba.
Bueno, pues la fecha no te la digo porque ya tú la sabes y lo que
te interesa es otra cosa. Entonces resulta que ese día le había dicho yo
al foreman, que era un judío buena persona y ya sabía su poquito de
español, que me diera un overtime porque me iban a hacer falta los
chavos para el parto de mi mujer, que ya estaba en el último mes y no
paraba de sacar cuentas. Que si lo del canastillo, que si lo de la
comadrona… Ah, porque ella estaba empeñada en dar a luz en la casa
y no en la clínica donde los doctores y las norsas no hablan español y
además sale más caro.
Entonces a las cuatro acabé mi primer turno y bajé al come-y-
vete ése del italiano que está ahí enfrente de la factoría. Cuestión de
echarme algo a la barriga hasta que llegara a casa y la mujer me3
recalentara la comida, ¿ves? Bueno, pues me metí un par de hot dogs
con una cerveza mientras le tiraba un vistazo al periódico hispano que
había comprado por la mañana, y en eso, cuando estaba leyendo lo de
un latino que había hecho tasajo a su corteja porque se la estaba pegando
con un chino, en eso, mira, yo no sé si tú crees en esas cosas, pero
como que me entró un presentimiento. O sea que sentí que esa noche
iba a pasar algo grande, algo que no podía decir lo que iba a ser. Yo
digo que uno tiene que creer porque tú me dirás qué tenía que ver lo
del latino y el chino y la corteja con eso que yo empecé a sentir. A
sentir, tú sabes, porque no fue que lo pensara, que eso es distinto.
Bueno, pues acabé de mirar el periódico y volví rápido a la factoría para
empezar el overtime.
Entonces el otro foreman, porque el primero ya se había ido, me
dice: ¿Qué, te piensas hacer millonario para poner un casino en Puerto
Rico? Así, relajando, tú sabes, y vengo yo y le digo, también vacilando:
No, si el casino ya lo tengo. Ahora lo que quiero poner es una fábrica.
Y me dice: ¿Una fábrica de qué? Y le digo: Una fábrica de humo. Y
entonces me pregunta: ¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer con el humo? Y yo
bien serio, con una cara de palo que había que ver: ¿Adiós?… ¿y qué
voy a hacer? Enlatarlo para vendérselo a los americanos, que compran
cualquier cosa con tal de que venga en lata. Un vacilón, tú sabes,
porque ese foreman era todavía más buena persona que el otro. Pero
porque le conviene, desde luego: así nos pone de buen humor y nos
saca el jugo en el trabajo. Él se cree que yo no lo sé, pero cualquier día
se lo digo para que vea que uno no es tan ignorante como parece.
Porque esta gente aquí a veces se imagina que uno viene de la última
sínsora y confunde el papel de lija con el papel de inodoro, sobre todo
cuando uno es trigueñito y con la morusa tirando a caracolillo.
Pero, bueno, eso es noticia vieja y lo que tengo que contarte es
otra cosa. Ahora, que la condenada calor sigue y la cerveza ya se nos
acabó. La misma marca, ¿no? Okay. Pues como te iba diciendo, después
que el foreman me quiso vacilar y yo le dejé con las ganas, pegamos a
trabajar en serio. Porque eso sí, aquí la guachafita y el trabajo no son
compadres. Time is money, ya tú sabes. Pegaron a llegarme radios por
el assembly line y yo a meterles los tubos: chan, chan. Sí, yo lo que hacía
entonces era poner los tubos. Dos a cada radio, uno en cada mano.4
Chan, chan. Al principio, cuando no estaba impuesto, a veces se me
pasaba un radio y entonces, ¡muchacho!, tenía que correrle detrás y al
mismo tiempo echarle el ojo al que venía seguido, y creía que me iba a
volver loco. Cuando salía del trabajo sentía como que llevaba un baile
de San Vito en todo el cuerpo. A mí me está que por eso en este país
hay tanto borracho y tanto vicioso. Sí, chico, porque cuando tú quedas
así lo que te pide el cuerpo es un juanetazo de lo que sea, que por lo
general es ron o algo así, y ahí se va acostumbrando uno. Yo digo que
por eso las mujeres se defienden mejor en el trabajo de factoría, porque
ellas se entretienen con el chismorreo y la habladuría y el comentario,
¿ves?, y no se imponen a la bebida.
Bueno, pues ya tenía yo un rato metiendo tubos y pensando
boberías cuando en eso viene el foreman y me dice: Oye, ahí te buscan.
Yo le digo: ¿A quién, a mí? Pues claro, me dice, aquí no hay dos con el
mismo nombre. Entonces pusieron a otro en mi lugar para no parar el
trabajo y ahí voy yo a ver quién era el que me buscaba. Y era
Trompoloco, que no me dice ni qué hubo sino que me espeta: Oye,
que te vayas para tu casa que tu mujer se está pariendo. Sí, hombre, así
de sopetón. Y es que el pobre Trompoloco se cayó del coy allá en
Puerto Rico cuando era chiquito y según decía su mamá, que en paz
descanse, cayó de cabeza y parece que del golpe se le ablandaron los
sesos. Tuvo un tiempo, cuando yo lo conocí aquí en el Barrio, que de
repente se ponía a dar vueltas como loco y no se paraba hasta que se
mareaba y se caía al suelo. De ahí le vino el apodo. Eso sí, nadie abusa
de él porque su mamá era muy buena persona, médium espiritista ella,
tú sabes, y ayudaba a mucha gente y no cobraba. Uno le dejaba lo que
podía, ¿ves?, y si no podía no le dejaba nada. Entonces hay mucha gente
que se ocupa de que Trompoloco no pase necesidades. Porque él
siempre fue huérfano de padre y no tuvo hermanos, así que como quien
dice está solo en el mundo.
Bueno, pues llega Trompoloco y me dice eso y yo digo: Ay, mi
madre, ¿y ahora qué hago? El foreman, que estaba pendiente de lo que
pasaba porque esa gente nunca le pierde ojo a uno en el trabajo, viene
y me pregunta: ¿Cuál es el trouble? Y yo le digo: Que viene a buscarme
porque mi mujer se está pariendo. Y entonces el foreman me dice:
Bueno, ¿y que tú estás esperando? Porque déjame decirte que ese5
foreman también era judío y para los judíos la familia siempre es
primero. En eso no son como los demás americanos, que entre hijos y
padres y entre hermanos se insultan y hasta se dan por cualquier cosa.
Y no sé si será por la clase de vida que la gente lleva en este país.
Siempre corriendo detrás del dólar, como los perros esos del
canódromo que ponen a correr detrás de un conejo de trapo. ¿Tú los
has visto? Acaban echando el bofe y nunca alcanzan al conejo. Eso sí,
les dan comida y los cuidan para que vuelvan a correr al otro día, que
es lo mismo que hacen con la gente, si miras bien la cosa. Así que en
este país todo venimos a ser como perros de carrera.
Bueno, pues cuando el foreman me dijo de qué yo estaba
esperando, le digo: Nada, ponerme el coat y agarrar el subway antes que
mi hijo vaya a llegar y no me encuentre en casa. Contento que estaba
yo ya, ¿sabes?, porque iba ser mi primer hijo y tú sabes cómo es eso. Y
me dice el foreman: No se te vaya a olvidar ponchar la tarjeta para que
cobres la media hora que llevas trabajando, que de ahora palante es
cuando te van a hacer falta los chavos. Y le digo: Cómo no, y agarro el
coat y poncho la tarjeta y le digo a Trompoloco, que estaba parado allí
mirando las máquinas como eslembao: ¡Avanza, Trompo, que vamos a
llegar tarde! Y bajamos las escaleras corriendo para no esperar el
ascensor y llegamos a la acera, que estaba bien crowded porque a esa
hora todavía había gente saliendo del trabajo. Y digo yo: ¡Maldita sea,
y que tocarme la hora del rush! Y Trompoloco que no quería correr:
Espérate, hombre, espérate, que yo quiero comprar un dulce. Bueno,
es que Trompoloco es así, ¿ves?, como un nene. Él sirve para hacer un
mandado, si es algo sencillo, o para lavar unas escaleras en un building
o cualquier cosa que no haya que pensar. Pero si es cuestión de usar la
calculadora, entonces búscate a otro. Así que vengo y le digo: No.
Trompo, qué dulce ni qué carajo. Eso lo compras allá en el Barrio
cuando lleguemos. Y él: No, no, en el Barrio no hay de los que yo
quiero. Esos nada más se consiguen en Brooklyn. Y le digo: Ay, tú estás
loco, y en seguida me arrepiento porque eso es lo único que no se le
puede decir a Trompoloco. Y se para ahí en la acera, más serio que un
chavo de queso, y me dice: No, no, loco no. Y le digo: No, hombre,
si yo no dije loco, yo dije bobo. Lo que pasa es que tú oíste mal.
¡Avanza, que el dulce te lo llevo yo mañana! Y me dice: ¿Seguro que
tú no me dijiste loco? Y yo: ¡Seguro, hombre! Y él: ¿Y mañana me6
llevas dos dulces? Mira, loco y todo lo que tú quieras, pero bien que
sabe aprovecharse. Y a mí casi me entra la risa y le digo: Claro chico,
te llevo hasta tres si quieres. Y entonces vuelve a poner buena cara y
me dice: Está bien, vámonos, pero tres dulces, acuérdate, ¿ah? Y yo,
caminando para la entrada del subway con Trompoloco detrás: Sí,
hombre, tres. Después me dices de cuáles son.
Y bajamos casi corriendo las escaleras y entramos en la estación
con aquel mar de gente que tú sabes cómo es eso. Yo pendiente de que
Trompoloco no se fuera a quedar atrás porque con el apeñuscamiento
y los arrempujones a lo mejor le entraba miedo y quién iba a responder
por él. Cuando viene el tren expreso lo agarro por un brazo y le digo:
Prepárate y echa palante tú también, que si no nos quedamos afuera. Y
él me dice: No te ocupes, y cuando se abre la puerta y salen los que
iban a bajar, nos metemos de frente y quedamos prensados entre aquel
montón de gente que no podíamos ni mover los brazos. Bueno, mejor,
porque así no había que agarrarse de los tubos. Trompoloco iba un
poco azorado porque yo creo que era la primera vez que viajaba en
subway a esa hora, pero como me tenía a mí al lado no había problemas,
y así seguimos hasta Columbus Circle y allí cambiamos de línea porque
teníamos que bajarnos en la 110 y Quinta para llegar a casa, ¿ves?, y ahí
volvimos a quedar como sardinas en lata.
Entonces yo iba contando los minutos, pensando si ya mijo
habría nacido y cómo estaría mi mujer. Y de repente se me ocurre:
Bueno, y yo tan seguro de que va a ser macho y a lo mejor me sale una
chancleta. Tú sabes que uno siempre quiere que el primero sea
hombre. Y la verdad es que eso es un egoísmo de nosotros, porque a
la mamá le conviene más que la mayor sea mujer para que después le
ayude con el trabajo de la casa y la crianza de los hermanitos. Bueno,
pues en eso iba yo pensando y sintiéndome ya muy padre de familia, te
das cuenta, cuando… ¡fuácata, ahí fue! Que se va la luz y el tren
empieza a perder impulso hasta que se queda parado en la mismita
mitad del túnel entre dos estaciones. Bueno, la verdad es que de un
momento no se asustó nadie. Tú sabes que eso de que las luces se
apaguen en el subway no es nada del otro mundo: en seguida vuelven a
prenderse y la gente ni pestañea. Y eso de que el tren se pare un ratito
antes de llegar a una estación tampoco es raro. Así que de momento no7
se asustó nadie. Prendieron las luces de emergencia y todo el mundo
lo más tranquilo. Pero empezó a pasar el tiempo y el tren no se movía.
Y yo pensando: Coño, qué mala suerte, ahora que tenía que llegar
pronto. Pero todavía creyendo que sería cuestión de un ratito, ¿ves? Y
así pasaron como tres minutos más y entonces una señora empezó a
toser. Una señora americana ella, medio viejita, que estaba cerca de
mí. Yo la miré y vi que estaba tosiendo como sin ganas, y pensé: Eso
no es catarro, eso es miedo. Y pasó otro minuto y el tren seguía parado
y entonces la señora le dijo a un muchacho que tenía al lado, un
muchacho alto y rubio él, tofete, con cara como de irlandés, le dijo la
señora: Oiga, joven, ¿a usted esto no le está raro? Y él dijo: No, no se
preocupe, eso no es nada. Pero la señora como que no quedó conforme
y siguió con su tosecita y entonces otros pasajeros empezaron a tratar
de mirar por las ventanillas, pero como no podían moverse bien y con
la oscuridad que había allá afuera, pues no veían nada. Te lo digo
porque yo también traté de mirar y lo único que saqué fue un dolor de
cuello que me duró un buen rato.
Bueno, pues siguió pasando el tiempo y a mí empezó a darme
calambre en una pierna y ahí fue donde me entró el nerviosismo. No,
no por el calambre, sino porque pensé que ya no iba a llegar a tiempo
a casa. Y decía yo para entre mí: No, aquí tiene que haber pasado algo,
ya es demasiado de mucho tiempo que tenemos aquí parados. Y como
no tenía nada que hacer, puse a funcionar el coco y entonces fue que se
me ocurrió lo del suicidio. Bueno, era lo más lógico, ¿por qué no? Tú
sabes que aquí hay muchísima gente que ya no se quieren para nada y
entonces van y se trepan al Empire State y pegan el salto desde allá
arriba y creo que cuando llegan a la calle ya están muertos por el tiempo
que tardan en caer. Bueno, yo no sé, eso es lo que me han dicho. Y hay
otros que le tiran por delante al subway y quedan que hay que recogerlos
con pala. Ah, no, eso sí, a los que brincan desde el Empire State me
imagino que habrá que recogerlos con secante. No, pero en serio,
porque con esas cosas no se debe relajar, a mí se me ocurrió que lo que
había pasado era que alguien se le había tirado debajo al tren que iba
delante de nosotros, y hasta pensé: Bueno, pues que en paz descanse
pero ya me chavó a mí, porque sí que voy a llegar tarde. Ya mi mujer
debe estar pensando que Trompoloco se perdió en el camino o que yo
ando borracho por ahí y no me importa lo que está pasando en casa.8
Porque no es que yo sea muy bebelón, pero de vez en cuando, tú me
entiendes… Bueno, y ya que estamos hablando de eso, y quieres
cambiamos de marca, pero que estén bien frías a ver si se nos acaba de
quitar la calor.
¡Aja! Entonces… ¿por dónde iba yo? Ah sí, estaba pensando en
eso del suicidio y qué sé yo, cuando de repente -¡ran!- vienen y se abren
las puertas del tren. Sí, hombre sí, allí mismo en el túnel. Y como eso,
a la verdad, era una cosa que yo nunca había visto, entonces pensé:
Ahora sí que a la puerca se le entorchó el rabo. Y enseguida veo que
allá abajo frente a la puerta estaban unos como inspectores o algo así
porque tenían uniforme y traían unas linternas de ésas como faroles. Y
nos dice uno de ellos: Take it easy que no hay peligro. Bajen despacio y
sin empujar. Y ahí mismo la gente empezó a bajar y a preguntarle al
mister aquél: ¿Qué es lo que pasa, qué es lo que pasa? Y él: Cuando
estén todos acá abajo les voy a decir. Yo agarré a Trompoloco por el
brazo y le dije: ¿Ya tú oíste? No hay peligro, pero no te vayas a apartar
de mí. Y él me decía que sí con la cabeza, porque yo creo que del susto
se le había ido hasta la voz. No decía nada, pero parecía que los ojos se
le iban a salir de la cara: los tenía como platillos y casi le brillaban en la
oscuridad, como a los gatos.
Bueno, pues fuimos saliendo del tren hasta que no quedó nadie
adentro. Entonces, cuando estuvimos todos alineados allá abajo, los
inspectores empezaron a recorrer la fila que nosotros habíamos
formado y nos fueron explicando, así por grupos, ¿ves?, que lo que
pasaba era que había habido un blackout o sea que se había ido la luz en
toda la ciudad y no se sabía cuándo iba a volver. Entonces la señora de
la tosecita, que había quedado cerca de mí, le preguntó al inspector:
Oiga, ¿y cuándo vamos a salir de aquí? Y él le dijo: Tenemos que
esperar un poco porque hay otros trenes delante de nosotros y no
podemos salir todos a la misma vez. Y ahí pegamos a esperar. Y yo
pensando: Maldita sea mi suerte, mira que tener que pasar esto el día
de hoy, cuando en eso siento que Trompoloco me jala la manga del coat
y me dice bajito, como en secreto: Oye, oye, panita, me estoy meando.
¡Imagínate tú! Lo único que faltaba. Y le digo: Ay, Trompo, bendito,
aguántate, ¿tú no ves que aquí eso es imposible? Y me dice: Pero es que
hace rato que tengo ganas y ya no aguanto más. Entonces me pongo a9
pensar rápido porque aquello era una emergencia, ¿no?, y lo único que
se me ocurre es ir a preguntarle al inspector qué se podía hacer. Le
digo a Trompoloco: Bueno, espérame un momentito, pero no te vayas
a mover de aquí. Y me salgo de la línea y voy y le digo al inspector:
Listen, mister, my friend wanna take a leak, o sea que mi amigo quería
cambiarte el agua al canario. Y me dice, el inspector: Goddamit to helI,
can’t he hold it in a while? Y le digo que eso mismo le había dicho yo,
que se aguantara, pero que ya no podía. Entonces me dice: Bueno, que
lo haga donde pueda, pero que no se aleje mucho. Así que vuelvo
donde Trompoloco y le digo: vente conmigo por ahí atrás, a ver si
encontramos un lugarcito, y pegamos a caminar, pero aquella hilera de
gente no se acaba nunca. Y habíamos caminado un trecho cuando
vuelve a jalarme la manga y dice: Ahora si ya no aguanto, brother.
Entonces le digo: Pues mira, ponte detrás de mí pegadito a la pared,
pero ten cuenta que no me vayas a mojar los zapatos. Y hazlo despacito,
para que no se oiga. Y ni había acabado de hablar cuando oigo aquello
que, bueno, ¿tú sabes cómo hacen eso los caballos? Pues con decirte
que parecía que eran dos caballos en vez de uno. Si yo no sé cómo no
se le había reventado la vejiga. No, una cosa terrible. Yo pensé: Ave
María, éste me va a salpicar hasta el coat. Y mira que era de esos
cortitos, que no llegan ni a la rodilla, porque a mí siempre me ha
gustado estar a la moda, ¿verdad? Y entonces, claro, la gente que estaba
por allí tuvo que darse cuenta y yo oí que empezaron a murmurar. Y
pensé: Menos mal que está oscuro y no nos pueden ver la cara, porque
si se dan cuenta que somos puertorriqueños… Ya tú sabes cómo es el
asunto aquí. Yo pensando todo eso y Trampoloco que no acababa.
¡Cristiano, las cosas que le pasan a uno en este país! Después las cuentas
y la gente no te las cree. Bueno, pues al fin Trompoloco acabó, o por
lo menos eso creí yo porque ya no se oía aquel estrépito que estaba
haciendo, pero pasaba el tiempo y no se movía. Y le digo: Oye, ¿ya tú
acabaste? Y me dice: Sí. Y yo: Pues ya vámonos. Y entonces me sale
con que: Espérate, que me estoy sacudiendo. Mira, ahí fue donde yo
me encocoré. Le digo: Pero, muchacho, ¿eso es una manguera o qué?
¡Camina por ahí si no quieres que esta gente nos sacuda hasta los huesos
después de esta inundación que tú has hecho aquí! Entonces como que
comprendió la situación y me dijo: está bien, está bien, vámonos.10
Pues volvimos adonde estábamos antes y ahí nos quedamos
esperando como media hora más. Yo oía a la gente alrededor de mí
hablando inglés, quejándose y diciendo que qué abuso, que parecía
mentira, que si el alcalde, que si qué sé yo. Y de repente oigo por allá
que alguien dice en español: bueno, para estirar la pata lo mismo da
aquí adentro que allá afuera, y mejor que sea aquí porque así el entierro
tiene que pagarlo el gobierno. Sí, algún boricua que quería hacerse el
gracioso. Yo miré así a ver si lo veía, para decirle que el entierro de él
lo iba a pagar la sociedad protectora de animales, pero en aquella
oscuridad no pude ver quién era. Y lo malo es que el chistecito aquél
me hizo su efecto, no te creas. Porque parado allí sin hacer nada y con
la preocupación que traía yo y todo ese problema, ¿tú sabes lo que me
ocurrió a mí entonces? Imagínate, yo pensé que el inspector nos había
dicho un embuste y que lo que pasaba era que ya había empezado la
tercera guerra mundial. No, no te rías, yo te apuesto que yo no era el
único que estaba pensando eso. Sí, hombre, con todo lo que se pasan
diciendo los periódicos aquí, de que si los rusos y los chinos y hasta los
marcianos en los platillos voladores…, pues claro, ¿y por qué tú te
crees que en este país hay tanto loco? Si ahí en Bellevue ya ni caben y
creo que van a tener que construir otro manicomio.
Bueno, pues en esa barbaridad estaba yo pensando cuando
vienen los inspectores y nos dicen que ya nos tocaba el turno de salir a
nosotros, pero caminando en fila y con calma. Entonces pegamos a
caminar y al fin llegamos a la estación, que era la de la 96. Así que tú
ves, no estábamos tan lejos de casa, pero tampoco tan cerca porque
eran unas cuantas calles las que nos faltaban. Imagínate que eso nos
hubiera pasado en la 28 o algo así. La cagazón, ¿no? Pero, bueno, la
cosa es que llegamos a la estación y le digo a Trompoloco: Avanza y
vamos a salir de aquí. Y subimos las escaleras con todo aquel montón
de gente que parecía un hormiguero cuando tú le echas agua caliente,
y al salir a la calle, ¡ay, Bendito! No, no, tiniebla no, porque estaban
las luces de los carros y eso, ¿verdad? Pero oscuridad si porque ni en la
calle ni en los edificios había una sola luz prendida. Y en eso pasó un
tipo con un radio de esos portátiles, y como iba caminando en la misma
dirección que yo, me le emparejé y me puse a oír lo que estaba diciendo
el radio. Y era lo mismo que nos había dicho el inspector allá abajo en
el túnel, así que ahí se me quitó la preocupación esa de la guerra. Pero

entonces me volvió la otra, la del parto de mi mujer y eso, ¿ves?, y le
digo a Trompoloco: Bueno, paisa, ahora la cosa es en el carro de don
Fernando, un ratito a pie y otro andando, así que a ver quién llega
primero. Y me dice él: Te voy, te voy riéndose, ¿sabes?, como que ya
se había pasado el susto.
Y pegamos a caminar bien ligero porque además estaba haciendo
frío. Y cuando íbamos por la 103 o algo así, pienso yo: Bueno, y si no
hay luz en casa, ¿cómo harán hecho para el parto? A lo mejor tuvieron
que llamar la ambulancia para llevarse a mi mujer a alguna clínica y
ahora yo no voy a saber ni dónde está. Porque, oye, lo que es el día que
uno se levanta de malas… Entonces con esa idea en la cabeza entré yo
en la recta final que parecía un campeón: yo creo que no tardamos ni
cinco minutos de la 103 a casa. Y ahí mismo entro y agarro por aquellas
escaleras oscuras que no veía ni los escalones y… Ah, pero ahora va
empezar lo bueno, lo que tú quieres que yo te cuente porque tú no
estabas en Nueva York ese día, ¿verdad? Okay. Pues entonces vamos a
pedir otras cervecitas porque tengo el gaznate más seco que aquellos
arenales de Salinas donde yo me crié.
Pues como te iba diciendo. Esa noche rompí el récord mundial
de tres pisos de escaleras en la oscuridad. Ya ni sabía si Trompoloco
me venía siguiendo. Cuando llegué frente a la puerta del apartamento
traía la llave en la mano y la metí en la cerradura al primer golpe, como
si la estuviera viendo. Y entonces, cuando abrí la puerta, lo primero
que vi fue que había cuatro velas prendidas en la sala y unas cuantas
vecinas allí sentadas, lo más tranquilas y dándole a la sin hueso que
aquello parecía la olimpiada del bembeteo. Ave María, y es que ése es
el deporte favorito de las mujeres. Yo creo que el día que les prohíban
eso se forma una revolución más grande que la del Fidel Castro. Pero
eso sí, cuando me vieron entrar así de sopetón, les pegué un susto que
se quedaron mudas de repente. Cuantimás que yo ni siquiera dije
buenas noches sino que ahí mismo empecé a preguntar: Oigan ¿y qué
ha pasado con mi mujer? ¿Dónde está? ¿Se la llevaron? Y entonces una
de las señoras viene y me dice: No, hombre, no, ella está ahí adentro
lo más bien. Aquí estábamos comentando que para ser el primer
parto… Y en ese mismo momento oigo aquellos berridos que empezó
a pegar mi hijo allá en el cuarto. Bueno, yo todavía no sabía si era hijo
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o hija, pero lo que si te digo es que gritaba más que Daniel Santos en
sus buenos tiempos. Y entonces le digo a la señora: Con permiso, doña,
y me tiro para el cuarto y abro la puerta y lo primero que veo es aquel
montón de velas prendidas que eso parecía un altar de iglesia. Y la
comadrona allí trajinando con las palanganas y los trompos y esas cosas,
y mi mujer en la cama quietecita, pero con los ojos bien abiertos. Y
cuando me ve dice, así con la voz bien finita: Ay, mi hijo, qué bueno
que llegaste. Yo ya estaba preocupada por ti. Fíjate, bendito, y que
preocupada por mí, ella que era la que acababa de salir de ese brete del
parto. Sí, hombre, las mujeres a veces tienen esas cosas. Yo creo que
por eso es que les aguantamos sus boberías y las queremos tanto,
¿verdad? Entonces yo le iba a explicar el problema del subway y eso,
cuando me dice la comadrona: Oiga, ese muchacho es la misma cara
de usted. Venga a verlo, mire. Y era que estaba ahí en la cama al lado
de mi mujer, pero como eran tan chiquito casi ni se veía. Entonces me
acerco y le miro la carita, que era lo único que se le podía ver porque
ya lo tenían más envuelto que pastel de hoja. Y cuando yo estoy ahí
mirándolo me dice mi mujer: ¿Verdad que salió a ti? Y le digo: Sí, se
parece bastante. Pero yo pensando: No, hombre, ése no se parece a mí
ni a nadie, si lo que parece es un ratón recién nacido. Pero es que así
somos todos cuando llegamos al mundo, ¿no? Y me dice mi mujer:
Pues salió machito, como tú lo querías. Y yo, por decir algo: Bueno, a
ver si la próxima vez formamos la parejita. Yo tratando de que no se
me notara ese orgullo y esa felicidad que yo estaba sintiendo, ¿ves? Y
entonces dice la comadrona: Bueno, ¿y qué nombre le van a poner? Y
dice mi mujer: Pues el mismo del papá, para que no se le vaya a olvidar
que es suyo. Bromeando, tú sabes, pero con su pullita. Y yo le digo:
Bueno, nena, si ése es tu gusto… Y en eso ya mi hijo se había callado y
yo empiezo a oír como una música que venía de la parte de arriba del
building, pero una música que no era de radio ni de disco, ¿ves? Sino
como de un conjunto que estuviera allí mismo, porque a la misma vez
que la música se oía una risería y una conversación de mucha gente. Y
le digo a mi mujer: Adiós, ¿y por ahí hay bachata? Y me dice: Bueno,
yo no sé, pero parece que sí porque hace rato que estamos oyendo eso.
A lo mejor es un party de cumpleaños. Y digo yo: ¿Pero así, sin luz? Y
entonces dice la comadrona: Bueno, a lo mejor hicieron igual que
nosotros, que salimos a comprar velas. Y en eso oigo yo que
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Trompoloco me llama desde la sala: Oye, oye, ven acá. Sí, hombre,
Trompoloco que había llegado después que yo y se había puesto a
averiguar. Entonces salgo y le digo: ¿Qué pasa? Y me dice: Muchacho,
que allá arriba en el rufo está chévere la cosa. Sí, en el rufo, o sea en la
azotea. Y digo yo: Bueno, pues vamos a ver qué es lo que pasa. Yo
todavía sin imaginarme nada, ¿ves?
Entonces agarramos las escaleras y subimos y cuando salgo para
afuera veo que allí estaba casi todo el building: doña Lula la viuda del
primer piso, Cheo el de Aguadilla que había cerrado el cafetín cuando
se fue la luz y se había metido en su casa, las muchachas del segundo
que ni trabajan, ni están en el welfare según las malas lenguas, don Leo
el ministro pentecostal que tiene cuatro hijos aquí y siete en Puerto
Rico, Pipo y los muchachos de doña Lula y uno de los de don Leo, que
ésos eran los que habían formado el conjunto con una guitarra, un
güiro, unas maracas y hasta unos timbales que no sé de dónde los
sacaron porque nunca los había visto por allí. Sí, un cuarteto. Oye, ¡y
sonaba! Cuando yo llegué estaban tocando “Preciosa” y el que cantaba
era Pipo, que tú sabes que es independentista y cuando llegaba a aquella
parte que dice: Preciosa, preciosa te llaman los hijos de la libertad, subía la
voz que yo creo que lo oía hasta en Morovis. Y yo allí parado mirando
a toda aquella gente y oyendo la canción, cuando viene y se me acerca
una de las muchachas del segundo piso, una medio gordita ella que creo
que se llama Mirta, y me dice: Oiga, qué bueno que subió. Vengase
para acá para que se dé un palito. Ah, porque tenían sus botellas y unos
vasitos de cartón allí encima de una silla, y yo no sé si eran de Bacardí
o Don Q, porque desde donde yo estaba no se veía tanto, pero le digo
enseguida a la muchacha: Bueno, si usted me lo ofrece yo acepto con
mucho gusto. Y vamos y me sirve el ron y entonces le pregunto:
Bueno, ¿y por qué es la fiesta, si se puede saber? Y en eso viene doña
Lula, la viuda, y me dice: Adiós, ¿pero usted no se ha fijado? Y yo miro
así como buscando por los lados, pero doña Lula me dice: No, hombre,
cristiano, por ahí no. Mire para arriba. Y cuando yo levanto la cabeza
y miro, me dice: ¿Qué está viendo? Y yo: Pues la luna. Y ella ¿Y qué
más? Y yo: Pues las estrellas. ¡Ave María, muchacho, y ahí fue donde
yo caí en cuenta! Yo creo que doña Lula me lo vio en la cara porque ya
no me dijo nada más. Me puso las dos manos en los hombros y se quedó
mirado ella también, quietecita, como si yo estuviera dormido y ella
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no quisiera despertarme. Porque yo no sé si tú me lo vas a creer, pero
aquello era como un sueño. Había salido una luna de este tamaño, mira,
y amarilla amarilla como si estuviera hecha de oro, y el cielo estaba
todito lleno de estrellas como si todos los cocuyos del mundo se
hubieran subido hasta allá arriba y después se hubieran quedado a
descansar en aquella inmensidad. Igual que en Puerto Rico cualquier
noche del año, pero era que después de tanto tiempo sin poder ver el
cielo, por ese resplandor de las millones de luces eléctricas que se
prenden aquí todas las noches, ya se nos había olvidado que las estrellas
existían. Y entonces, cuando llevábamos yo no sé cuánto tiempo
contemplando aquel milagro, oigo a doña Lula que me dice: Bueno, y
parece que no somos los únicos que estamos celebrando. Y era verdad.
Yo no podía decirte en cuántas azoteas del Barrio se hizo fiesta aquella
noche, pero seguro que fue en unas cuantas, porque cuando el conjunto
de nosotros dejaba de tocar, oíamos clarita la música que llegaba de
otros sitios. Entonces yo pensé muchas cosas. Pensé en mi hijo que
acababa de nacer y en lo que iba a ser su vida aquí, pensé en Puerto
Rico y en los viejos y en todo lo que dejamos allá nada más que por
necesidad, pensé tantas cosas que algunas ya se me han olvidado,
porque tú sabes que la mente es como una pizarra y el tiempo como un
borrador que le pasa por encima cada vez que se nos llena. Pero de lo
que sí me voy a acordar siempre es de lo que le dije yo entonces a doña
Lula, que es lo que te voy a decir ahora para acabar de contarte lo que
tú querías saber. Y es que, según mi pobre manera de entender las
cosas, aquélla fue la noche que volvimos a ser gente.
Tomado de:
El placer de leer y escribir: Antología de lecturas
Editorial Plaza Mayor, 2002

Nace en Santo Domingo, el 8 de marzo 1926. Su padre era
puertorriqueño y su madre, dominicana. Culturalmente, se forma en
Puerto Rico. Estudia un bachillerato en la Universidad de Puerto Rico.
Recibe la Maestría y Doctorado en Filosofía y Letras, en la Universidad
Nacional Autónoma de México.
Fue novelista y cuentista. Según sus críticos sus influencias
principales provienen de Ernest Hemingway, Sartre, Kafka y William
Faulkner. Su prosa es de profundo contenido, pero su discurso es
sencillo, en el lenguaje que todos entienden. No abusa del adjetivo y a
través de la reticencia sigue comunicando después de la palabra escrita.
Algunos de sus trabajos narrativos son: En la sombra (cuentos,
1943); Cinco cuentos de sangre (1945), premiado ese año por el Instituto
de Literatura Puertorriqueña; El hombre en la Calle (cuentos, 1948); En
este lado (1955); Paisa (novela corta de fondo socio-político, 1950);
Mambrú se fue a la guerra (1972); El país de los cuatro pisos y otros ensayos
(1980); Las caricias del tigre (1985); Nueva visita al cuarto piso (1986); La
luna no es de queso (1988).
Vivió en México desde 1953 y le otorgaron la ciudadanía de ese
país en 1955. Fue corresponsal de prensa en Praga, Berlín, París y
Varsovia. Trabajó como profesor en las universidades de Tolouse,
Francia; Guanajuato, México; Universidad de Puerto Rico, Recinto de
Río Piedras, Colegio de Cayey; y en la Universidad Autónoma de
México. Murió en México en 1997.

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