La polémica sobre el tipo de relación entre Colombia y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) está demás. El país sudamericano que es el que mayor asistencia militar estadounidense recibe desde la implementación del Plan Colombia, a principios del 2000, ya le abrió las puertas de América Latina a ese instrumento mundial de intervención luego de actuar, como socio cooperante y bajo bandera española, en la invasión “de las fuerzas aliadas” a Afganistán en octubre de 2001.
Lo que agrava la situación es la decisión del gobierno del presidente José Manuel Santos de subir un peldaño más en la relación con la OTAN abierta por su predecesor Álvaro Uribe, en medio de una contraofensiva estadounidense en el continente que busca recuperar el espacio perdido desde la derrota del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), su brazo económico. De hecho, la Alianza Pacífico, que la integran todos los países que tienen firmado Tratado de Libre Comercio (TLCs) con EE.UU., al mismo tiempo es la cobertura para una consolidación de sus posiciones militares.
La decisión colombiana, que será debatida en el Consejo de Seguridad de la Unión de Naciones del Sur (Unasur) ha pedido de Bolivia, representa también una amenaza real a la revolución bolivariana, permanentemente asediada por la ultraderecha de ese país desde el principio, y para los diálogos de paz que se llevan adelante en La Habana (Cuba).
La situación no sería delicada si no estuviera en vigencia un Nuevo Concepto Estratégico de la OTAN desde noviembre de 2010, aprobado en la Cumbre de Lisboa, donde en una clara señal de su ingreso al cuarto desplazamiento de su historia desde que fuera creada en 1948, esa fuerza militar multinacional se atribuye al derecho de intervenir en cualquier parte del mundo y por el motivo que sea.
La dimensión del paso que está dando Colombia solo es posible tener en cuenta, además de los elementos señalados líneas arriba, a partir de inscribir los últimos movimientos del imperio en un contexto más amplio y de una manera menos fragmentada. La continuidad de la intervención en Afganistán, donde en más de una década y media no se ha podido derrotar al Talibán y mucho menos desmantelar Al Qaeda, y la presencia militar en Irak, donde jamás se encontró las armas de destrucción masiva que presuntamente tenía Saddam Hussein, así como las amenazas permanentes contra Corea del Norte e Irán y el activo respaldo a la dura represión israelita contra el pueblo palestino, constituyen datos de ese contexto.
Es más, si bien las formas de la intervención en América Latina se muestran, todavía, distintas a las observadas en los continentes de África y Asia, la contraofensiva política y militar de los Estados Unidos contra procesos progresistas y revolucionarios hay que analizarla como parte de una estrategia de dominación de espectro global, cuyo objetivo es garantizar las condiciones de reproducción de un sistema de dominación mundial que, por sus propias contradicciones, no logra encontrar la fórmula “no militar” para salir de la crisis de rotación transnacional del capital que se hace más profunda.
Pero el capital siempre oculta su presencia y la disfraza en discursos e instituciones nacionales e internacionales. Todas, desde el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas hasta la Organización de los Estados Americanos (OEA), pasando por la OTAN, sirven para caminar, respaldados por un amplio despliegue mediático, en la dirección de lograr ciertos niveles de legitimidad.
Los alcances del Nuevo Concepto Estratégico
En la cumbre de Lisboa, en la que participaron 28 estados miembros y 21 asociados, se adoptó por unanimidad el documento presentado por un equipo encabezado por la estadounidense Madeleine Albright, la ultraderechista exsecretaria de Estado del gobierno de Bush a la que Obama le dio su más amplio respaldo a poco de asumir la conducción de la Casa Blanca, en enero de 2009. El “grupo de expertos” estableció los límites del concepto, identificó las amenazas y precisó las cuatro misiones militares del siglo XXI.
El nuevo Concepto Estratégico, el tercero desde el derrumbe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el bloque socialista del Este, establece que “La OTAN debe estar dispuesta a desplegar fuerzas militares robustas donde y cuando sea requerido por nuestra seguridad y ayudar a promover seguridad común con nuestros socios alrededor del globo”. Los dos anteriores conceptos de seguridad “guiaron” a las fuerzas militares de la Alianza en los períodos 1991-1999 y 1999-2010. Por lo demás es importante subrayar que ya a partir de 1991, tras el paso de la bipolaridad a la unipolaridad mundial, se van registrando en términos teóricos y prácticos modificaciones en las líneas táctico-estratégicas de la OTAN, que va dejando atrás el concepto de “respuesta flexible” que la acompañó más de cuatro décadas.
Más claro, ni el agua. Con esta redefinición del papel de la OTAN –que se ha constituido desde su fundación, en 1949, en la prolongación de los largos brazos del Pentágono-, las fuerzas militares de la Alianza –que es otra manera de camuflar la hegemonía estadounidense- pueden intervenir en cualquier parte del mundo y por el motivo que consideren necesario o suficiente.
No hay que olvidar que la OTAN surgió poco después de culminada la II Guerra Mundial con el objetivo de neutralizar la influencia de la URSS en Europa y cuyo poder militar, sin el cual el fascismo no habría sido derrotado a partir de la batalla de Stalingrado, se consideraba una amenaza para los estados conducidos por ideas liberales, democracias representativas y economías capitalistas.
El primer país en que se concreto el Nuevo Concepto Estratégico de la OTAN es Libia, donde con el pretexto de respaldar a los focos de resistencia militar opuestos al “régimen dictatorial” de Gadafi, la fuerza militar multinacional le ha abierto las puertas a las corporaciones para que se apoderen del petróleo y otros recursos de ese país situado al Norte de África, donde la situación de la población civil desde septiembre de 2011 se ha agravado por el hambre y las violentas disputas entre las tribus.
Pero a la OTAN hay que hacerle un seguimiento más largo. Desaparecido el campo socialista a principios de los 90 y, por tanto, desestructurado el Pacto de Varsovia –alianza militar de los países socialistas en respuesta al peligro que representaba la articulación de Europa occidental y Estados Unidos-, la OTAN no desapareció. La razón esgrimida para su fundación ya no existía y lo que se pasó es a inventar otros pretextos y crear otros enemigos. Todo lo contrario, se le asignaron nuevas misiones que en los hechos empezaron a expandir la zona de influencia militar y política de los países del capitalismo central.
La OTAN ya no tiene los 12 miembros con los que nació en 1949 (de los que 5 primero conformaron el Tratado de Bruselas de 1948: Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos y a los que se sumaron Estados Unidos y Canadá y luego ese primer grupo invitó a otros 5: Italia, Dinamarca, Noruega, Portugal e Islandia). Su número alcanza ahora a 28. De los 14 Secretarios Generales que ha tenido esa Alianza militar, ninguno ha sido estadounidense. Sin embargo, el liderazgo de Estados Unidos es inobjetable e incuestionable por varias razones: su alianza estratégica con Gran Bretaña y Francia, su capacidad militar y su habilidad de salir siempre bien parado de las contradicciones y las pugnas dentro del bloque de países del capitalismo central.
De ahí que no sea una casualidad que el liderazgo de Estados Unidos en la guerra contra Libia haya encontrado en Gran Bretaña y Francia sus dos entusiastas operadores. De hecho, entre esos tres países hay una convergencia de intereses por controlar el Oriente Medio. De hecho, el imperialismo colectivo del que habla el intelectual Samir Amín para hacer mención a Estados Unidos, Japón y Europa siempre tuvo la intención de constituir un Mercado Común de Medio Oriente para aprovechar los recursos naturales y en el pasado de la bipolaridad hizo alianzas con los gobiernos monárquicos, autocráticos y nada democráticos de la región, así como suministro armas, dinero y entrenamiento a grupos musulmanes anti-comunistas –como Al Qaeda- con el objetivo de neutralizar cualquier intento de expansión de la URSS.
Otro dato, no menor, a tener en cuenta y que refuerza el liderazgo de Estados Unidos en la OTAN y su nuevo concepto estratégico es el alcance de los planes operativos. Lo que se aprobó en Lisboa en 2010 está previsto hasta el 2020 y el plan estratégico de la CIA –de la que ya se ha confirmado su activa presencia en Libia- también llega a ese mismo año.
América Latina, ¿fuera de peligro?
¿La aplicación del nuevo Concepto Estratégico de la OTAN es una amenaza para América Latina? Su importancia está dada a partir del peligro que representa ese rediseño estratégico de la OTAN para los gobiernos progresistas y revolucionarios en el continente, especialmente para Cuba y Venezuela –en primer lugar- y Bolivia, complementariamente.
La primera visita de Obama a tres países de América Latina en marzo de 2011 (Brasil, Chile y El Salvador), las permanentes giras de Hillary Clinton por el hemisferio, el golpe de Estado en Honduras contra el presidente legítimo Manuel Zelaya, el intento estadounidense de mostrar a Bolivia y Venezuela como una suerte de “narco-estados”, las agresiones permanentes contra Cuba, la ampliación de sus bases militares en el continente y la activación de la IV Flota son datos de la realidad que no se los puede ignorar.
Hasta ahora, desde la perspectiva de la Doctrina Monroe, en la que Estados Unidos se asigna una paternidad sobre América Latina y el Caribe, la mayor parte de las campañas de desestabilización de procesos progresistas se han apoyado en fuerzas armadas locales, obviamente con mandos entrenados en la Escuela de las Américas y en grupos paramilitares de corte fascista, aunque también se han dado casos de intervenciones directas de tropas estadounidenses en Guatemala (1954), República Dominicana (1965), Granada (1983), Panamá (1989) y Haití (1994). Todas con la complicidad de la OEA.
Pero si hay algo que tampoco puede ignorarse, es el papel que Estados Unidos ha decidido darle a Colombia en la aplicación de su estrategia global, aplicada ya sea desde el Pentágono o su brazo multinacional, la OTAN. En 2008, a iniciativa estadounidense y con la fachada de España, el presidente Álvaro Uribe logró que el estado colombiano participara a través de sus fuerzas armadas –las mejores equipadas en América Latina- en las operaciones de la Alianza Atlántica en Afganistán.
La participación de Colombia en la OTAN en calidad de observador se mantiene, pero la figura es más o menos similar a lo que ocurrió con muchos de los países del Mediterráneo, no considerados formalmente dentro de la lista de potenciales miembros. En 1994, desaparecido el bloque socialista, se invitó a varios países de esa parte del mundo (Israel, Egipto, Marruecos, Túnez y Mauritania) y en 2004, en la Cumbre de Estambul, se establecieron acuerdos para garantizar la seguridad y la estabilidad regionales. Es decir, no es una exageración que a partir del nuevo Concepto Estratégico –intervenir en cualquier parte del mundo y por el motivo que sea-, la OTAN vaya facilitando la incorporación colombiana como socio cooperante y de otros países afines a los intereses imperiales en la región que se alistan a fortalecer la Alianza Pacífico.
De todas las amenazas que la Alianza Atlántica identificó en Lisboa para la “civilización occidental” y que justificaría su intervención: proliferación de misiles balísticos y armas nucleares y de destrucción masiva, el terrorismo, los ataques a las vías de comunicación, los ciberataques y la inestabilidad o los conflictos más allá de las fronteras de la OTAN y los problemas derivados del cambio climático y de la escasez de los recursos naturales, los dos últimos son los que podrían invocarse para intervenir en América Latina, donde se ha puesto en cuestión la hegemonía estadounidense y bastante rico en agua dulce, petróleo y gas, biodiversidad, plantas medicinales y otros.
La historia contra los procesos emancipadores no es nueva. Los Estados Unidos ya pretendieron en 1961 montar una cabeza de playa en Bahía de Cochinos que justificara su intervención, pero no contaban que el plan sería derrotado en menos de las 72 horas que Fidel Castro estableció como tiempo máximo para evitar la invasión imperial. Otra rápida derrota, con distintas características, sufrió Estados Unidos en agosto-septiembre de 2008 en Bolivia, cuando se pretendía generar un conflicto que dividiera el país y allanara la presencia de las fuerzas de paz de la ONU. A la cabeza de la operación estaba Philiph Golberg, un experto en temas militares que operó en la división de Yugoslavia y que ahora es responsable de una unidad de inteligencia en el Departamento de Estado.
Lo nuevo es que las injerencias estadounidenses estarán camufladas en las banderas de la OTAN y en la plena subordinación de la ONU, cuya reestructuración es necesaria y urgente.