Introducción: Entre etnografía, historia oral y novela testimonial. Otros enfoques sobre el levantamiento de 1932
Existen diversas explicaciones y discusiones sobre las causas del levantamiento de 1932, las motivaciones e identidades de los actores, consecuencias de la matanza y su respectiva construcción memorial (Lindo Fuentes, 2004: 287-316; Gregorio López, 2007:187-220).
A partir de los acontecimientos mismos dominaba la suposición que atribuía al Partido Comunista y otras organizaciones marxistas el papel clave en la organización y ejecución del levantamiento (Pérez Brignoli, 2001:19; Lindo-Fuentes et al., 2007:23-24; Tilley, 2005:137-168, Ching et al., 2007: 35-40).
Es a partir de los años noventa que diversos enfoques cuestionan este planteamiento e identifican que en el trasfondo de la insurrección se encuentran más bien razones de características étnicas (Brignoli, 2001; Suter, 1996; Ching, 2007; Tilley, 2005).
Desde la perspectiva de una insurrección indígena, las causas apuntan hacia un conflicto intenso sobre el acceso al poder económico y político local entre indígenas y ladinos, aunadas a cambios sociales que resultaron en la proletarización de los indígenas y la emergencia de un clima represivo y el rechazo político por parte de los indígenas de los españoles y ladinos como invasores y usurpadores.
Así el levantamiento se inserta a la tradición insurreccional indígena a lo largo del siglo 19 (Ching, 2007: 91; Tilley, 2005:131-140). Al lado de los indígenas también se rebelaron ladinos; sin embargo se visualiza un conflicto cultural entre estos dos grupos heterogéneos como detonador de la insurrección. Esta configuración abre muchas preguntas en relación a la identidad y motivaciones de los “ladinos” levantados.
Este artículo se aproxima en reconstruir la identidad de los insurgentes “no-indígenas” y vislumbrar sus motivaciones y contextos de vida. En específico para tal reconstrucción es importante tomar en cuenta que desde la época colonial documentos de diversas instituciones subsumen bajo el término identitario “ladino” a grupos y sujetos de descendencia africana (Gudmundson; Lindo Fuentes, 1995:123; Lauria Santiago, 1999:18).
A pesar de que para 1916, todavía en enciclopedias guatemaltecas se explica de una manera racista que los ladinos resultaron de un triple mestizaje que incluía lo africano (Lokken, 2000: 4), varios otros textos utilizan a partir del siglo 19 “ladino” como sinónimo de mestizo en su dimensión bi-étnica hispano e indígena, y hasta denominación equivalente para blanco (Gould, 2003: 367).
El término ladino se convirtió así a lo que la teórica poscolonial hindú, Gayarti Spivak, llamó “poderosas denominaciones”, que congela, como veremos más adelante, la existencia de heterogéneas subjetividades, múltiples prácticas de diferenciación étnica y situaciones socioeconómicas (Castro Varela; Dhawan, 2003:67).
Lo homogeneización de lo heterogéneo está relacionado a la doble configuración de la ideología del mestizaje como “ideología inclusiva de exclusión” y proyecto de construcción de nación que se manifestó en diversas variantes (Díaz Arias, 2006:59).
Por un lado en forma idealizada intelectuales, políticos, artesanos valorizaban “lo indígena” como símbolo de la nación, por otro lado se ejercen políticas integracionistas de “desindigenización cultural” para la solución del problema indígena (Gould; Lauria Santiago, 2005:291) hasta la legitimización a nivel simbólico y epistemológico del etnocidio de 1932 (Baldovinos, 2006).
A pesar de la visión y práctica homogeneizadora, la valorización de lo autóctono culmina también en críticas sociales sobre la situación del pueblo indígena y resistencias culturales que facilitan proyectos políticos interétnicos.
En cuanto a lo africano dentro del discurso y práctica de mestizaje se percibe a la par de la “desindigenizacion”, la visión de la “desaparición” vía mestizaje de poblaciones afrodescendientes en El Salvador a partir de la época colonial y subsiguiente la negación de población de origen africano en El Salvador hasta hoy en día.
En la construcción oficial de la identidad nacional, lo negro, lo africano al contrario de representaciones de “lo indígena” nunca jugó un papel importante. Sin embargo es justo la visión homogeneizador de la ideología del mestizaje sin mayores diferencias étnicas y con la ausencia de población afrocolonial que se ha cambiado por medio de investigaciones que desaprobaron obras monumentales y metanarrativas de la nación mestiza indohispana como “La población de El Salvador” (1942) de Rodolfo Barón Castro (Lokken, 2003 ; Loucel, 2006).
Ese cambio en la comprensión del pasado implica una revisión del presente y los procesos que llegaron a formar la actualidad. En otras palabras lejos de desaparecer, por medio de la historia oral y textos literarios, desde múltiples miradas, se visibilizan pueblos afrodescendientes en El Salvador que han sido excluidos de las narrativas e imaginarios oficiales de la nación.
Así que por medio del análisis textual se aporta a la reconstrucción de las historias de afrosalvadoreñas a principios del siglo 20.
El punto de partida son voces indígenas que se complementan con una variedad de relatos sobre la presencia africana en el departamento de Ahuachapán. La elaboración de una breve etnohistoria local enmarca el análisis de la fuente clave para la reconstrucción de afrodescendientes en la insurrección, la novela “Cafetos en Flor” del escritor salvadoreño Miguel Ángel Ibarra publicado en 1947 en México.
Interpretamos la novela con un doble enfoque por un lado percibimos el texto literario como documento etnográfica y por otro lado como fuente que nos posibilita nuevos enfoques sobre los sucesos de 1932. En cuanto al primer aspecto cabe de mencionar que la preocupación etnográfica o antropológica “para decir el otro” como diría la crítica literaria puertorriqueña Mercedes López-Baralt (2005) se origina por los contextos sociohistórico en el cual surgió la literatura latinoamericana.
La relación en la literatura entre la mismidad y otredad es múltiple. Existen tanto textos literarios que producen violencias epistemológicas en la construcción de la otredad que anticipan y legitiman proyectos coloniales y físicas-militares, como escritos que reconstruyen voces y epistemologías culturales alternativas y diferentes, excluidas en enunciaciones anteriores.
Sí a finales del siglo 19 las artes literarias construyen influenciado por el positivismo imágenes estereotipados y ambivalentes de indígenas como inferiores, retrasados, sin embargo al mismo tiempo componente de “la diferencia cultural nacional, el imperativo de diferencia cultural que, paradójicamente, reclama la lógica homogeneizadora de la modernidad” (Baldovinos, 2012 : 143), es la novela regionalista, impregnado de múltiples evocaciones del mestizaje hispanoamericano, que comienza a apreciar, sin embargo igual como herramienta cultural y política para la búsqueda de una identidad propia colectiva y a veces con similar grados de distorsión en la representación del otro que los discursos decimonónicos, voces de indígenas y afrodescendientes, los cuales han sido caracterizados como los otros y marginados de muchas naciones latinoamericanas (Wade, 2000: 48).
En El Salvador durante el Martinato 1932-1944 se promueve el indigenismo y regionalismo en la literatura y pintura para “formar un nacionalismo que exalte al indígena y el paisaje “(Lara Martínez, 2011:118), construyendo una imagen de indígenas rodeadas de un mundo onírico y espiritual, en el cual se repercuten planteamientos teosóficas, sin protesta política en la vida real (Lara Martínez, 2011: 97,112-115).
Sin embargo al contrario existen también novelas regionalistas de los años 40, que tematizan la “explotación económica, sumisión política y sexualidad” y revelan en lo simbólico que la nacionalidad salvadoreña, como dialogo y proyecto común de nación, era incapaz de erigir alianzas interétnicas y sociales (Lara Martínez, 2009:60-62).
Retomando la vocación antropológica-etnográfica de la literatura latinoamericana y la articulación entre el regionalismo criollo, el realismo crítico y la narrativa social, lo que nos interesa específicamente en la novela
“Cafetos en Flor” son los momentos etnográficos que narran la vida de afrodescendientes en El Salvador, enfoque que corresponde al mismo proyecto literario del escritor Ibarra que apertura la novela en el primer capítulo con una etnografía de un pueblo del occidente de El Salvador, para establecer el marco general de los sucesos al contar. Además de esa preocupación etnográfica realizamos una comparación entre la novela y los últimos aportes críticos sobre el levantamiento de 32.
Se indagará “la verdad de la ficción” como lo ha planteado Rafael Lara Martínez al reconstruir la historia intelectual del genocidio, sin embargo no para postular el rescate del “impacto perceptivo (…) que el acontecer histórico imprime en la conciencia de quienes lo viven de cerca (…)” (Lara Martínez, 2009: 20), sino al enfocarnos al texto como una novela testimonial. Sin olvidar los desafíos de las políticas de memoria al tejer un texto (Lindo-Fuentes, Ching, Lara Martínez; et. al. 2007; Lara Martínez, 2007), postulamos cierta “referencialidad “entre texto y hecho, sin caer en la creencia de una función mimética absoluta.
No obstante la relación entre ficción y facticidad de la novela testimonial se puede reconocer al analizar y mirar a otras fuentes y reconstrucciones de la época, así una metodología comparativa es imprescindible. De gran utilidad es la comparación entre Cafetos en Flor y la investigación “1932: Rebelión en la Oscuridad” de Jeffrey L. Gould y Aldo Lauria-Santiago (2008).
En general, partimos de la explicación que “ladinos” que incluye, según nuestra interpretación, a afrodescendientes, quienes al lado de los indígenas experimentaron las mismas precariedades, abolición de tierras comunales, privatización y subsiguiente concentración de tierras (Lindo-Fuentes; et al., 2007: 26).
El escritor o el protagonista desde una mirada crítica se convierten en observadores y descriptores de su entorno, para así demandar a la sociedad, y plantear la resolución de conflictos sobre poderes, tierras, ideologías, por medio de la transformación marxista-leninista y estalinista de la sociedad. Sin embargo el marxismo que contempla Miguel Ángel Ibarra reconoce a su manera la diversidad étnica del occidente de El Salvador.
Ciertos mulatos en el levantamiento de 1932, los Panunes y memorias de Guinea: hacia una etnohistoria afro-atiquizayence
Entre 1999 y 2001, Jeffrey Gould y Santiago Consalvi realizaron entrevistas con sobrevivientes o hijos de sobrevivientes de la matanza del 32 (Gould; Lauria Santiago, 2008:32). Entre las entrevistas destacan las que se realizaron con los indígenas Alberto Shul y Andrés Pérez del pueblo Nahuizalco. Ellos relatan que en el contexto del trabajo organizativo del Socorro Rojo Internacional (SRI) en 1931 aparecieron “mulatos[1]” de Atiquizaya y Turín en el pueblo y que fueron ellos que saquearon el pueblo y quemaron la alcaldía durante la insurrección.
Comenta Andrés Pérez: “Luego, los mulatos se involucraron. Luego un día los mulatos forzaron las puertas e irrumpieron en los almacenes más grandes de Nahuizalco (…) luego los militares dijeron que los comunistas y los indígenas eran culpables del saqueo. Y mataron a los indígenas.” (Gould; Lauria- Santiago, 2005:317).
Para los investigadores, ese fragmento narrativo sobre los sucesos de 1932 contiene dos aspectos importantes: 1) En el relato se omite cualquier involucramiento indígena, son exclusivamente los mulatos los responsables de haber perpetrado el levantamiento. El olvido de la participación indígena se explican los investigadores Jeffrey Gould y Lauria Santiago por medio de la influencia del poder y discurso militar después de la matanza que condicionó la memoria en cuanto a la participación. 2) La ausencia de actores indígenas dejó también en el olvido las alianzas interétnicas entre los mismo indígenas y “mulatos” para el levantamiento (Gould; Lauria Santiago, 2008: XVIII, 313-315).
Ahora bien, el significado de la palabra “mulata” es polisémico y existen estudios que evidencian el uso sinonímico de las denominaciones “mestizos” y “mulatos”. Así el significado solo será comprendido después de una documentación y problematización de la información primaria (Forbes, 1993).
Según los investigadores, Gould y Lauria Santiago, la palabra “mulato” denomina por un lado “a todos los ladinos, sin importar el fenotipo” (2008:174) y por otro lado describe “gente con características fenotípicamente mulatas” (Gould, Lauria Santiago, 2008:230). Agregan que “desde la época colonial, los indígenas a lo largo de Centroamérica han usado el término mulato como epíteto para sustituir el término más neutral de “ladino”, destacando el color no “blanco” de sus adversarios como su desprecio por la gente de origen africano” (Gould; Lauria- Santiago, 2005: 316-317)[2]. Para confirmar el origen africano de los “mulatos” Gould y Lauria Santiago citan los comentarios del misionero Paulino Antonio Conte que estuvo en los años 20 en El Salvador y ha conocido una tradición oral según la cual los negros de Atiquizaya huyeron desde Guatemala a El Salvador y que luego fundaron el pueblo (Gould; Lauria Santiago, 2008:176). Conte añade que las tradiciones y el fenotipo de los pueblerinos correspondan a esa leyenda de la tradición oral (Gould; Lauria Santiago, 2008:176).
Sin embargo en Atiquizaya en el departamento de Ahuachapán existen otras versiones acerca de las migraciones de afrodescendientes hacia el lugar que vinculan la historia del pueblo a la diáspora africana. En la actualidad a los afrodescendientes en Atiquizaya se les llama panunes, palabra que según mi interpretación es un etnónimo, y así uno de los pocos residuos lingüísticos africanos que operan como adscripción identitaria local.
En una entrevista Oscar Rodríguez Vega, Atiquizaya, 20-06-2006, este explicó lo siguiente: “Aquí hubo esclavos que trajeron para el cultivo de caña, añil, maguey y todo volado agrícola, en eso trajeron gentes de la parte de norte de honduras, de Jamaica, de Livingston y toda esa zona, va (…) entonces estos negros quedaban asentado ahí, pero como él, los que llevaba o quien los traía, quien sabe que le paso, empezó armarse la raza, a, a de mezclarse, todavía hay asentamiento de gente que labios gruesos, prietos verdad todos (…) los panunes vinieron casi de la costa norte de Honduras, pero es una flota que dependían tanto de Jamaica, de Livingston, de parte de norte de Honduras y quién sabe si no descendientes africanos (…) “.
También en la inédita “Monografía de Atiquizaya” del año 2007 la directora de la Casa de la Cultura, Glórida Alma Cristales de Hernández, comenta que “(…) el rasgo etnográfico que más sobresale en Atiquizaya es el mestizaje, todavía existen descendientes de los panunes, éstas son las personas de color de piel moreno cobrizo, pelo crespo “(2007: 35).
En la historia oral del pueblo, los panunes al parecer están implícitamente relacionados con la diáspora africana, aunque existen otros textos que vinculan a los panunes con etnias indígenas.
Los panunes también se mencionan brevemente en textos de la historia oficial. En la “Historia de El Salvador” de 1914 de Santiago I. Barberena, el investigador explica que en la primera mitad del siglo 17, el hacendado Bartolomé de Molina “trajo de Honduras una colonia de trabajadores, que fueron designados con el nombre panunes” (Barberena, 1914:92). Lardé y Larín añade en otro texto que los panunes fueron “un gran número de colonos sambos (sic)” (Lardé, 1957: 69).
Barberena relaciona la palabra “panune” con el idioma Náhuatl, que se deriva de “panuni“ o “panoni“, “extranjero” , sin embargo, además explica que podría ser también originario de la lengua Sumo en la cual “pannún” significa “árbol” (Barberena, 1914: 92). Así Barberena asocia los panunes con un origen indígena.
Sin embargo, por un lado a la luz de la connotación africana de la palabra “zambo” que p.ej. para el cronista Oviedo significaba “(…) nombre de negro de Guinea “(Oviedo in Lehmann, 1920: 467) y por otro lado que el origen de la información proviene con gran probabilidad de una fuente colonial, por consiguiente tenemos que considerar la arbitrariedad ortográfica que existía en esa época. De tal manera que panunes también se podría referir a banunes, vanunes o bañunes. Al aplicar esa traducción encontramos diversas fuentes que menciona una etnia esclavizada en la región.
El historiador Paul Lokken en sus investigaciones coloniales identifica alrededor de 1630 a africanos esclavizados que trabajaron en una producción de anís e ingenio de azúcar. El documento menciona que de 66 trabajadores, 5 pertenecían a la etnia “Vañon (Bañon)” (Lokken, 2003a: 3-4). También el padre jesuita Alonso de Sandoval anota en 1627 en su valioso estudio sobre los africanos en Cartagena de las Indias, un puerto importante para el tráfico de esclavos en la región, expone que algunos esclavizados pertenecían a la etnia “banunes” (Sandoval, 1956: 15; Pavy, 1967: 36; 46).
Según Sandoval los banunes vivieron a lo largo del rio Casamance y Gambia. Ambos se encuentran en la región Senegambia y partes de actual Guinea-Bissau (Sandoval, 1956: 15). Estos fragmentos deconstruyen el mito del mestizaje de la desaparición afrodescendiente en El Salvador, más bien se reconocen continuidades de comunidades de origen africano desde la época colonial hasta el siglo 20.
Las miradas de los indígenas sobre el origen étnico-racial de los “mulatos” corresponden a la historia local del pueblo Atiquizaya, además los testimonios de Shul y Pérez al denominar a los “ladinos” como “mulatos”, no reproducen los discursos y políticas de identidad de blanqueamiento que se ejercen en las “ciudades letradas o espacios letrados de poder” que negaban una población de descendencia africana o cuyos voces e historias no fueron otorgadas una importancia para la construcción de la identidad nacional en el siglo 20 de El Salvador.
Con este breve ejemplo se reconoce a partir de las diversas miradas la relevancia y diferencia en hablar sobre “ladinos” de Atiquizaya que participaron en levantamiento, como sucede mayoritariamente
en la literatura del 32, o si se habla entre de los grupos insurgentes, de afrodescendientes nombrados en la época en cuestión por su propio entorno como “negros” o “mulatos”.
Así el reto de “desladinizar” las fuentes ladinizadas y la comparación de heterogéneas fuentes permite (re)construir otra perspectiva hacia la etnicidad de localidades en el occidente de El Salvador. La memoria de los miembros de la comunidad nahua pipil abrió la posibilidad de recordar la africanidad de un pueblo salvadoreño, al mismo tiempo el recuerdo conlleva el olvido de proyectos comunes de nación y resistencia. No obstante lo que la historia oral omite, al parecer atesoran textos literarios.
Etnografías imaginaria I [3] : Jorge “el negro” y Cafetos en Flor (1947), una novela olvidada en El Salvador
Junto a las voces y miradas de los Nahua-Pipil Alberto Shul y Andrés Pérez, al canon de textos literarios e historiografías sobre 1932, se agrega la novela “Cafetos en Flor” (1947) de Miguel Ángel Ibarra. Todavía se sabe poco sobre la vida del escritor. Pero según una entrevista con Marco Antonio Cortés Toledo en Atiquizaya en el año 2007, Miguel Ángel Ibarra era del lugar y fue fundador del Partido Comunista de la localidad, pero después de la matanza se fue a vivir a México.
Estos datos corresponden con el relato, igual como el escritor de la novela, el protagonista después de la revuelta abandona el país y se va a México. Además hay otros breves momentos que muestran cierta confusión entre el nombre del protagonista y del autor (Ibarra 1947: 231). Por ende se deduce que el autor Miguel Ángel Ibarra participó en la organización del levantamiento.
Aparte de la particularidad de ser el primer texto literario de carácter testimonial de un activista, y a la luz de la escasez de fuentes primarias que permiten reconstruir las motivaciones e ideas de los participantes (Brignoli, 2001: 28, 37; Lindo-Fuentes et. al., 2007:198) es sorprendente que en las últimas publicaciones sobre el 32, la novela no fue incluida en el cuerpo analítico, lo que provoca denominarla una “novela olvidada del 32”.
La única referencia que se encontró es un pie de nota en el libro “«El fascismo en un país dependiente: la dictadura del General Maximiliano Hernández Martínez” del dirigente comunista Raúl Padilla Vela (1987:72).
A la par, la novela conlleva otro aspecto excepcional: en vista de la relación novela-historiografía literaria y la creación de imaginarios colectivos, el texto nos abre una vía para (re)imaginar la nación a través de la lectura de un testimonio semificticio del representante de un grupo excluido de los proyectos de la nación.
La novela “Cafetos en flor” narra la vida de un activista sindical afrodescendiente de Atiquizaya. De este modo el texto visualiza, al contrario del mestizaje homogéneo, una visión pluriétnica del occidente del país a principios del siglo XX. En 18 capítulos, abarcando los años entre 1902 y 1932, Ibarra narra la niñez y juventud de Jorge Ibañez las que se desarrollan sumergidas en una cultura de violencia y militarista. Después del prólogo, que es un manifiesto comunista salvadoreño, Ibarra antepone una etnografía sobre el pueblo Atiquizaya en el departamento de Ahuachapán, El Salvador.
El autor describe algunas costumbres y elementos de la cosmovisión, añadiendo que esa “(…) gente de Atiquizaya es la madera de afro-americana que surgió del inhumano comercio que hacían los bandidos traficantes de esclavos, transportando nativos de África a nuestro continente” (Ibarra, 1947:7). De ahí comprendemos el contexto cultural e histórico en el cual el protagonista de la novela se autoidentifica como Jorge “el negro” (Ibarra, 1947: 33), la historia del artesano Regino de “origen negro” (Ibarra, 1947:167) y la connotación al describir los atiquizayenses como “gente morena, trabajadora y fuerte como el ébano” (Ibarra, 1947: 36).
Así que el primer capítulo de la novela de Ibarra podemos considerar como texto extraordinario de carácter etnográfico que explícitamente habla sobre la población afrodescendiente de El Salvador a principios del siglo 20. Al mismo tiempo se descubre como la novela “Cafetos en Flor” coincide en partes con los relatos y testimonios indígenas. Shul y Pérez narraron que “mulatos” de Atiquizaya realizaron su labor propagandística en el pueblo Nahuizalco, ubicado en el occidente de El Salvador. Es más según Alberto Shul “los mulatos de Turín y Atiquizaya tomaron la alcaldía de Nahuizalco y la saquearon” (Gould; Lauria Santiago, 2005: 317).
Es justo en el capítulo 14 “Trópico de Indígenas” de la novela que Jorge Ibáñez “afroamericano” (“mulato”) de Atiquizaya, relata sobre su estadía justo en Nahuizalco realizando su labor organizativo (Ibarra, 1947: 191).
“Trópico de Indígenas”, la nueva cultura indiana, miradas interétnicas afro-indígenas
Jorge Ibáñez narra su estadía en Nahuizalco y comenta críticamente la ausencia de una política hacia los pueblos indígenas en El Salvador (Ibarra, 1947: 191). En Nahuizalco, después de haberse quemado un rancho, Jorge Ibáñez observa impresionado, con cierta connotación paternalista, la reconstrucción por parte de los indígenas mediante trabajo colectivo: “Aquel pueblo unido, como un solo hombre, cortó las maderas que le indicó un camarada de mayor edad que encabezaba la unión colectiva de aborígenes. Transportaban las maderas adornadas con flores silvestres, con sus canciones criollas, aquella era una fiesta de confraternidad y animación. Al terminar la jornada bajo de la ceiba, se formó el banquete proletario en donde nuestras indias lucían sus trajes típicos de colores chillantes, y sus soguillas y aretes de coral” (Ibarra, 1947: 194).
El elogio de Ibáñez se contrasta con la miseria en la cual viven los indígenas, provocada por el comportamiento bárbaro de los militares y latifundistas que actúan como nuevos colonizadores y conquistadores: “Conste que estos tipos se hicieron de las haciendas expropiando al nativo de su tierra (…) las tierras eran comunales (…)” (Ibarra, 1947: 36). También en otro lugar de la región de los Izalcos encontramos la misma explicación por el líder sindical de la desgracia que enfrentan los pueblos originarios. Las circunstancias de vida precarias son causa de la expropiación de los ejidos y sucesiva explotación de los indígenas: “Pensé, si esto lo hacen sumidos en la más inicua miseria por la explotación de los bárbaros que les han arrebatado sus tierras (…) y como serían de felices cuando fueron dueños de ellas” (Ibarra, 1947: 191).
Esta enunciación arroja una luz sobre varios aspectos interesantes. Por un lado Ibáñez, a partir de la valorización de la cultura indígena, le adscribe a dicha población una posición constituyente en una nueva sociedad. Los atributos con los cuales Ibáñez describe a los indígenas en Nahuizalco – “el banquete proletario”, “como un solo hombre”, “la unión colectiva de aborígenes”, “solidaridad” – recuerdan al indigenismo marxista de corte Mariáteguiano, según el cual el pasado comunal indígena, continuamente presente en la sierra peruana, anticipa la modernidad comunista y se convierte en pilares para un nuevo proyecto de nación (Mariátegui, 1979).
En la siguiente cita, Jorge Ibáñez se refiere a la nueva cultura, sin embargo al mismo tiempo explica como esa cultura fue devorada: “Pero los bárbaros caníbales de mi país, militares perros fascistas, que dan sus gritos feroces histéricos de liquidar hasta el último indio. Me recuerda aquellos días de infierno en mí país en donde la banda de fascistas gritaban y asesinaban hasta el último indio, aquí se ve la canalla conservadora, no olvida las enseñanzas de los bárbaros de Castilla de la conquista, que vinieron a destruir el embrión de la nueva cultura indiana que hubiese sido grandiosa por su auténtico criollismo (…)” (Ibarra, 1947:194-195).
Al lado de las descripciones de la matanza que Ibáñez comprende fueron cometidas desde una perspectiva “neocolonial” y racista por parte de los “ladinos”, terratenientes y militares, coexiste como otro factor de deterioro de la comunidad indígena, germen de la nueva cultura, la expropiación de tierras comunales.
Ahora bien, uno de los argumentos en contra de la influencia de organizaciones comunistas en el 32, es que la orientación política del PC y sus organizaciones adjuntas no elaboraron una estrategia que tomara en cuenta la complejidad étnica y la brecha cultural entre las zonas rurales y urbanas, sino más bien se fijaba en la unidad de conciencia de clase. Es más, en una correspondencia a la oficina internacional socialista caribeña, un representante del PCS explicaba que “aquí en El Salvador no existían ni indígenas ni negros” (Lindo-Fuentes et al., 2007: 49)[4].
Sin embargo el militante y simpatizante del PCS, FRTS y SRI, Miguel Ángel Ibarra, narra una versión pluriétnica. Esta mirada incluyente corresponde a los lineamientos políticos del SRI que fue la organización clave en el occidente del país y que “(…) sí enfatizaban el apremio de los negros y de los indígenas” (Gould; Lauria Santiago, 2008:148).
Sin embargo la visión interétnica también podría ser expresión de la identidad cultural del escritor Ibarra quien como nacido en Atiquizaya, reconoce su descendencia africana. Ibarra escribe de tal manera desde la periferia, desde la localidad, otra visión de los aconteceres históricos de la nación. Ya se ha señalado que a través de la ideología del mestizaje sectores medios valorizaban los aportes de los indígenas a la sociedad, historia y cultura, y buscaban una mayor inclusión de indígenas. Es más, la apreciación idealizada del indígena contribuyó a la aproximación solidaria que culminó en el movimiento interétnico (Gould; Lauria Santiago, 2005:309).
Igualmente, la coyuntura en la construcción de la nación a principios del siglo 20, giró la mirada hacia lo propio que era definido por medio del indígena y lo rural y que fue expresado en la literatura (López Bernal, 2002: 40-41), pero también en periódicos y revistas culturales en El Salvador.
En Atiquizaya, por ejemplo, se publicó en 1929 la revista “Los Panunes”. En su primera publicación, los editores explican: “Panunes es el nombre de pila de nuestro quincenario; porque los primeros moradores de lo que hoy es Atiquizaya, fueron los Panunes, individuos traídos de Honduras (…)” (Avilés in Vallecillos, 1964:256).
Ese marco discursivo no solamente comenzaba a valorizar lo indígena sino a través de un enfoque local también lo “afroamericano” como lo propio. Esa visión sociocultural diferente emanaba de intelectuales, estudiantes y artesanos. Así, al contrario de la opinión y documentación que destaca la brecha entre el partido y la población rural y la ausencia de una visión étnica del contexto rural (Ching, 2007: 69), las citas de Ibarra apuntan a lo que ha sido señalado también por Jeffrey Gould y Lauria Santiago. La distancia entre ciudad y campo se disminuye.
Tanto de grupos indígenas como no-indígenas, afrodescendientes y mestizos, emergieron activistas que durante meses realizaron un trabajo de organización (Gould; Lauria Santiago, 2008:28-29, 2005:292). En una reunión con campesinos, Ibarra confirma justo ese papel de los activistas indígenas: “(…) se les dio una conferencia sobre cultura y socialismo; tanto ha penetrado en el campesinado nuestra orientación y disciplina que en estos organismos han surgido sus dirigentes propios, ya con una orientación capaz (…)” (Ibarra, 1947:161).
A pesar de la existencia de un discurso homogeneizador al inicio de la campaña del SRI que generalizaba a todos los indígenas bajo el término campesinos, ocultando así “(…) la cada vez más profunda dimensión étnica del movimiento” (Gould; Lauria Santiago, 2008:147) y a la vez reproduciendo el racismo “ladino” en contra de los indígenas (Gould; Lauria Santiago, 2008:130), los investigadores destacan que el vocabulario marxista facilitó a los ladinos urbanos y rurales así como a los indígenas un instrumento para trascender antagonismos culturales y de esta manera poder articular objetivos comunes (Gould; Lauria- Santiago, 2005:292;311-316; 2008: 147-149; 168).
Es más, el empleo de la palabra campesino en varios discursos de la izquierda reflejaba también una nueva visión igualitaria del movimiento: “(…) los trabajadores y campesinos eran todos iguales dentro de un movimiento revolucionario que luchaba para alcanzar una sociedad en la cual las diferencias raciales y de clase no tendrían significado.” (Gould; Lauria Santiago, 2008:149) Además el carácter festivo de las reuniones organizativas en el área rural generó un sentimiento de comunitas anticipando así una sociedad más igualitaria (Gould, Lauria Santiago, 2008: 120).
Estas circunstancias están presentes en varios momentos de la novela “Cafetos en Flor” (Ibarra, 1947: 95, 124,129, 171).
Una asamblea en el cantón Cerro Blanco en Ahuachapán a la cual asistieron el indígena Juan Chachagua, Alfonso Luna y Jorge “el negro” Ibáñez es descrita como “fiesta de confraternidad” (Ibarra, 1947:165); participantes de la reunión explican: “estas reuniones para nosotros son hermosas fiestas” (Ibarra, 1947:171).
Durante la asamblea, a Jorge Ibáñez le llama la atención la fisonomía del dirigente local, llamado Reginito, que le parece idéntica al aspecto de un atiquizayense “de origen negro” quien a causa de la condiciones de trabajo y de vida encontró una muerte trágica en su pueblo (Ibarra, 1947:167- 171). Antes de conocer más sobre la vida de Regino, “descendiente de los Panunes”, precisamos que antes del trágico mes de enero de 1932 en los cantones y caseríos de Ahuachapán y Sonsonate se encuentran reunidos indígenas, mestizos y afrodescendientes para elaborar estrategias articuladas y pensar en cambios sociales en la sociedad.
Etnografía Imaginaria II: Dos fragmentos- sobre la situación de afrodescendientes en los años 30 en El Salvador
Recurrimos a la novela “Cafetos en Flor” por su alto contenido etnográfico y sustrato etnohistórico. Para acercarnos a las motivaciones de los afrodescendientes de Atiquizaya y Turín a participar en la insurrección, volvemos la mirada a la descripción de las situaciones de vida de este pueblo que nos manifiesta tanto el contexto de la etnografía que apertura la novela como diversos momentos al transcurrir la narrativa. En el primer y segundo capítulo encontramos que el campesinado que Ibarra identifica como “afroamericano” experimenta también, como el pueblo indígena, la pérdida de los ejidos o tierras colectivas. Cierta colectividad también está presente en las descripciones de la situación de vida de la población “afroamericana”. En la etnografía sobre la gente de Atiquizaya, el pasado de ese grupo es representado por fiestas colectivas insertadas en ciclos agrarios a principios del siglo 20 (Ibarra, 1947: 15-18).
“Allá por el año de 1908, estas gentes vivían felices en este país. Se debía a que en esa época había mucha tierra nacional y los trabajadores hacían grandes cultivos pagando una pequeña cuota al Municipio y ellos recolectaban hermosas cosechas que beneficiaban a todo el pueblo (…) Allá por esos tiempos estas gentes hacían sus fiestas colectivas” (Ibarra, 1947:15).
Esta época se opone a los tiempos subsiguientes en los cuales predominan explotación e injusticia: “Este pasado hermoso de nuestros pueblos ya no vuelve; hoy todo es miseria, toda la tierra se la usurparon todos los ricos; una mezcla de avaros extranjeros y nacionales han dejado a nuestros campesinos sin tierra donde puedan hacer su cultivo (…)” (Ibarra, 1947:18).
Sin embargo, si bien se confirma que después de la abolición de tierras comunales, el proceso de concentración y subsiguiente proletarización se da en los años 20 (Lauria Santiago, 2003:346-353), la cita deja una duda acerca de la transición de tierras comunales a propiedades individuales, ya que habrá la posibilidad, a pesar de que en Atiquizaya todas las tierras ejidales habían sido tituladas antes de 1896 (Lauria Santiago, 2003: 287-288), de cierta forma de organización colectiva alrededor de “tierras nacionales” como lo llama Ibarra, muy probables municipales para el comienzo del siglo 20 (1908).
La pequeña cuota que menciona Ibarra parece ser una forma de la renta al usar las tierras municipales plasmadas en las leyes que regulaban las municipalidades. Lauria Santiago expone en su investigación “Una República Agraria” que (…) las municipalidades debían alquilar las tierras a los residentes locales que las solicitaran y cobrar por ello una pequeña renta (Lauria Santiago, 1999: 84). Además el investigador explica que a partir de mediados del siglo 19 se comienza a concretizar la exacción: ” Uno de los aspectos más importantes del uso de las tierras municipales por campesinos y agricultores era el cobro de alquiler.(…) Aunque el pago del canon era obligatorio, poco pueblos lo cobraban regularmente hasta la década de 1860, cuando las mejoras en la organización del estado nacional y la creciente importancia del comercio estimularon la recaudación tanto de los impuestos municipales en general como de los cobros por el alquiler de los ejidos. (Lauria Santiago, 1999: 110).
En los relatos de Ibarra sobre la vida de los pueblos indígenas como no-indígenas a principios del siglo 20 muestra que en la memoria del narrador existía en el pasado feliz aunado a una forma de acceso a tierras colectivas, todavía no predominaba la enajenación del campesinado. Así el pensamiento de Ibarra al parecer corresponde a la coyuntura y difusión de una memoria y un mito a partir de los finales de 1920 entre el campesinado e intelectuales de la época sobre un fácil acceso a la tierra promovido por el Estado a finales del siglo XIX (Gould; Lauria- Santiago, 2005:302,338; 2008:63:66-67).
Esa memoria se agudizó con el aumento de la precariedad a causa de la pérdida de tierras y la descomposición del campesinado minifundista, así como a partir de las crisis económicas y las cada vez más miserables condiciones de vida y trabajo de los colonos indígenas y ladinos (mestizos, negros, mulatos, blancos) (Gould; Lauria Santiago, 2008: 37;56).
Los colonos y semi-proletarios que surgieron a partir de los cambios estructurales de principios del siglo 20 llegaron a ser “el sujeto social más crítico en la movilización en el occidente y el centro de El Salvador” (Gould; Lauria Santiago, 2008: 29). Los colonos que vivieron y trabajaron en las fincas cafetaleras comerciales, en condiciones que establecían una relación patriarcal-diádica entre hacendado y colono que, sin embargo, comienzan a romperse a partir de 1927 a causa del deterioro de los precios del café, constituyeron el 18% de la población rural del occidente de El Salvador (Gould; Lauria Santiago, 2008: 55-56).
Si en el auge del café en los años 20, los trabajadores del café ganaban 2 colones al día, ya para 1929 con la crisis económica el salario fue reducido a 30 centavos al día (Gould; Lauria Santiago, 2008:55).
A propósito de las circunstancias de los trabajadores rurales o más bien de los colonos, Ibarra expone: “A esta pobre gente la obligan a trabajar en los cultivos de la hacienda; para poderle dar un trecho de tierra, recibe inmensas tareas de quince brazadas en cuadro para ganar miserables 50, 30 y 25 centavos. Empieza su labor a las 5 de la mañana y la termina a las dos y cinco de la tarde. Le dan un famoso desayuno compuesto de dos chengas (tortillas), que llevan encima un puñado de frijoles rellenos de basuras y gorgojos chorreándoles el mugroso caldo por el codo; y para ser merecedor de esta miserable ración tienen que llevar un fuerte tercio de leña maciza al patio de la hacienda, en donde reciben una ficha sucia que se le entrega el mayordomo (…)” (Ibarra, 1947: 9-10).
Según Ibarra, los latifundistas son neo-colonizadores que perciben al trabajador como criatura menospreciada (Ibarra, 1947: 8). Varios investigadores indican que la mirada hacia los campesinos fue construida desde una visión de raza y marginación (Lara Martínez, 2009: 28-42), y que esa actitud desconfiada impedía a las elites comunicarse y negociar con los sectores subalternos (Gould; Lauria Santiago, 2008:61, Suter, 1996: 450- 452).
Esto a su vez, contribuía al surgimiento de una masiva movilización laboral para exigir, al principio incrementos salariales y una reforma agraria que cada vez más se estaba radicalizando, nutrido también por el recuerdo, como más arriba se ha mencionado, de un acceso a tierras promovido por el estado en el pasado. Las reivindicaciones se conyugaban a la vez con una tradición regional de lucha colectiva en defensa de los derechos comunales (Gould; Lauria Santiago, 2008:67).
Conjuntamente a la descripción implícita de los cambios sociales a los que se enfrentaron “afroamericanos” en un contexto rural, la extraordinaria novela Cafetos en Flor nos cuenta sobre trabajadores afrodescendientes en el casco urbano de Atiquizaya. Por medio del micro relato “Regino y su perro acompañante Quindinduy”, Ibarra aporta, a la par de la biografía de Jorge Ibañez, al retrato de las experiencias de la población afrodescendiente en Atiquizaya, cuyas características de marginación tienen todo el potencial para culminar en la apropiación de teorías y prácticas radicales de transformación social.
En la reunión en el Cerro Blanco, ya arriba mencionado, se encuentran indígenas y afrodescendientes, uno de ellos se llama Reginito, cuyo padre Regino fue amigo del activista Jorge Ibáñez. Él cuenta a los presentes la tragedia que vivió el padre del joven compañero. Jorge describe al padre atiquizayense con las siguientes palabras: “Regino murió solo, teniendo como compañero un hermoso perro llamado “Kindinduy”. Era moreno, pelo colocho (chino).Usted me llamó la atención por su fisionomía que me pareció verla alguna vez y era la de su padre, pues son idénticos. (…) Regino era un muchacho popular, alegre, de genio agradable y de origen negro.” (1947: 166-167).
Regino, quien se crio sin padres, era herrero que por descuido y falta de protección en el trabajo perdió su vista. A causa de falta de ingresos tuvo que entregar su casa, dependiendo de la buena voluntad de sus amigos. En la miseria Regino fue sospechado por robos en la comunidad, se enfrentó al hambre, sin casa y sin salud. Desapareció y a los días encontraron los restos del herrero en un barranco descompuestos por zopilotes (Ibarra, 1947: 167-171). Después de escuchar la trágica muerte del padre de su compañero, los indígenas explicaban con entusiasmo que Reginito practicaba el oficio de sastre y que él les enseñaba a leer e instruir (Ibarra, 1947:164-166).
El papel importante en el trabajo organizativo y de concientización de Reginito como uno de los líderes locales en el cantón ahuachapaneco se comienza a evidenciar.
Conclusión: aproximación a las razones participar en la insurrección por parte de sujetos y grupos afrodescendientes
¿Se podría preguntar qué impacto tuvo en la conciencia del líder sindical local del cantón al escuchar la injustica social que se había sufrido y enfrentado su padre? A partir de la respuesta hipotética a la pregunta se encuentra una dimensión personal en el actuar insurgente, una dimensión que ha sido vislumbrada por diversos investigadores a partir de otros contextos, que señalaron que ante la ausencia de una legislación que demanda violaciones y abusos sexuales, las mujeres indígenas violadas por “ladinos”, dueños de las tierras en las cuales se vieron obligadas a trabajar las mujeres, utilizan las reivindicaciones de las organizaciones comunistas para vengarse y recuperar “la honra” (Lara Martínez, 2009: 48,54, 57-58; Gould; Lauria- Santiago, 2005: 321-322).
Se destaca que muchos “(…) activistas y simpatizantes del movimiento eran producto de tales uniones” (Gould; Lauria- Santiago, 2005: 322). La violación social y económica a la cual se enfrenta el padre del líder local marxista, influye en el anhelo a transformar la sociedad. El micro relato sobre Regino, el negro, herrero opera como sinécdoque narrativo de los desamparados y marginalizados. Los artesanos urbanos fuera de la capital viven inmersos en injusticias sociales estructurales, que es la ausencia de cualquier responsabilidad o política estatal o local para proteger o atender a la situación de vida de los trabajadores rurales y urbanos. Es más, a las respuestas desesperadas ante la miseria se les responde con armas y más violencias.
Ahora bien, la decisión de describir a personas “de origen negro” es una estrategia de visibilización que entrelaza reivindicaciones de raza y de clase, como ya se ha señalado anteriormente, que corresponde a los planteamientos del SRI, los discursos de mestizaje y la valorización de lo propio del cual surgió la corriente literaria regionalista. Así que en cuanto al papel que jugaron afrodescendientes en el levantamiento se destaca que los afrodescendientes, los mulatos en Nahuizalco, Reginito hijo de Regino “de origen negro” en Ahuachapán, Jorge, el negro, y su doble Miguel Ángel Ibarra escritor-ebanista en Atiquizaya y sus alrededores, aparecen en las fuentes consultadas como instructores y dirigentes que ejecutan u organizan al campesinado.
Los afrodescendientes instruyen las teorías marxistas, alfabetizan a los campesinos indígenas y “ladinos” y se describen como actores manifiestos que queman los símbolos locales de poder. Destaca que provienen de un grupo social que es clave en la organización y radicalización del levantamiento social de los 30: los artesanos (Gould; Lauria- Santiago, 2005: 325 326, 332).
Los “mulatos” y “negros” en los textos son ebanistas, herreros y costureros. Desde 1880 los artesanos junto a los estudiantes e intelectuales, jugaron un papel crítico en la política local y nacional, exigiendo reformas sociales y políticas urbanas. A principios de siglo 20, desarrollaron fuertes críticas reformistas, conyugando planteamientos nacionalistas, unionistas, antimperialistas y anticapitalistas (Gould; Lauria- Santiago, 2005:303).
A partir de la valorización de lo local e indígena podemos añadir que la crítica de cierto modo se extendía a los discursos racistas de los liberales decimonónicos (Gould; Lauria Santiago, 2005:309; Lopez Bernal, 2002: 43). Miguel Ángel Ibarra como escritor y ebanista, y el protagonista Jorge, ebanista, critican las asimetrías económicas que se configuran en la novela “Cafetos en Flor” vinculado a una jerarquía étnicas-racial.
Estas jerarquías se sustentan por medio de violencias políticas y estructuras autoritarias locales. En la novela se codifica el eje rico-pobre, que equivale a la oposición entre extranjeros europeos (terratenientes) e indígenas, negros y mestizos pobres (colonos, artesanos, proletarios). Esta constelación se relaciona a la expropiación de las tierras comunales, son los extranjeros que posean las tierras que antes pertenecían al campesinado indígena, además como se interpreta a base de las descripciones en la novela testimonial-etnográfica también existían tierras “colectivas” relacionados a afrodescendientes.
El desplazamiento se configura desde las tierras comunales en propiedad de colectividades “ladinas”, afrodescendientes e indígenas hacia formas de propiedad privada. Esta transformación de las tierras comunales en propiedad de colectividades “ladinas” y su transición hacia la acumulación privada está documentada para comunidades que todavía a mediados del siglo 19 fueron asociadas por su ascendencia negra.
Lauria Santiago señala como los “negros de Sonsonate” o la “comunidad de pardos” de Santa Ana construyen su cohesión social y étnica a partir del acceso a tierras comunales (Lauria Santiago, 1999: 18, 25,110-111). Algunos miembros de la comunidad de los “ladinos” que vivieron en las aldeas situadas en las laderas del volcán Santa Ana lo largo del siglo 19, estaban involucrados en levantamientos, movilizaciones y derrocamientos de varios presidentes de El Salvador; también participaron en el levantamiento de 1932 (Santiago, 1999:110- 113; Gould; Lauria- Santiago, 2008: 116-117).
Podemos resumir cuidadosamente que el recuerdo de las tierras y la vida colectiva, la situación precaria en las fincas –los lugares de trabajo, la ausencia de condiciones básicas de supervivencia, y la visión de otra sociedad articulada a través de un lenguaje marxista como proyecto libertador—impulsaron a las personas, en diversos niveles conscientes de su descendencia africana, y que por otros son identificados o “recordados” como tales, a participar por el lado de los insurrectos en el levantamiento.
De este grupo heterogéneo, como parte de la población de Atiquizaya también surge el conglomerado que, según Ibarra, inicia el levantamiento. Después de que el intento político de responder a la pregunta social y apertura hacia las demandas de los trabajadores y campesinos falló, la sucesiva y creciente política represiva agudiza el movimiento y la participación decisiva de la población rural. Ibáñez narra esa transición que culmina en varias huelgas y manifestaciones.
Tras las manipulaciones de las elecciones municipales a principios de enero 1932, en una manifestación en la Montañita y el Tortuguero, cerca de Atiquizaya y Ahuachapán, los manifestantes son aplastados por el ejército, masacrando a centenares de participantes. No cabe duda que entre ellos estaban los campesinos indígenas, afrodescendientes y mestizos. Según Ibáñez “este fue el principio de la revolución” (Ibarra, 1947:179).
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[1] Los términos “negros”, “mulatos”, “indios” surgieron en un contexto colonial de dominación y deshumanización. Existe una discusión alrededor del uso de las denominaciones coloniales en la diáspora africana. Para la discusión véase entrevista a Juan de Dios Mosquera, líder del movimiento Cimarrón, de Colombia: http://www.africafundacion.org/spip.php/pagina/nerea_rubio@yahoo.es/spip.php?article11666, 31.10.12, 10.08am. Igualmente para la discusión recomiendo leer al sociólogo afrocolombiano Dr. Arturo Rodríguez Bobb: Exclusión e integración del sujeto negro en Cartagena de Indias en perspectiva histórica. Vervuert, 2005. Además “The Redness of Blackness: Revisiting Derek Walcott’s Mulatto Aesthetics” Caribbean Quarterly, March 1, 2006, escrito por Omotayo Olorun Toba-Oju.
[2] Los autores Lauria Santiago y Gould no muestran evidencia documentaria para dicha suposición, sin embargo, se entiende que la dicotomía entre indígenas y personas de origen africano se relaciona a la dicotomía y conflictos entre indígenas y “ladinos” a lo largo de la época colonial y siglo 19, cuyo discurso domina en la historiografía. No obstante habría que destacar igualmente desde la colonia las alianzas políticas y culturales interétnicas afroindígenas.
[3] El concepto Etnografia Imaginaria se adoptó del trabajo de Erik Camayd-Freixas. Etnografía imaginaria. Historia y parodia en la literatura hispanoamericana. Guatemala: F&G Editores, abril de 2012, 1a. edición.
[4] Rafael Lara Martínez interpreta en “Balsamera bajo la guerra fría. El Salvador-1932. Historia intelectual de un etnocidio” la novela “El oso ruso” del nicaragüense Gustavo Alemán Bolaños (1944). En un breve fragmento el novelista menciona la incidencia del activista afrodescendiente Chinto, quien es descrito estereotípicamente como “el tipo negroide, de labios gruesos y pelo ensortijado” (Lara Martínez, 2009:57). Chinto levanta al pueblo de Juayúa a la rebelión en un acto teatral de “poesía francamente bolchevique” (Lara Martínez, 2009:57).