La posmodernidad como “estado de la cultura” en América latina. Santiago Castro-Gómez. 1996

Quizá la mejor forma de comenzar a responder estas críticas sea mostrando que lo que se ha dado en llamar “posmodernidad” no es un fenómeno puramente ideológico, es decir, que no se trata de un juego conceptual elaborado por intelectuales deprimidos y nihilistas del “primer mundo”, sino, ante todo, de un cambio de sensibilidad al nivel del mundo de la vida que se produce no sólo en las regiones “centrales” de Occidente, sino también en las periféricas durante las últimas décadas del siglo XX.

Las elaboraciones puramente conceptuales a nivel de la sociología, la arquitectura, la filosofía y la teoría literaria serían, entonces, momentos “reflexivos” que se asientan sobre este cambio de sensibilidad.

Me propongo mostrar, entonces, que la posmodernidad, no es una simple “trampa” en la que caen ciertos intelectuales que se empeñan en mirar nuestra realidad con los modelos ideológicos de una realidad ajena, sino que es un estado generalizado de la cultura presente también en América Latina.[1]

Para llevar adelante este propósito me apoyaré en algunos de los más recientes estudios realizados por diferentes ensayistas y científicos sociales latinoamericanos, entre cuyos nombres podría mencionar a José Joaquín Brunner, Néstor García Canclini, Jesús Martín-Barbero, Roberto Follari, Norbert Lechner, Nelly Richard, Beatriz Sarlo y Daniel García Delgado, entre otros muchos.

Estos nuevos enfoques superan lo que podríamos llamar el “síndrome de las venas abiertas”, en tanto que el escrito ya no se coloca en investigar las causas estructurales del subdesarrollo a nivel de las relaciones económicas internacionales, es decir privilegiando los factores exógenos, sino que la atención se dirige hacia la forma como los procesos de modernización han sido asimilados y transformados en los “patios interiores” de la cultura[2].

Quisiera comenzar respondiendo a la pregunta por la necesidad y la pertinencia de una discusión sobre la posmodernidad en América Latina.

Casi todos los autores discutidos anteriormente coinciden en señalar  que un debate latinoamericano sobre la posmodernidad, u obedece a un interés extranjerizante por parte de élites alienadas que buscan estar “a la moda” de la discusión internacional, o es la expresión ideológica del “capitalismo tardío” en su actual fase de expansión planetaria.

En los dos casos, la crítica se basa en una misma presuposición: el desnivel económico-social entre las sociedades donde reina el hiperconsumo de bienes, y las sociedades latinoamericanas, marcadas por la pobreza, el analfabetismo y la violencia, haría imposible o sospechosa una transferencia de los contenidos teórico-críticos de la discusión[3].

La filósofa chilena Nelly Richard ha señalado, sin embargo, que este argumento se mantiene dentro de un esquema ilustrado que subordina los procesos culturales a los desarrollos económico-sociales. Si partimos, en cambio, de un esquema de análisis en el que los ámbitos de la cultura y la sociedad se relacionan asimétricamente, en una dialéctica no resuelta de contradicción y desfase, tendremos entonces que el cumplimiento estructural de las sociedades primer -mundistas no tendría que reproducirse en América Latina para que en ella aparezcan los registros culturales de la posmodernidad.

Estos habrían entrado en la escena latinoamericana por razones y circunstancias muy diferentes a las observadas en los países del “centro”, pues se remiten a una experiencia periférica de la modernidad.[4]

Por ello, tomar el modelo de desarrollo económico-social del primer mundo como garante referencial a partir del cual tendría o no sentido una discusión sobre la posmodernidad en América Latina, significa continuar atrapados en el eurocentrismo conceptual del cual pretenden librarse muchos de los autores arriba mencionados.

Pues de lo que se trata no es de imitar o transcribir un debate sobre la crisis de la modernidad en las sociedades europeas, sino de reflexionar sobre la manera como América Latina se ha apropiado de esa modernidad (y de esa crisis), viviéndolas de una manera diferente[5].

Nelly Richard resalta dos factores que, a su juicio. explicarían la reticencia de una parte de la intelectualidad latinoamericana al debate posmoderno. El primero es el trauma de la marca colonizadora, que hace que muchos intelectuales miren con desconfianza todo lo que viene de “afuera”, estableciendo una línea divisoria entre lo importado y lo “propio”, entre lo extranjero y lo nacional. El segundo factor tiene que ver con la crítica implícita del discurso posmoderno a los ideales heroicos de aquella generación que proclamó su fe latinoamericanista en la revolución y en el “hombre nuevo”[6].

No es extraño, entonces, que en lugar de sacar provecho de la crítica posmoderna al sistema dominante de la modernidad centrada, reintensionalizando  su significado desde una perspectiva  latinoamericana, buena parte de nuestros intelectuales hayan optado por mirar esta crítica como una nueva “ideología imperialista”.

Por fortuna, no son pocos los autores que han argumentado a favor de un interés latinoamericano en el debate posmoderno, a sabiendas de que allí se están tratando problemas de gran interés para un diagnóstico de la ambigüedad con que América Latina vivió siempre la modernidad.

Examinemos primero el diagnóstico del politólogo argentino Daniel García Delgado , para quien América Latina experimenta un tránsito de la “cultura holista” -vigente entre los años 40 y los 80- hacia la “cultura individualista” de los años 90[7].

La cultura holista era aquella que  definía “identidades amplias” basadas en la pertenencia a colectivos y solidaridades de “clase”, en el seno de una comunidad política en donde se destacaba la función integradora de la nación, el papel revolucionario de la cultura popular y la clase trabajadora, así como el papel de la justicia distributiva asegurada por el Estado.

La cultura neoindividualista, por el contrario, se caracteriza por una tendencia global a la formación de “identidades restringidas”, en donde se valora lo micro-grupal y lo privado. La identificación con lo “nacional”, que antes actuaba como elemento aglutinador y de reconocimiento, se disuelve frente al impulso de una cultura transnacional jalonada por los medios de comunicación. Esta pérdida de las certezas tradicionales obliga al individuo a replegarse en lo pequeño, en el ámbito donde puede controlar la formación de su propia identidad.

García Delgado nos dice que esta pérdida de las certezas tradicionales no se produce solamente debido a la quiebra del Estado nacional frente al “imperialismo económico” de los poderes transnacionales, sino que obedece, entre otras cosas, a la disolución de los antagonismos ideológicos vigentes durante todo el siglo XIX y parte del XX a raíz de las guerras civiles, y que fueron reforzados posteriormente con la guerra fría.

Si los anteriores procesos de integración posicionaban a los individuos y colectivos frente a “enemigos” tales como los conservadores, los liberales, la oligarquía, el imperialismo o el comunismo, que aglutinaban y daban sentido a la política de masas, esta modalidad pierde fuerza en la medida en que, desaparecidos los bloques ideológicos, la lógica del poder se vuelve cada vez más compleja y difusa.

Las “ideologías pesadas” dejan ya de funcionar como elementos de integración, abriendo paso a una cultura escéptica frente a los “grandes relatos”. La integración social se desplaza al  ámbito de las “ideologías livianas”, que ofrecen al individuo la oportunidad de ejercer protagonismo sobre su propia vida.

El culto del cuerpo mediante la práctica del deporte, el disfrute intenso de momentos y sensaciones a través de la música “Rock” o del consumo de, drogas, la cultura ecológica, la religiosidad privada de las sectas evangélicas, serían algunas de estas micro-prácticas.

Buscando las causas de este cambio de sensibilidad en América Latina, el sociólogo argentino Roberto Follari señala dos factores principales: en primer lugar, la brutalidad inusitada con que las dictaduras en el cono sur eliminaron las organizaciones políticas o las debilitaron, sembrando una huella inevitable de temor[8].

Esto ha hecho que se propague una fuerte descreencia en las posibilidades de un cambio estructural de la sociedad, pues de antemano se conoce el altísimo coste social que implicaría la intentona. El “ablandamiento” de las opiniones políticas resulta inevitable desde esta perspectiva, lo mismo que la adherencia a cualquier proyecto de “liberación integral”. El segundo factor mencionado por Follari es la falta de alternativas sociales[9].

La miseria de amplias capas de la población, la creciente restricción de los ingresos en los sectores medios, la corrupción de la clase política, todos estos factores desembocan en una cultura de la inmediatez en donde lo importante es aprender a sobrevivir hoy, que mañana ya veremos lo que ocurre.

Amplios sectores de la población se han visto obligados en los últimos años a sobrevivir mediante la economía informal, quedando de este modo sin protección ni representación social, librados enteramente a su suerte. El presente se convierte así en el horizonte único de significación, por falta de un proyecto futuro.

En estas condiciones no resulta extraño que se haya propagado en América Latina una sensibilidad pesimista que, a diferencia de lo que piensan algunos, no nos viene desde “afuera”, a la manera de un producto importado por las élites intelectuales, sino que surge desde adentro como resultado de una larga decantación histórica: la experiencia de haber convivido durante 500 años con el retraso socio-económico, con el autoritarismo y con la desigualdad en todos los niveles de la vida cotidiana, sin que ningún proyecto político haya sido hasta el momento capaz de evitarlo.

Las promesas de reforma económica y de justicia social, que desde los días de la independencia han enarbolado todos los partidos políticos, han fracasado rotundamente en América Latina; y este fracaso hace parte ya de la memoria colectiva, de tal manera que a la gran mayoría de la población le es indiferente cualquier oferta política de hacer realidad el orden prometido.

Vivimos, entonces, una creciente pérdida de confianza en las instituciones políticas y en la efectividad de la participación en el espacio público, lo cual, como dijimos, conduce a la búsqueda de la realización personal en el ámbito de lo privado.

Un ejemplo de este desencanto es la fuerte oposición al mesianismo de los movimientos revolucionarios en las décadas anteriores. Si la izquierda revolucionaria se orientaba a identificar la utopía de la igualdad con elfuturo posible, la tendencia en este momento, como bien lo muestra el sociólogo chileno Norbert Lechner, es “descargar” la política de todo elemento redencionista, despojándola de cualquier motivación ético-religiosa[10].

Es decir, frente a una visión heroica de la política y un enfoque mesiánico del futuro, se replantea ahora la política como “arte de lo posible”. El resultado es, entonces, un desencanto político, en el sentido de que se reacciona contra una serie de ilusiones creadas por la llamada “inflación ideológica” de los años sesenta. Lo importante ahora no es “romper con el sistema” sino reformarlo desde adentro, y ello mediante el restablecimiento de la política como espacio de negociación.

Esta des-heroización implica también que la política ya no se entiende más como una actividad orientada por ideales racionales, sino que se ha convertido en un espectáculo montado por los mass media. El factor  decisivo para que un candidato o un partido accedan al poder ya no es la racionalidad de sus ideales políticos, sino la habilidad para crear una realidad ficticia, haciéndola pasar por verdadera.

El estilo, la gesticulación, el tono de la voz, en una palabra: el “carisma” de un candidato presidencial, es “producido” según criterios estético-publicitarios, de tal manera que pueda ser “vendido” con éxito en el mercado de imágenes. La argentina Beatriz Sarlo menciona el caso de las elecciones presidenciales en el Perú, en donde tanto Fujimori como Vargas Llosa se presentaron ante el público utilizando imágenes cuidadosamente diseñadas[11].

Fujimori aparece vestido de karateca, con un kimono blanco ajustado a la cintura, en el acto de partir un ladrillo con el canto de su mano derecha. Vargas Llosa aparece visitando una villa miseria, saludando conmovido a personas aindiadas y mal vestidas. En ambos casos se produce una sustitución del discurso político por una escenografía construida para la contemplación de los mass-media, en la que los candidatos buscan parecer lo que no son. Fujimori no quiere ser asociado con clase política peruana, y para no parecerse a un político se disfraza de karateca.

Vargas Llosa, por su parte, quiere parecerse a un intelectual cuyos principios morales lo impulsan a identificarse con el sufrimiento de los más pobres. El manifiesto político queda integrado, de este modo, en una hiperrealidad simbólica en la que la imagen ya no hace referencia a realidad alguna, sino que es un producto comercializable de carácter autorreferencial.

La política deviene en simulacro, en imagen de imágenes cuya única realidad es la de un mundo ocupado por la retórica de los medios electrónicos.

Esta influencia ejercida en el imaginario social latinoamericano por los medios de comunicación ha sido uno de los temas abordados con más frecuencia por las ciencias sociales en los últimos años.

Ciertamente no se trata de un interés gratuito: si hasta los años cincuenta las identidades personales y colectivas en América Latina se formaban todavía según modelos tradicionales de socialización, con la popularización de los mass media esta situación ha cambiado radicalmente.

La televisión, el cine, la radio y el video conllevan el descubrimiento de otras realidades sociales, de numerosos juegos de lenguaje y, con ello, la relativización de la propia cultura.

El sociólogo chileno José Joaquín Brunner opina que los mass media han conformado en América Latina una hiperrealidad simbólica, en donde los significantes ya no remiten a significados sino a significantes desterritorializados[12].

Esto implica que la socialización del individuo se remite en gran parte a criterios y pautas transnacionales de comportamiento, todo ello a costa de un distanciamiento crítico frente a la propia tradición cultural.

La cultura de masas promueve la disolución de certezas tradicionales que antes funcionaban como garantes de la integración social, conformando así una escena compleja en donde conviven lo nacional y lo transnacional.

Profundizando sobre este fenómeno del desencanto de la tradición, Brunner señala una consecuencia de la modernización que no fue siquiera pensada por los teóricos de la dependencia: la escolarización masiva en América Latina.

A partir de la modernización del sistema escolar, los sectores subalternos quedan sometidos a una nueva dinámica: son desarraigados del medio cultural tradicional y sometidos a una socialización intensiva y sistemática a través de la escuela. El ámbito primario de socialización se traslada de la familia a la institución escolar, encargada ahora de introyectar una disciplina corporal y mental que capacite al individuo para asumir un papel específico en la sociedad.

La escuela transmite una concepción moderna del mundo, cuya base descansa en las tradiciones humanistas de Occidente y en el modelo científico de concebir los procesos naturales. Todo esto implica, nos dice Brunner, que la distinción entre cultura “alta” y cultura “popular” tiende a desaparecer en Latinoamérica.

La cultura popular, entendida como universo simbólico que transmite el acervo religioso, moral y cognitivo del pueblo, ya no puede resistir más el avance de la escolarización, de la industria cultural y de los medios de comunicación. Las formas de cultura popular que resistan lo harán cada vez más bajo la modalidad del “folclor”, que ya no permanece impoluto sino que es modificado por el mercado internacional de imágenes y símbolos.

A esto se suma el hecho de que la llamada “educación formal” es considerada como una fuente de prestigio social, de tal manera que aprender la lengua y el saber oficial de la escuela incrementa la seguridad del indígena y el campesino, aumentando sus horizontes de posibilidad.[13]

Llegados a este punto se hace preciso aclarar que diagnosticar un “desencanto” político y cultural en América Latina no significa estimular el abandono de la lucha política en aras de asumir formas de vida nihilistas, como pretenden los detractores de la posmodernidad.

No olvidemos que no es el hartazgo del consumo ni la deshumanización resultante del desarrollo científico-técnico lo que entre nosotros ha desembocado en el escepticismo del que venimos hablando, sino el fracaso de todos los proyectos de transformación social afiliados a una concepción iluminista del mundo.

No se trata, por ello, de un desencanto “ontológico”, sino que está definido por relación a una cierta forma de entender la política y el ejercicio del poder. De ahí la conformación de nuevas formas organizadas de lucha que procuran redefinir su participación en el espacio público.

El sociólogo colombiano Orlando Fals Borda es uno de los teóricos latinoamericanos que mejor ha venido trabajando el tema de los Nuevos Movimientos Sociales (NMS)[14]. Se trata de organizaciones ciudadanas en busca de un poder alterno que les permita decidir autónomamente sobre  formas de vida y de trabajo que respondan a sus necesidades más personales. 

En ellos,  nos dice Fals Borda,  se observa una desconfianza casi  total en lo político-formal. Miran con recelo a las instituciones definidas  según los modelos expuestos por los filósofos ilustrados del siglo XVIII:  el Estado-nación, los partidos políticos, la democracia representativa, el  sistema  económico  internacional,  la  legalidad  del  poder  público,  etc.

Procuran, por ello, la construcción de un espacio público en donde se puedan ensayar formas autogestionarias de economía, expresiones de federalismo libertario y democracia directa, salida de la mujer a la escena pública,  eliminación  de  la  división  sexual  del  trabajo  y  otras  formas  alternativas de participación política[15]

Al orden del día se encuentra la  tarea de sustituir las redes  verticales  del poder político -que se mueven jerárquicamente de arriba hacia abajo- por redes transversales orientadas según valores pluralistas y policlasistas.

En una palabra, los NMS representan una  descentralización del poder político, en el sentido de que las  soluciones a problemas concretos no son dictadas desde algún tipo de instancia “central”, sino que se apoyan en decisiones tomadas al interior de pequeñas agrupaciones ciudadanas.

Este rápido sondeo de las más recientes propuestas teóricas del sub- continente nos permite alcanzar por lo menos dos conclusiones:  una, que  la postmodernidad  es  un  “estado  de ánimo” profundamente  arraigado  entre nosotros, si bien por causas  diferentes a la manera como este  mismo fenómeno  se presenta en los países centro-occidentales.

Esto bastaría ya  para hacernos cargo (al menos en parte) de la opinión simplista según la  cual, la postmodernidad sería una “ideología del capitalismo avanzado”  adoptada en América Latina por intelectuales alienados de su propia realidad cultural.

Esto significa, en segundo lugar, que la posmodernidad no  viene de la mano con el neoliberalismo, pues una cosa es el desencanto  que se da en el  nivel del mundo de la vida, y otra muy distinta es la tendencia  homogenizadora  de  una  racionalidad  sistémica  y  tecnocrática,  como la que representada el neoliberalismo.

La posmodemidad no puede ser  equiparada  sin  más  con  el  despliegue  de  la  “razón  instrumental”,  como pretende Hinkelammert, ya que ella expresa precisamente una actitud de profunda desconfianza frente a los proyectos de modernización  burocrática.

Como bien lo ha mostrado Martín Hopenhayn, el desencanto posmoderno no es el correlativo ideológico de una ofensiva transnacional  neoliberal  (bajo el lema del “anything goes”), sino la expresión de una apertura cultural en donde los sujetos sociales constituyen identidades que ya no son determinadas por la hipertrofia estatal y el gigantismo del  sector público[16].


[1] Cuando hablo de la posmodernidad como “estado de la cultura” me refiero a la manera no ilustrada como viene siendo experimentada la modernidad en América Latina a partir de los años sesenta.

[2] Para un estudio sobre el desarrollo de los estudios culturales en América Latina, cf. C. Rincón,

“Die neue Kulturtheorien: Vor-Geschichten und Bestandsaufnahme”. en: B. Scharlau (ed.),

Lateinamerika denken. Kulturtheoretisct~eGrenzgarrge zwisr-tien Moderrze urrd Postmoderne,

Tübingen, Gunier Narr Verlag, 1994, pp. 1-35. Véase también W. Rowe / V. Schelling,

Memory and Modern Popular culture in Latin America, London. Verso. 1991

[3] La teórica puertoriqueña Iris M. Zavala sintetiza muy bien este argumento, al asociar directamente la posmodernidad con el mundo hipertecnologizado y consumista de las “sociedades post-industriales”, recurriendo al análisis de Daniel Bell. A partir de estas premisas, la conclusión lógica es que el concepto de posmodernidad no es transferible al contexto cultural latinoamericano, en donde el capitalismo se encuentra todavía en una “etapa inferior de desarrollo”. Para Zavala, como para Habermas, la modernidad sigue siendo un proyecto “inacabado” en América Latina. cf. I.M. Zavala, “On the (Mis-)uses of the Post-modern: Hispanic Modernism Revisited”, en T. DHaen / H. Bertend (eds.), Postmodern Ficrion in Eurupe nnd

the Amerir-us, Amsterdam. Rodopi, 1899, pp. .83- 133

[4] N. Richard, “Latinoamérica y la postmodernidad”, en H. Herlinghaus 1 M. Walter (eds.), Postmodernidad en la periferia. Enfoques latinoamericanos de la nueva teoría cultural, Berlín. Langer Verlag, 1994, pp. 210-222.

[5] Como bien lo muestra el teórico colombiano Carlos Rincón, esta diferencia radica en que la modernidad se ha vivido en Latinoamérica como una interacción simultánea de lo no simultáneo, y no como la experiencia gradual de un desarrollo económico-social. cf. C. Rincón, La no simultaneidad de lo simultaneo.  Posmodernidad, globalización y culturas en América Latina, Bogotá, EUN. 1995. Para un comentario al libro de Rincón. véase E von der Walde. “La alegría de leer: Ficciones latinoamericanas y el debate posmoderno”, en dissens 2 (1995), pp. 103-110.

[6] N. Richard. op.cit., p. 212.

[7] Ibid., pp.  126-129.

[8] R. Follari, Modernidad y posmodernidad: una crítica desde América Latina, Buenos Aires, Rei, 1991, p. 146.

[9] Ibid., p. 115. c

[10] N. Lechner, “La democratización en el contexto de una cultura posmoderna”, en: id., Los patios

interiores de la democracia, Santiago, F.C.E., 1990, pp. 103-118.

[11] B. Sarlo, “Basuras culturales, simulacros políticos”, en: H. Herlinghaus / M. Walter (eds.),

Postmodernidad en la perlferia, pp. 223-232. Véase también B. Sarlo, Escenas de la vida

posmoderna. Intelectuales, arte y videoculrura en Argentina, Buenos Aires, Ariel, 1994, pp.

89-93

[12] J . J . Brunner, “Un espejo trizado”, en: id., América Latina: Cultura y modernidad, México, Editorial Grijalbo, 1992, pp. 15-72

[13] Id., “Cultura popular, industria cultural y modernidad, en op.cit., pp. 135.161

[14] 0. Fals Borda, “El nuevo despertar de los Movimientos Sociales”, en id., Ciencia propia y colonialismo intelectual. Los nuevos rumbos, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1987, pp. 13 1-152 (tercera edición revisada). Para un estudio general sobre los NMS en Latinoamérica, véase 1. Scherer-Warren / P.J. Krinschke (eds.), U m a revolucoo no cotidiano? Os riorso.\ muvimentos iociais n a America do Sul, Sao Paulo, Editora Brasiliense, 1987.

[15] Sobre  la  desprivatización  del  sujeto femenino  en  Latinoamérica  a  través  de  los  Nuevos

Movimientos Sociales, véase: J. Franco,  “Going Public: Reinhabiting the prívate”, en G.  Yúdicc / i. Franco / J. Florez,  On Edge: The crisis of contemporary Latín American culture,  Minncapolis, University of Minessota Press, 1992, pp. 65-83. Véase también J.S. Jaqucttc  (ed.),  The  Women’s  Movements  in  Latín  America:  Feminism  and  the  Transition  to Democracy , Boston, Unwin Hyman, 1989.

[16] M.  Hopenhayn,  “Postmodernism und  Neoliberalism in Latin America*’, en J.  Beverly / J.  Oviedo / M. Aronna (eds.),  The Postmodernism Debate tn Latin America, Durham  I  London.  Duke University Press,  1995, pp. 93-109. Véase también M. Hopenhayn,  Ni apocalípticos ni integrados. Aventuras de la modernidad en América Latina,  Santiago, F.C.E.,  1994. )

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