En opinión del mexicano Gabriel Vargas Lozano, el debate sobre la posmodernidad alude a los nuevos fenómenos que aparecen en la fase actual del desarrollo capitalista[1].
Siguiendo los análisis del marxista norteamericano Frederic Jameson, Vargas Lozano afirma que la posmodernidad es la forma como se ha denominado a la lógica cultural del «capitalismo tardío». La emergencia de nuevos rasgos en las sociedades industrializadas tales como la popularización de la cultura de masas, el ritmo y complejidad en la automatización del trabajo y la creciente informatización de la vida cotidiana, hace que el sistema capitalista desarrolle una ideología que le sirva para compensar los desajustes entre las nuevas tendencias despersonalizadoras y las concepciones de la vida individual o colectiva.
Para enfrentar estos desajustes, el sistema capitalista precisa deshacerse de su propio pasado, es decir, de los ideales emancipatorios propios de la modernidad, y anunciar el advenimiento de una época pos-moderna, en donde la realidad se transforma en imágenes y el tiempo se convierte en la repetición de un eterno presente.
Nos encontraríamos, según Vargas Lozano, frente a una legitimación ideológica del sistema, acorde con la orientación actual del capitalismo informatizado y consumista.
Adolfo Sánchez Vázquez adhiere también a Jameson y opina que la posmodernidad es una ideología propia de la «tercera fase de expansión del capitalismo» que se inicia después de terminada la segunda guerra mundial[2]. A diferencia de las dos anteriores, esta tercera fase ya no conoce fronteras de ninguna clase, llegando a penetrar incluso en ámbitos como la naturaleza, el arte y el inconsciente colectivo. Para lograr sus objetivos, el «capitalismo tardío» engendra una ideología capaz de inmovilizar por completo cualquier intento de cambiar la sociedad.
En opinión de Sánchez Vázquez, el pensamiento posmoderno arroja por la borda la idea misma de «fundamento», con lo cual se arruina todo intento de legitimar un proyecto de transformación social. Al negar el potencial emancipatorio de la modernidad, la postmodernidad descalifica la acción política y desplaza la atención hacia el ámbito contemplativo de lo estético.
Además, mediante el anuncio de la «muerte del sujeto» y del «fin de la historia», los filósofos posmodernos liberan al artista de la responsabilidad por la protesta que la estética moderna le había otorgado. Asimismo, la reivindicación de lo fragmentario y lo ecléctico elimina cualquier tipo de resistencia y sume al hombre en una espera resignada del fin.
El economista y filósofo Franz Hinkelammert ve en la posmodernidad un peligroso regreso a las fuentes del nazismo[3]. La influencia de Nietzsche en los filósofos posmodernos no es gratuita, pues de lo que se trata es de corroer los cimientos mismos de la racionalidad. Al igual que su maestro, los autores posmodernos identifican a Dios con el «gran relato» de la ética universal y anuncian a cuatro vientos su muerte.
Y así como Nietzsche legitimaba el poder de los más fuertes al considerar que la ética universal es la ética de los pobres, los esclavos y los débiles, la posmodernidad se coloca del lado de los países ricos al socavar los fundamentos de una ética universalista de los derechos humanos basada en la razón. De esta manera, la posmodernidad se presenta como el mejor aliado de las tendencias neoliberales contemporáneas, que se orientan a la expulsión del universalismo ético del ámbito de la economía[4].
Hinkelammert piensa también que el «anti-racionalismo» de la posmodernidad se coloca en la línea de una tradición anarquista que va desde los movimientos obreros del siglo XIX hasta las protestas estudiantiles de los años sesenta. Se trata de una protesta anti-sistema que tiende a chocar contra todo tipo de institucionalidad, y cuyo objetivo final es construir una sociedad ideal sin Estado.
Sin embargo -advierte-, el anti-institucionalismo de los movimientos anarquistas les impide proponer algún tipo de proyecto político, lo cual les obliga siempre a buscar soluciones extremistas. Es el caso de los grupos terroristas y guerrilleros, que al no encontrar una vía para abolir al Estado desde la izquierda, se orientaron entonces en la dirección señalada por Bakunin: la destrucción como pasión creadora.
El neoliberalismo de hoy -continúa Hinkelammert- ofrece a todos los anarquistas una nueva perspectiva de abolición. No es extraño que un buen número de Hippies, maoistas y demás militantes de los antiguos movimientos de protesta hayan aterrizado en el neoliberalismo.
De este encuentro nace el «anarco-capitalismo», la nueva religión del mercado fundada por Milton Friedman y entre cuyos predicadores se encuentran Nozick, Glucksman, Hayek, Fukujama, Vargas Llosa y Octavio Paz.
Todos ellos persiguen el antiguo sueño de la abolición del Estado, esta vez sobre las bases realistas de un capitalismo radical y ya no sobre las bases románticas imaginadas por Bakunin. Pero el resultado final es el mismo: abolir el Estado mediante la totalización del mercado, sin importar el número de sacrificios humanos que ello pueda costar.
La batalla posmoderna por erradicar la racionalidad es, a los ojos de Hinkelammert, un mecanismo para eliminar a los enemigos de la totalidad: ninguna utopía más, ninguna teoría capaz de pensar la realidad como un todo, ninguna ética universal[5].
El filósofo cubano Pablo Guadarrama advierte, por su parte, acerca del grave peligro que representa la negación de dos conceptos básicos para América Latina: el progreso social y el sentido lineal de la historia[6].
La crítica posmoderna al teleologismo persiste en desconocer un hecho innegable: jamás ha habido un proceso histórico que no se edifique sobre estadios inferiores o menos avanzados. Otra cosa es que unos pueblos «avancen» a ritmos más acelerados que otros, o que alcancen mayores o menores niveles de vida en el orden económico o cultural. Pero lo cierto, afirma Guadarrama, es que existen «momentos ascencionales de humanización de la humanidad»[7].
Y América Latina no constituye la excepción, sino la confirmación de esta regla. En algunas áreas del continente se observa una persistencia de formas precapitalistas de producción, mientras que en otras hay procesos bastante avanzados de industrialización. La existencia de diversos «grados de desarrollo» en la estructura social de los países latinoamericanos resulta, entonces, innegable.
Justamente por esta razón, Guadarrama piensa que no puede hablarse de una «entrada» de América Latina a la posmodernidad. Mientras Latinoamérica no termine de arreglar sus cuentas con la modernidad, esto es, mientras no se haya realizado una experiencia plena de este proceso histórico, resulta inoficioso e inútil pensar en una vivencia posmoderna.
El criterio habermasiano de que la modernidad es un proyecto incompleto – escribe Guadarrama- ha encontrado justificados simpatizantes en el ámbito latinoamericano, donde se hace mucho más evidente la fragilidad de la mayor parte de los paradigmas de igualdad, libertad, fraternidad, secularización, humanismo, ilustración, etc., que tanto inspiraron a nuestros pensadores y próceres de siglos anteriores. Se ha hecho común la idea de que no hemos terminado de ser modernos y ya se nos exige que seamos pos modernos.[8]
Una de las críticas más interesantes es la del filósofo argentino Arturo Andrés Roig, para quien la posmodernidad, además de ser un discurso alienado de nuestra realidad social, es también alienante, pues invalida los excelentes logros del pensamiento y la filosofía latinoamericana. Proclamar el agotamiento de la modernidad implicaría sacrificar una poderosa herramienta de lucha, de la cual han echado mano todas las tendencias liberadoras en América Latina: el relato crítico.
Roig afirma que la modernidad no fue solamente violencia e irracionalidad, sino también apertura a la función crítica del pensamiento. La llamada «filosofía de la sospecha” ( Nietzsche, Marx, Freud) nos enseña que «detrás» de la lectura inmediata de un texto se encuentra escondido otro nivel de sentido, cuya lectura deberá ser mediatizada por la crítica.
Y es justamente esta idea del «desenmascaramiento» la que ha dado sentido a la filosofía latinoamericana, interesada en mostrar los mecanismos ideológicos del «discurso opresor». Renunciar a la sospecha, como pretenden los posmodernos, equivale a renunciar a la denuncia y, con ello, caer en la trampa de un «discurso justificador» proveniente de los grandes centros del poder mundial[9].
Roig señala que este «discurso justificador», interesado en hacernos creer que hemos quedado en una especie de «orfandad epistemológica», nos dice que todas las utopías han quedado definitivamente desacreditadas y que la historia ha llegado a su culminación.
Pero la filosofía latinoamericana se ha caracterizado, en su opinión, por ser un tipo de pensamiento «matinal», cuyo símbolo no es el búho hegeliano sino la calandria argentina. Es decir que se trata de un discurso que no mira hacia atrás justificando el pasado, como en el caso de Hegel, sino que mira siempre hacia adelante, firmemente asentado en la función utópica del pensamiento.
Por ello mismo, renunciar a este «discurso de futuro» sería negar la esperanza por una vida mejor, que es el anhelo de los sectores oprimidos en América Latina. Caer en el nihilismo a la política en favor de un «dejar hacer» en lo económico, una voluntad débil y autosatisfecha mediante las caseteras y los estéreos.[10].
[1] G. Vargas Lozano, «Reflexiones críticas sobre modernidad y postmodernidad», en: id., ¿Qué hacer con la filosofía en América Laiina?, México, UAMNAT, 1991, pp. 73-83.
[2] A. Sánchez Vázquez, «Posmodernidad, posmodernismo y socialismo», en: Casa d e las Américas 175 ( 1 989), La Habana. pp. 137-145.
[3] F. Hinkelammert, «Frente a la cultura de la postmodernidad: proyecto político y utopía», en: id., El capitalismo al desnudo, Bogotá, Editorial El Búho, 199 1 , pp. 135-137.
[4] Este lamentable error de apreciación parece haberse convertido en lugar común de muchos intelectuales latinoamericanos que creen ver aparecer el fantasma del «neoliberalismo» por todos lados. El filósofo mexicano Mario Magallón escribe, por ejemplo: «El neoliberalismo y la posmodernidad son una nueva forma ideológica, económica, política, social y cultural que se caracteriza por el neoconservadurismo de las élites de poder, por medio de las cuales se busca la manera de plantear cualquier proyecto alternativo a la «libertad del hombre». En términos casi milenaristas agrega Magallón que la posmodernidad «constituye la batalla final por suprimir definitivamente el racionalismo… Se trata de suprimir todo: la dialéctica, el Estado, los derechos humanos». cf. M. Magallón, Filosofía política de la educación en América Latina, México, UNAM, 1993, p. 158. Reflexiones semejantes pueden verse en el artículo de los cubanos Manuel Pi Esquijarosa y Gilberto Valdés Gutiérrez «El pensamiento latinoamericano ante la «putrefacción» de la historia», en Casa de las Américas 196 (1994). pp. 99-111.
[5] Ibid., pp.130-135.
[6] P. Guadarrama González, «La malograda modernidad latinoamericana», en id., Postmodernidad y crisis del marxismo, México, UAEM, 1994, pp. 47-54.17. Ibid., p. 47.
[7] Ibid., p. 47
[8] Ibid, 52.
[9] A.A. Roig. »~Qué hacer con los relatos, la mañana, la sospecha y la historia? Respuestas a los
post-modernos», en: id.. Rostro y filosofia de América Latina, Mendoza, EDIUNC, 1993, pp.
118-122
[10] Ibid., pp. 126.129.