I. INTRODUCCIÓN
A lo largo de la última década hemos sido testigos de fenómenos políticos tales como el auge y la consolidación de nuevas potencias como China e India, el resurgir nacionalista ruso o el fracaso de la Primavera Árabe y la expansión del Estado Islámico.
A pesar de su diversidad, todos ellos tienen en común que son fenómenos modernos que están teniendo lugar en el no-Occidente y que la ciencia política y sus disciplinas afines encuentran difícil explicar adecuadamente, a menudo porque sus causas y dinámicas internas no se ajustan al canon teórico occidental.
En este trabajo buscamos reflexionar acerca de la labor fundamental que realiza la teoría política a la hora de equipar a las ciencias sociales, y en particular a la ciencia política, con conceptos y teorías que les ayuden a comprender los fenómenos sociopolíticos.
Debido a la importancia de dicha tarea, el trabajo también defiende la necesidad de llevar a cabo una expansión de las fronteras conceptuales de la teoría política para aumentar su capacidad heurística ante fenómenos modernos no europeos que, para bien o para mal, van a jugar un papel muy relevante en la nueva normalidad que es un mundo multipolar.
Nuestra investigación se divide en dos partes. En una primera parte proponemos una suerte de tipología crítica de los tres ejes del conocimiento científico —ontología, epistemología y metodología— para la teoría política contemporánea.
El objetivo de esta tipología no es realizar un examen exhaustivo, o siquiera al uso, de la disciplina, sino ordenar y contrastar las principales líneas de debate de relevancia para evaluar la naturaleza de la actual crisis heurística de la disciplina.
En la segunda parte, utilizando como punto de referencia la tipología de la primera parte, defendemos que la teoría política requiere de una reflexión global para que sus principios, conceptos y herramientas de trabajo puedan continuar ayudando a explicar la realidad política. En esta segunda parte también presentamos nuestra propia contribución a dicha reflexión colectiva.
II. TRES EJES BÁSICOS DE LA NATURALEZA DE LA TEORÍA POLÍTICA: UNA SUERTE DE TIPOLOGÍA CRÍTICA DE LA DISCIPLINA
¿Qué es y cuál es la función de la teoría política? Estas son dos preguntas que llevan haciéndose los teóricos de la política desde sus inicios como disciplina moderna.
Ambas preguntas no tienen una única respuesta porque, como en toda disciplina académica, existen distintos enfoques y debates alrededor de la misma; esta es una cualidad inmanente al estudio y la reflexión.
En relación con qué es la teoría política, el punto de partida sí está claro: la teoría política busca, a partir de un análisis racional, conocer y explicar la realidad política. Este mínimo común denominador es el punto de partida porque determina el objeto de estudio de la disciplina.
Dicho objeto es la política: la(s) forma(s) en que los seres humanos organizan sus intereses comunes, los asuntos públicos, a través del acatamiento de reglas colectivas; o, dicho de otra manera, «la provisión de bienes públicos por medio de la acción colectiva» (Colomer, 2009: XII).
Si el objeto de estudio está claro, sin embargo, solo hasta ahí alcanza el consenso en la disciplina. Más allá comienzan las divergencias que abarcan los tres ejes del conocimiento —la ontología, la epistemología y la metodología— y que aquí ordenaremos en una tipología basada en tres líneas de debate, quizás atípicas, pero que creemos útiles para alcanzar el objetivo de este trabajo.
La primera línea de debate es cómo abordar el conocimiento de la realidad política; la segunda es cuáles son los límites de lo político, y la tercera y última, si la teoría política debe ir más allá de simplemente la comprensión de la realidad política. A continuación, indagaremos en las tres líneas por separado.
1. CÓMO ABORDAR EL CONOCIMIENTO DE LA REALIDAD POLÍTICA (ONTOLOGÍA)
La primera línea de debate, cómo abordar el conocimiento de la realidad política, podríamos organizarla con base en dos preguntas básicas: ¿por qué se comportan los individuos como lo hacen? ¿Por qué debería alguien obedecer a otro alguien?
«¿Por qué se comportan los individuos como lo hacen?» es una pregunta clave de la que parte el positivismo en la ciencia política. La ciencia política positiva se desarrolla en la década de 1950 y sus principios fueron presentados por David Easton (1965) en su conocido A framework for political analysis.
El primer principio es la búsqueda de regularidades en el comportamiento político de los individuos. La ciencia política positiva asume que las personas reaccionan de manera uniforme ante la misma circunstancia y, por tanto, se pueden extraer conclusiones generales de acuerdo con dicho comportamiento político similar en los individuos.
El segundo principio es que dichas generalizaciones sobre el comportamiento político pueden ser verificadas a través de su demostración empírica. Tercero, el uso de técnicas de investigación científicas para garantizar que la recolección e interpretación de los datos es objetiva, estable y consistente.
El cuarto principio es el uso de la cuantificación, es decir, los datos y la evidencia son medidos para hacer posible la aplicación de técnicas de investigación científicas a los mismos. Quinto, la distinción clara entre la explicación objetiva y la valoración subjetiva del comportamiento observado.
Sexto, la sistematización del proceso explicativo, en otras palabras, el análisis científico debe ir orientado al desarrollo de una verdad objetiva o a la construcción de un principio general y, por tanto, todos los pasos dados en el proceso deben ser parte de un sistema. El principio séptimo y último es la reivindicación de la aplicación de los principios de la ciencia pura, sus métodos y técnicas, a la ciencia política para que esta alcance un mayor poder explicativo y prestigio.
Con base en estos principios, podemos afirmar que el enfoque positivista asume que los comportamientos políticos son ahistóricos, objetivos, estables y consistentes y que, por tanto, a través del método científico se pueden desarrollar conceptos y teorías generales que expliquen y no simplemente describan la realidad política (Easton, 1953).
Esos conceptos y teorías generales constituirían la teoría política; una teoría política que establece postulados que buscan dar respuesta a la pregunta que enunciábamos al comienzo: por qué se comportan los individuos como lo hacen ante situaciones similares (Riker y Ordeshook, 1973).
Frente a la razón descontextualizada del positivismo encontramos la interpretación de la teoría política que busca dar respuesta a la segunda pregunta: ¿por qué debería alguien obedecer a otro alguien?
Esta segunda pregunta, a nuestro juicio, orbita alrededor del elemento crucial de la legitimidad política, como justificaremos más adelante. La pregunta la planteó ya Isaiah Berlin en su artículo «Does political theory still exist?» de 1962. En el mismo, Berlin (1978: 149) explica que la realidad política está constituida por el desacuerdo sobre el significado de conceptos como autoridad, soberanía o libertad entre los miembros de la sociedad y que, por ende, existen diferencias acerca de lo que componen razones válidas para la acción política.
Esa heterogeneidad de interpretaciones y valores políticos abre la puerta a la consideración de la contextualización —histórica, geográfica, sociocultural, lingüística, etc.— en la teoría política, lo que se ha denominado como giro ontológico.
Ya en 1977, Gabriel Almond y Stephen Genco (1977: 489), inspirados por la metáfora de las nubes y los relojes de Karl Popper, criticaron el carácter descontextualizado de la teoría política positiva para, en su lugar, reivindicar la necesidad de que toda teorización política se mantenga en contacto con su base ontológica.
Según ellos la realidad política está constituida por tres elementos que interactúan entre sí. El primer elemento son las ideas políticas, las cuales son heterogéneas y diversas, lo que da lugar a distintas concepciones de lo político.
El segundo elemento es el comportamiento humano, que se encuentra determinado por la socialización. Y el tercero, el mundo físico, que incluye la situación geográfica o el nivel de desarrollo tecnológico, entre otros, de una sociedad. La interacción entre esos tres condicionantes da lugar a un complejo sistema que determina las elecciones y decisiones tanto de los líderes —qué políticas adoptar y cómo hacerlo— como de los ciudadanos —a quién votar, qué demandas hacer o si obedecer o no a la autoridad (Almond y Genco, 1977: 492)—.
El complejo y específico contexto en el que se constituye toda realidad política implica que no se pueda intentar estudiar esta en un vacío científico. La experiencia individual y colectiva y la naturaleza de los objetivos condicionan el horizonte de lo posible a través de la opinión pública y la cultura política.
A todo esto, Almond y Genco (ibid.: 494) lo denominan «propiedades ontológicas», y sin ellas no se puede comprender verdaderamente la realidad política. En definitiva, mientras toda teoría busca encontrar regularidades y establecer generalizaciones, las teorías de la política lo hacen, pero limitadas a un espacio y un tiempo.
La preocupación por la ontología en la teoría política que expusieron Almond y Genco ha sido articulada también por Michael Freeden a través del estudio de las ideologías. Como para Almond y Genco, para él toda interpretación social por parte de un individuo tiene lugar dentro de un contexto dado y limitado (Freeden, 2018: 410).
Según la tesis de Freeden, la realidad política se constituye a través del lenguaje ordinario de una sociedad, ya que es a través del mismo como los individuos se comunican, deliberan y toman decisiones acerca de lo público. Pero, como ya afirmó Berlin, dicho lenguaje es ambiguo, dando lugar a múltiples y complejas interpretaciones de los conceptos políticos.
Ante esa ambigüedad de significados, las ideologías, defiende Freeden (1996), ofrecen una simplificación semántica que permite a los individuos orientarse políticamente, decidir, en definitiva, acerca de su posición en relación a las distintas opciones disponibles para la gobernanza de lo público.
Para él, el estudio de las ideologías es la mejor manera de comprender la realidad política porque estas son vehículos de doble dirección.
Como afirma la escuela marxista, las ideologías pueden ser una manifestación del poder de los intereses de la clase dominante, pero también, argumenta Freeden (2018: 411), estas pueden resolver la necesidad de un grupo social de poseer una identidad política que le permita organizarse en la lucha por el poder.
El estudio de las ideologías, en definitiva, pone el foco de la teoría política en el punto de encuentro entre pensamiento y acción política.
Antes hemos dicho que esta segunda interpretación de la teoría política está íntimamente ligada, a nuestro juicio, a la cuestión de la legitimidad. Para dar respuesta a la pregunta «¿por qué debería alguien obedecer a otro alguien?» es necesario conocer cuáles son las razones que el individuo considera válidas, es decir, legítimas, para acatar la autoridad política; dichas razones le dirigirán hacia una u otra opción política.
Y a su vez, los líderes políticos compiten por influir en la composición de dichas razones válidas a través de la lucha ideológica. Todo esto ocurre a través de dos elementos: el lenguaje ordinario y el marco ontológico de la cultura política del momento (Lebenswelt).
Es por ello que la respuesta a la pregunta de por qué alguien debería obedecer a otro alguien es porque es el poder legítimo y esa legitimidad solo puede existir dentro de un contexto específico.
El giro ontológico o contextualismo en la teoría política es relevante no solo para el objeto de estudio —la realidad política— como hemos analizado hasta ahora, sino también para el investigador.
En 1969 Sheldon Wolin alertó sobre el peligro de aplicar el positivismo, lo que él denominó metodismo, a la teoría política, pero por razones distintas a las ya mencionadas.
Para Wolin el principal riesgo de aplicar el método científico a la política, un análisis objetivo y desapegado del sujeto y su contexto, es que ignora el «yo situado históricamente» del propio teórico. El teórico político que busca descubrir verdades científicas de la realidad política, ignora que su reflexión está limitada por su propia experiencia subjetiva.
Esto abre la puerta a que sus postulados generales puedan ser cuestionados por otros teóricos políticos desde otros contextos y que a su vez afirman sus propias verdades científicas.
La cuestión de cómo la propia subjetividad del investigador limita su
horizonte de posibilidades analíticas ha dado lugar a lo que Richard Bernstein (1976: XV) ha denominado «el científico social metodológicamente auto-consciente».
El cuestionamiento de la capacidad para la objetividad del teórico político nos conduce a la segunda línea de debate que hemos presentado al principio de este trabajo: cuáles son los límites de lo político.
2. CUÁLES SON LOS LÍMITES DE LO POLÍTICO (EPISTEMOLOGÍA)
Un concepto central para la teoría política es el de poder —la capacidad de un individuo para influir en la conducta de otros— y, unido a ello, el concepto de autoridad como fuente del poder legítimo. A partir de la década de 1960, emergen un número de críticas, denominadas radicales, en la teoría política tradicional y sus explicaciones de cómo el poder es ejercido y por quién.
Dichas críticas pueden ser resumidas en la pregunta «¿quién se beneficia?». En otras palabras, estas corrientes buscan examinar cómo las reglas e instituciones que organizan los intereses comunes, los asuntos públicos, no son moldeadas por la sociedad en su totalidad, ya que ciertos grupos sociales han sido excluidos del proceso.
De ahí la pregunta que se hacen de quién se beneficia del sistema político. Estas críticas han sido calificadas como radicales porque se trata de críticas epistemológicas: denuncian que la producción de conocimiento perpetúa estructuras de poder discriminatorias a través de representaciones del mundo interesadas.
Su objetivo es expandir los límites de lo político al explorar nuevas formas o relaciones de poder y, por tanto, de comprender y explicar la realidad política, introduciendo nuevas perspectivas y conceptos en la teoría política.
Entre estas teorías críticas, resaltar brevemente, como ejemplos ilustrativos, la teoría política feminista, la teoría de la gubernamentalidad de Michel Foucault o la teoría poscolonial de, entre otros, los estudios subalternos.
La crítica feminista a la teoría política se construye sobre el concepto de patriarcado: el sistema general de dominio masculino sobre las esferas económica, política y cultural (Menon, 2014: 154). Para la teoría política feminista, la posición subordinada de las mujeres no es el resultado de comportamientos o situaciones individuales, sino que el patriarcado legitima su dominación y subyugación sistemática y les deniega el acceso a los recursos necesarios para su liberación.
Para esta crítica epistemológica, el dominio del patriarcado se extiende a la teoría política que como sistema de conocimiento está dominada por conceptos e interpretaciones que excluyen la perspectiva femenina, legitimando y normalizando el dominio de lo masculino (Guerra-Cunningham, 2007: 10).
La teoría de la gubernamentalidad de Michel Foucault explora la noción de poder dominante en la teoría política y defiende que este no es de carácter represivo, sino productivo. Para el filósofo francés la verdadera función del poder es producir identidades y subjetividades que, a través de discursos, son normalizadas y aceptadas como válidas.
Estas identidades y subjetividades, a través de definiciones instrumentales, dan lugar a su vez a interpretaciones interesadas de la realidad política, sin que estas sean percibidas conscientemente, y que condicionan el ordenamiento de lo público en favor de los poderosos. Su concepto de gubernamentalidad (Foucault, 2012) establece que la construcción de la subjetividad, cómo respondemos a la pregunta de quiénes somos, es a su vez una subyugación al poder ejercido por los poderosos que son los que establecen la verdad y, por tanto, la normalidad.
Por último, desde la crítica poscolonial los estudios subalternos defienden que la evolución política del mundo poscolonial está dominada por el consenso epistemológico alrededor de los valores y conceptos de la modernidad occidental compartido por las élites coloniales y las élites nacionalistas (Chibber, 2013: 7).
Los estudios subalternos defienden que dicha continuidad de las ideas y conceptos políticos de los poderosos marginan las formas de conocimiento de las clases subalternas autóctonas, excluyéndolas de la interpretación y construcción de las realidades sociopolíticas poscoloniales (Guha, 1982).
El resultado de la continuidad histórica de las teorías y conceptos políticos entre el colonialismo y el poscolonialismo es también la continuidad de las estructuras de poder.
Los estudios subalternos buscan rescatar las narrativas políticas subalternas a través de una relectura radical de la evidencia histórica contaminada por las interpretaciones elitistas, otorgándoles a las mismas la capacidad para desarrollar sus ideas políticas y su capacidad de influencia en el devenir de los procesos políticos como un actor legítimo y no prepolítico.
El elemento común a estas tres críticas epistemológicas a la teoría política es que la producción de conocimiento es una función instrumental de las relaciones de poder. Por tanto, resulta pertinente primero hacerse la pregunta acerca de quién y por qué ha producido y produce los conceptos y herramientas analíticas de la teoría política para determinar quién se beneficia y a quién se excluye de la interpretación de la realidad política a la que estos dan lugar.
Y segundo, considerar cómo influyen estos en nosotros mismos como investigadores a la hora de llevar a cabo nuestras propias interpretaciones y explicaciones de los fenómenos políticos.
3. EXPLICAR O VALORAR EN LA TEORÍA POLÍTICA (METODOLOGÍA)
La tercera línea de debate en nuestra tipología atiende a la cuestión de si la función de la teoría política debe limitarse a comprender y explicar la realidad política o si, por el contrario, debe ir más allá y realizar juicios de valor sobre la misma. Esta cuestión la presentaremos como un debate entre lo que denominamos la teoría política explicativa —¿por qué esta realidad?— y la teoría política normativa —¿es esta realidad aceptable?—.
La cuestión de si la teoría política debe explicar o valorar la realidad política fue una preocupación fundamental para Max Weber. En 1904, tras convertirse en coeditor de la Revista de Ciencia Social y Política Social, Weber publica un artículo en la misma en la que reflexiona sobre la objetividad en la ciencia social. El artículo «La “objetividad” del conocimiento en la ciencia social y en la política social» (Weber, 2017) es un texto fundamental del pensador alemán porque desarrolla las nociones más importantes de su metodología de trabajo.
En opinión de Weber (1993: 211), existe una necesidad de examinar críticamente la realidad política, pero sin hacer juicios de valor sobre la misma, ya que «las tomas de posición política y el análisis científico de los fenómenos y los partidos políticos son dos cosas bien distintas».
Para poder llevar a cabo dicha tarea, él desarrolla una metodología de trabajo en el artículo y en la que continuaría profundizando en escritos posteriores como Por qué no se deben hacer juicios de valor en la sociología y en la economía (Weber, 2010) y La ciencia como profesión (Weber, 1993).
Para Weber, el objetivo de investigación de la ciencia social es comprender la vida que nos rodea en su singularidad, cómo se organiza y el significado de sus fenómenos concretos en su forma actual; pero también por qué dichos fenómenos que la constituyen son así y no de otra manera (Abellán, 2017:17).
Por tanto, la realidad política solo puede ser comprendida en referencia a lo particular. Ese particular son los valores culturales establecidos en una sociedad determinada en una época determinada, es decir, el contexto.
Por ello, en un primer paso, Weber (2017: 122) defiende que la ciencia social no puede formular leyes generales porque: «No se puede pensar en un conocimiento de los fenómenos culturales que no sea sobre la base del significado que tengan para nosotros determinados aspectos concretos de la siempre individualizada realidad. Y ninguna ley nos puede descubrir en qué sentido y en qué situaciones ocurre esto, pues esto se decide por los valores con los que contemplemos la ‘cultura’ en cada caso».
En otras palabras, son los valores culturales los que le dan su significado a la realidad política.
El segundo paso en la metodología de Weber es desvelar esos valores que dan significado a la realidad. Para ello, hace la distinción entre el concepto genérico y el concepto genético o tipo ideal. El concepto genérico es aquel que contiene lo común a varios fenómenos que encontramos en la realidad política para así poder definirlos y clasificarlos. El tipo ideal —concepto genético— por su parte no busca subsumir la realidad en un género más amplio, sino que se construye como un modelo que sirve como punto de referencia con el que comparar el fenómeno histórico.
El tipo ideal, por tanto, no existe en la realidad, es una imagen mental, formada por un conjunto de características objetivamente posibles, con la que se mide o se compara la realidad para desvelar los elementos significativos de la misma, los valores que le dan su significado, y así poder comprenderla (Weber, 2017: 145). La ética protestante o el sistema capitalista son ejemplos de tipos ideales.
A la hora de enmarcar la metodología de Weber más ampliamente en nuestra tipología, podemos destacar dos elementos relevantes. El primero es que esta metodología hace una importante distinción entre argumentar para los sentimientos y argumentar científicamente para el entendimiento (Abellán, 2017: 15).
Esto implica la advertencia de que los tipos ideales deben reflejar una idea, pero no el ideal del teórico porque entonces dejarían de ser un medio lógico con el que comparar la realidad para convertirse, en su lugar, en un estándar con el que valorar la realidad.
La función, por tanto, de los tipos ideales es ofrecer un punto de referencia con el que primero ordenar para después explicar la realidad política —argumentar científicamente para el entendimiento—, en lugar de legitimar o validar una realidad política —argumentar para los sentimientos—.
El segundo elemento destacable es que, para Weber, al ser la realidad política finita, el objetivo de la teoría política no debe ser la búsqueda de un sistema de valores de carácter supratemporal o infinito (Abellán, 2015: 237). Los conceptos son efímeros, porque según cambia la realidad y los valores culturales, el contenido de los conceptos se transforma o se crean nuevos conceptos.
En suma, en relación con nuestra tipología se pueden extraer dos conclusiones de la metodología de Weber: primero, que la teoría política debe limitarse a conocer y explicar la realidad política, y segundo, que el contexto es relevante, tanto para el objeto de estudio como para el investigador.
Si la metodología de Max Weber nos sirve como referente de la teoría política explicativa, para la teoría política normativa esa función la puede realizar la conocida undécima tesis de Feuerbach de Karl Marx (1845): «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo».
La tesis de Marx es un punto de partida adecuado porque engloba la idea de algunos teóricos políticos para los que no es suficiente con comprender la realidad política, sino que existe una obligación moral de valorar si esta conduce a la buena vida y si no es así, hacer propuestas para cambiarla. Esta corriente normativa podemos decir que se adscribe a la necesidad de la teoría política de contribuir al progreso de la humanidad a través de la mejora de su organización política con base en valores como justicia, igualdad o libertad.
Aquí nos gustaría hacer una distinción clasificatoria entre dos formas de hacer teoría política normativa y que, a su vez, está unida a la cuestión del contexto.
La primera forma sería aquella que engloba metateorías de carácter descontextualizado. Estas metateorías tienen en común su adscripción a los principios básicos de la modernidad occidental: el racionalismo y el universalismo. Charles Taylor (2001) define este tipo de teorías como aculturales porque su característica común fundamental es su carácter universalista, lo que implica que se construyen en base a una razón descontextualizada, es decir, niegan que la modernidad occidental —el individualismo, el capitalismo, el método científico, el Estado centralizado…— sea fruto de un contexto cultural específico, el europeo.
Es por ello que para estos teóricos aculturales, el proyecto de la modernidad occidental es factible en cualquier sociedad independientemente del contexto cultural de la misma y, por tanto, universal.
Dos ejemplos de este tipo de metateorías podrían ser el materialismo histórico marxista y la teoría de los sentimientos morales de Adam Smith, por poner dos ejemplos en los extremos ideológicos de la teoría política normativa. En ambos casos se ofrece una lógica descontextualizada de comportamiento humano, con base en unos principios que pueden ser utilizados para construir un sistema político más adecuado para alcanzar el bien común de una manera más justa, igualitaria y basada en el respeto a la libertad humana.
La segunda forma de teoría política normativa englobaría aquellas teorías que podríamos denominar herramientas normativas. Dentro de este tipo encontraríamos aquellas teorías que, a diferencia de las metateorías analizadas más arriba, sí son sensibles al contexto cultural de la realidad social y, por tanto, aunque su aplicabilidad es universal, no prescriben una lógica unilineal de progreso.
Dos ejemplos que a nuestro juicio formarían parte de esta forma serían la teoría de la justicia de John Rawls y la teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas. Por motivos de espacio, nos centraremos solo en analizar la primera para ilustrar nuestro argumento.
Para John Rawls (1996) la centralidad de la ontología en los sistemas de valores de las democracias modernas dificulta el surgimiento de una concepción consensuada socialmente de justicia. La importancia que Rawls otorga a la ontología es un matiz importante a la hora de comprender su propuesta de una concepción de la justicia común.
Como afirma Irena Rosenthal (2019: 5), la búsqueda de dicho consenso no debe ser vista, como interpretan algunos críticos de Rawls, entre ellos Habermas, como un intento por encontrar una solución definitiva y universal a los conflictos políticos. Dicha búsqueda es una herramienta metodológica para que cada sociedad pueda construir su propio consenso dentro de su contexto cultural específico.
Esa herramienta metodológica de Rawls se basa en un proceso deliberativo en tres fases, que da lugar a la construcción de un consenso social sobre la concepción de justicia (Rawls, 1996: 386).
La primera fase —por tanto— sería en la que tendría lugar una reflexión individual de cada uno de los ciudadanos acerca de
la propia concepción de la justicia social según sus valores políticos personales. La segunda fase —justificación completa— implicaría que cada ciudadano evaluara si su concepción de la justicia podría ser considerada lo suficientemente independiente, es decir, aplicable de manera generalizada en la sociedad. La tercera y última fase sería la de la justificación pública de la concepción por parte de la sociedad, con los ciudadanos deliberando acerca de sus distintas concepciones para encontrar puntos de encuentro que den lugar a un consenso de justicia independiente ampliamente aceptado.
Dos son los elementos que destacar en la teoría normativa de Rawls con relevancia para nuestro argumento. Primero, que es normativa porque Rawls (1999: XII) establece ex ante dos atributos necesarios para que una concepción de justicia pueda ser considerada independiente: el principio de libertad igualitaria y el principio de la diferencia.
Y segundo, que ofrece una herramientametodológica que tiene en cuenta que es el contexto lo que al final legitima la concepción de justicia a ojos de la sociedad, lo que la hace aceptada y, portanto, duradera en el tiempo.
Como el propio Rawls afirma (2001: 90), suherramienta ofrece a los ciudadanos la oportunidad de demostrar bajo quécondiciones están dispuestos a aceptar la concepción pública de justicia.
III EL DESAFÍO DE LA NUEVA NORMALIDAD DE UN MUNDO MULTIPOLAR
En la primera parte del trabajo hemos desarrollado una tipología sobre los tres principales debates acerca del ser y la función de la teoría política:
1) una ontología descontextualizada y universalista frente a otra contextualizada y finita;
2) una epistemología tradicional frente a otra crítica,
y 3) una metodología explicativa y otra normativa.
A continuación, en esta segunda parte del trabajo abordaremos nuestra reflexión acerca de la crisis de capacidad explicativa de la disciplina ante fenómenos modernos no occidentales que conforman la realidad política del mundo actual, utilizando como marco referencial esa tipología.
De manera periódica en la teoría política surge el debate acerca de la capacidad de la misma para explicar los fenómenos políticos de un tiempo determinado. Como hemos visto que afirma Weber, la evolución de la realidad política impone la necesidad de actualizar los conceptos que utiliza la disciplina para mantener su capacidad heurística.
Durante el último cambio de siglo encontramos algunas reflexiones sobre esta cuestión. Por ejemplo, en 2002 la revista Political Theory publicó un volumen monográfico especial que aunaba distintas reflexiones sobre la relevancia de la teoría política cincuenta años después de su surgimiento como disciplina moderna.
Entre los artículos publicados podemos destacar «The adequacy of the canon» de George Kateb (2002), en el que reflexiona sobre la capacidad de la teoría política para explicar algunos de los horrores del siglo xx como el nazismo o el estalinismo.
Kateb argumenta, desde una concepción universalista de la teoría política, cómo tres factores —el crecimiento exponencial de la población humana, eldesarrollo tecnológico y el declive de la religión— han modificado la aplicabilidad de los postulados teóricos occidentales surgidos en los siglos xviii y xix.
Desde la perspectiva normativa, por otro lado, en 1993 John Dunn publicó unas breves notas tituladas Western political theory in the face of the future en las que se hacía la pregunta de si las tradiciones de entender la política que han sido desarrolladas en Europa en los dos últimos milenios poseían aún la capacidad para dirigirnos en el mundo de entonces.
En sus notas, Dunn (1993: IX) defiende que el tono confiado con el que las ideologías y los conceptos normativos occidentales se pronuncian, particularmente el liberalismo democrático y capitalista tras el colapso de la URSS en 1989, no equivalía a la fuerza intelectual y coherencia práctica de los que presumían.
Este tipo de reflexiones críticas son un ejercicio saludable para la teoría política porque ayuda a examinar la relevancia de sus postulados y herramientas de trabajo. Las tres líneas de debate que hemos presentado en nuestra tipología de la primera parte del trabajo son un buen reflejo de ese ánimo reflexivo a lo largo del último siglo.
En consonancia con ese espíritu crítico, a nuestro juicio, a las puertas de la tercera década del siglo xxi sería conveniente inaugurar un nuevo período de reflexión. Las razones para ello son principalmente dos.
La primera es que la crisis económica de 2008 ha supuesto un punto de inflexión para el orden político mundial. Esta crisis económica, que afectó principalmente a Occidente, ha tenido un profundo impacto en los ordenamientos políticos de Europa y EE. UU., sumiendo al consenso liberal post Guerra Fría en una importante crisis de legitimidad. Los denominados movimientos nacional populistas han minado la credibilidad de proyectos liberales como la integración regional de la Unión Europea —con la elección de Gobiernos ultranacionalistas y el referéndum del brexit— o el libre comercio, ilustrado principalmente por la política de inspiración jacksoniana del «America First» de Donald Trump en EE. UU. (Tovar, 2019).
La segunda razón es que, mientras este declive del proyecto liberal occidental tenía lugar, otras regiones del mundo han experimentado desarrollos políticos muy importantes. China, por ejemplo, no solo ha consolidado una forma económicamente exitosa de capitalismo de Estado, sino que ha unido esa fortaleza económica a una visión política más sofisticada, alejada de la ortodoxia ideológica marxista.
La doctrina del «sueño chino» de Xi Jinping propone una sinización del discurso político en el gigante asiático. El objetivo es cuestionar la superioridad normativa de los ordenamientos políticos occidentales y, por tanto, su universalidad. Con ello se busca una mayor autonomía del proyecto político chino de los conceptos políticos occidentales y su horizonte de posibilidades y, a su vez, la exportación de una modernidad política china alternativa y su horizonte de posibilidades a otras regiones del mundo como Asia, África o Latinoamérica.
En el caso de Rusia, vemos cómo el régimen de Vladimir Putin ha recuperado el concepto de eurasianismo y con él la noción eslavófila de una Rusia epistemológicamente alejada de Occidente (Clover, 2016; Berlin, 2008: 6). Un último ejemplo podría ser cómo los sustentos teóricos de la democracia india, como su particular conceptualización del secularismo o del nacionalismo, ofrecen una hoja de ruta para las democracias liberales dentro de un contexto futuro inevitablemente más multicultural.
A diferencia de lo que ocurrió en el pasado, por ejemplo con el fascismo o el comunismo, muchos de estos cambios en la realidad política no están inspirados en las ideas y valores occidentales, sino que provienen de unas epistemologías y ontologías diferentes.
Además, aunque ya a mediados del siglo xx tuvo lugar el proceso descolonizador en Asia y África, dentro del cual se desarrollaron nuevas teorías y conceptos alejados de la modernidad política occidental, la diferencia hoy es que algunos de estos nuevos proyectos buscan ofrecer una alternativa normativa a las cosmovisiones políticas occidentales, principalmente, como ya hemos apuntado, al liberalismo democrático capitalista.
Esa combinación de declive de la influencia de las ideas liberales y el auge de cosmovisiones alternativas inevitablemente ponen a la teoría política contra las cuerdas a la hora de explicar la normalidad de un nuevo mundo con diferentes centros de influencia, cada uno con una cosmovisión diferente.
1. LA TESIS DE LA PLURALIDAD DE MODERNIDADES
No es una afirmación sorprendente decir que la teoría política como disciplina está fuertemente arraigada en la epistemología y ontología occidental. La teoría política es hija de la modernidad europea; es más, la disciplina ha sido clave en la definición de los atributos de esta y en la expansión geográfica de sus instituciones y valores más allá de los confines de la región.
Uno de los atributos definitorios de la teoría política descontextuali-
zada, sea esta positiva o de las metateorías normativas, es que asume el carácter ahistórico y universal de la modernidad occidental. Ello conlleva dos consecuencias. Primero, que sus postulados tiendan a asentarse sobre una cruda dicotomía modernidad/tradición, equivalente, a su vez, a progreso/atraso.
Y segundo, como resultado de la primera, que el asumido carácter universal de la modernidad devenga en el impulso en el siglo xx de la convicción de que la única manera para que una sociedad se modernice y progrese es realizando las mismas transformaciones culturales que hizo Occidente en su momento.
El resultado ha sido un grave problema de etnocentrismo: «La tendencia a considerar el grupo étnico propio y sus estándares sociales como la base para juicios de valor en relación a las prácticas de otros; con la implicación de que el punto de vista de uno es que sus propios estándares son superiores» (Joseph, 1990: 1).
Ya que la teoría política juega una función fundamental equipando a la ciencia política con teorías, conceptos y metodologías de trabajo, su eurocentrismo inevitablemente se contagia a los análisis sociopolíticos de su disciplina afín.
El máximo exponente de los postulados teóricos de la modernidad eurocéntrica en la ciencia política ha sido la escuela desarrollista (developmentalism), que tuvo su auge en el período entre 1945 y la década de 1970, un período dominado por el amplio proceso descolonizador en Asia y África.
Esta escuela, espoleada por la revolución positiva, busca crear categorías generales que permitan distinguir los elementos esenciales en procesos sociales para permitir la comparación entre distintas sociedades (Parsons, 1966; Huntington, 1968). Siguiendo los principios de la modernidad occidental y el positivismo, el desarrollismo busca descontextualizar sus análisis, defendiendo una metodología funcionalista-estructuralista, con el objetivo de alcanzar teorías generales y científicamente verificables de la acción humana.
El resultado son observaciones reduccionistas porque desdeñan el contexto cultural de una sociedad como vacío de poder explicativo en el desarrollo de la misma, y unilineales porque al utilizar la modernidad occidental como un ideal, para que otras sociedades se consideren modernas, estas deben ajustarse al modelo occidental:
Lo que había ocurrido en Europa y Norteamérica en el siglo xix y principios del siglo xx estaba ahora, más o menos, a punto de ocurrir en América Latina, Asia y África. El progreso prometido por la Ilustración —la expansión del conocimiento, el desarrollo de la tecnología, el alcance de niveles más altos de bienestar material, el auge de gobiernos de derecho, humanos y liberales, y la perfección del espíritu humano ahora espera al tercer mundo libre del colonialismo y la explotación y luchando contra su propio provincialismo— (Smith, 1985: 537).
Aunque el desarrollismo en su vertiente más ortodoxa sufrió un fuerte declive en el último cuarto del siglo xx con la irrupción del contextualismo, como ya hemos analizado en la primera parte de este trabajo, su influencia sigue siendo muy importante, informando las políticas de instituciones internacionales que se crearon con base en su análisis, como son el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial del Comercio.
Si el eurocentrismo de la teoría política produce, a través de los conceptos y herramientas del positivismo y la teoría normativa liberal, la escuela desarrollista en la ciencia política, a través de los conceptos y herramientas del materialismo histórico marxista produce la teoría de la dependencia.
La teoría de la dependencia ejerce una crítica directa y feroz a la tesis liberal del desarrollismo; a pesar de ello, comparte con esta los postulados que avanzaba Charles Taylor de las teorías aculturales de la modernidad.
La teoría de la dependencia extrapola la teoría marxista del desarrollo capitalista a las relaciones internacionales, para argumentar que el poder del capitalismo internacional concentrado en Occidente, el centro, ha creado una división del trabajo global y es el principal responsable de determinar la historia del tercer mundo, la periferia, a través de su sometimiento imperialista.
Al igual que el desarrollismo, la teoría de la dependencia ha ignorado en su análisis la influencia de la cultura en el desarrollo de una sociedad, al tratarla como parte de la superestructura económica y, por tanto, sometida a la lógica acultural de la economía capitalista.
El propio Marx (1976) sentía que la historia, a través del colonialismo, produciría nuevas fuerzas tecnológicas y sociales en Asia y África, que acabarían por desarrollar una conciencia crítica racional similar a la que tendría lugar en Occidente bajo el capitalismo.
Tradicionalmente, en la teoría política el liberalismo y el marxismo han sido vistos como dos corrientes de pensamiento y análisis fundamentalmente diferentes e incluso antagónicas. Este análisis, sin embargo, como hemos examinado brevemente, es solo válido si aceptamos la premisa básica de que la lógica de la modernidad occidental es universal; el desarrollo histórico en sociedades no occidentales en los dos últimos siglos evidencia que tal premisa no es cierta.
Las teorías aculturales de la modernidad han desarrollado herramientas de análisis extraordinariamente exitosas para explicar las realidades políticas en sociedades occidentales, pero según han expandido su análisis hacia otras sociedades fuera de Occidente su capacidad explicativa ha decaído fuertemente.
Esto se debe a su incapacidad para incorporar a su análisis las particularidades históricas y socioculturales de estas sociedades.
No es solo que las transformaciones sociopolíticas en sociedades no occidentales con frecuencia no siguen las pautas de la modernidad occidental, como esperaba la teoría política descontextualizada, sino que tampoco es que estas sociedades se encuentren estancadas en sistemas tradicionales; lo que ocurre es que desarrollan sus propias modernidades alternativas.
El islamismo político, sea este la versión iraní o la de los Hermanos Musulmanes en Egipto, por ejemplo, utiliza términos como Estado o religión para apelar a la construcción de un modelo de sociedad alternativo al occidental, y para ello dan a esos términos un contenido conceptual totalmente diferente al desarrollado originalmente por la modernidad occidental. ¿Significa que porque el islamismo político no sigue las pautas de la modernidad occidental ya no es un movimiento moderno?
La respuesta es que sí lo es, es moderno porque utiliza conceptos modernos, pero los reconceptualiza para aplicarlos a lo que ellos consideran la realidad cultural de sus sociedades.
Con este ejemplo, no se trata aquí de hacer un juicio de valor sobre estos movimientos, sino de señalar que a menos que la teoría política sea capaz de comprender e incorporar nuevos conceptos, su capacidad analítica y explicativa de la lógica de los fenómenos políticos fuera de Occidente seguirá siendo insuficiente. La aparición de una nueva normalidad política epistemológicamente multipolar hace más urgente esa tarea.
La gran deficiencia analítica de la teoría política hoy es la ausencia de conceptos que le ayuden a comprender y explicar estas realidades sociopolíticas que no se adecúan a la experiencia histórica y al canon teórico occidentales. A falta de conceptos adecuados, la disciplina peca del abuso de dicotomías que utilizan descripciones secundarias o en negativo para analizarlas.
La dicotomía moderno/tradicional, como ya hemos visto, es un ejemplo de ello, pero también lo son secularismo/religión u occidental/no occidental. Como advierte Sudipta Kaviraj (2005: 525), existe la necesidad de forzar las fronteras conceptuales de la modernidad occidental en la teoría política para abarcar nuevas realidades políticas como legítimas formas de modernidades alternativas.
2. LOS LÍMITES DEL GIRO ONTOLÓGICO Y LA TESIS DE LA INCONMENSURABILIDAD
La preocupación por la necesidad de expandir las fronteras conceptuales de la teoría política más allá de Occidente, desde una perspectiva de la pluralidad de modernidades, es la razón de la que parte esta propuesta de reflexión acerca del estado de la teoría política hoy.
Nuestro objetivo no es defender el relativismo epistémico y ontológico, es decir, la creencia en la originalidad absoluta y hermética de cada cultural individual que previene su estudio y comprensión a menos que se haga desde sus propios conceptos y tradiciones autóctonos.
Igualmente, es importante resaltar que sería un error hacer una equivalencia entre el rechazo a la hegemonía de las ideas modernas occidentales en sociedades poscoloniales con lo que Samuel Huntington (1996) denominó un choque de civilizaciones.
Al contrario, el desafío que aquí proponemos para la teoría política es actualizarse para contribuir a la búsqueda de puentes de entendimiento conceptuales entre sistemas cognitivos diferentes frente a aquellos que, en ambos extremos del debate, abogan por posiciones radicalizadas y enfrentadas.
Como ya hemos expuesto, el giro ontológico en la teoría política emergió como respuesta a la preocupación por las limitaciones analíticas de una teoría política descontextualizada. Es por ello que su premisa básica, la importancia del contexto histórico para explicar una realidad política concreta, continúa siendo válida.
Sin embargo, la irrupción de realidades políticas no occidentales han expuesto sus limitaciones, principalmente su incapacidad de escapar del marco conceptual occidental.
Incluso en aquellos casos, como el del poscolonialismo, en los que se ha hecho del contexto la piedra angular de su enfoque, existen sofisticadas críticas (Chibber, 2013; Nandy, 2020) acerca del continuo uso de dicho marco por parte de investigadores formados dentro del mismo.
El multiculturalismo es un claro ejemplo ilustrativo de las debilidades del universo de enfoques nacidos del giro ontológico para abordar la cuestión de la expansión conceptual. Podemos señalar dos razones del porqué.
La primera es que el multiculturalismo no aborda la cuestión de la pluralidad de modernidades, al centrarse en comprender y explicar el impacto y acomodo de la diversidad cultural en la realidad política de una sociedad específica con una modernidad preexistente y no en el desarrollo e interacción de diversas modernidades dentro de dicha sociedad.
Y segundo, la teoría política multicultural, ya sea esta explicativa —la que considera la diversidad cultural dentro de una sociedad como un hecho— o normativa —la que considera dicha diversidad como un valor—, tiende a un proceso de esencialización de las características de una cultura (Turner, 2018).
Las culturas no son estáticas y perennes, sino que sus normas y prácticas existen en un contexto de raciocinio y deliberación dentro del cual las personas establecen preferencias, deseos y creencias para así encontrar sentido a sus vidas. Por tanto, la cultura no puede ser vista como una normatividad estática y perenne, sino como un espacio (Mehta, 2000: 625).
En gran medida la esencialización de la cultura que vemos presente en el multiculturalismo ilustra el problema subyacente en el giro ontológico en la teoría política y que lo ha hecho reticente a expandirse más allá de la experiencia de las sociedades occidentales u occidentalizadas.
Dicho problema es su eurocentrismo: la inhabilidad de ver en todas las culturas una capacidad reflexiva, retornando a la convicción originaria de la teoría política como disciplina moderna de que solo las ideas y los sistemas políticos occidentales permiten el progreso y la modernidad, mientras que el resto son tradicionales y atrasadas, donde la agencia de sus miembros se ve desplazada a unas esencias culturales, y sus acciones explicadas como expresiones de dichas esencias (Mehta, 2000: 631).
Este eurocentrismo lleva inevitablemente a la conclusión de que las sociedades no occidentales, al estar presas de sus esencias culturales, son prepolíticas y, por tanto, incapaces de contribuir conceptualmente a la teoría política.
Un destacado miembro del giro contextual como Jürgen Habermas (1998: 162) lo expresaba así: «La capacidad para tomar cierta distancia de las tradiciones de uno y expandir perspectivas limitadas es una ventaja comparativa del racionalismo occidental».
Las limitaciones del giro ontológico para contribuir a la expansión conceptual más allá de Occidente de la teoría política se deben a que la reflexión sobre los cambios necesarios debe ir más allá de lo ontológico y metodológico, para abarcar también lo epistemológico.
La teoría política debe superar su tendencia a la esencialización de los sistemas de conocimiento, tanto desde la perspectiva de la universalidad de las ideas y conceptos occidentales como del relativismo cultural, que impide cualquier tipo de teorización y comparación de distintas realidades políticas al considerar cada cultura individual original.
Frente a esa tendencia a la esencialización en la teoría política, para
superar las limitaciones del giro ontológico aquí nos apoyamos en una tercera vía intermedia, arraigada en la tradición hermenéutica y la tesis de la inconmensurabilidad de Richard Bernstein.
La tesis de la inconmensurabilidad cuestiona la existencia de un marco ahistórico, universal y neutral en el que todas las lenguas y vocablos pueden ser traducidos para evaluar racionalmente los argumentos hechos por las distintas lenguas (Bernstein, 1991: 92). La inconmensurabilidad, por tanto, cuestiona las bases fundacionales de la epistemología moderna occidental, siguiendo los mismos argumentos desarrollados en este trabajo.
Sin embargo, la tesis de la inconmensurabilidad difiere del relativismo cultural porque, a diferencia de este, no cae en el mito del marco, es decir, no interpreta las tradiciones epistemológicas como recipientes herméticamente cerrados y, por tanto, con marcos cognitivos irreconciliables que previenen a un miembro externo a esa comunidad conocer al otro; siempre existen puntos de unión y trasvase entre ellas, lo que permite la comparación e incluso a menudo la fusión de los distintos horizontes (Lebenswelt).
El problema, señala Bernstein (1983: 73), es que dentro de una tradición de pensamiento sus miembros siempre argumentarán la validez universal de sus ideas, lo que las hace querer transcender el contexto específico en el que se desarrollaron. En el caso del pensamiento occidental moderno, en su Dialéctica de la Ilustración, Horkheimer y Adorno (2018: 70) apuntan que el ímpetu homogeneizador del pensamiento ilustrado nace en parte de que el ser humano cree estar liberado del terror cuando ya no existe nada desconocido, lo que conlleva que nada debe
quedar inexplicado, porque lo externo es la «genuina fuente del miedo».
Frente a esa disposición de los sistemas de conocimiento humanos a considerar lo propio como universal, lo necesario es intentar involucrarnos con las ideas del otro desde su propia perspectiva, en lugar de desde la nuestra propia. Esto implica el rechazo al esencialismo, una ardua tarea que conlleva resistir la tentación de ver algo de lo nuestro en el otro, es decir, caer en la comparación desde nuestro propio marco epistemológico en lugar de aceptar que pueden existir otros alternativos y tan válidos como el nuestro.
Esta es la base del concepto de inconmensurabilidad y de la tesis de la pluralidad de modernidades. Nos encontramos, por tanto, no solo ante un desafío académico, como ya planteaba Weber, de incrementar la capacidad heurística de la ciencia política, sino ante un desafío ético, una obligación recíproca entre tradiciones de pensamiento de abandonar su esencialismo e intentar entender al otro, la alteridad.
Porque, como señala Bernstein, la inestabilidad de la alteridad es un problema de la convivencia humana y no existe una solución definitiva a ella que no suponga intolerancia y la violencia imperialista homogeneizadora.
El desafío de la inconmensurabilidad y de las modernidades alternativas en la teoría política es lo que Walter Mignolo (2018: 380) ha denominado la externalidad, una invención epistémica para la otredad ontológica; como lo otro no puede ser controlado, debe ser concebido como algo externo para así legitimar su devaluación y manejabilidad.
Lo necesario es un proceso de reconstitución epistémica, que él denomina «decolonialidad», para cambiar las reglas de la conversación y no solo su contexto, que es a lo que se ha limitado el giro ontológico en relación a las realidades políticas no occidentales.
3. LA HISTORIA INTELECTUAL PUEDE MARCAR EL CAMINO
Una disciplina afín a la teoría política en la que actualmente se está llevando a cabo una reflexión profunda en relación a la pluralidad de modernidades es la historia intelectual. En la última década ha comenzado en esta disciplina un interesante debate alrededor de la cuestión del contexto entre lo que John Pocock (2019: 3) ha denominado la historia intelectual global y la historia mundial del pensamiento político.
La historia intelectual global es un nuevo enfoque, o una disciplina neonata —todavía no existe un consenso sobre ello— que ha ido tomando forma tras la publicación en 2013 del volumen Global intellectual history (Moyn y Sartori, 2013).
Esta obra compila las contribuciones de destacados estudiosos de las ideas políticas acerca de las fortalezas y debilidades de establecer estudios comparativos transnacionales para explicar cómo los conceptos políticos fueron, o no, globalizados.
Aunque existen tensiones acerca de cómo abordar dicha cuestión, en el libro emergen tres concepciones sobre la historia intelectual global (López, 2016). Primero, la utilización de lo global como una categoría metaanalítica para el historiador de las ideas. Segundo, el estudio de lo global como un proceso histórico: cómo los conceptos circulan, son traducidos y adquieren significado
más allá de su ámbito nacional original. Y, por último, la historia intelectual global como una historia intelectual de lo global. El punto en común a todos ellos es la problematización de lo que la historia intelectual entiende por contexto, tanto a nivel temporal como espacial.
Ante el desafío de la historia intelectual global a la relevancia del contexto en la producción de las ideas políticas, Pocock afirma la existencia de una edad axial, no en el mismo período del uso original del término por Karl Jaspers (2017), en la que diversos sistemas de pensamiento político se desarrollaron y existieron con caracteres diferentes entre ellos.
Estos sistemas se proveyeron de sus propios contextos porque poseían autoridad paradigmática y existían en aislamiento, antagonismo, comunicación o interacción entre unos y otros (Pocock, 2019: 3). Para Pocock esa potencial relación entre ellos es lo que permitiría el establecimiento de puentes de entendimiento y estudio, lo que él denomina una historia mundial del pensamiento político.
Para poder llevar a cabo ese estudio, Pocock defiende, frente a los proponentes de la historia intelectual global, que se deben considerar tres cuestiones metodológicas.
Primero, la cuestión de la traducción: la adaptación del lenguaje y los contextos para describir el mundo lingüístico en el que otro culturalmente y lingüísticamente remoto de nosotros lleva a cabo acciones y discursos y se representa a sí mismo.
Segundo, si sería necesario utilizar diferentes lenguas o si las mismas expresiones podrían ser utilizadas y cuáles serían
las consecuencias políticas de ello. Y tercero, cuando el investigador considera políticos unas acciones o discursos de acuerdo a su criterio, ¿lo eran también para el otro? (ibid.: 3).
La defensa de Pocock y el debate acerca del contexto en la disciplina de la historia intelectual resultan valiosos para la teoría política porque nos ayudan a examinar las debilidades y limitaciones de su propio giro contextual.
Kari Palonen (2002: 92) ha argumentado, por ejemplo, que la capacidad de la historia conceptual como metodología dentro de la historia intelectual para examinar la falibilidad, la contingencia y la historicidad del uso de los conceptos la convierte en un instrumento útil para la conceptualización en la teoría política.
Nos parece interesante destacar el argumento de Palonen porque apunta a una debilidad en el proceso de construcción de conceptos en la teoría política. Dicha debilidad se fundamenta en que la teoría política tiende a desarrollar conceptos para explicar la realidad política que resultan sofisticados, pero estáticos.
Es decir, los conceptos responden bien a un fenómeno o realidad específica, hasta que estos evolucionan. La teoría política, paradójicamente, encuentra dificultades para reflejar la política como actividad: cómo el proceso de deliberación público, las ideologías y la lucha por el poder dan lugar a una evolución en el contenido de significados de los conceptos.
Desde la escuela de Cambridge, Quentin Skinner (1987) ahonda en esta crítica al defender que la acción política no se limita al momento constituyente —el establecimiento del contrato social y su entramado legal e institucional—, sino que es continua debido a la obligación de la autoridad de buscar su legitimación ante los ciudadanos. Esa necesidad de una legitimación permanente de la autoridad supone dos cosas: primero, que el contexto cultural está intrínsecamente unido a la cuestión de la legitimidad, como ya hemos defendido en la primera parte del trabajo.
Y segundo, que si rechazamos la esencialización de las culturas —como también aquí hemos argumentado— y, por tanto, aceptamos que estas evolucionan, entonces los discursos y conceptos políticos también lo han de hacer para preservar la legitimidad de la autoridad.
Por tanto, las debilidades y limitaciones de la conceptualización en la teoría política hoy tienen dos causas. Primero, desde la perspectiva de la ontología, su dificultad para reflejar el cambio conceptual derivado de la política como acción. Y segundo, desde la epistemología, su eurocentrismo, que le impide entablar una conversación con otros sistemas de conocimiento no occidentales.
Estas debilidades y limitaciones suponen que en un mundo donde el poder político se ha descentralizado, principalmente hacia Asia, la disciplina ha perdido poder heurístico al aplicar conceptos ajenos a la experiencia histórica del lugar no occidental. Si la teoría política ya no puede cumplir su función fundamental de explicar la realidad política adecuadamente, entonces debemos reconocer los límites de nuestros conceptos y, como hemos indicado, forzar las fronteras conceptuales de la disciplina, evitando buscar Occidente en el no-Occidente (Ingerflom, 2018: 203).
Dentro de la disciplina de la historia intelectual encontramos la que, a nuestro juicio, podría ser una interesante contribución a este esfuerzo actualizador en la teoría política; esta es la metodología de la historia de los conceptos o Begriffsgeschichte. Reinhart Koselleck desarrolló la Begriffsgeschichte como una alternativa metodológica a la ortodoxia historiográfica alemana en elestudio de las ideas políticas, representada por la Geistesgeschichte de, entreotros, Friedrich Meinecke.
A diferencia de la segunda, que asume el caráctermonolítico del clima intelectual de los períodos históricos, la historia de los conceptos se construye sobre la premisa básica de que la constitución de la sociedad moderna se puede observar como una batalla semántica sobre lo político y lo social, una batalla de definiciones, de defensa y ocupación de posiciones conceptuales.
Su enfoque, por tanto, permite trazar la evolución del contenido de los conceptos políticos durante un período de tiempo histórico en particular y al mismo tiempo relacionar dicha evolución con suimpacto en la realidad social y política extralingüística.
Al centrarse en la evolución histórica de los conceptos, la metodología de Koselleck puede resultar una contribución muy útil a la teoría política.
Primero, porque permite dilucidar la naturaleza ontológica de modernidades alternativas. A menudo, en estas modernidades nos encontramos ante el uso de una terminología política occidental —el Estado, la sociedad civil, secularismo, comunismo, nacionalismo…— debido a que los conceptos acuñados inicialmente en Occidente por diversas razones, principalmente el imperialismo y la globalización, son introducidos en las sociedades no occidentales.
Es, por tanto, de particular relevancia conocer, primero, cómo dichos conceptos foráneos son llenados de significado —y de qué significado— por los pensadores de estas sociedades y, segundo, si la evolución en el contenido de los conceptos supone: la imposición de la ontología occidental en aquellas modernidades; el reemplazo completo del contenido de los conceptos y, por tanto, el nacimiento de una modernidad completamente autóctona que rechaza a la occidental, o, por último, una combinación de ambas.
La segunda razón de la potencial utilidad de la metodología de la historia de los conceptos para la teoría política es que el conocer el contenido de los conceptos nos permitirá crear un puente de entendimiento entre las epistemologías políticas occidental y no occidental.
La Begriffsgeschichte no solo resulta atractiva como metodología para la teoría política por su poder explicativo, sino que también lo es desde el punto de vista del análisis práctico. La diversidad lingüística, como apunta Pocock, es un desafío importante a la hora de abordar el estudio del pensamiento político no occidental.
Dicha diversidad da lugar a una terminología muy diversa para desarrollar y explicar ideas a distintas audiencias, retornando a la cuestión de la legitimación de la autoridad. Igualmente, para evitar caer en un esencialismo o reduccionismo de la existencia de un pensamiento monolítico, es importante ser capaces de examinar las diversas ideas y visiones políticas dentro de estas modernidades alternativas.
El análisis semasiológico y onomasiológico de la Begriffsgeschichte nos va a permitir rastrear los conceptos a través de los múltiples términos utilizados para referirse a ellos, permitiendo tanto un análisis pancultural como uno más detallado de la batalla semántica no solo entre las distintas ideologías en su lucha por el poder, sino también entre los pensadores autóctonos frente a los postulados del canon teórico dominante.
El análisis conceptual que la Begriffsgeschichte nos permite realizar es también, desde nuestro punto de vista, particularmente apto para el estudio de sociedades poscoloniales, entendiendo el colonialismo como físico —como en el caso de India y en cierta medida China— o epistemológico —como en el caso de Rusia—, ya que dentro de las mismas existen dos ámbitos de acción conceptuales como ya hemos indicado; por un lado, el de confrontación con la epistemología del poder colonial occidental y, por otro, el de legitimación y movilización local.
El análisis sincrónico nos permite en estos casos estudiar el uso de conceptos en ambos ámbitos, al posicionar el uso específico que los pensadores locales dan a un concepto en un contexto de confrontación con el otro, pero también en uno dentro del nosotros, la visión del mundo nacional.
IV. CONCLUSIONES
Como hemos afirmado al comienzo del mismo, el objetivo de este trabajo era proponer una reflexión acerca del estado de la teoría política como disciplina académica. La necesidad de dicha reflexión la hemos defendido según dos ejes. Primero, la constatación del surgimiento y consolidación de una nueva normalidad política, constituida por el declive de la influencia de las ideas de la modernidad liberal occidental tras la crisis de 2008 y el auge a su vez de cosmovisiones de modernidades alternativas no occidentales.
Y segundo, que esta descentralización política ha dado lugar a un desencuentro epistemológico y ontológico entre el canon de la teoría política, dominado por Occidente, y la realidad política. Ese desencuentro, hemos defendido, ha reducido la capacidad heurística de la disciplina.
En la primera parte del trabajo, hemos desarrollado una tipología crítica de la teoría política con base en los tres ejes de conocimiento: ontología, epistemología y metodología. Esta tipología es atípica porque su función es instrumental; su objetivo es permitirnos identificar los principales debates acerca de las limitaciones de la disciplina que expliquen el declive de su poder analítico de la nueva realidad política.
De nuestra tipología hemos extraído dos conclusiones fundamentales. La primera es que las aspiraciones universalistas de la teoría política descontextualizada chocan frontalmente con la naturaleza efímera de su objeto de estudio: la realidad política; y dos, que la disciplina encontró la solución a dicho problema en el giro ontológico, que exitosamente articula el nexo entre contexto y legitimidad política.
La nueva normalidad de un mundo multipolar, sin embargo, pone a la teoría política ante la necesidad de ir más allá del giro ontológico y expandir sus fronteras conceptuales para capturar de una manera más precisa su realidad política. Para ello hemos propuesto dos desafíos que abordar: primero, la descentralización epistemológica de la disciplina, a través de la superación de su eurocentrismo; y segundo, desde la ontología, la superación del estatismo conceptual que deriva en la esencialización de las culturas y la incapacidad de reflejar la política como acción.
Finalmente, hemos querido, recurriendo a la disciplina afín de la historia de las ideas, ofrecer una pequeña aportación al debate al sugerir la contribución que podría hacer la metodología de la historia conceptual, o Begriffsgeschichte, a la dinamización conceptual en la teoría política.
Un elemento constitutivo de la política como actividad es el del diálogo ante la pluralidad de ideas y como vehículo para la competición entre ideologías y distintas interpretaciones del gobierno de los asuntos públicos (Crick, 1964). La pluralidad es intrínseca a la política como actividad y, por ende, la teoría política, como disciplina que busca comprender y explicar esa actividad, debe también ser capaz de reflejar dicha pluralidad. Es por ello que aquí defendemos que en el mundo de hoy es necesario una descentralización del canon de la disciplina, abarcando como legítimos otros sistemas de conocimiento, dialogar con ellos e incorporar sus ideas y conceptos al canon.
En caso contrario, la alternativa es correr el riesgo de caer en la disfuncionalidad de un lenguaje teórico abstracto que crea un mundo propio, desconectado de la realidad política.
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SUMARIO
I. INTRODUCCIÓN. II. TRES EJES BÁSICOS DE LA NATURALEZA DE LA TEORÍA POLÍTICA: UNA SUERTE DE TIPOLOGÍA CRÍTICA DE LA DISCIPLINA: 1. Cómo abordar el conocimiento de la realidad política (ontología). 2. Cuáles son los límites de lo político (epistemología). 3. Explicar o valorar en la teoría política (metodología). III. EL DESAFÍO DE LA NUEVA NORMALIDAD DE UN MUNDO MULTIPOLAR: 1. La tesis de la pluralidad de modernidades. 2. Los límites del giro ontológico y la tesis de la inconmensurabilidad. 3. La historia intelectual puede marcar el camino. IV. CONCLUSIONES. BiBliografía .