La visión del marxista salvadoreño Abel Cuenca (1957) sobre los acontecimientos de 1944
El marxista salvadoreño Abel Cuenca realiza en 1957, hace casi sesenta años, un interesante balance e interpretación de los acontecimientos vinculados a las jornadas revolucionarias de abril, mayo y octubre de 1944 en su obra El Salvador: una democracia cafetalera. A continuación continuamos reseñando los elementos básicos de su horizonte interpretativo, como lo hicimos anteriormente con respecto a 1932.
No obstante el uso por parte de Cuenca de un lenguaje esópico para burlar la censura oficial, establece que “diez años más tarde, en 1941, comenzaron a aparecer signos inequívocos de descontento en los círculos industriales y comerciales, y a traducirse en movimientos políticos de carácter subversivo. Era éste el momento en que las fuerzas sociales de la industria comenzaban a separarse del frente reaccionario, a aislarse de sus aliados contra-natura: los cafetaleros.”
Analiza que “no fue posible sino en 1944 ver con alguna claridad que la burguesía industrial y comercial aspiraba a una organización política independiente, y a la conquista del poder político para sus propios fines. En abril y mayo de ese año los sectores del capitalismo industrial, aprovechando la coyuntura histórico – universal de la lucha de los pueblo contra el fascismo y por la democracia, irrumpieron en el plano de la lucha abierta contra la dictadura de Hernández Martínez.”
Sostiene Cuenca que “Los industriales, los comerciantes, los obreros de la ciudad, los estudiantes, e incluso muchos militares en servicio activo, dieron su apoyo a la subversión y la dictadura martinista de los cafetaleros se vino abajo. Este gran movimiento popular de abril y mayo de 1944 es el que se conoce con el nombre de “movimiento romerista” porque su caudillo más visible era el doctor Arturo Romero.”
Añade que “en ese “momento estelar” de las luchas democráticas en El Salvador, se vio a todo el pueblo obrero, campesinos, clase media firmemente unido a la burguesía industrial, mas no como producto de un acto político deliberado, no porque se comprendiera el papel histórico progresista de las nuevas fuerzas productivas, ni menos como resultado de la acción política, consciente y sistemática de un partido democrático, sino más bien como resultado de una reacción natural y espontánea del pueblo contra los crímenes y desafueros de la dictadura.”
De nuevo de manera autocrítica reconoce que “los dirigentes políticos populares tampoco revelaron a las masas la esencia económica (¡el gran secreto!) del conflicto, no obstante que, en aquellos días, la violencia de la lucha había puesto en la superficie de los acontecimientos muchas evidencias objetivas participación personal directa de industriales y comerciantes de un lado, y actividad febril de la Cafetalera, de otro de la naturaleza económico-clasista de la lucha entablada.”
Indica que “está notable falla de dirección se tradujo en graves errores políticos y de táctica, que luego condujeron al movimiento democrático otra vez al fracaso, y se reflejó en la conducta personal de algunos sinceros demócratas que, por no comprender el sentido de aquellos acontecimientos, se retrajeron, vacilaron, e incluso pasaron más tarde inadvertidamente al campo enemigo.”
Evalúa que “el Gobierno del general Hernández Martínez había caído, pero la poderosa Asociación Cafetalera y su equipo político estaban intactos. Formalmente la dictadura estaba vencida, pero su esencia económico-cafetalera no había sufrido daño. Esta circunstancia y el hecho de que los dirigentes políticos del campo democrático no estuvieron otra vez a la altura de las circunstancias (militarmente el enemigo estaba dividido, la situación mundial era propicia y el pueblo estaba dispuesto a llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias democráticas), dieron las condiciones para que la Oligarquía Cafetalera recuperara el poder.”
Reconoce que “embriagados de triunfo los dirigentes “romeristas” no captaron el peligro que amenazaba desde la Cafetalera. Mientras ellos se orientaban confiados hacia “unas elecciones libres”, la Oligarquía ponía proa hacia un nuevo golpe de Estado. A los cinco meses de la caída de Hernández Martínez la Oligarquía asaltó otra vez el poder político, poniendo al frente del gobierno al coronel Osmín Aguirre y Salinas. La dictadura cafetalera quedó de nuevo establecida y las fuerzas económicas-sociales de la industria y del progreso democrático se vieron sometidas otra vez a los dictados de la política reaccionaria de la Oligarquía Cafetalera.”
Agrega que “siguiendo el espíritu continuista de sus propios ordenamientos legales, los políticos de la Oligarquía se apresuraron a normalizar “legalmente” la nueva situación de facto, y, para conseguirlo, produjeron una elevación de autoridades supremas en la que el pueblo ya no tuvo ocasión de manifestarse. Con el eficaz concurso de un grupo de candidatos “independientes”, que tuvieron a su cargo la tarea de dividir y subdividir a las fuerzas políticas del romerismo, triunfó “democráticamente” la candidatura de la Cafetalera.”
Como resultado de esto, considera que “llegó a la Presidencia de la República el general Salvador Castaneda Castro, heredero y continuador consecuente de la política antidemocrática y procafetalera de Martínez y de Aguirre Salinas. Algunos de los candidatos que habían adversado ( ?) a Castaneda Castro entraron a formar parte de su gobierno.”
No obstante que “la Oligarquía había triunfado una vez más, pero las fuerzas sociales y políticas de la industria no quedaron ociosas. Mientras la Oligarquía se preparaba, al finalizar la Administración de Castaneda Castro, para asegurar pacíficamente el disfrute ininterrumpido del poder, los agentes políticos de la industria trabajaban febrilmente, evaluaban la experiencia adquirida en 1944, depuraban su táctica y reagrupaban sus efectivos, con vistas a la toma del poder.”
Evalúa que “conociendo la impopularidad de su régimen político, la Oligarquía trató de evadir los riesgos de una elección, y pretendió prolongar el mandato presidencia del general Castaneda Castro mediante el recurso de una “reforma constitucional”. Esta misma maniobra le había producido excelentes resultados cuando se trató de prolongar, en sucesivas ocasiones, el mandato presidencial del general Hernández Martínez.”
Pero, esta maniobra reaccionaria sirvió para que “aprovechándose de la impopularidad de la proyectada reforma a la Constitución y tomándola como pretexto, las fuerzas de la joven industria dieron a su vez un golpe de Estado el 14 de diciembre de 1948.”
Concluye que “un gran vuelco de situaciones se produjo en los círculos gubernamentales, sólo que entonces, a diferencia de lo ocurrido en abril y mayo del 44, los dirigentes demócratas no se quedaron en la calle haciendo pirotecnia demagógica, sino que se instalaron resueltamente en el poder. Este es el movimiento que se conoce con el discutido nombre de “Revolución de 1948”, que no es sino la versión restringida o la culminación militar golpista de las grandes jornadas democráticas de abril y mayo del 44.”