La visión del marxista salvadoreño Abel Cuenca (1957) sobre los acontecimientos de 1932
El marxista salvadoreño Abel Cuenca realiza en 1957, hace casi sesenta años, un interesante balance e interpretación de los acontecimientos vinculados al levantamiento de enero de 1932, del cual fue participante en su obra El Salvador: una democracia cafetalera. A continuación exponemos los elementos básicos de su horizonte interpretativo.
Considera Cuenca que “el Partido Comunista, que en El Salvador estaba constituido apenas por un pequeño grupo de hombres abnegados, pero ideológica y políticamente débiles, hizo esfuerzos sobre-humanos para ponerse al frente del movimiento popular y encauzar en alguna forma al descontento de las masas. Pero fracasó en su intento. La insurrección, hábilmente provocada por el gobierno, que se negó a reconocer el triunfo de los trabajadores en unas elecciones municipales, estalló en varios departamentos el 22 de enero de 1932. La masa insurreccional arrasó literalmente toda posibilidad de ser dirigida, explayándose en amplias y caóticas acciones semiarmadas que fueron rápida y sangrientamente barridas y aplastadas por las fuerzas del gobierno.”
A partir de lo anterior, concluye Cuenca que “esta insurrección campesina, que por la vía más radical exigía cambios en la situación de abyecta miseria en que se debatía el pueblo, coincidía históricamente con los intereses de la naciente burguesía industrial salvadoreña, por cuanto el esfuerzo insurreccional, cualquiera que fuese su manifestación externa, al demandar el mejoramiento de las condiciones de vida de centenares de miles de trabajadores del campo mejores salarios y jornales, “repartos de tierras”, etc., no podía desembocar en otra parte que no fuera el fortalecimiento del mercado interno para los productos de la industria nacional.”
Asimismo es de la opinión que “esta insurrección no sólo no fue, en el fondo, un movimiento contra el capitalismo, sino más bien un aliado suyo, ya que, por primera vez en la historia del país, se intentaba una acción de tal envergadura para promover, no importa si inconscientemente, el desarrollo más rápido y en gran escala del capitalismo salvadoreño. Pero las fuerzas de la industria eran en aquella época muy débiles económica y políticamente, y sus dirigentes no estaban en aptitud de percibir ni de comprender el profundo contenido económico-social de aquel Movimiento, y por tal motivo, no sólo no colaboraron con los campesinos en armas, sino que aturdidas por la tremenda explosión revolucionaria huyeron torpemente a protegerse ( ?) bajo el toldo de la política reaccionaria de sus enemigos los cafetaleros.”
Afirma Cuenca que “esta capitulación de los industriales consolidó el poder político en manos de los cafetaleros a través de la dictadura del general Hernández Martínez… Esta situación paralizó por muchos años el progreso social, económico, político e intelectual del pueblo salvadoreño.”
Por otra parte, indica de manera autocrítica, que “los dirigentes del campo insurreccional tampoco dieron muestras de haber comprendido la situación, tanto más difícil de entender cuanto que en aquella época la falta de madurez de las relaciones capitalistas en El Salvador, no permitían disponer siquiera de un inventario aproximado de la realidad económica del país, ni mucho menos de un esquema de la disposición de las diversas clases sociales en el marco de la economía nacional. Por este motivo la lucha de los trabajadores, fue burda e infantilmente planteada en términos de “Revolución Proletaria”, cuando no en términos de “teoría del reparto”.”
Agrega que “el izquierdismo delirante de los dirigentes no permitió a éstos reparar en las características especiales de la fisonomía precapitalista de la economía salvadoreña, ni en la debilidad ideológica y organizativa del proletariado, ni darse cuenta de la existencia de fuerzas sociales nuevas, las de la industria, que por su íntima naturaleza estaban llamadas a ser contrarias, por largo tiempo, a las viejas fuerzas sociales del café.”
Es de la opinión que “como consecuencia de esta incomprensión, los dirigentes políticos de los trabajadores no se plantearon nunca el problema de las alianzas políticas con otras clases, con las cuales era objetivamente posible fortalecer cualitativa y cuantitativamente la lucha de los trabajadores. Hablando en nombre del proletariado aquellos dirigentes tenían, sin embargo, una concepción estrechamente campesina de la lucha.”
Reconoce Cuenca que la confianza de los dirigentes del PCS de esa época “no estaba depositada en los obreros de la incipiente industria manufacturera y agrícola; la suya no era conciencia revolucionaria sino fe, un tanto mesiánica, en caciques indígenas de vieja raíz y fuerte ascendiente en las grandes masas de campesinos empobrecidos, de jornaleros y de mozos colonos.”
Ya que “la existencia del proletariado en cuyo nombre hablaban era una simple ilusión en la cabeza de aquellos dirigentes. Esta ilusión los condujo a tomar como fuerza del proletariado lo que sólo era masa campesina soliviantada por la miseria, y a subestimar, de un lado, la política de provocación de la Oligarquía Cafetalera, y de otro, la fuerza de su poder de represión. Desarmada política e ideológicamente la insurrección campesina de 1932 sólo podía marchar al fracaso y fue al fracaso.”
No obstante esto, opina que “pese a sus grandes debilidades y errores el movimiento insurreccional campesino de 1932, fue la primera gran demostración de que el pueblo salvadoreño había comenzado a ser el protagonista de su propia historia, la cual, en rigor, desde entonces, ya no podrá llamarse propiamente historia si el pueblo en primera línea no sube como actor principal al escenario de los acontecimientos.”
Evalúa que “la derrota de 1932, aun cuando hayan sido más de veinte mil los campesinos muertos, no lo fue tanto de los trabajadores como de las fuerzas nuevas, estas, por falta de desarrollo, de las fuerzas sociales de la industria naciente, a la altura de la combatividad y heroísmo de sus más grandes aliados naturales en su época de crecimiento: las masas trabajadoras del campo.”
Concluye que “la Insurrección Campesina de 1932 marcó el momento en que la Oligarquía Cafetalera, obligada por la caída de los precios del café, abandonó sus limitadas posibilidades democrático-burguesas, y pasó resueltamente a la dictadura como forma política única capaz de contener la indignación de las masas populares; la inconsecuencia de los industriales hizo posible la derrota de las fuerzas democráticas y el afianzamiento de la Oligarquía Cafetalera en el poder, y como consecuencia de esa derrota la industria se vio obligada a vegetar por largos años bajo la campana al vacío de la dictadura martinista de los cafetaleros.”