Las botas de Kramer
marzo 17, 2017
Dagoberto Gutiérrez
En las tardes, cuando el sol ardiente se preparaba para dormir, los pájaros del cerro de Guazapa empezaban a prepararse para pasar la noche.
Desde el puesto de mando del frente mirábamos pasar a los combatientes que regresaban de sus misiones, aprovechábamos para verlos, escucharlos y conocer su ánimo. Les preguntábamos cosas operativas o de interés personal de cada uno de ellos. Se trataba de conocer lo que estaba cerca de su corazón.
Uno de ellos era Kramer, Ulises Castro, de unos 19 años. Siempre lucía fresco, descansado y con energías en reserva, aun cuando llegara de una dura y peligrosa jornada.
Siempre llevaba su uniforme pulcramente ordenado y hasta limpio, y como era vigoroso y fuerte, el fusil parecía quedarle pequeño, en su rostro siempre se dibujaba una especie de sonrisa cómplice, como compartiendo la resistencia desde el cerro de Guazapa.
Su nombre de guerra era expresión de solidez y convicción, era un nombre duro y cerrado, aunque Ulises era un joven cuidadoso y atento, generosamente preocupado por los otros y las otras.
La guerra es siempre un escenario de mucha dureza, pero fue ahí donde florecieron los actos más heroicos, llenos de solidaridad y también de amor, y fue ahí donde la vida floreció para vencer a la muerte que rondaba en cada rincón.
Kramer era de cabeza grande, pelo ondulado, ojos grandes y semidormidos, dueño de una gran voluntad y con condiciones físicas y anímicas para librar los años de guerra más tenaces y más duros.
En esos corredores militares se encontró con otra combatiente, la Claudina, conocido como La China, por sus rasgos físicos, y también conocida por su inteligencia emocional que le aseguraba un gran don de gentes. Ella siempre supo establecer y mantener buenas relaciones con el resto de combatientes. Se encontraron durante duras operaciones militares en la zona de San Sebastián, San Vicente, y sin duda, desde que se vieron la primera vez, de alguna manera supieron que eran el uno para el otro. “No te agüevés”, le dijo, Kramer, y le ayudó durante la marcha. De ahí nació una relación que se mantuvo durante toda la vida de Kramer.
Al finalizar la guerra civil viajaron juntos al norte, a los Estados Unidos, y ahí empezaron una especie de nueva vida, pero Kramer siempre mantuvo una fuerte vinculación espiritual con su papel durante la guerra civil y el frente de Guazapa, su heroísmo y la sangre derramada siempre estuvo presente en su pensamiento y su vida.
Ambos se propusieron estudiar, trabajar y formar una familia. Claudina se graduó en ingeniería en sistemas y Kramer se dedicó a la construcción. En este oficio supo poner en práctica algunas características que resultaron vitales en la guerra como el manejo minucioso de los detalles, la observación de los horarios de las jornadas y el trato con las personas. De esa manera, llegó a ser supervisor de proyectos de construcción y contratista.
Durante los años que han vivido en ese país viajaron 4 veces a El Salvador y tuvieron dos hijas, Tamara, la mayor, que estudió ciencias políticas y literatura latinoamericana, actualmente estudia derecho. Mientras que la hija menor, Lenna, realiza estudios internacionales. Ambas están relacionadas con El Salvador, con su historia, sus familias, y con sus abuelos.
Kramer siempre pensó que la vida lo había premiado con esos años de vida. Sobrevivir a la guerra había sido, en su caso, el camino para conocer a sus hijas, y por eso siempre se mostró seguro y optimista, dedicado a su trabajo, mientras mantuvo en su corazón, como una vela encendida, al frente de Guazapa, a su papel guerrillero y a todo lo que significó la guerra popular.
Como suele ocurrir, en medio de la energía, la salud y el trabajo afanoso, de repente se cuela, como un grito en la noche, las enfermedades más tenaces y peligrosas. Así ocurrió con Kramer, al que de un solo golpe se le agrupó una diabetes y una cirrosis allá por el 2015, y pese a un trasplante realizado, la crisis plantó sus raíces fuertemente.
Vinieron momentos en los que perdió contacto con la realidad, y no conocía a nadie, excepto a Tamara, su hija mayor. Su gran fortaleza física le permitió superar la crisis, pero su vida ya estaba amenazada, al grado tal que en el presente año, 2017, fue trasladado a una casa de tratamiento de enfermedades terminales. Y en esos días, en la zona donde está ese lugar, inusualmente, el cielo se mantuvo oscuro, el sol brilló e hizo calor, toda la semana se mantuvo linda, y Kramer dispuso con su familia los detalles de su funeral. “No te agüevés”, le dijo a La China, “sigan unidas y adelante”. Dispuso que en su funeral le vistieran con su uniforme verde olivo de guerrillero, que estuvieran sus botas militares y que el ataúd fuera cubierto con la bandera del Partido Comunista, recordando que él fue combatiente de las Fuerzas Armadas de Liberación, FAL.
El 26 de febrero de este año, 2017, a las 5 y media de la tarde, y en medio de un fuerte viento y un frio pertinaz, murió Kramer, Ulises Farabundo Castro Ramirius, tenía 51 años. Fue enterrado el 11 de marzo, a las 4 y media de la tarde en San Salvador, en medio de canciones, memorias, recuerdos y contactos entre el pasado, el presente y el futuro.
La muerte siempre está presente en la vida y en ese amorío conflictivo entre una y otra, resulta que la vida siempre sale airosa al final de la historia, y Kramer siempre está presente en la vida, en la memoria y en la historia, así ocurre con las vidas de las personas que como Kramer descubrieron que uno es el otro y que el otro es uno, esa alteridad alumbra los caminos y ahuyenta a las sombras. Así será.
San Salvador, 17 de marzo del 2017