Los años del gran desorden

Los años del gran desorden

“La eternidad está enamorada de las obras del tiempo”. William Blake- Proverbios del infierno

Las décadas, como todos sabemos,son divisiones producto de una convención el sistema decimal y no de un ciclo de la naturaleza en cuyas mutaciones reconocemos las huellas visibles de lo que llamamos tiempo. La historia, obra del tiempo, no respeta convenciones ni décadas. Si queremos hacerla coincidir con éstas, tendremos que decir que los años 20 comenzaron en 1917/1918 (revolución rusa, fin de la primera guerra mundial); los años 30, en 1929 (la gran crisis); los años 40, en 1939 (inicio de la segunda guerra mundial); los años 50, entre 1948 y 1950 (comienzo de la “guerra fría”, guerra de Corea); y los años 60 en 1959 (triunfo de la revolución cubana). Todos esos acontecimientos marcaron profundamente los años sucesivos y, en cierta medida los tiñeron con su color.

Si esto es verdad, la década de los 70 se inició en 1968, ese año de viraje para el mundo y para México, en el cual se acumularon, entre otros acontecimientos fuera de lo común, la ofensiva del Tet en Vietnam, el mayo francés y la “primavera de Praga”.

También por aquel entonces, a finales de los años 60, se inicia un giro en la economía mundial, marcado por el fin de la fase de expansión inaugurada en torno a la segunda guerra mundial, y el comienzo de una fase prolongada de tonalidad recesiva. En 1971 el dólar se separa de su paridad oficial con el oro e inicia su larga deriva, agregando otro factor de desorden a la economía mundial. En 1973 comienzan las manifestaciones de la llamada “crisis del petróleo”. En 1974- 75 se produce la recesión generalizada en las economías capitalistas, y desde fines de 1978 se anuncia, para 1980, la posibilidad de una nueva recesión.

Todo esto no obsta más bien, a su manera, contribuye a que la década sea testigo de un continuado crecimiento de las fuerzas productivas a través de la extensión de las conquistas y las aplicaciones de la tercera revolución tecnológica (electrónica, informática, energía nuclear), tanto en los países avanzados como en los países en proceso de industrialización o relativamente industrializados. La clase obrera industrial y, más en general, la clase de los asalariados, crece en números absolutos y relativos a lo largo y a lo ancho de toda la economía mundial, mientras crecen en el otro polo los procesos de internacionalización, concentración y centralización del capital.

El dinamismo de la década, visto retrospectivamente, es asombroso. En ella se combinan y se entrecruzan mundialmente procesos económicos, políticos y sociales que podemos resumir, a grandes rasgos, en los siguientes puntos:

1) Declinación de la hegemonía del imperialismo estadunidense, sin que sea sustituido por ningún otro imperialismo en su función de eje del sistema capitalista mundial y sin que se debilite su capacidad de respuesta militar global frente a la Unión Soviética.

2) Aumento del peso específico de los imperialismos europeos y japonés, sin lograr reemplazar a Estados Unidos en su papel de centro económico, político y militar: ninguna moneda sustituye al declinante dólar ni propone su candidatura para semejante abrumadora responsabilidad.

3) Aumento del peso numérico global y del peso social del proletariado mundial y de sus aliados más cercanos, el conjunto de los asalariados del campo y de la ciudad. Este crecimiento va acompañado por un crecimiento de su conciencia como clase, que puede medirse empíricamente no sólo en sus acciones sino también, indirectamente, en el crecimiento global de sus organizaciones de todo tipo.

4) Crisis paulatina, progresiva y prolongada de la dominación burocrática en los países no capitalistas y en las grandes organizaciones de masas, sin que esta crisis llegue a traducirse en ninguna parte en una superación de esa dominación y una eliminación de las burocracias, sus privilegios, sus métodos y sus sistemas de control y dirección y en su reemplazo por formas estables de democracia obrera o democracia socialista. Hay evidentemente una relación entre esta persistencia y la persistencia de la dominación de clase del imperialismo y la burguesía en el resto del mundo, así como hay también una relación entre las crisis de ambos sistemas de dominación.

5) Multiplicación de las crisis políticas interburguesas en cada país y reaparición de las crisis interimperialistas en proporciones desconocidas en las dos décadas precedentes.

6) Crisis generalizada del sistema de dominación imperialista, que desde Vietnam hasta Irán y Nicaragua ha sufrido en estos diez años derrotas sin precedentes, por su profundidad y significación, desde el tiempo de la victoria de la revolución china en 1949. Esta década dinámica y revolucionaria ha sido también una década terrible. Si la mitad de los años 60 estuvo marcada, para las masas del mundo, por la espantosa catástrofe de Indonesia, en los años 70 los días luminosos de las victorias han estado atravesados por los relámpagos oscuros de las derrotas, desde Chile, Argentina y Uruguay hasta los monstruos gemelos de la invasión soviética de Checoslovaquia y de la dictadura enloquecida de Pol Pot en Camboya.

Pero derrotas, reveses, interrupciones y contramarchas no han alterado, creemos, el sentido general de la marcha de la década: la irrupción creciente, multitudinaria y contradictoria, de los dominados en el primer plano de la historia; y la crisis creciente, con recomposiciones y nuevos estallidos, de los dominadores que de ese primer plano, todavía sin prisa pero ya sin pausa, van siendo desplazados.

I. LA DECADA OBRERA

EL LIMO DE MAYO

En las luchas obreras, la década se abrió violenta e inconfundiblemente en 1968. Cuando desde todos los horizontes de la ideología dominante incluidas diversas versiones del marxismo afiliadas a ella se daba por concluido el papel revolucionario de la clase obrera en la crisis del capitalismo y se exaltaba, sea su supuesto “aburguesamiento” y su adaptación al “consumismo” en los países avanzados, sea su sustitución por los marginales del llamado “tercer mundo” o por los campesinos como protagonistas de la revolución (“El campo rodea a las ciudades” y otras parecidas generalizaciones improvisadas), el proletariado francés irrumpió en tumulto, ocupó en el mes de mayo le joli mois de mai de 1968 todas las fábricas y empresas, enarboló en ellas la bandera roja y realizó lo que tal vez sea todavía la mayor huelga general de la historia: diez a doce millones de asalariados, en un solo país.

Instantáneamente, la cuestión del poder quedó planteada. Lo comprendió De Gaulle, que en esos días no acudió a sus apoyos políticos sino que se replegó sobre el ejército, dispuesto a enfrentar la amenaza con la ultima ratio de las armas. Pero el proletariado francés no tenía dirección revolucionaria para resolver la misma cuestión que en los hechos su movilización había planteado (pocas dudas caben hoy sobre la parálisis, la sorpresa y la resistencia demostrada ante la crisis revolucionaria de mayo por el Partido Comunista Francés) y el poder establecido pudo hacer volver las aguas a su cauce.

Esas aguas en crecida, sin embargo, arrasaron muchos prejuicios, mitos, ideas recibidas del pasado y diversos personajes y organizaciones de la política de izquierda y de derecha que pasaron entonces a convertirse de fantoches en fantasmas; el reflujo de esa creciente dejó uno de los limos más fértiles del siglo, tanto como el que depositaron la revolución rusa o la revolución china. De ese limo brotaron (brotan aún) nuevas ideas, teorías, organizaciones, una riqueza de la imaginación revolucionaria que parecía haber desaparecido con el repliegue y la burocratización de la revolución rusa.

El mayo francés, más que ningún otro movimiento, marcó la década siguiente. Volvió a poner los problemas de la vida cotidiana en el centro de las preocupaciones de la revolución. Golpeó y se ensañó con alegría feroz sobre los dogmáticos, los burócratas, los puritanos y los hipócritas que vivían- viven todavía- de la codificación y la osificación del marxismo como una doctrina del poder y no como una teoría de la explotación, la alienación y la liberación. Mayo de 1968 fue un vasto movimiento de subversión de todos los valores establecidos y aceptados por los poderosos, que abrió las compuertas a cuantas rebeliones recorrieron la década, y particularmente a una de las más profundas y más perdurables en el tiempo venidero: la rebelión feminista, la sublevación contra las diversas, cambiantes e inmutables formas de la dominación patriarcal.

Mayo pasó, muchos de sus participantes y protagonistas se desvanecieron, se aplacaron o se desilusionaron. Pero desde entonces, nuestro mundo es diferente y nunca más volverá a ser el de antes: bien lo sabe México, que entre julio y octubre de ese año vivió, así sea en escala reducida pese a su magnitud inolvidable, su propio 1968 y fue sacudido por una corriente de cambios irreversibles.

EL OTOÑO CALIENTE DE ITALIA

El mayo francés fue seguido por un movimiento tal vez menos universal en sus repercusiones, pero no menos importante en su contenido: el “otoño caliente” de 1969 en Italia. En una ola de movilizaciones, huelgas, huelgas generales y ocupaciones de fábrica, la clase obrera italiana puso en cuestión el poder despótico del capital en la producción, la dominación del patrón en la fábrica, el autoritarismo de los burócratas en el sindicato, la división del movimiento sindical por intereses corporativos de burocracias obreras políticas o sindicales, y dio origen a una nueva forma de organización unitaria heredada de sus más valiosas tradiciones de lucha: los consejos de fábrica. A través del movimiento de los consejos, el proletariado italiano revolucionó la relación interior entre base y dirección en los sindicatos, obtuvo conquistas sin precedentes (escala móvil de salarios, extensión de la seguridad social, sindicalización masiva, reconocimiento de los derechos del sindicato en la fábrica, democracia sindical, etc.), y sobre todo puso en cuestión la organización capitalista de la producción, afirmando el derecho de los trabajadores a controlar, mediante sus delegados y sus consejos, todos los aspectos del proceso de trabajo.

Lo que vivió entonces el movimiento obrero italiano fue una real revolución, tal vez menos espectacular pero, en ciertos aspectos, más profunda y duradera que el mayo francés; particularmente en lo que se refiere a las relaciones y las libertades en el interior de las empresas, es decir, en el corazón mismo de la dictadura patronal. Toda la década ha estado atravesada tanto por las repercusiones de estas conquistas como por las reiteradas tentativas del capital de desnaturalizarlas y arrebatarlas.

LATINOAMÉRICA: SOL Y SOMBRA

También la clase obrera latinoamericana cubrió con sus iniciativas los primeros años de la década. Los trabajadores argentinos la inauguraron con el “cordobazo”, la huelga general de 1969 cuyo epicentro estuvo en la gran industria de la ciudad de Córdoba. A punta de movilizaciones arrastraron y obtuvieron el apoyo de la pequeñoburguesía urbana e impusieron la victoria electoral de Cámpora en marzo de 1973 y el retorno de Perón ese mismo año, luego de 18 años de exilio. (El momento de esa victoria fue el principio del retroceso y de la posterior derrota, con la sustitución de Cámpora por Perón, la de Perón por Isabel Perón y López Rega, y la de este dúo siniestro dejado por Perón en el gobierno, por la dictadura militar abierta).

El proletariado y las masas chilenas llevaron al poder, en 1970, a Salvador Allende y a su gobierno de socialistas y comunistas. Los obreros y campesinos bolivianos creyeron ver en el gobierno de Torres, en ese mismo año, la posibilidad de volver a impulsar el proceso interrumpido de su revolución; crearon la Asamblea Popular, reorganizaron la Central Obrera Boliviana y la dotaron, en un Congreso Nacional, de uno de los más avanzados programas socialistas adoptados por los sindicatos latinoamericanos. Los trabajadores uruguayos fortalecieron sus sindicatos y su central sindical en un proceso de luchas que culminó en las grandes huelgas generales de 1973. Los electricistas mexicanos iniciaron, también a comienzos de la década, lo que fue la más importante movilización nacional por la democracia sindical desde entonces hasta el presente en México.

La década de los 70 vio otras irrupciones de masas cuyo motor más o menos visible fue la clase obrera. Entre ellas, las más importantes tal vez sean las que acabaron, por vías diferentes, con las tres dictaduras del sur de Europa que al iniciarse esos años todavía estaban en el poder. La “revolución de los claveles” que en abril de 1974 tumbó en Portugal a la más antigua dictadura de Europa tuvo como protagonista de primera fila a los militares. Pero las fuerzas sociales que la nutrieron fueron, por un lado, la revolución de las colonias portuguesas y, por el otro, la movilización de la clase obrera que en pocos meses, con sus sindicatos, sus consejos y sus partidos, ocupó el centro de la escena. La desaparición de Franco estuvo precedida y seguida por un proceso de organización de los trabajadores españoles, primero a través de las Comisiones Obreras todavía bajo el franquismo, luego a través de la reorganización de sindicatos, centrales obreras y partidos y las movilizaciones que impidieron una continuación disfrazada o mitigada del régimen franquista con otros personajes. La dictadura de los coroneles griegos, cuya crisis final se abrió con el movimiento de los estudiantes del Politécnico de Atenas, fue también rematada por las movilizaciones del proletariado.

LA CONTRAOFENSIVA DEL CAPITAL

Pero la década marcada por grandes luchas de la clase obrera en distintos países, ha visto también la reorganización del capital y la recuperación de su iniciativa en diversos terrenos y países. La crisis, la necesidad de reestructurar el proceso de acumulación en las condiciones de esa crisis y de las nuevas conquistas obreras, la necesidad entonces de recuperar esas conquistas y el terreno perdido, disminuyendo los salarios reales y los gastos sociales del Estado, dieron forma a la contraofensiva del capital que se ha entrecruzado con las luchas proletarias en todos los años de esta década.

Desde muy temprano, con el derribamiento de Juan José Torres y el establecimiento de la dictadura de Banzer en agosto de 1971, comienza en América Latina esa contraofensiva. En septiembre de 1973 se produce la contrarrevolución chilena y el derrocamiento del gobierno de Allende. Ese mismo año, luego de una onda de grandes huelgas generales infructuosas porque el proletariado no podía darles una salida política propia, los militares uruguayos inician una de las más sanguinarias dictaduras de estos años. En marzo de 1976 se instaura la dictadura antiobrera en Argentina, preparada por el desastre de los gobiernos de Perón e Isabel Perón y la descomposición de la dirección burguesa peronista que llevó al proletariado argentino a la peor derrota de su historia. La gravedad de estas derrotas se mide por el hecho de que la década se cierra con las tres dictaduras militares Chile, Uruguay, Argentina todavía en el poder, cuando ya es obvio -Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, íNicaragua! -que el sentido de la corriente ha cambiado.

En torno a 1975 y 1976 toma formas más orgánicas la contraofensiva del capital en los países industrializados. El gobierno de Valery Giscard d’Estaing da un aspecto moderno y dinámico en Francia al proceso de reestructuración industrial cierres de fábricas, despidos (sobre todo de trabajadores inmigrantes), contención o disminución de salarios reales y de concentración del capital, mientras el fracaso de la Unión de la Izquierda establecida en 1972 entre comunistas y socialistas deja el paso a una aguda y para muchos estéril polémica entre los estados mayores de ambos partidos. En 1976 el Partido Comunista Italiano y los partidos de izquierda en general obtienen la mayor votación de la historia del país, pero esa victoria electoral, subordinada luego a la estrategia del “compromiso histórico” con la democracia cristiana, no se refleja en los avances esperados en conquistas y posiciones de las masas italianas. La decepción de éstas abre paso a un comienzo de reflujo, en el cual el proletariado italiano mantiene sus conquistas y sus posiciones a costa de duras luchas defensivas, pero se ve progresivamente aislado del sostén de otros sectores sociales, desilusionados por la política de los grandes partidos obreros. La ofensiva del capital contra las conquistas obreras en Italia, acentuada a partir de 1976, se combina con la misma ofensiva en Gran Bretaña, Alemania occidental, España, Portugal, Bélgica, el conjunto de Europa capitalista. Debe decirse que ella, en pleno desenvolvimiento en este fin de década, no ha logrado en ninguna parte una victoria decisiva sobre la clase obrera, y que en las batallas defensivas que ésta libra en toda Europa maduran también nuevas demandas- como las 35 horas semanales de trabajo en respuesta a los despidos y la desocupación- que pueden contener en germen los elementos de futuros progresos y conquistas.

La crisis, que marca con su signo el ritmo de la lucha de clases en todo el mundo capitalista, no iguala sin embargo todas las situaciones ni les da un sentido único: también aquí el desarrollo es una combinación de procesos desiguales. El año 1979 ha visto la afirmación de las luchas y la organización del proletariado brasileño, que había sufrido derrotas graves antes que otros en 1964 y en 1968 y que desde entonces se ha multiplicado en número y en peso social y político, según la lógica dictada por la impetuosa industrialización del país más grande de América Latina. Tanto el surgimiento de las oposiciones sindicales y de los comités de empresa, como la aparición de nuevos dirigentes, la reconquista de los derechos democráticos, la obtención de importantes reivindicaciones salariales y laborales a través de movimientos masivos de huelga y el comienzo de organización de un partido obrero surgido del movimiento sindical, indican el resurgimiento y la maduración del movimiento obrero brasileño y, de hecho, más que cerrar la década de los 70 están ya abriendo y, tal vez, dando la tonalidad inicial de la década obrera de los 80 en América Latina.

En uno de los países claves del mundo contemporáneo, donde se combinan todos los niveles y grados del desarrollo económico y social, esta entrada del proletariado brasileño al primer plano de la escena resume, a su modo, el proceso más general de proletarización o de asimilación al proletariado por la generalización del trabajo asalariado y su predominio absoluto sobre cualquier otra forma de trabajo dependiente como el rasgo dominante de la década que termina en el plano de las relaciones sociales y de la lucha de clases. Ese rasgo dominará también, según toda probabilidad, la década que comienza, pero es posible que entonces lo haga marcando mucho más con su sello las relaciones de fuerzas políticas.

II. LA DECADA ANTIMPERIALISTA

VIETNAM

Un acontecimiento precedió al mayo francés, y aun cuando sería aventurado establecer relaciones casuales entre uno y otro, revelaría también estrechez de juicio negar cualquier tipo de influencia: se trata de la ofensiva del Tet, a inicios de 1968, cuando las fuerzas vietnamitas se apoderaron de Hue, conquistaron una parte de Saigón, tomaron la embajada estadunidense y durante varias semanas colocaron a la defensiva al ejército de Estados Unidos y sus títeres del sur, empezando a desmontar el mito de su invencibilidad, que se derrumbaría entre 1973 y 1975.

Es también en Vietnam donde la cuna de la década alcanza su meridiano y su cenit, cuando en abril de 1975 una ofensiva final de 55 días derrota y destruye al ejército de Vietnam del Sur y obliga a retirarse a las tropas imperialistas en la precipitación del desastre militar. El mundo entero ve por televisión, como seis años antes había visto la llegada del primer astronauta a la Luna, al embajador norteamericano arriando su bandera y emprendiendo la fuga en helicóptero.

Todos podemos recordar cuál sentimiento de triunfo, cuál alegría, cuál gusto de desquite (que no de venganza) por tantas humillaciones y derrotas recorrió a los pobres del mundo cuando supieron el fin victorioso de la larga epopeya vietnamita. Junto con Vietnam, toda la península indochina había sido liberada de la presencia imperialista y, como era abril, había de verdad aire de primavera en los setentas.

Vista desde el otro lado, la derrota estadunidense en Vietnam, que se llevó entre las patas a la estabilidad del dólar, a Nixon y a varias otras cosas, abrió definitivamente una crisis interior en la confianza del país en sus fuerzas y en la legitimidad de su política mundial y provocó un desgarramiento de su conciencia que, pese a todos los esfuerzos de la ideología dominante organizada, todavía no ha podido cerrarse. Sería erróneo subestimar la importancia de este desgarramiento como un factor potencial o real de desequilibrio y exasperación en momentos en que el imperialismo deba enfrentar las nuevas pruebas a que su función mundial lo someta.

LA MARCHA AFRICANA

Si algo ha progresado en estos últimos diez años, entre los avances y retrocesos naturales de todo proceso empírico, es precisamente la revolución antimperialista: de la derrota de Indonesia en 1965 a la victoria de Vietnam en 1975, parece haber transcurrido una época y sólo han pasado diez años. En 1974, la liberación de Mozambique, Angola y Guinea-Bissau luego de años de guerra colonial combinó la revolución en las colonias con la revolución en la metrópoli, Portugal, y aceleró el retroceso de las posiciones imperialistas en el continente africano. Sería injusto no mencionar aquí la audacia con que Cuba acudió en ayuda de la revolución angolesa y lanzó su peso militar en la balanza para desertar la invasión sudafricana y salvar la independencia del país.

Evidentemente, el atraso conservado en muchos de esos países por los “civilizadores” europeos durante tantos años, se paga después con la aparición de dictaduras de las capas privilegiadas locales encabezadas por figuras que no son sino la exageración caricaturesca de los rasgos esenciales de sus modelos imperiales: el espejo deformante de Idi Amin Dada, Bokassa y Macías no hace más que devolver las figuras irreprochablemente aristocráticas de Elizabeth, Philip, Charles, Juan Carlos, Sofía o su primo de rango, Valery. Pero en Etiopía, unos militares jacobinos terminan con la dinastía más antigua y con su régimen sanguinario y feudal, mientras a la izquierda de ellos los guerrilleros eritreos radicalizan su propia lucha por la independencia nacional. Y en Rhodesia, las guerrillas de los movimientos de liberación nacional obligan a retroceder y a negociar tanto a los colonos blancos como a la metrópoli británica. (Lejos, en la frontera oeste de la misma Europa, los revolucionaris irlandeses hostigaron durante toda la década al mismo antiguo y terco imperialismo).

LA REVOLUCIÓN ÁRABE

En Medio Oriente y el norte de Africa la revolución árabe atraviesa los setentas en medio de una crisis generalizada, producto sobre todo de la impotencia o de la traición abierta, como en el caso de Sadat, de sus direcciones burguesas. Esa crisis no significa, en cambio, un retorno o una recuperación de posiciones en la región por parte de las potencias imperialistas. En realidad, es la declinación final de la dominación de éstas junto con el fracaso de las direcciones burguesas y la incapacidad de las fuerzas obreras, campesinas y plebeyas para dar una dirección alternativa y una salida revolucionaria, lo que da a esta crisis su aspecto circular, repetitivo y convulso, en el cual se mezclan tanto los intereses de las grandes naciones imperiales como la desastrosa política de gran potencia de la burocracia soviética en la región, guiada ante todo por sus intereses geopolíticos y diplomáticos y no por las necesidades de los obreros, los campesinos y las nacionalidades oprimidas de Medio Oriente.

Los ejemplos más notorios de esta crisis son, entre otros, las masacres del “septiembre negro” en 1970 contra la resistencia palestina en Jordania; el combate incansable y heroico, que cubre toda la década,del pueblo palestino; la guerra del kippur en 1973 entre Israel por un lado y Egipto y Siria, con el apoyo de los países árabes, por el otro; la guerra civil intermitente del Líbano, combinada con las permanentes agresiones de Israel; la radicalización de Yemen del Sur; el ascenso y la derrota de las guerrillas del Dhofar debido a la intervención combinada de fuerzas del Cha y de Arabia Saudita; las reiteradas convulsiones políticas en Irak y en su partido gobernante, el Baas. Todo esto marcado por la llamada “guerra del petróleo” a partir de 1973, el aumento constante de los precios petroleros que da nuevos recursos a las clases dominantes locales y las entrelaza con los centros financieros mundiales, pero introduce un elemento de agudización de la crisis económica en Occidente y determina el desarrollo paulatino de un nuevo proletariado, en torno a la explotación petrolera, en varios de estos países.

Todas estas contradicciones terminan por hacer explosión, al filo del cierre de la década, en el país cuyo Estado es el gendarme de la región, el pilar militar y político de la dominación imperialista, el modelo y la vitrina de la “modernización” que el capitalismo occidental quiere imponer a los pueblos atrasados: Irán, el imperio del Cha Rehza Pahlevi, esa feroz dictadura establecida sobre 33 millones de habitantes y varias nacionalidades oprimidas.

En febrero de 1979, cae el tirano iraní bajo los golpes irresistibles de una de las grandes revoluciones de este siglo, sin duda, la más trascendente de la década junto con la vietnamita. Es la revolución que encabeza un viejo de 80 años, con mentalidad y terquedad precapitalistas, el ayatollah Jomeini, llevado al poder sin disponer de armas ni de ejércitos, literalmente “a furor di popolo”. El dispositivo político y militar del imperialismo en la región ha recibido un golpe del cual difícilmente se repondrá. La onda de choque de la revolución iraní amenaza hacer estallar otros conflictos latentes en Medio Oriente y aún más allá.

NICARAGUA

El último año de la década, finalmente, también trajo consigo una derrota más del sistema de dominación imperialista, esta vez en América Latina. El 19 de julio, bajo el efecto combinado de la ofensiva guerrillera, la huelga general y la insurrección popular, cae en Nicaragua la dictadura de Somoza y se establece un gobierno revolucionario que abre un ciclo de profundas transformaciones económicas y sociales en el país. Un nuevo ascenso de las movilizaciones populares en El Salvador y en Panamá señala el efecto más directo de la revolución nicaragüense: otros, sin duda, seguirán.

Quien quiera nombrar con una sola expresión del lenguaje de la lucha de clases a la década de Vietnam, Irán y Nicaragua, deberá llamarla “los años de la revolución antimperialista”. Pero quien quiera indagar más detenidamente en los elementos determinantes de las victorias de esa revolución, no podrá ignorar que en el centro de ellos está también la lucha, la organización y la resistencia infatigables de la clase obrera de los países imperialistas, que ha debilitado, maniatado incluso, la capacidad de respuesta social, política y militar de los Estados opresores contra las rebeliones y las guerras de liberación de los países oprimidos.

III. LA DECADA ANTIBUROCRATICA

LA PRIMAVERA DE PRAGA

En los países que unos denominan, eufemísticamente, del “socialismo real”; otros llamamos Estados obreros burocráticamente deformados, y muchos podemos coincidir en llamar, sin mayores precisiones, Estados de transición o sociedades postcapitalistas, la década de los setenta tuvo comienzo, también, en el año augural de 1968. Pocos negarán el papel iniciador de los acontecimientos de entonces en Checoslovaquia, lo que se ha dado en calificar como “la primavera de Praga”.

El movimiento antiburocrático checoslovaco representaba, en ese año, la maduración de muchos impulsos provenientes del interior y del exterior. Comenzó como una serie de cambios desde arriba, en el interior del aparato gobernante, destinados a reformar los aspectos más repudiados de la dictadura burocrática. No tardó en extenderse como una movilización cada vez más amplia desde abajo, primero de las capas intelectuales, luego de sectores obreros, finalmente de la clase obrera y las masas checoslovacas, por la democracia socialista, contra los privilegios del poder, contra la dictadura de los funcionarios del Estado y del partido.

El movimiento fue iniciado por comunistas y desde el principio hasta el fin estuvo dirigido por comunistas. En ningún momento se propuso, al menos en sus sectores ampliamente mayoritarios tanto en la dirección como en la base, retornar al capitalismo y a la propiedad privada de los medios de producción, un pasado que en Checoslovaquia y en todas las sociedades postcapitalistas está muerto y enterrado por una nueva conciencia social colectiva. Tampoco fue un movimiento revolucionario sino un movimiento reformista, en el mejor sentido de la palabra: quería introducir reformas socialistas y establecer normas de democracia obrera en los terrenos de la planificación, la distribución, la discusión de los problemas del país y la organización del Estado y de la sociedad.

Precisamente por eso, su desenvolvimiento entrañaba una amenaza mortal no sólo para la capa burocrática checoslovaca, sino para todas las burocracias privilegiadas que dirigen el Estado, el plan, la economía, la vida política y social y las fuerzas de represión en las sociedades postcapitalistas (pese a las notables y aun profundas diferencias entre unas y otras). Pocos meses bastaron a la burocracia soviética, la más antigua, sólida y experimentada, para comprender el peligro y convencer a las fuerzas del Pacto de Varsovia sobre el interés común de todas ellas en intervenir militarmente para cortar de raíz el proceso checoslovaco. Con esas fuerzas se alineó una parte de los dirigentes checoslovacos, mientras la tendencia que encabezaba las reformas quedó paralizada por su formación política anterior, que la hacía incapaz de resistir a la Unión Soviética y de llamar a los comunistas, a la clase obrera y al pueblo checoslovaco a convertir las reformas en una revolución antiburocrática y a oponerse al compromiso y al cedimiento.

Breznev creyó, sin embargo, y así lo dijo, que con sus tanques el orden no tardaría en reinar en Praga y en el movimiento comunista y que la invasión de agosto de 1968 sería olvidada de allí a poco. Más de diez años después, nadie puede dejar de ver que la contrarrevolución burocrática, impuesta desde afuera a los comunistas y al pueblo checoslovacos, inauguró una crisis interior del movimiento de los Partidos Comunistas que, lejos de cerrarse, continúa acumulando elementos de oposición y de resistencia a esos métodos de imposición y de comando.

En este sentido, la laceración abierta fue tan profunda como la que causó la contrarrevolución burocrática cuando aplastó, con los tanques soviéticos, la Comuna húngara de Budapest en octubre-noviembre de 1956. Pero al contrario de lo ocurrido entonces, esta vez no ha provocado sobre todo desprendimiento de tendencias, sino que es una crisis volcada antes que nada al interior de los partidos comunistas, el inicio de un cuestionamiento permanente y paulatinamente más coherente de los métodos, los motivos y el programa de la dominación y la dictadura de la burocracia en los partidos y en los Estados obreros.

El segundo gran movimiento antiburocrático fue la huelga de los obreros de Stettin y Danzig, a fines de 1970, que determinó la caída del gobierno de Gomulka en Polonia y arrancó, pese a la represión que sufrieron después sus dirigentes y cuadros, diversas concesiones al poder burocrático, imponiéndole además la conciencia de límites que no puede pasar en el país sin tener que enfrentarse con una reacción de masas.

CHINA-VIETNAM-KAMPUCHEA

Pero, en general, las formas políticas de la dominación burocrática conocieron durante la década un período de relativo asentamiento, en el cual pesaron tanto la derrota de los reformistas checoslovacos por la invasión soviética como la declinación final y el cierre de la revolución cultural en China a fines de los sesenta, seguida por la muerte de Mao y la lucha entre sus sucesores que terminó con la eliminación de la llamada “banda de los cuatro”. El maoísmo original, es decir, el maoísmo de Mao, fue prácticamente desmantelado, y los setenta se concluyen con el auge del viraje a la derecha encabezado por Deng Xiaoping bajo el nombre genérico de “las cuatro modernizaciones”.

En esta década llegaron también a un punto de ruptura algunas de las contradicciones más agudas de los regímenes burocráticos. El imperialismo estadunidense, e incluso los imperialismos europeos, pudieron sacar amplio provecho del conflicto chino-soviético, obtener concesiones de ambas partes y enviar incluso al presidente Nixon a Pekín mientras las bombas norteamericanas llovían sobre Vietnam.

Pero los dos momentos más terribles para el movimiento revolucionario mundial y para los comunistas de todas las tendencias fueron, sin duda, el ascenso de Pol Pot (ese hijo directo de Stalin), y de su camarilla de burócratas criminales: durante cuatro años en el poder quintearon (la expresión es suave) al pueblo de Kampuchea y asesinaron o provocaron la muerte de millones; y el estallido de la guerra entre China y Vietnam en febrero de 1979, donde la clase obrera mundial contempló atónita y desconcertada, en las imágenes de la televisión, cómo los obreros y campesinos comunistas de un país eran enviados a matar a los obreros y campesinos comunistas de otro país por dirigentes que decían obrar en nombre de los ideales del marxismo y del internacionalismo proletario.

Este crimen inaudito no sólo contra el pueblo vietnamita (y el chino) sino también contra la conciencia comunista, desciende directamente de los crímenes de Stalin, de los asesinatos en masa en la Unión Soviética de los años 30, de los procesos de Moscú, del aplastamiento de la revolución húngara en 1956 por los tanques soviéticos de Jruschov, del aplastamiento del movimiento reformista checoslovaco de 1968 por los tanques soviéticos de Breznev, de todas las manifestaciones del poder y la prepotencia burocráticas en que las discusiones y diferencias entre tendencias comunistas son resueltas por el empleo de la violencia estatal contra un hombre, una tendencia o un pueblo entero. Quienes dicen que ya no vale la pena perder el tiempo discutiendo a Stalin y analizando las razones de sus crímenes, se parecen a quienes sostienen que ya no tiene importancia leer El capital porque el capitalismo ha cambiado de fundamentos y de métodos: esos ingenuos reales o fingidos harían bien en mirarse en el espejo sangriento de Pol Pot y en la tragedia del pueblo camboyano.

DISIDENCIA Y EUROCOMUNISMO

Corrientes subterráneas de aposición o de protesta, sin embargo, atraviesan la estructura social de los Estados obreros donde mayores son la tradición y el peso específico del proletariado. De ellas se alimenta la vivacidad de la oposición checoslovaca, algunos de cuyos representantes – Vaclav Havel, Peter Uhl y otros- acaban de ser nuevamente condenados a años de prisión por pensar en forma diferente del gobierno. De ellas viene también el pensamiento que se expresa en la obra de Rudolf Bahro, quien reconoce que su extraordinario libro La alternativa la crítica más lúcida del sistema burocrático desde La revolución traicionada de Trotsky, publicado cuarenta años antes, aparecido en 1978, tuvo su origen en la conmoción que provocó en su conciencia y en la de muchos de sus compañeros comunistas la noticia de la invasión soviética a Checoslovaquia. Es lícito suponer que esta obra teórica que eclosiona sobre el fin de los setentas influirá notablemente sobre la elaboración y el pensamiento marxistas en la década de los ochenta.

Los setentas vieron, finalmente, el nacimiento del “eurocomunismo”, ese no muy bien definido movimiento de ideas que combina una revitalización del reformismo clásico y una adaptación de los partidos comunistas a sus Estados nacionales (no muy diferentes, en esto, del stalinismo de los Frentes Populares en los últimos años 30), con una resistencia a la imposición de las normas y las orientaciones de la burocracia del Kremlin sobre los partidos comunistas de otros países. Es sobre todo a través de este segundo aspecto (pero no sólo de él), es decir, del distanciamiento con respecto a la burocracia soviética y el aumento del espíritu crítico hacia sus métodos y su política interior, como el “eurocomunismo” ha obtenido apoyo en sectores de la clase obrera comunista de Europa occidental, a quienes es ya imposible ofrecer el llamado “modelo soviético” como una imagen verídica de los ideales del comunismo.

Si tuviéramos que hacer el balance de la década en el terreno de las relaciones entre las burocracias dirigentes y las masas en los Estados postcapitalistas, deberíamos decir que al asentamiento relativo del poder material de las cumbres burocráticas correspondió en cambio una declinación segura de su hegemonía sobre la conciencia de las masas y de su consenso en las filas de los militantes comunistas. En unas y otros, los setentas han sido años de crecimiento intenso del espíritu crítico y de caída y quiebra de los dogmas del poder. Algunos denominan a este fenómeno “crisis del marxismo”, cuando sería mucho más preciso llamarlo declinación del “dogma del marxismo” y resurgimiento del “marxismo de la crisis”, de aquella escuela del pensamiento, la de Marx y Engels, cuya tarea fue siempre preparar el porvenir en la crítica revolucionaria de todo lo existente.

IV. EL DESORDEN Y LA LOGICA

En ese eje en torno al cual gira el movimiento de la historia: la lucha de clases, entramos a los ochenta bajo un signo determinante: el aumento global del peso numérico de la clase obrera en el mundo; del número y peso social de sus aliados; los trabajadores asalariados de todas las categorías; y de la conciencia de esa clase con respecto a sí misma y a sus intereses históricos, sea en relación con el capitalismo, sea respecto de sus propias burocracias dirigentes.

Crecimiento de la conciencia no significa, sin embargo, conciencia nítida, sino sólo menos enajenada que en el pasado. Si el dogma stalinista ha declinado, no podría asegurarse lo mismo de las ilusiones reformistas en amplios sectores de trabajadores, sobre todo en los países avanzados. Pero poca duda cabe, en cambio, de que frente a las convulsiones y transformaciones de la última década no pueden persistir intactas muchas creencias, antes sólidamente arraigadas, en la estabilidad y la inmutabilidad de los poderes y la solidez de la dominación de clase o de casta. Esto revoluciona el espíritu de los seres humanos y los predispone a aceptar y a incorporarse a la revolución de sus relaciones sociales. Esta ha sido, por encima de todo, la década de la victoria de Vietnam.

En medio de la crisis, la burguesía de los países centrales del capitalismo mundial ha tratado de cerrar filas frente al proletariado y los Estados de transición al socialismo. Los ochenta se inician en plena ofensiva burguesa en Europa, Estados Unidos y Japón contra las conquistas obreras de la década anterior. La clase obrera resiste sin haber cedido ninguna de sus posiciones esenciales, sindicales, políticas o sociales. Todo indica, sin embargo, que será en el curso de los ochenta cuando esa prueba de fuerza llegará a su fase culminante. De su resultado dependerá en gran medida el curso sucesivo de la historia.

No es sólo el equilibrio de armamento nuclear y convencional y el riesgo cierto de perecer en la empresa junto con su enemigo lo que disuade al imperialismo de lanzarse en una aventura bélica mundial para resolver su contradicción histórica con los Estados obreros. Es también que dicha aventura es socialmente impensable mientras no haya logrado doblegar y quebrar a la clase obrera occidental, en tanto no haya podido infligirle una derrota decisiva como fueron el fascismo y el nazismo.

Y si el proletariado occidental ha sido un escudo que protegió durante los años setenta el curso de la revolución antimperialista en Vietnam, en Africa, en Irán o en Nicaragua, es cierto también que los golpes que este proceso da al imperialismo contribuyen a su vez a resguardar y defender las posiciones conquistadas por la clase obrera en los países capitalistas avanzados.

Por otro lado, el enfrentamiento político-militar entre Estados Unidos y la Unión Soviética impide a Estados Unidos tener las manos libres para intervenir militarmente en otros países como podía hacerlo en el pasado. Pero ese enfrentamiento ejerce al mismo tiempo una función relativamente conservadora sobre los obreros y las masas soviéticas en su oposición a la dominación burocrática, ya que los incita a obrar con cautela en sus protestas y permite a sus dirigentes estimular la ideología nacionalista que mancomuna a dominadores y dominados frente a la amenaza real o ilusoria de un poder extranjero, mucho más si ese poder es nada menos que el del imperialismo de Estados Unidos.

Por debajo de los equilibrios y los desequilibrios con que se cierra la década y de la inmensa acumulación de armamentos y de poder en que parece polarizarse el porvenir del mundo, creemos distinguir un aumento seguro y constante del peso de lo social en la determinación del curso y la salida de los conflictos; dentro de lo social, del peso de los asalariados que crecen sin cesar en todas partes; y dentro de ellos, de la función de la clase obrera industrial, ubicada en el núcleo central de las fuerzas económicas que mueven el planeta, en el laboratorio de la producción, en las grandes y modernas fábricas de la época de la electrónica y la energía nuclear. Esa función se ejerce empírica y objetivamente, sin contar con una representación política adecuada, pero se ejerce también en un mundo cruzado por la crisis de todas las clases dominantes y atravesado por movimientos multitudinarios, incontrolables e imprevisibles, de rebelión contra todos los viejos poderes. Ella no puede aspirar a poner orden en esa rebelión, porque la rebelión es el desorden. Pero puede aspirar a darle su propia lógica, a unificar la lucha contra la dominación imperial en una lucha contra el capital, a convertir a ésta en una lucha por el socialismo y a concebir y organizar la transición al socialismo como el autogobierno democrático e igualitario de los trabajadores de la ciudad y del campo a través de sus órganos de poder libremente elegidos en la confrontación irrestricta de todas las tendencias y de todas las ideas.

Sería completamente ilusorio esperar que nadie, clase social o Estado contemporáneo, pueda imponer su lógica histórica en los próximos diez años sobre el nudo de conflictos entrecruzados con que entran en el pasado los setentas. Es posible, no obstante, vislumbrar cuál razón objetiva se abre paso en medio del desorden universal en que se está destruyendo, por la lucha de clases, la lógica del capital. Ella es, si Vietnam es realmente el signo de la década, la lógica secular del socialismo.

“Reina un gran desorden en los cielos y en la tierra: la situación es excelente”, decía Mao en uno de sus momentos inspirados. Tal vez dentro de diez años alguien diga que el desorden revolucionario con que Irán y Nicaragua pusieron su sello de fuego sobre el año que concluye, no fue el cierre de una década sino la apertura de otra. Y que los ochenta comenzaron, en realidad, en los acontecimientos augurales de Managua, San Pablo y Teherán en el curso de este año de 1979.

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