Régis Debray: La guerrilla de las galaxias

Octubre 1978. EL FANTASMA DELTODO Una generación entera de revolucionarios latinoamericanos provenientes de la pequeña burguesía radicalizada, tomó en los años sesenta el camino de la guerrilla, como en los años ochenta del siglo anterior toda una generación de revolucionarios rusos había tomado el del terrorismo. Al igual que entre éstos, entre aquéllos estaban algunos de los mejores, de los mas tenaces y dotados. Algunos han muerto, demasiados; otros están hoy entre sus treinta y sus cuarenta años, en plena fase de su madurez vital. Se han replegado, no se han retirado. Discuten, o intentan nuevos caminos. Buscan, junto con las vías actuales de la revolución en América Latina, una explicación de los errores y de las fallas reales que llevaron al fracaso de una empresa guerrillera en la cual participaron no empujados por un mero espíritu de aventura sino por un sentimiento de doble sublevación: contra la explotación capitalista y su opresión política y social, y contra las direcciones reformistas que luchan por mitigarla, pero no por abolirla.

Ellos rechazan, con indignada razón, las críticas de los reformistas a las guerrillas (no digamos ya las del enemigo de clase); las de aquellos que nunca se ensuciaron las manos o se quemaron los dedos en la acción y, desde lo alto de las poltronas parlamentarias o las oficinas burocráticas reales o imaginarias, poco importa que en espíritu jamás abandonaron, vuelven hoy a la mitad del foro y dicen: “Ya ven, teníamos razón: no había que hacerlo.”

No es el caso de Régis Debray, que por un periodo al menos intentó llevar a los hechos lo que sostenía con las palabras. En ese sentido los dos tomos de La crítica de las armas (La crítica de las armas, I, y Las pruebas del fuego, II, Siglo XXI Editores México, 1975) se presentan con ciertos títulos como un intento de respuesta global a esa búsqueda, en el amplio debate que la experiencia de las guerrillas ha suscitado en la izquierda latinoamericana. La neige brule, del mismo autor, premiada no hace mucho con el Premio Femina, puede decirse que completa aquel intento y lo ilumina con la luz particular del autoanálisis psicológico, pues constituye, ni más ni menos la versión novelada del balance de las guerrillas que Debray extrae en aquella obra.

Se dirá que no tiene mucha importancia, a esta altura, ocuparse de la obra “latinoamericana” de Régis Debray. La trayectoria misma del autor se ha encargado de liquidar su pasajera autoridad ante una parte de la vanguardia revolucionaria de América Latina. Pero detrás de la fama latinoamericana de Debray no están los fuegos de artificio de su estilo literario, sino el apoyo de la dirección cubana, en su momento, a la política y los métodos que Debray defendía. Se puede ahora dejar caer a Debray así como antes se estimuló la difusión de las incontables ediciones de sus escritos. Lo que no se puede o, mejor, lo que no se debe, es echar sobre un hombre la responsabilidad de una política que él se limitó a codificar en sus ensayos políticos.

Si me ocupo ahora, pues, del libro de Debray, es porque mientras aquella vanguardia que vivió en primera persona la experiencia guerrillera discute una explicación real que le permita recuperar lo válido y superar lo erróneo de esos años intensos de su vida, este libro me parece precisamente un ejemplo cumplido del método que no se debe seguir para hacer el balance de las guerrillas. Quiero hacer algunas reflexiones sobre este método, porque su aplicación tiene raíces sociales, no individuales, e indefectiblemente reaparece una y otra vez en éste u otros escritores políticos de la misma escuela.

AUTOCRÍTICA DEL ERROR, AUTODEFENSA DELTODO

La crítica de las armas, en sus dos tomos, se presenta como un balance crítico de las guerrillas y, en cierto modo, como una autocrítica (parcial) de las tesis defendidas por Debray en Revolución en la revolución. Su publicación sigue (no precede al viraje político de la dirección cubana -perceptible desde 1966-1967, notorio después de 1970- con relación a la guerra de guerrillas en América Latina. No pretendo hacer aquí un análisis de las razones y de la corrección de este cambio político. Me basta registrar que una vez más, como en Revolución en la revolución, Debray no precede y anuncia una política, se limita a ilustrarla, explicarla y justificarla. No es un reproche. Es una constatación, para marcar la distancia entre lo que es un teórico (equivocado o no, pero que toma el riesgo intelectual de sus propias ideas) y un propagandista (también equivocado o no, pero que no pasa de dar formulación “teórica” a las ideas que otros, pragmáticamente, ya están aplicando en la realidad).

En aquel mismo artículo de Marx del año 1883 de donde sale el título del libro, está ya enunciada la condición primera de lo que sería el método marxista: la crítica radical. Esta significa ir a la raíz. Y la raíz de un error no está en sus resultados, en sus consecuencias ni en sus antecedentes inmediatos: está en el método que a él condujo. El libro de Debray expone diversos errores de las guerrillas. No llega jamás a su raíz, al método de pensamiento que está en su origen.

En ese sentido La crítica de las armas no sólo adopta el mismo método de análisis que llevó a las enormidades teóricas, las superficialidades políticas y las falsedades de hecho que caracterizan a Revolución en la revolución, sino que constituye, en el fondo, una larga perífrasis para defender y salvar ese método frente al fracaso evidente que sufrió en su versión anterior. Las conclusiones, pues, son lo que estaba mal, no la línea de análisis y de pensamiento que condujo a ellas: esta es la esencia de la autocrítica que se convierte así, en un segundo nivel más profundo, en autodefensa.

La esencia del método de Régis Debray, tanto en Revolución en la revolución como en La crítica de las armas es la sustitución de las masas por sus comandantes, la sustitución de la realidad social por los organigramas y los esquemas operativos, la ignorancia del papel de la clase obrera y, por lo tanto, del programa socialista en la revolución; la exaltación del aparato (militar, político, estatal), de sus hombres y de sus métodos operativos como el Deus ex machina de la revolución. Es lo que Debray aprendió en la escuela de pensamiento stalinista independientemente de cuál pueda ser su honestidad personal, vio confirmado en sus estudios universitarios y resumió en sus obras y en su actividad política, siempre portavoz “independiente” de las necesidades ideológicas, no de una revolución, sino de un aparato, estatal u otro.

LUCHA DE CLASES Y REVOLUCIÓN

Lo primero que salta a la vista del lector marxista en la obra de Debray, es la ausencia de la lucha de clases, la ausencia directamente de las clases. Un libro que pretende ocuparse de episodios y épocas cruciales de la revolución en Venezuela, Uruguay, Guatemala, cuenta hechos aparentemente documentados; cuenta discusiones, es decir enfrentamiento de posiciones sobre hechos y toma partido en ellas. Pero jamás confronta los hechos de los revolucionarios, que relata, y sus posiciones políticas, que describe, con la vida social de los países en los que esos hechos y esas posiciones acontecen. En su inmensa mayoría, los hechos no se refieren a luchas sociales, a movimientos de las masas obreras, campesinas o estudiantiles, sino a acciones de los pequeños núcleos guerrilleros. Consecuentemente, tampoco las discusiones y las posiciones se articulan sobre los problemas de la vida social del país donde tienen lugar, sino sobre las acciones prácticas de los revolucionarios: ir al norte o al sur, subir a la montaña y bajar a la ciudad, hacer una ofensiva o replegarse.

Esas acciones y esas discusiones no ocurren, sin embargo, en el vacío, porque el libro tiene su lógica. Pero su punto de referencia no son las masas, sus necesidades, su estado de ánimo, su comprensión, su nivel de organización concreto. El término de referencia para las decisiones es el enemigo: el aparato estatal, militar y policial, la represión.

Entonces la impresión que el lector recibe, tanto de la parte metodológica como de la parte concreta de la obra, es que la guerra de guerrillas ocurre en una especie de vacío social, entre dos aparatos que se enfrentan en un duelo a muerte, sin otras determinaciones que su respectiva potencia de fuego. Es lo que Carlos Marighela llevó trágica y absurdamente hasta el extremo en su manual guerrillero y en su muerte en combate solitario y desigual.

Desaparece lo concreto como “síntesis de múltiples determinaciones” y lo que queda ante la imaginación del lector es una especie de “guerra de las galaxias” que puede ocurrir en todas las partes y en ninguna. Como cualquier otro país, Venezuela, Uruguay, Guatemala, presentan en los años que abarca el trabajo de Debray una constante riqueza y variedad de movimientos, de organizaciones sindicales y campesinas, de discusiones y movilizaciones estudiantiles, de derrotas grandes y pequeñas, de triunfos y retrocesos parciales, de cuyo complejo tejido está hecha la realidad social que las masas viven y en la cual se forma su conciencia y se organizan sus decisiones colectivas. Nada de eso aparece en este libro.

Daré un solo ejemplo, que puede multiplicarse a gusto del lector. Uruguay es uno de los países de América Latina más ricos en tradiciones de lucha proletaria, desde los anarquistas de principios de siglo cuya tradición figura, sin duda, entre las fuentes ocultas del socialismo revolucionario de Raúl Sendic y de su capacidad para organizar a los cañeros. En ese país, cuyo proletariado llenó de hazañas la lucha de clases en los años que aborda el libro, Debray sólo encuentra espacio para describir las operaciones, las medidas organizativas, las discusiones pragmáticas de los Tupamaros y llega a atribuir reveses que deciden la suerte de la organización, no a la incorrección de su programa y su política de los cuales no se ocupa sino a la falta de oportunidad y tempestividad con que se llevó a cabo una acción armada o con que se alteraron los esquemas organizativos.

Este pensamiento de aparato, completamente alejado de la vida real del pueblo uruguayo, tiene su culminación en una pequeña frase donde, entre el análisis de una larga serie de cuestiones organizativas, Debray encuentra el momento para informar al lector que, a mediados de 1973, el proletariado uruguayo realizó su novena huelga general en tres meses. Para cualquier marxista, para cualquier obrero, socialista o anarquista o sencillamente sindicalista, la hazaña de nueve huelgas generales en tres meses sería el centro de todo el análisis revolucionario, el metro sobre el cual medir la actividad de cualquier organización, la cuestión fundamental a explicar para comprender el por qué del triunfo o del retroceso de la lucha revolucionaria. Para Debray es una frase de una o dos líneas, perdida entre los extensos análisis de las discusiones tácticas frente a la represión del enemigo o las minuciosas descripciones de las “tatuceras”, los refugios de seguridad donde se ocultaban los militantes tupamaros para escapar a la persecución.

No se puede escribir sobre la lucha de los revolucionarios uruguayos para explicar a estos las razones de sus reveses e ignorar completamente la lucha de clases en Uruguay o más simple aún, la vida real, cotidiana, elemental de las masas uruguayas.

OPERATIVO, GUERRILLA Y PARTIDO

Desde el Manifiesto Comunista de Marx y Engels y La Lucha de clases en Francia de Marx, ambos de 1848, hasta El desarrollo del capitalismo en Rusia y el Qué hacer de Lenin, de fines y principios de siglo respectivamente, todo proyecto marxista de organización de la lucha revolucionaria ha comenzado por discutir la realidad social, el estado de la lucha de clases y, en consecuencia, el programa de la clase obrera.

No fue un capricho de Marx en la Primera Internacional, ni de Lenin en la Tercera, empezar por este extremo cuando aún ninguna organización existía. No formular el programa, sustituirlo por dos o tres consignas generales e imprecisas, por algunos llamados generales y por el nombre de los jefes, es la manera de impedir que la clase obrera intervenga y se pronuncie; es sustituir su pensamiento colectivo por el de los jefes o el del aparato.

Entre los objetivos principales de Revolución en la revolución, estaba impedir que una parte de la vanguardia guerrillera orientara su ruptura política con las viejas direcciones reformistas hacia el programa de la revolución socialista y hacia la comprensión central de la organización del proletariado, con sus sindicatos y su partido, en la revolución latinoamericana. Esta ruptura con el programa democrático burgués de los partidos comunistas (que Debray quería reducir a una simple disputa táctica sobre la lucha armada) había comenzado ya con la guerrilla guatemalteca del Movimiento Revolucionario 13 de septiembre, que a partir de 1963-64 proclamaba el carácter socialista de la Revolución, y se discutía ya en otros países(1). Aquel folleto de Debray fue uno de los instrumentos para desviar y ahogar esa discusión política.

Debray se oponía al programa de la transformación de la revolución nacionalista, agraria y antimperialista en revolución socialista a través de la organización independiente de la clase obrera y su alianza con el campesinado (y sus demandas de tierra) y con los estudiantes (y sus demandas democráticas). Pero no discutía ese programa, ni proponía otro. Sustituía la discusión por las calumnias contra el trotskismo y el programa socialista por las recetas militares. Pero la ausencia de un programa es también un programa. En realidad, Debray proponía un programa democrático burgués de revolución por etapas para “no asustar a los aliados burgueses”. Es la misma idea que, más matizadamente, sostiene en La crítica de las armas con su teoría de la “máxima unidad de fuerzas”. No se diferenciaba entonces, como lo hace ahora, de la vieja concepción democrática burguesa de los reformistas. Tampoco sus últimos libros discuten cuestiones de programa. No se pronuncia sobre la cuestión fundamental de toda discusión estratégica y táctica entre marxistas: ¿cuál es el carácter de la revolución? ¿cuál es su dinámica? ¿cómo se organiza el paso de una fase a otra? ¿cuáles son las formas organizativas y las consignas para hacer avanzar la conciencia de las masas y organizar su transición hacia el programa socialista? Al parecer, no le interesa. En realidad, sigue defendiendo la vieja perspectiva de la alianza con la supuesta “burguesía democrática” y de subordinación de la clase obrera a la política de ésta, mientras deja la cuestión de las tareas socialistas para un futuro lejano e indefinido. Debray es coherente: eso es lo mismo que hace en Francia el Partido Socialista de Francois Mitterand, al cual ha dado su apoyo en los últimos tiempos. Por eso no habla jamás de programa.

Los ejércitos, indudablemente, no discuten un programa. Pero lo tienen. Consiste en defender los intereses del Estado al cual representan, cualquiera sea la política de éste. Esto no significa que la guerra no tenga programa. Significa que la organización estatal burguesa no puede poner a discusión su programa y los intereses que defiende por los soldados que van a morir en su nombre. Debe mistificarlos. De ahí nace la disciplina militar burguesa.

Régis Debray, supongo, está de acuerdo con esto. Pero el hecho es que a lo largo de su libro, que sin embargo aspira a ser un balance político de las guerrillas, tampoco discute programas. Sigue exactamente el método de Revolución en la revolución, esa colección de consejos operativos dirigidos expresamente a minimizar la necesidad de programa según la norma de que “la acción une, las palabras dividen”. Debray critica ahora esta consigna, pero no va más lejos: en sus análisis, critica o aprueba las acciones, no las ideas que llevaron a esas acciones. Sin embargo, las guerrillas latinoamericanas no han sido simplemente una sucesión de acciones y de planes operativos, exitosos o fracasados. Han sido sobre todo, aún bajo su forma elemental de lucha armada, una larga discusión programática de toda una vanguardia revolucionaria contra el viejo reformismo de las direcciones comunistas, socialistas y sindicales. Junto a una enorme dosis de improvisación y de impaciencia, han significado un derroche de tenacidad, de espíritu de sacrificio, de dedicación a los intereses de las masas por encima de las incomprensiones y errores inevitables en toda lucha revolucionaria. Han sido un intento fallido de sustituir la ausencia de partido revolucionario, y aún la necesidad misma de partido obrero, por la acción resuelta de una pequeña vanguardia armada. Los guerrilleros, al pretender sustituir al partido, querían sustituir a los burócratas reformistas. En realidad, llegaron a descubrir, los mejores de ellos, que lo que estaban sustituyendo era a las masas, única garantía real (si las hay) contra los burócratas, y abriendo paso a una nueva especie de burócratas, supuestamente más “puros” que los otros, pero no mejores. A esta especie dogmática y despiadada pertenecen los que asesinaron a Roque Dalton luego de una acusación infame y una farsa de juicio.

Esos “veteranos” de la lucha guerrillera han comprobado en la crisis de su práctica lo que la teoría preveía: una pequeña vanguardia, por aguerrida que sea, no derriba el poder del Estado. Habían ignorado como en el fondo sigue haciéndolo el libro de Debray el carácter profundamente político del Partido Comunista Chino, o del vietnamita, o del Movimiento 26 de Julio, dejándose encandilar sólo por el brillo de sus acciones armadas.

OBJETIVIDAD Y PROGRAMA

La ignorancia de estas verdades elementales lleva a Debray a moverse constantemente en la superficialidad de las anécdotas guerrilleras.

El libro pasa de la anécdota a la anécdota y los revolucionarios se mueven en el vacío de sus aforismos, supuestamente dialécticos, tan terriblemente formales que llegan a parecer ejercicios escolares. Debray relaciona los hechos en la superficie, como un periodista, no en su trabazón interna, como un teórico. Esta superficialidad es particularmente notoria en la parte inicial, donde en sustitución de un mínimo análisis de la economía de estos países da unas cuantas cifras en el estilo de un corresponsal extranjero, en sustitución de la historia hace algunas afirmaciones, y en sustitución del proletariado real y del Estado real, igualmente ausentes, no da nada. Como en un tablero de luces, su razonamiento oscila entre lo abstracto- general y lo anecdótico-particular, y en la cuidadosa construcción de sus frases, confunde permanentemente la dialéctica con la paradoja. También aquí, el estilo es el hombre.

Esta superficialidad alcanza puntos extremos cuando debe abordar problemas históricos: por ejemplo, cuando en pocos juicios sumarios resuelve el problema del papel de la Tercera Internacional en América Latina y las polémicas internas del movimiento comunista en ese entonces. Con la misma falta de responsabilidad porque aquí, la ignorancia no es excusa discute más adelante el problema crucial de la relación entre guerrilla y partido, o asigna luego un papel histórico absoluto más allá de todo análisis crítico a la figura de Fidel Castro.

Desaparece así toda objetividad, consecuencia inevitable de la desaparición de programa, y tiene campo libre la fantasía. Pero esa fantasía es utilitaria o, para decir mejor, es pragmática. El momento culminante de este “pragmatismo fantástico” es tal vez la afirmación de que la coherencia interna de la línea expuesta en Revolución en la revolución se basaba en el proyecto de un hombre, el Che, en su vida y en su acción. Más aún: todo el proyecto de la Tricontinental habría sido la cobertura a los planes de ese hombre (pero no se podía decir, por motivos conspirativos…), desaparecido el cual tanto el proyecto político como el libro teórico habrían quedado sin sustento: mala suerte. El solo hecho de que le venga a la cabeza semejante explicación basta para ilustrar a fondo el método de Debray. En cuanto a la Tricontinental, lo que afirma Debray o es mentira, y en consecuencia es una farsa a posteriori para justificar una derrota sin analizar sus causas, o es verdad, y entonces invalida el proyecto mismo de la conferencia y de la organización.

La falta de objetividad hacia el presente va siempre unida a la falta de responsabilidad hacia el pasado. En la obra de Debray está ausente la historia nacional de estos países, sus determinaciones, su trabazón interna, todo aquello que ha forjado el carácter de sus pueblos, que son los verdaderos protagonistas no las vanguardias autoproclamadas de las revoluciones verdaderas.

Pero sin comprender esa historia es imposible comprender por qué las masas se mueven todavía, en sus luchas, dentro de los límites de la ideología nacionalista que las mantiene unidas a las direcciones burguesas, por qué el reformismo se nutre de esos límites y no de la maldad de los dirigentes reformistas, que son un producto y no una causa de esa situación, aunque luego contribuyan a prolongarla y por qué el antimperialismo tiene un contenido revolucionario a condición de que sea un momento necesario de pasaje en la conciencia hacia el proyecto socialista que lo engloba, y no un punto de llegada para mantener la ilusión en la posibilidad de un desarrollo capitalista autónomo de estos países.

Al desinteresarse de esas especificidades y esas determinaciones, Régis Debray no puede comprender las vías concretas del proceso revolucionario. “El carácter específico de un país condiciona su evolución con la fuerza de un destino ineluctable, y esto es tanto más evidente cuanto más atrasadas son las condiciones de vida allí existentes. No es la voluntad de la vanguardia revolucionaria la que puede decidir cuánto debe eliminarse y cuánto en cambio debe conservarse o llevarse a un estadio superior de desarrollo”, dice el comunista alemán Rudolf Bahro en su libro La alternativa, retomando una antigua idea del marxismo.

La crítica de las armas ignora también estas verdades y se condena así no sólo a no entender estos países, sino a no entender siquiera las polémicas guerrilleras que relata, quedando preso de su forma pragmática y operativa y sin alcanzar a comprender su fondo político. Es cierto que ese fondo era también, en buena parte, invisible para sus protagonistas. Pero el investigador, el historiador, el estudioso, no puede permitirse jamás tomar por buenas las apariencias con que los procesos se presentan, sino que debe tratar de comprender su esencia y explicar entonces su relación con esa apariencia. Hacer lo contrario equivale al viejo método de explicar, digamos, la ruptura entre Carranza y Villa por el carácter irascible de ambos ívaya si era real! o por sus ambiciones personales de poder, y no por las cambiantes relaciones de fuerzas en los enfrentamientos de intereses entre las clases y fracciones de clases en que cada uno se apoyaba. Se puede, ciertamente, rechazar este método y adoptar aquél. Pero entonces no es posible considerarse marxista, del mismo modo como no es posible decirse darwiniano y sostener que Eva nació de la costilla de Adán.

LA NIEVE ARDE (¿O QUEMA?)(2)

Muchos han señalado parentesco de Debray con André Malraux. Es cierto, sobre todo en la terrible superficialidad con que ambos tratan a los países coloniales o semicoloniales adonde los llevan la aventura y el arraigadísimo nacionalismo francés más aún, el francocentrismo del que aquella superficialidad se alimenta. Esta extraordinaria limitación del horizonte mental se expresa también en una actitud moral moral, porque afecta a la conducta que subyace, invisible, en el estilo distante y brillante, falsamente apasionado -falsedad no subjetiva sino objetiva: Debray cree apasionarse pero en verdad es escéptico y aristocrático. Esa actitud es, tal vez malgré lui, una actitud de espectador, encubierta por una forma de participación en la cual siempre tiene una puerta de escape a retaguardia, hacia su país, hacia su clase, hacia sus libros, hacia París, quoi. Debray no es de la raza de los que queman las naves o destruyen los puentes a sus espaldas. No es una novedad esto que digo: se lo han dicho a él y a muchos otros, como lo registran los diálogos estos sí bastante veraces de su novela La neige brule. Tiene la honestidad de registrarlo, sin buscar, esta vez, demasiadas excusas.

Lo que no registra, en cambio, es que los personajes de sus novelas se mueven como pequeños grupos de alucinados, sin ningún trasfondo social, sin que aparezca jamás el país real, Bolivia, donde la acción se centra (salvo en casuales nombres geográficos), alucinados que desahogan sus querellas tácticas y operativas sin hacer jamás alusión al fondo social real contra el cual o sobre el cual ellas tienen lugar. Todas las discusiones, incluída la discusión con un personaje real, el presidente Allende, son discusiones en las cumbres, entre aparatos y con razones de aparato. Nunca la gente pobre, nunca los mineros, las cholas, los fabriles, siquiera los estudiantes de Bolivia. La neige brule ilustra, mejor que cualquier comentario, el método de Revolución en la revolución y de su falsa antítesis y real continuación: La crítica de las armas.

En el marxismo clásico, las masas, los seres humanos reales y oprimidos, son los protagonistas de la historia. En su versión burocrática (socialdemócrata o stalinista) los protagonistas son los aparatos, los “cuadros”, así como en la versión académica ese lugar es ocupado por la cátedra, es decir, por los intelectuales. Estas dos versiones son, por lo demás, perfectamente compatibles, siendo los cuadros una variedad específica de los intelectuales. Esta es la explicación de la sorprendente similitud del mecanismo interior que mueve a los personajes de obras tan distantes como La noche quedó atrás, de Jan Valtin, Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, y La neige brule, de Régis Debray.

Valtin, cuadro del aparato de la Internacional Comunista de la época de Stalin, presenta en su novela autobiográfica una gigantesca lucha entre dos aparatos, el del nazismo y el del stalinismo, en el cual ambos terminan por asemejarse y los papeles parecen perfectamente intercambiables: casi es lo mismo un “cuadro” de uno que un “cuadro” del otro. El proletariado alemán, salvo en alguna página fugaz, está ausente de la escena. No es la imagen del mundo de un comunista, sino la de un hombre de aparato. Semprún, mezcla de intelectual y de cuadro del aparato del Partido Comunista español, presenta en su autobiografía novelada una versión más matizada, pero en el fondo notablemente similar a la de Valtin: es el aparato comunista en lucha contra el aparato franquista, los pasaportes falsos, la organización, el gusto de la aventura que el mismo Semprún confiesa como uno de los móviles de su relativamente larga militancia. Pero Semprún, menos austero que Valtin (los años 30 quedaron atrás, también para los comunistas), tan “señorito” como Debray, se permite atravesar la militancia conservando sus refinamientos de clase y dejando siempre, allá en el fondo, entreabierta la puerta de retorno al ambiente burgués del cual salió. Por eso su mordaz ironía sobre la tosquedad de los burócratas comunistas de origen obrero, que pavonean su origen mientras imitan las maneras de mesa de la burguesía, da en el blanco pero deja el sabor de las burlas de los aristócratas franceses a los revolucionarios burgueses que habían comenzado a imitar sus gustos y costumbres. Debray no es un hombre de aparato: es un intelectual que admira al aparato y a su “eficiencia”. No tiene nada de Valtin y está más cerca de Semprún, por origen de clase, por educación, por gustos, por formación política; pero no comparte con éste los años de militancia de partido, el sentido de la necesaria disciplina, el pasado de hombre de organización. En su novela, entonces, nada de eso aparece. Queda sólo el intelectual, escéptico sobre los demás y sobre sí mismo, en cuya obra los guerrilleros (los cuadros) son los héroes y las masas ni aún el coro de la tragedia.

En La neige brule, Imilla, el personaje central, muchacha de origen austríaco incorporada a la guerrilla boliviana por los largos caminos de La Habana y Santiago de Chile, Carlos, el dirigente de la guerrilla y compañero de Imilla, y Boris, el intelectual francés amigo de ambos que finalmente, presa de la duda, se echa atrás en la aventura y regresa a su país, se mueven en un espacio vacío, donde aparecen otros personajes menos probables todavía. Todos ellos protagonizan un intento de guerrilla urbana en Bolivia que termina en el desastre. Pero las razones del desastre no son jamás políticas, porque la novela no se ocupa de política (en realidad, no ocurre en Bolivia, sino en un imaginario país “tropical” al cual el autor llama Bolivia). Son puramente organizativas: enredos amorosos, citas mal hechas, accidentes fortuitos o no previstos. Ciertamente, todos esos incidentes ocurren en la vida real y pesan más cuanto más débiles son el programa y la política de la organización y su radicación en las masas. Pero jamás pueden tomarse como la explicación del fracaso de una empresa sino que ellos, a su vez, deben ser explicados a través de la política. La novela es ajena a esto, revelando así, con la transparencia de un experimento de laboratorio, cuál es el método de La crítica de las armas.

Pero algo más dice la novela sobre este libro: dice con qué ojos ha visto el autor a América Latina, pese a sus largas estadías incluso en años de cárcel en estos países. Los únicos personajes con cierto espesor psicológico son los dos europeos, Imilla y Boris: aparecen sus discusiones, sus motivaciones, sus sentimientos, como en un diálogo entre dos almas del mismo autor. No aparece jamás íDios nos proteja! el programa que se proponen llevar a la práctica. Carlos, el compañero de Imilla, jefe de la guerrilla, no tiene psicología: es un muñeco que atraviesa la escena como punto de apoyo de los dos protagonistas. Los guerrilleros bolivianos son presentados como lejanos bocetos sin rostro y sin contornos. personajes completamente enigmáticos para el autor que se ocupa de ellos tanto como el expedicionario blanco de los cargadores que llevan sus bultos en el safari. íY este escritor, en cuya novela aparecen, con todo el espesor de la realidad que su buen oficio literario es capaz de darles, las comidas y los lugares de París, mientras de Bolivia hay sólo la mención de una sajta de pollo, es quien ha escrito en dos gruesos volúmenes el balance “definitivo” de la guerrilla latinoamericana!

La acción ocurre, dice el libro, en La Paz. Pero la ciudad y sus habitantes no aparecen: la avenida Buenos Aires con su mercado, la calle Comercio con sus tiendas supuestamente “ricas” de país pobrísimo, Miraflores, Sopocachi, el barrio obrero y popular de Villa Victoria, protagonista de rebeliones, resistencias y masacres, nada, ni siquiera el Paseo del Prado, la calle del correo o la Plaza Murillo. La acción de la guerrilla, que no se ve, ocurre en Ninguna Parte. Los guerrilleros, que según dice el autor han montado una organización casi perfecta, se entrenan en karate, en conspiración, en tiro, en toda la variedad de artes marciales, menos en política: no discuten qué pasa en el país, qué ocurre en las minas, qué dicen los textiles de la Said y la Soligno, los ferroviarios de la Estación Central, ni aun los estudiantes de la Universidad Mayor de San Andrés. Nada: la indigencia, el vacío, el desprecio hacia el país y su gente, esa gente tan pobre y tan lejana de sus libertadores Imilla, Carlos, Boris cuya lucha y cuyo heroísmo cotidiano (porque nomás para vivir, el pueblo pobre de Bolivia tiene que ser héroe todos los días) es lo que sostuvo e impulsó al gobierno de Torres para que pusiera en libertad al joven intelectual revolucionario Régis Debray, metido en la ratonera de Camiri. Los bolivianos de La neige brule son tan lejanos, improbables y ausentes como los chinos de La condición humana, sin que el estilo de Debray pueda por eso, ciertamente, sostener la comparación con el de Malraux. Esa, precisamente esa, es la raíz de los desastres, intelectuales o materiales, que prepara el método de Debray para quien lo tome en serio.

Mucho tenemos que aprender en América Latina del proletariado de Europa, de su pensamiento, su organización y sus luchas, y también de sus intelectuales revolucionarios, que han unido su suerte a la de ese proletariado y han jugado su destino y sus vidas, más de una vez, en el apoyo a las revoluciones de los pueblos colonizados: Argelia, Indochina, también América Latina. Sus escritos y sus acciones han contribuido a elaborar nuestros programas y a fortalecer nuestras organizaciones y nuestras luchas. En esa escuela de teoría y de conducta debió estudiar Régis Debray antes de impartir sus lecciones: también en la lucha de clases hay que saber ser alumno, sin pretender ser maestro. No hay otro camino para comprender a las masas. Sólo si asimila esta lección metodológica, podrá la capacidad intelectual de nuestro autor ser útil a la revolución latinoamericana.

Notas:

1. He analizado este proceso en el artículo “Guerrilla, programa y partido en Guatemala (Crítica retrospectiva de una derrota)” Revista Coyoacán, núm. 3. México D. F, 1978.

2. El título La neige brule puede traducirse en español con dos sentidos diferentes de la palabra brule: arde o quema. No sé cuál respuesta dará el autor: ¿arde? ¿quema? ¿o las dos cosas a la vez?

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