Marx y las atrocidades de John Bull

Marx y las atrocidades de John Bull

Por José Pablo Feinmann

Se equivocan los fundamentalistas de Marx cuando buscan defenderlo de sus escritos sobre la cuestión colonial. No es atrapando algún texto tardío, alguna carta (la ya transitada largamente a Vera Zassoulitch) o algún secreto comentario a Engels (del que todos, desde luego, carecemos) como se lo va redimir de sus líneas despiadadas sobre Bolívar, de La dominación británica en la India o de la aprobación de la conquista de México por parte de Estados Unidos. Marx siempre fue un admirador de la burguesía británica. El Manifiesto es un canto a su poder histórico-revolucionario. Y no porque el Manifiesto sea un texto “temprano” superado por la madurez de El Capital. Falso. En su obra cumbre Marx cita con todo orgullo páginas del Manifiesto, algo que no haría si en verdad hubiera renegado de ese texto brillante. Sucede otra cosa. El hombre del British Museum nunca dejó atrás la dialéctica hegeliana. Darla vuelta –según esa célebre imagen– no es hacer eso. Cabeza arriba o cabeza abajo, Hegel sigue siendo Hegel. Marx, por si fuera poco, no reniega de su gran maestro. Si se lee el “Epílogo” a la segunda edición de El Capital se verá que reitera su entusiasmo por él. Que frente a aquellos que lo declaran un “perro muerto” se declaró –en tanto preparaba el primer tomo de El Capital– “discípulo de aquel gran pensador”. Aquí reside la cuestión. Si el momento negativo, si el momento de destrucción de las antiguas formas históricas, lo encarna (dialécticamente) la burguesía, ¿cómo no aprobar todas sus aventuras expansionistas? Luego vendría el proletariado y –al arreglar cuentas con John Bull– habría de establecer la sociedad socialista. Esto es así y ponerse a discutirlo, a refutarlo con los apuntes tardíos y mínimos sobre la comuna rural rusa es casi patético. Marx, sin embargo, fue un severo crítico de las atrocidades del colonialismo. Aquí es donde está su defensa. Marx no es Rudyard Kipling. No ve en la tarea de John Bull “la pesada carga del hombre blanco”. Ve rapiña, ve violencia e innecesaria, barbárica, crueldad. El “Epílogo” que hemos mencionado es de 1873. Marx habría de morir diez años más tarde.

Vamos a los textos en que el imprescindible cabezón barbado se indigna y denuncia los ultrajes imperiales. (Nota: En uno de ellos –Historia del tráfico del opio– establece una frase-concepto impecable, de excepcional actualidad: “Siempre que observamos de cerca la naturaleza de la libertad de comercio británica, hallamos, casi generalmente, que en la base de su ‘libertad’ está el monopolio”, New York Daily Tribune,

N° 5438, 25/11/1858. El “corpus” de los escritos de Marx sobre el colonialismo son los formidables artículos que escribió para este diario desde inicios de la década del ’50 hasta 1861. Fueron escritos en inglés y expresan la casi totalidad de su pensamiento y también el de Engels. Es uno de los más extraordinarios ejemplos de periodismo reflexivo.) No vamos a citar nada de los conocidos La dominación británica en la India y Futuros resultados de la dominación británica en la India porque los comisarios políticos encargados de defender la infalibilidad de Marx dicen que todo se reduce a esos dos “malos momentos” del filósofo. Además nuestro trabajo –aquí– no es analizar críticamente el apoyo de Marx a las empresas del colonialismo, sino sus denuncias a las atrocidades que han conllevado. Por ejemplo, su artículo de abril de 1857 se titula Las crueldades inglesas en China. Escribe Marx: “Hace pocos años, cuando se denunció en el Parlamento el espantoso sistema de torturas en Irak…” No, en la India. Vamos de nuevo: “Hace pocos años, cuando se denunció en el Parlamento el espantoso sistema de torturas en la India, sir James How, uno de los directores de la Muy Honorable Compañía de las Indias Orientales, aseguró con audacia que las afirmaciones que se habían hecho eran infundadas. Sin embargo, una investigación posterior comprobó que se basaban en hechos que los directores habrían debido conocer muy bien, y a sir James sólo le quedaba confesarse de ‘ignorancia voluntaria’ o ‘conocimiento criminal’ de los horribles cargos hechos contra la compañía”. Más adelante: “¡Cuán silenciosa está la prensa de Inglaterra en lo referente a las injuriosas violaciones al tratado diariamente practicadas por extranjeros que viven en China bajo protección británica! Nada se nos dice del ilícito tráfico de opio que todos los años alimenta al Tesoro británico a expensas de la vida y la moral humanas (…) Nada oímos de los daños infligidos ‘incluso hasta matar’ a emigrantes extraviados y esclavizados”. ¿Por qué nada se dice de esto? Marx ofrece su respuesta: “En primer lugar, porque la mayoría de la gente que está fuera de China se preocupa poco de la situación moral y social de ese país; y segundo porque forma parte de la política y la prudencia no agitar asuntos que no reportan beneficio pecuniario alguno. Por lo tanto, el pueblo inglés que en su patria no mira más allá del almacén donde compra su té está dispuesto a tragarse todas estas falsedades que el ministerio y la prensa eligen para meterle en la boca al público” (New York Daily Tribune, marzo 22 de 1857, destacado nuestro. Esto es lo que ha perdido la filosofía. Esto le han quitado los filósofos desde que eliminaron al sujeto para entrar en la crítica a la modernidad de Heidegger que requiere eliminar al ente antropológico y abrirse al “llamado del ser”. Claro que Marx está de moda. Pero no porque tenga la “solución” para el desastre al que el neoliberalismo condujo al mundo, sino porque expresa el genuino impulso de la denuncia, de la defensa del hombre, de la praxis, del sujeto. Porque hoy ningún filósofo “académico” escribiría estos textos. Para escribirlos que hay animarse a estar fuera de la “academia”. Si se quiere conservar un puesto y un sueldo, la condena es el silencio o el enmascaramiento detrás de cualquier variante de las filosofías del lenguaje o de los ampulosos hermetismos del pastor del ser. No en vano Sartre está proscripto. Fue él quien recuperó –en el siglo XX– la tarea de hacer “más ignominiosa la ignominia” que Marx señaló.)

No se trata aquí –y lo hemos dicho– de condenar al Marx que apoyó dialécticamente la empresa colonial. Ya lo hemos hecho y desde hace muchos años. La “necesariedad dialéctica” lo extravió tanto como para transcribir ese poema de Goethe: “¿Quién lamenta los estragos/ Si los frutos son placeres/ ¿No aplastó a miles de seres?/ Tamerlán en su reinado?” (25 de junio de 1853). Aquí, Marx coincide con Sarmiento y Mitre, no en vano el marxismo argentino –que copia mecánicamente al maestro– ha ofrecido una versión de nuestra historia paralela a la oficial. Alguna vez –aun– escribiremos un trabajo sobre la coincidencias y disidencias entre Facundo y El Capital. Ahí se halla el secreto de la impotencia histórica de nuestra izquierda. Hoy nuestro tema es otro. Marx –pese a justificarlos dialécticamente– nunca aceptó los estragos del orden colonial, nunca sus frutos le entregaron placeres, a ningún pueblo le deseó un Tamerlán. Desde su humanismo crítico (Marx nunca dejó de ser un humanista, un defensor de la dignidad de los pueblos, un enemigo de los ultrajes, de las vejaciones; ignoramos qué suerte hubiera corrido bajo las revoluciones que en el siglo XX se hicieron en su nombre, pero lo imaginamos en Siberia o en el exilio o muerto antes que junto a Stalin), el genial filósofo defiende a los “semibárbaros” de China o India y no a los “civilizados” del Foreign Office: “Mientras los semibárbaros defendían el principio de la moralidad, los civilizados le oponían el principio del lucro (…) que semejante Imperio deba ser al cabo alcanzado por el destino con motivo de un duelo a muerte, en el cual los representantes del mundo antiguo se muestran movidos por razones éticas, mientras que los representantes de la abrumadora sociedad moderna luchan por el privilegio de comprar en los mercados más baratos y vender en los más caros: ello, por cierto, es una especie de copla trágica, más extraña de lo que poeta alguno se haya atrevido jamás a imaginar” (31 de agosto de 1858). Y vamos a concluir con uno de los más cristalinos, lúcidos pasajes de este crítico feroz de las atrocidades del colonialismo. Se refiere, aquí, a John Bull, ese sólido personaje en que Inglaterra se ve a sí misma. Y dice: “Según su oráculo de la Printing-House Square (ingenioso modo de referirse a The Times, cuya oficina principal estaba en esa plaza de Londres, JPF), se apodera (John Bull) de colonias con el solo fin de educarlas en los principios de la libertad pública; pero si nos atenemos a los hechos, las islas Jónicas, como la India e Irlanda, sólo demuestran que, para ser libre en su casa, John Bull debe esclavizar a los pueblos que están fuera de las fronteras de su Estado” (17/12/1858).

Cuidado: ahora los tenemos muy cerca. John Bull (que está hundido hasta los codos en la lógica de la Guerra Global y la Guerra contra el Terror y la Guerra Preventiva de su socio del norte de América) golpea, de mal modo, a nuestras puertas. Trae un destroyer que mete miedo, un submarino nuclear y al patético y desdichadamente bien conocido “principito”. Porque son un Imperio monárquico. Un Imperio Real. Son los mismos de siempre. Nada ha cambiado. Sus amigos internos también. Son los que –con su poderosa ayuda– hicieron (no “mal o bien” según dicen; sino mal, decididamente mal) este país.

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