Las últimas semanas fueron pródigas en acontecimientos reveladores de los alcances de la contraofensiva desplegada por Washington a los efectos de dinamitar los diversos procesos integracionistas en marcha en Latinoamérica. Hoy por hoy el Mercosur y la Unasur son los blancos más obvios, pero la CELAC está también en la mira y en cuanto demuestre una mayor gravitación en los asuntos del hemisferio será también ella objeto de los más encarnizados ataques.
Una de las armas más recientemente pergeñadas por la Casa Blanca ha sido la Alianza del Pacífico, engendro típico de la superpotencia para movilizar a sus peones al sur del Río Bravo y utilizarlos como eficaces “caballos de Troya” para cumplir con los designios del imperio. Otra alianza, la “mal nacida” según el insigne historiador y periodista argentino Gregorio Selser, la inventó a comienzos de los sesentas del siglo pasado John F. Kennedy para destruir a la Revolución Cubana.
Aquella, la Alianza para el Progreso, que en su momento dio pábulo a algunos pesimistas pronósticos entre las fuerzas anti-imperialistas, fracasó estrepitosamente. La actual no parece destinada a correr mejor suerte. Pero derrotarla exigirá, al igual que ocurriera con su predecesora, de toda la firmeza e inteligencia de los movimientos sociales, las fuerzas políticas y los gobiernos opuestos –en diversos grados, como es evidente al observar el panorama regional- al imperialismo. Flaquezas y debilidades políticas y organizativas unidas a la credulidad ante las promesas de la Casa Blanca, o las absurdas ilusiones provocadas por los cantos de sirena de Washington, señalarían el camino de una fenomenal derrota para los pueblos de Nuestra América. (Clic abajo en Más Información para continuar)
En este sentido resulta más que preocupante la crónica indecisión de Brasilia en relación al papel que debe jugar en los proyectos integracionistas en curso en Nuestra América. Y esto por una razón bien fácil de comprender. Henry Kissinger, que a su condición de connotado criminal de guerra une la de ser un fino analista de la escena internacional, lo puso de manifiesto cuando satisfecho con el realineamiento de la dictadura militar brasileña luego del derrocamiento de Joao Goulart acuñó una frase que hizo historia. Sentenció que “hacia donde se incline Brasil se inclinará América Latina”. Esto ya no es tan cierto hoy, porque la marejada bolivariana ha cambiado el mapa sociopolítico regional para bien, pero aun así la gravitación de Brasil en el plano hemisférico sigue siendo muy importante. Si su gobierno impulsara con resolución los diversos procesos integracionistas (Mercosur, Unasur, CELAC) otra sería su historia. Pero Washington ha venido trabajando desde hace tiempo sobre la dirigencia política, diplomática y militar del Brasil para que modere su intervención en esos procesos, y se ha anotado algunos éxitos considerables.
Por ejemplo, explotando la ingenua credulidad de Itamaraty cuando desde Estados Unidos se les dice que va a garantizar para Brasil un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, mientras la India y Pakistán, (dos potencias atómicas) o Indonesia (la mayor nación musulmana del mundo) y Egipto, Nigeria (el país más poblado de África) y Japón y Alemania, sin ir más lejos, tendrían que conformarse con mantener su status actual de transitorios miembros de ese organismo. Pero otra hipótesis dice que tal vez no se trate sólo de ingenuidad, porque la opción de asociarse íntimamente a Washington seduce a muchos en Brasilia. Prueba de ello es que pocos días después de asumir su cargo el actual canciller de Dilma Rousseff, Antonio Patriota, otorgó un extenso reportaje a Paulo Cesar Pereira, de la revista Veja. La primera pregunta que le formulara el periodista fue la siguiente: “En todos sus años como diplomático profesional, ¿qué imagen se formó de Estados Unidos?” La respuesta fue asombrosa, sobre todo por provenir de un hombre que se supone debe defender el interés nacional brasileño y, a través de las instituciones como el Mercosur, la Unasur y la CELAC, participar activamente en promover la autodeterminación de los países de los países del área: “Es difícil hablar de manera objetiva porque tengo una involucración emocional (¡sic!) con los Estados Unidos a través de mi familia, de mi mujer y de su familia. Existen aspectos de la sociedad americana que admiro mucho.”[1]
Lo razonable hubiera sido que se le pidiera de inmediato la renuncia por “incompatibilidad emocional” para el ejercicio de su cargo, para decirlo con delicadeza, cosa que no ocurrió. ¿Por qué? Porque es obvio que coexisten en el gobierno brasileño dos tendencias: una, moderadamente latinoamericanista, que prosperó como nunca antes bajo el gobierno de Lula; y otra que cree que el esplendor futuro del Brasil pasa por una íntima asociación con Estados Unidos y, en parte, con Europa, y que recomienda olvidarse de sus revoltosos vecinos. Esta corriente todavía no llega a ser hegemónica al interior del Palacio del Planalto pero sin duda que hoy día encuentra oídos mucho más receptivos que antes.
Este cambio en la relación de fuerzas entre ambas tendencias salió a luz en numerosas ocasiones en los últimos días. Pese a ser uno de los países espiados por Estados Unidos, y a que Brasilia dijera que el hecho era “extremadamente grave” tras cartón se hizo público que no se le asignaría asilo político a Edward Snowden, quien denunció la gravísima ofensa inferida al gigante sudamericano. Otro: la muy lenta reacción de la presidenta brasileña ante el secuestro del que fuera víctima Evo Morales la semana pasada: si los presidentes de Cuba, Ecuador, Venezuela y Argentina (amén del Secretario General de la Unasur, Alí Rodríguez) se tardaron apenas unos pocos minutos luego de conocida la noticia para expresar su repudio a lo ocurrido y su solidaridad con el presidente boliviano, Rousseff necesitó casi quince horas para hacerlo.
Después, inclusive, de las duras declaraciones del mismísimo Secretario General de la OEA, cuya condena se conoció casi en coincidencia con la de los primeros. Conflictos y tironeos al interior del gobierno que aduciendo un inverosímil pretexto (las masivas protestas populares de los días anteriores, ya por entonces apagadas) impidieron que la mandataria brasileña no asistiera al encuentro de presidentes que tuvo lugar en Cochabamba, una ciudad localizada a escasas dos horas y media de vuelo desde Brasilia, debilitando el impacto global de esa reunión y, en el plano objetivo, coordinándose con la estrategia de los gobiernos de la Alianza del Pacífico que, como lo sugiriera el presidente Rafael Correa, bloquearon lo que debió haber sido una cumbre extraordinaria de presidentes de la Unasur.
Para una América Latina emancipada de los grilletes neocoloniales es decisivo contar con Brasil. Pero ello no será posible sino a cuentagotas mientras no se resuelva a favor de América Latina el conflicto entre aquellos dos proyectos en pugna. Esto no sólo convierte a Brasil en un actor vacilante en iniciativas como el Mercosur o la Unasur, lo que incide negativamente sobre su gravitación internacional, sino que lo conduce a una peligrosa parálisis en cruciales cuestiones de orden doméstico. Por ejemplo, a no poder resolver desde el 2009 dónde adquirir los 36 aviones caza que necesita para controlar su inmenso territorio, y muy especialmente la gran cuenca amazónica y sub-amazónica, a pesar del riesgo que implica dilatar la adquisición de las aeronaves aptas para tan delicada tarea. Una parte del alto mando y la burocracia política y diplomática se inclina por un re-equipamiento con aviones estadounidenses, mientras que otra propone adquirirlos en Suecia, Francia o Rusia. Ni siquiera Lula pudo zanjar la discusión. Esta absurda parálisis se destrabaría fácilmente si los involucrados en la toma de decisión se formularan una simple pregunta: ¿cuántas bases militares tienen en la región cada uno de los países que nos ofertan sus aviones para vigilar nuestro territorio? Si lo hicieran la respuesta sería la siguiente: Rusia y Suecia no tienen ni una; Francia tiene una base aeroespacial en la Guayana francesa, administrada conjuntamente con la OTAN y con presencia de personal militar estadounidense; y Estados Unidos tiene, en cambio, 76 bases militares en la región, un puñado de ellas alquiladas a -o co-administradas con- terceros países como el Reino Unido, Francia y Holanda. Algún burócrata de Itamaraty o algún militar brasileño entrenado en West Point podría aducir que esas se encuentran en países lejanos, que están en el Caribe y que tienen como misión vigilar a la Venezuela bolivariana.
Pero se equivocan: la dura realidad es que mientras ésta es acechada por 13 bases militares norteamericanas instaladas en sus países limítrofes, Brasil se encuentra literalmente rodeado por 23, que se convierten en 25 si sumamos las dos bases británicas de ultramar con que cuenta Estados Unidos –vía la OTAN- en el Atlántico ecuatorial y meridional, en las Islas Ascensión y Malvinas respectivamente. De pura casualidad los grandes yacimientos submarinos de petróleo de Brasil en encuentran aproximadamente a mitad camino entre ambas instalaciones militares.[2] Ante esta inapelable evidencia, ¿cómo es posible que aún se esté dudando a quién no comprarle los aviones que el Brasil necesita? La única hipótesis realista de conflicto que tiene ese país (y toda América Latina, digámoslo de paso) es con Estados Unidos. En esta parte del mundo hay algunos que pronostican que el enfrentamiento será con China, ávida por acceder a los inmensos recursos naturales de la región. Pero mientras China invade la región con un sinnúmero de supermercados Washington, lo hace con toda la fuerza de su fenomenal músculo militar, pero rodeando principalmente a Brasil. Y, por si hiciera falta George W. Bush reactivó también la Cuarta Flota (¡en otras de esas grandes “casualidades” de la historia!) justo pocas semanas después que el presidente Lula anunciara el descubrimiento del gran yacimiento de petróleo en el litoral paulista. Pese a ello persiste la lamentable indefinición de Brasilia. ¿O es que ignoran sus dirigentes las enseñanzas de la historia? ¿No sabían que John Quincy Adams, el sexto presidente del país del Norte, dijo que “Estados Unidos no tiene amistades permanentes, sino intereses permanentes”? ¿Desconocen los funcionarios a cargo de estos temas que ni bien el presidente Hugo Chávez comenzó a tener sus primeros diferendos con Washington la Casa Blanca dispuso el embargo a todo envío de partes, repuestos y renovados sistemas de aeronavegación y combate para la flota de los F-16 que tenía Venezuela, misma que por eso mismo quedó inutilizada y tuvo que ser reemplazada? No hace falta demasiada inteligencia para imaginar lo que podría ocurrir en el para nada improbable caso de que se produjera un serio diferendo entre Brasil y Estados Unidos por la disputa del acceso a, por ejemplo, algunos minerales estratégicos que se encuentran en la Amazonía; o al petróleo del “pre-sal”; o, el escenario del “caso peor”, si Brasilia decidiera no acompañar a Washington en una aventura militar encaminada producir un “cambio de régimen” en algún país de América Latina y el Caribe, replicando el modelo utilizado en Libia o el que se está empleando a sangre y fuego en Siria. En ese caso, la represalia que merecería el “aliado desleal”, en ese hipotético caso el Brasil, que renuncia a cumplir con sus compromisos sería la misma que se le aplicara a Chávez, y Brasil quedaría indefenso. Ojalá que estas duras realidades pudieran comenzar a discutirse públicamente y que esa gran nación sudamericana pueda comenzar a discernir con claridad donde están sus amigos y quiénes son sus enemigos, por más que hoy se disfracen con una piel de oveja. Esto podría poner término a sus crónicas vacilaciones. Ojalá que la reunión de hoy del Mercosur en Montevideo y la próxima de la Unasur puedan convertirse en las ocasiones propicias para esta reorientación de la política exterior del Brasil.