Modernidad y posmodernidad en el Manifiesto Comunista

MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD EN EL MANIFIESTO COMUNISTA
Sergio de Zubiría Samper
Quiero para iniciar esta reflexión, manifestar mi emoción y felicitar a la Universidad Nacional de Colombia y al Comité Organizador “Marx Vive”, porque nos permite en estas horas tan difíciles del pensamiento crítico, darle un espacio a uno de los pensadores emblemáticos de la tradición occidental de la crítica.
El título de la presente ponencia está colmado de malentendidos, tan lleno de lugares comunes y diría que hasta de prejuicios, que relacionar Modernidad y Posmodernidad en el Manifiesto Comunista para muchos sería casi una herejía. Lo que me hace ineludible hacer referencia a algunas reglas del juego, para que podamos crear un escenario adecuado de comprensión y comunicación.
Limitaciones trágicas
El debate Modernidad/Posmodernidad, considero, ha adolecido de dos trágicas limitaciones. La primera, el prefijo “post” ha sido el término más desafortunado, porque insinúa a cualquier oyente, remite a cualquier lector, a una idea evolucionista y lineal, como si la posmodernidad viniera necesariamente después de finalizada la modernidad.
Y hoy podemos postular que los teóricos más rigurosos de la posmodernidad nunca la han entendido así, como una etapa siguiente o una etapa post a la experiencia vital de la modernidad. La segunda gran limitación es nuestro todavía persistente maniqueísmo; siempre tendemos a caricaturizar la perspectiva distinta a la nuestra.
Y en ese sentido, en las caricaturizaciones se dan ejemplos tan disímiles, como para algunos creer que la posmodernidad simplemente es “todo vale”, o un relativismo escéptico o simplemente una nueva ideología de consumo. Una alumna mía, con ese pensamiento casi imagen que caracteriza actualmente a muchos jóvenes, un día me decía: “Eso que usted está hablando me suena es como a importaculismo”.
Pero, desde la otra orilla, el maniqueísmo caricaturizador posmoderno también ha visto la modernidad como la responsable de los campos de concentración, de la destrucción de la naturaleza, etc., como la filosofía de la identidad totalitaria realizada, y esa es otra caricatura.
Creo que luego de más de 15 años de debate filosófico, podemos tener una mente y un lenguaje decantado para comprender que no es posible seguir en ese maniqueísmo. Creo que hay dos textos emblemáticos y reveladores que nacen el mismo año de 1985: El discurso filosófico de la modernidad, de J. Habermas, y El fin de la modernidad, de G. Vattimo. Ambos textos muestran la altura e importancia teórica de esta discusión para comprender nuestra época. Considero que, decantando el lenguaje y luchando contra nuestro perseverante maniqueísmo, podríamos llegar a tres acuerdos provisionales.
El primero, tanto la noción de Modernidad como de Posmodernidad es muy plural y bastante polisémica. Hay modernidad neoliberal, hay modernidad rawlsiana, existe modernidad comunitarista, también modernidad habermasiana y otras alternativas. Podríamos postular hasta que, en el seno de cada una de las anteriores, existen modernidades y no sólo modernidad. García Canclini en su texto Culturas híbridas (1989), llega a plantear que en América Latina coexisten contradictoria y desigualmente varias modernidades.
El segundo, que hay ciertos “rasgos de familia”, utilizando un pertinente término de Wittgenstein, que no excluye que existan miembros de familia muy distintos. Estos “rasgos de familia”, considero, son los ejes donde gira el debate entre modernos y posmodernos, aunque las perspectivas en el seno de cada grupo son demasiado desiguales. Estos posibles cuatros ejes son: 1. Los modernos propugnan tendencialmente por el universalismo; Habermas ha aportado una frase bellísima que sintetiza el debate: “Ser resueltamente moderno es considerar que en el hablar, en el pensar y en el actuar hay principios universales”.
En cambio los posmodernos en su mayoría no están de acuerdo: ni en el pensar, ni en el hablar, ni en el actuar hay principios universales. Habrá principios contextuales, más o menos generales o comunitaristas, pero no absolutamente universales;
2. En general los modernos creen que el sentido de la historia va hacia la modernidad, y es lo deseable. En ese sentido poseen un sentido unitario de la historia: ojalá todos vayamos hacia la modernidad. Los posmodernos, en general no.
Por eso Vattimo ha expuesto reiteradamente que hoy vivimos la experiencia del fin del sentido unitario de la historia. No de la historia, como finalizada o terminada, porque ella es interminable (M. Ende), sino que hay unos que van para la modernidad, pero no necesariamente todos. Hay comunidades culturales concretas que yuxtaponen modernidad, tradición y posmodernidad, otras que desean no ir hacia la modernidad, y hay que respetarlo;
3. La experiencia del tiempo que propugnan los modernos siempre valora el futuro, el cambio, la innovación, y en ese sentido hay una cierta relación de valoración mayor hacia lo nuevo y hacia el futuro que hacia otros tiempos. En cambio, los posmodernos creen que la experiencia del tiempo puede ser diversa y por eso adoran la frase de Nietzsche “el eterno retorno de lo mismo”, o pueden comprender la frase de muchas comunidades indígenas de América Latina que dicen “el futuro está atrás, el pasado está adelante”; 4.
En general, los modernos creen en una teoría y práctica del progreso. Aunque sean muy diversos los criterios para evaluarlo, se imaginan y narran la historia como un progreso moral, un progreso cultural, un progreso técnico, mientras los posmodernos, por lo menos, tienen la duda o desconfianza ante el concepto. Será que no es posible retrocesos, será que no es posible estancamientos, no avances o de carácter contradictorio, o un “eterno retorno” sin pasado ni futuro u otras posibilidades.
Y el tercero de nuestros acuerdos provisionales: abrirnos, aunque sea por unos momentos, a la posibilidad de esa frase y giro bastante difícil, que planteara J. F. Lyotard en La posmodernidad (explicada a los niños) (1986), una apertura como homenaje a su muerte reciente: “Una obra no puede convertirse en moderna si, en principio, no es ya posmoderna. El posmodernismo así entendido no es el fin del modernismo sino su estado naciente, y este estado es constante”, aceptando que para todos nosotros, formados en la historia evolucionista es un giro bastante difícil e inaccesible.
Desde que nació la modernidad aparecieron pensadores posmodernos y, en sentido histórico, en el siglo que emergió la modernidad nacieron también componentes posmodernos. Tal tesis no podría compartirla G. Vattimo, porque este autor ubica aproximadamente el nacimiento de la posmodernidad filosófica en la segunda etapa de F. Nietzsche, luego de El origen de la tragedia (1871). De todas maneras, la propuesta de Lyotard es una posibilidad de impedir que el prefijo “post” se nutra de rasgos unilineales, evolucionistas y maniqueos.
Lecturas modernas
El Manifiesto Comunista (1848) ha sido en los últimos años tema y preocupación de lecturas modernas y posmodernas. Es notorio un renacimiento y revitalización de sus posibles lecturas gracias a esas dos perspectivas. Tal vez las propuestas más emblemáticas de una lectura moderna son las insinuadas por Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire (1982) y Jacques Derrida Espectros de Marx (1995), de una lectura posmoderna, esta última con un subtítulo verdaderamente atractivo: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional.
Tanto Berman como Derrida, confiesan avergonzados que hace mucho tiempo no leían el Manifiesto, como tenemos que confesarlo también algunos de nosotros, pero gracias, de alguna manera, a toda esta importante discusión moderna/posmoderna que ocupa bastante a distintos intelectuales desde los años 80, releen el Manifiesto. Derrida desde fisuras y giros posmodernos; Berman desde una propuesta de lectura moderna.
Las interpretaciones dominantes tanto del Manifiesto Comunista como del marxismo, en los años 80 y 90, consideran, y estoy de acuerdo con ello, que el texto es una pieza clave, una de las más importantes del siglo XIX para reflexionar sobre qué es eso de la modernidad.
Berman incluso narra una circunstancia bastante trágica: que cuando él tenía seis años todo el mundo le decía “usted vive en un barrio moderno, usted vive en un edificio moderno, usted vive en una ciudad moderna”, y poco después de terminar su libro, su hijo Marc de cinco años, le fue arrebatado en un accidente automovilístico y a él le dedica su obra, porque “su vida y su muerte acercan al hogar muchos de los temas e ideas del libro: la idea de que los que están más felices en el hogar, como él lo estaba, en el mundo moderno pueden ser los más vulnerables a los demonios que los rondan”.
En muy pocos casos se ha señalado que el Manifiesto Comunista pueda contener rasgos posmodernos, y considero que, en general, es plausible estar de acuerdo en que lo dominante en el texto es su carácter de pieza clave para entender esa enigmática, compleja palabra, y hoy impresionantemente polisémica: modernidad, modernización, modernismo. Pero, de todas maneras, nos arriesgaremos, con muchos grandes lectores contemporáneos de Marx y Engels, al afirmar que se pueden develar algunas fisuras, pequeños entretejidos de espectros posmodernos.
Hoy creo que el Manifiesto Comunista se podría leer, por lo menos, desde cuatro perspectivas. Propuestas de interpretación, todas ellas, que enriquecen la vitalidad de la tradición marxista. La primera: es uno de los más pertinentes textos del pensamiento occidental para apropiar qué es la modernidad en general. La segunda: en el Manifiesto nace la modernidad crítica y, en ese sentido, Marx no es tanto la apropiación de la modernidad en general, sino de un tipo de modernidad crítica.
Tercera: Marx es un crítico de la modernidad en su forma capitalista, uno de los más profundos críticos, pero postula una modernidad diferente: comunista, socialista, siempre anticapitalista. Y cuarta, que es la más difícil y arriesgada y, por momentos, no la más pertinente: el Manifiesto es una crítica de la modernidad en general, tanto en sus formas capitalistas como no-capitalistas y, en algún sentido, hay en él atisbos, pequeñas claves posmodernas.
En un recorrido sucinto por las lecturas modernas dominantes del Manifiesto Comunista, podríamos recurrir a algunas de sus tesis y acentos en el seno del interesante debate del marxismo actual.
J. Habermas sostiene que en el marco del discurso filosófico de la modernidad, el Manifiesto es el texto que denunció precozmente algunos de los elementos patógenos de la modernidad. La gran crítica contenida en el Manifiesto es al hombre y al sujeto abstracto que instauran las revoluciones burguesas modernas. Ese sujeto que vuelve la igualdad y la libertad derecho a la disociación, al egoísmo. En este sentido, el Manifiesto y el marxismo son una crítica radical a la subjetividad abstracta de la modernidad capitalista.
Irving Fetscher formula que el marxismo es una especie de aceptación crítica del desarrollo moderno capitalista, que Marx y Engels saludan en el Manifiesto la importante dinámica del crecimiento capitalista, pero al mismo tiempo critican lúcidamente los enormes destrozos, costos humanos y naturales que tiene esa forma de modernidad capitalista.
Callinicos, uno de los más recurrentes críticos de la posmodernidad, plantea que Marx, Nietzsche y Saint-Simon pueden ser considerados como los fundadores de las tres formas más influyentes de modernidad. Cada uno de ellos inaugura una tradición para entender las características centrales de la modernidad. Llama la atención que tanto para Berman como para Callinicos, Nietzsche sea situado como un típico representante de la modernidad.
Pero, quisiera detenerme un poco en el texto emblemático de Marshall Berman, que es de cierta forma el que anticipa la polémica sobre el papel del Manifiesto en el contexto de una interpretación moderna de su contenido. Berman confesando algo sobre el Manifiesto Comunista dice: “Hace más de 30 años cuando yo era joven me enseñaron que el Manifiesto Comunista era un trabajo obsoleto y que aun cuando pudiera ayudarnos a entender el mundo de 1860, lo cierto es que no tenía ninguna relación con el mundo de 1960, el mundo de la guerra fría y el Estado de bienestar. Es irónico, pero a medida que me hago viejo, el Manifiesto parece rejuvenecer y hasta podía resultar que tenga más relevancia a finales del siglo XX que a mediados del XIX”.
Cada día se convierte en una especie de guía que nos indicará cómo es en verdad la vida en el capitalismo contemporáneo; la fuerza del Manifiesto reside en la luz que hoy nos arroja para comprender la vida espiritual de fines del milenio.
Pero, además, Berman logra una definición de la modernidad de una de las maneras más literarias y vitales que pueda hacerse:
Hay una forma de experiencia vital, la experiencia del tiempo y del espacio de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida que comparten hoy los hombres y mujeres de todo el mundo de hoy. Llamaré a este conjunto de experiencia vital, la modernidad. Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo, y que al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. En una palabra, ser modernos es formar parte de ese universo en que, como dijera Marx: todo lo sólido se desvanece en el aire.
Tuvimos la mala fortuna de que la hermosísima traducción de esa última frase, que Berman escoge como título de su libro, casi ninguno de nosotros la conoció en nuestra juventud. Berman sostiene cuatro grandes tesis del Manifiesto Comunista en su visión de la modernidad:
En primer lugar, Marx concibe la modernidad en el Manifiesto como una totalidad; totalidad cultural, totalidad económica, totalidad religiosa, y esa es una virtud, estableciendo siempre relaciones entre el todo y la parte, y viceversa. Es de los pocos pensadores que hace un esfuerzo reflexivo de comprender la interrelación y la masilla de todas las expresiones de la modernidad.
En segundo lugar, no bifurca modernidad, modernismo y modernización, como lo hacen aproximaciones como el neoliberalismo. La modernidad desde su acta de nacimiento establece las distinciones y relaciones entre estos tres momentos constitutivos del proyecto; en cambio el neoliberalismo reduce la realización del programa moderno a una modernización sin modernidad. Marx nunca le hizo el juego a esa modernización tecnológica que renuncia a la autonomía, la subjetividad, la crítica, etc.
En tercer lugar, clarifica integralmente el nexo entre cultura moderna, economía y sociedad burguesa moderna, que no lo hacen otras teorías de la modernidad. No cae en concepciones reduccionistas de tipo “culturalista” o “economicista”, sino encuentra los nexos dialécticos entre estas esferas de la vida social.

Y en cuarto lugar, logra percibir la profundas ambigüedades y contradicciones de la modernidad capitalista, así como las percibe Fausto, como las percibe Nietzsche, como las percibe Benjamin y muchos otros, pero con una gran capacidad anticipatoria. En su cuidadosa lectura del Manifiesto, ilustra estas contradiciones con cinco metáforas implícitas a lo largo de las profundas palabras de este texto: lo efímero y evanescente de la experiencia moderna; la autodestrucción innovadora; el hombre desguarnecido; la metamorfosis de todos los valores; la pérdida de aureola.

El momento más dramático de esta interpretación de la modernidad evanescente, productiva/destructiva, solipsista, incierta en los valores y que todo lo mercantiliza, es la conclusión con que cierra su lectura de Marx: ¿Cómo asumir hoy el Manifiesto Comunista y su fuerza, en una situación en que no se puede desconocer la tensión existente entre la percepción crítica de Marx y sus esperanzas radicales?

Y responde con una posición, que considero muy valiente y exigente para su cumplimiento, la cual recuerda la fértil tradición del marxismo desesperanzado de Walter Benjamin. Recordando a A. Gramsci, remite Berman a este gran marxista que entendió la esencia de una lectura contemporánea del Manifiesto, con estas bellísimas y enigmáticas frases: “Pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad”, próxima a aquella consigna colmada de imaginación de los jóvenes en mayo del 68: “Seamos realistas, exijamos lo imposible”.

Fisuras posmodernas

Al lado de estas propuestas modernas, encontramos por lo menos cuatro autores, que empiezan a sugerir perspectivas de leer el Manifiesto Comunista de otra manera. Que sugieren giros, matices, fisuras de carácter posmoderno. Su precursor, nos parece, es M. Blanchot, en uno de los más breves trabajos que se ha escrito sobre Marx (dos páginas), bastante desconocido por los lectores hispanoparlantes e intitulado “Los tres lenguajes de Marx”.

Blanchot, en ese trabajo de dos páginas, con inmensa agudeza, nos dice: “Siempre venideros de Marx, vemos tomar fuerza y forma a tres clases de lenguajes, los cuales son los tres necesarios, pero separados y más que opuestos, como yuxtapuestos. El contraste que los mantiene juntos designa una pluralidad de exigencias a la que desde Marx, cada uno al hablar, al escribir, no deja de sentirse sometido…”; algo muy valioso del Manifiesto, nos lo recuerda Blanchot, es que es un lenguaje, y ser comunista no es sólo aceptar un sistema o una teoría filosófica: es también un constante desafío en nuestra manera de hablar y la ineluctable necesidad del asedio de la justicia, la dignidad y la igualdad humana.

Ser comunista es una forma de hablar, una forma de hablar que está en Marx y Engels. El lenguaje comunista es siempre a la vez tácito y fuerte, político y sabio, directo e indirecto, total y fragmentario, lento y casi instantáneo. En Marx hay por lo menos tres lenguajes visibles, y en el Manifiesto se puede percibir que coexisten en forma incómoda y heterogénea.

El primero es el lenguaje filosófico, que es directo, pero lento. Marx aparece como el escritor de pensamiento, en el sentido de que ha salido de la gran tradición del logos filosófico (“lo que concebís para la propiedad antigua, no os atrevéis a admitirlo para la propiedad burguesa”). Pero, al mismo tiempo hay un lenguaje político, que es momentáneo, más que directo y más que breve, cortocircuita todo lenguaje (“el primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia”). Además, hay un tercer lenguaje: es el lenguaje indirecto, el más lento de los tres, el del discurso científico (“todas las relaciones de propiedad han sufrido constantes cambios históricos, continuas transformaciones históricas”).

Uno de los problemas del marxismo posterior a Marx y Engels es que predominó uno solo de estos lenguajes. Stalin y gran parte del marxismo soviético creyeron que Marx sólo era científico. Se cortó la fuerza de su “pluralidad de exigencias”, se pasteurizó la noción de “ciencias”, y se pretendió que un mundo tan complejo fuera entregado a la custodia de un único agente.

Inspirado por momentos en M. Blanchot, Jacques Derrida empieza con una micrología, la frase inicial del Manifiesto Comunista, y dedica su texto al gran luchador comunista contra el apartheid: Chris Hani. Los Espectros de Marx: el estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional (1995) es una obra muy sugerente hacia una propuesta posmoderna de comprensión del Manifiesto y, en general, del pensamiento de Marx.
Como M. Berman, pero con intenciones muy diferentes, inicia su trabajo confesando sus muchos años de ausencia de lectura de este emblemático trabajo: “Hace más de un año tenía decidido llamar a los espectros por su nombre desde el título de esta conferencia de apertura ‘Espectros de Marx’; el nombre común y el nombre propio estaban ya impresos, estaban ya en el programa cuando muy recientemente releí el Manifiesto del Partido Comunista. Lo reconozco avergonzado: no lo había hecho desde hacía decenios –y eso debe revelar algo–. Bien sabía yo que allí esperaba un fantasma, y desde el comienzo, desde que se levanta el telón”.
Y unas páginas más adelante nos asevera Derrida en forma categórica: “Será siempre un fallo no leer y releer y discutir a Marx. Es decir, también a algunos otros, y más allá de la ‘lectura’ o de la ‘discusión’ de escuela. Será cada vez más un fallo, una falta contra la responsabilidad teórica, filosófica, política… No habrá porvenir sin ello. No sin Marx. No hay porvenir sin Marx. Sin la memoria y sin la herencia de Marx: en todo caso de un cierto Marx: de su genio, de al menos uno de sus espíritus. Pues ésta será nuestra hipótesis o más bien nuestra toma de partido: hay más de uno, debe haber más de uno”.
Cuando Marx afirmaba sinceramente “Yo no soy marxista”, es porque sabía que su teoría no debería ser ni unívoca ni homogénea, sino que abría la posibilidad de marxismos; y él mismo era contradictorio, porque un pensar vigoroso así tiene que ser. La vitalidad de su legado implica reconocer que existe más de un Marx, pero también menos de uno; de otra manera lo petrificamos, lo esterilizamos. No se necesita ser marxista o comunista para rendirse ante la evidencia de que “habitamos todos un mundo” que conserva de forma directa o no, visible o no, con una gran profundidad, la marca de la herencia de Marx. De al menos alguno de sus espíritus.
¿Pero cuál es el espectro que nos asedia? ¿Qué contiene el espectro que interpela al Marx del Manifiesto y a Hamlet? “¡Ah, el amor de Marx por Shakespeare!”. Nos asedia la justicia. El problema más difícil es que el derecho moderno se ha sustentado en la venganza no en la justicia, como lo saben Hamlet, Marx, Nietzsche, Benjamin, entre otros. La justicia ha tendido a reducirse en reglas, normas, representaciones jurídicas-morales o deber cumplido. Una justicia reducida a compensación o retribución. La justicia de Marx es otra justicia, como la de Shakespeare. El padre de Hamlet se le aparece como el espectro que exige el asedio y la justicia.
El espectro del Manifiesto es el asedio de una justicia distinta a una justicia solamente jurídica. Marx lo dice en sus Reflexiones de un joven para elegir profesión. Lukács hablará del jacobinismo plebeyo del joven Marx; aquel individuo que escoge el derecho por dos razones, dos ideales que aunque parezcan ser incompatibles son compatibles por el asedio de la justicia. En una profesión uno puede ennoblecer su espíritu y al mismo tiempo servirle a toda la humanidad.
La justicia tiene que ver con el donar. Quien no esté en el estado de ánimo de regalar, de donar, de tener sentimientos morales ante el dolor ajeno, nunca será justo. En ese sentido tenemos que deconstruir el espectro de Marx; necesitamos que por fin el derecho se sustraiga a la fatalidad de la venganza. Nuestra deuda con el legado del marxismo tiene que ver con una justicia que tenga que ver con el asedio, el espectro, la conjunción con el otro.
Otro pensador que, consideramos, también inaugura una posibilidad de comprensión y lectura posmoderna del pensamiento de Marx es Antonio Negri. En su ya divulgada obra El poder constituyente: ensayo sobre las alternativas de la modernidad (1994 en castellano), y en otros ensayos en colaboración con F. Guattari como Las verdades nómadas: por nuevos espacios de libertad (1989), desarrolla sugestivas propuestas de lectura del marxismo en este fin de siglo. La complejidad y lucidez de sus sugerencias nos exigirían algunas referencias más detalladas, que rebasan las intenciones de este escrito; por tanto, nos limitaremos a esbozar puntual y brevemente algunas de sus tesis.
Tanto Negri como M. Foucault perciben que las maneras para pensar el poder han sido muy estrechas. Dos modelos han predominado: los jurídicos, que sólo interrogan por lo que lo legitima, y los institucionales, que reducen el problema al Estado. Se hace necesario ampliar las dimensiones de una definición del poder con premisas tales como: el poder no es sólo una cuestión teórica sino algo constitutivo de nuestra experiencia; la relación entre racionalización y abusos del poder es evidente; no se trata de un proceso abstracto a la razón (“aburrido papel de racionalista o irracionalista” ), sino de análisis de racionalidades específicas, como la locura, la muerte, el derecho, la enfermedad, la sexualidad, etc..; analizar las formas de resistencia a los diferentes tipos de poder; promover nuevas formas de subjetividad distantes al tipo de individualismo que ha dominado los últimos siglos.
La tradición democrática del sujeto y del poder es urgente buscarla en Maquiavelo, Spinoza, Marx y Foucault, y la categoría central de esa herencia es la noción de “poder constituyente”. Por esto Negri sostiene: “El paradigma del poder constituyente es el de una fuerza que irrumpe, quebranta, interrumpe, desquicia todo equilibrio preexistente y toda posible continuidad. El poder constituyente está ligado a la idea de democracia como poder absoluto”. Y han sido muchos los intentos para su “domesticación” (“poder constituido”) en la historia moderna: constitucionalismo, la idea de soberanía, el sujeto adecuado como “nación”, “pueblo”, “derechos”, entre otras de las estrategias posibles.
Marx representa, para Negri, un punto crucial al lograr la intersección entre la crítica del poder y la crítica del trabajo. En su largo recorrido de la crítica, Marx logra en forma lenta y difícil llegar a construir en la noción y práctica del “comunismo”, la categoría de “poder constituyente”. En la noción de comunismo llega a sintetizar la tradición materialista, como definición de la democracia como expresión de la potencia y el poder.
Sin embargo, Negri complementa su teoría del poder constituyente exigiendo ir “más allá” de los límites de lo moderno. Y lo moderno posee como primer límite su temor a que la multitud pueda expresarse como subjetividad y como segundo límite, la neutralización de la multitud en lo político, a través de su separación de lo social.
Por eso necesitamos un socialismo –dice Negri– que vaya más allá de lo moderno, porque lo moderno es miedo a la multiplicidad y escisión de lo político y lo social. Y esa necesidad de ir “más allá” de lo moderno lo sustenta en el párrafo final de su conocida obra, así: “La constitución de la potencia es la experiencia misma de la liberación de la multitud. Es indiscutible que, de esta forma y con esta fuerza, el poder constituyente no pueda dejar de reaparecer; y que no pueda sino imponerse como hegemonía en el mundo de la vida es necesario. A nosotros nos toca acelerar esta potencia y, en el amor del tiempo, interpretar su necesidad”.
Quisiéramos terminar rindiéndole un homenaje a A. Sánchez Vásquez, quien ha sido para muchos de nosotros, importante orientador e inspirador en la historia del marxismo latinoamericano. Es de esos marxistas que saben que el vigor crítico de un pensamiento es saber dialogar con los objetores, y dialoga en los últimos años con la posmodernidad. Notas de ese diálogo han sido publicadas en un breve, pero insinuante ensayo, “Posmodernidad, posmodernismo y socialismo” (1993). En una conversación crítica y sincera con la posmodernidad, Sánchez Vásquez postula una interesante ubicación del pensamiento de Marx.
Marx de alguna manera es un pensador moderno, pero es un pensador moderno que tiene algunos atisbos radicalmente críticos de la modernidad, al proponer superar algunos elementos de una modernidad patógena. Un Marx mucho más radical que Habermas en esa crítica. “La visión marxiana de la modernidad es inseparable de la crítica a fondo de su forma burguesa”.
Hablaríamos de cuatro elementos: el universalismo, la idea de progreso, la historia teleológica hacia un único fin, y el productivismo. Y los acentos del profesor Sánchez Vásquez son los siguientes: Marx sigue siendo universalista. Es hijo de Kant, heredero de Hegel. Marx sigue siendo alguien que cree desesperanzada o esperanzadamente en el progreso, pero no en una cualquiera concepción del progreso, porque existen muy diversas vertientes de la idea de progreso: la versión escatológica cristiana del progreso, aquella que se origina en las ciencias naturales y en la tecnociencia, también la versión que se origina en la economía y la calidad de vida, pero existe otra alternativa que convierte en criterio la autonomía y autogestión de los ciudadanos libres. A esa es la que se arriesga el radicalismo de Marx.
“Marx no se desprende totalmente del lastre racionalista universal, progresista, teleológico y eurocéntrico del pensamiento burgués ilustrado”.
Marx nunca creyó en un socialismo o en el capitalismo productivista, en la producción que destruye o en la tecnociencia como único criterio de desarrollo social; nunca le apostó a una modernización sin modernidad. No podría conciliar con una visión neoliberal de la modernidad.
Consideramos, para terminar, y Sánchez Vásquez lo solicita al concluir su ensayo, que en Marx no hay una concepción teleológica unilineal de la historia. Contribuir a fundar, esclarecer y guiar la realización de ese proyecto de emancipación que, en las condiciones posmodernas, sigue siendo el socialismo –un socialismo si se quiere posmoderno– sólo puede hacerse en la medida en que la teoría de la realidad que hay que transformar y de las posibilidades y medios para transformarla, esté atenta a los latidos de esa realidad y se libere de las concepciones teleológicas, progresistas, productivas y eurocéntricas de la modernidad, que llegaron incluso a impregnar al pensamiento de Marx y que se han prolongado en nuestro tiempo.
Acompañado de dos afirmaciones de Marx en el Manifiesto Comunista, sería inútil persistir en esa unilinealidad teleológica. Dos breves alusiones en la última parte del capítulo II y la primera del capítulo I escriben Marx y Engels: “Surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de toda la sociedad. Las comunidades, de alguna manera, y los individuos decidirán su destino histórico”; nada más ajeno a una posible interpretación determinista o teleológica de la historia.
Y aquella frase que ya casi todos conocemos de memoria: “La historia de toda la sociedad hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”. Advirtiéndose que el “hasta nuestros días” es necesariamente una frase condicional, podrá haber y existirán historias y destinos distintos. Y recordando la famosa nota de pie de página que le añade Engels a la nueva edición del Manifiesto Comunista, esa frase que también de alguna manera relativizada, es una parte de la historia, no toda la historia. Engels añade: “La historia escrita”. Por eso quien le añadió al marxismo una idea teleológica unilateral de la historia, no creo que haya sido Marx.
Bibliografía
Berman, M., Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI Edit., España, 1988.
Blanchot, M., La risa de los dioses, Edit. Taurus, Madrid, 1976.
Derrida, J., Espectros de Marx, Edit. Trotta, España, 1995.
García Canclini, N., Culturas híbridas, Edit. Grijalbo, México, 1990.
Habermas, J., El discurso filosófico de la modernidad, Edit. Taurus, Madrid, 1995.
Lyotard, J. F., La posmodernidad (explicada a los niños), Edit. Gedisa, España, 1996.
Negri, A., El poder constituyente, Edic. Libertarias, España, 1994.
Negri, A. y F. Guattari, Las verdades nómadas, Edit. Iralka, Bilbao, 1996.
Sánchez Vázquez, A., “Posmodernidad, posmodernismo y socialismo”, en Revista Plural, No. 3, Año 1.
Vattimo, G., El fin de la modernidad, Edit. Gedisa, España, 1996.
Vega, R. (editor), Marx y el siglo XXI, Edic. Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998.

Dejar una respuesta