Nuevos retos tras la crisis de seguridad. Enero de 2025. LPG

Cada cierto tiempo se informa de la detención de personas acusadas de pertenecer a la pandilla; no es intermitente sino una suerte de patrón de publicaciones sociales con el propósito de mantener el asunto en la agenda. ¿Qué asunto? El del peligro que representan los eventuales remanentes de esa mafia y la necesidad de mantener vigente el régimen de excepción, la militarización del espacio y de la seguridad pública.
En ese sentido, valga decir que el gobierno es víctima de su propio éxito, el de su manejo de la agresión terrorista de hace dos años y medio, el de la recuperación del control territorial y el del modo en que administró la narrativa: la suma de esos tres sucesos, el operativo, el social y el comunicacional dieron como resultado que la población ya no le tema a la pandilla y la considere el pasado.
El fin de semana homicida de marzo de 2022 representó el clímax del terror de la nación ante los delincuentes; ese miedo cultivado durante la última década y la respuesta punitiva de la institucionalidad se conjugaron para valerle al gobierno y a su cúpula la popularidad de la que gozó al final del quinquenio. Es que a diferencia de otros países en los que un régimen debió inventarse enemigos para cultivar entre su gente una falsa idea de seguridad que justificara los excesos autoritarios, en El Salvador la amenaza fue real y se constituyó en una suerte de estado dentro del Estado, con sus propias reglas, voceros, códigos y territorios.
En otros países, el peligro es diseñado políticamente para despertar temor y cosechar en él; en El Salvador, la victimización fue real, sostenida, y al reaccionar con toda su fuerza, al recuperar el monopolio de la violencia sin matices y a plena luz del día, el gobierno triunfó en los tres órdenes apuntados: en el militar policial, en el vínculo con buena parte de la sociedad y en el propagandístico. El saldo directo de esa victoria fue que por primera vez en muchos años, la ciudadanía dio por satisfecha una, cualquiera de las demandas sin solución sufridas durante años; no es poca cosa a efectos oficiales pues la capacidad del sistema para brindar respuestas es el modo más eficaz y orgánico de regular el grado de descontento de la población.
Por eso no se equivocan quienes creen que los dos anteriores fueron los años más dulces en la relación de la cúpula con la nación, porque el ciudadano además de conforme se sintió en deuda con el gobierno; de esa sensación se derivó una lealtad que le permitió al oficialismo capitalizar y procesar ciertas expectativas mientras desoyó otras igual de importantes como la del respeto a los derechos humanos, la crisis económica, la contención e investigación de la corrupción, etc.
El mismo presidente, al pasar revista al Ejército en septiembre pasado, se refirió a la crisis de seguridad en pretérito. Abrió de inmediato a todos los efectos una nueva etapa en la que los retos son distintos, en la que dando por consumada la guerra contra la pandilla, la estabilidad del sistema político vuelve a depender de la funcionalidad, es decir de qué tan útil y satisfactoria es la relación entre la clase política y el colectivo social, sus actores, sus grupos de presión.
Las asignaturas pendientes son abrumadoras, el gobierno tiene que ser creativo y corregir sus peores hábitos; algunos en la cúpula consideran más recomendable atrincherarse pronto, transformar las demandas de la gente en discursos emotivos que la mantengan entretenida aunque no resuelvan nada, y neutralizar a los grupos de poder valiéndose de la popularidad y la fuerza. ¿Qué camino recorrerá la administración?

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