Desde hace un siglo Vladimir Ilich Lenin es el símbolo de una ruta de transformación social que algunos pueblos eligieron para ensayar vías de desarrollo alternativas a la capitalista. Esta ruta se inició en octubre de 1917 y tuvo su descarrilamiento en 1989 ante el colapso de los socialismos realmente existentes. Sin embargo, un siglo después, podemos afirmar que aquel acontecimiento definió el siglo XX en sus manifestaciones políticas y culturales.
Quizá por ello, a pesar del fracaso de la forma específica de aquel proyecto, la figura de Lenin siga siendo tan icónica, ya no sólo por las luchas sociales, el movimiento sindicalista o el surgimiento de partidos de izquierda, como lo fue la centuria pasada, sino también por la cultura de masas que lo ha representado en el cine y en la literatura.
Pero no sólo la cultura de masas se apropió de Lenin, también la filosofía, la teoría política y el pensamiento social, particularmente las corrientes críticas de la realidad, que son las que se exponen en este artículo. El objetivo es construir un “archivo” alrededor de la figura de Lenin, es decir, reconstruir los momentos de despliegue que giraron en torno de su obra al interior del pensamiento marxista en América Latina, el cual procesó, se apropió e interpretó en distintos contextos del devenir de la realidad latinoamericana. Pensaremos a Lenin no sólo como motivo político o ideológico, sino como intelectual, disparador de distintas órbitas de reflexión.
En la segunda mitad el siglo XX accedimos a las obras de Marcel Liebman y de Luciano Gruppi, quienes nos entregaron a un Lenin más versátil, conflictivo y productivo, aunque la apertura del problemático se abrió con la conferencia de Louis Althusser titulada “Lenin y la filosofía”, después, con la intervención de Domenique Lecourt y su lectura de Materialismo y empiriocriticismo, así como con los debates sobre la categoría de formación económica social que se lanzaron a partir de 1965 y que tuvieron eco en Italia, Francia y América Latina.
Otras obras fueron tensionando la lectura del autor ruso, destacando de manera sobresaliente Las 33 Lecciones sobre Lenin de Antonio Negri y el ensayo de Mario Tronti “Lenin en Inglaterra”. Recientemente, figuras como el reconocido filósofo francés Jean Salem, el canadiense Alan Shandro, el norteamericano Lars T. Lih y en un plano más cosmopolita Slavoj Zizek y Sebastian Bugden (y con ello una pléyade de intelectuales europeos), han insistido en la significativa presencia de Lenin.
En América Latina el argentino Atilio Borón lo ha reintroducido a partir de la obra emblemática ¿Qué hacer? [1] para el debate de los movimientos populares latinoamericanos; el colombiano Manuel Guillermo Rodríguez, ante la necesidad de posicionar la obra del revolucionario ruso en la filosofía política elaborada desde el sur,[2]así como un grupo amplio de intelectuales cubanos (entre los que se encuentran Jorge Luis Acanda y Armando Hart Dávalos), han discutido la importancia de su pensamiento para el siglo XX;[3] de igual forma, a cien años de publicada la obra El imperialismo, fase superior del capitalismo, se generó una discusión colectiva en el ámbito académico argentino.[4]
Así pues, el nombre de Lenin no ha estado exento de disputas, discusiones y apropiaciones diversas, y América Latina ha contribuido con reflexiones plurales sobre el pensamiento leninista. En el presente trabajo pretendemos, a título de exploración, indagamos algunas de las órbitas por las cuales su nombre y obra han sido frecuentadas.
Exploraremos tres órbitas de apropiación: la del imperialismo; la del anticolonialismo y la de la teoría política. Dichas órbitas permiten ejemplificar la apropiación de una obra de importancia ideológica en todas sus tensiones, pues estas tres órbitas buscan apropiarse de segmentos de la obra para hacerla productiva, es decir, utilizarla no sólo como un argumento de autoridad, aunque no siempre se desprenda de los marcos interpretativos dominantes. En el preludio expondremos brevemente el surgimiento del “leninismo” como apuesta teórica y política de poder, además de hacer una selección de autores que muestran las sendas plurales por las que la obra de Lenin se volvió motivo de interés.
Por razones de espacio hicimos una selección representativa de tres órbitas de un universo que es inmenso. Hemos excluido el análisis de la órbita comunista, que cuenta con autores nada desdeñables como el uruguayo Rodney Arismendi o el chileno Carlos Cerda; igualmente dejamos fuera la intervención del cubano Jesús Díaz, quien desde las páginas de Pensamiento Crítico presentó una sugerente lectura de Lenin.
Otros registros merecen tratamiento especial, como lo es el de la poesía (con Roque Dalton y Vicente Huidobro a la cabeza) y también el de la filosofía, en donde autores tan enfrentados en sus posicionamientos como Adolfo Sánchez Vázquez y el althusseriano Raúl Olmedo se ocuparon de su pensamiento, en tanto que en el terreno de la teoría política excluimos el trabajo conjunto de Theotonio Dos Santos y Vania Bambirra. El universo Lenin es tan amplio en América Latina que tuvimos que explorar apenas algunas cuantas órbitas, que, consideramos, representan el inicio de un trabajo más amplio.
La invención del leninismo
Es lugar común entre los investigadores marxistas de nuestro tiempo adjudicar a José Stalin la invención del “leninismo” como categoría. Con ello se le dota de un sentido claro: era la ideología de un poder, de un (aparentemente) todo poderoso Estado, que dominó desde los años veinte hasta finales de los años ochenta en un territorio inmenso que se conoció como la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). En nombre de esta ideología se realizaron crímenes, represiones y silenciamientos.
Su existencia era inherente a la de aquel poder y sirvió como discurso legitimador ante millones de personas que se sintieron convocados por el fenómeno comunista del siglo XX. Evidentemente, el “leninismo” inventado por el poder del Estado soviético, no fue un fenómeno tan liso como podría parecernos a la distancia, cuando ese poder ya no existe. Explorar en los pliegues y dobleces de aquel universo es parte del trabajo de construcción de un “archivo” alrededor de la figura y obra de Lenin.
Una búsqueda más profunda nos lleva a determinar que el “leninismo” fue un invento de legitimidad de la dirigencia soviética y no sólo de una persona, en este caso de Stalin, pues se podría mostrar cómo los personajes más distantes en sus concepciones y nociones contribuyeron a la formulación de esa ideología de poder, aun situándose fuera de éste. Con la invención del “leninismo”, además de una legitimación de un poder ante los comunistas del mundo, también se estableció una manera de interpretar a Marx y al marxismo en su conjunto, derivado de la época histórica que se inauguraba a partir de 1917.
Efectivamente, Stalin apuntaló la directriz fundamental del “leninismo” y con él la interpretación del marxismo: la obra de Lenin sería la correspondiente a la época del capital monopolista, del imperialismo y de la estrategia de la revolución socialista.[5]
Según el dirigente soviético, Marx habría interpretado el capitalismo de “libre competencia” en una época en donde la clase obrera aún no era madura políticamente y se encontraba subordinada a las iniciativas democráticas de la burguesía. Esta interpretación de Marx no es exclusiva de Stalin, otros dirigentes de la primera etapa de la revolución, como Zinoviev, también definieron la especificidad del “leninismo”[6]respecto a Marx de forma similar.
Otro que contribuyó a este fenómeno fue el “teórico del partido” ruso, Nicolás Bujarin, en su trabajo Lenin marxista. Otro más, a pesar de ser expulsado de la Unión Soviética y ser derrotado por los tres anteriores en una alianza creada para tal fin, fue León Trotsky. Esto se comprueba tanto en sus trabajos biográficos sobre Lenin y Stalin, como en su propia autobiografía: Lenin aparece siempre como el criterio de legitimación de distintas posturas políticas. No es casual que en los primeros años Trotsky se negara a aceptar el epíteto de “trotskismo” y optara por el de “bolchevique-leninista”.
Sin duda, el “leninismo” fue la ideología de un poder estatal, cuya construcción venía forjándose antes de que se afianzara por completo e involucró también a opositores. La paradoja es que más allá de las disputas inmediatas en la lucha por el poder sostenidas por los dirigentes soviéticos, todos compartían ciertas directrices de interpretación del marxismo, que serían finalmente las que confluirián en el aceitamiento de una maquinaria ideológico-discursiva que ponía a Lenin en el centro de todas las referencias.
Órbitas imperiales
Todas las órbitas por las que Lenin circuló se topan en determinado momento con el imperialismo como categoría teórica, de la que se desprendía la comprensión de una época histórica que definía las posibilidades de la práctica política. Nos interesan algunas obras que pusieron énfasis en la construcción conceptual del término imperialismo, pero que también voltearon al tema del desarrollo capitalista como premisa. Quizá sea ésta la impronta más evidente en la construcción conceptual del “leninismo” del que se hizo referencia líneas arriba: es decir, aquel constructo del poder soviético que estableció una línea de demarcación tajante entre la época histórica que Marx teorizó y la que correspondió a Lenin conceptualizar.
Aquella demarcación aseguraba que la obra de Marx se enfocaba a la comprensión de la “época de la libre competencia”, en tanto que la de Lenin lo hacía sobre el capitalismo contemporáneo, es decir, aquel que se asentaba sobre el creciente poder de los monopolios. Varias escuelas de pensamiento a lo largo de América Latina se hicieron eco de aquel planteamiento. Por ello, exploraremos tres de estas apropiaciones que elaboraron tres intelectuales latinoamericanos. Las dos primeras, que se produjeron en México y Venezuela respectivamente, son las más acabadas y complejas. Finalmente nos referiremos a la que se produjo en Colombia, que es en cierto sentido subsidiaria de las anteriores; sin embargo, es importante considerarla pues surge en un momento que se plantea trabajar empíricamente algunas de las nociones más clásicas sobre el imperialismo.
En 1977 se publica el libro La teoría del desarrollo capitalista en Lenin, del economista e historiador venezolano Vladimir Acosta. En la actualidad Acosta sigue siendo un militante (ahora chavista), profesor universitario y recientemente conductor de programas de radio. El texto de Acosta ronda en los antecedentes teóricos y políticos previos a la construcción de la categoría de imperialismo. Su incorporación en nuestro argumento resulta relevante porque además de ahondar en la obra de Lenin, permite entender el contenido de las disputas que se abrirán a partir de 1916 con la publicación de El Imperialismo, fase superior del capitalismo.
La exposición de Acosta se divide en dos apartados. El primero de ellos abreva de la discusión de distintos marxistas con los populistas, la inclusión del llamado “marxismo legal” ruso y la intervención de los revisionistas, particularmente Bulgakov y Tugan-Baranowki. El segundo es aquel en donde se exploran con claridad los argumentos de Lenin a propósito del mercado interno, de la posibilidad para la realización de la plusvalía y finalmente la incursión del mercado externo en el despliegue conceptual.
El objetivo de Acosta es demostrar cómo Lenin tuvo razón frente a los populistas de su época, quienes abogaban por una comprensión del capitalismo en donde éste no podía realizarse plenamente, debido a la presencia campesina y comunitaria. Por otra parte, frente a los “revisionistas”, el “marxismo legal” emprende una batalla en torno a la posibilidad de que los esquemas de la reproducción presentados por Marx en El Capital sean leídos en un cierto nivel de abstracción y no en un nivel empíricamente inmediato. En ambos casos se trata de afirmar la necesidad de estudiar el capitalismo vigente pero sin descuidar las categorías formuladas por Marx.
El economista venezolano penetra en los textos de Lenin en donde éste plantea las siguientes diferencias: la economía capitalista, distinta a la “economía natural” (autosuficiente) y a la economía mercantil (de pequeños propietarios). En cierta medida Acosta nos presenta a un Lenin que toma un ejemplo histórico para demostrar el argumento de Marx a propósito de la acumulación originaria. Ese es el combate central contra los populistas, que aún consideraban la posibilidad de encontrar vías no capitalistas en nombre de una comunidad campesina devastada por el paso del capital y el nacimiento del mercado con la fuerza de trabajo, elemento este último fundamental para entender la transformación de lo mercantil en lo capitalista. El análisis que Acosta nos presenta es el de un Lenin preocupado por establecer el carácter capitalista del desarrollo económico ruso.
El embate frente al revisionismo se da en otro plano: el de respetar la obra de Marx y considerar la validez de los esquemas de reproducción. Así, se critica a los “marxistas legales” y a los “revisionistas” que buscan explicaciones fuera del marxismo, como en las obras de Sismondi o incluso las de Adam Smith. El combate de Lenin aquí es teórico y político al mismo tiempo, pues defiende al marxismo de las teorías del subconsumo que indican que la plusvalía no puede realizarse adecuadamente (y con ello el desarrollo capitalista sería imposible) y por el otro, frente a los “marxistas legales”, les critica su ansia por demostrar que el capitalismo es un sistema armónico: para Acosta estas dos versiones combatidas por Lenin son la cara de una misma moneda, resultado del abandono de la teoría crítica de Marx.
Con Lenin tenemos el combate contra la teoría del subconsumo (imposibilidad de realización de la plusvalía) y el armonicismo (posibilidad de equilibrio sin crisis). Esta polémica, emprendida por Lenin, tendrá mayor resonancia en el debate que sostendrán Rosa Luxemburgo con otros teóricos, en donde Lenin no será mencionado a pesar de ser el primero en lanzar la defensa tanto de la explicación del desarrollo como la de sus contradicciones.
Finalmente, el punto más revelador es cómo el propio Lenin tiene que ejercer la crítica a ciertas dimensiones de la teoría de Marx, en particular con respecto al nivel de abstracción en el que se ejecutan los esquemas de reproducción de Marx. Lenin es consciente de que ese nivel de abstracción le impide considerar una serie de determinaciones históricas que son necesarias para cualquier análisis. En su obra El desarrollo del capitalismo en Rusia y en otras posteriores, evidenciará la necesidad de trabajar con variables más concretas, aunque manteniéndose en el marco de las coordenadas legadas por Marx.
Lenin llega a la consideración de que el “mercado externo” es una categoría necesaria para explicar el desarrollo capitalista. Su existencia está problematizada en tanto que Lenin asume que no son las fronteras y las aduanas las que determinan la diferencia entre “mercado interno” y “mercado externo”. Aquí el combate se centra contra los revisionistas que suponen la necesidad de preservar el colonialismo:
Lenin insiste en el problema de la periferia, esto es, de las colonias, sean “internas” o “externas”, como necesario elemento de la comprensión del mercado exterior, vinculando entonces “mercado interno” más bien al área del desarrollo capitalista (independientemente del problema de las fronteras) y “mercado exterior”, a todas las áreas que sufren el proceso de descomposición de la economía “natural” y de las pequeña producción mercantil para ser incorporadas al dominio del capitalismo, independientemente de que tales áreas formen parte del territorio nacional o que sean exterior a él. Aquí, sin embargo, Lenin, a diferencia de lo que hará más adelante Rosa Luxemburgo, prefiere no definir del todo la cuestión…[7]
La obra de Acosta no está exenta de críticas al propio Lenin, quien por momentos fuerza los argumentos para salvar la “aplicación” de Marx a ciertas realidades. Sin embargo, no deja de ser sugerente que un autor de origen venezolano escarbe en las profundidades del “archivo” para revelar temas aparentemente cerrados, a fin de construir un puente con lo que serán las teorizaciones más “populares”, es decir, las que tienen su referencia con el imperialismo. Acosta demuestra que Lenin no era un neófito en esos campos de discusión y que entendía el complejo desarrollo capitalista, desde la forma específica del mercado y como tarea política. A partir de ella es que podemos proceder a la parte referente de la órbita imperial estudiada por otros autores latinoamericanos.
Dentro de las construcciones elaboradas cabe destacar en primer lugar la de Alonso Aguilar Monteverde. Aguilar formó parte de los núcleos políticos ligados, primero al Movimiento de Liberación Nacional (MLN), y posteriormente a la revista Estrategia, que se publicó por varios años. Su trayectoria teórica puede ser equiparada a la del grupo Montly Review, revista en la que también publicó. [8]En el plano teórico se les ubica como parte de quienes defendían la categoría denominada “Capital monopolista de Estado”.[9]
En la práctica política eran defensores de la Revolución cubana y seguidores de la experiencia de planificación de la extinta República Democrática de Alemania (RDA). Este grupo también ocupó un lugar central en la consolidación del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM a través del Seminario de Teoría del Desarrollo, que contribuyó a editar un conjunto de publicaciones avocadas al estudio de la categoría del imperialismo.[10]
De la amplia producción académica generada por este grupo, sin embargo, la más importante recae en la pluma de Alonso Aguilar Monteverde, particularmente su monumental Teoría leninista del imperialismo, publicada en México y Cuba. Varias son las directrices del trabajo de Aguilar que lo hace original. En primer lugar su estudio del imperialismo no se concentra en una etapa única del pensamiento de Lenin, pues efectúa una operación de comprensión global del fenómeno dentro del corpus de su obra. Lo hace a partir tanto de sus estudios del capitalismo ruso de principios de siglo XX como sobre el desarrollo de la lucha política en las versiones reformistas de la II Internacional.
El objetivo central del texto de Aguilar Monteverde es doble, por un lado demostrar que la categoría de imperialismo se construye en el pensamiento de Lenin, tanto teórica como políticamente más allá de su obra de 1916, y por el otro consolidar la categoría de Capital Monopolista de Estado (CME). Sobre el primer aspecto tenemos que decir que el texto de Aguilar cumple excelsamente un rastreo minucioso tanto de las polémicas políticas como de la evolución metodológica que Lenin realizó en sus análisis económicos. Destaca su estudio de los “Cuadernos sobre el imperialismo”, en donde destaca las críticas de Lenin a John Hobson, el primero dentro de los sectores de izquierda en formular la categoría de imperialismo. Asimismo, también rastrea las distintas polémicas, tanto con las figuras de la II Internacional que se afianzaban en posiciones eurocéntricas, como dentro del ala izquierda de los bolcheviques, siendo Trotsky y Bujarin sus principales blancos.
Sobre la segunda temática, habría que tener más reservas. Para Aguilar, Lenin es un criterio de autoridad para afianzar la noción de CME. Textualmente demuestra que Lenin utilizó tal categoría y emprende un segundo asedio a los textos para mostrar la centralidad del Estado interventor en la economía después de la famosa obra de 1916. Según esta hipótesis, el imperialismo ya no sólo sería definido como la época de la fusión del capital bancario y el industrial con el correspondiente dominio de los monopolios, sino que estos mismos se habrían fundido con la estructura burocrática estatal. El CME surge de la estrecha relación entre los monopolios y el Estado, y que en las palabras de Lenin actúan a través de “un solo mecanismo […] deviene parte fundamental de la estructura económica misma, explota un creciente número de trabajadores asalariados, extrae en forma directa grandes masa de plusvalía y adquiere una importancia decisiva en el proceso de acumulación”.[11]
Es cuestionable el asedio de Aguilar no sólo por la noción tan estrecha de Estado que supone, la cual se deriva del instrumentalismo más puro, sino que además la teoría del CME, según estudiosos de la época, corresponde directamente a la versión soviética que se entregó de Lenin. Para demostrar esto, José María Vidal, estudioso del marxismo, destaca los trabajos pioneros de Stalin, los del economista Eugene Varga y sobre todo las teorizaciones del Partido Comunista Francés, así como los de las escuelas soviéticas postestalinistas.[12]
Las concepciones de Aguilar Monterverde dieron otros frutos, por ejemplo, su insistencia en que el régimen político mexicano no era la construcción de una burocracia que gobernaba por arriba de las clases sociales (y sus conflictos) sino que más bien era el resultado de la fusión de la burguesía con el Estado. Su obra titulada La burguesía, la oligarquía y el Estado, busca dar muestra de ello con un estudio empírico sobre las relaciones empresariales de la élite política mexicana. Sin duda, aunque con aires de renovación, Aguilar permanecía en la órbita prosoviética, bajo un concepto reduccionista del fenómeno estatal y con una metodología preponderantemente empirista. Ello no obsta para que su obra sea releída con interés como un intento de renovación, producto de la Revolución cubana, como se manifiesta cuando escribe que en Mariátegui, Mella y Che Guevara está “el leninismo que hace falta”.[13]A medio camino entre la renovación y las certezas, Aguilar entrega una obra útil para el estudio de la obra de Lenin, aunque limitada en sus concepciones.
Por último, revisaremos la obra del colombiano José Consuegra titulada Lenin y la América Latina. Consuegra recoge una gran cantidad de declaraciones afines al pensador ruso, las cuales expone en una línea de congruencia entre los objetivos latinoamericanistas de Bolívar y Martí, hasta el surgimiento de los gobiernos populistas, representados por Cárdenas en México o por el gobierno truncado de Jorge Eliecér Gaitán en Colombia, para terminar con un Fidel Castro afín al ruso. Una base documental de la primera mitad del siglo XX le sirve a Consuegra para su objetivo primero: mostrar la presencia positiva de Lenin entre la intelectualidad y las dirigencias antiimperialistas de la región. Traza, como será común después de 1959, un paralelismo entre Martí y Lenin, o entre Fidel Castro y Lenin. Sin embargo, el punto central del autor colombiano se encuentra en la segunda parte de su estudio.
En este segundo apartado, Consuegra demarca en la clave ya antes dicha la diferencia o complementariedad de Marx con Lenin: “Lenin amplía y concreta a la realidad de comienzos del siglo los aportes de Marx en el estudio de la etapa monopolista del capitalismo.”[14] A partir de ese momento, el autor colombiano utiliza una serie de variables empíricamente constatables para dar forma a la categoría del imperialismo. Avanza entre las citas del texto de 1916 y estudios estadísticos de las economías de la región, demostrando los altos índices de concentración de capital; el papel de los bancos, que habrían colocado bajo su dominio al sector industrial o la exportación de capital hacia espacios donde la fuerza de trabajo era más barata.
Además de lo anterior, Consuegra realiza una crítica de las teorías eurocéntricas, destacando cómo Lenin fue el primero en hacerlo al estudiar en concreto la formación social rusa de principios del siglo XX. Al respecto señala: “Lenin, alejándose sabiamente de los esquemas y de la rigidez del modelo clásico europeo, estudia la realidad concreta de su patria […]. La similitud de la Rusia agraria de entonces con la América Latina agraria de hoy, elevan los estudios de Lenin a la categoría de manuales de indispensable consulta.”[15]
De esta manera, el Lenin de Consuegra nos ofrece una confluencia política con el antiimperialismo, así como una crítica metodológica del eurocentrismo. Apenas anunciada, esta segunda opción resulta interesante de ser explotada, pues hilvana la situación rusa con la latinoamericana al centrarse no sólo en el desarrollo industrial, sino en el ámbito campesino. Se trata de un Lenin desagregado, por supuesto, una selección que ha realizado el colombiano para hacer la crítica de los modelos tradicionales del estudio de las economías en América Latina.
Órbitas anticoloniales
El “huracán” cubano trajo nuevas notas al continente teórico marxista. Los aires de renovación que se dieron tras el XX Congreso del PCUS (1956) sólo se reforzaron de manera efectiva a partir de 1959. Y fueron precisamente los cubanos quienes buscaron abrir una veta nueva sobre el eje articulador de la propuesta de Lenin con respecto de la situación de los pueblos colonizados. Dos publicaciones ejercen fuerte atractivo para nuestro objetivo, ambas fueron publicadas en 1970 con motivo del primer centenario del nacimiento de Lenin, se trata del número 59 de la revista Casa de las Américas y del número 2 de la revista Unión, publicación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, sin embargo, nos limitaremos a la primera, que resulta teóricamente más relevante para nuestro objeto de estudio.
El camino que tuvo que seguir el Lenin que presentaron algunas de las personalidades más importantes de la intelectualidad revolucionaria cubana, no fue sencillo. Este número 59 de Casa de las Américas es muestra de ello. Se destacan dos colaboraciones: la de Carlos Rafael Rodríguez, que abre el número con el artículo titulado “Lenin y la cuestión colonial” y la del propio director de la revista, Roberto Fernández Retamar con el titulado “Notas sobre Martí, Lenin y la revolución anticolonial”: estos textos tendrán la fortuna de ser difundidos ampliamente en los sectores de la izquierda latinoamericana.
Ambos autores comienzan demarcando sobre el “eurocentrismo” de Marx y la necesidad de comprender la utilidad del instrumental marxista a pesar de ciertas declaraciones, frases o concepciones. Rodríguez debate con Hélène Carrére D’Encausse, autora de Marxismo y Asia, cuyo objetivo es articular el concepto de “revolución democrática burguesa” con las condiciones posteriores a 1959. A partir de algunas consideraciones sobre las incomprensiones del marxismo hacia los países colonizados es que podemos entender la posición de Rodríguez. En primer lugar debemos señalar dos aspectos, uno de carácter teórico y otro de carácter político: las posibilidades de mirar al mundo colonial que tuvo Lenin se deben, en primer lugar, a desautorizar las insistencias populistas de pasar al socialismo por vías no capitalistas (como lo era la comuna rural) y por el otro lado, el combate político de las vertientes más eurocéntricas de la socialdemocracia, que llegaron a apelar a una “política colonial socialista”.
El recuento de Rodríguez no abreva tanto de la tesis teórica sobre el populismo y las vías no capitalistas o comunitarias sino más bien abreva más profundamente de la tesis política antirreformista y anticolonial. Así, Rodríguez reconstruye, a partir de los textos y documentos políticos redactados por Lenin, el cambio de posición, cada vez más radical, con respecto a la política colonial de los socialdemócratas. Según el cubano, habría sido la Revolución china la que abrió las puertas para entender el problema colonial en su doble dimensión. Una de ellas versaría sobre el concepto de autodeterminación de las naciones y la otra sobre la revolución democrática burguesa.
Aunque ambas nociones se encuentran estrechas, una no sigue a la otra. En realidad la tesis de la autodeterminación es compartida por casi todo el movimiento revolucionario (con excepción, quizá, de Rosa Luxemburgo). En cambio, la comprensión del concepto de “revolución democrática burguesa” responde a una elaboración política distinta, aquella que pone énfasis ya no en el mundo central europeo, sino en el colonial, colocando el énfasis en el lugar de los campesinos y la diversidad de formas políticas existentes:
Si en toda la primera fase de la revolución socialista, hasta la paz de Brest, sus esperanzas para el desarrollo de la revolución mundial tenían su centro en Europa y en el proletario de los grandes países capitalistas desarrollados, su genio estratégico le permitió comprender -en ese momento de reflujo revolucionario europeo- la enorme reserva que la Revolución rusa tiene en este otro lado de sus fronteras.[16]
El descubrimiento del “Oriente”, principalmente campesino, sus discusiones tras la fundación de la Internacional Comunista con el hindú Roy, así como la derrota de la revolución europea, le permiten a Lenin elaborar una estrategia política distinta. De esta manera, la “revolución democrática burguesa”, concepción elaborada por Lenin, tendría un contenido más profundo al mirar, no a la “gran burguesía” aliada de los países coloniales, sino que apelaría a medidas antiimperialistas (“nacionales”) en tanto que apuntaría a la conquista de la dirección política de sectores medios afectados por el imperialismo, la política colonial y las alianzas de los centros metropolitanos con un sector de la gran burguesía local.
Curiosamente, la “revolución democrático-burguesa” que Rodríguez reconstruye en Lenin es poco burguesa (por el “sujeto” que la lleva adelante), pero sí campesina y con pretensión de construcción hegemónica. Quizá tensando el texto, con el Lenin de Rodríguez, lo que tenemos es un revolucionario ruso más cercano a Ho-Chi-Minh y a Fidel Castro, es decir, más convencidos de la necesidad conquistar a las mayorías de sus poblaciones y menos preocupados por la fraseología radical. Es decir, más cercano al propio Lenin que a las construcciones posteriores de su figura.
El texto de Fernández Retamar avanza por una senda similar. En este caso, desde el comienzo, no se pone tanto énfasis en los dichos de Marx en general sobre el mundo colonial, particularmente de América Latina (aunque los repasa brevemente), sino que, tal como lo hará Bruno Bosteels en nuestros días, repasa sobre la “lógica del desencuentro”[17] entre Martí y Marx. Según Retamar, es el primero el que “no parece haber reconocido las verdades esenciales del marxismo”,[18] es decir, el que no pudo entender la potencialidad del discurso inaugurado por Marx contra la lucha anticolonial, en tanto que “a Marx no le era posible apreciar debidamente el que sería el planteo de Martí”,[19] dado que las estructuras sociales existentes en el mundo colonial hacían imposible la práctica marxista. El marxismo, en ese sentido, no era posible por falta de lecturas o de entendimiento, sino por su propia configuración material. Sobre la base de estos desencuentros es que el también poeta cubano elabora una estrategia de acercamiento entre Martí y Lenin en quienes ve, por el contrario, profundas posibilidades de encuentro.
Para Fernández Retamar, el punto de articulación de dos prácticas tan diversas es por la época histórica del imperialismo y por tanto en razón por la lucha con contenido anticolonial. No sólo porque, siguiendo a Lenin, el cubano reafirmaría que el trabajo explotado en las colonias es fundamento del propio capitalismo, sino que la práctica martiana: “fue la primera acción organizada contra el imperialismo yanqui y consecuentemente, inaugura por el lado colonial la época presente”.[20] Es decir, Martí inaugura en su práctica política lo que Lenin categorizará como la época de la revolución. Como puede observarse, el Lenin anticolonial que presenta Fernández Retamar es aquel que se encuentra con la práctica de lucha inaugurada en las colonias, en donde revolución y anticolonialismo se traslapan en la época imperialista.
El Lenin para estas dos figuras cubanas es sin duda uno que está atravesado por la potencia renovadora de la Revolución cubana. Resulta convincente presentarlo porque articula a través de discusiones propias de mediados de los años sesenta una posible lectura del líder ruso a partir de las especificidades del mundo colonial. Se trata de un Lenin que aprende de las lecciones políticas de Asia, particularmente de China, al tiempo que coincide con los esfuerzos de otras zonas del mundo colonial, justo cuando éste se encuentra subsumido en una lógica inexistente que en la época de Marx: la del imperialismo, es decir, la del dominio formal y real del capitalismo a lo largo y ancho del mundo.
Órbita teórico-política
En esta órbita se encuentra el segmento más complejo de la trama que hemos reconstruido. Lo es porque los marxistas que buscaron renovar el horizonte de sentido de la época posterior a la Revolución cubana tenían que enfrentarse al dilema de contrastar la obra de Marx y la de Lenin, la experiencia rusa y la cubana, las pesadas herencias ideológicas y los bríos de cambio.
Lenin fue problemático, se le asedio con un propósito: encontrar en su obra las coordenadas que permitieran evitar o solucionar los problemas teóricos de lo que después sería categorizado como crisis del marxismo. Por crisis del marxismo entendemos, como aduce Louis Althusser, la ausencia de una teoría política específicamente marxista, es decir, una teoría de lo político de acuerdo a las condiciones del siglo XX: Estado, transición, democracia y otras categorías de la época se encuentran aquí tensionadas con respecto a los procesos sociales y políticos que acontecieron en los años sesenta y setenta.
Quienes afrontaron a Lenin desde la órbita que desarrollaremos, pretendieron encontrar en su obra algunos registros problemáticos de esta situación de ausencia de una teoría política en el marxismo. Para ello recurrieron a la obra de Lenin, pretendiendo no sólo usarlo como argumento de autoridad, sino como un referente en el terreno del método. Por momentos nos presentan a un Lenin distanciado del estalinismo o alejado de algunas ideas comunes en torno a su pensamiento, a menudo también se ensayan críticas a ciertos planteamientos de su obra.
A continuación abordaremos tres obras que deben ser consideradas en el marco de una intención de dotar al marxismo de una teoría política, por lo que abrevaremos de las lecturas de J. R. Núñez Tenorio, Tomás Moulian y Álvaro García Linera.
La primera parada de nuestro recorrido será por la obra de J. R. Núñez Tenorio, militante comunista primero y después intelectual de izquierda, quien produjo una cantidad inmensa de libros sobre economía política y metodología, con incursiones en la filosofía a partir de sus trabajos sobre Sartre y Althusser. La obra que dedicó a Lenin, prácticamente desconocida, apareció en 1969 y se tituló Lenin y la revolución, es pionera pues por primera ocasión se exponían algunas de las categorías de Lenin dispersas en sus obras, no con la finalidad de encontrar un argumento de autoridad, sino como un conjunto de conceptos que permitieran evaluar situaciones específicas. Ese mecanismo se popularizará muchos años más tarde cuando al calor de los conflictos en Centroamérica, Martha Harnecker publica en 1986 su obra La revolución social: Lenin y América Latina.
Sin embargo, nos encontramos unas décadas atrás, en donde Núñez Tenorio demarca algunos momentos de su lectura de Lenin para poder pensar la realidad política de su tiempo. En primer lugar ubica el concepto de lucha de clases como un concepto identificado con la lucha política, es decir, no ubica centralidad en la confrontación económica, ni sindical. En segundo lugar, establece que, según Lenin, la lucha política es al mismo tiempo una ciencia y un arte.
Como ciencia por su carácter objetivo que apela al estudio y a la comprensión de las condiciones en las que los sujetos se encuentran, lo que permite comprender cuáles de todos los factores de la realidad social son verdaderamente determinantes y a partir de ellos detallar la estrategia que involucra el nivel de los actores, de sus capacidades y de sus límites: la acción se fundiría con la ciencia en la medida que hay programas políticos y elaboración de tácticas. En tanto que como arte sería sobre todo por el reino de lo subjetivo, el nivel en donde actuaría la “conciencia” y la acción de los sujetos.
Núñez se plantea, siguiendo a Harnecker, definir los conceptos elementales de la lucha política. Táctica, por ejemplo, es definida como la acción (sobre la base del conocimiento científico de las determinaciones) en periodos cortos. En cambio, la estrategia se desarrollaría a partir de un gran periodo histórico. En Lenin la táctica siempre aparecerá, según nos dice Núñez, subordinada a la estrategia. Pero esa táctica también se pensará no desde la simple voluntad de los sujetos, sino también desde la cualidad y la capacidad organizativa.
Núñez alerta que táctica y estrategia son conceptos arrebatados desde el lenguaje militar, y sin embargo en Lenin no deben de ser considerados en ese sentido. Por ello, insiste en que la política, al ser ciencia, también es indudablemente arte. El arte de la política tiene su corazón en la dirección política, así se desplaza la metáfora militar. El arte de conducir la política es la de lograr caracterizar al movimiento social y poder ubicar e intervenir en las “fuerzas motrices” de dicho movimiento. Apoyándose en Lenin y del ejemplo de la “revolución burguesa”, que no estaría encabezada por las burguesías, sino por otros sectores que se enfrentan a una situación dada y que actúan de acuerdo al conocimiento de ella. No hay posibilidad de “saltar” fases, puesto que existe una comprensión adecuada de las determinaciones fundamentales de la sociedad, ello no implica inmovilismo, sino todo lo contrario, una acción, un arte, que cambie el terreno de la disputa política.
A partir de estas explicaciones Núñez pasa a definir las categorías principales del arte de la política: la capacidad de ubicar al “enemigo principal”, pues no todo enemigo lo es para siempre y ello depende de cada etapa de la lucha política; las “capas intermedias”, que en determinados momentos son aliados y no necesariamente adversarios; la “política de alianzas”, que justamente se mueve entre la táctica de un periodo y los objetivos estratégicos, y “la fuerza principal” de cualquier lucha política, que no está dada a priori ni como regla universal, sino que se construye a través de la historia.
Es importante señalar que a finales de los años sesenta, para Núñez Tenorio existen dos formas predilectas que la historia habría marcado como el arte de la conducción política. Por un lado la insurrección y por el otro la guerra popular. La primera correspondería al “ejemplo” ruso y la segunda a la Revolución china. Aunque no profundiza, es claro que ambas opciones se presentan como formas de dirigir la fuerza política, de construir alianzas y de derrotar al “enemigo principal” de forma distinta.
De todo ello, sin embargo, destaca algo que aparece como una lección política de la historia y es que no habría clases politizadas de antemano (no habría proletariado ni campesino per se revolucionario) ni tampoco presencia de grupos que volverían infalible la acción política. Grupos, clases y sectores políticos no son nada sino a condición de dominar el arte de la dirección política y para ello es necesario la tradición de lucha, la escuela de aprendizaje y la capacidad práctica, elementos que no dependen de la voluntad individual ni colectiva, ni de poseer una “concepción del mundo”, sino el de asimilar las victorias y las derrotas históricas.
El Lenin de Núñez Tenorio presenta a un autor más prolífico, nada dogmático en la teoría ni sectario en la política; a un teórico que se apoya en las lecciones de la historia y que pretende trascenderlas. Nos presenta también y quizá aquí valga por fin citarlo, un Lenin autocrítico, una vez que los periodos van transformándose. Dice Núñez sobre la concepción del partido: “Los partidos de la revolución no son un fin en sí mismos, son un instrumento de las masas, cuyo papel es, precisamente, llegar hasta las masas.”[21]
El partido no es un fetiche y depende también de las lecciones aprendidas en la historia: se trata de un intento de romper con las versiones “leninistas” de finales de los sesenta.
Nuestra segunda parada en la órbita teórica-política recae en la aportación que el reconocido sociólogo chileno Tomás Moulian elaboró en el contexto del gobierno de la Unidad Popular y después en el periodo de la dictadura de Pinochet. En estos trabajos se encuentra un intento de exposición distinta, no tanto de conceptos, sino de problemas que acarrea la lectura de Lenin y ciertos efectos de ella.
Una primera aproximación de Moulian a Lenin se presenta en los Cuadernos de la Realidad Nacional, importante publicación de la intelectualidad que se reunía en Santiago, en donde el sociólogo explora la forma en que Lenin construyó teóricamente la alianza entre la clase obrera y el campesinado.
Sin embargo, este aspecto específico no es tan relevante para nuestro propósito, como sí lo es en la manera en que el chileno se desmarca de lo que denomina la lectura “empirista” y la “dogmática”: la primera realiza una operación de lectura de Lenin como un historiador de la situación rusa, sin posibilidad de universalidad, en tanto que la segunda traslada cualquier cita y referencia a situaciones contemporáneas, sin mediar trabajo teórico de por medio.
Para Moulian, en cambio, “Lo específico y creador en él son sus intentos de proporcionar una orientación científica a la práctica política de la clase obrera. Para conseguir ese objetivo, él trabaja por elaborar una ciencia de la política, de la lucha política de clases”.[22]
Moulian considera, en esta primera aproximación, que la obra de Lenin es teórica y política, siendo la dimensión práctica la que imponga el ritmo de construcción, pues se debe a que la “teoría” no existe antes de la propia práctica que él va desarrollando. Este ritmo marca entonces un límite en el campo de lo específicamente teórico: “Todo esto significa que la ciencia de la política (territorio del cual Lenin es colonizador, aunque no sea descubridor) se encuentra en su obra en estado práctico.”[23]
Es decir, que la construcción de una forma con pretensión de universalidad sólo viene con posterioridad. Es sólo con el trabajo en la formalización y sistematización que aleje de la lectura imperialista (un contexto específico) y de la dogmática (cualquier contexto). Esto posibilita hablar de Lenin desde la ciencia de la política.
Es a partir de este momento que Moulian procede a desarrollar algunos puntos de lo que considera es la tarea de formalización y sistematización. Los aportes de Lenin estarían en un despliegue de la categoría de “coyuntura” que permita ubicar los momentos específicos y con ello la ruptura de cualquier concepto de linealidad.
De la categoría de “coyuntura” se desprende la de análisis de relación de fuerzas, categoría ésta que depende del entramado sobre determinado por las coyunturas y que no es autónomo de ellas. Así, a lo largo de su análisis de la formulación del programa agrario y la manera en que se construye la política de alianzas entre obreros y campesinos, Moulian destaca que sin una comprensión de la metodología del análisis de “coyuntura” no hay posibilidad de una lectura adecuada de Lenin.
La teoría de la “coyuntura”, decíamos, rompe la linealidad, permite ubicar la diversidad de tiempos históricos (el “desarrollo desigual”) captando los “entrecruzamientos”, es decir, la diversidad de problemas de determinadas formaciones sociales o en un lenguaje que después será común en el marxismo, “las articulaciones” entre distintas intensidades del devenir histórico. Con esto último se refiere a los periodos de crisis, y a la articulación de los momentos de determinación de lo “económico” (fuerzas productivas) y lo político (la toma de decisión, la dirección del movimiento).
Hasta aquí el primer esfuerzo, que debe ser contextualizado en la época del gobierno de Allende, donde la preocupación por la “teoría de la transición” se impone sobre otras temáticas. Moulian aborda positivamente en un primer momento la obra de Lenin, en una clave althusseriana como es palpable en la terminología, aunque su perspectiva se centra en los problemas de la conflictiva realidad chilena del momento.
En un periodo posterior al de la experiencia de la Unidad Popular, elabora una crítica a Lenin a propósito de la relación entre ciencia y política. El reto para Moluian es enfrentar a Lenin con él mismo o las distintas formas de entender el marxismo que éste tuvo a lo largo de su trayectoria. Tensar la producción para mostrar que había dos momentos, demarcados claramente a partir de la obra ¿Quiénes son “los amigos del pueblo” y cómo luchan contra los socialdemócratas? y en “¿Qué hacer?” Moulian erosiona el grillete más pesado del estalinismo: la afirmación de que Lenin construyó una “ciencia de la política”, es decir, una teoría de la revolución para el periodo en que se vivía. Dice el sociólogo chileno: “No hay que buscar en Lenin ‘leyes’ de la práctica revolucionaria, sino una manera de abordar el análisis de la acción.”[24]
La crítica que Moulian realiza al primer Lenin (al de ¿Quiénes son “los amigos del pueblo” y…?) se encuentra asentada en la construcción de la categoría de “necesidad histórica”. Según Moulian, Lenin prima un reduccionismo que provoca falsas totalizaciones, donde la estructura primera siempre se impone sobre lo superestructural o secundario. Ello es así porque la cárcel cientificista se le impone al revolucionario ruso, el reduccionismo de la “última instancia”, de la “esencia” o de la determinación última, aparecen como el eje articulador de su discurso: las relaciones de producción son ese concepto determinante, esencialista y totalizador, son la expresión de la cárcel cientificista.
Para Moulian, esto se debe a que Lenin construye en esa obra una teoría de la formación social capitalista donde sólo pesa lo estructural (las relaciones de producción), siendo el marxismo el discurso que aprendería su dinámica a partir de leyes sociales que operarían equivalentemente a las leyes de la naturaleza. El cientificismo del que es presa lo obliga a reducir los elementos “totalizadores” y en donde otras tramas de la vida social (como la cultura, la política o la ideología) no son sino expresiones de dicha totalización. Es perceptible la crítica de corte althusseriano que Moulian realiza en su argumento. Dice Moulian sobre el entramado categorial del texto que critica: “Lenin deriva el [concepto] de necesidad histórica. Las nociones de formación social y de proceso histórico natural tienen una significación precisa dentro del discurso: indicar que existe un nivel determinante, las relaciones de producción.”[25]
La cárcel cientificista se romperá con la irrupción teórica contenida en ¿Qué hacer?: desde el punto de vista del sociólogo chileno es con esta intervención de Lenin que el tema de la praxis deja su carácter instrumental y accesorio y asume centralidad, desplazando la omnipresencia de las “fuerzas productivas”.
Con dicho texto aparecerá una “tesis materialista de la conciencia”, en donde se muestra el conflicto de la conciencia obrera que se encuentra subordinada por la cultura burguesa. Esto para Moulian es un avance que permite mover radicalmente la perspectiva marxista, así, al observar la respuesta que Lenin le da a la pregunta del por qué la conciencia obrera aparece limitada en su estado puro, escribe: “Las razones que indica se refieren a la organización de la cultura burguesa, al carácter más perfeccionado de la concepción del mundo y de los aparatos ideológicos”.[26]
El Lenin de 1903 es entonces el que emplaza la práctica política, el proceso de politización y subjetivación. Dejada a su inmediatez la conciencia obrera queda atrapada en el “obrerismo” burgués, es decir, en la política sindicalista, inmediatista, donde la sociedad no aparece nunca como una totalidad y en donde no hay politización ni subjetivación real. La salida de Lenin a esta situación es la conocida teoría de la importación de la conciencia desde afuera, motivación que no aparecerá en ¿Quiénes son los “amigos del pueblo” y…? debido al determinismo que en él se jugaba.
Según Moulian, Lenin da algunos pasos muy relevantes, que apuntan a la desacralización del “leninismo”. El punto más relevante es el de la primacía de la política sobre otras instancias. Ello obliga a restablecer el lugar de lo político, su trama, sus determinaciones, la contingencia que ella suscita y su importancia frente al determinismo. Sólo ello podrá evacuar definitivamente el determinismo, pues la política socialista no sería ya más “socialización de los medios de producción”, sino avocarse en la construcción de una acción socialista en clave democrática. Además de dar paso a una noción en donde lo más importante era la acción de los sujetos y no las representaciones de “actores” que ya tienen predefinida su tarea en el escenario estructural. Esto último es lo que apuntamos como proceso de politización y subjetivación.
La conclusión de Moulian es que Lenin dio en la práctica los pasos adecuados, aunque en términos teóricos nunca terminó de consumarlos. Sin embargo, en la crítica práctica fue más allá de la teórica, es decir, en ese espacio sí fue consumada. En un intento de desacralizar, Moulian pasa factura a las ambigüedades y limitaciones, cargado de un arsenal que ronda entre Lukács, Korsch y Althusser.
El sociólogo chileno no se permite concluir con una “teoría de la revolución” o una “sociología de la revolución”, sino que expone los límites de las ambigüedades del máximo exponente de la práctica transformadora. Al igual que la lectura anteriormente visitada, se trata de un aporte desafiante, que rompe con las dimensiones “estalinistas” del “leninismo”.
La última visita que haremos será a la obra de Álvaro García Linera. Se trata de una de las últimas producciones previas a 1989, pues se publica de manera clandestina en 1988. Se trata de una obra de escasa difusión dentro y fuera de Bolivia y que se da en medio de la formulación de la última guerrilla: el Ejército Guerrillero Tupak Katari. Titulada Las condiciones de la revolución socialista en Bolivia (a propósito de obreros, aymaras y Lenin), el ahora vicepresidente boliviano realiza un ejercicio teórico y político de comprensión de la dinámica política boliviana, particularmente de la manera en que la izquierda se ha comportado y a la que califica sin empacho como “izquierda reaccionaria”.
De este trabajo, sin embargo, lo que nos interesa es destacar la manera en que se hace uso de Lenin. Destacamos dos partes, una primera que versa sobre los aspectos que García Linera ve en Lenin como analista político y uno segundo que valora la aportación principal del dirigente ruso.
Álvaro García Linera observa que existen cuatro aspectos de los procesos políticos revolucionarios que deben ser destacados a partir de la obra de Lenin. En primer lugar señala que en todo proceso existe una dimensión que versa sobre los objetivos: destaca los procesos de construcción de proyectos (lo que se quiere lograr), con respecto a las condiciones sociales políticas existentes (es decir, lo que se puede lograr).
En esta primera instancia juega sin duda el ánimo “objetivo” de las condiciones materiales y sociales de la acción política. En segundo lugar, considera que en Lenin existe una dimensión de análisis que distingue entre las fuerzas sociales y su heterogeneidad, es decir, su capacidad.
Así, sigue a Lenin en la distinción de las “fuerzas sociales dirigentes” y la “vanguardia”. De dicha diferenciación García Linera distingue los factores “subjetivos”, que son aquellos que tienen que ver con la posibilidad de movilización, con la iniciativa, con la capacidad de trazar líneas políticas, alianzas, tácticas diferenciadas.
A diferencia de la primera instancia, aquí un sujeto localizado históricamente es lo más importante. En tercer lugar examina sobre la consideración de los “métodos”, de las formas de lucha: a diferencia de los interlocutores con los que polemiza (el anarquismo, el comunismo y el troskismo boliviano) García Linera aduce que no hay método preestablecido, sino convocatoria de lucha según las condiciones y la experiencia histórica de los sujetos con iniciativa (las “fuerzas sociales dirigentes”). Finalmente, de estas tres condiciones (sujeto, objeto y método) desprende, con Lenin, la posibilidad de los tipos de alianza.
Como podrá observarse, no parece haber gran originalidad o distancia con los otros planteamientos. Lo que hace peculiar la lectura de Lenin por parte del boliviano es su profundización sobre el carácter subjetivo de las condiciones de la revolución.
El combate de García Linera consiste en derruir cualquier equiparación entre el factor subjetivo de la revolución y el desarrollo y despliegue de una forma partidaria. Así, escribe: “el partido se convierte en la ‘esencia original’ hegeliana, que da origen y explicación a todo”.[27]
Denunciando el fetiche del partido, el intelectual boliviano pretende desplazar la problemática hacia otro lugar: el definir, con Lenin, los verdaderos momentos de la subjetividad política.
Define entonces la condición subjetiva como la actitud y decisión de las clases sociales. Si las condiciones subjetivas no se dan en el partido, entonces deben encontrarse en otro lugar: es la capacidad de movilización de las “masas”. Aquí es conveniente preguntarse qué se entiende por condiciones subjetivas. La respuesta de García Linera a esta interrogante no deja lugar a dudas, se trata de la capacidad histórica, situada y concreta de quienes se movilizan.
Condición subjetiva no es desarrollo del partido, sino iniciativa social, confluencia de aspiraciones entre distintos sectores de clase y entre distintas clases, ánimo de lucha y movilización. Además de todo ello, que parecería recaer en un plano de la intencionalidad, también existe la parte práctica: condición subjetiva es también habilidad organizativa, disposición material de lucha y rabia.
Por condiciones subjetivas no debe entenderse, según García Linera, y de acuerdo con Lenin, un fetiche partidario, ni tampoco el desarrollo de una “conciencia” en abstracto. Condición subjetiva es siempre un ánimo práctico y material, que descansa en las grandezas y limitaciones de quienes se movilizan.
La condición subjetiva tiene que ver con la historia, la experiencia y la capacidad de aprendizaje e incluso con la furia del oprimido, recordando una frase de René Zavaleta. Escribe García Linera: “El papel del partido es el de impulsar, reforzar, generalizar, desde adentro de las mismas masas a partir de sus experiencias.”[28]
La obra de García Linera es mucho más amplia que lo que ahora destacamos, sin embargo, es útil para los fines propuestos, que son los de observar una determinada apropiación de la obra de Lenin. Su lectura de Lenin es curiosamente la de un Lenin antipartido, un Lenin que más bien apunta a los elementos práctico-materiales de organización de las clases que se movilizan y conservan cierta memoria de sus luchas. Es un Lenin sumamente original y que se aborda en clave de una lectura de “crítica de la economía política”, sin dejar de lado ciertos elementos centrales para el análisis estratégico.
Para finalizar, es importante considerar que en los años que transcurren entre la publicación del texto de Núñez Tenorio y la propuesta de García Linera, el marxismo se ve fuertemente cuestionado en cuanto a la centralidad de una teoría de la política en su seno. Estos tres autores pretendieron establecer las coordenadas para cubrir esa falencia, que se volvía evidente al momento de pasar revista por temas candentes en el continente.
Una lectura latinoamericana de Lenin en gran medida se puso en guardia ante los cambios que sucedían en el marxismo centroeuropeo, que viraban hacia el liberalismo al no encontrar en el marxismo los elementos suficientes para pensar la política moderna. El registro latinoamericano da cuenta, por un lado, de la insistencia en pensar con Lenin la política moderna y por el otro, establecer una ruptura con las versiones estalinistas, aunque este último intento no tuvo siempre su mejor logro. Más allá de la evaluación que se realice ahora, es significativo registrar su existencia.
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Recibido: 18 de Febrero de 2017; Aprobado: 09 de Junio de 2017
Jaime Ortega Reyna. Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ha sido profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa y en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es integrante del Grupo de Trabajo de clacso “Herencias y perspectivas del marxismo”. Es co-coordinador del libro Antología del pensamiento crítico mexicano (CLACSO, 2015); junto con David Gómez coordinó el libro Pensamiento filosófico nuestro americano (México, EON, 2014). Fue ganador del Primer Concurso de Ensayo Reinaldo Carcanholo que otorga la Sociedad Latinoamericana de Economía Política y Pensamiento Crítico.
[1] Atilio Boron, “Actualidad del ¿Qué hacer?”, en V.I. Lenin, ¿Qué hacer?, Buenos Aires, Ediciones Luxemburgo, 2004, pp. 13-73.
[2] Manuel Guillermo Rodríguez, ¿Filosofía política?… al sur, Bogotá, Utopía-Textos, 2007, pp. 22-41.
[3] Jorge Luis Acanda, Pablo Arco, Rafael Cervantes, Román García Armando Hart, Joaquín Santana, Dolores Vilá, Rubén Zardoya, “Mesa redonda: Lenin”, en Paradigmas y Utopías: Revista Trimestral, núm. 7, México, mayo-julio de 2003.
[4] “Seminario a 100 años del libro de Lenin: El imperialismo, fase superior del capitalismo”, en Periferias, núm. 24, Buenos Aires, 2016.
[5] José Stalin, Fundamentos del leninismo, Pekín, Ediciones de Lenguas Extranjeras, 1972.
[6] Gregori Zinoviev, “El leninismo”, en El gran debate 1924- 1926: II. El socialismo en un solo país, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1977.
[7] Vladimir Acosta, La teoría del desarrollo capitalista en Lenin, Caracas, UCV, 1977, p. 151.
[8] Josefina Morales, Irma Portos e Isaac Palacios, “Presentación”, en Economía política del desarrollo: antología de Alonso Aguilar Monteverde, México, IIEc/JP, 2005, p. 13.
[9] Carlos Maya Amiba, Ilusiones y agonías de los nietos (teóricos) de Lenin, México, Siglo XXI, 1994.
[10] Vale la pena mencionar algunas de ellas: El imperialismo: algunas contribuciones clásicas, publicado en 1979 por Nuestro Tiempo y que recoge trabajos de Armando Córdova, Ana Mariño, Pío García (encargado del ensayo sobre Lenin) y Arturo Guillén; otra publicación relevante fue Economía política del imperialismo: autores estadounidenses, con trabajos de Sergio Bagú, Josefina Morales, Arturo Guillén y Víctor Bernal; finalmente, en 1985 apareció Economía política del imperialismo: autores europeos, que albergaba numerosos textos, entre ellos algunos firmados por Raúl Olmedo, Víctor Manuel Durand, José Valenzuela Feijoo, Rosalío Wences Reza, Aurora Cristina Martínez, entre otros.
[11] Alonso Aguilar Monteverde, Teoría leninista del imperialismo, México, Nuestro Tiempo, 1978, pp. 180 y 181.
[12] José María Vidal Villa, Teorías del imperialismo, Barcelona, Anagrama, 1976, pp. 213-225.
[13] Aguilar Monteverde, op. cit., p. 461.
[14] José Consuegra, Lenin y la América Latina, Barranquilla, Universidad del Atlántico, 1972, p. 58.
[15] Ibid., p. 76.
[16] Carlos Rafael Rodríguez, “Lenin y la cuestión colonial”, en Casa de las Américas, núm. 59, marzo-abril de 1970, p. 19.
[17] Bruno Bosteels, Marx y Freud en América Latina, Madrid, Akal, 2016, p. 43.
[18] 18Roberto Fernández Retamar, “Notas sobre Martí, Lenin y la revolución anticolonial”, en Casa de las Américas, núm. 59, marzo-abril de 1970, p. 117.
[19] Ibid., p. 118.
[20] Ibid., p. 123.
[21] J. R. Núñez Tenorio, Lenin y la revolución, Caracas, Crítica Marxista, 1968, p. 74.
[22] Tomás Moulian, “Acerca de la lectura de los textos de Lenin: una investigación introductoria”, en Cuadernos de la Realidad Nacional, núm. 13, Santiago de Chile, julio de 1972, p. 188.
[23] Ibid., p. 190.
[24] Tomás Moulian, Cuestiones de teoría política marxista: una crítica de Lenin, Santiago de Chile, Flacso, 1980, p. 17.
[25] Ibid., p. 25.
[26] Ibid., p. 28.
[27] Álvaro García Linera, Las condiciones de la revolución socialista en Bolivia (a propósito de obreros, aymaras y Lenin), La Paz, Ofensiva Roja, 1988, p. 221.
[28] Ibid., p. 226.