ASÍ SENTENCIÓ el romano hace más de dos mil años. «Post festum, pestum et post coitum, tedium». Es la visión pesimista, realista de la vida. Traducido: «Después del festín, la fetidez; y después del coito, el tedio».
Tras los banquetes, la náusea, el vómito. Tras el coito, el aburrimiento, la dejadez, el abandono, la soledad quizá. Podría haber un lugar para la esperanza pero el romano ya sabía entonces que todo se había consumado. Seguramente en el futuro habría multitud de ocasiones para rectificar, pero Roma, su Roma, estaba perdida para siempre.
Tal y como transcurren las cosas, los avatares vitales que nos envuelven en una atmósfera de seda tóxica y letal, nosotros, como el romano, sabemos que irremediablemente el bauprés de la nave singla rumbo al caos, a las tinieblas, pero no tenemos el valor de decirlo en voz alta, de dejarlo escrito.
Esa verdad la guardamos bajo llave en un cofrecillo oculto en el más oscuro rincón de la cómoda del alma y alguna noche, en su silencio negro, en su soledad tremenda, le echamos un vistazo húmedo para cerciorarnos de que es real como nuestra respiración alterada por la ansiedad de la certeza. Al alba, tras la ducha, nos reconfortamos y salimos a las calles como si nada hubiera ocurrido.
Nos relacionamos, hablamos, amamos, jugamos a sabiendas de que todo está perdido, de que no hay vuelta atrás. La indigesta aldea global nos ha abocado a ser como dioses pero sólo en su poder de ubicuidad, de manera que, a la vez, estamos en nuestro pueblo y en todos los pueblos.
Cualquier barbanzán ha pasado estas Navidades rodeado de turrones y cadáveres, de confeti e injusticias notorias, de besos y metralla. Sin embargo con el ding dong de un reloj que el satélite nos trae desde Madrid, alzamos nuestras copas y, al igual que hace un año, brindamos por un futuro que no existe, por una paz prostituida, por un día que sólo tiene de bueno el ser mejor que el siguiente.
«Post festum, pestum…», dijo el romano y sobre su cabeza se abatieron las columnas del Capitolio pulverizadas por el hambre de los hombres del este que huían del frío y la miseria.
Hoy huyen de la injusticia los hombres del sur y del norte, del este y del oeste, y los césares aseguran sus fronteras. No han aprendido nada del romano. No saben aún hoy, con todos sus ordenadores y misiles, que el ser humano, su clamor, es invisible e inmortal, y está condenado a sobrevivir a todas las manifestaciones de poder por omnímodas que estas sean. Una civilización que asiste impávida a la tortura, al escarnio, al asesinato, al robo, al abuso de la fuerza, no tiene futuro. Es una civilización muerta.
Por eso no es necesario salir de Noia, de Boiro o de Ribeira para saber del devenir del mundo., Todo está en tu casa y en la casa de al lado. También al otro lado de la calle y en los barrios periféricos. Todo está ahí, y en las plazas se sigue azotando a culpables e inocentes por igual.
Han cambiado los instrumentos de tortura pero el alma y el cuerpo son llagados con más saña. Desde el poder se ríen de los que piden justicia. Desde los altos tronos se mofan de los que reivindican su derecho. Y todo sucede en un ambiente insolidario, distante y frío como el iceberg que acuchilló el Titanic .
Por eso no salgo de Noia ni de mi infancia. Retorno frecuentemente a ella no porque la nostalgia me invada hasta el sentimentalismo, sino porque fue mi único día feliz. Entonces era inocente y sólo los inocentes son felices. Los fatuos se esfuerzan hasta el patetismo por parecerlo, pero la advirtió el romano: «Post festum, pestum et post coitum, tedium».