Roberto Franco, (Tapia): el titiritero del país de las balas. Andrea Maira. Factum.

La vida de Roberto Franco fue una obra de teatro cuyo telón cayó antes de tiempo. Maestro titiritero y activista cultural, emergió de los rincones del barrio de San Ramón y se consagró como una figura fundamental de la dramaturgia salvadoreña. Franco educó a los artistas que mantienen la disciplina viva hoy en día y organizó a movimientos culturales revolucionarios en las trincheras del arte.

Los títeres fueron arma y conciencia social. Fueron brújula. A pesar de que Roberto fue desaparecido, su obra pervive en la informalidad de los recuerdos de quienes le conocieron. Es el caso de tantos que, como él, cayeron en las vísperas de un conflicto armado que aún resuena entre los ecos de El Salvador.

Nunca fue localizado el cuerpo de Roberto y sigue siendo difícil encontrar muestras de su obra entre los pocos libros que documentan la historia cultural de la época. Sin embargo, hundido como una huella entre quienes compartieron tantas anécdotas, su legado vive.

Es un legado que resiste entre alumnos, familia y compañeros artistas; como también se intuye entre los títeres que desde sus manos abrían una boca de calcetín. La vida de Franco se habrá marchitado de manera súbita, pero el testimonio colectivo de aquellos que le conocieron –y que aún hoy aprenden de él– da fe de cómo florece entre botones, lana y anécdotas.

Planteamiento

El Salvador, año 1979. El clima político de la década asfixiaba a la nación y crecía el descontento popular frente a las condiciones de desigualdad. Para aplacarlo, la dictadura militar reprimía a cualquier manifestación de resistencia. Por entonces, el terror de las masacres se asumía como algo angustioso, pero cotidiano. Para muestra: el 8 de mayo del 79, las fuerzas militares ametrallaron a manifestantes en el Centro Histórico de San Salvador. Cosidos a balas frente a la catedral metropolitana, diecinueve personas perdieron la vida de forma salvaje.

Una leyenda es narrada por quienes aseguran haberlo vivido. Cuenta que en un día casi extraviado en aquel año atroz, cuatro misioneros de la muerte –guardias vestidos de civil– vigilaban un local. Formaban parte de grupos paramilitares conocidos como «Los escuadrones de la muerte», radicales de extrema derecha que planificaban de forma clandestina y sistemática asesinatos y secuestros en contra de militantes de insurrección e intelectuales de izquierda, a quienes identificaban como ‘la amenaza comunista’.

Las temidas cacerías de estos paramilitares derivaban en cadáveres que –en el caso de ser recuperados– mostraban señales de torturas crueles, brutales, inhumanas.

Su actitud intimidante, que no coincidía con su ropa de ciudadano común, era augurio de terror. Frente a ellos, la posibilidad de ser desaparecido era una amenaza latente y real.

Aquel día, el terror se apoderó del local en cuestión. Los escuadroneros se lo habían tomado la noche previa. Capturaron, también, a todos los presentes. Ahí, hasta esa noche, funcionaba el Movimiento de la Cultura Popular (MCP), una organización de izquierda que reunía a personas relacionadas al ambiente artístico y cultural del país. Cuentan algunos de los sobrevivientes que, los que ahí militaban lo hacían sin mayor armamento que sus canciones, espectáculos y talleres. El arte, aunque visto como amenaza de sublevación, era lo que ahí primaba.

Entonces, un distraído hombre de ojos zarcos y piel trigueña empezó a subir las gradas del local hasta que, con sorpresa, se encontró de frente con los escuadroneros. Consciente de los tiempos, del entorno y de los riesgos, no esperaba toparse ahí con aquel grupo de sicarios fuertemente armados. A pesar del riesgo que corría su vida, el instinto le indicó no retroceder. Sin dudar y con el temple de un veterano de mil batallas, subió las gradas restantes, caminó hacia uno de los guardias y con la confianza que solo se adquiere al saberse dotado de voz de mando le preguntó:

— ¿Todo en orden?

El guardia se le cuadró y, como un sabueso entrenado, respondió:

— ¡Todo en orden!

Entonces, ese hombre, el zarco con temple de hierro, se envalentonó para ordenar otra instrucción:

— Vaya pues, ¡ahí quedate! Cuidame bien la puerta.

Y se dio la vuelta. Bajó las gradas. Estaba intacto.

En realidad, ese hombre que acababa de ladrar una orden no era, para nada, el jefe de los guardias; mucho menos, un simpatizante extrajudicial. Sus innatas capacidades histriónicas le sirvieron para aparentar que sí lo era y escapar con vida. Ese hombre, en realidad, era una de las presas que los escuadrones habían llegado a cazar: uno de los dirigentes y fundadores del MCP.

Ese hombre salió de ahí sin un rasguño. Tiempo después, para asombro y regocijo de sus amigos, contaría con gracia lo ocurrido en aquel encuentro, sin saber que al hacerlo estaba tejiendo el ojal de su leyenda. Pues él era, además, el titiritero más influyente del teatro salvadoreño.

Ese hombre era Roberto Franco.

Primer acto

Roberto Hilario Franco nació un catorce de enero de 1951 en el municipio de Mejicanos, ubicado al norte de San Salvador. Odiaba, por cierto, que le dijeran Hilario. La colonia San Ramón, que lo vio crecer, era más rural que parte de la ciudad en esos tiempos. Sus pocos habitantes eran todos de recursos escasos. Mucha gente se apropiaba de lotificaciones y, como podían, levantaban ranchos para vivir. El agua potable se acarreaba desde chorros públicos que bien podían estar localizados a varias cuadras de distancia o se compraba a los carretoneros que recorrían la colonia. Era usual que para lavar la ropa los vecinos recolectaran agua de lluvia. Por la noche se vivía a la luz del candil. El verano de San Ramón era polvoriento; mientras que el invierno transformaba a la colonia en un lodazal. La carretera que de ahí conduce ahora a un sector exclusivo de la capital era entonces un sueño más del progreso que prometían los gobiernos militares. Era, como muchas otras, una colonia pobre.

Lucy Franco, la hermana de Roberto, recuerda una infancia marcada por aquella escasez. En el hogar vivían Roberto, Lucy, la madre de ambos y la abuela, que entre las limitaciones llevaba las riendas de la casa. “Mi abuelita a veces no tenía qué darnos de comer. Éramos de recursos muy escasos. A veces solo se comía tortilla con vinagre y sal. Pero él era feliz con mi abuela, y así fue esforzándose por ser alguien”, recuerda de su hermano.

Roberto –a quien Lucy describe como metódico– tenía una sola camisa y un solo pantalón para ir a la escuela. Lavaba ambos por las noches y los secaba para ir a estudiar. “Él siempre andaba bien catrín, aunque solo una mudada tuviera. Era bien coqueto”, señala Lucy, quien subraya que, desde pequeño, su hermano era muy protector de la familia; en especial, de su madre, una mujer reservada que padecía de epilepsia. Como podía, Roberto ayudaba a su abuela y cuidaba de su hermana menor.

Homero López conoció a Franco así, como cipotes de barriada, en los años setenta. Cortar fruta de los árboles, armar bailes en la colonia, jugar partidos de fútbol. Así pasaban sus ratos de ocio. “En la noche andábamos ahí. No había maras. Las que se conocían como maras… éramos nosotros, los grupos de amigos. Salíamos en bus hasta el [monumento del] Salvador del Mundo y de ahí a caminar. A medianoche nos regresábamos en aventón”, recuerda López.

Del barrio y la pelota nació el sobrenombre que acompañaría a Franco por largos años. En aquella época, el fútbol salvadoreño profesional albergaba el talento de un panameño llamado Luis Ernesto Tapia, quien jugó para Alianza FC entre 1963 y 1969. A Luis Ernesto lo apodaban “El Pelé Centroamericano”, pues era muy show. Y como Roberto Franco era más del show que del deporte, sus amigos de adolescencia decidieron apodarlo así: «Tapia».

Tapia futbolista y Tapia Franco compartían el deseo de entretener más que de ganar. Durante los partidos de fútbol en la colonia, «Tapia» nunca estaba detrás de la pelota: prefería imitar a los narradores deportivos de la época. Y lo hacía con irónica picardía. “El juego de él no era el de los partidos. Le daba vida al show, al momento. Si el partido estaba aburrido, le decían: «¡Hey Tapia! ¡Narralo!». Entonces él comenzaba: «Ahora la agarra Fulano…». Y no sé qué. Se ponía a inventar cosas. Le fluía mucho la labia”, recuerda López, entre risas.

Franco no tenía un grupo único de amigos. Con los universitarios podía discutir lo que leía y con los “vagos” de la colonia se divertía. “Le decíamos: «mirá, aléjate de esa gente, no te conviene. Venite, vos no has nacido para eso. Vos naciste para hacer algo importante». Incidimos, pienso yo, en él. Nosotros, los que estábamos de la edad de él y también los universitarios. Él decía: «yo me junté con ellos para aprender algo, para saber. Yo soy bien metido». Por eso andaba con nosotros, porque le gustaba la cosa del arte y éramos los bien portados”, recuerda López.

Por pura casualidad, los dos amigos se enteraron del bachillerato en artes que ofrecía el Centro Nacional de Artes (Cenar). Ocurrió en un cine foro al que los habían invitado. Aunque Franco tenía un nivel de escolaridad muy bajo, hicieron juntos los exámenes de admisión y lograron que lo admitieran.

Eso no significaba que «Tapia» fuese ignorante. En palabras de López, ahora coordinador de teatro en el Cenar, Franco sabía más que todos. “Era un tipo con una naturaleza investigativa, con iniciativa. Él leía muchas cosas, nos hablaba de política, de arte, de libros que había leído”, recuerda. Esa vena intelectual le venía de la madre, que escribía poesía y era sensible a las artes.

Hábil con su cuerpo, creativo y muy lúcido, Franco decidió estudiar junto a López la opción de teatro del bachillerato en artes, en 1973. López recuerda la primera vez que hicieron títeres: “en el primer año, una pareja de japoneses nos dio un taller de papel maché. Hicimos máscaras y aprendimos a hacer un títere, un calcetín relleno de arena, deshecho con pegamento”.

Ese títere bastó. Encandilado, adaptó una ventanita de su casa e hizo un pequeño teatrino que daba a la calle. Desde ahí, Roberto montaba obras para los otros niños de la colonia. Quería que conocieran del arte, que aprendieran, que no anduvieran vagando. Los niños, aunque no tenían mucho para dar a cambio, pagaban buen precio por reír un rato: un centavo; o si no tenían, una piedrita bonita que les hubiese costado encontrar. «Tapia» quería que se enamoraran del arte como profesión, que supieran que el arte cuenta.

“Ahí hubo altos y bajos”, comenta López. “Nosotros terminamos nuestro trabajo de graduación y ahí se quedó en pausa. Después de que terminamos el instituto, (Franco) no agarró en serio los títeres”. Pasaría todavía un tiempo –y un evento que le cambiaría la vida– antes de que el titiritero se entregara completamente al escenario.

Segundo acto

Homero López y Franco comenzaron a hacer teatro de protesta, pero ahora desde la calle. A este tipo de teatro lo denominaron “teatro bayunco” y llamaron a su grupo de teatro –según López, con afán irónico– “Los Ignorantes”. Junto a sus compañeros, David Méndez y Donald Paz Monge, actuaban en lugares como el centro de San Salvador, haciendo juegos de acrobacias, vestidos con hilachas y con los pantalones volteados. Recitaban poesía y cantaban. “Éramos cipotes rebeldes que no nos quedábamos callados. Era un trabajo muy dinámico, muy expresivo”, recuerda López, quien además subraya que lo hacían de forma clandestina, ya que era prohibido para los estudiantes del bachillerato en artes. La gente acudía y apreciaba las obras, a tal punto de que, según López, las vendedoras del mercado, en algún momento, les ofrecieron comida.

Pero algo cambió. Apenas a sus 19 años, Roberto Franco se convirtió en padre de un niño llamado Roberto Carlos, producto de su relación con una pareja de la que ninguno de los consultados recuerda su nombre. El mismo Franco contó en una entrevista a la Prensa Gráfica en 1982 que el nacimiento de su primogénito lo empujó hacia los títeres. “Comunicarme con mi hijo se volvió una necesidad imperiosa y gracias a los títeres platicamos desde entonces como dos grandes amigos”, dijo Franco.

En esta nueva etapa le acompañó también López, recorriendo el interior del país con obras infantiles, pero de contenido social. Pese a actuar para niños, Franco era perfeccionista y metódico, cosas que López recuerda haber aprendido de golpe. En una ocasión montaron una obra donde Franco era terrateniente y Homero su víctima. Justo antes de salir a escena, Homero sintió un gancho directo a la cara, cortesía de Franco. Sin entender nada, terminó la obra enojado.

Cuando confrontó a su amigo, tras bambalinas, Franco le dijo que lo disculpara, que era para motivarlo, para que entrara en personaje; que si quería, le pegara de vuelta. Homero no se podía quejar: su actuación, enojado por la ganchada, había quedado perfecta.

Luego, la vida los separó. Homero partió rumbo a la Unión Soviética para continuar sus estudios. Franco estaba cada vez más compenetrado con los títeres. En 1972 creó el ‘Teatro de la Ranita’, su propia compañía de títeres a través de la cual se fue construyendo una reputación. Trabajó también en la compañía de teatro ‘Sol del Río 32’ durante unos meses y fundó en la Universidad de El Salvador el ‘Teatro Guiñol Universitario’.

Por este tiempo conoció a Sergio Kristensen, un titiritero argentino que se instaló en el país y quien, al conocer a Franco, encontró la química necesaria para la creación de la compañía ‘El Pequeño Molino’. Juntos se presentaban constantemente alrededor del país, en lugares tan dispares como el Teatro Nacional, el teleférico de San Jacinto, el Teatro de Cámara, el Centro Cultural Salvadoreño y la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA).

Franco y Kristensen eran conocidos no solo en el país: durante 1977 realizaron una gira por Latinoamérica, pasando por México, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia y Argentina. Actuaban tanto en teatros como en canales de televisión. De su éxito dan fe múltiples recortes de periódicos de la época, que describían sus actuaciones como “llenas de colorido, luz y gracia”.

La revista Guión, de Colombia, destacó en una nota la naturalidad y espontaneidad con la que los niños participaban en el espectáculo, llamándolos “el mejor espectáculo de títeres visto” hasta ese momento en Cali. La mayoría de las obras que presentaban eran adaptaciones de teatro infantil escrito por autores latinoamericanos como Jorge Cerbeiro, Alicia de Murphy y Jaime Villafane, junto a obras de Franco mismo. En todas, Roberto Franco integraba un mensaje de solidaridad y justicia. En una de las obras, por ejemplo, un perrito es acusado de robarse una tira de chorizos. Pese a su inocencia, el policía que lo encarcela cumple la ley sin más. Al final, los niños mismos gritaban porque soltaran al perrito.

El titiritero salvadoreño era muy respetado por su colega, Kristensen, quien dedicó una columna en Diario El Mundo para hacer un recuento de la experiencia profesional de su compañero. Franco tenía también un puesto en la Secretaría de Extensión Universitaria de la UES, donde impartía y promovía tanto talleres como espectáculos titiriteros.

En 1979, Franco pidió permiso para viajar a España. Al prolongar su estadía por más de lo acordado, la universidad le ofreció su plaza a otro titiritero que frecuentaba el ambiente cultural: Narciso de la Cruz, conocido como ‘Chicho’. Ambos se conocían de mirada. El primero había sido alumno de Paco Campos, fundador del ‘Piccolo Teatro’. Entre ‘El Pequeño Molino’ y ‘Piccolo’ había una rivalidad, según De la Cruz, alimentada por Campos. “Nos mirábamos como desde el hombro. No nos hablábamos. Nos ignorábamos mutuamente. Pero yo no dejaba de reconocer que veía un trabajo mucho mejor que el que nosotros hacíamos. A Paco le gustaba lo efectista y él usaba grabación. Solo movíamos los muñecos. Las obras del ‘Pequeño Molino’ se adaptaban más para los niños”, recuerda De la Cruz.

Roberto consiguió otro trabajo en ‘Acto Teatro’, espacio gestionado por el director de teatro Roberto Salomón y su pareja Naara.

También daba talleres y espectáculos en el Teatro Nacional de San Salvador. Sergio Kristensen ya había regresado a Argentina. “Según supe yo, Roberto era un poco conflictivo […] Él quería trabajar con alguien que le ayudara y no lo aguantaban mucho”, indica De la Cruz. La primera vez que Franco abordó a De la Cruz, le ofreció trabajar con él, y este aceptó. “Salió bien todo”, continúa de la Cruz. “Lo acompañé a su casa, en la Colonia Magisterial. Él tenía un apartamento ahí. Cuando íbamos llegando por la Zacamil, me dijo: «Hey loco, ¿por qué no trabajamos juntos?». «Yo no sé. Vos que te ponés los moños», le dije”, rememora De la Cruz.

Poco a poco, fueron combinando sus actos. El esfuerzo se volvió colaborativo y fundaron ‘Pequebú’, junto a Corina Mejía (‘Cory’), la pareja sentimental de Franco. El nombre de la compañía deriva de un cuento de Benedetti, donde un personaje apodado Pequebú –acusado de ser pequeño burgués– es capturado por fuerzas de seguridad y, pese a las torturas, no delata a ninguno de sus compañeros.

Ambos habían decidido que querían vivir de los títeres a tiempo completo. Franco se movilizaba para asegurar espectáculos donde hubiese la oportunidad. “Yo estaba curado de las fiestas infantiles, porque con Paco Campos íbamos a casas de la colonia Escalón, de la San Benito y mirábamos ese ambiente de irrespeto, de que uno se está presentando en la piscina y los adultos en sillas, chupando, haciendo bulla. Igual nos pasó con Roberto. Pero Roberto andaba viendo de sobrevivir. Si bien es cierto que le salían presentaciones en el teatro, él hasta tenía la idea de hacer dos teatrinos y dividirnos, aunque fuera la misma obra”, dice de la Cruz.

Franco ya había establecido una reputación como artista titiritero y ‘Pequebú’ se presentaba constantemente, no solo en lugares como el Teatro Nacional, sino donde quiera que hubiese niños: parques, mercados, campos de desplazados. Sus actuaciones tenían cobertura en los periódicos del país y no era raro leer alguna entrevista donde Franco explicara cómo hacer un títere con globos. Pero el artista siempre dejaba clara su intención: “Pretendemos despertar capacidades artísticas en los niños. Nuestro teatro de muñecos tiene proyección pedagógica con modelos determinados de conducta. Creemos que es nuestro deber inculcar en los niños el sentido de colectividad, que tomen partido por lo social”, diría Franco en una entrevista publicada por Diario El Mundo en 1981.

Desarrollo

Con tantas hazañas artísticas es fácil imaginar a Roberto Franco como un súperhombre o al menos uno extravagante. Pero aquellos que lo conocieron, aunque reconocen su talento extraordinario, lo recuerdan como una persona común, afable. “No era muy alto. Era claro, pelo liso. Tenía un atractivo. Era muy coqueto. Siempre fue un hombre cuidado. No tenía una voz nasal. Era clara, pero no grave. No era un hombre de poses. Siempre tenía la risa a flor de labio, la amabilidad”, recuerda Paty Silva, quien fue parte de la agrupación musical Guinama. Ella conoció a Franco a los diecinueve años, durante las actividades culturales organizadas en la Universidad de El Salvador. Ella tuvo la oportunidad tanto de acompañar a Franco en sus presentaciones como de ver el proceso tras bambalinas.

Edwin Pastore, uno de múltiples actores que recibieron cursos con Franco, define a Roberto como una persona de contrastes, extrovertido, pero reservado para sus asuntos personales. “Tenía un círculo de amigos. En ese círculo, él se sentía muy bien. Hacía chistes. Pero en el trabajo artístico demostró mucha seriedad. Cuando trabajaba en un montaje era bastante disciplinado. No tenía vicios, no fumaba. A lo mucho, le vi, tal vez, probar un cigarrito. Con el licor era bastante comedido. No era una persona que abusara del licor o que se pusiera bolo”, indica Pastore.

Corina Mejía, su compañera de vida hasta el momento de la desaparición, tampoco recuerda una impresión demasiado grande al momento de conocerlo. Nada de amor a primera vista. “Me pareció simpático, tanto en su físico como en su manera de ser. A mí lo que más me gustaba era su trabajo artístico. Me atraía porque siempre he sido cercana a mucha gente que hace arte”, dice Mejía.

El talón de Aquiles de Franco, no obstante, fue siempre su debilidad por las mujeres. Lucy Franco recuerda que su hermano le presentaba a su abuela una novia tras otra. Ella lo aconsejaba siempre con un «mire hijo, respete». Todavía ahora, Lucy y Cory descubren, de repente, a alguna novia de la que no se habían enterado. “Pero a esta mujer la quiso mucho él. Quizá de todas es con la que mejor nos llevamos siempre”, comenta Lucy en referencia a Corina Mejía.

Incluso Narciso de la Cruz, quien trabajó con «Tapia» en los últimos años, previo a su desaparición, describe la relación de Franco y Mejía como una llena de pasiones, la clásica pareja que discute, pero que es rápida en perdonarse. Mejía, por su parte, recuerda en Roberto Franco a un hombre cariñoso, familiar y entregado a su arte: “Roberto era bien integral. Aunque no había mucho conocimiento del enfoque de género, usaba la máquina de coser para la ropa de sus títeres. Era interesante ver a un hombre que cocinara y cuidara a sus hijos en ese tiempo”. Mejía y Franco tuvieron una hija, Ana Meybell. A Franco le gustaba cargarla y mimarla. Roberto Carlos, su hijo mayor, lo acompañaba a todas las presentaciones y entre ellos había un vínculo intenso.

Eso no significaba que no tuviera carácter. “A veces se enojaba. Era una persona que no se alteraba, pero sí demostraba su enojo. Si algo le molestaba, te lo decía clarito. Con compañeros o colegas se ponía firme. Sabía tomar postura cuando algo le molestaba. No le costaba expresar emociones o su estado de ánimo”, recuerda Mejía.

Aún así, Paty Silva describe a Franco como un imán de personas. “Era un lince. Te llegaba y le decías «sí». Pero todo desde una mirada de amor, no utilitaria. Tenía un ángel, una transparencia”, reconoce Silva.

Nueva escena

Dentro de sus actividades artísticas, Roberto Franco impartía talleres, habitualmente en el Teatro Nacional. También en Acto Teatro, el espacio de Roberto Salomón, e incluso en instituciones educativas, tanto privadas como públicas; desde el Colegio Sagrado Corazón hasta el Instituto Nacional Francisco Menéndez (INFRAMEN). Sin advertirlo, estos espacios de aprendizaje se convirtieron en el semillero de los futuros artistas salvadoreños.

Uno de estos artistas es José Amaya. Cuando llegó a Acto Teatro tenía apenas diecisiete años y trabajaba como mesero en el lugar, en el restaurante de su hermano. Recibió un taller con Franco en 1981. La conexión fue instantánea y este lo adoptó como su pupilo. “A mí me encantaban los títeres e iba a su casa antes de salir de trabajar. Como estábamos en la época del conflicto, había toques de queda. Fue así como él me permitía ir a su casa. Yo iba al menos una hora antes y muchas veces me tocaba quedarme en la casa de él. Me enseñaba más, me explicaba muchas cosas y lo acompañé en algunas presentaciones. Iba aprendiendo más al verlo, al compartir junto con él”, señala Amaya.

Julius Salegio también era un visitante común en el hogar de los Franco. Gracias a su padre, él y su primo, Omar, siendo apenas preadolescentes, conocieron a Roberto en Extensión Universitaria, departamento desde el cual se planificaban actividades y talleres culturales en la UES. Lo visitaban en su oficina y de él aprendieron a hacer títeres desde cero. También les dio su primer escenario. Aunque Salegio no se dedica a ninguna rama artística, explica que el aprendizaje que obtuvo de Franco fue más humano. “Haber conocido a Roberto me influyó para desarrollar de manera temprana una sensibilidad a los demás que de otra manera no se podría tener. Especialmente, a los salvadoreños que han vivido al margen de oportunidades que otros hemos tenido”, sostiene Julius.

Edwin Pastore recibió un curso de Franco en el Teatro Nacional. Como actor, quería progresar en su disciplina y veía en el titiritero a uno de los profesionales más reconocidos en el área. “Realmente era impresionante ver cómo Roberto era capaz de disociar su cuerpo, su ser del títere. Era capaz de meterse en el personaje del títere y crearnos la ilusión. Eso es bien propio de una actitud de niños. Cuando uno va por primera vez y ve un espectáculo de títeres, uno queda encantado ante eso”, dice Pastore. Franco era un maestro con gran capacidad de enseñanza y aplicaba lo que sabía de manera metódica, secuencial. Pastore sostiene que no era difícil aprender bajo la tutela de Franco, porque disfrutaba lo que hacía.

En cambio, la experiencia fue distinta para Morena Barraza, una joven que por aquellos años mostró un fuerte entusiasmo por hacer teatro. El taller que Morena llevó con Franco fue un poco más clandestino, debido a las condiciones sociales del momento. Barraza quería aprender y Franco la animó. “Creo que Roberto era el mejor titiritero en ese momento. No he conocido a alguien como él, tan versátil y diestro. Tenía una gran imaginación, una gran capacidad de improvisar. De su inteligencia verbal y habilidades manuales era muy diestro”, cuenta Barraza. Durante el proceso, Barraza relata que ella creó a un títere de ojos grandes, distintos a los de su maestro. Franco, lejos de desechar la idea, la adaptó a sus propios diseños. Bajo su tutela aprendió a hacer títeres guiñol, a vestirlos y a manejarlos. Ejercitaba para mantener al muñeco, para caminar, para salir de escena. Sin embargo, las condiciones del país interfirieron, de nuevo, en el desarrollo artístico de aquel aprendizaje. “Se interrumpió el taller porque él ya no pudo. Ya no se hizo en otra parte porque había que tener otras condiciones de seguridad para reunirse. Hacer arte en esa época era subversivo. Era mal visto”, señala Barraza.

Franco no perdía la pista a sus alumnos. Los contrataba frecuentemente para apoyarlo en escenas, como hizo con José Amaya. O iba a sus espectáculos y aportaba críticas sinceras, como hizo con Pastore. “Roberto no se guardaba críticas. Él tenía una facilidad especial para que con la crítica uno se sintiera retado a superar las propias limitaciones”, recuerda Pastore.

Amaya recuerda cómo Franco le dijo alguna vez que iba a llegar lejos y él, como un joven criado en el área rural, no lo entendió. Hoy tiene su propia compañía de títeres, Ocelot Teatro, con la que ha viajado a 24 países. Incluso ha creado un festival en el país, Ocelot-FIT, dedicado al teatro infantil. “Roberto era un tipo muy alegre, responsable en cuanto a su trabajo. Era muy apasionado. Estaba bastante comprometido con el arte de denuncia, de concientización. Era una persona bien accesible”, dice Amaya.

¿Pero qué tenían los títeres de Franco que eran capaces de conjurar aquella magia? Paty Silva sostiene que era su cercanía con la gente a la que buscaba hablarle: los sectores populares.

“Cuando con Chicho se presentaban, ¡cómo jodían con la gente!”, rememora Silva. “Era una expresión idónea y la gente lo rodeaba. ¡Qué capacidad tenían! ¡Qué increíble! Él sabía, tenía esa vivencia, andaba donde estaba el obrero. Él florecía ahí. Era profesional y sabía a quién era al que quería dirigirse, qué mensaje y cómo hacerlo”, dice Silva.

Franco sabía girar justo de la broma inocente hacia el doble sentido. Tenía la capacidad de atrapar al público y adaptarse a él, aprovecharse de su entorno. Cory Mejía afirma que sus presentaciones llenaban auditorios donde fuera. “Recuerdo que el trabajo de Roberto le gustaba a mucha gente. Era muy simbólico, muy sutil y creativo, pero evocando a la audiencia la transformación social. Incluso el contenido de los guiones y hasta el humor. Él decía que el arte había que hacerlo lo mejor posible porque era su profesión”, recuerda Mejía.

Además de una intuición innata para su público, Franco era riguroso con su metodología actoral, capaz de canalizar por completo sus emociones en el títere. Paty Silva recuerda con asombro los momentos en que fue testigo de esta habilidad. Mientras Franco bromeaba con el títere de rana en la mano, Silva le preguntaba cómo reaccionaría una rana feliz, triste o molesta. Franco traducía su gesto exacto en el rostro de tela del títere. “Yo le decía: «¿ya viste que lo que estás haciendo en tu rostro, lo estás haciendo en la ranita?». «Sí», me dijo. Yo no había visto cómo un actor fuera capaz de trasladar el sentimiento a su mano”, dice Silva.

La emoción que más contagiaba Franco era la alegría. Luis Galdámez, quien por años fue su amigo y fotografiaba sus actividades de parte de la Universidad, recuerda que Franco no tenía reparo en presentarse donde fuese, aún si sus obras tocaban temas difíciles. “Uno se moría de la risa. En sus libretos hablaba de las tomas de la guardia y los cuerpos de seguridad de ese momento. Hablaba del coronel que estaba de turno”. Morena Barraza, una alumna de Franco, también lo recuerda desenfadado. “Roberto parecía que no tenía miedo, tenía este títere. No tenía pelos en la lengua y eso enardecía a la gente; la hacía cómplice de que las cosas podrían ser diferentes. Yo creo que eso lo estimulaba a él, porque era ovacionado cuando salía la ranita”, afirma Barraza.

El nudo

A Narciso de la Cruz no le eran ajenos los conflictos que Roberto enfrentaba dentro de su propia militancia con el Movimiento de la Cultura Popular. El MCP formaba parte del Bloque Popular Revolucionario (BPR), adscrito a las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), una de las cinco organizaciones que fundarían al Frente Farabundo Martí Para la Liberación nacional (FMLN).

“Había contradicciones dentro de las organizaciones, cosas que Roberto no aceptaba. El Frente proponía un gobierno de amplia participación, donde ya se planteaba el diálogo. La organización tenía la estrategia de guerra popular prolongada. No se contemplaba el diálogo o la negociación. Creo que él era de esa línea. Yo no captaba muy bien de ese lado, lo que miraba eran discusiones acaloradas”, explica De la Cruz.

El ambiente político, lejos de enfriarse, había recrudecido. Para 1983, El Salvador se encontraba en una situación de guerra civil. Para una persona políticamente activa, como Franco, circular libremente se convertía en un riesgo cada vez mayor. Ese año, Franco hizo un viaje a México, donde se reencontró con algunos amigos, entre ellos Homero López y Franklin Quezada (militante, junto a Franco en el MCP e histórico miembro de Yolocamba I Ta, una agrupación musical  revolucionaria que tuvo una gran repercusión internacional). López y otros más, le advertían a «Tapia» del peligro que le esperaba en El Salvador y lograron que Roberto les diera una garantía. Iría a El Salvador solamente para cerrar sus asuntos y para Año Nuevo estaría de regreso, a salvo del peligro.

Roberto Franco no regresó a México para Año Nuevo.

Cory Mejía sostiene que en el hogar de los Franco tenían sus propios mecanismos de seguridad y alerta. “Nosotros teníamos un protocolo familiar. Si sabíamos que por alguna razón no podía regresar, él tenía que llamar por teléfono. Si no podía llamar por teléfono, la norma era que tenía que llegar en la mañana, a las siete”, explica Mejía.

El 23 de noviembre de 1983, Roberto se despidió de Cory. Desde la puerta, dijo que iba a cobrar un cheque y luego a una reunión con la comisión de audición, en el Teatro Nacional. Dijo que regresaba para el almuerzo. Cory lo esperó, como todos los días. Pero Roberto no regresó para almorzar. Del Teatro llamaron una, dos, tres veces, preguntando por Roberto. No había llegado a la reunión. Cory se preocupó y empezó a averiguar dónde estaba. Roberto no llamó para avisar que no llegaba. Tampoco estuvo en la casa cuando dieron las siete de la mañana, el 24 de noviembre.

La última persona que tuvo contacto con Roberto Franco fue Aída García. Ella era alumna de Franco en el Colegio Sagrado Corazón y hacía teatro de títeres itinerante bajo su tutela, en un grupo del colegio. Se encontró en el colegio a Franco y lo buscó para hablar de un conocido que había sido capturado. Franco le dijo que hablarían de ello al día siguiente. García, otra amiga y Franco se subieron a un autobús de la ruta 29, con rumbo al centro de San Salvador. Pero ese día pasaron dos cosas: “La primera cosa que él me dijo fue: «Ahora no quiero que me acompañés. Ahora no me podés acompañar». La otra cosa fue que, justo cuando nos bajamos del bus, venía el otro autobús que yo iba a tomar. Le dije: «Bueno, adiós, adiós, nos vemos otro día». Corrí al autobús y me fui”, recuerda García. La joven regresó a su casa hasta el día siguiente. Su madre le contó que la hermana Nelly Rodríguez, del colegio, la había llamado repetidas veces. Lucy Franco y Cory Mejía también habían llegado a buscarla. “La directora habló conmigo. Recuerdo que un padre de familia estaba en esa reunión. Todos me preguntaban y yo lo mismo contesté”, complementa Aída.

Cory Mejía habló con García, que le repitió todo lo sucedido. Habló con el portero del teatro, quien dijo que Roberto no había llegado ese día. Habló con una vendedora de los alrededores, quien le dijo que el 23 de noviembre, cerca de la hora en que Aída García vio por última vez a Franco, vio cómo metían a un muchacho dentro de una camioneta Cherokee polarizada. El muchacho vestía una camisa khaki y jeans. La misma ropa que Roberto Franco llevaba puesta cuando le prometió a Cory que regresaría a almorzar.

El calvario de Cory Mejía empezó ahí. Llamó a todos los hospitales y ninguno identificaba a Roberto entre sus pacientes. Huyó de la casa con la ropa que traía puesta y la maleta de la bebé. Denunció la desaparición de Roberto Franco ante Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador, el Comité Internacional de la Cruz Roja, Socorro Jurídico y la Comisión de Derechos Humanos. “Uno de los momentos más oscuros de mi vida fue ese y no se lo deseo a nadie”, dice Mejía.

Con solo 23 años, Mejía se enfrentó sola a la tarea de buscar a Franco. Buscó a su compañero de vida en la Guardia Nacional, en la Policía de Hacienda, en la Policía Nacional, en las cárceles. Nadie dio fe de encontrarlo, en persona o en los libros. En la Comisión de Derechos Humanos se llevaba un archivo fotográfico diario de las diez o doce personas que aparecían muertas, muchas de ellas con señales de tortura. Mejía buscó entre aquellos cuerpos mutilados a Roberto, pero tampoco lo encontró. Para ella fue traumático. Lo consideraba cosas que a una persona sana no le caben en la imaginación. María Julia Hernández, la fundadora de Tutela Legal, le pidió apoyo para un documental de derechos humanos. Un grupo de periodistas australianos grabó a Cory Mejía en el via crucis sin fin de la búsqueda, moviendo cielo y tierra. Años después, una amiga le ofreció una copia del documental, pero Mejía la rechazó. Años después solicitó al Arzobispado una copia y no pudieron encontrarlo. “No puedo recordar el nombre, quizá por el mismo bloqueo”, dice Mejía.

La desaparición de Franco fue una entre miles que sufrió la sociedad salvadoreña en el conflicto. Si bien el suyo es un duelo a medio telón, incierto, marcó a todos sus conocidos de una forma u otra. Paty Silva, quien militaba junto a él en ASTAC, redobló los esfuerzos de seguridad en la asociación. “Yo juré que nadie más iba a caer en esta red”, afirma Silva. Para Homero López fue un golpe muy duro en la distancia. “Entendemos que eran las reglas del juego político social de nuestro país de entonces. Afecta porque no solamente por ser un ser humano, un artista, sino por ser un amigo entrañable con el que pasamos aventuras distintas”, dice López. Narciso de la Cruz lo lloró sin lágrimas. Dice que él es así. Que prefirió recordarlo en las bromas, en los buenos tiempos.

A Cory Mejía le sacudió la vida entera la ausencia de Roberto. Ana Meybell, su hija, de apenas dos meses, desarrolló una personalidad aprehensiva. Lucy Franco la cuidaba en el día. Mejía cree que tal vez es porque le dio de amamantar y a través de la leche materna le transmitió la angustia. Roberto Carlos, el hijo mayor de Roberto, se daba cuenta sin palabras de la ausencia de su padre, de que no lo podían encontrar. Empezó a mojar la cama a los nueve años y recibió tratamiento psicológico.

Cory cuenta que la catearon en su lugar de trabajo y la despidieron. Un día, una camioneta Cherokee la persiguió por la calle. Junto a Lucy Franco y los niños debieron huir por un tiempo y se mantuvieron itinerantes, entre familiares de Franco. La madre de Mejía, cuya familia estaba afuera del país, le enviaba dinero para sobrevivir. Pagaba un cuarto donde vivía con Ana Meybell y Roberto Carlos. Encontró una guardería y finalmente encontró otro trabajo. Por las noches soñaba a Roberto siendo torturado, su mayor miedo. Le tomó catorce meses volver a alguna semblanza de normalidad.

“Dejé de hacer danza y teatro. Pasé siete años haciendo terapia, un proceso profundo. Había momentos en que me quebraba, no tanto de llorar, pero había momentos que me desanimaba, no solo mi angustia, sino también la parte de pensar en Roberto y en que podrían estarlo torturarlo”, recuerda Mejía.

Hay algunas teorías sobre quién desapareció a Roberto Franco. La que pareciera más lógica, dado el momento político, es que fueron cuerpos de seguridad, militares asociados a la represión del bando contrario. Según Cory Mejía, una persona que había estado preso en la Policía Nacional dijo haber escuchado la voz de Franco y haberlo visto. Pero hay otras teorías. Franklin Quezada dice que algunas personas afirman que Franco fue desaparecido por el mismo partido, en una pugna interna. El rumor indica que un actual representante consular afuera del país fue el contacto que permitió tender la trampa. Lo único comprobable es que Roberto, vivo o muerto, aún no aparece. Ni su nombre ni sus seudónimos están en ninguno de los registros que Cory Mejía investigó. Ninguna persona o bando se ha atribuido su desaparición, ni se ha declarado culpable de forma intelectual o material. Franco tampoco aparece en el Libro Amarillo, la base de datos que la inteligencia militar salvadoreña utilizaba para identificar combatientes guerrilleros y enemigos civiles.

La lucha por encontrar a «Tapia» fue expandiéndose incluso más allá del núcleo familiar en el que Roberto creció, más allá, incluso, de la relación que el titiritero sostuvo con Cory.

“Él tuvo otra hija, también. Una hija que está fuera del país y que es un año menor que el niño [Roberto Carlos]. Ella también lo anduvo buscando. Movió cielo y tierra. Esta niña sufrió a pesar de que él no estuvo con ella todo el tiempo. La mamá se la llevó bien tierna para Estados Unidos. En un momento, él me dijo: «yo tengo otra hija. Quiero que sepás, que la conozcás». Ella tiene muchos rasgos de él. Es bonita la bicha. Vive fuera, tiene ya 46 años. Sufrió mucho. Me decía: «Tía, yo quisiera saber a dónde fue mi papá». Para mí era bien yuca. Ella incluso no tenía el apellido de mi hermano. Pagó un abogado y aparece con el apellido de él. Me decía: «aunque sea el apellido de mi papi voy a tener». Yo digo, cosas bonitas, a él le habría gustado mucho”, explica Lucy.

La hija se llama Carolina Franco.

Acto final

¿Cuál es, concretamente, el legado que Roberto Franco dejó a El Salvador? ¿Por qué es importante? Gabriela Mejía es una artista titiritera que conoció del legado de Franco a través del actor Salvador Solis, ya fallecido, quien fue director de teatro en la Universidad Matías Delgado. Las generaciones actuales lo ubicarán más por su papel como Cleo en la película “Malacrianza”. Gabriela tiene en la actualidad una compañía de títeres llamada “Tejiendo hilos”. Ella opina que la importancia de Roberto Franco radica en el fuerte componente de crítica social que se manifestaba en su arte. “Todo lo que hacía era enfocado a derechos sociales, humanos, de los estudiantes.

Era también un arte de calle, no un arte elitista. Era un trabajo para la gente. Era bastante social. Creo que eso es lo que incide en mi trabajo”, indica Gabriela. Para ella, es usual que el trabajo de Franco pase de largo debido a la idea errada que existe sobre los títeres como un arte exclusivo para niños. “Como no hay muchas personas interesadas en la promoción del arte, apenas estamos tratando de ver qué hacer para el desarrollo de la técnica. Hay mucho desconocimiento de la técnica de títeres”, comenta Gabriela.

Para Paty Silva, el ejercicio artístico de Franco era inseparable de su compromiso social y humano. “Ese arte comprometido para el cambio es el aporte. Él dio su vida por eso. No cualquiera vive el arte con ese compromiso”, dice Silva.

Edwin Pastore reconoce la herencia docente de Franco y lamenta la pérdida del conocimiento que pudo haber acumulado a lo largo de su experiencia teatral. “A él le gustaba escribir. A lo mejor nos perdimos de una persona que hubiera escrito libros, porque detrás de él había una enciclopedia artística”, lamenta Pastore, quien enfatiza que Franco era un hombre informado, que cuando hablaba, procuraba hacerlo con datos y evidencias.

José Amaya considera que Franco sembró la semilla de la escena titiritera en el país. “Si estuviera vivo, creo que el teatro de títeres estuviera bien consolidado en el país, porque era una de las visiones de él”, dice. Cory Mejía y Lucy Franco, las dos mujeres más cercanas al artista, coinciden en que, de estar vivo, seguiría firme en su visión.

“Estoy seguro de que El Salvador se beneficiaría de inculcar y practicar esa sensibilidad humana en los niños, porque se siente que se pierde. Muy pocos ya se indignan por el dolor ajeno con tal de que no les pase a ellos. Roberto Franco no habría sido un espectador nada más”, sostiene Julius Ramírez.

Puede que el telón se haya cerrado abruptamente para Roberto Franco. Que el acto de su vida esté condenado a un final abierto. Pero la gran obra, la del cambio en las siguientes generaciones, aún no termina. Julius Salegio reside en Canadá, pero hace unos años regresó para visitar el Monumento a la Verdad y la Memoria, en San Salvador. Lo hizo para hacer constar que Franco estaba ahí. Que Franco existió. Lo hizo acompañado de su hijo menor para explicarle la historia de su nombre: como el maestro de antaño.

Su hijo se llama, también, Roberto.

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