Sábado 12 de octubre de 1978.
6:00 A.M.
La mañana amanece un tanto fresca, oscura y ventosa. La “peña” del viernes se prolongó después de la media noche y por eso despierto con mucho sueño y no quisiera levantarme. Pero recuerdo que tengo un compromiso: “¿Voy o no voy?”, pregunta mi diablito. “Tenés que ir” –dice el angelito de adentro. Y haciendo de tripas chorizos, me obligo, no sin continuar por mucho rato las cavilaciones y sin querer renunciar a la tibieza de la cama.
Así perdí el tiempo. Al reaccionar ya estaba retrasado. Eran pasadas las siete. Al fin me desembaracé de la sábana y, sin desayuno, me dirigí a El local, como llamábamos al Centro Libre de Artistas Nacionales, CLAN, antes “El Taller de los vagos”, situado en el número cuatrocientos ocho, segundo piso del gris “Edificio Salandra”, en la esquina formada por la Sexta Avenida Norte y la Quinta Calle Oriente de la capital, en cuyos bajos, en la esquina, funcionaba el “Golden Fish”, una concurrida cervecería.
El CLAN fue fruto de “El Taller de los vagos” que el destacado actor teatral Norman Douglas fundó en sus inicios como un proyecto de teatro independiente que buscaba, en primer lugar, contar con un local en el que se hiciera teatro, a la par que tuviera un componente atractivo, que lo fue un “Café-teatro”, espacio destinado a las tertulias, especialmente de teatro, y para hacer teatro en una pequeña sala. Esa fue la idea, que Norman compartió con otros amigos, a quienes propuso buscar financiamiento para el alquiler del local.
“El Taller de los vagos”, devino en su último momento en el “Centro Libre de Artistas Nacionales”, CLAN, que creció con la incorporación de muchos artistas que rebasaron la pretensión inicial de dedicar el Taller exclusivamente al teatro. En corto tiempo todo tipo de artistas de diferentes lugares se acercaron. Acudieron personalidades del teatro como Enmanuel Jaen, que llegó en calidad de actor. Otros muchos actores concurrieron y presentaron sus obras. Entre otros, Jaime Olmedo presentó el monólogo Informe para una academia, de Frank Kafka, que inauguró en el Teatro Nacional. El CLAN fue la floración del crecimiento artístico que se gestaba en medio de una sociedad convulsa, y de la necesidad del gremio artístico de contar con un lugar donde llegar para conversar y desarrollar sus proyectos artísticos.
El núcleo primigenio del grupo teatral “Taller de los vagos” estuvo constituido por Norman Douglas, Enmanuel Jaen y Mario Pleitez, que procedían del Taller Teatral Universitario, TATEU, un proyecto estudiantil, integrado en la Universidad de El Salvador, dirigido por Norman, paralelamente al Teatro Universitario, del maestro Edmundo Barbero
El CLAN se volvió un refugio para artistas y trabajadores del arte en sus diversos géneros, incluyendo estudiantes del entonces Centro Nacional de Artes, CENAR, situado en el barrio San Jacinto, que encontraron un lugar para ensayar y difundir sus obras, casi todos vinculados al movimiento estudiantil de secundaria. Muchos fueron participantes de la lucha revolucionaria que desembocó en la guerra civil finalizada en 1992, por lo que sufrieron persecución, cárcel, exilio, muerte y desaparición, como la del bien recordado Roberto Franco, “Tapia” o “La ranita”.
Entre paréntesis, a propósito del “Taller de los vagos”: No recuerdo quién me contó la siguiente pasadita: Iba la madre, sobre la 5ª Calle Oriente con el hijo chillón y rezongón jalándolo de la oreja. Al pasar frente al Local vio el rótulo colgante que decía: “Taller de los vagos”…, y sin pensarlo, creyendo haber encontrado la solución le espetó con otro jalón de oreja: “-¡Aquí te voy a traer para que aprendás algo, hijo de puta!”. Entre rabietas y tironeando al cipote desaparecieron al doblar la esquina de “La Casa del Banderín”. Cierro paréntesis.
Los viernes y sábados realizábamos “peñas”, amenas anochecidas culturales en las que unos cantaban o declamaban sus poemas, hacían títeres, pantomimas, presentaciones teatrales etc. El grupo musical “Yolocamba I Tá”, integrado por Franklin y Roberto Quezada, Paulino Espinoza y Manuel Gómez, fueron de los principales participantes que deleitaban a la concurrencia.
Fue allí donde el cantautor Saúl “El zanate” López, adaptó musicalmente y presentó por primera vez el Poema de amor, de Roque Dalton. Entonces, Saúl había integrado el dueto “Dúo-deno” con Félix Morán, el “Cherito Catarino”, un excelente intérprete de la guitarra que trabajaba en Televisión Educativa. Ellos amenizaron el “Café teatro” y continuaron con el CLAN
Para entonar las jornadas vendíamos a la concurrencia guacaladitas de chicha dulcita y con hielo, que bautizamos “La CLANdestina”, y que nos preparaba el “tío Beto”. En cierta ocasión fui con Franklin Quezada a traer la cubeta plástica con chicha hasta el cantón. Veníamos ya hacia el centro ocupando uno de los asientos traseros del bus cuando alguno de los pasajeros dijo: “¡Qué rico, huele a marañón!” Volví los ojos a nuestra damajuana y noté una escorrentía que corría por el pasillo del bus. “Ya nos llevó Candanga”, dije, utilizando otra palabra, por supuesto. A tiempo revisé el depósito, que aunque estaba herméticamente cerrado, parecía ya un sapo inflado a punto de reventar, efecto del gas emanado por la chicha debido al bamboleo del bus durante el accidentado viaje desde el cantón a la ciudad.
Como si se hubiese tratado del recalentado radiador de un vehículo, desenrosqué cuidadosamente el tapón para liberar la presión y se produjo un dulce chiflido con olor a marañón. Sin embargo, el chorrito de líquido que pasaba debajo del garrafón era precisamente fresco de marañón que se le había derramado de la bolsa plástica a una señora sentada un par de asientos atrás.
Eran veladas que se prolongaban hasta el amanecer, y muchas veces terminábamos precisamente en aquel lugar así llamado, en la plaza Hula Hula, otrora Mercadito Meléndez, en el corazón del centro capitalino, donde se vendían platos típicos en aquellas altas horas de la madrugada (Carne de chucho, dicen), o en alguna esquina del barrio Modelo, uno de los más antiguos de la capital, alrededor de una humeante olla donde una vieja que apodamos La Barnabasa, nos servía humeantes guacaladas de aquel Quijote de maíz, Samaritano de la madrugada, como llama el poeta Castrorrivas al ancestral atole de maíz negrito de las abuelas.
En aquel periodo varios jóvenes integraron grupos artísticos, como “Trapiche”, de corta vida, que integró Salomón Chamorro, el “Seco” Ramiro Torres, y otros. Pero el grupo teatral que desplegó mayor actividad desde el CLAN y destacó por su calidad actoral y compromiso con la causa popular fue “Maíz”, integrado por Dimas Castellón, Mariano Espinoza, Donald Paz y Raúl “La lagartija” que se graduaron en las primeras promociones del Bachillerato en Artes y difundían sus trabajos en las calles y plazas de la ciudad.
Por su parte, desde la ventana de la sala que daba a la calle, Roberto Franco, el titiritero desaparecido por los Escuadrones de la Muerte, solía hacer la delicia de los niños escueleros que pasaban camino a casa a la salida de la escuela. Desde la segunda planta asomaba su famosa rana roja. A la misma hora, todos los días, los niños reclamaban desde la acera de enfrente la presencia de “Aurora”, la ranita roja con pelos amarillos que los embromaba: “-¿Ya vienen de estudiar, cipotes feyos? –Feya vos, porque las ranas no son rojas y no tienen pelos, rana feya, lero, lero –y los niños soltban por decenas las carcajadas y esperaban la respuesta de la rana: -Vos, cipote, el del bolsón, ¿Qué aprendiste hoy en la escuela? ¿Cuánto es dos por dos por ocho, mil por mil, tres por nada…? ¡Tan grandote y no te podés las tablas de multiplicar…! Y así, poco a poco, se iban quedando 15 o 20 niños en la acera de enfrente. Claro que al final siempre terminaban peleados y en los días más trágicos llegaron hasta el grado de estrellar semillas de mango en las ventanas del departamento. Cuando a Tapia se le olvidaba salir a la hora acostumbrada, los niños gritaban: Rana feya, rana bruta… Esperaban unos minutos y luego, al ver que la rana no salía, se retiraban entre tristes y sonrientes”, como narra, a propósito de aquellas vivencias, Roberto Quezada en su novela Diles que aún vivo.
Las apariciones de la rana Aurora, lejos de propiciar cobertura al Local, le daban más “color” porque quién no sabía que se trataba de la misma rana roja que al rato estaba amenizando algún acto político cultural en la Plaza Libertad o en algún local sindical, narrando un divertido partido de fútbol que perdía la oligarquía ante la guerrilla.
Fue en aquel Local que representantes de distintas expresiones artísticas integraron el Movimiento de la Cultura Popular, M. C. P., que realizó diversas actividades culturales en calles, plazas, colegios, universidades, sindicatos, refugios, etc. Con Roberto Quezada, Raúl Fernández Richardson, Roberto Franco y el fotógrafo David “El Papo” Méndez, juntamos esfuerzos para publicar La Pasarraya, una revistita que fue lo que ostentosamente llamamos Órgano de difusión de la Sección literaria del Nuevo Taller Experimental.
Con mucha dificultad logramos publicar un segundo y último número porque precisamente el día que nos entregaron las revistas en La Casa del Maestro, donde conseguimos la impresión, y cuando con Quezada salimos, paquetes al hombro, y llegábamos a la esquina, a unos cuarenta metros, en ese momento un contingente de policías entró a la sede magisterial para realizar un cateo en busca de armas y “delincuentes terroristas”. Tomamos un taxi y ¡Patas para qué os queremos…! Nos dirigimos al CLAN para dejar los paquetes pero ya estaba bajo vigilancia desde días anteriores.
Creo que fue con el “Seco” Ramiro, un estudiante de teatro, que según supe años después, murió asesinado por unos afro americanos en los Estados Unidos, con quien habíamos quedado en que iríamos a comprar tela de manta para hacer unas pancartas que se utilizarían en alguna de las tantas manifestaciones populares que precedieron al conflicto armado.
Seguí caminando. Todo parecía normal. Llegué a “La Casa del banderín” y recorrí los escasos metros que faltaban para alcanzar la entrada del CLAN. Solamente llamó mi atención un guardia apostado en la esquina nor poniente, sede de un hospedaje, como a unos cuarenta metros, pero como esa imagen era el pan nuestro de cada día, seguí caminando los pocos pasos que me faltaban.
En eso noté un pick-up doble cabina estacionado exactamente a la entrada, y vi, casi de soslayo, en el asiento trasero a un obrero moreno y pequeñito, con corte de pelo de “cepillo” que cubría su frente, con alguien más sentado a su lado. Me pareció que gesticuló, pero no me percaté que quiso transmitirme una señal de advertencia.
Era uno de los obreros que asistían a los ensayos para la formación de un grupo de teatro obrero campesino que estaba integrando Norman Douglas. Después alguien me dijo que el tipo había sido capturado y que por no delatar ningún local verdaderamente comprometedor decidió señalar el CLAN, a sabiendas de que allí no había nada, pues días antes se había “limpiado” de cualquier cosa que pudiera ocasionar problemas, ya que en la atmósfera se percibía la inminencia de un cateo.
Contiguo al CLAN estaba “La caverna de los licuados”, un comedor popular que distaba únicamente dos casas. Avancé. En la esquina el guardia seguía tieso como un riel.
No advertí el gesto que hizo aquel joven obrero sino demasiado tarde, pues ya había puesto pie en la primera grada de la entrada, que estaba abierta, y subí uno o dos escalones cuando oí que desde el rellano me ordenaban: “-¡Subí!” Vi hacia arriba y distinguí a un tipo que me apuntaba con un arma larga.
De súbito siento que el cielo se derrumba y que las piernas me flaquean. A la vez contengo cierto castañeo de mandíbula y me digo que debo ser fuerte y no inmutarme. Subí las gradas hasta llegar frente al “Topo Gigio”, como supe después que le decían, quien, a la par que ponía la boquilla de su arma justo en mi pecho, soltó la andanada de preguntas:
-¿Quién sos? ¿Qué querés? ¿Qué buscás…?
La Providencia me iluminó en aquel instante y respondí:
-Busco a mi profesor.
-¿Quién es?
-Mi profesor Norman Douglas…
-¿Para qué?
-Vengo a hacer un examen de reposición. Me dijo que viniera temprano.
Me empujó y con el cañón de su arma en mi espinazo me ordenó subir los escalones faltantes. En ese momento, a la entrada del apartamento apareció un tipo vestido con una chaqueta caqui. Terciada sobre el pecho colgaba una sub ametralladora. En la mano derecha un cigarro recién encendido y en la izquierda un fascículo mimeografiado con un artículo de Lenin que la noche anterior habíamos leído y comentado con Norman.
En aquellas circunstancias el sólo nombre del autor del fascículo era suficiente motivo para sufrir las consecuencias de ser considerado “delincuente terrorista” y, probablemente, no volver a ver la luz del día. Lo tenía en su mano izquierda el entonces teniente Roberto D´Abuisson, segundo al mando de la S-2 de la Guardia Nacional, después del teniente José Antonio “Chato Castillo”, quien comandaba el operativo y posteriormente muriera acribillado por guerrilleros del E.R.P., en Santa Ana. D´Abuisson le sustituyó en el mando.
-¿Y éste?” –preguntó al verme.
-Acaba de venir, contestó el Topo Gigio.
-Otro semoviente –dijo con sorna y desprecio. Y ordenó: Llevalo donde están los otros, a la par que me propinó en el espinazo el primer culatazo de mi vida cuando pasaba frente a él.
“¿¡Los otros!? ¿Quiénes?” Por mi mente pasó un carrusel con los rostros de compañeros artistas, obreros y campesinos que nos reuníamos en El local. Sin dejar de encañonarme el guardia me condujo al “Cuarto de los títeres” como llamábamos al cuarto último que estaba a la vuelta de la cocina. Allí descansaba la utilería de algunos montajes teatrales y en unos anaqueles los títeres elaborados en un taller que impartió Roberto Franco, “Tapia” o “La ranita”, como también fue conocido debido a que popularizó un muñeco en forma de rana roja con un copete amarillo (los colores emblemáticos de las F. P. L.) con el que satirizaba, parodiando un partido de futbol, el conflicto político militar que se vivía entre las fuerzas populares, el ejército y la oligarquía. Roberto desapareció en las inmediaciones del Teatro Nacional de San Salvador, hacia 1983.
La entrada del cuarto estaba resguardada por un guardia viejón y adentro uno joven con cara de diablo. De cara a la pared, con los pulgares amarrados hacia atrás estaban Chalo Chamorro –Chamorrito- un actor teatral egresado del Centro Nacional de Artes, CENAR, y Ricardo Guevara, escritor y guionista televisivo. Me alinearon de cara a la pared junto a ellos. Una abierta ventana de guillotina me dejaba ver a una bonita niña pecosa y pelirroja que desde el piso superior nos veía con curiosidad y cierto gesto de compasión.
El CLAN tenía la característica de que no sólo se utilizaba para realizar actividad artística sino que algunos, por diversas circunstancias, se alojaban allí temporalmente, tenían llave y entraban y salían a discreción. Norman había instalado allí su casa-estudio.
Cuando los guardias entraron al local, el primer encañonado fue Ricardo que estaba en el “Cuarto de los títeres”, mientras Chalo se bañaba. El guardia joven tocó fuertemente la puerta del baño: “-¿Quién?”, preguntó Chalo. “-¡La Guardia!” “-¡Tu madre!” respondió Chalito, creyendo que se trataba de alguno de los tantos embromadores que acudían. De nuevo los golpes a la puerta: “-¿Quién?”, volvió a preguntar Chalo. “-¡La Guardia, hijo de puta!” “-¡Tu madre!” volvió a responder. Y fue la subsecuente patada del guardia contra la puerta, que cedió. Enjabonado fue sacado del baño. Apenas pudo cubrirse con una toalla y tomar sus redondos lentes de “Beattles” untados con jabón. Lo amarraron de los pulgares y llevaron al lado de Ricardo. Habían pasado apenas unos minutos cuando yo entré a la boca del lobo.
En los ojos del guardia joven –más enrojecidos que los del más negro cadejo- se leía un vehemente deseo de pulverizarnos, como si nos dijera rabiando entre dientes: “¡Ya los voy a tener en mis manos!”. Era en verdad fulminante y rabiosa su mirada; parecía desprender chispas que incendiaban el cuarto. Con su fusil G-3 simulaba fusilarnos disparando una ráfaga de balas en abanico a nuestras espaldas. “-Prrrrrrrrrrr.., Prrrrrrrrrrr…”, le hacía imitando la onomatopeya de aquel siniestro “papagayo”, como bautizaron los guerrilleros a esa clase de arma.
En aquellos días Norman preparaba el montaje de una obra de creación colectiva con un grupo que llamó Teatro Obrero Campesino, integrado por jóvenes del sector obrero y campesino. Entre ellos recuerdo muy especialmente a “Valentín” y a “Chilo”, muerto este último, y no recuerdo si “Valentín” también, en los sucesos en que asesinaron al padre Ernesto “Neto” Barrera, en la colonia La Providencia, al Sur de la capital. También a “Marta”, una robusta campesina que calzaba “Siete leguas” y que una vez me “ahuevó” en una aquellas prolongadas y muchas veces redundantes reuniones.
Al notar mi incomodidad, me jaló el aire diciéndome con aire marcial: “¡Compañero: Le recuerdo que estamos a tiempo completo para la revolución…!” Fue un balde de agua fría. Mi soberbio espíritu de “pequeño burgués” –o “Pequebú”, se sintió humillado ante aquella increpación. Me dijo que yo era un “Pequebú”, utilizando el término que acuñó el magnífico y bien recordado titiritero Roberto Franco, desaparecido cerca del Teatro Nacional, hacia 1983, por los fatídicos Escuadrones de la Muerte”, y como llamó al teatrillo que creó, después de compartir actuación con el titiritero argentino Sergio Kristensen que pasó por nuestro país con su teatrillo el “Pequeño molino”. Al “Pequebú” de Roberto Franco, se integró Narciso “Chicho” de la Cruz, que destacó por sus actuaciones y su compromiso con la causa popular, sufriendo cárcel, represión y secular pobreza.
De “Marta” y Roberto “Tapia” guardé una foto que nos hicimos en la borda del ferry en que cruzamos el Golfo de Fonseca cuando fuimos a Costa Rica en 1978 al festival preparatorio del Festival de la Juventud y los Estudiantes, en Cuba.
Al regresar, el bus en que viajábamos se fundió en Liberia y debimos esperar largo tiempo a la orilla de la carretera mientras acudió otro bus que nos transportó hasta Corinto. En Managua, casi a orillas del lago, bajo un sol y calor cenital, conocimos y compartimos con Ileana Benavides, una heroína sandinista, ex prisionera de Somoza. Al llegar a Corinto debimos esperar el ferry que durante la noche surcó el Golfo de Fonseca hasta atracar en Cutuco. A media travesía se dio la orden de tirar al mar cualquier cosa que pudiera ser comprometedora. Ya se nos había dicho que fuéramos prudentes ante la presencia y cercanía de extraños y que, si acaso, que hiciéramos comentarios de que veníamos de una excursión, que habíamos escalado el Irazú, que habíamos ido a Guásimo, a Heredia…; en fin, que inventáramos.
Con pesar debí lancé por la borda un paquete de libros que me había regalado Ernesto “Chancleta” Zamora, a quien encontré en una librería de San José. Entre aquellos libros recuerdo “El arte de la guerra”, de Kim Il Sum. El paquete de libros fue engullido en un santiamén entre el espumarajo de la estela platinada por la luna que dejaba el ferry.
Durante la travesía permanecimos en la cubierta desafiando al caminar el balanceo de la embarcación. Amanecía cuando atracamos en Cutuco. Al acercarnos, desde la cubierta del ferry columbramos en el parqueo del atracadero un bus gris de la Policía Nacional. “¡Ya nos cayeron!” –me dijo Roberto Franco. Desembarcamos y nos dirigimos a la Aduana para registrar nuestro ingreso, y sin ningún inconveniente nos dirigimos a San Salvador. Sin embargo, uno o dos días después La Prensa Gráfica publicó en su última página la mayor parte de fotografías de los asistentes al festival en San José y, posteriormente, muchos de los publicados fueron reprimidos.
Después de un primer intento fallido por llevar a cabo el montaje de Las monjas, de Eduardo Manet, en el que habría participado el propio Norman, Enmanuel Jaen, Paco Campos, Jorge Escalón y Mario Pleitez, aquel dispuso intentar nuevamente llevar dicha obra a las tablas. Esta vez actuaría Telma, la esposa del poeta Jaime Suárez, Miguel Ángel Chinchilla, y creo que Mario Pleitez también, y el propio Norman. En esta ocasión yo llevaba el Diario de trabajo, que fue encontrado por los guardias en un clóset y cuya mala letra habrá dado qué hablar, o reír, a los paleógrafos de la benemérita institución porque sus últimas páginas consignaban una parodia de ejercicio teatral en la que unos militares se encontraban sitiados durante un golpe de estado.
Al Local acudían algunos dirigentes del Bloque Popular Revolucionario, B.P.R. y de las Fuerzas Populares de Liberación, F.P.L., algunos clandestinamente, a desarrollar charlas de estudio y orientación, entre otros, a militantes de la organizaciones FECCAS y UTC, que aprovechaban aquella hospitalidad y riesgosa solidaridad de Norman.
Se vivía en aquellos días una aguda situación de opresión y persecución a la clase intelectual contestataria que abarcaba desde la Universidad de El Salvador a toda expresión cultural que atentara mellar siquiera los cimientos de la cultura oficial. La “inteligencia” militar identificaba a la Universidad de El Salvador como el “cuartel central” de la guerrilla, y por ello fue constantemente intervenida, invadida, asediada, bombardeada, saqueada, bloqueada económicamente, etc.
En la época en que el régimen del coronel Molina y del general Romero mantuvieron una Comisión de Administración Provisional, CAPUES, sufrimos la agresión y represión de los “Verdes”, como llamábamos a los guardias internos que, además vigilaban y denunciaban cualquier movimiento “sospechoso”.
Durante la última intervención militar debí salir del campus universitario arrastrarme “de lagartija” para salir bajo una lluvia de balas, al tiempo que las fuerzas militares invadían el campus y se acercaban al edificio en que me encontraba y sobre el que caían balas. Dentro de la universidad el “orejismo” era grande. La infiltración en las organizaciones políticas era parte de los planes del gobierno. Secretarias, trabajadores, docentes, (seudo) alumnos, etc. proporcionaban información a los organismos de “inteligencia” y fueron responsables por las capturas, desapariciones y muertes de muchos universitarios.
Nos tocó sufrir toda carencia de recursos, recibir clases en el exilio, literalmente en la calle, sentados en una acera, o colectando dinero entre todos para pagar locales, pero “negándonos a morir”, pese a que el solo hecho de ser universitario se constituyó en un estigma comprometedor ante los ojos de cualquier soldadito con poder de vida o muerte ante quien considerara “terengo” o “piricuaco”, como acuñó el fátidico mayor D´Abuisson para referirse a quienes luchaban contra el régimen militar, brazo armado de la oligarquía.
Pero en aquellos días, como ahora, no solo la garantía física de la vida estaba en juego, sino la salud sicológica de toda la sociedad que se alteró, tornándose en uno de los muchos factores generadores de la violencia y descomposición social que vivimos en la actualidad. El “ser” salvadoreño se trocó. La secular “sencillez” del campesino desapareció en buena medida y adquirió conciencia de que es sujeto de la historia.
La percepción y valoración de la vida misma llegó hasta el desprecio sin fondo. Salíamos de la casa, pero no sabíamos si nuestro retorno estaba asegurado. Los enfrentamientos bélicos se daban a cualquier hora, en cualquier calle. Muchas veces me salvé “por un pelito”, como decimos. Personalmente creo que la guerra “me trató bien”, porque estoy vivo, aunque su nefasta influencia fue en todo orden.
Era tiempo de trepidar de metrallas y estallido de bombas por doquier. Desde la escuela primaria la mención de problemas sociales era tema en algunas clases que recibí. Resulta que fue mi maestra de tercer grado la profesora Emma, hija del líder revolucionario, fundador de las Fuerzas Populares para la Liberación, F. P. L., Cayetano Carpio. También fue mi maestra la niña Inesita Dimas, suave y abnegada maestra, premio magisterial “ANDES 21 de junio” hermana del líder revolucionario Dimas Alas, fundador también de las F. P. L., y muerto durante uno de los primeros enfrentamientos entre guerrilleros y policías. Ambas murieron cerca de la entonces “Wolkswagen”, en la colonia Médica. Con ellas murió Justo, un joven que trabajaba como ordenanza en FUNDASAL. Ellas, recuerdo, fueron las primeras maestras que en los primeros años escolares nos daban pildoritas de conciencia social.
Ya el nombre del fatídico general “Chele Medrano” y el escuadrón de la muerte “La mano blanca”, tintinearon mis oídos desde temprana edad. En aquel entonces el río Lempa engulló los cadáveres de cientos de personas que fueron ejecutadas con la justificación de que eran ladrones.
Escuché hablar en aquel tiempo de Manuelón Cornejo, un Policía Nacional que fue de los que manejaban las motos “Harley” que escoltaban al presidente Julio Adalberto Rivera. Se decía que Manuelón contaba que los condenados a morir le pedían a él que fuera quien los matara porque casi no los hacía sufrir.
Se popularizó la expresión: “Te van a comer los chimbolos del Lempa”, como una manera de amenaza, porque en el referencial colectivo estaba consignado su significado. De esa época recuerdo la mención del asesinato de dos obreros que aparecieron al Sur de la capital. Si no me equivoco era Saúl o Santiago, o Saul Santiago Contreras uno de ellos. Recuerdo haber estado en medio de la gente que acompañó la huelga de hambre de “Marcial” en el propio Centro capitalino y las primeras huelgas magisteriales de ANDES 21 de junio. Tenía entonces unos doce años.
La guerra con Honduras me hizo caminar hasta un refugio que habilitó la Cruz Roja a la entrada de Santa Tecla, con la esperanza de encontrar a un tío que se marchó joven para allá y no volvió. Pensé que podría encontrarlo entre los refugiados, aunque sólo tenía la memoria de lo que de él contaba mi papá.
Uno de esos días de guerra presenciamos en el cielo, al sur oriente de la capital la persecución en círculos y escuchábamos el rafagueo que disparaba un avión de la Fuerza Aérea Salvadoreña a otro hondureño que, al parecer, fue derribado y cayó en el departamento de La Unión.
Años después conocí a Luis Samayoa, “Caballo”, pero le decíamos “Caballo loco”, para enojarlo, “-Simplemente Caballo”, nos aclaraba, un promotor social que había sido seminarista y soldado anteriormente. Aseguraba que había sido él quien derribó ese avión y que por ello lo habían condecorado. A saber…
Otro evento que acicateó mi curiosidad juvenil fueron los primeros traqueteos de ametralladora, estallido de bombas y sobrevuelo de aviones de la Fuerza Aérea el 25 de marzo de 1972. Desde la casa veíamos cómo el avión de la Fuerza Aérea, al Sur de la capital, dejaba caer unas bombas, que al parecer impactaron el edificio del Hospicio de niños, a no poca distancia del cuartel El Zapote, al que estaban destinadas.
Al enterarme de lo que ocurría salí subrepticiamente de la casa y me dirigí al centro de la ciudad, que ya estaba militarizado. En cada esquina del Palacio Nacional estaba emplazada una ametralladora anti aérea. Caminé por la Calle Rubén Darío en medio de soldados apostados a lo largo de la vía. Frente al edificio de la antigua Administración Nacional de Telecomunicaciones, ANTEL, un soldado acababa de disparar contra la fachada, dejando entre otras marcas algunas celosías rotas que a la fecha se mantienen testimoniando aquella mañana del fallido golpe de estado contra el general Fidel Sánchez Hernández.
De boca de otros curiosos me enteré de que en la Guardia Nacional había enfrentamientos y dispuse dirigirme hacia allá, pero al saber que lo mismo ocurría en el cuartel de la Policía de Hacienda, caminé en aquella dirección por quedar más cerca. Llegué, sobre la Calle Concepción, hasta el edificio de la entonces “Maestranza de la Fuerza Armada”, cuya entrada estaba flanqueada por dos pequeños cañones antiguos. Me quedé junto a un cañoncito haciendo corro con otros mirones.
Desde allí vimos que en el garitón de la Policía de Hacienda, protegido entre las almenas, un agente nos hizo algunos disparos de advertencia que cayeron en la calle a escasos metros de donde estábamos, levantando capitas de asfalto. Frente a la entrada principal del cuartel estaba estacionado un carro “Wolkswagen”, escarabajo. De pronto se abrió el portón y un grupo de militares se dirigió presuroso al vehículo al que, después de examinarlo, rompieron la ventana de un culatazo y empujaron hacia dentro del cuartel. Al parecer contenía cajas con armamentos o munición, o a saber qué.
Acto seguido salió un pelotón de Policías de Hacienda trotando en dirección hacia donde estábamos. Al verlos venir, uno de los mirones gritó: “¡Corramos!” Pero alcancé a escuchar que alguien dijo que no porque entonces nos dispararían, y decidí quedarme. Cuando ya el pelotón se acercaba al trote, torné la mirada hacia atrás buscando al grupo, pero se había esfumado. Quedaba yo solo, literalmente al pie del cañón. El pelotón siguió de largo, sin reparar en mí, y se esparcieron en una precaria comunidad que se erigió a raíz del terremoto del 3 de mayo de 1965 sobre la Calle Concepción, en el predio que hoy ocupa el mercado “La tiendona”. De una de las champas alineadas a la orilla de la calle sacaron a un soldado que alzaba su fusil en señal de rendición. Desde lejos le dispararon. El fusil voló por el aire y el soldadito cayó.
Eran ya como las cinco de la tarde cuando regresé a la casa con mi trofeo. Había recogido esquirlas y casquillos de bala que, como caramelos, colmaban mis bolsillos. Llegué tiznado como si hubiera andado entre potreros quemados. Mi papá me vio entrar y no dijo nada. En silencio se dirigió a tomar “La justa razón”, como llamaba al acial con que nos acariciaba. Le llamaba así porque no lo aplicaba si no le ocasionásemos una “justa razón” que nos hiciera meritorios de aquellas cundundiadas, decía. Cuántos cardenales me habrán amanecido de aquella flagelación.
De la masacre del 30 de julio de 1975 me salvó el compromiso de entregar un libro en la biblioteca del colegio, que quedaba al paso de la marcha, sobre la 25 Avenida Norte. Creo que con “El Pelón”, “El Chele”, y no recuerdo quienes más, acordamos ir a la marcha. Salimos desde la Universidad, integrándonos al grupo Universitarios Revolucionarios 19 de julio, UR-19. Al aproximarnos al colegio, sobre la 25 Avenida Norte, dispuse adelantarme para subir a devolver el libro a la biblioteca del colegio e incorporarme luego. No habían transcurrido muchos minutos cuando se escuchó el trepidar de las armas contra los estudiantes. Subimos a la azotea y desde allí vimos el caos que se originó. La historia es conocida. Se atacó con tanquetas a una marcha pacífica de estudiantes que protestaban por la intervención al Centro Universitario de Occidente. Muchos se lanzaron desde el paso a desnivel, de considerable altura. Otros se refugiaron en la Comunidad Tutunichapa -el “Río de las arenas calientes”- o escaparon por la quebrada, atrás del Instituto Salvadoreño del Seguro Social. El número de víctimas sigue siendo desconocido. Cuando transcurrió un tiempo prudencial y comenzaba a oscurecer, salí y caminé hacia el propio escenario de la tragedia cuyo telón se intentaba cerrar lavando la sangre de los estudiantes que resultaron muertos o heridos, como lo vi hacer a los Bomberos Nacionales que lanzaban sus manguerazos a presión contra el asfalto y las paredes. Caminé sintiendo que profanaba aquella sangre que se diluía por las cunetas, cuando en verdad caminaba sobre el rostro tinto del presidente Arturo Armando Molina.
Viví la toma de la Plaza Libertad por los candidatos de la Unión Nacional Opositora, U. N. O., el coronel Ernesto Claramount Roseville y el doctor Antonio Morales Erlich, en febrero de 1977. “Nos damos en la madre”, cacareaba a cada rato Claramount desde la peana del monumento, pero como al panameño Noriega, le salió el tiro por la culata.
La noche de la masacre del 28 de febrero, con mi primo Humberto, desaparecido en enero de 1981, caminábamos de la plaza hacia un parqueo cerca del edificio de La Prensa Gráfica, sobre la 3ª Calle Poniente, cuando vimos unos tres o cinco camiones que transportaban efectivos militares. Llegamos al parqueo a sacar algo y volvimos a la plaza. Todo parecía normal. Los oradores continuaban sus discursos y arengas. La muchedumbre concentrada en repudio al fraude electoral cometido contra la oposición expresada en la U. N. O., se había mantenido por varios días. La gente se solidarizaba ofrendando alimento y apoyo a quienes dirigían la toma de la plaza. Mi primo Humberto entregó un chompipe, al que seguramente le llegó su treinta y uno aquel veintiocho. Los oradores que participaron durante aquella jornada cruentamente finalizada, entre otros, eran Marianela García Villas, Jorge Pinto, los hermanos Rubén y Mario Zamora; creo que también los hermanos Rafael y Mario Aguiñada y el doctor Víctor Manuel Ungo; no recuerdo si aquella fatídica noche, o en alguna jornada anterior. La cosa es que se anunció que se haría una transmisión radial, creo que por la YSAX, y que a continuación se difundiría una misa, no recuerdo si oficiada por el padre Octavio Ortíz. Quise que en mi casa escucharan la radio y dije a mi primo que volvería. Pero ya no fue así. Me quedé escuchando la reveladora homilía. Desde mi casa, a sólo siete cuadras, se escuchó el traqueteo y gritería que se alzaba hasta el cielo. A tempranas horas volví al centro y pude ver nuevamente agua teñida con sangre que bajaba por las cunetas cuando los bomberos lavaban la plaza.
Pasé por la plaza Gerardo Barrios y subí por la calle Rubén Darío. La ciudad estaba tranquila. Parecía que nada había ocurrido. Poca gente circulaba. Era temprano. Pero unas horas más tarde el centro capitalino era un hervidero de gente que deambulaba sin rumbo, vociferando frustración y rabia. Aquella mañana la agitación de las masas populares se desbordó y desató su violencia desorganizada contra algunos bienes que identificaban con la oligarquía y el gobierno, como algunos edificios públicos y el de La Prensa Gráfica. Grupos de gente enardecida se armaba con piedras y garrotes.
Andaba yo acompañado por “Tacuba”, estudiante de Ciudad Normal “Alberto Masferrer”, recién llegado de aquel pueblo. Presenciábamos aquella “Toma de la Bastilla” contra el edificio del periódico, a cuya fachada lanzaban cuanto podían, hasta envases con gaseosas. A golpes y puros golpes lograron romper una puerta metálica de cortina, sobre la 1ª Avenida Norte, y penetraron con la fuerza de un torbellino dispuestos a destruir. Tiraron bobinas de papel y barriles de tina, y prendieron fuego. Comenzaba el humo negro a alzarse al cielo saliendo por el portón roto, cuando se activó la “sirena” del edificio, que en otros tiempos anunciaba con su característico aullido el medio día exacto, “La hora de la gallina”, decía la gente.
Al momento se escuchó distante una pequeña ráfaga. “-Son cuetillos”, me dijo “Tacuba”. “-Má”, le dije, aunque en verdad así me pareció haber escuchado también, pero echamos a correr cuando vimos que atrás la gente corría. Grupos de gente iban y venían sin rumbo, enardecidos. Algunos arrancaban a pura fuerza los barrotes de los barandales de la plazuela San Martín para armarse. Nos dirigimos por la 3ª Avenida y al llegar a la esquina con la Calle Arce nos topamos con un camión de la Policía Nacional que venían disparando. Dimos la media vuelta y, patas para qué os queremos. En la loca carrera buscando salvar el pellejo de las balas que ya desde la boca calle lanzaban los policías, vi caer a varios, tal vez tropezados o heridos. No lo sé. Sólo me consta haber visto a un estudiante de la ex Escuela Nacional de Comercio, ENCO, que cayó delante de mí con las vísceras de fuera. “Tacuba” corrió delante de mí, pero lo perdí en la estampida y pensé que había caído herido o muerto, hasta que nos reencontramos a unas cuadras. Había perdido un zapato en la huida. Por suerte un sobreviviente del ametrallamiento dijo haberlo recogido y colocado en el alféizar de la vitrina del almacén “Pablo Llort”, que era una de las principales ferreterías de la ciudad. Regresamos y ciertamente allí estaba el zapato. “Tacuba” se lo encajó bien contento y pudimos regresar a casa.
Fue aquel periodo de constante agitación política. Retumbaban las calles con las marchas de protestas que eran continuas e igualmente reprimidas a fuego de metralla. Se acuñaron consignas como “¡A fuego de metralla, el pueblo no se calla!”, “¡A más represión, más lucha!”, “-¿Qué es lo que quiere el pueblo? -¡Insurrección popular!”, etc. Lejos de amilanarse, el pueblo se incorporó más y más al proceso que en pocos años desembocó en una primera ofensiva militar por parte del ejército popular, lanzada el 10 de enero de 1981. Cuatro días después desapareció mi primo Humberto.
En medio de aquella vorágine social, con fondo cotidiano de bombardeos y traqueteos, en condiciones adversas, muchas veces desafiando los constantes y prolongados Estados de Sitio y leyes marciales y represivas, continuábamos realizando nuestra labor. En fin, la muerte era el “pan nuestro de cada día”, y cada día vimos y vivimos cosas horrendas. Me encontré con cuerpos mutilados, carbonizados, cabezas metidas dentro del cuenco del abdomen de las víctimas, miembros cortados con guillotinas en los “Mataderos de El Salvador” y, al parecer la “Quality Meats”, cuerpos abandonados en carreteras, sindicalistas asesinados envueltos en una alfombra lujosa tirados en un camino vecinal, ejecuciones sumarias desde un taxi, atropellos a personas inocentes y a mí mismo.
En varias ocasiones me tocó saltar los cuerpos de compañeros que caían heridos o muertos en una manifestación ametrallada. En otra ocasión, viajando sobre el Boulevard Venezuela explotó una bomba en un poste justo cuando pasábamos frente a él. Vi el “luzón” y, soplarse literalmente, y sacudirse el bus, a la par que caían los vidrios de la ventana sobre mi pecho.
La capital verdeaba de milicos por todos lados. La sobrevivencia diaria era toda una aventura por los continuos enfrentamientos callejeros entre los insurgentes y las fuerzas del gobierno, los retenes militares y los cateos masivos y sorpresivos. Compañeros de estudio o trabajo capturados, torturados, desaparecidos o muertos. Sobre muriendo la vida todos los días; cuidando el pelito que la sostiene. Tal era la atmósfera social, política y cultural que nos tocó en suerte. Entonces se comprenderá cuál era nuestra situación sicológica, tanto personal como socialmente.
La guerra, que ya estaba a las puertas, nos generó angustia, desazón, escepticismo, existencialismo; quizás cierto nihilismo. La verdad es que la situación anímica de la sociedad se notaba en la expresión de los rostros de la gente. ¿Y cómo no? Si prácticamente no hubo familia que escapara al zarpazo de la bestia. Entonces, en medio de toda aquella pesadilla, yo también sufrí muchas pesadillas. Pesadillas de verdad. Pesadillas de carne y hueso. Pesadillas verde olivo. Negras pesadillas. Negras. Pesadas. También livianas. De mentiras. Pesadillas fantasma. Huecas. De humo. De paja. Pesadillas producto de la paranoia, o de la psicosis, o de cualquier cosa. Pesadillas que me hicieron ver guardias nacionales en lo que eran solo trapos tendidos en el patio. Pesadillas que nos sobresaltaban cuando se oía el motor de un vehículo que se acercaba en la medianía de la noche, bajo Ley Marcial o Estado de Sitio.
Angustioso ensueño en que se mira la cara de la muerte bajo el casco de un policía o en los ojos inyectados de sangre de un guardia, o en el guardia mismo, como aquel que me contó en Tejutla que había bebido sangre de guerrillero. “-Tenía sed”, me dijo. Solo él y otro guardia sobrevivieron a la emboscada de un francotirador, gracias a que a éste se le embaló el fusil y a que se quebró la rama del árbol en que se apostaba. Lo agarraron vivo. El otro guardia –dice él- puso en práctica las enseñanzas y aplicó el yatagán al cuello y ¡ras…! brotó el chorro rojo. “Yo tenía sed”, me dijo. Mucha sed. Sed insaciable. Sed de guerrillero. De sangre de guerrillero.
Por eso, al ver brotar la sangre, y como impulsado por un resorte, se lanzó vampiresamente a la yugular del francotirador y comenzó a beber. A chupar. A sorbos. Trago a trago, sin desprenderse del cuello que todavía palpitaba en contorsiones burbujeantes, mostrando en su corte la anatomía deformada, mientras él seguía succionando aquella espita elástica, aquel “popote”, aquella “pajilla” o manguerita que era el ducto que transportaba hasta los labios del benemérito “agente de seguridad pública” el caliente y rojo vino de la vida que se le iba al francotirador en cada gota absorbida.
Estaba “tibia…, calientita…” Así degustó aquella sangre “terrorista”. “Después -me dijo el drácula verde olivo- le cortamos la cabeza. La trajimos colgando del pelo. Los ojos le bailaban. Le hacían así… Y la colgamos en la puerta de la Comandancia”.
Atrás del escritorio del comandante, una pequeña pizarra tapizada con fotos arracadas de cédulas de identidad, mostraba cantidad de gente asesinada por ellos y exhibidas como trofeos de guerra. Entre todas atrajo mi atención una por el honroso pie de grabado que tenía escrito a mano en un pedazo de papel de cuaderno, clavado con alfiler: “Este hijo de puta ya lo matamos”. Era la foto del francotirador que diezmo su patrulla, cuya cabeza colgó para escarnio de la población, del vano de la puerta de aquella fatídica comandancia.
Y pensar que aquello era de todos los días. Pesadillas de todos los días, de todas las horas, todas las semanas, los meses, los años. Pesadillas de nunca acabar. Amargas pesadillas. Pesadillas pesadas, amargas, muy amargas. Sin embargo, apenas dulces sueños en comparación con el dolor de tanta madre, tanta viuda, tantos huérfanos, refugiados, desplazados, exiliados, capturados, desaparecidos, torturados, asesinados… Esa fue la realidad social que nos tocó echarnos al hombro. Una realidad amargamente amarga. Una realidad que el pueblo sintetizó en dos palabras que lo abarcaban todo: La situación. Esa fue nuestra situación: una amarga realidad social que he querido testimoniar desde mi propia vivencia. Por eso, como dice el poeta chileno Gustavo Rojas: “si un día / os parecen torpes nuestros versos / recordad solamente / que se han escrito / delante de las narices de los guardianes / y con las bayonetas siempre a nuestro lado”.
Cierta tarde, mientras se desarrollaba una de esas reuniones, sentados en el suelo de la sala vacía, con la espalda recostada contra la pared, un grupo de unos treinta o cuarenta obreros y campesinos miembros de las dichas organizaciones escuchaba atentamente la información cuando tocaron fuertemente a la puerta de la calle.
Norman salió a atender el llamado, y desde la puerta de acceso al departamento gritó: “-¡Adelante!” La puerta de la calle se abrió y entró un Guardia Nacional armado con su fusil G-3.
-Aquí nomás -dijo el guardia desde abajo, absteniéndose de subir las gradas y le preguntó tontamente si sabía de un accidente de vehículos en la esquina.
Gracias a la actuación teatral de Norman, la cosa no pasó a más y el guardia se despidió cerrando la puerta. De entre el grupo de unos treinta o cuarenta campesinos pertenecientes a la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños, FECCAS, y de la Unión de Trabajadores del Campo, UTC, sólo uno de los campesinos estaba armado con un viejo revólver .38, pero “estaba dicidido”, dijo.
Un hecho curioso ocurrió durante el cateo: Roberto Franco, “Tapia” o “La ranita”, ignorando la presencia de los guardias, entró al Local, subió las gradas y pasó frente al guardia que me detuvo, quien creyéndolo militar vestido de civil, le hizo el saludo de rigor. “La ranita” le siguió el juego y repitió el gesto del guardia y alcanzó las gradas faltantes. Se dirigió al “Cuarto de los títeres”.
Al vernos se paró en seco en el vano de la puerta. Nos dimos un vistazo. Dio media vuelta. Cruzó el pasillo. Atravesó la sala. Bajó las gradas. En el rellano, G-3 en mano, permanecía el guardia que se le cuadró nuevamente. “La ranita” saltó a la calle y brincó y brincó y brincó lo más rápido que pudo y se fue directo a la casa de Roberto Quezada. Entró hasta su dormitorio. Lo despertó con el golpe de un periódico enrollado, y en lugar del “Buenos días”, de cortesía, le dijo: “-¡Le cayeron al Local!”
Mucha de la actividad cultural que se realizó en aquel periodo fue, incluso, en desafío a la malhadada “Ley de Garantía del Orden Público”, que impuso el represivo presidente general Carlos Humberto Romero, como un desfile bufo que hizo el M. C. P. y que fue masacrado cerca del Mercado Central de San Salvador. De esa ocasión guardé mucho tiempo una máscara ensangrentada que recogí en medio de todo aquel caos de la balacera, una de las que había hecho el “Seco” Ramiro, a quien yo había ayudado para aprender a hacerlas.
Mientras tanto, Norman se encontraba desayunando en “La caverna de los licuados” y no se daba cuenta de lo que pasaba, pero dueña del comedor vio el movimiento de efectivos militares, salió y de inmediato le alertó Un grupo un grupo de hombres armados allanaban El local.
Salió a mirar desde la puerta, a dos casas de distancia, y vio el movimiento de guardias en la entrada. Cuando vio eso, así como estaba vestido con bermudas y pantuflas, salió con quince centavos que le prestó la señora para el bus. A los pocos pasos se detuvo conteniendo la respiración ante uno de tipos que le vio saliendo de “La caverna” y simulando un saludo a alguien que supuestamente pasaba a espaldas del milico, alzó y agitó la mano y dijo cordialmente“¡Salú!” al hombre ficticio y siguió caminando, efectuando la mejor actuación teatral de su vida, y haciéndose invisible para los guardias, pasó frente a ellos, a la entrada del Local, desde donde se podían observar las gradas y la puerta interna del apartamento. Pasó como cualquier curioso. Se detuvo un instante, vio hacia arriba donde se movían unos guardias y continuó el camino como cualquier persona hacia la parada de buses, y de allí directamente se dirigió al Externado San José, donde laboraba. Allí se refugió unos días y luego se asiló en la Embajada de Panamá, que le otorgó el salvoconducto al cabo de un par de meses.
Al fondo en el estudio de Norman, el Chato Castillo, D´Abuisson y la plana mayor de la S-II de la Guardia Nacional hurgaban, tomaban lo que les interesaba: máquinas de escribir, teléfono, grabadoras, cámaras, utilería, etc., y destruían cuanto podían: libros, macetas, colchones, adornos, afiches, en fin todo lo que no pudieron arrasar.
De cara a la pared, con los pulgares sumamente amoratados por los cordeles que hendían la carne, Chalo suplicó al guardia viejón que aflojara un poco el cáñamo. “¡A la puta…! Esto que no has visto cómo traemos a los de Oriente…!” fue su burlona respuesta y soltó una risotada.
El guardión dio media vuelta, caminó unos dos pasos y regresó: “En fin…, decile a mi teniente. Aquí yo sólo obedezco órdenes”, dijo a Chalo, que desesperaba. Sus dedos ya parecían bombones. Entre lo hurgado encontraron algo que pertenecía a Roberto Franco, pero sólo tenía como firma su apodo: “Tapia”. Entonces el guardia joven cara de diablo se soltó con la andanada de la misma pregunta: “-¿Quién es Cascarita Tapia? Le asociaba con un famoso negrito panameño futbolista que jugó con el Alianza F. C., durante mis años juveniles. Pero el guardia insistía en querer saber quién era Cáscarita Tapia.
Valorando que de los dos demonios que nos custodiaban en el “Cuarto de los títeres”, el guardión era un poco más bonanchón, me atreví a pedirle que me dejara ir al escusado porque no aguantaba las ganas. “A la puta”, me contestó colérico. “Estas nos son horas de cagar”. Salió del cuarto y regresó en unos minutos después. “Vení”, me dijo. El viejo había abierto la puerta del baño, pero cuando quise cerrarla, me lo impidió, diciendo: “Así dejala. Por ahí te podés escapar…” Se refería a la ventana de guillotina que daba a un pequeño patio en la primera planta del edificio. Arriba tenía dos pisos más. “Puta –quise decirle- Ni que fuera El Hombre araña”, pero sólo me bajé el pantalón frente a él y me senté, más bien a cavilar y a tratar de aprovechar la ocasión para beber agua, porque lo de las ganas de caguaspaniar era puro pretexto. Me quedé sentado en el inodoro, frunciendo la cara como si la cosa era de verdad, el tiempo que quise con el guardia por testigo. Quise fumar uno de los dos cigarros que tenía en el bolsillo de la camisa, pero pensé en que si nos llevaban presos me harían más falta en la cárcel.
En un closet encontraron una peluca que era parte de la utilería del montaje de “Dos viejos pánicos”, de Virgilio Piñera, que se estrenó en la entonces “Arena Metropolitana”, sobre la Calle Concepción y que después se presentó varias veces en El Local; la traía en sus manos el guardia joven cara de diablo. Caminó parsimoniosamente hacia mí y me la colocó, ajustándola a mi cabeza. “Con estas se disfrazan para cometer asaltos”, me dijo, pero acto seguido me la quitó y colocó a Chalo, y se dirigió a la puerta.
Entonces, Chamorrito, que a estas alturas gemía y sollozaba por el dolor que le causaban las cuerdas que hendían sus pulgares se deshizo de la peluca con un movimiento de cabeza contra la pared. Pero el guardia cara de diablo lo advirtió y regresó nuevamente con parsimonia. Fingiendo calma, recogió la peluca y la volvió a colocar a Chalo. Enseguida le propinó el primer patadón, diciéndole: “Si te ves bonito, hijo de puta”. Y después otro y otro.
Después de unas horas nos sacaron de aquel cuarto y nos pasaron al que tenía ventanal hacia la calle, desde donde Roberto Franco deleitaba a los niños escueleros con su rana roja. Allí nos sentaron en el suelo, siempre con las manos hacia atrás. Los guardias entraban y salían sacando cosas. En el closet de este cuarto encontraron un plano de la ciudad y comenzaron a decir que allí se planificaban secuestros y otros atentados; que allí era una célula de las F. P. L.; que Norman era el Secretario de Finanzas de la organización y otra sarta de afirmaciones totalmente descabelladas que sólo evidenciaban su desinformación y justificaban los zarpazos que, ya sintiéndose acorralado, el régimen lanzaba como fiera herida a diestra y siniestra, realizando cateos por doquier, queriendo siquiera causar un arañón al enemigo.
Transcurrieron unas ocho horas mientras buscaban y rebuscaban, revolvían, destruían y cargaban con lo que podían, hasta con un cráneo que, shakespereanamente tenía Norman en su escritorio, cuando entró el teniente “Chato” Castillo y nos dijo: “Levántense, nos vamos…” Sentí terror. Entonces se soltó con una perorata contra los “delincuentes terroristas”; nos dijo que el fulano que tenían en el pick up que estaba a la entrada había señalado el Local como célula de las F. P. L., y terminó aconsejándonos que no fuéramos •tontos útiles”. Nos ordenó permanecer allí hasta dos horas después y que no volviéramos a juntarnos con comunistas, y otras linduras.
Desde el ventanal vi cuando se alejaban y, desafiando su orden, no esperé más y salí casi detrás de ellos. Ricardo, a quien no he vuelto a ver, enmochiló sus bártulos y salió después. Chalo se mudó a unas cuadras y después se fue a Canadá.
Al día siguiente, el poeta y periodista Jaime Suárez Quemáin (1950-198), entonces director del bombardeado periódico La Crónica, publicó en primera plana la siguiente nota:
CATEAN CLAN DE ARTISTAS Y ROBAN OBJETOS
Guardias Nacionales y oficiales de civil, después de allanar con lujo de barbarie el Centro Libre de Artistas Nacionales (CLAN), se dedicaron a saquear el patrimonio del centro cultural, según revelaron miembros de la entidad ubicada en la 5ª Calle Oriente número 408, edificio Salandra, de esta capital.
Expresaron a La Crónica del Pueblo que los guardias para entrar al local rompieron a culatazos la puerta de acceso. Un actor que se encontraba bañando en esos momentos fue sacado desnudo del baño, obligado a colocarse una peluca y a servir de mofa para los agentes. Agregan nuestros informantes que los guardias buscaban a Norman Douglas, actor y director teatral con larga trayectoria en el país, a quien las autoridades de manera antojadiza acusan de ser miembro dirigente de las clandestinas Fuerzas Populares para la Liberación Farabundo Martín (F.P.L.)
Las autoridades se llevaron dos máquinas de escribir, una cámara fotográfica valorada en mil doscientos colones, dos grabadoras y alrededor de quinientos colones; todo esto perteneciente a los artistas aglutinados en el CLAN.
El CLAN (Centro Libre de Artistas Nacionales) es una entidad cultural que aglutina a varios artistas, creadores y especialistas de las diversas manifestaciones del arte y la literatura. El CLAN busca ayudar a la formación de nuevos artistas y creadores, estimulando expresiones artísticas que conduzcan a la realización de una auténtica cultura nacional, a partir de la raíz de nuestra propia idiosincrasia, agregan nuestros informantes.
Afirman que los guardias destruyeron utensilios de trabajo esenciales para su labor, entre ellos varios juegos de títeres. Norman Douglas, en su labor como actor teatral ha ofrecido al pueblo salvadoreño un inmenso repertorio contenido en “La paz”, de Aristófanes, “El cementerio de los automóviles”, de Fernando Arrabal, “El juicio final y amanecer de brujas” de Manuel de Jesús Martínez, “Dos viejos pánicos”, de Virgilio Piñera, y “Luz Negra”, de Álvaro Méndez Leal.
Actualmente se encuentra trabajando la obra “Las monjas”, de Eduardo Manet.
Los artistas niegan rotundamente las afirmaciones de las autoridades y manifiestan que esto es un plan preconcebido para militarizar la cultura ya que no les basta que el Estado no haga absolutamente nada por fomentar la cultura sino que ahora quieren que hasta los artista que trabajan de manera independiente ahora dejen de hacerlo.
Por otra parte, Norman Douglas pide a las autoridades que devuelvan lo que se llevaron y que reconozcan que han sido víctimas de una broma teatral, ya que los “orejas” que utilizan, con tal de ganarse las treinta monedas, no atinan a la hora de cumplir con su oficio y dan informes falsos tratándose de entidades que hacen “puro teatro”.
Los artistas condenan el atropello cometido en el local del CLAN y exigen a la autoridades superiores se respeten los derechos humanos de las personas honradas y dedicadas a labores en beneficio del pueblo salvadoreño.”
Jaime Suárez, auto proclamado poeta anarquista, continuó dirigiendo el periódico La Crónica desde aquel año de 1978 hasta el 11 de julio de 1980, fecha en que fue secuestrado cuando departía con el fotógrafo César Najarro y otro amigo en el café “Bella Nápoles”, en el centro de San Salvador. Apenas dos días antes habíamos compartido en el mismo lugar temas literarios mientras bebíamos una taza de café.