Entre finales de mayo y comienzos de junio un nutrido grupo de militantes sociales y pensadores comprometidos con los movimientos antisistémicos participaron en Lima en una semana de debates, unos abiertos y otros cerrados, bajo el lema Entre las crisis y los otros mundos posibles.
Convocados por un conjunto de investigadores-militantes agrupados en el Programa Democracia y Transformación Global, vinculado a la Universidad de San Marcos, se juntaron feministas, campesinos, artistas, comunicadores, obreros y estudiantes de casi todos los países de la región para poner en común algunos temas de los desafíos que tiene por delante el combate por un mundo nuevo.
Junto a veteranos luchadores como Hugo Blanco destacó la presencia de la generación de activistas que ganó las calles de Perú bajo la dictadura de Alberto Fujimori, hacia finales de la década de 1990. Y aun la más joven generación de Bagua, la que se conmovió con la masacre del año pasado en la selva, cuando los pueblos amazónicas resistieron el atropello de las multinacionales que, con apoyo irrestricto del presidente Alan García, pretenden apropiarse de la biodiversidad y los bienes comunes.
Como suele suceder en estos casos, lo más enriquecedor fueron los debates durante cuatro días a puertas cerradas en un espacio lejos de los medios de comunicación y de las prisas urbanas, allí donde la convivencia suele desvanecer algunas diferencias que, en otros espacios, se traducen en jerarquías de los que hablan hacia los que escuchan.
Aparecieron tanto los puntos en común, que son muchos, como las diferencias, que suelen quedar sepultadas por la impronta unitaria y las urgencias que imponen las campañas para desactivar operaciones estatales o de las multinacionales. Quedó demostrado que con tiempo y buena voluntad es posible clarificar esas diferencias, de modo que aunque no se resuelvan de un plumazo, cosa imposible, el solo hecho de ponerlas sobre la mesa crea un ambiente nuevo, fresco y despejado, capaz de abrir los necesarios tiempos para el intercambio. Algo así sucedió entre feministas y mujeres campesinas y de los sectores populares urbanos, que al principio tuvieron dificultades en reconocerse.
Un largo debate, sin varones, permitió a unas y otras hacer lo que las urgencias del día a día tornan imposible: comenzar a esculpir un lenguaje común con el que abrir los cerrojos de los tiempos largos, esos que hacen posible modelar proyectos colectivos. El lenguaje común es, en este punto, un lugar de encuentros, que sólo puede construirse con voluntad y afectos. Huelga decirlo, cimentados en la confianza que surge de la experiencia colectiva.
Las mujeres campesinas, como la quechua Lourdes Huanca, explicaron a los críticos las razones que las llevaron a abandonar las organizaciones mixtas para crear la Federación Nacional de Mujeres Campesinas, Artesanas, Indígenas, Nativas y Asalariadas del Perú (Femucarinap), nacida en 2006.
Lourdes fue expulsada de su tierra, Moquegua, en el sur andino, por una trasnacional minera. Aprendió a estudiar siendo testigo de Jehová y cuando abandonó la religión se integró al club de madres de su barrio y luego a la Confederación Campesina del Perú, siendo la única mujer entre decenas de varones. Cuando conoció la Vía Campesina le contagió el impulso para crear Femucarinap. Recuerda que durante varios años «los varones militantes nos decían que éramos traidoras y que estábamos dividiendo al movimiento».
Lourdes y sus compañeras volcaron en el encuentro la religiosidad andina y el poderoso vínculo con la tierra, con la vida, que cargan en cada acción y actividad que realizan. Los rituales andinos y afros fueron momentos muy especiales, tiempos lentos para la convivencia sin palabras, el intercambio místico que abona los compromisos y fidelidades que no pueden garantizar, solamente, programas y estrategias diseñados en la relación medios-fines, sujeto-objeto.
Quiero decir que la presencia de las mujeres indígenas es mucho más que el complemento indispensable para prepararnos para la lucha. Portadoras de la cosmovisión y los secretos de la cultura, son como la gigantesca ceiba que me enseñaron a comprender un lejano día en La Realidad, en la selva Lacandona: argamasa de la comunidad, contenedora de los mundos otros.
Quizá el momento más significativo y creativo fue cuando nos dividimos en grupos, frente a grandes mapas de América Latina y de Perú, para dibujar en ellos las resistencias y las opresiones que sufren nuestros pueblos. Un largo y minucioso trabajo en el que cada quien aportó sus recuerdos, experiencias y saberes, arrancando del olvido colectivo multitud de resistencias, pero también las represiones y violencias sin límites de los de arriba.
El mérito de la propuesta correspondió al artista argentino Pablo Ares, miembro del grupo Iconoclasistas, que consiguió que campesinas y artistas y un sinfín de diferentes se sumergieran durante horas labrando los mapas de las dominaciones y las resistencias, que cada grupo luego explicaba a los otros. Y, de ese modo, mostró que los saberes se pueden construir entre todos, de modo horizontal y sin dependencias externas a los movimientos.
México y el zapatismo estuvieron presentes de varios modos, pero sobre todo a través de expresiones y convicciones de los movimientos indígenas del continente que enarbolan postulados muy similares. Los jóvenes indígenas, que dominan Internet, suelen completar sus estudios secundarios y en ocasiones asisten a la universidad, mostraron altos grados de conocimiento de las realidades de la región. No sólo están informados sino que, junto a las mujeres jóvenes de los sectores populares, encarnan nuevos modos de hacer que podrían sintetizarse en la capacidad de combinar el trabajo colectivo con una alta creatividad individual.
La conocida frase «entre todos lo sabemos todo» toma forma de modo casi natural en sus prácticas, dejando atrás a quienes se formaron en otro ciclo de luchas. Una nueva generación de activistas que parece preparada para entrar en acción.