Si el Che Guevara observara el planeta Tierra desde su merecido descanso en el Valhalla socialista, se habría sentido satisfecho de cómo se desarrollaban las cosas en sus amadas Américas a mediados de los ochenta.
Fidel se mantenía firme, los insurrectos sandinistas estaban en el poder, Ronald Reagan desempeñaba con gran convicción el papel del ogro yanqui imperialista.
No obstante, el Che se habría reservado sus mejores sentimientos para las guerrillas marxistas de El Salvador, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), cuyos miembros luchaban por la libertad en las montañas, recibían todo lo que los norteamericanos se atrevían a arrojarles y, durante años, devolvieron todo lo que podían, a menudo de forma espectacular. Y, en caso de que hubiera existido un «hombre nuevo» al que tuviera un lugar reservado en su corazón, su discípulo más amado, ése habría sido Joaquín Villalobos, primus inter pares de los oficiales del FMLN, probablemente el estratega más brillante producido jamás por la guerrilla latinoamericana.
Villalobos, rodeado de su familia, en el jardín de su casa en Oxford (G. Griffiths). |
Hoy, si el Che no ha abandonado toda esperanza respecto a la humanidad y se ha dedicado a organizar revoluciones en el cielo, debe de estar derramando lágrimas de amargura. Su hijo preferido ha dejado los sueños utópicos de su juventud, ha firmado la paz con sus antiguos enemigos y con el libre mercado y, si queda algo de romanticismo en su vida, lo tiene bien guardado en casa; una casa preciosa, por cierto, con una esposa bellísima, tres saludables hijos pequeños y un amplio jardín con manzanos rebosantes, todo ello situado en un pueblecito de tiendas y tabernas pintorescas a las afueras de la antigua ciudad universitaria de Oxford, en Inglaterra.
El herético alejamiento de Villalobos respecto a la ortodoxia izquierdista tradicional parece aún mayor cuando expone sus ideas. Es un héroe que ya no cree en los héroes («a lo que más aspiro es a que mis hijos no tengan la más mínima posibilidad de ser héroes»). Es un luchador por la libertad que se muestra aliviado por no haber ganado la guerra a principios de los años ochenta («pobrecito mi país si hubiéramos ganado»). Es un antiguo marxista que confiesa que siempre se ha sentido más cerca de la cultura norteamericana que de los soviéticos («éramos la generación del rock; ¿qué teníamos que ver nosotros con ese aburrido mundo soviético?»).
No obstante, pese a lo que puedan imaginar algunos de sus antiguos admiradores y aliados, Villalobos no se ha vuelto un cínico. Aunque ya no cree que la humanidad pueda alcanzar la perfección, se aferra a la esperanza de que sí puede mejorarse.
Después de pasar tres años en Oxford, en los que ha aprendido la lengua del imperio —con la ayuda del Gobierno británico—, ha estudiado en las bibliotecas de la universidad y, en los últimos tiempos, ha completado sus estudios de posgrado en ciencias políticas, con las mejores notas. Está listo para emprender una nueva aventura. Una aventura que, en cierto sentido, busca lo contrario de lo que promulgaba el Che: poner fin a los conflictos armados mediante compromisos negociados.
Pretende trabajar en un ámbito que constituye uno de los fenómenos más notables de los años noventa. Unos lo llaman «pacificación», otros, «resolución de conflictos». En cualquier caso, Villalobos pretende trabajar como asesor para representar a aquellas partes involucradas en conflictos armados que desean dejar las armas, pero no rendirse. Su cuartel general seguirá siendo Oxford. Su teatro de operaciones, que en otro tiempo era la nación más pequeña del continente latinoamericano, ahora será el mundo entero.
Su rostro es ya muy conocido en el circuito internacional de las conferencias de paz, y ha entablado contactos con las partes en conflicto en la antigua Yugoslavia, Filipinas, Afganistán, México, Colombia e Irlanda del Norte, a quienes ha hecho recomendaciones diversas o ante quienes ha pronunciado conferencias.
Lo que encuentran extraordinario los interlocutores de Villalobos, en el terreno de la pacificación, es que, a diferencia de los intelectuales, los personajes religiosos o los burócratas de gobiernos —a diferencia, por ejemplo, de Jimmy Carter, Richard Holbrooke o Felipe González—, él es capaz de apelar a los hombres endurecidos por la guerra con la credibilidad de alguien que ha librado sus propios combates, seguramente, con más talento que ellos, que con el conjunto de sus fuerzas fue responsable, por lo menos, de la muerte de unos 10.000 soldados enemigos y varias docenas de asesinatos políticos.
Todos esos hechos parecen estar a mil años luz de distancia de la escena que encuentra quien visita el hogar de la familia Villalobos. El cuarto de estar es buen botón de muestra. Los muebles son escasos (no es un presidente mexicano en el exilio), pero lo que domina la habitación es un televisor gigantesco con su correspondiente aparato de vídeo, alrededor del cual hay esparcidas, dentro y fuera de sus cajas, montañas de cintas, todas ellas con películas infantiles en inglés. Sobre todo, de Disney. El hijo pequeño, Guillermo, que nació hace dos años en suelo británico, es un fanático del vídeo.
Villalobos hace acopio de todos sus poderes de persuasión y disciplina, adquiridos durante 25 años de clandestinidad y 12 de guerra abierta, para impedir que Guillermo y sus dos hermanos mayores enciendan la televisión durante las tres horas y media que dura la entrevista.
«Yo fui jefe de una guerrilla de más de tres mil hombres —explica, simulando desesperación—. La disciplina para hacer que una columna de 500 guerrilleros se movilizara en los tiempos exactos era probablemente menos complicada que vestir, hacer desayunar y tener a tiempo a mis tres hijos para ir a la escuela».
Después de proteger el territorio frente a intrusiones del enemigo, Villalobos se aventura a ir a la cocina y regresa con una bandeja en la que hay café y pasteles. Es un anfitrión muy solícito. Sus movimientos son rápidos y precisos, el único indicio visible de que este estudiante universitario de 47 años fue, en otra época, quien dice. Su mente es fría y analítica, pero la sonrisa siempre está dispuesta y sugiere que es un hombre a gusto en su nuevo mundo.
Han pasado seis años y medio desde que firmó una paz con la que, por fin, terminó un conflicto que había dejado 60.000 muertos y había obligado a la quinta parte de la población de El Salvador a abandonar sus hogares. Como jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), la más perfeccionada de las cinco formaciones militares del FMLN, desempeñó un papel fundamental en la elaboración de un acuerdo patrocinado por Naciones Unidas y negociado, durante tres largos años, con ayuda de varios países, entre ellos Cuba y Estados Unidos.
La historia de su ruptura con los viejos aliados, que desencadenó una serie de acontecimientos que le hicieron abandonar la política salvadoreña y marcharse a Oxford, es larga y compleja, una combinación de antagonismos históricos, choque de personalidades y, quizás lo más importante, una mezcla de ingenuidad y valor, por parte de Villalobos, cuando confesó ante la Comisión de la Verdad que había cometido violaciones de los derechos humanos, mientras que el resto de los miembros del FMLN permanecieron callados.
Otra cosa que le apartó ideológicamente de sus viejos camaradas fue que pasó a defender, demasiado deprisa en opinión de ellos, los dogmas de mercado de los enemigos contra los que habían luchado.
Sin embargo, en opinión de Villalobos, El Salvador no es una mera muesca más en el triunfo del Occidente capitalista en la guerra fría.
«Después de las negociaciones, una persona del otro lado me dijo: ‘Pero bueno, tú eres marxista, ustedes tienen que aceptar que perdieron’. ‘Pues mire —le dije—, yo pienso que lo de nosotros fue un sueño, y lo que perdimos fue una ilusión, una idea. Pero la dictadura de ustedes era una realidad y ésa la sacamos del juego. Mandamos al ejército a los cuarteles, disolvimos la policía, les obligamos a que las elecciones fueran libres’.
«Desgraciadamente hay muchos en la izquierda que se sienten derrotados porque perdieron el sueño cuando ganaron en la realidad. Nosotros no teníamos nada cuando empezamos. Ahora tú ves en El Salvador que la izquierda es la segunda fuerza política del país. Cuando yo ubico la decisión del alzamiento en la relación con las causas, ganamos. Cuando la ubico en las ideas o los sueños, perdimos. Entonces, la izquierda fue derrotada ideológicamente, pero la derecha fue derrotada en la práctica».
¿Qué influencia tuvieron las ideas marxistas durante sus años revolucionarios? En su dimensión leninista, afirma Villalobos, fue un modelo muy valioso de organización clandestina. En otro plano, cree que existe una confluencia entre los valores de Fidel Castro y el Che Guevara y los valores nacionalistas, a su juicio fundamentalmente cristianos, que inspiraron los levantamientos en El Salvador y otros lugares de Latinoamérica. «El marxismo proveía una escala de valores. Eso lo dio el maoísmo, el pensamiento de Fidel, del Che. Yo siempre he pensado, del pensamiento del Che, que muchos se enredan estudiándolo, que la parte que más peso histórico tuvo fue todo aquello que el Che hizo para estimular la idea de la conversión a héroes o mártires de miles de jóvenes. Eso de sentir una injusticia en cualquier parte del mundo en carne propia… Se trata de valores puros que obviamente, en aquel contexto, tienen una fuerza fundamental».
No obstante, si bien esos valores puros del Che fueron la inspiración para que Villalobos empuñase las armas a los 19 años, él entendió, con el tiempo, que un corazón generoso no bastaba para asumir las responsabilidades de gobernar un país. Lo que siente hoy en día —y es una muestra de los motivos de la tirantez existente entre él y sus antiguos camaradas— es alivio por el hecho de que el FMLN nunca tuviera ocasión de poner sus ideas de gobierno en práctica.
«Ahora, cuando yo pienso lo que hubiera ocurrido si hubiéramos tomado el poder en los ochenta, digo, ‘¡pobrecito mi país! ¡menos mal! ¿Quién sabe qué barbaridades, qué errores, hubiéramos cometido?’ Estábamos preparados para hacer la guerra, para enfrentar un sistema. Pero a fuerza de voluntad no se puede gobernar, no se puede dar respuesta a la economía, a las complejidades del mercado».
Vilipendiado por la izquierda salvadoreña, demonizado por la derecha, Villalobos quiso encontrar su espacio político en el centro. Creó el Partido Demócrata, bajo la bandera de la socialdemocracia, de gran reputación internacional tras el final de la guerra fría. Pero el espacio no era suficiente. Los intentos de forjar alianzas con los partidos de la derecha fracasaron y varios amigos, entre ellos algunos diplomáticos extranjeros, le convencieron de que lo mejor que podía hacer, la salida más segura, era retirarse de la refriega política y, por primera vez en su vida, irse de su país natal.
El hecho de vivir, de repente, en un clima de seguridad total, en un país donde nadie le conoce (ni, mucho menos, tiene interés en matarle), donde la policía ni siquiera lleva armas, fue un impacto curioso para el tenso sistema nervioso de un hombre que estaba acostumbrado a una existencia en la que siempre había sido el cazador o la presa. Se vio enfrentado bruscamente a uno de los desafíos más exigentes de su vida. Tuvo que sumergirse en un nuevo tipo de clandestinidad y reconstruir su vida desde el principio, como si volviera a ser niño.
«Yo, al primer año, lo llamé el año de la alfabetización —cuenta—. Tenías que aprender inglés y a usar la computadora. Sin la computadora no podía saber lo que pasaba en El Salvador. Sin el inglés no podía ir donde el doctor, no podía comprar nada, ni comunicarme al nivel más elemental con los ingleses. Yo alfabeticé a campesinos por los años setenta. Así hacían conmigo en la academia de inglés».
«Fue un reto muy grande. En la guerra tú funcionas para tomar decisiones, tienes un papel importante, eres conocido, y de repente era cuestión de asumir una familia, asumir una vida universitaria, con otro idioma, otra comida, otra cultura, ser tú mismo tu propia secretaria, todo, todo. Pero fue precisamente ese reto el que me acabó enamorando de este proyecto. Quería probar de qué era capaz yo solo, para no tener que deberle nada al pasado. Y ésa ha sido una de las cosas más extraordinarias para mí en términos de satisfacción personal, eso de ver quién eres realmente, qué puedes hacer, si no eres aquel guerrillero. Por ejemplo, después de escribir mi tesis en inglés, y tener que redactar un examen de tres horas en inglés, cuando mi tutor aquí en Oxford me dijo que me había salido un master de «primera clase», estuve francamente por las nubes».
Durante la mayor parte de su primer año en Oxford se sintió por los suelos, echaba de menos El Salvador y pensaba constantemente en volver a su país. Las frustraciones de aprender inglés no facilitaban las cosas, porque le sometían a experiencias que habría creído inimaginables en su vida cuando, en los montes de la provincia de Morazán, con su rifle M-16 en la mano, soportaba bombardeos constantes, saboreaba la destrucción de la principal base aérea del enemigo a manos de sus hombres, atacaba guarniciones militares y lanzaba grandes ofensivas en el campo y en la ciudad.
Un día, como en un sueño, se dio cuenta de que no era más que un alumno cualquiera en una clase en la que había príncipes árabes, hombres de negocios japoneses, rusos, suizos: «Gente de mucha plata que no sabía nada de quién era yo, que me juzgaban simplemente como era, como persona, que se burlaban de mi pronunciación pero, eso sí, reconocían que mi gramática no era tan mala». En una ocasión, recuerda, su profesora le indicó que hiciera el papel de un vendedor de aspiradoras. «Te ponían, tú llegabas con la aspiradora, uno tocaba la puerta, otro te recibía, ‘good morning’. ¡Imagínate a lo que llegué! Y la profesora lo estaba filmando todo con una videograbadora. Pero, menos mal, no supo manejar bien el aparato y nunca salió, no quedó registro para la historia de que me tocó vender aspiradoras en inglés».
En otra ocasión su clase asistió a una sesión de bailes folklóricos. El plan era que los bailarines dieran las instrucciones en inglés y los alumnos las siguieran. «¡Ahora salten, ahora a la izquierda, a la derecha, ahora den la vuelta!’ Y yo dije: ‘¡No jodan! ¡Yo no bailo! ¡Hasta ahí, no! Hasta ahí no llego».
Entre todas las humillaciones hubo muchos elementos aprovechables. No sólo adquirió una humildad que sus antiguos camaradas siempre le habían acusado de no tener, sino que ha aprendido a mirar el mundo desde otra perspectiva.
«Nunca me olvidaré de una frase que me dijo un amigo. ‘Los pueblos felices no tienen héroes’. Ya la he usado un par de veces en conferencias. En una ocasión me acordé de la frase durante una clase de inglés, cuando nos pidieron que habláramos de los héroes nacionales de nuestros países. Entonces todo el mundo empezó a hablar de generales. De militares y batallas. El suizo empezó a hablar de un ingeniero e inmediatamente me acordé de la frase. Un ingeniero que construyó los túneles que le dieron a Suiza la capacidad de ser país. Evidentemente Suiza es un país que suena gris, y ¿suena gris por qué? Porque no tiene guerra, pero tiene toda la plata del mundo metida en sus bancos. Ese tipo de experiencias fueron extraordinarias, y lo que hicieron pasar el tiempo, y el reflexionar más sobre las cosas fue abrirme al mundo».
Sus reflexiones le han llevado a la conclusión, entre otras cosas, de que la lógica indisputable que tenía el hecho de empuñar las armas cuando él emprendió la guerra ya no existe, que los fundamentos políticos de los conflictos están desapareciendo en todas partes.
«Por ejemplo, las razones nacionales. Tú no entiendes, por ejemplo, el caso del conflicto en Irlanda. Es casi un absurdo. ¡En Europa, donde están empezando una moneda común! En este marco el nacionalismo es una cosa que está tan atrás…»
Villalobos mantiene que, para que se imponga la lógica de la paz en los lugares donde hay conflictos, el primer obstáculo que hay que derribar es, siempre, la desconfianza. «Yo sostengo que casi se puede establecer como ley que la primera etapa de un principio de pacificación y negociación es prácticamente la condición psicológica de las partes, si se pueden ver y hablar. Aquí, los factores de intermediación son decisivos. Sin ellos no funciona. Por eso creo que el final de la guerra fría ha creado las condiciones para este fenómeno que vemos hoy de pacificación en todas partes del mundo. Mientras había guerra fría no había intermediarios, o si existían, eran débiles. Pero ahora que el aspecto geopolítico ya no tiene esa dimensión aplastadora de antes, los intermediarios sí pueden jugar su papel de ir ayudando a cambiar la visión que tienes del otro, porque hay cantidad de confusiones en relación con lo que tú crees que el otro piensa. Ése es un elemento muy importante. Yo descubrí a mucha gente que pensaba como yo en la otra parte, pero no hasta que se había acabado la guerra».
La dificultad reside siempre en que cada bando tiene sus víctimas, cada bando tiene que sufrir atrocidades y pérdidas. El punto de partida para que se pueda llegar a ese cambio necesario de actitud es el reconocimiento de que cada lado tiene su parte de culpa y que la guerra es sucia para todos.
«Uno de los errores de la izquierda es que quiere ver la guerra como una visión romántica, como de Robin Hood. No. Cuando las guerras se desarrollan, se violan derechos humanos, y el que me diga a mí que se mete a la guerra, pasa en ella veinte años y sale del otro lado como una blanca paloma, es un mentiroso. La guerra es la guerra. La guerra tiene reglas y hay que tomar decisiones, y esas decisiones te llevan a que salgan afectados terceros. Por eso llega a pesar tanto el problema del tratamiento de las consecuencias que deja una confrontación, pesa tanto en el proceso de la resolución del conflicto».
«Una de las formas de resolver este problema es entender la violencia, intentar buscar cuál es la explicación racional detrás de cada acto, por más brutal que éste sea. Por ejemplo, en el caso de El Salvador, ¿por qué el ejército hizo tantas matanzas? Porque intentaba destrozar la base social de la guerrilla. Pero eso trasladaba la violencia a las poblaciones, y la guerrilla se vio obligada a matar civiles también, redes de información del enemigo. Eso va creando en las raíces del conflicto condiciones que hacen más difícil poderlo resolver, porque comienza a haber una deuda de sangre histórica más larga. Entonces, lo que hay que hacer es tratar de entender basándose en la racionalidad, y sólo entonces uno puede dejar el pasado atrás, por más doloroso que sea, y empezar a pensar en el futuro. Un futuro sin guerra. Porque con las guerras, lo mejor es evitarlas. La guerra es mala. Por eso, a lo más que aspiro es a que mis hijos no tengan la más mínima posibilidad de ser héroes. Para mí, la guerra fue una responsabilidad, la responsabilidad de una generación. Yo fui una consecuencia de las condiciones que condujeron a la guerra. Esas condiciones ya no existen y ojalá no existan más».
De ahí que, aunque podía haber escogido ganarse la vida como profesor, enseñando las técnicas de la guerra de guerrillas (seguro que la academia militar de Sandhurst o el Royal War College de Londres le habrían remunerado bien), ha preferido aprovechar la experiencia personal que considera más satisfactoria, la construcción de la paz.
«No sólo es una opción de vida, sino que es una ayuda. Sabes que les estás ayudando a otros a ahorrar sacrificios, sangre; a encontrar salidas para que no vivan lo que viviste tú. Por ejemplo, en el caso de México. México no necesita una guerra para transformarse. Se pueden tomar otras vías. Tenemos una América Latina en la que el verde olivo ya no gobierna más. La opción militar no sirve. Ya es otra cosa. Seguimos teniendo pobreza, seguimos teniendo un montón de problemas. Pero tenemos ahora otras reglas del juego. Se tarda más en la democracia. Es más lenta. Pero es más segura».
En estos momentos, lento pero seguro, se encuentra en el proceso de terminar un libro que parte de sus experiencias en El Salvador e intenta formular una serie de teorías sobre la pacificación. Va a continuar con sus investigaciones en la universidad, pero con libertad para colaborar con Naciones Unidas y diversas fundaciones internacionales dedicadas a la paz, y para utilizar sus competencias en los procesos de transición a escala internacional, con especial énfasis en Latinoamérica.
«Voy a continuar una iniciativa desde aquí. Creo que la gente se sigue interesando en mi participación, fundamentalmente por una cosa: por el hecho de que no es muy común que un actor se desprenda para ver las cosas de fuera, sin tomar partido».
Según funcionarios de Naciones Unidas que le han visto en acción en conferencias internacionales, Villalobos causó honda impresión en varios miembros del movimiento republicano de Irlanda del Norte y, sobre todo, en una reunión de lo que un observador denominó un grupo de «24 curtidos asesinos», todos ellos veteranos del conflicto bosnio.
Villalobos se acuerda muy bien de aquella reunión. «Yo tenía un esquema de lecciones generales que había formulado para los procesos de transición, pero a los organizadores lo que más les interesaba era que yo hablara con las partes y les contara, durante una cena que tuvimos, historias de la guerra. La idea era convencer a esta gente de cómo se podía vincular el fenómeno de la guerra con un proceso de negociación. Pasé varias horas hablando, contando con detalle operaciones que hicimos en Morazán, la ofensiva en la capital en noviembre del 89. Durante esa operación tuvimos encerrados en el hotel Salvador Sheraton a nueve asesores militares americanos. Era una locura. No queríamos pelear con los americanos. Todo el plan detrás de la ofensiva en la capital estaba hecho para que se produjera una negociación que ellos respaldaran. Por lo tanto, lo que hicimos fue asegurar que no les pasara nada, para, más bien, protegerlos. Porque un lío, un fuego cruzado…, les pasaba algo, y se iba todo al diablo. Entonces se abrió una negociación con el Departamento de Estado a través de representantes nuestros en Washington, para acordar cómo salían. Salieron y no les pasó nada. Y ése fue un acto, en un marco de una acción de guerra muy fuerte, que abonó la credibilidad. Lo que ocurre, creo, es que estas cosas, estas anécdotas, pueden tener un poco más valor de lección que explicar el fenómeno nada más».
Armado para fabricar la paz, igual que antes lo estaba para hacer la guerra, la prioridad absoluta de su vida, en la actualidad, no es trabajar por una causa específica, ni una idea, ni siquiera por su país. «Consolidarme profesionalmente en función de mi familia, ése es mi objetivo fundamental. Esto está por delante de todo. Creo que mi país tiene montones de problemas, pero lo que pueda hacer por mi país lo hago también aquí. Yo sé que en El Salvador van a especular mucho acerca de eso, van a poner miles de razones. Pero una de las más importantes para mí, aunque no les parezca importante a otros, es que mis hijos sean bilingües».
Se ríe, pero habla completamente en serio. Es un hombre corriente con prioridades corrientes.
«Ése es un reflejo de cómo ha cambiado el país. Y además son las cosas banales las que mueven el mundo. O sea, ¿para qué peleamos? Para darles oportunidades a todos los salvadoreños. Hay gente de izquierda que hace una apología de la pobreza, y hasta pareciera que la quisieran para siempre. También eso se puede entender de forma racional. Para quienes han hecho de la guerra su vida, la paz es traumática. Ésa es mi explicación al fondo del problema psicológico que hay que superar antes de entrar en un proceso de paz. Tomar ese salto a la realidad es muy difícil. El problema de la paz es que te puede convertir en un cero. Ésa fue mi sensación final cuando firmamos la paz en El Salvador. ¿Yo qué soy? ¿Yo qué pinto? Entonces, firmar tiene una dosis de humildad, porque vas a regresar a un punto cero, y en ese punto cero vas a valer por ti mismo. Sólo ponte a pensar lo que les pasa a todos los héroes, en Vietnam, en El Salvador, en todas las guerras. Qué terrible es».
Pero no siempre. El rostro de Joaquín Villalobos no aparece en ningún cartel; su nombre no inspira poemas. Pero es un hombre que no se siente oprimido por la historia ni inhibido por la nostalgia, que ha sobrevivido al terror que sintió, ese vacío inmenso del día en el que firmó los papeles de su jubilación como revolucionario. Ha encontrado una nueva misión. Su triunfo personal es que tiene toda la vida por delante.