06/02/2017 12:22:02
Un jinete a lomos de elefante
Elefante-de-la-india
Desde que probé los efectos de la lectura no he podido, ni querido, deshacerme de esa adicción. Suelo preferir la lectura a la conversación, los libros a las personas. Mis conversaciones predilectas van sobre libros, y mi idea de la felicidad pasa por una tienda de libros.
Mi vida pudo ser muy distinta. Casi llegué a aborrecerlos. En la casa de mis padres había libros por todas partes: en libreras y mesillas, al lado de los sillones y en los armarios. En los años de la represión política, cuando los militares podían echarte a la cárcel por tener libros, papá ocultó algunos volúmenes en el entrecielo. En mi casa también se oía mucha música. Sobre todo, de la que suele llamarse «clásica». El volumen con que mi hermano mayor solía escucharla hacía entrechocar los vasos en el chinero. Puesto a escoger, yo prefería la música a la lectura. De hecho, por años, estuve seguro de que los libros eran un asunto de viejos.
Tengo un enorme respeto por quienes devoraban libros desde pequeños. A esa edad yo tenía en mente cosas más importantes, como arrastrar por el piso mis carritos Matchbox, o escuchar por la radio los partidos del Alianza FC, el equipo capitalino. Reconozco, sin embargo, que existen niños fenómenos. En casa vivía uno: mi hermano menor. Luisito ya leía de corrido cuando lo matricularon en el kínder, y él fue la primera persona que me platicó sobre las aventuras de un niño solitario que habitaba en un asteroide. Yo leí El Principito bastante más grande, y llegué a tomarle respeto de una manera, digamos, romántica. Una muchacha, a quien cortejaba, me besó amorosamente cuando le regalé una tarjeta de Hallmark que traía escrito: «Solo se ve bien con el corazón…», etc. Aquella fue toda una sorpresa para el chico miope, dientudo y lleno de acné que fui.
Pero en este mundo, y en los otros, todo cambia. Para mi primera comunión, mi papá me regaló el libro de un tal John Bron titulado 32,000 kilómetros por la selva africana. Pueden googlearlo. En el sitio de MercadoLibre piden hasta 150 dólares por esa antigualla. La obra narra en primera persona los peligros que pasa un «bwana» en su travesía por África a bordo de un pequeño DKW. Los retratos donde se miraba a aborígenes con discos de arcilla incrustados en sus labios y, en especial, una fotografía donde dos jovencitas mostraban sus pechos con absoluta naturalidad, atrajeron mi atención. Lo leí de punta a punta, más de una vez. El libro de aquel desconocido aventurero me convirtió en un lector. Desde entonces, los libros de viajes y aventuras están entre mis predilectos. Si me tocara colonizar Marte y tuviera que elegir un libro para llevar, escogería uno de Robert Louis Stevenson.
Mi adicción a la lectura fue producto de una serie de contratiempos. En mi adolescencia yo era un poco enamoradizo pero las niñas parecían huir de mí. Tampoco era bueno para el básquet, no era un muchacho popular, ni un estudiante destacado, y tratando de hacerme notar publiqué en el periódico mural del colegio un artículo de tono anticlerical que, en efecto, volvió hacia mí las miradas del cuerpo docente, y casi me mereció la expulsión. Las súplicas de mi madre ablandaron el corazón del prefecto y los curas me dejaron volver a clases, imponiéndome medidas cautelares. El profesor de idioma me hizo preparar una exposición sobre literatura nacional. Saqué de un pomo de vidrio, redondo como una pecera, un papelito doblado donde estaba escrito el nombre de Salvador Salazar Arrué, conocido como Salarrué.
Fui a encontrarme con él a la Biblioteca Nacional. El hombre fue muy paciente. Accedió a repetir, sin un gesto de malestar, la historia de su infancia en Sonsonate cuando descubrí, apenado, que no había puesto a funcionar la grabadora. No he conocido ningún personaje más extraño que aquel viejo corpulento y silencioso. Más que sus cuentos, me atrajo su personalidad. Encontré muchos de sus libros en la biblioteca de mi padre y los leí. Mi exposición al final del curso fue sobre un breve ensayo suyo en contra de los santos. Por suerte, el cura se lo tomó con buen humor. De un día para otro, gané la inmerecida fama de escritor.
El bicho de las letras me había ensartado sus dientes. Los fines de semana, cuando la familia salía de paseo, prefería quedarme leyendo y escribiendo mis ocurrencias. Aquella repentina afición por las letras y el aislamiento alarmaron a mi madre. El fantasma de su hermano, un poeta de vida perturbada que se suicidó a los 20 años de edad, todavía incomodaba la memoria familiar.
La violencia terminó empujándome a los libros. En medio del ambiente conflictivo previo a la guerra civil, me matriculé en la universidad con vistas a la facultad de medicina, que era el sueño de mi madre. En esa carrera se interpuso ni más ni menos que el ejército. Los militares ocuparon la universidad. Yo tenía 17 años y no sabía nada de la vida. Alcanzaba a distinguir que necesitaba encontrar alivio para algo que nunca he sabido bien qué es. Henry David Thoreau escribió que «Casi todas las personas viven la vida en una silenciosa desesperación». La lectura de poemas y novelas aplacaba ese desasosiego.
Comencé a frecuentar a un grupo de poetas en una cafetería del centro de San Salvador. Llegaba a las tertulias con una torre de libros y me amurallaba detrás de ellos para resistir los sarcasmos de mis nuevos amigos. Ingresé a letras, pero al poco tiempo me sentí desengañado. En cuarto año, después de protagonizar una reyerta literaria de trasfondo ideológico contra el jefe del departamento, supe que mis días universitarios estaban contados. Para cerrar el ciclo, en el período más álgido de las movilizaciones sociales de mediados de los setenta, terminé escribiendo proclamas para sindicatos de obreros afines a un grupo armado, y lo dejé todo. Pero esa es otra historia…
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¿Cómo me volví un adicto a la lectura? Jonathan Haidt, un conocido autor y conferencista TED, sostiene que los humanos no somos tan racionales como creemos. Para él, los procesos de toma de decisiones son comparables con la acción de un jinete sentado en el lomo de un elefante. El jinete es nuestra parte racional, y el elefante, nuestra intuición. El elefante se abre paso sin aparente rumbo y, de cuando en vez, el jinete trata de llevarlo en una determinada dirección. En mi caso, el elefante me arrastró hasta este lugar, las letras, donde terminé encontrándome muy a gusto. La literatura es el mayor simulador de realidad, y la lectura es un acto rotundo de evasión. Los libros son solo el soporte de esa maravilla del ingenio humano.
Los gringos suelen usar la expresión «beber de una manguera contra incendios» para referirse a alguien que intenta tragar más de lo que puede. La frase describe perfectamente mi relación con los libros. Si algo me envanece es poseer numerosos libros que no he leído nunca.
No digo esto para sumarme a los millares de personas que han vuelto al libro un fetiche. Los libros son un objeto sobrevalorado. La noción «libro», aunque las personas suelen adjudicarle un valor positivo, contiene millones de cosas estúpidas y hasta dañinas. Ese despilfarro de tinta y papel bien podría usarse en mejores causas.
Por si alguien lo ha olvidado, los libros no siempre fueron lo que son ahora. Séneca, un nombre con prestigio, consideró los libros como un peligro social porque ensimismaban a las personas y reducían su posibilidad de sostener conversaciones. En nuestros días, mucha gente mira la tecnología con una aprensión similar a la del viejo Séneca.
El libro es el gran ícono de la ortodoxia literaria que mira con estupor las nuevas escrituras provenientes de la revolución electrónica. La autopublicación en línea constituye una nueva manera de escribir y de poner en circulación eso que se suele denominar «la obra». Creo que las conversaciones ahora tienen canales muy diversos, y que muchas de las verdades de nuestro tiempo se dicen en clave de broma: tuits, gifs y emoticonos. Los libros y las formas convencionales de lectura ocupan solo un escaño de ese universo.