Una de las principales lecciones que podemos extraer de las experiencias de la izquierda latinoamericana en el gobierno es que, las insuficiencias, desaciertos y errores cometidos, así como la falta de voluntad para la corrección, allanan el camino de la ultraderecha hacia el poder, iniciando una enconada revancha contra todos los avances logrados en materia de inversión social implementados para paliar el empobrecimiento del pueblo causado por el colonialismo, primero, el capitalismo, después, y el neoliberalismo, por último.
El más reciente capítulo de estas experiencias lo vive el pueblo y la izquierda argentina frente a la voracidad de la ultraderecha más cavernícola del momento, encabezada por el ahora presidente Javier Milei, espécimen del mismo orden taxonómico que Donald Trump, Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, Dina Boluarte y Nayib Bukele, así como de Benjamín Netanyahu, de Israel, y Volodímir Zelenski, de Ucrania.
Esto no es nada nuevo. Hace poco más de cien años, el intelectual y dirigente italiano Antonio Gramsci arribaba a las mismas conclusiones luego del llamado Bienio Rojo (1919-1929), que tras su derrota cedió paso al fascismo de Benito Mussolini. Una década después, en parecidas circunstancias y sumadas a las particularidades propias de ese país, el nazismo aparecía en Alemania. Como se aprecia, la salida de las crisis hacia la ultraderecha es recurrente, principalmente cuando la izquierda flaquea; y también, es evidente la imperecedera necesidad de hacer balance sobre los caminos transitados a lo largo de los dos últimos siglos.
Más allá de los factores externos, a los que asiduamente recurrimos para explicar nuestras derrotas, que tampoco deben soslayarse en manera alguna, porque ahí están los planes de nuestros enemigos, debemos prestar más atención a aquellos de índole interna, los cuales determinan nuestros programas, estrategias, planes y acciones.
El dirigente nacional del Movimiento de Trabajadores Sin Tierra (MST) de Brasil, Joao Pedro Stédile, en su intervención en la III Conferencia Internacional Dilemas de la Humanidad, celebrada en Sudáfrica en octubre de este año, nos convoca a analizar fríamente el funcionamiento de nuestras propias filas para poder derrotar los planes del capitalismo neoliberal y sus aliados locales.
A riesgo de caer en generalizaciones, podemos identificar, a grandes rasgos, dos premisas que están presentes en estas experiencias de gobiernos de izquierda y progresistas: la primera, creer que puede cambiarse el sistema capitalista sólo desde el Ejecutivo y el Legislativo (ni tan siquiera desde todo el Estado, sino sólo desde la Presidencia y la Asamblea); y la segunda, plantearse y creerse que lo primero se puede hacer sin la participación protagónica, directa e integral del pueblo.
En cuanto a la primera premisa, el cambio de época a partir del final del mundo multipolar obligó a la izquierda revolucionaria a continuar su programa y estrategia por la vía política electoral, confluyendo con la socialdemocracia en el mismo campo luego de más de 70 años de haberse bifurcado sus caminos.
La continuidad del programa y estrategia de la izquierda se enfrentó a los candados de la democracia representativa impuesta a partir de la configuración unipolar de la política mundial, dirigida por el neoliberalismo imperante y la mano del gobierno de Estados Unidos. En esa coyuntura, la izquierda aprendió a manejar las reglas del juego de la democracia representativa, logró sortearlas y acceder al Legislativo y los gobiernos locales, y más tarde al Ejecutivo; pero el Estado se blinda para conjurar los intentos de transformación empujados por las fuerzas políticas transformadoras, y estas se ahogan al no contar con una correlación de fuerzas para enfrentar las artimañas de las clases dominantes; correlación que debe venir desde abajo para enfrentar a los poderes fácticos de la burguesía, como bien señala Isabel Rauber, intelectual y militante argentina.
En conclusión, la izquierda revolucionaria que aspira a superar el capitalismo debe hacerlo desde arriba, o sea, desde el Estado, y desde abajo, es decir, desde el pueblo. Esto no significa apartarse de la lucha electoral, sino que mantener un pie ahí y otro en la lucha popular.
Y en cuanto a la segunda premisa, pensar y creer que puede cambiarse el capitalismo sin la participación protagónica y directa del pueblo, no es más que una ilusión, porque los grandes cambios sociales, las llamadas revoluciones sociales, no son obras de individuos, por muy brillantes que estos sean, o de partidos, sino de pueblos enteros, decididos resueltamente a cambiar de raíz la sociedad.
Lo que sí debemos asumir como rol de la izquierda, sea política o social, es la labor de organización, concientización y movilización de ese pueblo, no porque se atribuya el conocimiento de qué hacer, sino por la convicción que dentro del capitalismo no existe opción para este pueblo más que como mano de obra barata.
De ahí la urgente necesidad que la izquierda abrace y promueva la creación de otra lógica de poder y de democracia, donde los sectores explotados llamados pueblo sean participes efectivos y protagonistas de las decisiones de su destino, a diferencia de la democracia representativa, burguesa y elitista, que opera como cerrojo de los intereses de la clase explotadora y sustituye a los oprimidos de su derecho de decidir.
Y es urgente, porque también los mismos personeros de la democracia burguesa y neoliberal pretenden robarse de esa creación de la lucha popular, y financian una democracia participativa “sin colmillos”, sin capacidad de enfrentarse a los intereses de los explotadores.