Democracia Genérica. Por una educación humana de género para la igualdad, la integridad y la libertad. 1994
Dra. Marcela Lagarde, Asesora de la Red de Educación Popular Entre Mujeres del Consejo de Educación de Adultos de América Latina.
Construir un mundo democrático requiere cambios profundos en las mentalidades, en las creencias y en los valores de las mujeres y de los hombres. Sin embargo, las concepciones más difundidas y aceptadas acerca de la democracia se centran en aspectos del régimen político, de las relaciones entre la sociedad y el Estado, entre el gobierno y la ciudadanía y de las relaciones entre los grupos sociales.
Así, la democracia planteada desde esas problemáticas es restringida. Nuestro propósito es ampliarla e incluir en su construcción las condiciones históricas de mujeres y hombres, el contenido diferente y compartido de sus existencias y de las relaciones entre ambos géneros, con el fin de modificar las concepciones y las prácticas de vida patriarcales que legitiman las relaciones de dominio y las diversas opresiones que ese orden del mundo genera y recrea.
El presente texto contiene elementos de análisis para comprender la conformación de la opresión patriarcal y explicar su peso en la recreación de modos de vida antidemocráticos, autoritarios y violentos. Contiene, asimismo, un conjunto de propuestas culturales de tipo educativo que permitirán legitimar en las conciencias individuales y colectivas, alternativas de vida para convertirnos aquí y ahora en mujeres y hombres íntegros y libres. Son medidas concretas de justicia y protección, y de satisfacción de necesidades invisibles para el orden dominante. La búsqueda de alternativas lleva a la construcción de un nuevo orden social basado en un tipo de democracia que incorpore en contenidos y en formas de acción la democracia de género. Los principios de la democracia genérica recorren caminos para conformar la igualdad entre mujeres y hombres a partir del reconocimiento no inferiorizante de sus especificidades tanto como de sus diferencias y sus semejanzas. Los cambios necesarios para arribar a la igualdad entre los géneros y a la formación de modos de vida equitativos entre ambos, impactan la economía y la organización social en sus relaciones, así como los ámbitos privados y públicos. En esta democracia la política, concebida como espacio de pactos y poderes, debe ampliarse para incluir a las mujeres como sujetos políticos. La cultura requiere una renovación que desde el arte hasta la ciencia atestigüe, exprese y formule este conjunto de procesos.
En este camino, se requieren también cambios jurídicos que desechen normas opresivas y conviertan en preceptos las vías hacia la igualdad entre los géneros, que reconozcan la especificidad de cada género, que respeten las diferencias entre ellos y tiendan a arribar a la equidad. Necesitamos un marco jurídico que consigne los derechos innovados y asegure su cumplimiento. Se trata de hacer espacio a derechos colectivos por género, que contengan la venia para desmontar la dominación y construir una normatividad genérica sin estereotipos compulsivos y antagonizados ser mujer o ser hombre, lo masculino o lo femenino, que tengan como prioridad preservar la especificidad de cada quien. En esta perspectiva, es de particular importancia lograr la individualidad de cada mujer como derecho del género, debido a que las mujeres han sido negadas, al ser subsumidas en el genérico el hombre, simbólico de la naturaleza humana. Pero las mujeres son negadas también en el genérico la mujer, cuyo contenido es una supuesta esencia femenina natural. Sólo el ser específico y el derecho a serlo, aseguran la posibilidad de ubicar a las mujeres y a los hombres en la historicidad que los contiene. Sólo así tendremos existencias e identidades no estereotipadas: dinámicas, renovables y continuas. Queremos un mundo sin segregación de géneros, mixto, de espacios compartidos y opciones dé vida abiertas para todas y todos. Convocamos al compromiso por lograr el bienestar común y el buen vivir de cada quien.
Esta propuesta surge de las experiencias de millones de mujeres en el mundo a las que se suman cada vez más hombres. Sólo recoge lo que han vivido, es un esfuerzo más por tener expresión cultural positiva y respetable. Da cuenta de los deseos insatisfechos, la falta de certezas y las dudas, tanto como de sus aspiraciones y de su obstinado afán de invención del mundo. Surge de las luchas, de los movimientos, de las organizaciones y de las instituciones que se han esforzado por construir un orden democrático entre mujeres y hombres y dar fin al mundo patriarcal. Queremos que esta tradición sus descubrimientos y sus resignificaciones sea parte indispensable de los procesos que confluyen en el compromiso de construir un mundo democrático, justo, pródigo, acogedor y generoso para más y más personas. Un mundo que tienda a satisfacer los derechos humanos de mujeres y hombres, y busque desmontar los impedimentos
que obstruyen su concreción, aunque esos obstáculos sean presentados en las ideologías del dominio como normales, inevitables o naturales. Nos afanamos por incluir en la visión renovadora del mundo la inaplazable transformación de mujeres y hombres, concebida por la gente más conservadora como algo secundario frente a otras cosas a las que asignan mayor relevancia. Lo hacemos, por la importancia que tiene en la vida de cada quien y de la sociedad el contenido de la condición genérica y del sistema de géneros. Las estrategias, los proyectos y las acciones políticas civiles, gubernamentales, personales o colectivas, que no atiendan a enfrentar las dificultades que genera el patriarcado, son utilitaristas e instrumentalizan las necesidades y las aspiraciones de las personas al proyectar su solución en hechos que no conducen a lograrlo. Además, contribuyen, por omisión o por complicidad con las corrientes tradicionalistas que se afanan por preservar un mundo autoritario, rígido y sin opciones. Queremos ampliar y extender los derechos humanos cada vez más. Porque en el fin de siglo y de milenio se incrementan la pobreza, la violencia, la explotación, y todo tipo de opresiones, daños y depredación, y se arrasa día a día con los mínimos derechos humanos reconocidos. Nos orienta, además, una idea positiva sobre los derechos humanos los cuales deben ser observados no sólo como la preservación de los sujetos frente a la autoridad, sino como el conjunto de condiciones mínimas en permanente ampliación para el desarrollo sostenible, para el bienestar y para el bienvivir de los pueblos, de las sociedades y de los individuos: de las mujeres y de los hombres. Queremos, además, que la extensión de los derechos humanos especifique los derechos de las humanas y los humanos, y la ética de compromiso con la custodia y la renovación de la sociedad, la cultura y la naturaleza. Si los planes, las utopías y las topías de las diversas fuerzas sociales y de las corrientes políticas, ideológicas y culturales, no incorporan la dimensión de género en sus opciones, seguramente lograrán intervenir en el sentido de la vida y en el contenido de la cotidianidad, de la sociedad y del Estado. Sin embargo, coadyuvarán a reproducir ignorantes e inconscientes una de las dimensiones más atroces de nuestro mundo y, con ello, el sufrimiento y la opresión de las mujeres y de muchos hombres. En cambio, si quienes hacen suyas las causas renovadoras de nuestro tiempo, asumen un compromiso político radical de género, buscarán cauces para cambiar de raíz el carácter opresivo del orden genérico y de la vida misma y se ubicarán en una ética distinta, más profunda y abarcadora, de la libertad y compromiso. Es la ética que, en lugar de reducir a uno o dos ejes los propósitos de renovación del mundo, incluye más y más hechos y procesos históricos que ocasionan enajenación, explotación y opresión. Esta ética, nos conduce a no ser cómplices
del dominio patriarcal: pone en el centro del sentido de la vida a los dos sujetos de género que la conforman y hace suya la alternativa de la justicia entre los géneros que conduzca a la integridad de mujeres y hombres. Si nuestra visión del mundo se organiza en torno a una ética libertaria, que concibe y trata a las mujeres en tanto mujeres y a los hombres en tanto hombres, ubicados en su cotidianidad y en el horizonte de las vidas colectivas e individuales, habremos ampliado nuestro universo y, sobre todo, nos ubicaremos de veras en el paradigma de una libertad compleja y diversa: realizable. Este texto es un recurso, entre otros, para diseñar una política alternativa de educación popular con una perspectiva democrática de género. Cada quien, desde su ubicación y sus posibilidades, dará contenido y hará realidad lo que aquí sólo se propone como estímulo para alentar consideraciones, aventuras y osadías. A continuación se presentan los siguientes temas para ubicar los problemas, los recursos y algunas vías para la acción práctica: 1. El mundo 2. La cultura 3. El orden 4. Dialéctica patriarcal 5. Pedagogía patriarcal 6. Cambiar el mundo patriarcal 7. Nueva pedagogía patriarcal 8. Democracia de género 9. Pedagogía en síntesis 10. La tolerancia. 1. EL MUNDO
El mundo contemporáneo se caracteriza por una organización social de géneros y por una cultura sexista machista, misógina y homófoba que expresa y recrea la opresión de las mujeres y de todas las personas que son diferentes del paradigma social, cultural y político masculino. Se caracteriza, asimismo, por un sistema político, público y privado, de dominio de los hombres sobre las mujeres y de los adultos poderosos sobre otros hombres, así como por la dominación genérica enemistad entre las mujeres. A ese orden del mundo lo llamamos patriarcal. Vivir en el mundo patriarcal significa que más allá de nuestra voluntad y de nuestra conciencia, las mujeres y los hombres ocupamos espacios vitales jerarquizados, cumplimos con funciones y papeles, realizamos actividades, establecemos relaciones y tenemos poderes o carecemos de ellos, de maneras prefijadas por la sociedad y con márgenes estrechos y rígidos. Es decir, estamos sujetas/os a un orden social, económico, jurídico, político y cultural jerárquico, opresivo e injusto, basado en el género, que conforma la sexualidad y determina, en gran medida, los itinerarios de nuestras vidas. El carácter patriarcal del mundo ha permitido concentrar bienes materiales y simbólicos la tierra, el dinero, el capital, las mujeres, el saber, el poder político en mano de los hombres.
También ha asegurado la expropiación a las mujeres de todas sus posesiones su cuerpo, los productos de su creatividad y sus bienes las ha convertido en posesión, bajo control y tutela, y ha logrado su exclusión forzada de los ámbitos, las actividades y las funciones más valoradas y poderosas, reservadas en exclusiva para los hombres. La vida cotidiana patriarcal se funda en el establecimiento de un campo de dominio entre hombres y mujeres, quienes son además, mutuamente necesarios para vivir en la intimidad y de manera cada vez más frecuente para realizar actividades conjuntas en espacios públicos. En este campo de dominio quedan atrapados las mujeres y los hombres que transgreden las reglas y las normas de comportamiento y de vida asignados para ellas y ellos. Así, no sólo la misoginia y el machismo campean en y entre nosotras y nosotros, sino también la homofobia y la descalificación como enfermos, inadaptados, asociales, locos y locas con el consiguiente maltrato represivo a quienes luchan contracorriente por cambiar el mundo y sus vidas: las feministas, los gays y las personas libertarias. La dominación de género se articula con otras formas de dominio nacional, clasista, racista, étnico, etario y otras; forma parte de ellas, converge en su reproducción y encuentra soporte para su propia recreación. La organización patriarcal del mundo contribuye, en gran medida, a producir formas de explotación, no sólo económica sino vital sexual, emocional, intelectual, existencial y a mantener en el sometimiento, en la pobreza y en la precariedad a la mayoría de mujeres y hombres. Millones de personas viven bajo formas graves de dominio, de daño, de agresión y de exterminio, por su condición de género. Pero el sistema hace que aun los hombres desposeídos puedan ejercer formas de dominio -rivalidad, competencia, hostilización y destrucción sobre otros indigentes como ellos y sobre todas las mujeres. Así, aunque sean explotados y subordinados, los hombres son poderosos frente a las mujeres. Por eso, aún sometidos conservadores, liberales, de izquierda, de base o dirigentes, comprometidos o ensimismados se aferran a su derecho “natural” de dominio y, por consiguiente, se oponen a modificar el mundo. En cambio, las mujeres, en todos los niveles sociales están cautivas: ocupan las posiciones económicas, sociales y simbólicas inferiores y, además, están bajo dominio directo y personal expropiación, control, vigilancia, sujeción, castigo ejercido por las personas más cercanas, más necesarias y entrañables para ellas. Las mujeres están sujetas a opresión en sus espacios y sus grupos de pertenencia, aquellos que de manera contradictoria, debieran otorgarles seguridad, protección y pertenencia: su comunidad, su familia, su pareja, y los grupos en los que se desempeñan: escolares, laborales, religiosos o políticos. Finalmente, las mujeres están sujetas al dominio del conjunto de la sociedad, garantizado por las normas que las ubican como habitantes o ciudadanas de segunda, como menores de edad, como mitades o medias naranjas de alguien, seres marginales o como minoría. En este orden se les asignan espacios sociales secundarios y actividades inferiorizadas. La sociedad ejerce su dominio sobre todas y cada una de las mujeres de diversas maneras, desde la más brutales hasta las más encubiertas, y lo hace guarnecida y consensualizada por la cultura sexista, machista y misógina. De esta manera, al mantener en condiciones precarias a tantas y tantos, el patriarcado reproduce formas arcaicas y frena el desarrollo económico, social y cultural, la construcción de la democracia, y la materialización de los derechos humanos. Es un obstáculo para la modernidad. La dominación patriarcal confiere al mundo y a la convivencia una de sus dimensiones más crueles, despóticas y autoritarias, al estar presente en todos los ámbitos sociales públicos y privados, desde las redes de parentesco hasta las de contrato, la alianza y la coalición, en las tradiciones más apreciadas, en las sabidurías, en las religiones tanto como en las ideologías, en el arte, en las costumbres, y en la vida cotidiana e íntima de las personas. Todas las relaciones sociales están definidas patriarcalmente y todas las identidades colectivas e individuales, están permeadas en mayor o en menor medida por la impronta patriarcal. El Estado, como síntesis política de fuerzas, instituciones, normas, pactos, mandatos, conflictos, consensos y coerciones, es un ámbito patriarcal, además de contener definiciones étnicas y clasistas. El ámbito estatal sintetiza también la confluencia de instituciones transnacionales jurídicas, financieras, religiosas de claro signo patriarcal. La hegemonía patriarcal implica que grandes grupos sociales dominantes y dominados, la consideran legítima en alguna medida y que mantienen cierta cohesión a través de su defensa y del rechazo acrítico y prejuiciado de cualquier opción, alternativa o disidencia. Por eso es evidente, que gran cantidad de mujeres y hombres, además de vivir determinados por el orden patriarcal, le otorgan su consenso al asociarlo a su seguridad, su certidumbre, su felicidad, su éxito y su trascendencia. Es decir, el mundo y cada quien tiene una identidad patriarcal. Ser, es serlo de cierta manera y no de otra.
Existir y realizarse, significa concretar los mandatos cuya marca es precisamente patriarcal. Por eso, a pesar de ser dañino para mujeres y hombres el orden patriarcal, como es el medio conocido para alcanzar los logros vitales, aún quienes padecen los rigores patriarcales, se afanan por mantener ese modo de vida, por ampliar su influencia y por acallar las inconformidades, propias y ajenas, que suscita. No obstante la fuerza y el poderío de quienes avalan el patriarcado, en todos los ámbitos y relaciones sociales se desarrollan contradicciones que dan lugar a desacuerdos y críticas entreveradas con aprobación y consenso, así como a formas de resistencia y rechazo al modo de vida patriarcal. Como las mujeres son el sujeto principal y mayoritario de la opresión genérica, los conflictos de la dominación las hacen vivir desde precarias rebeldías, hasta rebeliones sociales. Su contrariedad se manifiesta en subversiones individuales y colectivas, y se concreta en movimientos políticos de resistencia, extrañamiento y franca oposición al patriarcado. Los hombres son los ambivalentes sujetos del patriarcado. Por un lado, son los dominadores, los dueños del mundo, de los bienes materiales y simbólicos y de las mujeres, los especialistas en la creación y el trabajo, los dueños del pensamiento y de la razón, los creadores de explicaciones y creencias. Por otra parte, los hombres son, a la vez, dominados por hombres más poderosos por su jerarquía, su edad, su clase, sus conocimientos, su poderío, o por otras cualidades. Así, los hombres dominadores, los patriarcas, también están sometidos, por lo menos temporal o parcialmente, a formas de dominio patriarcal. Y, aunque todos los hombres soportan la dureza de ese dominio, alentados con la fantasía de ser algún día poderosos dominadores y dejar de estar sometidos a otros, gran cantidad de hombres, no logran remontar su propia situación. O, lo que es más grave para ellos, pierden cada vez más posibilidades y recursos que les eran propios por su condición genérica, es decir, por el sólo hecho de ser hombres. Así, cada vez mas señores del patriarcado son minados por expropiaciones de los ordenes clasista, racista, etnicista, y por otros procesos como las formas de dirección, organización y gobierno de las sociedades caracterizadas por el autoritarismo fascismos, nazismos y todo tipo de dictaduras que restringen a unos cuantos hombres las posibilidades de realizar el paradigma de género asignado.
La democracia tradicional, como pacto entre hombres, busca, por cierto, hacer frente a, la exclusión y la expropiación de unos hombres por otros. El principio básico ha sido incorporar a los desposeídos en una inequitativa participación. Esta forma de democracia ha sido el intento de suavizar desde la lógica y la ética patriarcales marcadas por una mínima solidaridad entre hombres las otras formas de rapacidad y destrucción entre ellos mismos producidas por la explotación y el sojuzgamiento. Esas y otras son contradicciones inherentes a la condición masculina en este orden genérico y hacen comprensible que algunos hombres se resistan o se rebelen al sino patriarcal. Unos no pueden con la carga de ser patriarcas; otros, por más que se esfuerzan, no pueden serlo; y algunos además no están de acuerdo. Así, aunque sean beneficiarios, hay hombres que no se identifican del todo con el sistema o, en desacuerdo con algunos aspectos, se rebelan contra deberes, comportamientos y exigencias patriarcales, al mismo tiempo que gozan de bienes, servicios, privilegios, deferencias y comodidades reservados para ellos. Entre esos hombres, es común que su desacuerdo se manifieste como rechazo a formas extremas de machismo y como apoyo y solidaridad, en diferentes grados, a las mujeres como género y a algunas mujeres particulares, y como apoyo al feminismo o a los movimientos de mujeres. Con ellos ha sido posible compartir y construir ideas y caminos transformadores. De las resistencias y las rebeliones surgen, simultáneamente, alternativas de vida que se proponen remontar el patriarcado mediante la superación de las estructuras y de las instituciones que lo reproducen, así como a través de la generalización de nuevas relaciones y contenidos de ser mujeres y ser hombres. No sabemos la dimensión real de este desacuerdo con el patriarcado. Pero el malestar cultural y político, la inconformidad y la oposición a ese orden existen y se expresan de maneras diversas que abarcan desde las ideologías, hasta prácticas sociales alternativas. Opciones como éstas se ven favorecidas al agudizarse las condiciones de vida que genera el patriarcado y al caer uno a uno sus mitos de perfección, eternidad y beneficencia universales. De ahí que cada vez más mujeres y hombres se convencen de la necesidad de cambiar al conocer e imaginar otras posibilidades.
2.LA CULTURA El orden patriarcal ha desarrollado una cultura que fundamenta y explica su propia legitimidad con el mito primigenio sobre un orden proveniente de la naturaleza, el cual es transmisible genéticamente, es decir, es hereditario y está determinado por cargas instintivas. Este mito es parte estructurante de ideologías de diverso signo, desde cientificistas hasta religiosas. Más allá de las diferencias entre algunas concepciones científicas y religiosas, en cuanto al sentido del patriarcado, guardan una profunda semejanza. Comparten como principio explicativo la verdad dogmática, que se manifiesta como la verdad sagrada o la verdad natural, en función de la génesis que se le asigne. Por separado o coaligadas, ambas contribuyen a conformar el dogma de un orden genérico creado por divinidades inconfrontables o por la naturaleza, igualmente inasible como voluntad. Las, son parte de diferentes concepciones y discursos antagónicos o creencias dogmáticas sobre la génesis y la eternidad históricas de los géneros complementarios. El orden natural es presentado como evidencia que niega al orden divino en ideologías que oponen naturaleza / deidad, ciencia / religión. Por el contrario, el orden natural es concebido como una creación divina que expresa la voluntad de deidades, en visiones que suman deidad, naturaleza, religión y ciencia. Como sea, en cualquier discurso estas ideas conducen a la creencia en que el orden patriarcal sujeto a mecanismos naturales o divinos está, significativamente, fuera del control social, de la dialéctica de la historia y de la voluntad política. La mayoría de las personas cree que el orden genérico es inmutable, que se nace mujer o se nace hombre con todos los atributos y que, tanto el orden como las condiciones genéricas emanadas de la naturaleza o de la divinidad, son verdaderos, buenos e intocables. La mayoría de las personas tiene instalada la prohibición, el tabú, de modificar el sentido genérico, o siquiera pensarlo y, más aún, de hacerlo críticamente. Si se está inconforme, el deber llama a la resignación y a la culpabilización. Quien está mal no es el mundo, sino la persona, el grupo, el movimiento, la alternativa. Así, las opciones son satanizadas políticamente. Creencias como éstas son parte de concepciones del mundo conformadas por cosmogonías explicaciones sobre los orígenes por mitologías, filosofías, ideologías, historias y utopías universales, nacionales, regionales, grupales destinadas a la elaboración de la memoria, del presente y del futuro, así como por lenguajes corporales, verbales, escritos, estéticos que expresan la racionalidad patriarcal sobre esos hechos.
Así, la razón patriarcal se encuentra en la conciencia individual y colectiva, en las vivencias inconscientes, en las fantasías, en las alucinaciones, en el imaginario y en las visiones sobre la experiencia vivida. De esta manera la cultura de género sintetiza un conjunto de interpretaciones y de maneras de ver el mundo que abarcan a sociedades complejas y a cada persona particular. La cultura patriarcal contiene una perspectiva ética que ubica en el deber, la adecuación, la permisividad, la inadecuación y la prohibición, a las acciones, los pensamientos, las razones y las sinrazones, los afectos y los comportamientos de millones de mujeres y hombres. Esta cultura se sintetiza en filosofías que convalidan el sentido patriarcal del mundo y lo convierten en el sentido de la vida de cada persona y de los grupos sociales que, aún sin conocerse, en territorios y tiempos históricos distantes, comparten intereses, preocupaciones y respuestas a sus por qués y para qués y, sobre todo, están sujetos a idénticos mandatos. De esta manera, la cultura patriarcal se concreta en mentalidades patriarcales muy semejantes. Se plasma en todo tipo de creencias, mitos, simbologías, tradiciones y costumbres, y de prácticas y rituales, que hacen accesibles sus fundamentos a las personas más diversas. La cultura patriarcal es contenido de su subjetividad y por ello moldea los afectos que les permiten: sentir el contenido patriarcal de la vida como parte de su historia personal, familiar, comunitaria, étnica, nacional, religiosa o ideológica, como parte de su piel. Cuando la felicidad o la trascendencia expresan el deseo de las personas de realizar los mandatos patriarcales, estamos frente al mayor éxito político: se ha logrado que cada persona se convierta en ejecutora, en promotora, en vigilante y en defensora, en un ser emblemático del mundo patriarcal. Para arribar a ese estado, cada quien ha aprendido sus fundamentos y sus particularidades, los ha internalizado y existe al realizarlos en su vida cotidiana. 3. EL ORDEN El orden patriarcal es lesivo y dañino para la mayoría de las personas, especialmente, para todas las mujeres. Y esto sucede a tal grado que, desde la perspectiva de los derechos humanos, hoy es un riesgo ser mujer. El patriarcado somete a formas de explotación y opresión típicamente genéricas a las mujeres, al inferiorizarlas, discriminarlas y subordinarlas, y al ejercer violencia sobre ellas precisamente por ser mujeres y no por serlo de manera adecuada. De antemano, sin ninguna evidencia empírica, las mujeres son consideradas inferiores e incapaces de desempeñar actividades y funciones que son reservadas en exclusiva para los hombres, o en las actividades que se consideran de carácter histórico, producto de la creación humana (masculina). Incluso se jerarquiza a las mujeres entre si unas son más inferiores que otras al evaluar las actividades que se consideran propias de ellas. Las mujeres son discriminadas previa y sistemáticamente a través de juicios y prohibiciones que las excluyen de actividades, espacios y hechos, reservados para los hombres. Y a la inversa, se discrimina a las mujeres no sólo al considerarlas incapaces, inadecuadas e incompetentes para esas cosas, sino también al incluirlas o asignarles deberes y atributos exclusivos estereotipados, a los que se interpreta como naturales; como cosas que les ocurren a las mujeres o que las mujeres hacen sin que medie esfuerzo creativo, historia, sino automatismo natural. Las mujeres están subordinadas a los hombres y a las instituciones patriarcales y son colocadas en situación minorizada en todos los espacios sociales y en sus vidas. Así, las mujeres están sujetas a la tutela de otros que, frente a ellas, se constituyen automáticamente en poderosos. Los fenómenos de discriminación, sujeción, subordinación y minoridad de las mujeres se dan, además, en condiciones de su dominio. Las mujeres son controladas, dirigidas, representadas, vigiladas, dañadas legítimamente y castigadas e incluso perdonadas, por los hombres y por las instituciones, quienes tienen el derecho de ejercer ese conjunto de formas de dominio sobre ellas, porque de antemano se las considera inferiores, incapaces y destinadas. En este esquema político de concentración de valores, bienes y fuerzas, los hombres como género y cada hombre particular, se cargan de poderes extraordinarios. Comparados con las mujeres previamente expropiadas, resultan superiores, completos, poderosos, capaces, dueños y amos de ellas y del mundo. El orden político patriarcal hace realizar a las mujeres actividades fundamentales para la reproducción de la sociedad a través de la filialidad, de la conyugalidad y de la maternidad. En concreto, se les asigna la reproducción de la vida cotidiana, de sus sujetos (parientes y cónyuges, amistades y visitas) y de sus instituciones (familia), de sus espacios ( casa, hogar, hospital, templo), así como de la cultura doméstica (lengua materna, sentido común, ritualidad y estética domésticas). Forman parte de este proceso la reposición cotidiana de cada persona, lograda a través del trabajo y del conjunto de actividades vitales que le permiten estar en condiciones de vivir cada día, de sobrevivir la enfermedad y enfrentar la muerte. La reposición o revitalización de cada quien debe ser directa, íntima y personalizada, y está a cargo de las mujeres de todos los grupos sociales.
Es el contenido de la maternidad que aún define la condición genérica de las mujeres y la feminidad, y permite a cada quien mantenerse con vida en las condiciones óptimas de los círculos particulares en los que vive. La reposición cotidiana de las personas se debe al trabajo exhaustivo de las mujeres y al gasto de sus energías vitales tanto intelectuales conocimientos, saberes, pensamientos, interpretaciones, explicaciones como afectivas deseos, amor, capacidad de reparación, creencias, preocupaciones. Esas energías vitales permiten, a su vez, vitalizar a las personas próximas, a los otros, corporal, erótica, emocional e intelectualmente. El esfuerzo pedagógico de las mujeres forma parte también de la reposición cotidiana de las personas. Las mujeres como madresposas: mamás, abuelas, tías, nanas, hermanas, sirvientas, novias, esposas, amantes, amigas son las encargadas de aculturar a las personas, de transmitir de una generación a otra la propia cultura, incluida la dimensión de género, así como de recrear cotidiana y constantemente, durante toda la vida, las normas, los valores, las tradiciones y las creencias. Todas ellas deben además afanarse en la enseñanza de destrezas, habilidades y conocimientos que permiten a cada quien la sobrevivencia y el desempeño en el mundo. Las mujeres siempre trabajan. Y, es posible afirmar que en la actualidad, las mujeres como género son el grupo social que trabaja continuamente y que trabaja más: una, dos, tres jornadas discontinuas. Las mujeres trabajan casi durante toda su vida desde que son pequeñas niñas, hasta que son ancianas. Pero su trabajo ni siquiera recibe ese nombre porque no se considera al trabajo como elemento de la naturaleza femenina. Así, el trabajo de las mujeres es, de hecho, invisible. Y, para la cultura patriarcal, como actividad histórica, el trabajo es una característica genérica de los hombres, de fuerzas, divinidades y toda clase de seres sobrenaturales masculinos, así como de la masculinidad. La contradicción es extraordinaria: las mujeres realizan mayor trabajo social y, por lógica patriarcal, el trabajo solo es parte de la identidad y de la cultura femenina cuando se le vincula al cumplimiento y al deber naturales. En la cultura patriarcal el trabajo es un atributo de género asignado a la masculinidad y a los hombres. A su vez ellos, en la actualidad, ven estrecharse sus posibilidades de trabajo como lo demuestra el número creciente de hombres desempleados, cesados, sin actividad productiva reconocida. Aún con tiempo disponible, esos mismos hombres tampoco realizan actividades domésticas consideradas femeninas e inferiores.
Al parecer, si los hombres realizan actividades, laborales o funciones asignadas a las mujeres, no sólo está en juego su masculinidad, sino que son contaminados por la impureza simbólica de lo femenino, inferior y despreciable. Esta división del trabajo práctico por género y la consideración de que el trabajo no es un atributo simbólico femenino legitiman, ideológicamente, no remunerar a las mujeres por su trabajo y privarlas de bienes materiales y simbólicos que deben obtener de los hombres, a cambio de su explotación y de su sujeción. Ellos extraen trabajo, productos y bienes impagos de las mujeres y los monopolizan, los usan, los derrochan o los destruyen, para su propio beneficio, o los ahorran, los incrementan y los atesoran en instituciones que los redistribuyen de manera inequitativa. Las mujeres quedan así sometidas, sujetas y controladas, con el señuelo de obtener de hombres e instituciones una pequeña parte de lo que han producido y les es conculcado, y una mísera porción de la riqueza social. Los hombres se empoderan se jerarquizan, prestigian y valorizan, e incrementan su capacidad de dominio sobre su vida y sobre el mundo a través del trabajo como atributo genérico, de sus trabajos concretos, y del aprovechamiento del trabajo que realizan las mujeres para ellos. En ese conjunto de hechos y en sus correspondientes subjetividades se fundamenta la dependencia vital de las mujeres respecto de los hombres y de cualquiera que concentre lo expropiado y otros bienes y poderes. Para las mujeres ellos son más que necesarios, indispensables. Por eso su dependencia es vital y fundamenta las formas de recreación del dominio que los hombres y las instituciones ejercen sobre ellas. 4. DIALECTICA PATRIARCAL Un conjunto de procesos y fenómenos básicos del orden de géneros asegura el funcionamiento de la sociedad y conforman una dialéctica patriarcal. Veamos: a) La especialización genérica es exclusiva y excluyente. Cada género está ligado a actividades productivas y reproductivas, intelectuales, afectivas, eróticas y políticas, que convertidas en deberes propios inmodificables, están prohibidas al otro género.
De ahí que ser mujer sea no ser hombre y ser hombre consista en no ser mujer.
Al mismo tiempo ser mujer significa cumplir con una serie de deberes de género exclusivos para las mujeres y ser hombres es cumplir con los deberes exclusivos de la masculinidad. El sistema patriarcal incluye el antagonismo entre los géneros y su oposición irreconciliable y confrontada, al grado de enunciar a cada cual como el “sexo opuesto”. La dialéctica incluye además, de manera simultánea, el principio de la complementariedad basado en el deber de la diferencia. Como a cada género se le asignan características exclusivas y parciales, es diferente del otro género y, como cada conjunto de cualidades se considera indispensable para la vida y para la simbolización de la humanidad, se sostiene que cada género complementa al otro. Así, cada mujer y cada hombre deben encontrar en el otro y en la otra, respectivamente, lo que no tienen de la totalidad. Las ideologías patriarcales insisten en considerar que sólo la unidad de estos segmentos binarios crea la perfección humana. b) La expropiación de las mujeres es uno de los mecanismos sobre los que se levantan la especialización y la opresión de las mujeres. A pesar de la afirmación ideológica acerca de que todo lo que atañe a la mujer está determinado y contenido en el cuerpo sexuado femenino, la sociedad enseña y exige a cada mujer el cumplimiento de un conjunto de características que debe aprender e internalizar: sus actividades, su dedicación, su docilidad, sus comportamientos derivados de la servidumbre voluntaria, sus actitudes, sus afectos, sus maneras de pensar, sus relaciones, su lugar en la sociedad. En ese sentido, el cuerpo sexuado es sólo la base sobre la que se construye y se disciplina el cuerpo genérico. Cada mujer vive en su cuerpo, lo adecúa a través de la autodisciplina y va plasmando en él, es decir en sí misma, la feminidad asignada. La expropiación a las mujeres puede sintetizarse en la prohibición de decidir sobre el uso de sus cuerpos preservando su propia integridad y su desarrollo personal, así como de dirigir el sentido de sus vidas para sí. La expropiación genérica conduce a la cosificación, la enajenación y la opresión de cada mujer. Los cuerpos femeninos son cuerpos destinados para funciones y usos que implican la negación de la primera persona, del Yo de cada mujer. Cada una debe internalizar que su cuerpo y su vida no le pertenecen, y actuar con autodiscriminación. En ese cuerpo, simbolizado como cuerpo-para-otros, se fundamenta la falta de derechos del género, del conjunto de las mujeres. Serían los derechos correlativos a la autonomía de las mujeres como sujeto histórico en sí y como sujeto constitutivo del pacto democrático.
Las decisiones sobre los cuerpos genéricos femeninos son, por tanto, tomadas por otros a través de restricciones, dogmas, mandatos, prohibiciones, controles y tabúes. Por las mujeres decide la sociedad a través de las instituciones y las personas con poderío reconocido y legitimidad para hacerlo. Las mujeres son expropiadas sistemáticamente del derecho a hacerse cargo y decidir sobre sus cuerpos y sus vidas, al ser confinadas en la maternidad, en el eros cosificador, y en la satisfacción de las necesidades vitales de los hombres y de los otros. En la cultura dominante, simbólicamente se venera el cuerpo femenino si expresa la maternidad y se le consume si es dedicado al eros. No obstante, en la vida cotidiana el cuerpo de las mujeres, su cuerpo-vivido, es espacio contradictorio de autoafirmación identitaria y realización, de sujeción y negación. Pero siempre es ajeno, ha sido enajenado y no hay que olvidar que a los cuerpos femeninos les suceden cosas permanentemente, muchas de las cuales modifican y definen el contenido y el sentido de la vida. De ahí la ambivalente experiencia de las mujeres sobre su cuerpo como espacio vital, objeto, fuente misteriosa de placeres y amores, de peligros y daños, como ofrenda a los otros. La dedicación generalizada de las mujeres a la maternidad y al erotismo, y las referencias identitarias que señalan sus cuerpos cosificados como medida de su valoración social, se logra mediante procesos de expropiación diferenciados por edad. Sin embargo, a lo largo de la vida y, a pesar de los cambios, el cuerpo femenino se recrea como cuerpo-para-otros. La voluntad y el deseo de las mujeres quedan subsumidos en la voluntad y los deseos de los otros sobre ellas. Otros deciden, protagonizan, y norman la sexualidad de las mujeres. La norma central consiste en que su sexualidad no esté centrada en ellas mismas, en que no sea cada mujer el fin primordial de su sexualidad y en que no sea protagonista de sus vivencias ni de sus relaciones. El contenido patriarcal de la sexualidad femenina persigue que las mujeres no sean el sujeto de su sexualidad y, al centrar sus vidas en la sexualidad, que no lo sean de ninguna manera. Cada mujer debe ser dejada de lado por sí misma y dar satisfacción a las necesidades corporales de tipo vital de otros. Así, expropiar el cuerpo a las mujeres consiste también, en lograr la centralidad de los otros en la sexualidad y en la vida de cada mujer. Los otros protagonizan la vida femenina. De esta manera, las mujeres son convertidas en especialistas de la sexualidad. Sus vidas tienen como contenido la sexualidad y casi todo lo que hacen es considerado parte de su sexualidad. Las relaciones sociales fundamentales de las mujeres se derivan de la sexualidad, son funcionales a ésta. La cultura femenina y las identidades de las mujeres giran en torno a la sexualidad y, en consecuencia a su cuerpo-de-otros, cuerpo-para-otros: la fecundidad, la conyugalidad, la maternidad y el erotismo (placer, castidad, tabú) son ejes
constitutivos de la identidad femenina patriarcal. Además, las mujeres viven la sexualidad (materna o erótica) bajo dominio y tutela. Este contenido político las convierte en objetos sexuales recluidas total o parcial en los espacios domésticos y privados, o en exhibición y uso en los espacios públicos del mundo. c) La interdependencia asimétrica entre los géneros, conformada por la dependencia vital de las mujeres en relación con los hombres y la dependencia invisible, cargada de poder, de los hombres en relación con las mujeres, funcionan como fuerzas compulsivas que mantienen relaciones genéricas políticamente desiguales. La protección de los hombres. Al mismo tiempo, se protege el cuerpo de los hombres a través de otorgarle integridad como cuerpo subjetivo, como cuerpo humano, como cuerpo del sujeto, fuera del control y del daño de las mujeres. Los hombres son preservados de la invasión, del acoso, de la exhibición, del uso sexual de sus cuerpos adultos. No son objeto, no son fetichizados, no son fragmentados, no son cosificados no son intercambiados, comprados, vendidos, alquilados como cuerpos, ni ellos, como hombres, son apropiados a través de su sexualidad, mientras mantengan un mínimo poderío. La sociedad conforma así una eficaz invulnerabilidad sexual de los hombres en relación con las mujeres y la apuntala con su poderío sobre ellas. El cuerpo de los hombres es dotado de poderes políticos, como la fuerza, la apropiación, la agresión y el daño, o la fecundación y la vitalización de los cuerpos de las mujeres. Simbólicamente el cuerpo masculino sintetiza el poderío sexual y social, ya que el atributo de género central de la condición masculina es el poder. Los hombres son sujetos en y desde sus cuerpos sexuados masculinos y patriarcales. e) Además, los hombres tienen el privilegio y la ventaja de producir, previamente reproducidos por las mujeres. Con ello, se les libera del trabajo de autoreposición cotidiana y de reproducción social privada de otros. Este mecanismo les permite ganar tiempo y concentrarse en determinadas actividades. Los espacios privados en que son amos y señores, aseguran a los hombres territorios, sujetos e instituciones que les dan pertenencia y les permiten recrearse cotidianamente. Apoyados en las mujeres y en sus esfuerzos vitales, los hombres desarrollan una identidad positiva, y al ejercer sobre ellas directamente formas de dominio, se empoderan. f) Se asignan a los hombres, como espacios propios y masculinos, los espacios públicos de los que, señores o peones, son dueños por género. Así, los espacios públicos son propios para los hombres para deambular, jugar, trabajar, producir, expresar, nombrar, guerrear, destruir, para hacer en el mundo actividades valoradas social, económica, política y simbólicamente. Se coloca a los hombres, o se hacen exclusivos para ellos y sus intereses de género, los espacios políticos correlativamente vedados a las mujeres. g) El sistema hace de los hombres dirigentes, pensadores y conductores del sentido de la vida colectiva en agrupaciones, organizaciones, regímenes comunitarios, nacionales e internacionales y de la vida individual, en cualquiera de sus facetas económicas, espirituales, culturales y políticas. En síntesis, los hombres tienen a su cargo el sentido de la vida, el control de los sistemas económicos y
sociales, y su destrucción. Tienen el poderío de decidir sobre las condiciones de vida, de bienestar o de malestar de millones de personas. Deciden sobre la vida y la muerte a través de mecanismos sociales y del control de las condiciones de vida de las personas y de las naciones. Ellos pueden decidir qué se conserva y qué cambia, son los legítimos reformadores o revolucionadores del orden del mundo. Es tal el poderío de los hombres que son los dueños de la guerra como espacio político de destrucción territorial, social y humana y son también, los dueños de la paz. Los hombres son quienes pactan y las mujeres son las pactadas: son parte del conjunto de enseres que ellos poseen, usufructúan, intercambian, extraen, destruyen, a través de los pactos patriarcales. Así, la política es todavía el conjunto de pactos patriarcales y sus consecuencias. Pero la política es, también, el esfuerzo de las mujeres por superar el dominio, la enemistad entre ellas, aliarse y dejar de ser pactadas. La desaparición del dominio patriarcal pasa por la transformación de las mujeres en interlocutoras, dialogantes, representantes, portavoces, es decir, pactantes. Sólo como pactantes, como sujetos políticos, es posible incidir normativamente y cambiar el sentido de los pactos, de la vida.