De la metafísica de la subjetividad al sujeto como persona

De la metafísica de la subjetividad al sujeto como persona
Marta-Cecilia Betancur G

Danilo Cruz-Vélez no sólo tiene el valor de haber introducido en Colombia los estudios sobre fenomenología y hermenéutica, sino de haber realizado investigaciones que descubren los aportes más importantes de las filosofías de Heidegger y de Husserl, como sucede en el estudio llevado a cabo por el pensador en “La superación de la metafísica de la subjetividad” [Cruz Vélez, Danilo. Filosofía sin supuestos. Universidad de Caldas: Manizales, 2001.]

En este escrito, el pensador descubre el alcance de la teoría de Heidegger sobre el ser del hombre en cuanto hace una crítica radical a la concepción de toda la metafísica occidental sobre el hombre como sujeto. La obra del filósofo alemán es para Danilo Cruz una destrucción de la metafísica de la subjetividad, lo cual se ha visto confirmado por la lectura atenta de la obra de Heidegger y por la influencia que éste ha ejercido en la filosofía contemporánea a través de filósofos como Ricoeur, Vattimo y Charles Taylor.
Efectivamente, la superación de la metafísica de la subjetividad en gran parte fue obra del filósofo alemán. Además, la crítica realizada por Wittgenstein a la substancialización del yo, así como a la idea de que el sujeto o la substancia pensante se conoce por introspección, confirman la pertinencia de los estudios de Danilo Cruz sobre Heidegger.
Éste critica la noción de sujeto como substancia pensante y como supuesto soporte permanente de accidentes. Wittgenstein también discute esa noción de substancia y critica el supuesto conocimiento netamente introspectivo y autorreflexivo de ese sujeto.
Las dos críticas han incidido en una nueva concepción sobre el hombre, en la cual ha avanzado de manera considerable Paul Ricoeur. En “la superación de la metafísica de la subjetividad”, Danilo Cruz defiende y demuestra que mientras que Husserl es la culminación de la metafísica del sujeto, Heidegger, por el contrario, es su superación.
“La pieza que ambos persiguen en el camino histórico es el sujeto afirma el pensador pero sus intenciones son diferentes. Lo que Husserl pretende es justificar la convicción que sustenta todo su pensamiento, según la cual el sujeto es la fuente del ser. Heidegger, en cambio, quiere desenmascarar esta convicción como un supuesto insostenible”[[Ibíd., pp. 112-113.]].
Heidegger orienta el estudio del ser del hombre por un nuevo rumbo al investigarlo como Dasein, como ser en el mundo, como ser existente o como ser en el tiempo, y, para hacerlo, debe destruir el camino seguido por la metafísica tradicional, especialmente desde Descartes, que ha consolidado la concepción del hombre a partir de la asunción de éste como yo pienso o substancia pensante.
Mientras el objetivo de Heidegger[Varias razones da Danilo Cruz para defender la idea de que ese es el interés de Heidegger, así no aparezca el camino deconstructivo expresado de manera abierta en Ser y Tiempo: en primer lugar, la expresión misma “Metafísica de la subjetividad” “es una expresión acuñada por Heidegger para designar el período del pensamiento europeo que va de Descartes a Husserl” (2001: p.107), segundo, el título que dejó señalado Heidegger para la segunda parte de “Ser y tiempo” y que no se publicó: “Destrucción de la historia de la ontología”, en la cual se proponía un estudio de la res cogitans de Descartes. Y, por último, sus clases en Marburgo, las cuales inicia con un curso y un seminario sobre “El comienzo de la Filosofía Moderna”.] es la superación de la metafísica de la subjetividad para elaborar una nueva concepción del hombre, “lo que Husserl pretende es justificar la convicción que sustenta todo su pensamiento según la cual el sujeto es la fuente del ser”[Ibíd., p. 113.], el yo o el sujeto persisten como fundamento trascendental del conocimiento y del mundo.
En este sentido la fenomenología de Husserl es la síntesis del pensamiento sobre el sujeto que se inaugura desde Descartes y que será objeto de la rebeldía de Heidegger. Para reconstruir el camino crítico recorrido por Heidegger, Danilo Cruz se ocupa de tres temas: la identificación del sujeto y el yo en la filosofía moderna, el yo y el sujeto trascendental en Kant y la concepción del yo en Husserl.
La tarea de Heidegger y la labor reconstructiva de Danilo Cruz consisten en desentrañar el origen de los conceptos de objeto y sujeto, según como fueron concebidos desde la filosofía moderna. El significado que ellos adquirieron en esa época y que domina el escenario filosófico hasta hoy, fue completamente nuevo y orientó la investigación sobre el ser del hombre y del mundo considerados desde entonces a partir de esa relación.
Estos son puntos de vista originarios de la época moderna, con Descartes. Una novedad filosófica es que el sujeto pasa a ser el sujeto pensante, el yo pienso, la substancia pensante. Pero ¿de dónde vienen estos conceptos y qué cambios se ha dado en ellos? El término ¨sujeto¨ proviene de ¨Subjectum¨ que significa soporte y sustrato permanente de cualidades; en la época moderna se utilizó Subjetctum como hipokeímenon o substantia que significa el substrato o soporte permanente de cualidades y propiedades, dado que éstas no se pueden dar en la nada. Las propiedades son propiedades de algo, una substancia.
Antes de la asunción de hipokeímenon como subjectum, el significado de este término era muy distinto al del término de ¨sujeto¨ en la filosofía moderna. En ésta es lo arrojado a la base, lo subpuesto; ontológicamente “el ese en se en el que reposan y se fundan las propiedades”[[Ibíd., p.125.]] (2001: p. 125). En el latín anterior ¨el sujeto¨ estaba ligado a la noción gramatical de sujeto como aquello de lo cual se habla en la proposición. Y aquello de lo que se habla son las cosas, la casa, el árbol, Juan. Esta forma de entenderlo va a aparecer de nuevo en la Filosofía Contemporánea con la teoría de la acción de Ricoeur y de algunos otros filósofos del lenguaje.
Al asumir hipokeímenon como subjectum en la filosofía moderna, las cosas cambian, éste término acoge las notas esenciales de aquél, por lo que recoge las características de sustrato absoluto y soporte de propiedades que reposa en sí mismo. Mientras que subjectum no tenía que ver con el yo, objectum, si que tenía que ver, puesto que era lo representado por el yo. Objeto eran la cosa en cuanto idea y representación del hombre.

Así, la moderna metafísica de la subjetividad se basa en la relación sujeto/objeto, pero no a partir de la manera como eran entendidos en la filosofía medieval, sino por una transformación de su significado. En Descartes el sujeto pasa a ser el yo, el ego cogito. ¿Pero, cómo ocurre ese tránsito? Veamos. Todo se origina en la necesidad planteada por Descartes de encontrar la certeza, de aspirar a un conocimiento cierto, a la certitudo.

Esta búsqueda de la certeza lo lleva mediante el método de la duda a buscar una primera verdad indubitable, un fundamento absoluto que encuentra en el “yo pienso”. Este es el subjectum que satisface las exigencias de la verdad como certeza, el subjectum indubitable.

“Por tanto, el ego cogito es ese subjectum privilegiado que se busca”[[Ibíd., p 131]]. Descartes también pregunta por el hipokeímenon, esto es, por el ser que es sustrato permanente, por el ser en sí, pero lo hace mediante la palabra latina substantia que había recibido de la filosofía medieval. Desde Descartes, el yo que piensa es el ser por excelencia. De lo único que se tiene certeza es de que “yo pienso”; todas las cosas y los conocimientos, en principio, no son más que contenidos de mi conciencia.
Ahora bien: “si el ego cogito es el subjectum por excelencia, en él tienen que reaparecer las notas del hipokeímenon fijadas anteriormente, pero elevadas de acuerdo con su excelencia al sumo grado. El subjectum, el sujeto o el yo pienso, es lo subyacente en todos los actos, lo permanente en los cambios y el sustentáculo o soporte de propiedades. Por último, el yo es el fundamento por ser lo absoluto. Las cosas son relativas a mí, a la substancia.
“El único subjectum es el yo. La metafísica moderna saca esta consecuencia implícita en el punto de partida cartesiano; pero esto no ocurre de un golpe, sino en lenta evolución. Descartes emplea aún en las Meditaciones el término subjectum en el sentido medieval. En Kant encontramos una completa identificación de sujeto y yo, aun cuando algunas veces, muy pocas, usa el primero en el viejo sentido. Desde el llamado idealismo alemán (Fichte, Schelling y Hegel) hasta Husserl, la identificación sí es total.
El sujeto y el yo son lo mismo”[Cruz Vélez. Op. cit., pp. 132-133.] Danilo Cruz sigue con sumo rigor el desarrollo de esa idea en Kant y Husserl, para demostrar que ni uno ni otro superan la posición cartesiana, los dos giran en los mismos presupuestos. Kant quiere destruir el concepto errado del yo elaborado por Descartes, quien descubrió un yo trascendental pero lo explicó como un yo empírico, dado que encontró un yo que es condición trascendental del conocimiento o de los contenidos de conciencia, pero lo estudió como una substancia pensante, aplicándole los conceptos recibidos de la tradición, esto es, de la ontología de las cosas.
El sujeto, en Kant, en cuanto “yo pienso” o ego cogito es un yo fundamento, puro, trascendental, condición de posibilidad de todas las representaciones del mundo. Sigue siendo lo permanente, en Kant. Es sujeto, ya no en cuanto substancia, o substrato real de lo objetivo, sino en el sentido de que hace posible toda representación, es sujeto del pensar, de la unión en el juicio predicativo, de la construcción de síntesis. “Por ello, el yo es subjectum: actividad unificante, siempre idéntica a sí misma, que está a la base de la multiplicidad de las representaciones… el yo es forma de toda representación; es decir, aquello que fija la ley invariable del representar”[Ibíd., p.150.]
Sin embargo, lo que plantea Heidegger es que Kant no logra superar completamente ni la cosificación del yo ni la metafísica de la subjetividad. Esto es así porque el filósofo le sigue otorgando al ego cogito las características del hipokeímenon o de la substancia: “la permanente presencia… El yo es lo permanentemente presente en todas las representaciones, lo idéntico a sí mismo en todos sus actos, lo que no cambia en la multiplicidad cambiante del representar”[[Ibíd., p.151.]].
La concepción substancialista y cosificadora sigue haciendo sus trampas, como el genio maligno cartesiano, al aparecer de nuevas formas en la filosofía de Kant[Realmente la noción de substancia, el dualismo substancialista, la cosificación y, por tanto, la metafísica de la subjetividad aparecen en toda la filosofía moderna, incluyendo al empirismo inglés, como lo han mostrado muy bien Heidegger y Wittgenstein. Existen hoy importantes escritos sobre este problema. Cfr. Risieri Frondizi. Substancia y función en el problema del yo. Jorge Vicente Arregui. Acción y sentido en Wittgenstein. EUNSA: Barañain-Pamplona, 1984, cap. 8.]
Señalando lo que interesa destacar, retomemos las ideas que Husserl construye sobre el yo. Convirtiendo la duda metódica de Descartes en una epojé fenomenológica, que pone entre paréntesis el mundo empírico trascendente, se vislumbra un yo no empírico que se constituye en subjectum, soporte o sustrato permanente de los datos subjetivos o del flujo constante de las corrientes de vivencias. Es un yo puro, que, en efecto, en el §57 de Ideas, aparece, como señala Danilo Cruz, determinado mediante algunas unas observaciones.
“¿Qué es entonces el yo puro? Las vivencias constituyen una corriente, un flujo incesante en que todo está cambiando. Pero en la base de ellas hay un substrato invariable que las sustenta: el yo puro. Este es por lo tanto, subjectum. Y sus notas ontológicas fundamentales son la permanencia y la identidad”[Husserl. Ideen 57. Citado por Danilo Cruz. Ibíd. P. 159.]
Como se ve, en el yo puro aparecen de nuevo las características del subjectum de la Filosofía Moderna en todo el esplendor de la metafísica. El mundo es trascendente y no aparece más que como una corriente de vivencias en un yo puro trascendental, que es condición de ellas. Frente a la continuidad del cambio, al carácter fluctuante de las vivencias que son ausencia y presencia, la permanencia y la identidad están en el yo puro trascendental.
Lo que importa resaltar aquí es la forma como llega Husserl a encontrar “el yo” en cada caso: siempre en medio de la búsqueda de un sustrato o soporte de propiedades. Analizando en primera persona ciertos contenidos mentales, lo que queda es un soporte a sustrato de tales contenidos. Se parte de un yo que piensa, que siente, que recuerda y que imagina. Ahora bien, ¿qué método nos ha brindado este resultado? El camino de la reflexión. Husserl ha seguido el método sugerido por Descartes.
De nuevo, como éste, ha partido de la primera persona y ha realizado el estudio del yo a partir o de la reflexión sobre sí mismo. Es una indagación a partir de la primera persona, del conocimiento privado o íntimo. “En la reflexión me vuelvo sobre el yo que percibe convirtiéndolo en objeto”[Ibíd., p. 169.] Se da una división del yo, en un yo que percibe, que piensa, y un yo objeto de la percepción interna.
En la argumentación de este filósofo se conservan los supuestos no sometidos a la discusión, que serán el objeto de la crítica de Heidegger, Wittgenstein y Ricoeur: el primer problema es la ubicación en la primera persona, el segundo, la conservación del prejuicio substancialista y el tercero la aceptación de la intuición y la reflexión, consideradas como autorreflexión sobre vivencias.
La crítica de estos tres filósofos supone la asunción de una nueva concepción sobre el hombre, y un gran valor de Danilo Cruz consiste en haber señalado el cambio para la teoría del hombre que significa la posición nueva defendida por Heidegger. “Por ello afirma el profesor Cruz Vélez decíamos al comienzo que el tema efectivo de la obra es el Dasein. Desde este punto de vista hay que considerarlo como una superación de la metafísica de la subjetividad, pues la tematización del hombre como Dasein lo que viene a superar primeramente es la idea del hombre como sujeto, la cual es el fundamento de dicha metafísica”[Ibíd., p. 190.]
Dasein y sujeto de la acción
Con el fin de evitar una presentación muy complicada del problema, conviene ubicar la crítica a esos supuestos en la discusión realizada por Ricoeur, quien nos llevará a las posiciones de Heidegger y de Wittgenstein. En primer lugar, cabe advertir que el mayor interés de la filosofía de Ricoeur se centra en el estudio del hombre. Su filosofía es en gran medida una Antropología filosófica en cuanto tiene por objetivo principal avanzar en la comprensión de sí del hombre, para lo cual se apoya en la empresa iniciada por Heidegger y en algunas indicaciones de Wittgenstein de gran importancia en la superación de la metafísica de la subjetividad.
Lo que hace Ricoeur, entonces, siguiendo a Heidegger, es superar la metafísica de la subjetividad, que, como hemos visto asimila el sujeto con el yo y con el hombre, desde Descartes. Ricoeur busca superar el estudio del hombre del ámbito en el cual se había instalado de Descartes a Husserl, a saber, la metafísica de la subjetividad. Se trata de superar la concepción del hombre que lo consideraba como substancia pensante y en la cual se pasaban por alto características y propiedades fundamentales.
Se trata de bajar al hombre del rango metafísico e idealista en que se asumía para su estudio, entre lo que cabe destacar la pérdida del carácter corporal, del carácter vivencial o vital y del carácter temporal. De manera muy resumida, sinteticemos las críticas realizadas por Ricoeur a ese modelo fundado en Descartes: En primer lugar el hombre no es una substancia pensante.
Con Heidegger, Ricoeur afirma que antes que seguir considerando al hombre como un sujeto que conoce y se enfrenta a un objeto por conocer, hay que llevarlo a su modo de ser más originario, en cuanto “ser en el mundo”. Para Ricoeur como para Heidegger el hombre es un ser vital, un existente, un ser en el que su manera de ser es “existir”. Ricoeur parte de las fórmulas que había propuesto Heidegger para analizar al hombre y que son tan bien expuestas por Danilo Cruz. Frente al sujeto moderno pensado como condición trascendental de conocimiento, Heidegger propone girar la pregunta hacia la relación del hombre con el ser, a la relación más originaria del hombre con el mundo; de modo que el que entra en relación no es un sujeto frente a un objeto sino el ser humano. El hombre es un Dasein, es una relación con el ser que se caracteriza por el comprender. El Dasein es existencia.
En segundo lugar, la crítica a la concepción del hombre como sujeto enfrentado a un objeto y como substancia pensante lleva consigo en Ricoeur una segunda objeción: la crítica a la teoría de Descartes y de Husserl de que el yo es lo primero que se conoce y cuyo conocimiento se realiza por intuición, es decir por un conocimiento inmediato, no mediado y por introspección o mediante la percepción de un objeto interior.
Ricoeur discute esas dos posiciones y afirma que el yo del hombre no es lo primero que se conoce sino lo más complejo por conocer; que el conocimiento del hombre es un proceso, es una interpretación a lo largo de su vida. A esa concepción cartesiano-husserliana, por tanto, Ricoeur le opone la idea de que el hombre se conoce de manera mediada a través de los símbolos, del lenguaje y de su objetivación a través de la cultura.
A partir de la idea de que el conocimiento de sí del hombre no es inmediato, Ricoeur lleva la crítica más lejos, pues considera que este conocimiento tampoco puede darse solamente por introspección y autorreflexión. Y en este aspecto acude a la crítica realizada por Wittgenstein al conocimiento y al lenguaje privados. Esta crítica está ligada en Wittgenstein a una crítica a la perspectiva egocéntrica de la que parte la filosofía moderna de Descartes y del empirismo inglés y que aparecen en la Filosofía Contemporánea en el positivismo lógico y la fenomenología[Cfr. Wittgenstein. Investigaciones filosóficas § 240 a 323.]
La perspectiva egocéntrica consiste en realizar el estudio del conocimiento, del mundo y del hombre a partir de la primera persona, del yo o del estudio del propio caso. “Este punto de vista filosófico fue inaugurado oficialmente por Descartes cuando, como resultado de la duda metódica, decidió filosofar partiendo de los datos que le eran accesibles desde la clausura del cogito, pero no es privativo del cartesianismo, ni siquiera de la tradición del racionalismo continental, sino que se encuentra también en los empirismos clásico y contemporáneo”[García Suárez, Alonso. La lógica de la experiencia. Madrid: Tecnos, 1976, p. 72.]
En la perspectiva egocéntrica el estudio de los problemas se lleva a cabo desde la primera persona, por lo que ha tenido como consecuencias la caída en el solipsismo y el escepticismo, por un lado, y en el conductismo, por el otro. La caída en el solipsismo y en el lenguaje privado se ha hecho evidente en la dificultad de Descartes para intentar de nuevo la recuperación del mundo y del propio cuerpo. Una vez se ha asumido la perspectiva egocéntrica todo en el mundo pasa a ser una construcción del sujeto. Esto también se ve claramente en la dificultad de un sector de la filosofía contemporánea para demostrar la existencia de las otras mentes, pregunta mediante la que pretenden plantear la existencia de los “otros hombres”.
Para Wittgenstein la existencia misma del lenguaje nos permite salir de esa postura. El lenguaje no es nunca privado, ni es posible un lenguaje completamente privado y limitado al sujeto que lo usa. El lenguaje es desde siempre, originariamente, público. El lenguaje es social, intersubjetivo y público. Las reglas del lenguaje, para que sean reglas, deben ser seguidas por más de un hombre, en más de una ocasión. El significado del lenguaje en ninguna ocasión es un objeto interior o privado. El significado lo establece el uso, de manera social; es en medio de la praxis social como se establecen y se aprenden los significados. La teoría del lenguaje privado surge, para el Wittgenstein de las investigaciones, en el equivocado modelo del nombre y del referente como su significado, que condujo a la substancialización y a la cosificación.
Con base en estos planteamientos Ricoeur hace un giro y realiza una propuesta nueva sobre lo que es el hombre como sujeto. Observemos que Ricoeur no quiere renunciar a la idea del hombre como sujeto, sino a la forma como se concibe desde la filosofía moderna, para lo cual inicia una redefinición y reconceptualización del término. Para hacerlo se apoya en lo que había afirmado: que el hombre se conoce a través de sus obras, del lenguaje y de sus acciones.
En este caso va a acudir al lenguaje y concretamente al lenguaje de la acción. Se había dicho que el sujeto era también en la gramática y en la filosofía medieval el sujeto de la oración, aquello de lo cual se predica en la oración. Pues bien, aquello de lo cual se habla son los seres del mundo, entre los cuales se encuentra un sujeto especial, que aparece en un tipo especial de oraciones, los enunciados de acción. El hombre es el sujeto agente del cual se habla en los enunciados referidos a las acciones, y es además, el que enuncia el enunciado. En las oraciones de primera persona como “te juró que te esperaré”, el sujeto es autorreferencial, dado que coincide con el sujeto locutor del enunciado, esto es, quien habla. En dos obras se refiere Ricoeur específicamente al hombre como sujeto, El discurso de la acción y Sí mismo como otro.
En El Discurso de la Acción realiza el análisis lingüístico del sujeto agente que se desprende de las frases de acción. El sujeto que de allí surge es un sujeto que realiza acciones de diverso rango de voluntariedad, motivadas por intencionalidades, causas o motivos; un agente que es responsable de sus acciones en cuanto puede tomar decisiones y cambiar el rumbo de los acontecimientos; una persona capaz de tomar decisiones y de actuar de acuerdo con ellas. Por otra parte, numerosas frases de acción descubren un sujeto que no sólo actúa libremente sobre el mundo de acuerdo con intenciones, sino también un sujeto que es paciente, que padece, en el sentido de que también sufre las determinaciones del mundo, lo que quiere decir que el sujeto es agente y paciente.
Ahora bien, ¿cuál es la conveniencia de iniciar el estudio del sujeto a partir del análisis lingüístico? El recurso al lenguaje saca al discurso filosófico de la fenomenología del tinte idealista que tenía, a partir de la intuición personal de esencias y de vivencias. El estudio se saca de la perspectiva egocéntrica y se ubica donde lo posicionó Wittgenstein, en el análisis del lenguaje como medio social intersubjetivo y público donde se arraigan y originan esas experiencias; el análisis lingüístico descubre que la persona de la enunciación es el sujeto agente de la acción.
Y la descripción fenomenológica descubre a la persona y el mundo de símbolos y significados en que habita ese sujeto. Un sujeto que es cuerpo, que es naturaleza pero que es también sociedad y cultura. Una persona que da sentido a la experiencia, a través del universo de símbolos. Esta forma de interpretar al hombre deja al descubierto el mundo social y cultural en que habita. Esto nos demuestra que las investigaciones y los aportes realizados por Danilo Cruz a la crítica de la Metafísica de la subjetividad llevada a cabo por Heidegger son plenamente acertadas y pertinentes, lo cual se percibe claramente por el desarrollo que ha tenido el problema a través de filósofos como Paul Ricoeur.

Conoce a cinco de los hombres más ricos de Centroamérica 2016

Conoce a cinco de los hombres más ricos de Centroamérica 2016
Forbes Centroamérica presentó la lista de los empresarios más ricos e importantes del área.
Empresarios centroamericanos destacan en la lista de los hombres más ricos, según Forbes. / Foto Por ShutterStock

Por elsalvador.com

May 02, 2017- 05:30

Según la Revista Forbes, durante 2016, la riqueza y las inversiones de los hombres más prominentes de Centroamérica se caracterizaron por la búsqueda de nuevos mercados para diversificar sus respectivos nichos de negocio, fue un año muy activo en ese sentido, lo que refleja la visión y la pericia de los cinco hombres que conforman es listado de empresarios este año.

Los millonarios centroamericanos se reinventaron, pese a la situación económica y política de sus países, logrando ganancias, ya que buscaron nuevos horizontes en diferentes industrias o seguir expandiéndose en sus rubros.

Mario López Estrada

Nació en 1938 y estudió Ingeniería Civil en la Universidad pública de Guatemala. Según un análisis financiero del portal de Internet ¨bloomberg¨ en el periodo de 1986 a 1991, se desempeñó como Ministro de Comunicaciones, Infraestructura y Vivienda.

En 1983 incursionó en el agresivo negocio de la telecomunicación en el año de 1993, desde entonces ha logrado colocar a la empresa Tigo Guatemala, como la empresa de telecomunicaciones número uno en ese país. El empresario ha trabajado en la industria de la construcción, telecomunicaciones y energías renovables.

Hoy día compite por el control de las telecomunicaciones en Guatemala nada menos que con Carlos Slim Helu, el segundo hombre más rico del mundo. Actualmente ocupa el cargo de presidente de Telefónica Tigo Guatemala.

Posee activos de 1,000 millones de dólares y estima que sus ingresos son de 2,555 millones de dólares. Opera en Centroamérica, Paraguay y Bolivia.

Ricardo Poma

El empresario salvadoreño Ricardo Poma es presidente del Grupo Poma. Posee activos totales por el orden de los 1,400 millones de dólares. Tiene operaciones en Estados Unidos, Colombia, Centroamérica y República Dominicana.

Dentro de su conglomerado, Grupo Poma cuenta con cuatro divisiones: el Grupo Roble, que opera centros comerciales en Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, y ha edificado 60,000 viviendas; Excel Automotriz; y Real Hotels & Resorts, que opera 28 hoteles en Centroamérica, Estados Unidos, México, Panamá, República Dominicana y Colombia.

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También es propietario de Grupo Solaire, unidad industrial que produce implementos para el sector de la construcción. Según la revista Forbes, el grupo está incursionando en el negocio de la eficiencia energética y el desarrollo de proyectos de energía renovable.

Roberto Kriete

Es cofundador de Avianca Holdings y presidente de Grupo Kriete. Aunque no hay una cifra actualizada de sus activos totales, el reporte financiero de Avianca Holdings a 2016 indica que llegan casi a unos $6,590 mil millones.

Según el portal de Avianca, Kriete es fundador y miembro del Consejo Directivo de la línea aérea Volaris, de México; Presidente de la Junta Directiva de Avianca Taca y Presidente de la Asociación Latinoamericana de Líneas Aéreas (Alta).

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La Compañía de Inversiones del Grupo Kriete, la cual preside, realiza inversiones locales e internacionales en bienes raíces, agroindustria, hotelería, capital de riesgo y acciones de capital privado.

Kriete tiene una maestría en Administración de Empresas, por el Boston College, Massachussets; y una licenciatura en Economía, por la University of Santa Clara, de Santa Clara, California, Estados Unidos.

Carlos Pellas

El nicaragüense Carlos Pellas es presidente de Grupo Pellas, Según Forbes, sus activos totales a 2015 suman los $1,100 millones.

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El conglomerado económico aglutina 25 empresas, entre éstas: Flor de Caña, SER, Casa Pellas, BAC Florida Bank, E. Chamorro, CEM JWT, División Internacional, GBM, Seguros América, Alpesa, GID Américas, Hospital Metropolitano Vivian Pellas, VOS TV, Coinca, Comunicaciones Inalámbricas de Centroamérica, Pellas Development Group, Guacalito de la Isla, Nicaragua’s Emerald Coast, Mukul, Beach, Golf & Spa; Santa María, Golf & Country club, Zona Deportiva, Frutan Nicaragua, Distribuidora Istmania, Centro Plaza Occidente, Distribuidora Salvadoreña y Grupo Pellas-Motta.

Con presencia en Estados Unidos, Centroamérica y el Caribe, se estima que Grupo Pellas tiene ventas por $1,500 millones anuales, que representan el 13% del PIB nicaragüense . Se estima que el Grupo Pellas da empleo a 23,000 personas en Centroamérica (dato a 2016).

Stanley Motta

Stanley Motta es el presidente del Grupo Assa, Motta International y Copa Holdings. En 2016 el empresario posee activos totales: 6,134 millones de dólares. El dato de este año aún no está disponible. Según datos de Forbes, solamente Copa holding factura: 2,721 millones de dólares.

La fortuna de Motta proviene de sus inversiones en tiendas libres de impuesto, las aerolíneas, las comunicaciones, los puertos y la banca. Desde 1990, el presidente del grupo ha impulsado Attenza, la cadena de duty free con presencia en veinte aeropuertos latinoamericanos donde distribuye productos de cosmética, perfumería, relojería y accesorios de marcas como Carolina Herrera, Bulgari, Calvin Klein y Clinique, entre otras.

Fue el negocio de las tiendas tiendas libres el que llevó a Motta a la industria de la aviación, específicamente a Copa Airlines, una aerolínea de la cual es socio mayoritario. La historia de la riqueza de la familia Motta comienza en 1950 cuando el panameño Alberto Motta puso en marcha el primer comercio en la Zona Libre de Colón (ZLC), que empezó con la distribución de licores y periódicos.

Y sí, las izquierdas han colapsado

Y sí, las izquierdas han colapsado
Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
06/10/2016

El discurso del FMLN contiene una interpretación peregrina de las dificultades institucionales experimentadas por su Gobierno; en particular, las causadas por las sentencias de la Sala de lo Constitucional. Para el FMLN, esas sentencias serían el origen de todos sus problemas. Según esa interpretación, que el presidente expuso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, todo obedecería a una conspiración de la derecha para arrebatarle el poder, tal como lo hizo en Brasil y pretende hacerlo en Venezuela. La explicación es absurda, porque pasa por alto la diferente realidad de los tres países. Más bien, refleja la desesperación de un Gobierno atrapado en su propia maraña política y con cierta debilidad por la teoría conspirativa, resabio de las épocas de clandestinidad guerrillera.

Únicamente en el caso de Brasil se puede hablar de una conspiración de la derecha y solo hasta cierto punto, porque el Gobierno de Rousseff favoreció su desarrollo con su ineptitud y exceso de confianza. La presidenta no observó el techo del déficit público, impuesto por la legislación, y maquilló las cuentas nacionales para disimularlo. Tampoco escuchó a sus asesores, que le advirtieron que arriesgaba demasiado. Además, el principal beneficiario de su destitución resulta ser su antiguo aliado político, el vicepresidente ahora presidente, sin quien difícilmente hubiera ganado la elección presidencial. Uno de los cabecillas de la destitución de Rousseff también ha perdido su cargo, acusado de corrupción. Más aún, no sería extraño que incluso el presidente actual sea depuesto por el mismo delito. Todos ellos están vinculados al escándalo de corrupción de la principal empresa estatal, dedicada a la explotación del petróleo. Una clica de corruptos, tal como gusta decir nuestro Fiscal General de la República.

La situación de Venezuela es diferente a la de Brasil y El Salvador, aunque los tres países tienen en común una rampante corrupción institucional. Pero hasta ahí las coincidencias, porque en Brasil caen grandes empresarios, altos cargos públicos y figuras políticas. Eso no ocurre en Venezuela ni en El Salvador. El experimento socialista bolivariano fue viable mientras la explotación del petróleo venezolano fue rentable. La drástica caída del precio internacional, la mala administración y la dilapidación de la principal riqueza nacional socavaron el fundamento del socialismo. En un esfuerzo desesperado, el Gobierno venezolano reemplazó a los agentes de la actividad económica con funcionarios y generales, y la situación, en lugar de mejorar, ha empeorado y empeorará más. Sin fundamento económico y cada vez con menos respaldo popular, la cúpula gobernante se aferra al poder para no ir a parar a la cárcel.

En cualquier caso, el fracaso de las izquierdas latinoamericanas es evidente. Pero quizás no por conspiración de la derecha, sino porque su modelo ha colapsado. No solo el llamado socialismo real colapsó, sino que también lo ha hecho el modelo socialdemócrata. El comunismo hizo implosión víctima de su propia inconsistencia. Su fracaso muestra que cuando el Estado reemplaza a los otros agentes sociales y económicos —aun cuando lo haga con la mejor buena intención, pues piensa que los objetivos de estos agentes son interesados y que solo él vela por el bien común—, generaliza la ineficiencia y empeora la situación, que se vuelve más invivible que aquella que pretendía revertir. Los partidos socialdemócratas —que consiguieron una simbiosis entre el trabajo y el capital, e institucionalizaron una cierta cohesión social, logros muy apreciables— han sucumbido al consumismo y a la corrupción. En la actualidad, se limitan a proponer y a gestionar algunas medidas compensatorias, nada desdeñables por cierto, dada la pobreza y la desigualdad predominantes; pero no se atreven, ni saben cómo, erradicar el origen de esos males sociales.

Cabe, pues, preguntarse si el fracaso de las izquierdas no se debe a que hace tiempo perdieron la capacidad para imaginar alternativas, para desearlas, para proponerlas convincentemente e impulsarlas concienzudamente. La facilidad con la que se han acomodado al orden establecido, cuyas ventajas disfrutan sin escrúpulo, tal como lo hacen los políticos de la derecha, muestra con claridad que han perdido esa capacidad. Desde esa posición, es imposible imaginar alternativas e impulsarlas, porque pondrían en peligro su vida regalada en el orden establecido por la derecha. En la práctica, no desde la teoría y el discurso retórico, es difícil distinguir al político de izquierdas del de derecha. La aceptación de ese orden, o la resignación ante lo aparentemente inexorable, aun cuando experimenten su injusticia e incluso les duela sinceramente, ha hecho de las izquierdas la izquierda de la extrema derecha. Ni siquiera llegan al centro.

Ante la crisis de Venezuela la izquierda carece de crítica

Edgardo Lander: Ante la crisis de Venezuela la izquierda carece de crítica

Publicado en 1 abril, 2017
Entrevista al sociólogo venezolano Edgardo Lander.

Edgardo Lander no es sólo un académico, profesor titular de la Universidad Central de Venezuela e investigador asociado del Transnational Institute. Es una persona vinculada desde hace años a los movimientos sociales y a la izquierda en su país. Desde ese lugar, afirma que el apoyo incondicional de las izquierdas de la región al chavismo reforzó las tendencias negativas del proceso. Sostiene que las izquierdas a nivel global no han tenido “capacidad de aprender”, que terminan respaldando un “gobierno de mafias” como el de Nicaragua, y que cuando “colapse el modelo venezolano” es posible que simplemente “miren para otro lado”.
–Hace tres años caracterizaste la situación en Venezuela como la “implosión del modelo petrolero rentista”. ¿Ese diagnóstico sigue vigente?
-Lamentablemente, los problemas que pueden caracterizarse como asociados al agotamiento del modelo petrolero rentista se han acentuado. El hecho de que Venezuela ha tenido 100 años de industria petrolera y de estadocentrismo girando en torno a cómo se reparte la renta ha conformado no sólo un modelo de Estado y de partido, sino también una cultura política e imaginarios colectivos de Venezuela como un país rico, de abundancia, y la noción de que la acción política consiste en organizarse para pedirle al Estado.
Esa es la lógica permanente. En el proceso bolivariano, a pesar de muchos discursos que aparentaban ir en la dirección contraria, lo que se hizo fue acentuar esto. Desde el punto de vista económico se acentuó esta modalidad colonial de inserción en la organización internacional del trabajo. El colapso de los precios del petróleo simplemente desnudó una

cosa que era evidente, cuando uno depende de un commodity cuyos precios necesariamente fluctúan.
–Las críticas a la situación de la democracia en Venezuela se han acentuado tras la asunción de Nicolás Maduro. ¿Por qué es así? ¿Cómo se compara con la situación bajo el gobierno de Hugo Chávez?
-Primero hay que tomar en cuenta qué fue lo que pasó en el tránsito de Chávez a Maduro. Yo soy de la opinión de que la mayoría de los problemas con los que nos encontramos hoy son problemas que venían acumulándose con Chávez. Los análisis de parte de la izquierda venezolana que reivindican la época de Chávez como la época de gloria, en la que todo funcionaba bien y de repente aparece Maduro como un incompetente o un traidor, son explicaciones demasiado maniqueas y que no permiten desentrañar cuáles son las lógicas más estructurales que llevan a la crisis actual.
El proceso venezolano, por decirlo muy esquemáticamente, siempre estuvo sustentado sobre dos pilares fundamentales: por un lado, la capacidad extraordinaria de Chávez de comunicar y de liderazgo, que generó una fuerza social; por otro lado, precios del petróleo que llegaron en algunos años a más de 100 dólares el barril.
En forma casi simultánea, en 2013, estos dos pilares colapsaron: murió Chávez y los precios del petróleo se vinieron abajo. Y el emperador quedó desnudo. Quedó claro que esto tenía un alto grado de fragilidad, por depender de cosas de las cuales no se podía seguir dependiendo. Además, hay diferencias muy importantes entre el liderazgo de Chávez y el de Maduro.
Chávez era un líder con capacidad de dar orientación y sentido, pero también tenía un extraordinario liderazgo dentro del gobierno bolivariano como tal, de manera que cuando él decidía algo, esa era la decisión. Eso genera falta de debates y muchos errores, pero genera también una acción unitaria, direccionada. Maduro no tiene esa capacidad, nunca la ha tenido, y

ahora en el gobierno cada quien jala por su lado. Por otra parte, durante el gobierno de Maduro ha habido un incremento de la militarización, quizá porque Maduro no viene del mundo militar, entonces para garantizar el apoyo de las Fuerzas Armadas tiene que incorporar a más integrantes de las Fuerzas Armadas y darles más privilegios.
Se han creado empresas militares, actualmente la tercera parte de los ministros y la mitad de los gobernadores son militares, y están en lugares muy críticos de la gestión pública, donde ha habido mayores niveles de corrupción: la asignación de divisas, los puertos, la distribución de alimentos. El hecho de que estén en manos de militares hace más difícil que sean actividades transparentes, que la sociedad sepa qué es lo que está pasando.
–¿Qué sucedió con los procesos de participación social que promovieron los gobiernos bolivarianos?
-Hoy en Venezuela hay una desarticulación del tejido de la sociedad. Después de una experiencia extraordinariamente rica de organización social, de organización de base, de movimientos en relación a la salud, a las telecomunicaciones, a la tenencia de la tierra urbana, a la alfabetización, que involucró a millones de personas y generó una cultura de confianza, de solidaridad, de tener la capacidad de incidir sobre el propio futuro, uno suponía que en momentos de crisis habría capacidad colectiva de responder, y resulta que no.
Por supuesto, hablo en términos muy gruesos, hay lugares donde hay mayor capacidad de autonomía y autogobierno. Pero en términos generales se puede decir que la reacción que se vive hoy es más en términos competitivos, individualistas. De todos modos, creo que quedó una reserva que en algún momento puede salir a flote.
–¿Por qué no pudo mantenerse esa corriente de participación y organización?

-El proceso estuvo atravesado desde el principio por una contradicción muy seria, que es la contradicción entre entender la organización de base como procesos de autogestión y de autonomía, de construcción de tejido social de abajo hacia arriba, y el hecho de que la mayor parte de estas organizaciones fueron producto de políticas públicas, de promoción desde arriba, desde el Estado.
Y esa contradicción se jugó de manera diferente en cada experiencia. Donde había experiencia organizativa previa, donde había dirigentes comunales, había una capacidad de confrontar al Estado; no para rechazarlo, sino para negociar. Además, a partir de 2005 hay una transición del proceso bolivariano desde algo muy abierto, desde un proceso de búsqueda de un modelo de sociedad diferente al soviético y al capitalismo liberal, a tomar ya la decisión de que el modelo es socialista, y a una interpretación del socialismo como estatismo.
Hubo mucha influencia político-ideológica cubana en esta conversión. Entonces estas organizaciones ya empiezan a ser pensadas en términos de instrumentos dirigidos desde arriba, y empieza a consolidarse una cultura estalinista en relación a la organización popular. Y eso le ha dado obviamente mucha precariedad.
–¿Cómo es la situación de la democracia en términos liberales?
-Obviamente es mucho más grave [durante el gobierno de Maduro], y es más grave porque es un gobierno que ha perdido muchísima legitimidad y que tiene niveles crecientes de rechazo por parte de la población. Y la oposición ha avanzado significativamente.
El gobierno tenía hegemonía de todos los poderes públicos hasta que perdió aparatosamente las elecciones (parlamentarias) en diciembre de 2015. Y a partir de allí empezó a responder en términos crecientemente autoritarios. En primer lugar, desconoció la Asamblea, primero desconociendo los resultados de un Estado que le quitaba la mayoría calificada a la oposición en la Asamblea, con razones absolutamente tiradas

de los cabellos. Posteriormente, ha habido un franco desconocimiento de la Asamblea como tal, que desde el punto de vista del gobierno no existe, es ilegítima.
Y es tan así que hace unos meses era necesario renovar los integrantes del Consejo Nacional Electoral [CNE], y entonces la Corte desconoció a la Asamblea y nombró a los integrantes del CNE, que por supuesto son todos chavistas. Maduro tenía que presentar a comienzos de año una memoria de gestión del año anterior, y como no reconocen a la Asamblea, la memoria se presentó ante la Corte.
Lo mismo sucedió con el presupuesto. Teníamos un referéndum revocatorio para el cual se habían cumplido todos los pasos. Debía hacerse en noviembre del año pasado y el CNE resolvió posponerlo, y eso significó matarlo: simplemente ahora no hay referéndum revocatorio. Era constitucionalmente obligatoria la elección de gobernadores en diciembre del año pasado, y simplemente la pospusieron indefinidamente.
Entonces estamos en una situación en la que hay una concentración total de poder en el Ejecutivo, no hay Asamblea legislativa, Maduro tiene ya más de un año gobernando por decreto de emergencia autorrenovado, cuando debe ser ratificado por la Asamblea. Estamos muy lejos de algo que pueda llamarse práctica democrática. En ese contexto, la respuestas que se dan son cada vez más violentas, de los medios y de la oposición, y la reacción del gobierno, ya incapacitado de hacer otra cosa, es la represión de las manifestaciones, los presos políticos. Se utilizan todos los instrumentos del poder en función de preservarse en el poder.
–¿Qué consecuencias tiene esta situación a largo plazo?
-Yo diría que hay tres cosas que son extraordinariamente preocupantes de las consecuencias de todo esto a mediano y largo plazo. En primer lugar, hay una destrucción del tejido productivo de la sociedad y va a tomar muchísimo tiempo recuperarlo. Recientemente hubo un decreto presidencial de apertura de 112.000 kilómetros cuadrados a la minería transnacional a gran escala en un territorio donde están los hábitats de diez pueblos indígenas, donde están las mayores fuentes de agua del país, en la selva amazónica.

En segundo lugar está el tema de cómo la profundidad de esta crisis está desintegrando el tejido de la sociedad, y hoy como sociedad se está peor de lo que se estuvo antes del gobierno de Chávez; esto es algo muy duro de decir, pero efectivamente es lo que se vive en el país. En tercer lugar, cómo se han revertido las condiciones de vida en términos de salud y de alimentación.

El gobierno dejó de publicar estadísticas oficiales y hay que confiar en estadísticas de las cámaras empresariales y de algunas universidades, pero estas indican que hay una pérdida sistemática de peso de la población venezolana, algunos cálculos dicen que es de seis kilos por persona. Y eso, por supuesto, tiene consecuencias en desnutrición infantil y tiene efectos a largo plazo. Por último, esto tiene extraordinarias consecuencias en relación a la posibilidad de cualquier imaginario de cambio. La noción de socialismo, de alternativas, está descartada en Venezuela. Se ha instalado la noción de que lo público es necesariamente ineficiente y corrupto. Es un fracaso.
–¿Cómo ves las reacciones de los partidos de izquierda a nivel global, y especialmente en América Latina, respecto de Venezuela?

-Creo que uno de los problemas que ha arrastrado históricamente la izquierda es la extraordinaria dificultad que hemos tenido como izquierda de aprender de la experiencia. Para aprender de la experiencia es absolutamente necesario reflexionar críticamente sobre qué pasa y por qué pasa. Por supuesto, sabemos toda la historia de lo que fue la complicidad de los partidos comunistas del mundo con los horrores del estalinismo, y no por falta de información.
No fue que se enteraron después de los crímenes de [Iósif] Stalin, sino que hubo una complicidad que tiene que ver con ese criterio de que como uno

es antiimperialista y es un enfrentamiento contra el imperio, vamos a hacernos los locos con que se mató tanta gente, vamos a no hablar de eso.
Creo que esa forma de entender la solidaridad como solidaridad incondicional, porque hay un discurso de izquierda o porque haya posturas antiimperialistas, o porque geopolíticamente se expresen contradicciones con los sectores dominantes en el sistema global, lleva a no indagar críticamente sobre cuáles son los procesos que están ocurriendo. Entonces se genera una solidaridad ciega, no crítica, que no solamente tiene la consecuencia de que yo no fui a criticar lo otro, sino que tiene la consecuencia de que activamente se está celebrando muchas de las cosas que terminan siendo extraordinariamente negativas.
El llamado hiperliderazgo de Chávez era algo que estaba allí desde el principio. O el modelo productivo extractivista. Lo que hoy conoce la izquierda en su propia cultura sobre las consecuencias de eso estaba ahí. Entonces, ¿cómo no abrir un debate sobre esas cosas, de manera de pensar críticamente y aportar propuestas? No que la izquierda europea venga a decirles a los venezolanos cómo tienen que dirigir la revolución, pero tampoco esta celebración acrítica, justificativa de cualquier cosa.
Entonces, los presos políticos no son presos políticos, el deterioro de la economía es producto de la guerra económica y de la acción de la derecha internacional. Eso es cierto, está ahí, pero obviamente no es suficiente para explicar la profundidad de la crisis que estamos viviendo.
La izquierda latinoamericana tiene una responsabilidad histórica en relación, por ejemplo, a la situación de Cuba hoy, porque durante muchos años asumió que mientras estuviese el bloqueo de Cuba no se podía criticar a Cuba, pero no criticar a Cuba quería decir no tener la posibilidad de reflexionar críticamente sobre cuál es el proceso que está viviendo la sociedad cubana y cuáles son las posibilidades de diálogo con la sociedad cubana en términos de opciones de salida.

Para una gran proporción de la población cubana, el hecho de que se estaba en una especie de callejón sin salida era bastante obvio a nivel individual, pero el gobierno cubano no permitía expresar eso y la izquierda latinoamericana se desentendió, no aportó nada, sino simplemente solidaridad incondicional.
El caso más extremo es pretender que el gobierno de Nicaragua es un gobierno revolucionario y parte de los aliados, cuando es un gobierno de mafias, absolutamente corrupto, que desde el punto de vista de los derechos de las mujeres es de los regímenes más opresivos que existen en América Latina, en una alianza total con sectores corruptos de la burguesía, con el alto mando de la iglesia católica, que antes era uno de los grandes enemigos de la revolución nicaragüense.
¿Qué pasa con eso? Que se refuerzan tendencias negativas que hubiera sido posible visibilizar. Pero además, no aprendemos. Si entendemos la lucha por la transformación anticapitalista no como una lucha que pasa allá y vamos a ser solidarios con lo que ellos hacen, sino como una lucha de todos, entonces lo que tú haces mal allá nos está afectando a nosotros también, y también tengo responsabilidad de señalarlo y de aprender de esa experiencia para no repetir lo mismo. Pero no tenemos capacidad de aprender, porque de repente, cuando termine de colapsar el modelo venezolano, vamos a mirar para otra parte. Y eso, como solidaridad, como internacionalismo, como responsabilidad político-intelectual, es desastroso.
–¿Por qué la izquierda adopta estas actitudes?
-Tiene que ver, en parte, con que no hemos terminado de descargar al pensamiento de izquierda de unas concepciones demasiado unidimensionales de qué es lo que está en juego. Si lo que está en juego es el contenido de clase y el antiimperialismo, juzgamos de una manera.
Pero si pensamos que la transformación hoy pasa por eso, pero también por una perspectiva crítica feminista, por otras formas de relación con la

naturaleza, por pensar que el tema de la democracia no es descartar la democracia burguesa, sino profundizar la democracia; si pensamos que la transformación es multidimensional porque la dominación también es multidimensional, ¿por qué este apoyo acrítico a los gobiernos de izquierda coloca los derechos de los pueblos indígenas en un segundo plano, coloca la devastación ambiental en un segundo plano, coloca la reproducción del patriarcado en un segundo plano?
Entonces termina juzgando desde una historia muy monolítica de lo que se supone que es la transformación anticapitalista, que no da cuenta del mundo actual. Y obviamente, ¿de qué nos sirve liberarnos del imperialismo yanqui si establecemos una relación idéntica con China? Hay un problema político, teórico e ideológico, y quizá generacional, de personas para las que esta era su última apuesta por lograr una sociedad alternativa, y se resisten a aceptar que fracasó.
https://redfilosoficadeluruguay.wordpress.com/2017/04/01/edgardo-lander-ante-la-crisis-de-venezuela-la-izquierda-carece-de-critica/

Hegemonic transitions and cultural change

Hegemonic transitions and cultural change: The making and unmaking of hegemonic modernity in the modern world system

Steven Marc Sherman
PhD Dissertation State University of New York at Binghamton 325 (1999)

The meaning of contemporary cultural change has been the source of considerable debate. The ‘Americanization’ of the world and the emergence of Postmodern forms of thought and cultural production have been interpreted as signs variously of limitless American political strength, Japanese/East Asian weakness and a profound epistemological break with enlightenment forms of thinking. This project attempts to situate these phenomena historically by comparing them to similar phenomena in the past.

Three periods are investigated. In the first, 1500-1650, Italian culture dominates the imagery, texts, and habits of the elites of Europe. Yet Italy had by 1500 become politically subordinate to Spain and France.

“The European Renaissance”, constituted by a scattered, transnational intellectual community, uncovered diverse approaches to the study of the world. Yet its dreams of a new age of enlightened investigation were smashed by the onset of the thirty years war. By 1650, the Dutch Republic had emerged as the greatest power in Europe. Yet its major cultural production, genre painting, was distinct from the Italian dominated trend.

The Dutch Republic also provided the context for Descartes, whose attempt to abstract and rise above empirical knowledge marked a break with the diverse, often hermeneutic approaches of the Renaissance.

In the next period, 1650-1820, France emerged as the center of elite culture in Europe. While France was not entirely eclipsed as a great power, its declining military fortunes stood in inverse relation to its ascending popularity. Exiled, dispersed Huguenots led the way to the creation of a new transnational community, searching for economic, political and religious enlightenment through unhindered investigative daring and the cultivation of the ‘republic of letters’. Yet they too, were eclipsed by the period of wars and revolutions beginning in 1789.

The ascending power, the United Kingdom, was most distinguished by its production of novels, which, like Dutch painting, were not widely regarded as serious culture. After the period of wars, as it attained hegemony, the British substituted of economic liberalization for political liberation and the advocacy of family, tradition, and religion as bulwarks against excessively rapid change.
In the final period, 1848-1950, Britain enjoyed considerable cultural popularity, although perhaps not as great as France or Italy. Nevertheless, the belle epoque it presided over ended abruptly in 1914, and upper-middle class, nineteenth century culture was rapidly eclipsed thereafter.

A new transnational community, led by the diasporic community of secular Jews, produced modernist ways of thought which pulled all elements of social life into the reign of science as well as producing unprecedented explorations of subjective life. Alliances between modernists and state leaders were short lived, however, as populist forms of culture proved more valuable in assuring the consent of the governed.

The rising power, the US, was most notable for producing the cinema, again ignored in ‘serious’ intellectual circles. On its ascension, the US circumscribed modernism by narrowing the subjective to the purely internal and detaching social science from history. In the conclusion, this history is employed to cast doubt on the ideas suggested in the introduction that the Americanization of the world indicates US political/military strength and that the emergence of postmodernism indicates a linear progression towards a new epistemology.

Un análisis histórico-económico clásico de la actual crisis (2009)

Un análisis histórico-económico clásico de la actual crisis. Entrevista con Robert Brenner
22/02/2009
Seongjin Jeong entrevistó para el diario coreano Hankyoreh (22 de enero 2009) a nuestro amigo y miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO Robert Brenner, que nos hizo llegar el original inglés del texto. Quien ha hecho en los últimos 10 años los análisis histórico-económicos acaso más profundos y premonitorios sobre la naturaleza de la vida económica capitalista mundial del final del siglo XX, se confirma aquí como uno de los más lúcidos y penetrantes analistas del presente. SP.
La mayoría de analistas califican la presente crisis como crisis financiera. ¿Está usted de acuerdo con esta denominación?

Es comprensible que los analistas de la crisis hayan situado el punto de partida en la banca y el mercado de valores. Pero el problema es que no han ido más allá. Empezando por el propio secretario del Tesoro, Paulson, y el presidente de la Reserva Federal, Bernanke, han sostenido que la crisis puede explicarse en simples términos de problemas en el sector financiero.
Al mismo tiempo, aseveran que la economía real subyacente es fuerte, que los llamados fundamentos están en forma. La desorientación no podría ser mayor. El principal origen de la crisis actual está en el declive del dinamismo de las economías avanzadas desde 1973 y, especialmente, desde 2000. El crecimiento económico en los EEUU, Europa occidental y Japón se ha deteriorado seriamente en cada ciclo en términos de indicadores macroeconómicos muy estándar: PIB, inversión, salarios reales, etc. Aún más, el ciclo económico recién acabado, desde 2001 hasta 2007, ha sido, con mucho, el más endeble desde el período de posguerra, y ello a pesar del mayor estímulo económico público de la historia de los EEUU en tiempo de paz.

¿Cómo explicaría el debilitamiento a largo plazo de la economía real desde 1973, lo que usted llama la larga caída?
Lo que lo explica es sobre todo un declive profundo y duradero de la tasa de rendimiento en inversión de capital desde finales de los sesenta. La incapacidad de recuperar la tasa de beneficio es lo más destacable a la vista de la enorme caída de los salarios reales durante el período. La causa principal, aunque no la única, del declive de la tasa de beneficio ha sido una tendencia persistente a la sobrecapacidad en las industrias manufactureras mundiales. Lo que ha ocurrido es que nuevos poderes industriales fueron ingresando, uno tras otro, al mercado mundial: Alemania y Japón, los nuevos países industrializados del noreste asiático, los tigres del sureste asiático y, finalmente, el Leviatán chino.
Esas economías de desarrollo tardío producían los mismos bienes que ya producían las economías más tempranamente desarrolladas, pero más baratos. El resultado ha sido un exceso de oferta en relación con la demanda en una industria tras otra, y eso ha implicado precios y, por lo mismo, beneficios bajos. Las empresas que han sufrido reducción de beneficios, además, no han abandonado dócilmente sus industrias. Han intentado conservar su lugar recurriendo a la capacidad de innovación, aumentando la inversión en nuevas tecnologías.
Huelga decir que eso no ha hecho más que empeorar la sobrecapacidad. A causa de la caída de su tasa de rendimiento, los capitalistas obtenían plusvalías cada vez menores de sus inversiones. De ahí que no tuvieran más opción que aminorar el crecimiento en maquinaria, equipo y empleo; y, al tiempo, a fin de restaurar la rentabilidad, contener las indemnizaciones por desempleo, mientras los gobiernos reducían el gasto social. Pero la consecuencia de todos estos recortes de gasto ha sido un problema de demanda agregada a largo plazo. La persistente endeblez de la demanda agregada ha sido el origen inmediato de la endeblez a largo plazo de la economía.
La crisis, en realidad, ha sido provocada por el estallido de la histórica burbuja inmobiliaria, que se ha estado inflando durante toda la década. ¿Cómo juzga su importancia?
La burbuja inmobiliaria debe entenderse en relación con la sucesión de burbujas de precios de activos que ha sufrido la economía desde mediados de los noventa y, especialmente, con el papel de la Reserva Federal estadounidense en alimentar dichas burbujas. Desde el principio de la larga caída, las autoridades económicas públicas han intentado capear el problema de una demanda insuficiente incentivando el aumento del préstamo, tanto público como privado. De entrada, recurrieron al déficit presupuestario, evitando así recesiones verdaderamente profundas. Pero, con el tiempo, los gobiernos conseguían inducir cada vez menos crecimiento económico de lo que tomaban a préstamo.
En efecto, a fin de conjurar el tipo de profundas crisis que han acosado históricamente al sistema capitalista, han tenido que aceptar la tendencia hacia el estancamiento. Durante los primeros noventa, los gobiernos en los EEUU y Europa, encabezados por la administración Clinton, intentaron célebremente romper su adicción al endeudamiento, poniendo todos proa de consuno hacia el territorio de los presupuestos equilibrados. La idea era dejar que el mercado libre gobernara la economía. Pero, como aún no se había recuperado la rentabilidad, la reducción de los déficits asestó un duro golpe a la demanda y contribuyó a producir, entre 1991 y 1995, la peor de las recesiones y el más bajo crecimiento de la era de posguerra.
Para lograr que la economía volviera a una senda de crecimiento, las autoridades estadounidenses acabaron adoptando un enfoque aplicado por primera vez en el Japón de fines de los ochenta. Mediante la imposición de tipos de interés bajos, la Reserva Federal facilitaba el préstamo al tiempo que incentivaba la inversión en activos financieros. Al dispararse los precios de los activos, las empresas y familias obtendrían enormes aumentos de riqueza, al menos sobre el papel. Estarían, por tanto, en condiciones de tomar préstamos a una escala titánica, de incrementar infinitamente la inversión y el consumo y, así, conducir la economía.
El déficit privado, pues, vino a substituir al déficit público. Lo que podría llamarse keynesianismo de precios de activos sustituyó al keynesianismo tradicional. Por tanto, durante la última docena de años hemos asistido a un extraordinario espectáculo en la economía mundial, y es que la continuación de la acumulación de capital ha dependido literalmente de unas oleadas de especulación de dimensiones históricas cuidadosamente alimentadas y racionalizadas por los diseñadores ─y reguladores─ de las políticas públicas: primero, la burbuja del mercado de valores de finales de los noventa, y después, las burbujas de los mercados inmobiliario y crediticio de los primeros años 2000.
Usted fue profético al prever la actual crisis, así como la recesión de 2001. ¿Cuál es su perspectiva respecto a la economía mundial? ¿Empeorará o se recuperará antes del final de 2009? ¿Espera que la actual crisis sea tan severa como la gran depresión?
La crisis actual es más seria que la peor de las recesiones previas del período de posguerra, la que se dio entre 1979 y 1982, y es concebible que rivalice con la Gran Depresión, a pesar de que no hay modo de saberlo realmente. Quienes se dedican a la realización de pronósticos económicos subestimaron su virulencia porque sobreestimaron la solidez de la economía real, sin comprender hasta qué punto dependía ésta de una acumulación de deuda fundada en las burbujas de los precios de los activos.
En los EEUU, el crecimiento del PIB durante el reciente ciclo económico de 2001-07 ha sido, con mucho, el más bajo de la época de posguerra. No ha aumentado el empleo en el sector privado. El incremento de maquinaria y equipo ha sido cerca de un tercio más bajo que el de la posguerra. Los salarios reales se han mantenido prácticamente estancados. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, no se han registrados aumentos en el ingreso medio familiar. El crecimiento económico ha ido a parar íntegramente al consumo personal y a la inversión en residencia, lo que ha sido posible por el crédito fácil y el aumento de los precios de la vivienda. El resultado económico ha sido esta endeblez, aun a pesar del enorme estímulo de la burbuja inmobiliaria y de los enormes déficits federales de la administración Bush. La vivienda por sí sola sumó casi un tercio del crecimiento del PIB y cerca de la mitad del aumento del empleo entre 2001 y 2005. Era, por tanto, esperable que cuando reventara la burbuja inmobiliaria, cayeran el consumo y la inversión en residencia y se hundiera la economía.
Muchos sostienen que la actual es una típica “crisis Minsky”, no una crisis marxiana, aduciendo que la explosión de la burbuja financiera especulativa ha jugado un papel central en ella. ¿Cómo les respondería?
Es ocioso contraponer así los aspectos reales y financieros de la crisis. Como he resaltado, es una crisis marxiana: hunde sus raíces en una caída a largo plazo de la tasa de beneficio y en la incapacidad de recuperación de la misma, lo que está en el origen principal de la disminución de la acumulación de capital hasta ahora. En 2001, la tasa de beneficio de las empresas no financieras fue la menor del período de posguerra, con la excepción de 1980. Las empresas no han tenido, por tanto, otra opción que contener la inversión y el empleo, pero eso ha agravado el problema de la demanda agregada, nublándose así el clima económico. Esto es lo que explica el extremadamente bajo crecimiento observable en el ciclo económico que acaba de terminar. Sin embargo, para comprender el colapso actual hay que demostrar la conexión entre la endeblez de la economía real y el desplome financiero.
El vínculo principal es la que se da entre la cada vez mayor dependencia del préstamo para que la economía siga funcionando y la predisposición pública, todavía mayor, a confiar en las subidas de los precios de los activos para lograr mantener viva la dinámica del préstamo. La condición básica de las burbujas en los mercados inmobiliario y crediticio era la perpetuación de un coste bajo del préstamo. La endeblez de la economía mundial, especialmente después de las crisis de 1997-98 y 2001, además de las enormes adquisiciones de dólares por parte de gobiernos asiáticos para mantener al mismo nivel sus divisas y el crecimiento del consumo estadounidense, provocó unos tipos de interés insólitamente bajos.
Al mismo tiempo, la Reserva Federal mantuvo los tipos de interés a corto plazo más bajos que nunca desde los años cincuenta. Como prestaban tan barato, los bancos estaban dispuestos a conceder préstamos a especuladores cuyas inversiones provocaban un precio cada vez más alto de activos de todo tipo y un rendimiento en el préstamo (tipos de interés de los bonos) cada vez menor. Sintomáticamente, los precios de la vivienda se dispararon y el rendimiento en términos reales de los bonos del tesoro estadounidense se hundió. Pero como los rendimientos cayeron cada vez más, a las instituciones del mundo que dependían de los rendimientos del préstamo les resultó cada vez más difícil obtener beneficios suficientes.
Los fondos de pensiones y las compañías de seguros fueron golpeados de forma particularmente dura, pero también se vieron afectados los fondos hedge de cobertura y los bancos de inversión. Esas instituciones se mostraron más que dispuestas a realizar enormes inversiones en unas obligaciones respaldadas por hipotecas subprime más que dudosas a causa de los insólitamente elevados rendimientos ofrecidos y con desprecio de unos riesgos no menos insólitamente elevados. Lo cierto es que no lograron sacar tajada suficiente.
Su masiva adquisición de obligaciones hipotecariamente respaldadas es lo que facilitó a los institutos bancarios generadores de hipotecas seguir realizando préstamos a prestatarios cada vez menos calificados. La burbuja inmobiliaria alcanzó proporciones históricas y permitió que prosiguiera la expansión económica. Ni que decir tiene, eso no podía durar mucho. Cuando cayeron los precios de la vivienda, la economía real entró en recesión y el sector financiero se desplomó, porque el dinamismo de una y de otro se fundaba en la burbuja inmobiliaria.
Lo vemos ahora es que la recesión está empeorando el desplome, porque contribuye a exacerbar la crisis inmobiliaria. Y que el desplome está intensificando la recesión, porque está dificultando el acceso al crédito. Precisamente es esa interacción entre una crisis de la economía real y una crisis del sector financiero que se alimentan mutuamente lo que hace que el despeñadero hacia la depresión se resista a todas las políticas intentadas por las autoridades y que el potencial de catástrofe resulte tan evidente.
Aun concediendo que el capitalismo de posguerra hubiera entrado en un período de larga caída en los años setenta, parece innegable que la ofensiva capitalista neoliberal ha impedido el empeoramiento de la caída de la producción desde los ochenta.
Si por neoliberalismo se entiende el giro hacia las finanzas y la desregulación, no veo cómo puede haber ayudado eso a la economía. Pero si por neoliberalismo se entiende el desmedido asalto de los empresarios y los gobiernos a los salarios obreros, a las condiciones laborales y al estado del bienestar, la cosa ofrece pocas dudas: se ha impedido que la caída de la tasa de beneficio haya sido todavía peor. Con todo, la ofensiva de la patronal no esperó hasta la denominada era neoliberal de los ochenta. Comenzó con el despertar de la caída de la rentabilidad, iniciada a principios de los setenta, de la mano del keynesianismo. No condujo, empero, a la recuperación de la tasa de beneficio, y no hizo sino exacerbar el problema de la demanda agregada. El debilitamiento de la demanda agregada terminó por obligar a las autoridades económicas a adoptar formas de estímulo económico más potentes y temerarias: el “keynesianismo de precios de activos” que condujo al actual desastre.
Hay quien ha defendido que un nuevo paradigma de “financiarización” o “capitalismo financiero” ha provocado un llamado “resurgimiento del capital” (Gerard Dumeneil) desde los ochenta hasta el presente. ¿Qué piensa de las tesis de la “financiarización” o “capitalismo financiero”?
La idea del capitalismo financiero es una contradicción en los términos, porque, genéricamente hablando ─hay excepciones significativas, como el préstamo al consumidor─, el beneficio financiero sostenido depende de la obtención de beneficios sostenidos en la economía real. Para responder a la caída de la tasa de beneficio, algunos gobiernos, encabezados por el de los EEUU, incentivaron el giro hacia las finanzas mediante la desregulación del sector financiero. Pero, como la economía real seguía languideciendo, el principal resultado de la desregulación fue la intensificación de la competencia en el sector financiero, lo que hizo más difícil la obtención de beneficios e incentivó una especulación aún mayor y la adopción de riesgos.
Destacados ejecutivos de bancos de inversión y fondos hedge estaban en condiciones de obtener fabulosas fortunas, ya que sus remuneraciones dependían de los beneficios a corto plazo. Podían asegurarse temporalmente altos rendimientos mediante la expansión de sus préstamos basados en activos e incrementando el riesgo. Pero esa forma de hacer negocio, tardara más o menos en verse, era a expensas de la salud financiera a largo plazo de las propias empresas, y en el caso más espectacular, condujo a la caída de los bancos de inversión más importantes de Wall Street.
Todas y cada una de las sedicentes expansiones financieras habidas desde los años setenta han terminado rápidamente en una desastrosa crisis financiera y han precisado de enormes rescates públicos. Lo que vale para el boom crediticio del tercer mundo en los años 70 y principios de los 80, no menos que para el auge del ahorro y el crédito, la manía de compra apalancada de empresas y la burbuja de los bienes raíces comerciales de los 80, o para la burbuja del mercado de valores de la segunda mitad de los 90 y, huelga decirlo, para las burbujas inmobiliaria y crediticia de los primeros años 2000. El sector financiero parecía dinámico sólo porque los gobiernos estaban dispuestos a hacer lo que hiciera falta para apoyarlo.
El keynesianismo o estatismo parece presto a volver como el nuevo Zeitgeist [espíritu de la época]. ¿Cuál es su valoración general del keynesianismo o estatismo renaciente? ¿Puede contribuir a resolver o, cuando menos, aliviar la actual crisis?

Los gobiernos actualmente no tienen otra opción que la de volver al keynesianismo y al estado para intentar salvar la economía. Después de todo, el libre mercado se ha demostrado totalmente incapaz de impedir o hacer frente a la catástrofe económica, por no hablar de asegurar la estabilidad y el crecimiento económicos. De aquí que las elites del mundo político, que todavía ayer celebraban la desregulación de los mercados financieros, se hayan vuelto de un día para otro y sin excepción keynesianas. Pero hay razones para dudar de que el keynesianismo –en el sentido de enormes déficits públicos y crédito fácil para hinchar la demanda— pueda llegar a tener el impacto que muchos esperan.
Lo cierto es que durante los últimos siete años, y merced a la burbuja inmobiliaria cebada por el préstamo y el gasto de la Reserva Federal y por los déficits presupuestarios de la administración Bush, hemos asistido a lo que probablemente sea el mayor estímulo económico keynesiano de la historia en tiempos de paz. Y sin embargo, no ha alcanzado sino para lograr el ciclo económico más endeble de la época de posguerra. Ahora el desafío es mucho mayor, todavía. A medida que colapsa la burbuja inmobiliaria y que la obtención de crédito se hace más y más difícil, los hogares reducen el consumo y la inversión en residencia.
Por consecuencia, caen los beneficios empresariales. Lo que trae consigo recortes salariales y un ritmo acelerado de despido de trabajadores, lo cual, a su vez, genera una espiral descendente de demanda y rentabilidad a la baja. Las familias han contado durante largo tiempo con el aumento de los precios de la vivienda para estar en condiciones de que les presten más y han ahorrado para ello. Pero ahora, forzadas por la acumulación de deudas, tienen que reducir el préstamo y aumentar el ahorro; y eso, en el preciso instante en que la economía más necesita que consuman.
Lo presumible es que el grueso del dinero que el estado ponga en manos de las familias será destinado al ahorro, no al consumo. Si el keynesianismo a duras penas logró activar la vida económica en la fase de expansión, ¿qué puede esperarse que haga en medio de la peor recesión desde los años treinta? Para obtener un efecto significativo en la economía, la administración Obama tendrá probablemente que pensar en una enorme oleada de inversiones públicas directas o indirectas; en realidad, en una forma de capitalismo de estado.
No obstante, acometer esa tarea en serio exige superar enormes obstáculos políticos y económicos. La cultura política estadounidense es tremendamente hostil a la empresa pública. Por otro lado, el nivel de gasto y endeudamiento que todo eso implicaría podría amenazar al dólar. Hasta ahora, los gobiernos del Este asiático han financiado alegremente los déficits externos y públicos estadounidenses, a fin de mantener, a un tiempo, el consumo estadounidense y sus propias exportaciones. Pero con una crisis que está llegando a afectar hasta a China, esos gobiernos podrían ver menguada su capacidad de financiación de los déficits estadounidenses, sobre todo porque estos últimos se han disparado a una magnitud sin precedentes. La perspectiva verdaderamente aterradora que asoma en el horizonte es el desplome del dólar.
¿Cuál es su valoración general de la victoria de Obama en las últimas elecciones a la presidencia? ¿Piensa que Obama es el “mal menor”, comparado con la administración Bush? Muchos consideran a Obama el Franklin D. Roosevelt del siglo XXI. Obama promete un “nuevo New Deal”. ¿Cree usted que los progresistas anticapitalistas pueden dar apoyo crítico a algunas medidas de este “nuevo New Deal”?
El triunfo de Obama en las elecciones debe ser bienvenido. Una victoria de McCain habría sido una victoria para el Partido Republicano y habría dado un enorme impulso a las fuerzas más reaccionarias de la escena política estadounidense. Se habría visto como un aprobado al hipermilitarismo y al imperialismo de la administración Bush, así como a su programa explícito de eliminación de lo que queda de sindicalismo, estado de bienestar y protección ambiental. Dicho esto, Obama es, como Roosevelt, un demócrata de centro, de quien no puede esperarse que, por sí propio, haga gran cosa en defensa de los intereses de una inmensa mayoría que seguirá estando sometida a un desapoderado asalto empresarial empeñado en recuperar sus menguantes beneficios mediante la reducción del empleo, de las indemnizaciones, etc.
Obama apoyó el titánico rescate del sector financiero, que acaso represente el mayor expolio al contribuyente estadounidense de la historia norteamericana, sobre todo porque se concedió sin contrapartidas para poner brida a los bancos. También apoyó el rescate de la industria automovilística, aun a sabiendas de que estaba a enormes reducciones de las indemnizaciones para los trabajadores. El balance es de Obama, como de Roosevelt, sólo puede esperarse que tome acciones resueltas en defensa del pueblo trabajador si se le empuja por la vía de la acción directa desde abajo. La administración Roosevelt sólo aprobó el grueso de la legislación progresista del New Deal, incluyendo la Ley Wagner y la Seguridad Social, arrastrado por la presión de una gigantesca y masiva oleada de huelgas. Algo parecido puede acaso esperarse de Obama.
Según Rosa Luxemburg y, más recientemente, David Harvey, el capitalismo supera su tendencia a la crisis mediante la expansión geográfica. Según Harvey, ello a menudo se incentiva mediante inversiones enormes en infraestructura para apoyar al capital privado, a menudo a la inversión extranjera directa. ¿Cree usted que el capitalismo puede encontrar una solución a la crisis actual, en la terminología de Harvey, mediante un “arreglo espacio-temporal-espacial”?
Ésta es una cuestión compleja. Para empezar, creo que es verdadera –y de importancia decisiva— la afirmación, según la cual la expansión geográfica ha sido un elemento esencial en todas las oleadas de acumulación de capital que registra la historia Puede decirse que el crecimiento del volumen de la fuerza de trabajo y el crecimiento del espacio geográfico son condiciones sine qua non, esenciales, del crecimiento capitalista.
El auge de la posguerra es un buen ejemplo, porque se dieron espectaculares expansiones del capital en el sur y el suroeste de los EEUU y en una Europa occidental y un Japón devastados por la guerra. Las inversiones de los EEUU jugaron un papel decisivo, no sólo en los propios EEUU, sino también en la Europa occidental de la época. Sin duda, la expansión de la fuerza de trabajo y del área geográfica capitalista era indispensable para las altas tasas de beneficio que hicieron tan dinámico el boom de posguerra.
Desde un punto de vista marxista, éste fue un ciclo clásico de acumulación de capital, e implicó, necesariamente, tanto la integración de enormes masas de trabajadores fuera del sistema, especialmente del agro precapitalista en Alemania y en Japón, como la incorporación o reincorporación de espacios geográficos adicionales a una escala enorme. Sin embargo, yo creo que, vista en perspectiva, la pauta mostrada por el largo declive al que hemos venido asistiendo desde finales de los sesenta y principios de los setenta, ha sido diferente. Es cierto que el capital ha respondido a la rentabilidad menguante mediante la expansión exterior, intentando combinar técnicas avanzadas con mano de obra barata. Se calla por sabido que el Este asiático constituye el caso principal: representa indudablemente un momento de alcance histórico-universal, una transformación esencial, del capitalismo. Pero a pesar de que la expansión al Este asiático puede interpretarse como respuesta a una rentabilidad menguante, no ha sido, en mi opinión, una solución satisfactoria. Porque, a fin de cuentas, la nueva producción industrial que tan espectacularmente ha surgido en el Este asiático, a despecho de que produzca más barato, se solapa demasiado con lo que se produce en el resto del mundo. El problema es que, a escala sistémica, eso exacerba más que resuelve el problema de sobrecapacidad. En otras palabras: la globalización ha sido una respuesta a la rentabilidad menguante; pero como las nuevas industrias, lejos de ser esencialmente complementarias en la división mundial del trabajo, son redundantes, el resultado ha sido la persistencia de los problemas de rentabilidad. El balance, creo yo, es que para resolver realmente el problema de rentabilidad que ha asolado durante tanto tiempo al sistema ─lenta acumulación de capital y generación de niveles de préstamo cada vez mayores para mantener la estabilidad─, el sistema necesitaba una crisis que había sido durante tan largo tiempo aplazada. Y como el problema es la sobrecapacidad, enormemente agravada por la acumulación de deuda, lo que aún se necesita, según la visión clásica, es una depuración sistémica, esto es, la purga de las empresas de costes altos y beneficios bajos, con el consiguiente abaratamiento de los medios de producción y la reducción del precio de la mano de obra. Ésta de la crisis es la vía histórica por la que el capitalismo ha logrado restaurar la tasa de beneficio y sentar las bases necesarias para una acumulación de capital más dinámica. Durante el periodo de posguerra se logró evitar las crisis; el coste de evitarlas fue la incapacidad para reactivar la rentabilidad, lo que llevó a empeorar la situación de estancamiento. La crisis actual es la depuración que nunca sucedió.
Entonces, ¿cree usted que sólo la crisis puede resolver la crisis? Ésta es una respuesta marxiana clásica.

Creo que es lo más probable. La analogía sería como sigue. De entrada, a principios de los años treinta, el New Deal y el keynesianismo resultaron ineficaces. En realidad, a pesar de la amplitud temporal de toda una década, no lograron sentar las bases de un nuevo boom, como se vio con la caída en la profunda recesión de 1937-38. Pero, finalmente, como resultado de la larga crisis de los treinta, se llegó a la purga de los costes altos y de los medios de producción con beneficios bajos, lo que terminó por sentar las bases para unas tasas de beneficio altas. De manera que, a fines de los años treinta, podía decirse que la tasa potencial de beneficio era alta y que todo lo que se necesitaba era un estímulo de la demanda. Esa demanda, huelga decirlo, vino a proporcionarlas el enorme gasto armamentístico de la Segunda Guerra Mundial. Así pues, durante la guerra se obtuvieron tasas de beneficio altas, y esas tasas altas sentaron las bases necesarias para el ulterior boom postbélico. Pero yo creo que, aun si se hubieran ensayado, los déficits keynesianos no habrían podido funcionar en 1933, porque antes era necesario, por decirlo en términos marxianos, una crisis que saneara el sistema.
¿Cree que la actual crisis supondrá un desafío a la hegemonía de los EEUU? Teóricos del sistema-mundo como Immanuel Wallerstein, también entrevistados por Hankyoreh, sostienen que la hegemonía del imperialismo americano está en declive.
Ésta es una cuestión muy compleja. Tal vez ande yo muy errado, pero pienso que muchos de los que creen que ha habido un declive de la hegemonía estadounidense tienden a ver esa hegemonía en términos de poder geopolítico, y al final, como capacidad militar norteamericana. Desde este punto de vista, es principalmente el predominio estadounidense lo que produce el liderazgo americano, es el poder estadounidense sobre y contra otros países lo que mantiene a los EEUU en la cumbre. Yo no veo así la hegemonía estadounidense.
Yo veo a las elites del mundo, especialmente a las del núcleo capitalista en el sentido lato de la palabra, muy satisfechas con esa hegemonía norteamericana, porque eso significa que son los EEUU quienes asumen el papel y el coste de policías del mundo. Eso vale también, en mi opinión, incluso para las elites de los países más pobres. ¿Cuál es el objetivo de los policías del mundo norteamericanos? No es atacar a otros países. Es, sobre todo, mantener el orden social a escala mundial, crear condiciones estables para la acumulación de capital global.
Su principal propósito es erradicar cualquier desafío popular al capitalismo, proteger las relaciones de clase existentes. Durante la mayor parte del periodo de posguerra, hubo desafíos nacionalistas-estatistas, especialmente desde abajo, al libre albedrío del capital. Fueron, desde luego, sometidos por los EEUU con la fuerza más brutal, con las expresiones más descarnadas de la dominación estadounidense. Aunque dentro del núcleo lo que había hegemonía norteamericana, fuera de ese núcleo había dominación. Pero, con la caída de la Unión Soviética, la entrada de China y Vietnam en la vía capitalista y la derrota de los movimientos de liberación nacional en lugares como Sudáfrica y Centroamérica, la resistencia al capital en el mundo en vías de desarrollo fue, al menos temporalmente, debilitada.
Así, actualmente, los gobiernos y elites no sólo de Europa occidental y oriental, Japón y Corea, sino también de Brasil, la India y China ─la mayoría de países que pueda usted nombrar─ prefieren el mantenimiento de la hegemonía estadounidense. La hegemonía norteamericana no caerá por el surgimiento de algún otro poder capaz de competir con ella por el dominio del mundo. China, más que nadie, prefiere la hegemonía americana. Los EEUU no planean atacar a China y, hasta la fecha, han mantenido su mercado completamente abierto a las exportaciones chinas. Con los EEUU en el papel de policías del mundo y asegurando un comercio y unos movimientos de capital cada vez más libres, China puede competir en términos de costes de producción en un campo en igualdad de condiciones, y eso es increíblemente beneficioso para China; mejor, imposible. ¿Puede seguir la hegemonía estadounidense con la actual crisis? Ésta es una pregunta harto más ardua.
Pero creo que, en el primer caso, la respuesta es sí. Las elites del mundo quieren por encima de todo mantener el actual orden globalizado y los EEUU son la clave para ello. Nadie, entre las elites del mundo, intenta explotar la crisis y los enormes problemas económicos de los EEUU para desafiar a la hegemonía norteamericana. China sigue diciendo “no vamos a seguir pagando para que los EEUU sigan derrochando”, en alusión a los actuales récords en déficits por cuenta corriente sufragados por China durante la pasada década y a los titánicos déficits presupuestarios que están generando actualmente los EEUU.
Pero ¿cree usted que China cortará ahora con los EEUU? En absoluto. China todavía está vertiendo todo el dinero que puede en los EEUU para intentar que mantengan a flote su economía y poder ella mantener así su vía de desarrollo. Claro está que siempre es posible todo lo que se desea. La profundidad de la crisis china puede llegar a ser de tal calado, que ya no le permita financiar por más tiempo los déficits de los EEUU. O la política de la Reserva Federal de embarcarse en unos déficits cada vez mayores e ir imprimiendo moneda podría terminar llevando al hundimiento del dólar y provocando una verdadera catástrofe.
Sea ello como fuere, los dados están echados. Si tales cosas llegaran a suceder, habría que construir un nuevo orden. Pero en condiciones de crisis profunda sería extremadamente difícil, porque en circunstancias así, los EEUU, lo mismo que otros estados, podrían fácilmente deslizarse por la pendiente del proteccionismo, el nacionalismo o incluso de la guerra.
Creo que en este momento las elites del mundo están todavía tratando de evitar esa deriva: no están preparadas para eso. Lo que quieren es mantener los mercados, el comercio, abiertos. Y ello porque han comprendido que la última vez que el estado recurrió al proteccionismo para resolver el problema fue durante la Gran Depresión, lo que no sirvió más que para empeorarla, porque cuando algunos estados iniciaron políticas proteccionistas todo el mundo hizo lo propio y el mercado mundial se cerró. Luego, por supuesto, vino el militarismo y la guerra. En la actualidad, el cierre de los mercados mundiales sería evidentemente desastroso; por eso elites y gobiernos se afanan de consuno en impedir salidas proteccionistas, estatistas o militaristas.
Pero la política no es sólo la expresión de lo que las elites quieren, y además, las elites son tornadizas, y lo que quieren puede cambiar de un día para otro. Por lo demás, las elites suelen estar divididas, y la política tiene autonomía. De manera que, por poner un ejemplo, difícilmente puede descartarse que, si la crisis se pone muy fea ─lo que llegados a este punto no sería una gran sorpresa─, asistamos al regreso de políticas derechistas de carácter proteccionista, militarista, xenófobo o nacionalista. Este tipo de políticas podría tener no sólo un amplio atractivo popular. Sectores crecientes del mundo empresarial podrían llegar a verla como la única salida, puesto que si ven a sus mercados hundirse y al sistema en depresión, pueden considerar necesaria la protección contra la competencia y subvenciones públicas a la demanda mediante el gasto militar.
Ésta fue, huelga decirlo, la respuesta que prevaleció en gran parte de Europa y Japón durante la crisis del periodo de entreguerras. Tenemos ahora a una derecha apabullada por los fracasos de la administración Bush y por la crisis. Pero si la administración Obama no es capaz de impedir el hundimiento económico, podría volver fácilmente… sobre todo porque los demócratas no ofrecen la menor alternativa ideológica real.
Ha hablado de una crisis potencial en China. ¿Qué piensa del estado actual de la economía china?
Creo que la crisis china irá a peor, mucho peor de lo que la gente espera. Por dos razones esenciales. La primera es que la crisis norteamericana, y la crisis global más en general, es mucho más grave de lo que la gente esperaba, y en última instancia, la suerte de la economía china depende inextricablemente de la suerte de la economía estadounidense y de la de la economía global. No sólo porque China depende en gran medida de sus exportaciones al mercado estadounidense; también porque la mayor parte del resto del mundo depende a su vez mucho de los EEUU, y eso incluye especialmente a Europa.
Si no voy errado, Europa se ha convertido recientemente en el mayor mercado de las exportaciones chinas. Pero como la crisis originada en los EEUU ha llegado a Europa, el mercado europeo se contraerá también para los bienes chinos. De modo, pues, que la situación es para China mucho peor de lo que la gente esperaba, porque la crisis económica es mucho peor de lo que se esperaba. La segunda razón es ésta: el entusiasmo con el crecimiento realmente espectacular de la economía China ha llevado a mucha gente a ignorar el papel desempeñado por las burbujas en curso seguido por la economía china. China ha crecido básicamente con las exportaciones, y señaladamente, merced a un creciente excedente comercial con los EEUU. A causa de ese excedente, el gobierno chino ha tenido que tomar medidas políticas para mantener baja su moneda y competitiva su industria.
Concretamente, ha comprado a gran escala activos denominados en dólares estadounidenses imprimiendo enormes cantidades de renminbi, la moneda china. Pero el resultado ha sido la inyección de enormes cantidades de dinero en la economía china, haciendo cada vez más fácil el crédito durante un largo periodo. Por un lado, las empresas y gobiernos locales han utilizado este crédito fácil para financiar inversiones en masa. Pero esto ha hecho cada vez mayor la sobrecapacidad.
Por otro lado, han usado el crédito fácil para comprar tierras, casas, acciones y otros tipos de activos financieros. Pero eso ha contribuido a generar grandes burbujas de precios de activos, las cuales, lo mismo que en los EEUU, han contribuido a su vez a disparar préstamos y gastos. Cuando estallen las burbujas chinas, el calado de la sobrecapacidad se hará más evidente. El estallido de las burbujas chinas representará, también en gran parte del resto del mundo, un duro golpe para la demanda de consumo e inducirá una dañina crisis dañina. En suma: la crisis china puede llegar a ser una cosa muy seria, y podría hacer que la crisis global tomara un rumbo todavía más grave.
Así, usted cree que la lógica capitalista de superproducción se da también en China.
Sí, como en Corea y en gran parte del Asia oriental a finales de los noventa. No es tan distinto. Lo único que no ha ocurrido todavía es el tipo de revaluación de la moneda que mató, que liquidó realmente a la expansión industrial coreana. El gobierno chino está haciendo todo por evitarlo.
Por lo tanto, no está usted de acuerdo con la definición de la sociedad china como “economía de mercado no capitalista”.
No, en absoluto.
¿Cree usted, pues, que China es actualmente capitalista?
Creo que es totalmente capitalista. Acaso pudiera haberse dicho que China tenía un mercado no capitalista durante los ochenta, cuando experimentaba un impresionante crecimiento merced a las empresas urbanas y aldeanas. Eran de propiedad pública, de los gobiernos locales, pero operaban en el mercado. Esa forma económica puede decirse que iniciaba la transición al capitalismo. Así, tal vez hasta principios de los noventa, se mantuvo un tipo de sociedad de mercado no capitalista, especialmente porque había un gran sector industrial de propiedad y dirección del estado central. Pero a partir de entonces lo que ha habido es una transición al capitalismo que, a día de hoy, puede darse por completamente colmada.
¿Qué piensa de la dureza de la crisis económica coreana que se avecina? ¿Cree que podría ser más grave que la crisis del FMI de 1997-98? Para hacer frente a la crisis venidera, el gobierno de Lee Myung-bak está resucitando ahora la inversión para construir enormes infraestructuras sociales al estilo de Park Cheng-Hee, especialmente el “Gran Canal” de la península coreana, al tiempo que copia las políticas de crecimiento verde de Obama. Sin embargo, el gobierno de Lee Myung-bak intenta todavía mantener las políticas de desregulación neoliberal del período que siguió a la crisis de 1997, especialmente mediante el Acuerdo de Libre Comercio entre los EEUU y Corea. Podría llamársele propuesta híbrida, ya que combina lo que parece un anacrónico retorno al método de desarrollo dirigido por el estado al estilo de Park Cheng-Hee con el neoliberalismo contemporáneo. ¿Servirá para combatir o paliar la crisis que se avecina?
Lo dudo mucho. No necesariamente porque represente una vuelta al capitalismo organizado por el estado, al estilo de Park, ni porque abrace el neoliberalismo. Es porque, cualquiera que sea su forma interna, sigue dependiendo de la globalización en un momento en que la crisis global está produciendo una extraordinaria contracción del mercado mundial. Hablando de China daba yo hace un rato por probable que se encuentre con un grave problema. Pero China tiene salarios bajos y un mercado interno potencial enorme, de manera que con el tiempo es concebible que pueda tener una posición mejor que Corea para afrontar la crisis, aunque tampoco estoy totalmente seguro de eso. Descuento, en cambio, como seguro que Corea se verá duramente golpeada por la crisis. Ya le ocurrió en 1997-98, pero le salvaron la burbuja del mercado de valores estadounidense y el consiguiente crecimiento del préstamo, el gasto y las importaciones norteamericanos. Pero cuando reventó la burbuja del mercado de valores estadounidense en 2000-02, Corea cayó en lo que se antojaba como una crisis aún más grave que la de 1997-98. Hete aquí, sin embargo, la burbuja inmobiliaria estadounidense vino recientemente al rescate de Corea. Pero ahora ha reventado esa burbuja, la segunda burbuja estadounidense, y no hay una tercera para sacar a Corea de la crisis. No es necesariamente porque Corea lo esté haciendo mal. Es que no creo que haya en parte alguna del mundo una vía de salida fácil para nadie que se haya convertido en parte de un sistema capitalista verdaderamente global e interdependiente.
Así, está diciendo que el entorno externo está mucho peor que nunca antes.
Ésa es la idea principal.
¿Cuáles son, pues, las tareas más urgentes de los progresistas en Corea? Los coreanos progresistas son muy críticos con Lee Myung-bak. Suelen apoyar el estado del bienestar y la redistribución de la renta como alternativa al proyecto de Lee de invertir en la construcción del Canal, con grandes costes sociales. Ésta es la cuestión más caliente en la sociedad coreana de hoy. Los progresistas coreanos señalan que, a pesar de que Lee Myung-bak hable de crecimiento verde, su proyecto de construcción destruiría ecosistemas enteros. ¿Está de acuerdo con ellos?
Evidentemente, hay que oponerse a esos proyectos, ecológicamente desastrosos.
¿Cree que, en plena crisis económica, la construcción de un estado del bienestar como el de Suecia sería una estrategia razonable para los progresistas coreanos?
Creo que lo más importante para los progresistas coreanos es el refuerzo de las organizaciones del movimiento obrero. Sólo reconstruyendo el movimiento obrero coreano puede la izquierda construir el poder que necesita para obtener cualquiera de sus reivindicaciones. La única manera de que el pueblo trabajador pueda realmente desarrollar su poder es mediante la construcción de nuevas organizaciones en el transcurso de la lucha, y solo mediante la lucha puede lograr el advenimiento de políticas progresistas o la definición de lo que debería ser una política progresista en este momento. Creo que la mejor manera de forjar una respuesta política de izquierda actualmente es contribuir a que la gente más afectada se organice y logre poder para definir colectivamente sus intereses. De modo que, más que intentar resolver ahora, de modo tecnocrático, desde arriba, la cuestión de cuál sea la mejor respuesta, la clave para la izquierda es catalizar la reconstitución del poder del pueblo trabajador. Obviamente, el movimiento obrero coreano se ha visto debilitado desde la crisis de 1997-98. Como mínimo, la prioridad para los progresistas debería se plantearse qué hacer para mejorar el contexto de la organización de la fuerza de trabajo, qué hacer, precisamente ahora, para reforzar los sindicatos. Sin una reactivación del poder de la clase obrera, la izquierda no tardará en descubrir que la mayor parte de cuestiones de políticas públicas se convierten en materia de pura especulación académica. Quiero decir que si la izquierda tiene que influir en las políticas públicas, ha de haber un cambio, un gran cambio, en la correlación de fuerzas de clase.
¿Espera usted que los recientes fracasos del neoliberalismo abran puertas a los progresistas de todo el mundo?
El fracaso del neoliberalismo ofrece, desde luego, importantes oportunidades que no teníamos antes. El neoliberalismo nunca resultó atractivo para buena parte de la población. El pueblo trabajador jamás se ha identificado con mercados libres, finanzas libres y todo eso. Pero creo que la mayor parte de la población se había convencido de que era la única opción, de que no había alternativa. Pero ahora la crisis ha revelado la bancarrota total del modelo neoliberal de organización económica, y puede vislumbrarse el cambio. Se ha manifestado eso con vigor en la oposición del pueblo trabajador americano a los rescates de los bancos y del sector financiero. Dicen, sobre poco más o menos: “nos han contado que salvar las instituciones financieras, los mercados financieros, es la clave para restablecer la economía, la prosperidad. Pero no nos lo creemos. No queremos que ni un centavo más de nuestro dinero vaya a aquellos que no hacen más que robarnos”. De modo que hay un gran vacío ideológico y se ha abierto un importante flanco para la penetración de ideas de izquierda. El problema es que hay muy poca organización del pueblo trabajador; está solo, carece de expresión política. Así que puede decirse que hay grandes oportunidades creadas por el contexto político o por el clima ideológico, pero que eso, por sí mismo, no proporcionará soluciones progresistas. De modo que, nuevamente, la máxima prioridad para los progresistas ─para cualquier activista de izquierda─, allí donde deberían ser más activos, es en el intento de reavivar las organizaciones del pueblo trabajador. Sin resucitar el poder de la clase obrera, poco progreso podrá hacerse, y el único modo de revivir ese poder es la movilización para la acción directa. Sólo mediante la acción, colectiva y masiva, del pueblo trabajador se podrá crear la organización y acumular la energía necesaria para proporcionar la base social para una transformación, por así decirlo, de su propia conciencia, para la radicalización política.
Robert Brenner, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es director del Center for Social Theory and Comparative History en la Universidad de California-Los Ángeles. Es autor de The Boom and the Bubble (Verso, Londres, 2002), un libro imprescindible para entender la historia económica del último medio siglo, el origen de la llamada “globalización” y la situación presente. (Hay una excelente versión castellana de Juan Mari Madariaga: La expansión económica y la burbuja bursátil, Akal, Madrid, 2003).
Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Escribano
Fuente:
Hankyoreh, 22 enero 2009

Power, socialism, and the communist movement

Power, socialism, and the communist movement

April 12, 2017

I stopped by a neighborhood organization recently to inquire about upcoming actions against our local Republican congressman, and in the course of the conversation with a young staff person, she mentioned to me that their aim is to “build power,” as they engage in their day to day activities.

Her response didn’t surprise me. Power, after all, is a reality in social conflicts. It counts a lot in deciding the outcome of clashes between contending sides in disputes over one thing or another. The sheep seldom comes out the winner when matched against the wolf.

But the conversation reminded me of an article on power, socialism, and the communist movement that has been gathering dust, so to speak, on my Google cloud. I began it months ago with the expectation that it would see the light of day long before now, but what with the election last year, and Trump’s first 100 days, I got preoccupied and, as a result, its stay on the cloud was extended. And had it not been for this recent conversation, it would have probably remained there.

In the communist movement of the 20th century where I spent most of my adult life, the main frame for understanding and changing the world was the balance of power among contending class and political forces. If the balance tilted toward the capitalist class and its allies, the prospects of progressive and radical change were narrowed; or, still worse, if the tilt turned into a decisive swing, they disappeared and democratic movements found themselves on the defensive, as they do now. If, on the other hand, the balance shifted towards the working class and its allies, then opportunities arose to expand economic, social, and political rights and freedoms. The New Deal period comes to mind.

Going a step further, a seismic shift in power to the advantage of the working class opened the door to a socialist future. This shift, however, was only the first moment of an extended process in which the working class and its “vanguard” party secured, consolidated, and expanded their power to radically construct a new state, economy, and society. Whatever facilitated this process was welcomed and needed little or no justification. Meanwhile, anything that hindered it was to be resisted by any means necessary.

In this framing, socialist values, norms, and aims — most importantly the creation of a field of action on which working people and their allies become the actual creators, architects, and producers of a new society that is democratic, egalitarian, sustainable, and humane — took a back seat to the exigencies of power against socialism’s “enemies.” If there were any tensions, ambiguities, contradictions, or dangers in such an approach and practice, they were rarely acknowledged and thus more rarely the subject of any serious examination.

Now, it was one thing to hold this view in the early part of the last century, when socialism was in its infancy and it felt like a turning point in human history had arrived, compelling everyone, in the words of “The Internationale” (the song of the international communist movement) “to stand in their place.”

But to subscribe to it long into the second half of that century, as I (and most communists) did, is quite another thing.

A critical look at the experience of socialism should have told us that a transfer in power, while necessary, is nothing close to a sufficient condition for socialism. Nor is it the defining feature of a socialism that measures up to its ideals, aspirations, and potentials.

Frederick Engels once wrote that revolutions are authoritarian affairs that turn on the question of power. He failed to add that once power passes from the hands of the old ruling elite, a process, both structured and spontaneous, of devolving and decentralizing power to democratic institutions and a popular majority should ensue on a broad scale.

This didn’t happen in the Soviet Union, except for a short burst of freedom in the early days. Instead, power became further centralized and it begat still more centralization in fewer and fewer hands in order to combat socialism’s opponents.

Moreover, what was temporary and contingent became permanent and institutionalized as it acquired a social constituency, consisting of upper and middle level leaders and managers of the party, state, and economy that had a stake in maintaining the existing political, economic, and ideological setup. This made it a stubborn thing to uproot, even when conditions changed and popular desires for a more democratic and humane socialism grew.

Power, in short, became detached from socialism’s overarching essence, values, and aims. Stalin, it goes without saying, played an outsized role in this process. His desire for unchecked power, reinforced by his distortions of marxism and skewed notions of building socialism in conditions of encirclement and backwardness made for a hyper explosive brew. And the fallout was staggering — to the Soviet people, first of all, but also to the image and future of socialism.

Indeed, a near singular emphasis on the accumulation and centralization of power led to the eventual meltdown of the USSR as well as other socialist countries in Eastern Europe with barely a whimper from the class that the ruling parties claimed to represent.

But well before that happened, what seemed unimaginable became the ideologically sanctioned practice of Soviet authorities under Stalin: torture, executions, and show trials, labor camps and mass incarcerations, relocations of entire peoples, gross violations of democratic rights, the hollowing out of democratic institutions, massive surveillance and an accompanying climate of fear and suspicion, and the deaths of millions of innocents.

After Stalin’s death, the worst practices of those years ended and attempts were made to liberalize Soviet and the Eastern European socialist societies, but each attempt quickly ran up against concentrated bureaucratic and political power — sometimes police authorities and military might — that placed narrow limits on the reforming impulse. As a result, democracy and human freedom remained formal and cramped, civil society languished, and an independent press and culture worthy of its name never saw the light of day. Dissent fled into the kitchen and other crevices of private life.

It is ironic that U.S. communists — and again, I was one of them — expressed great outrage at the mention of the McCarthy period’s violations of democracy and attacks on communists, but, with some notable exceptions, had little to say about the social disaster and horror of the Stalin period and the long arc of unfreedom and eventually stagnation that followed. And when we did, it was either a claim that no other alternatives were available, or an admission (at times reluctant) that “mistakes” were made, or an insistence on a “balanced” assessment of Soviet socialism.

Our mistake, however, wasn’t so much an inability to recognize irony. But more to the point, it was an indefensible failure of political, moral, and intellectual imagination, caught, as we were, in an embedded internal culture and world movement that resisted by and large critical thinking and reflection on such matters.

Responsibility for the downgrading of socialist values and humanism and the reduction of democracy from a core feature to simply an instrument of policy — not to mention the transformation of a marxism that is dialectical, open to new experience, and subject to critique into a rigid ideology referred to as Marxism-Leninism that legitimized practices that were inhumane, undemocratic, and anti-socialist — lies, in the first place, with its communist protagonists in the 20th century. However, a measure of responsibility also falls on Marx, Engels and Lenin. In their efforts to counter utopian notions, place socialism on a materialist theoretical foundation, and elaborate a path to socialism in the heat of the battle, they made sweeping assertions that didn’t always include cautionary warnings about the limits of their application or point to the operation of competing tendencies. Nor did they give sufficient emphasis in their analysis to socialism’s democratic, ethical, and emancipatory vision as an essential frame for the elaboration of revolutionary and socialist practice.

Even if we assume that the 21st century leaders of the left have learned the necessary lessons from the experience of the 20th century, we still have to ask what measures are necessary to guarantee that power and its practitioners are subordinated to (and, when necessary, reined in by) socialist values, norms, vision, and democratically constituted bodies.

This is a discussion for the many who are laboring in today’s vineyards, but I will make a few general observations.

1) Power should never again be the property of any one party (or movement). There is little evidence for the notion that under socialism social contradictions disappear and thus obviating the need for a multi-party system. Certainly, the idea of a constitutionally enshrined vanguard party should be left in the past, where it made its unfortunate entrance.

Much the same can be said about state-controlled media. Experience abounds that an independent and broadly based media is crucial in socialist as well as capitalist societies. Among other things, it is a key, and sometimes the only, reliable voice that will expose misdeeds and corruption at the top levels of official society.

2) There must be legal prohibitions on unchecked use of power that eviscerates democratic freedoms and rights. E. P. Thompson, the great British historian who wrote in the Marxist tradition, made this observation in his famous afterword to Whigs and Hunters: The Origins of the Black Act (1975):

“I am told that, just beyond the horizon, new forms of working class power are about to arise which, being founded upon egalitarian productive relations, will require no inhibition and can dispense with the negative restrictions of bourgeois legalism. A historian is unqualified to pronounce on such utopian projections. All that he knows is that he can bring in support of them no evidence whatsoever. His advice might be: watch this new power for a century or two before you cut down your hedges.”

Good advice, even if we believe with great conviction that we will never be so wrongheaded or shortsighted as were many communist leaders in the last century.

3) Power has to be devolved and decentralized to the people and popular institutions. In other words, the socialist state, economy, culture, and society have to be creatively transformed and thoroughly democratized and socialized in accordance with the emancipatory values and vision of socialism. And the only hope of such an outcome is a multi-racial, working class-based, majoritarian movement of great depth, understanding, and unity, that acts as socialism’s midwife and stays engaged long into its old age.

In case you think I have been hard on Engels, let me end with a quote from Marx’s closest collaborator that is germane and incisive:

“If the conditions have changed in the case of war between nations, this is no less true in the case of the class struggle. The time of surprise attacks, of revolutions carried through by small conscious minorities at the head of unconscious masses is past. Where it is a question of a complete transformation of the social organization, the masses themselves must also be in it, must themselves already have grasped what is at stake, what they are going in for with body and soul. The history of the last fifty years has taught us that.”

Lessons from Hitler’s Rise

Lessons from Hitler’s Rise
Christopher R. Browning
April 20, 2017 Issue
Hitler: Ascent 1889–1939
by Volker Ullrich, translated from the German by Jefferson Chase
Knopf, 998 pp., $40.00
Past Pix/SSPL/Getty Images
Supporters greeting Adolf Hitler as he arrived at the Berghof, his retreat at Berchtesgaden in the Bavarian Alps, circa 1935

When the original German edition of Volker Ullrich’s new biography, Hitler: Ascent 1889–1939, was published in 2013, the current political situation in the United States was not remotely conceivable. The reception of a book often transcends the author’s intentions and the circumstances in which it was written, of course, but rarely so dramatically as in this case. In early 2017 it is impossible for an American to read the newly published English translation of this book outside the shadow cast by our new president.

To begin I would stipulate emphatically that Trump is not Hitler and the American Republic in the early twenty-first century is not Weimar. There are many stark differences between both the men and the historical conditions in which they ascended to power. Nonetheless there are sufficient areas of similarity in some regards to make the book chilling and insightful reading about not just the past but also the present.

Ullrich establishes that Hitler’s early life was not quite as impoverished or oppressive as he later portrayed it in Mein Kampf. Even after first his father and then his mother died, he lived on various orphan pensions and small inheritances. During periods when these resources were insufficient, Hitler did indeed lead an impoverished existence in men’s hostels, scraping out a bare subsistence by selling his paintings, and even briefly experiencing homelessness. More important was the fact that by the age of twenty-five—lacking education, career training, or job experience—he was still a man completely adrift, without any support network of family or friends, and without any future prospects. Nothing could be more different from Trump’s life of privilege, prestigious and expensive private schools, and hefty financial support from his father to enter the business world.

For Hitler, World War I was a decisive formative experience. He volunteered for the Bavarian army, endured fierce frontline combat in the fall of 1914, and then miraculously survived four years as a courier between regimental headquarters and the trenches. For Hitler the war meant structure, comradeship, and a sense of higher purpose in place of drift, loneliness, and hopelessness; and he embraced it totally. For many veterans who survived the war, it was a tragic and senseless experience never to be repeated. For Hitler the only tragedy was that Germany lost, and the war was to be refought as soon as it was strong enough to win. For Trump the Vietnam War was a minor inconvenience for which he received four deferments for education followed by a medical exemption because of bone spurs, and his self-proclaimed heroic equivalent was avoiding venereal disease despite a vigorous campaign of limitless promiscuity. In war as in childhood, Hitler and Trump could not have had more different experiences.

Ullrich takes a very commonsense approach to Hitler’s sex life, eschewing sensational allegations of highly closeted homosexuality, sexual perversion that caused him to project his self-loathing onto the Jews, asexuality commensurate with his incapacity for normal human relations, or abnormal genitalia that either psychologically or physically impeded normal sex. He surmises that Hitler (having refused to join his comrades on trips to brothels during the war) remained a virgin until at least the immediate aftermath of World War I, and remained intensely private about his relations with women thereafter.

The discreet and undemanding Eva Braun (twenty-two years his junior), consistently hidden from the public, proved to be the perfect match in facilitating Hitler’s desire to maintain the image that his total devotion to the cause transcended any mere physical needs or desires. Once again, the contrast with Trump—parading a sequence of three glamorous wives and boasting about the extent of his sexual conquests, his ability to engage in sexual assault with impunity because of his celebrity, as well as the size of his manhood—could not be starker.

In a March 1936 speech to workers at a Krupp factory in Essen, Hitler proclaimed: “I am probably the only statesman in the world who does not have a bank account. I have no stocks or shares in any company. I don’t draw any dividends.” Just as Hitler cultivated the image of transcending any physical need for the companionship of women, he also cultivated the pose of an ascetic man beyond materialistic needs. In reality he had a large Munich apartment and an expanded and refurbished mountain villa at Berchtesgaden in the Bavarian Alps, and he loved his Mercedes cars. His royalties from Mein Kampf and access to secret slush funds meant that he would never go wanting.

But these modest luxuries were not flaunted in the face of less-well-off Germans. Usefully for Hitler, the limitless greed and corruption of many of his followers, from the ostentatious Hermann Göring down to the local “little Hitlers” who utilized their newfound power to shamelessly enrich themselves, sharpened the contrast with his public asceticism. This appearance of simple living helped keep the image of the Führer untarnished, while the high living of party leaders and functionaries remained the focal point of popular resentment.

Once again in contrast, virtually no businessman flaunted his wealth and gold-plated name as blatantly as Donald Trump, and his entry into politics only increased the audience for this flaunting. Once elected he openly refused any of the traditional limits on conflict of interest through divestiture of his assets into a blind trust, and has filled his cabinet with fellow billionaires. The emoluments clause of the Constitution, hitherto untested due to commonly accepted axioms of American political culture, may remain so (given the Republican stranglehold on the House of Representatives through at least 2018 and very likely beyond), as Americans experience corruption, kleptocracy, and “bully capitalism” on an unprecedented scale.

If Hitler and Trump are utterly different in their childhoods and wartime experiences on the one hand and attitudes toward women and wealth on the other, the historical circumstances in which they made their political ascents exhibit partial similarities. Within the space of a single generation, German society suffered a series of extraordinary crises: four years of total war that culminated in an unexpected defeat; political revolution that replaced a semiparliamentary/semiautocratic monarchy with a democratic republic; hyperinflation that destroyed middle-class savings and mocked bourgeois values of thrift and deferred gratification while rewarding wild speculation; and finally the Great Depression, in which the unemployment rate at its worst exceeded a staggering 30 percent.

For many Germans these disasters were unnecessarily aggravated by three widespread but false perceptions: that the war had been lost because of a “stab in the back” on the home front rather than the poor decisions and reckless gambles of the military leadership; that the Versailles Treaty was a huge, undeserved, and unprecedented injustice; and that not just Communists but moderate Social Democrats, feckless liberals, and Jews—having delivered Germany to defeat and the “chains” of Versailles—threatened Germany with “Jewish Bolshevism.” According to Ullrich, it was this toxic brew that Hitler imbibed in postwar Munich, much more than his experiences in pre-war Vienna (his portrayal in Mein Kampf notwithstanding), that turned him from a complete nonentity into a rabidly anti-Semitic ideologue and radical politician.

The experience of Americans in recent years has not been one of sequential, nationwide disasters but of uneven suffering. After two protracted wars in Iraq and Afghanistan and a barely avoided total economic meltdown in 2008–2009, many Americans have enjoyed a return to comfort, security, and even prosperity, while wealth has continued to concentrate at the top. But for the sector of the population that provides the vast bulk of the recruits to our professional army, the endlessly repeated tours of duty, the inconclusive outcomes of the wars they fought, and the escalating chaos in and threat of terror from the Middle East are disheartening and demoralizing. For industrial workers and miners whose jobs have been lost to automation, globalization, and growing environmental consciousness, the post-2008 economic stagnation has meant an inescapable descent into underemployment, drastically lowered living standards, and little prospect of recovering their lost status and income.

For the first time, the life expectancy of middle-aged white Americans without a college education has significantly shortened, above all because of “diseases of despair,” especially alcoholism, drug addiction, and suicide. For social conservatives whose predominately white and Christian milieu and deference to male dominance were both taken for granted and perceived as inherent in shaping American identity, the demographic rise and political activism of nonwhite minorities, the emergence of women’s rights, and the transformation of societal attitudes toward homosexuality, especially among the younger generation, have been surprising and to many dismaying. The division of society into what the ill-fated John Edwards once called the “two Americas” has intensified. One optimistically sees America as functional and progressing, while the other pessimistically sees America as dysfunctional and declining.

However unequal in severity the situations in the two countries were, large numbers of Germans and Americans perceived multiple crises of political gridlock, economic failure, humiliation abroad, and cultural-moral decay at home. Both Hitler and Trump proclaimed their countries to be “losers,” offered themselves as the sole solution to these crises, and pledged a return to the glories of an imagined golden past. Hitler promised a great “renewal” in Germany, Trump to “make America great again.” Both men defied old norms and invented unprecedented ways of waging their political campaigns. Both men developed a charismatic relationship with their “base” that centered on large rallies. Both emphasized their “outsider” status and railed against the establishment, privileged elites, and corrupt special interests. Both voiced grievances against enemies (Hitler’s “November criminals” and “Jewish Bolsheviks,” Trump’s “Mexican rapists,” “radical Islamic terror,” and the “dishonest” press). And both men benefited from being seriously underestimated by experts and rivals.

However, while both men created coalitions of discontent, their constituencies were quite different. The first groups to be taken over by Nazi majorities were student organizations on university campuses. In their electoral breakthrough in 1930, the Nazis won the vast majority of first-time voters, especially the youth vote. Above all, the Nazis vacuumed up the voters of other middle-class parties, and women of different social backgrounds voted in roughly the same proportions for the Nazis as men.

The two groups among whom the Nazis were relatively unsuccessful were Germany’s religious-block voters (in this case Catholics voting for their own Center Party) and blue-collar industrial workers (who more often shifted their votes from the declining moderate Social Democrats to the more radical Communists rather than to the Nazis). Still, the Nazis drew votes much more broadly across German society than any of their rival class- and sectarian-based parties and could boast with some justification to be the only true “people’s party” in the country.
Adolf Hitler
Adolf Hitler; drawing by Pancho

In the end the Nazis built a strong base and won a decisive plurality in Germany’s multiparty system. The party reached 37 percent in the July 1932 elections and declined to 33 percent in November in the last two free elections, before it peaked at 44 percent in the manipulated election of March 1933.

Unlike Hitler, who won voters away from other parties to the Nazis, Trump did not build up his own party organization but captured the Republican Party through the primaries and caucuses. Despite this “hostile takeover” and Trump’s personal flaws, traditional Republicans (including women, whose defection had been wrongly predicted) solidly supported him in the general election, as did evangelicals. In contrast, the Democrats failed both to maintain Obama’s level of voter mobilization among African-Americans and youth and to hold onto blue-collar white male voters in the Great Lakes industrial states (especially in Wisconsin, Michigan, and Pennsylvania) who had voted for Obama in the two previous presidential elections, but had already deserted the Democratic Party in the previous three state elections. Trump’s 46 percent of the vote in a basically two-party race barely exceeded Hitler’s maximum of 44 percent in a multiparty race, but it was strategically distributed and thus sufficient for an electoral college victory despite Hillary Clinton’s receiving nearly three million more votes nationwide.

While Trump attained the presidency through a constitutionally legitimate electoral college victory, Hitler was unable to obtain the chancellorship through electoral triumph and a parliamentary majority. Rather he came to power through a deal brokered by Germany’s nationalist and authoritarian conservative elites and President Paul von Hindenburg. Having mobilized the large popular base that the old elites could not, Hitler was indispensable to their plans to replace the increasingly defunct Weimar democracy with authoritarian rule.

As Ullrich admirably demonstrates, it was not the inexorable rise of the Nazis but rather the first signs of their decline in the November 1932 elections (exhausted, bankrupt, and demoralized from constant campaigning without ultimate victory) that led conservative elites to accept Hitler’s demand for the chancellorship, before his stubborn holdout could ruin his own party and leave the conservatives to face the left without popular support. Many of Hitler’s and the conservatives’ goals overlapped: ending Weimar’s parliamentary democracy; rearming; throwing off the Versailles Treaty and restoring the borders of 1914; crushing the “Marxists” (i.e., Social Democrats and labor unions as well as Communists); and de-emancipating Germany’s Jews. The fundamental assumption of these conservative elites was, of course, that they would control Hitler and use him to realize their agenda, not vice versa.

Trump the populist and the traditional Republicans have likewise made a deal to work together, in part to realize those goals they share: tax “reform” with special emphasis on cuts for the well-off; deregulating business and banking; curtailing environmental protections while denying man-made climate change; appointing a Scalia-like justice to the Supreme Court; repealing Obamacare; increasing military spending; increasing the deportation of undocumented immigrants and “sealing the border”; shifting resources from public to charter schools; expanding the rights of individuals or businesses to discriminate against unprotected groups in the name of religious freedom; ending the right to abortion; and on the state level intensifying voter suppression.

It is highly unlikely, however, that Mitch McConnell, Paul Ryan, and other Republican legislators share Trump’s enthusiasm for a trillion-dollar infrastructure package; his pledge not to cut Social Security and Medicare; the replacement of broad, regional free trade agreements with narrow, bilateral trade treaties; and some economic conjuring trick to reopen closed coal mines, steel mills, and factories. Presumably some of these Trump promises will be set aside (as already appears to be happening to his promise of a health plan that covers more people with better care at less cost, though not sufficiently to the satisfaction of hard-core conservatives), and further conflict looms ahead.

If both Hitler and Trump made deals with conservative political partners on the basis of partially overlapping goals and those partners’ wishful thinking, it is simply not possible for Trump to consolidate absolute power and dispense with his allies with either the speed or totality that Hitler did. One of the most chilling sections of Ullrich’s biography deals with the construction of the Nazi dictatorship. Through emergency decrees of President Hindenburg (not subject to judicial review), freedom of the press, speech, and assembly were suspended within the first week. Due process of law and the autonomy of state governments were gone within the first month, as the government was empowered to intern people indefinitely in concentration camps without charges, trial, or sentence, and to replace non-Nazi state governments with Nazi commissioners. By the sixth week, the Communist Party had been outlawed and the entire constitution had been set aside in favor of Hitler (rather than Hindenburg) ruling through decree.

In the third month equality before the law was abrogated with the first anti-Jewish decrees and the purging of the civil service, and in the fourth month the labor unions and the Social Democratic Party were abolished. The remaining political parties disbanded themselves in month five. In June 1934 Hitler carried out the “Blood Purge.” Among its victims were former chancellor Kurt von Schleicher and his wife as well as hundreds of others on Hitler’s enemies list. Former vice chancellor Franz von Papen, who had brokered the deal that brought Hitler to power, was dispatched as ambassador to Austria. It was as if Hillary and Bill Clinton were gunned down in their doorway, and Mike Pence sent off as ambassador to Canada.

Partly because Trump does not have an independent party and paramilitary militia totally committed to him personally and partly because American democracy is in no way as atrophied as was the Weimar Republic, such a whirlwind creation of dictatorship is not a possibility in 2017. Courts continue to exercise judicial review and uphold due process, governors in states like California and Washington are not being deposed and replaced, the exercise of free speech, press, and assembly under the Bill of Rights is still intact, and opposition parties are not being outlawed. Equally important, large numbers of people are frequently and visibly exercising their rights of assembly and speech, and the news media have not sought to ingratiate themselves with the new regime, thereby earning the administration’s reprimand that they are both the real “opposition” and the “enemy of the people.” Whatever the authoritarian tendencies of Trump and some of those around him, they have encountered limits that Hitler did not.

Two factors that Ullrich consistently emphasizes are Hitler’s ideological core on the one hand and the fact that he made no attempt to hide it on the other. On the contrary, knowledge of it was available to anyone who cared enough to look. If Hitler’s first postwar biographer, Alan Bullock, treated him as a tyrant seeking power for its own sake, Ullrich embraces the research of the late 1960s, especially by Eberhard Jäckel,* who laid out how, over the course of the 1920s, Hitler’s worldview crystallized around race as the driving force of history. He believed the Jews constituted the greatest threat to Germany’s racial purity and fighting spirit, and thus to its capacity to wage the eternal struggle for “living space” needed to sustain and expand Germany’s population and vanquish its rivals.

Ullrich also accepts later research that demonstrates that this worldview did not constitute a premeditated program or blueprint, but provided the parameters and guidelines for how Nazi racial, foreign, and military policy evolved and radicalized over the twelve years of the Third Reich. Ascent ends in March 1939, with the occupation of Prague as Hitler’s last bloodless victory. But it is clear to Ullrich that no one should have been surprised that Hitler’s ideologically driven career was destined to culminate in war and genocide.

With Trump, of course, we have neither historical perspective nor discernible ideological core. The overwhelming impression is that his ego and need for adulation, as well as his inability to discern simple reality and tell the truth when his ego is threatened, are his driving forces, not ideology. Among his appointees, however, is the Breitbart faction of Steve Bannon and Stephen Miller, who embrace a vision of what Bannon euphemistically calls “economic nationalism.” It combines white supremacy; the Leninist “deconstruction” of the New Deal/cold war administrative state; Islamophobia (especially in seeing a titanic and irreconcilable clash of civilizations between Islam and the West); the dismantling of the current international order (UN, EU, NATO, NAFTA, etc.) in favor of a return to unfettered and self-assertive, ethnically homogeneous nation-states; affinity with Putin’s Russia and other ultra-nationalist and increasingly authoritarian movements in Europe; and apocalyptic historical thinking about the end of the current era (a roughly eighty-year cycle that began in the 1930s) and the emergence of a new one in the very near future.

Trump shares these views sufficiently to have made Bannon the chief strategist of his administration, and his easy resort to racist rhetoric—the birther myth, Mexicans as rapists and criminals, the Muslim ban, Lindbergh’s “America First” slogan—makes clear that he is perfectly comfortable stoking racism. But it is not clear if any of this ideological package would have priority over his central agenda of self-aggrandizement. The future direction of the Trump administration depends in no small part on the extent to which the Bannon-Miller faction prevails over the collection of traditionalists, military officers, and billionaires whom Trump has also appointed to important positions.

Ullrich also shows that the phenomenal rise in Hitler’s popularity—his ability to win over the majority of the majority who did not vote for him—crucially resulted from the dual achievement of a string of bloodless foreign policy victories on the one hand and economic recovery (especially the return to full employment) on the other. Full employment was accomplished above all by rearmament through huge deficit spending and enormous trade deficits that resulted from bilateral trade deals. They created an economic house of cards in which the frenetic pace of preparing for a major war planned for 1942–1943 required the gamble of seizing Austrian and Czech resources while avoiding war in 1938–1939. The infrastructure program of building autobahns had a very minor, mostly cosmetic, part in economic recovery.

Trump too has staked his political future on economic promises of 4 percent growth; the reopening of coal mines, steel mills, and factories in regions of economic blight; and the replacement or renegotiation of free trade agreements (that were based on the assumption of mutual benefit) with bilateral trade deals in which America wins and the other side loses. In this regard the goal of his bilateral trade agreements is exactly the opposite of Hitler’s, i.e., he seeks trade surpluses, while Hitler paid for crash rearmament in part through trade deficits that would allegedly be paid off later or preferably canceled through conquest. Trump is tied to a political party that traditionally has favored free trade and abhors deficit spending for any purposes other than providing tax cuts for the wealthy, increasing the military budget, and justifying cuts to the welfare safety net.

It is unclear how Trump’s populist promises on health care, Social Security and Medicare, infrastructure rebuilding, and recovery of blighted industries can be accomplished, particularly in an environment of potential trade war, higher cost of living due to import taxes and diminished competition, possible decline in now relatively prosperous, cutting-edge export industries, and agrobusiness that needs both export markets and cheap immigrant labor. Tax cuts, deregulation, and reckless disregard for the environment are the Republican panaceas for the economy. Will they provide even a temporary boost (before the balloon bursts and the bill comes due as it did for George W. Bush in 2007–2008) sufficient to help Trump escape the economic and political cul de sac into which he has maneuvered himself? Here too the future direction of the Trump administration is unclear.

Hitler and National Socialism should not be seen as the normal historical template for authoritarian rule, risky foreign policy, and persecution of minorities, for they constitute an extreme case of totalitarian dictatorship, limitless aggression, and genocide. They should not be lightly invoked or trivialized through facile comparison. Nonetheless, even if there are many significant differences between Hitler and Trump and their respective historical circumstances, what conclusions can the reader of Volker Ullrich’s new biography reach that offer insight into our current situation?

First, there is a high price to pay for consistently underestimating a charismatic political outsider just because one finds by one’s own standards and assumptions (in my case those of a liberal academic) his character flawed, his ideas repulsive, and his appeal incomprehensible. And that is important not only for the period of his improbable rise to power but even more so once he has attained it. Second, putting economically desperate people back to work by any means will purchase a leader considerable forgiveness for whatever other shortcomings emerge and at least passive support for any other goals he pursues. As James Carville advised the 1992 Clinton campaign, “It’s the economy, stupid.” Third, the assumption that conservative, traditionalist allies—however indispensable initially—will hold such upstart leaders in check is dangerously wishful thinking. If conservatives cannot gain power on their own without the partnership and popular support of such upstarts, their subsequent capacity to control these upstarts is dubious at best.

Fourth, the best line of defense of a democracy must be at the first point of attack. Weimar parliamentary government had been supplanted by presidentially appointed chancellors ruling through the emergency decree powers of an antidemocratic president since 1930. In 1933 Hitler simply used this post-democratic stopgap system to install a totalitarian dictatorship with incredible speed and without serious opposition. If we can still effectively protect American democracy from dictatorship, then certainly one lesson from the study of the demise of Weimar and the ascent of Hitler is how important it is to do it early.

*

Eberhard Jäckel, Hitler’s Weltanschauung: A Blueprint for Power (Wesleyan University Press, 1972), originally published in German in 1969. ↩

Giovanni Arrighi, la larga duración del capitalismo geohistórico y la crisis actual

Giovanni Arrighi, la larga duración del capitalismo geohistórico y la crisis actual

Tom Reifer
Viento Sur

La amplitud y el alcance de la obra intelectual de Giovanni Arrighi –especialmente, su capacidad para ofrecer análisis fundamentados en un contexto geohistórico a largo plazo– supone un logro sorprendente, sin olvidar que su generosidad para con sus interlocutores no tenía casi parangón. Tom Reifer escribe en memoria de Giovanni Arrighi.

Uno de los rasgos más ilustrativos de nuestros días es la escasez de análisis capaces de situar la actual crisis socioeconómica en una perspectiva geohistórica. Desde el punto de vista del capitalismo de larga duración, ningún intelectual ha desarrollado un análisis más imponente de la crisis actual que Giovanni Arrighi.(1)

Arrighi, por supuesto, junto con Immanuel Wallerstein (1974, 1980, 1989) y el difunto Terence Hopkins, fue uno de los creadores y principales defensores del enfoque del sistema-mundo sobre el capitalismo europeo, las desigualdades mundiales de la renta y el “desarrollo” (véase Arrighi, Hopkins y Wallerstein, 1989).(2)

La propia visión del sistema-mundo –que cuestionaba la preponderancia, tras la Segunda Guerra Mundial, de la teoría de la modernización– surgió de los movimientos de los años sesenta e hizo confluir una fructífera síntesis del marxismo, el radicalismo del Tercer Mundo y una serie de corrientes críticas de las ciencias sociales, desde la escuela francesa de los Annales a la escuela histórica alemana (véase Goldfrank, 2000).

El análisis de los sistemas-mundo fue inicialmente desarrollado por Wallerstein y Hopkins, que simpatizaban con los estudiantes que ocuparon la Universidad de Columbia durante las revueltas estudiantiles y la “revolución mundial de 1968” (ambos formaban parte del comité ejecutivo de la comisión universitaria que se creó con tal ocasión). Hopkins y Wallerstein acabaron trasladándose, en los años setenta, a la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY), en Binghamton, que se convirtió durante un tiempo en el centro de los estudios sobre los sistemas-mundo. Así, la visión del sistema-mundo fue consecuencia directa de los movimientos de los años sesenta y uno de sus legados intelectuales más duraderos.

Arrighi llegó a la facultad de Sociología de Binghamton a fines de los años setenta y pasó a ser una pieza clave del programa de licenciatura y del Centro Fernand Braudel para el Estudio de Economías, Sistemas Históricos y Civilizaciones. Aquí, varios grupos de investigación colectiva reunían a estudiantes y profesores para trabajar sobre proyectos comunes. En uno u otro momento, por la facultad de Binghamton pasaron figuras como Anibal Quijano, Bernard Magubane y Walter Mignolo.

La amplitud y el alcance de la obra intelectual de Giovanni Arrighi –desde el análisis del sur de África a su interpretación del auge del sudeste asiático encabezado por China, así como sobre las perspectivas para el Sur Global y un nuevo Bandung– supone un logro sorprendente. Además, tal como señaló Ravi Sundaram –actual director del Centro para el Estudio de la Sociedades en Desarrollo de Delhi– en una conferencia para conmemorar y discutir todo el trabajo de Arrighi en el contexto de la presente crisis que tuvo lugar en mayo de 2009 en Madrid, Arrighi demostraba una generosidad casi sin parangón para con sus interlocutores.(3)

Este tipo de debates en el marco de la solidaridad mutua, en los que tanto creía Giovanni, es sin duda necesario para renovar las fuerzas progresistas en todo el mundo. Así, la noticia de la muerte de Arrighi, que falleció el 18 de junio de 2009 tras una dura batalla contra el cáncer, fue recibida con gran tristeza por el mundo de la academia y el activismo, y por sus amigos, ex alumnos y colegas.

La conferencia organizada en Madrid, en la que se dieron cita personas de todo el mundo –incluidos muchos ex alumnos y colaboradores de Arrighi desde los años sesenta hasta la actualidad– pretendía ser una especie de punto de reencuentro y una oportunidad para discutir la crisis actual y el trabajo de Giovanni. Por desgracia, a última hora y debido a su enfermedad, Giovanni y Beverly Silver, su mujer y compañera intelectual, no pudieron asistir al encuentro.

Gracias a la tecnología moderna, Giovanni y Beverly pudieron seguir partes de la discusión desde la habitación de un hospital en los Estados Unidos. Sin embargo, no se dio el animado intercambio de visiones con Giovanni y Beverly que todos los participantes esperaban con tanta expectación. A pesar de esta dolorosa ausencia de la conferencia –que contó con la participación, entre otros, de Lu Aiguo, Samir Amin, Perry Anderson, Amiya Bagchi (2005), Walden Bello, Robert Brenner, Gillian Hart, Hung Ho-fung, Bill Martin, Emir Sadr, Ravi Palat y John Saul–, y tal como comentó Beverly Silver, se trató, sin duda, de un gran éxito. Durante los cinco días que duraron las jornadas, los debates fueron tremendamente intensos y, a menudo, derivaron en sesiones maratonianas.

Nacido en Milán en 1937, la trayectoria política de Giovanni estuvo definitivamente marcada por la actitud antifascista de su familia. El contexto político en que surgieron estas actitudes estaba caracterizado, por supuesto, por la ocupación nazi en algunas zonas de Italia, el aumento de la resistencia local y la llegada de los aliados. Formado originalmente en economía neoclásica en Italia, tras trabajar un tiempo en algunas empresas, Arrighi acabó emigrando a Zimbabwe (entonces Rhodesia) a principios de los años sesenta.

Como apunta William Martin (2005: 381) en un artículo sobre la importancia de académicos como C.L.R. James, W.E.B. Du Bois y Oliver Cox en la perfilación del concepto, “el análisis de los sistemas-mundo, como la economía capitalista mundial, tiene profundas raíces africanas”.(4)

La emigración de Arrighi (2009) a África fue, según sus propias palabras, “un verdadero renacimiento intelectual”, un viaje en que empezó su “larga marcha de la economía neoclásica a la sociología histórica comparativa”. Aquí, junto con John Saul, Martin Legassick y muchos otros, esta nueva generación de activistas-investigadores desarrolló un análisis político-económico pionero, centrado en las contradicciones generadas por la proletarización y la desposesión del campesinado en el sur de África.

Fue también en Rhodesia donde Giovanni, que en 1966 se hizo miembro de la Unión del Pueblo Africano en Zimbabwe (ZAPU), coincidió con su antiguo alumno –y después amigo y compañero de la ZAPU– Bhasker Vashee, un africano de origen indio con su mismo espíritu internacionalista y que, años después, pasaría a ser director del Transnational Institute, sustituyendo al legendario activista-académico antiimperialista Eqbal Ahmad (2006).(5)

De hecho, Giovanni y Bhasker fueron compañeros de celda al ser detenidos por sus actividades anticolonialistas. Giovanni fue deportado aproximadamente una semana después de su arresto; Basker sólo fue liberado tras un año de prisión incomunicada y tras una larga campaña internacional a favor de su puesta en libertad. En 1966, Giovanni se trasladó a Dar es Salaam, en un momento en el que Tanzania daba refugio a movimientos de liberación nacional de toda África. Aquí, entre los colegas de Arrighi se contaba una larga lista de académicos radicales, como John Saul, Walter Rodney e Immanuel Wallerstein.

Más tarde, Giovanni volvió a Italia para dedicarse a la enseñanza y participó en movimientos que defendían la autonomía de la clase trabajadora, además de ayudar a fundar el Gruppo Gramsci. A fines de los años setenta, Arrighi finalizó una de sus obras clave, La geometría del imperialismo, reeditada en 1983. Fue más o menos en torno a esta época cuando Giovanni empezó a reconceptualizar este trabajo como un puente hacia lo que se convertiría en su libro más significativo, El largo siglo XX, seguido después por (2007) Adam Smith en Pekín: orígenes y fundamentos del s. XXI. La obra de Arrighi es hoy considerada por muchos como el trabajo individual más importante sobre la larga duración y la actual crisis del capitalismo mundial.(6)

Partiendo del trabajo de Smith, Polanyi, Gramsci, Marx y Braudel –y del concepto de éste último del capitalismo como el antimercado–, Arrighi afirma que el capitalismo evolucionó durante una serie de largos siglos, en los que distintas combinaciones de organizaciones gubernamentales y comerciales han dirigido, sucesivamente, unos ciclos sistémicos de acumulación. Estos ciclos se han caracterizado por las expansiones materiales del sistema-mundo capitalista. Cuando estas expansiones alcanzan su límite, el capital se desplaza al ámbito de las altas finanzas, donde la competencia militarizada entre Estados por el capital móvil ofrece algunas de las mayores oportunidades para las expansiones financieras.

Así, la otra cara de la moneda de estas expansiones financieras ha sido el estímulo recíproco de la industrialización militar y las altas finanzas como parte de la reestructuración general del sistema-mundo que acompaña a los otoños de los ciclos sistémicos de acumulación y las estructuras hegemónicas de los que forman parte. Las expansiones financieras desembocaron, en un primer momento, en un auge temporal del poder hegemónico en decadencia, en lo que George Soros ha tildado de la “burbuja de la supremacía norteamericana” tras el derrumbe del imperio soviético y la ruptura de la URSS.

En última instancia, sin embargo, estas expansiones financieras militarizadas dieron lugar a un creciente caos sistémico y a nuevas revoluciones organizativas en un emergente bloque hegemónico de organizaciones gubernamentales y comerciales “dotado de unas capacidades organizativas cada vez más amplias y complejas para controlar el entorno político y social de la acumulación de capital a escala mundial”, un proceso que, como señalaba Arrighi (1994: 14, 18), tiene un claro “límite inherente”.

En este sentido, cabe destacar que Arrighi –a diferencia de Wallerstein, pero al igual que Braudel– no sitúa los orígenes del capitalismo mundial en los Estados territoriales de Europa durante el largo siglo XVI, sino más bien en las ciudades-Estado italianas de los siglos XIII y XIV, en lo que fue un precursor regional del sistema-mundo moderno.

Arrighi dibuja después la alianza del capital genovés y el poder español que produjo los grandes descubrimientos, antes de pasar a analizar la cambiante suerte de las hegemonías holandesa, británica y estadounidense, sus respectivos ciclos sistémicos de acumulación y el desafío planteado a los Estados Unidos por el renacimiento económico del sudeste asiático, al que hoy se ha sumado China.(7)

En volúmenes posteriores, que conformaron lo que Arrighi llamaba una ‘trilogía imprevista’ –Caos y orden en el sistema-mundo moderno (coescrito con Beverly Silver y otros colaboradores, 1999) y Adam Smith en Pekín (2007)–, así como en una serie de artículos y la versión actualizada de El largo siglo XX (próxima publicación), este potente análisis aparece aplicado hasta el presente.

Tomemos, por ejemplo, algunas de las propuestas planteadas por Arrighi y Silver hace ya una década (1999: 273-274, 287-288):

La expansión financiera mundial de los últimos veinte años, más o menos, no es ni una nueva etapa del capitalismo mundial ni el anuncio de una “futura hegemonía de los mercados globales”. Se trata, más bien, del indicio más evidente de que nos encontramos en medio de una crisis hegemónica. Como tal, cabe esperar que la expansión sea un fenómeno temporal que terminará de forma más o menos catastrófica”; (…) [hoy día], la propia expansión financiera parece basarse en fundamentos cada vez más precarios” [lo cual se deriva en una] “reacción” [que] “anuncia que la masiva redistribución de renta y riqueza sobre la que descansa la expansión ha alcanzado o está a punto de alcanzar sus límites.

Y cuando la redistribución ya no se pueda sostener económica, social y políticamente, la expansión financiera está destinada a su fin. El único interrogante que sigue abierto no es si tendrá lugar, sino cuándo y con qué catastróficas consecuencias se derrumbará el actual dominio mundial de los mercados financieros sin regular (…) Pero la ceguera que llevó a los grupos dirigentes de estos Estados a confundir el “otoño” con una nueva “primavera” de su poder hegemónico supuso que el fin llegara antes y de forma más catastrófica de lo que hubiera podido ser de otro modo (…) Hoy se hace evidente una ceguera parecida”.

[Y así], “la caída, más o menos inminente, de Occidente de los puestos de mando del sistema capitalista mundial no sólo es posible, sino probable (…) los Estados Unidos tienen incluso una mayor capacidad que Gran Bretaña hace un siglo para convertir su hegemonía en declive en una dominación explotadora. Si el sistema acaba hundiéndose, será fundamentalmente por la resistencia de los Estados Unidos a ajustarse y acomodarse a las nuevas circunstancias. Y viceversa: que los Estados Unidos se ajusten y se acomoden al creciente poder económico del sudeste asiático es una condición esencial para una transición no catastrófica hacia un nuevo orden mundial”.

En Adam Smith en Pekín, Arrighi retomó muchos de estos temas bajo la perspectiva del nuevo auge de un este asiático centrado en China y la despiadada apuesta norteamericana para mantener su dominio hegemónico con la invasión y la ocupación de Iraq, territorio que alberga las segundas mayores reservas de petróleo del mundo. En lugar de anunciar una nueva etapa de la hegemonía estadounidense, como esperaban sus artífices, Arrighi (2007) hizo hincapié en cómo las ambiciones del Proyecto por un Nuevo Siglo Estadounidense, cuyos miembros ocupaban cargos clave en la Casa Blanca de Bush, ha incrementado la probabilidad a largo plazo de que cada vez hablemos más de los Estados Unidos en el contexto de la “era asiática” del siglo XXI y de lo que los comentaristas ya han empezado a llamar “el Consenso de Beijing” (Ramo, 2002).(8)

Adam Smith en Pekín, al igual que sus predecesores, exige una atenta lectura, teniendo en cuenta lo denso del análisis y lo ambicioso de su alcance. Como señala el propio Arrighi (2007: xi), el objetivo del libro es “ofrecer una interpretación tanto del actual desplazamiento del epicentro de la economía política mundial desde Norteamérica hacia Asia oriental a la luz de la teoría de Adam Smith sobre el desarrollo económico como una interpretación de La riqueza de las naciones a la luz de dicho desplazamiento”.

Al mismo tiempo, el libro aborda otras cuestiones, como los motivos de lo que Kenneth Pomeranz (2000) denomina la “gran divergencia” entre Europa occidental, sus ramas colonas y Asia oriental. En la última parte del libro, Arrighi analiza la creciente divergencia entre el poder militar de los Estados Unidos en todo el mundo y el creciente poder económico de Asia oriental, como lo demuestra la acumulación de miles de millones de dólares de superávit en el este asiático encabezado por China y su inversión en valores del Tesoro estadounidense y otros activos en dólares, incluidas las hipotecas de alto riesgo o ‘basura’. Estos hechos son considerados anómalos, sin precedentes en ciclos sistémicos de acumulación anteriores ni en ciclos hegemónicos afines.

Además, el libro de Arrighi, partiendo de una serie de borradores anteriores publicados en New Left Review (NLR), dibuja un reconocimiento y una crítica –aunque desde una perspectiva histórico-mundial comparativa– del trabajo reciente de Robert Brenner (1998, 2002, 2006), que muchos consideran la teoría más convincente del actual largo ciclo descendente y la crisis del capitalismo mundial.

Brenner es un académico ya famoso por su trabajo sobre los orígenes del capitalismo. En muchos sentidos, esta combinación de reconocimiento y crítica de Brenner no resulta sorprendente e ilustra el método de Arrighi que, como profesor y académico, siempre instaba a sus alumnos y colegas a combatir los puntos más fuertes de un argumento, no los más débiles.

Bob Brenner (1977, 1981) es, sin duda, uno de los principales detractores del análisis del sistema-mundo, que en un principio criticó como una forma de “marxismo neo-smithiano”. Su labor sobre los orígenes del desarrollo capitalista dieron después lugar al llamado “debate Brenner” (Aston y Philpin, 1987). En muchos sentidos, teniendo en cuenta sus respectivos análisis de los orígenes del desarrollo capitalista, Arrighi y Brenner no podían estar más lejos. La crítica de Brenner a la perspectiva del sistema-mundo de Wallerstein pasaba fundamentalmente por el papel preponderante que Brenner concede a las relaciones entre clases y la lucha de clases en la agricultura, excluyendo prácticamente todo lo demás, situando los orígenes del desarrollo capitalista en el campo inglés. Wallerstein y Arrighi, en cambio, sitúan dichos orígenes en el contexto de un sistema-mundo en expansión, que funciona con una única división del trabajo, que supera los límites territoriales de los Estados-nación.

Aún así, en lo que se refiere a la agricultura capitalista, Wallerstein y Brenner –a pesar de sus grandes diferencias y siguiendo la tradición de la escuela de Annales, muy centrada en la historia rural– tienen más en común entre sí que con el tratamiento de los orígenes del capitalismo que Arrighi elabora en El largo siglo XX (véase también Brenner e Isett, 2002). En la obra de Arrighi (1994, 1998), el capitalismo agrícola tiene un papel modesto o nulo en los orígenes del desarrollo capitalista a escala mundial.

Esto difiere claramente de la visión de Wallerstein en El moderno sistema mundial, cuyo primer volumen, al fin y al cabo, lleva por subtítulo La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI. En este punto, tal y como apunta Walter Goldfrank en uno de sus artículos (2000:162), la perspectiva de Wallerstein tenía mucho en común con la clásica obra de Barrington Moore Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia (1966).

En cambio, la versión de Braudel de la historia capitalista, siguiendo a Oliver Cox (1959), situaba al capitalismo en el máximo nivel del comercio y las altas finanzas mundiales –y sólo en menor medida en la industria–, y ésa es la idea con la que Arrighi coincidía fundamentalmente. La actual crisis del capitalismo a escala mundial parece un momento especialmente oportuno para volver a plantear estos importantes debates sobre la naturaleza del desarrollo capitalista, sus orígenes, sus trayectorias futuras, su posible desaparición y alternativas realistas. Una cuestión clave es qué tipo de sistema o sistemas alternativos se acercarían más al orden u órdenes mundiales más democráticos, igualitarios, pacíficos y socialmente justos que busca la humanidad.

En cuanto a la presente crisis, Arrighi y Brenner tienen mucho más en común en lo que se refiere al análisis del largo ciclo ascendente y del consiguiente largo ciclo descendente. Aunque parezca paradójico, Brenner –la persona que arremetió contra el “marxismo neo-smithiano”– ofrece una visión de la crisis que se parece bastante al análisis neo-smithiano que hace Arrighi sobre el fin de todas las expansiones materiales: la creciente competencia reduce los beneficios. Así, tanto Arrighi como Brenner consideran que la crisis actual no es tanto una crisis financiera propiamente dicha como la muestra de una crisis del capitalismo mucho más profunda, que se remontaría al largo ciclo descendente de los años setenta.

Brenner, sin embargo, considera que esta crisis se caracteriza en gran medida por la sobreproducción, mientras que Arrighi opina que el ciclo descendente se debe básicamente a la sobreacumulación. Otro aspecto que Arrighi destaca (2007), a diferencia de Brenner, pasa por relacionar más claramente el actual ciclo largo descendente con la crisis de la hegemonía estadounidense –algo parecido, salvando las distancias, a los problemas a los que se enfrentó la hegemonía británica a fines del siglo XIX y principios del XX–, así como a los diversos grados del creciente poder de la clase trabajadora.(9)

Curiosamente, Brenner, que antes había subrayado el protagonismo de la lucha de clases en los orígenes del desarrollo capitalista, prácticamente pasa por alto el papel de la clase obrera y la lucha de clases para explicar el origen del largo ciclo descendente y se centra, de forma casi exclusiva, en la rivalidad intracapitalista entre Japón, Alemania y los Estados Unidos.

La atención de Brenner a la producción en Japón, Alemania y los Estados Unidos se diferencia también del acento de Arrighi en el dinero, las finanzas y la financiarización en el contexto de la actual crisis de la hegemonía estadounidense.

Arrighi destaca, en concreto, el crecimiento exponencial de los mercados monetarios extranjeros, el desmantelamiento del sistema de cambios fijos de Bretton Woods y el paso a un sistema cambiario flexible en el marco de la guerra de Vietnam y la crisis fiscal general de lo que James O’Conner denomina “el Estado militar del bienestar” de los Estados Unidos. La consiguiente liberalización de los controles sobre el capital en gran parte del mundo que fue de la mano de este paso a los cambios flexibles ha desembocado, como se predijo, en burbujas especulativas y repetidas crisis financieras mundiales.

Para Arrighi, un momento especialmente decisivo en este sentido llegó con la expansión financiera militarizada, encabezada por los Estados Unidos, de fines de los años setenta y principios de los ochenta, en la que los Estados Unidos competían por el capital móvil en los mercados de capital mundiales adquiriendo créditos con los medios más regresivos posibles. Esto supuso un giro crucial, ya que fue durante esta época cuando Washington abandonó su anterior tolerancia por formas de desarrollismo a favor de una contrarrevolución en la política del desarrollo asociada con el llamado “Consenso de Washington”, que se sigue desplegando hoy en día en el contexto del desmoronamiento del capitalismo “neoliberal” (véase Serra y Stiglitz, 2008; Eatwell y Taylor, 2000; Arrighi, 1994, 2002).

Peter Gowan (1999), con su libro La apuesta por la globalización: la geoeconomía y la geopolítica del imperialismo euro-estadounidense y una serie de artículos relacionados (véase también Davis, 1986; véase también Sassen, 2008), fue uno de los mejores analistas de este proceso de globalización empresarial-estatal capitaneada por los Estados Unidos. Gowan prestaba una especial atención a la ofensiva de lo que Jagdish Bhagwati (2002) denomina “el complejo Wall Street-Tesoro” –repleto de ahorros de inversores asiáticos– para abrir los mercados asiáticos a través de la guerra financiera.

La eliminación de los controles sobre el capital, la desregulación de los mercados financieros y el crecimiento del capital financiero especulativo –desde los derivados a los fondos de alto riesgo– en el marco del aumento de las exportaciones chinas condujo directamente a la crisis económica asiática de 1997 y a los consiguientes intentos por mejorar la integración financiera regional.(10) Esta importante obra de Gowan –ex investigador del Transnational Institute y miembro del equipo de redacción de New Left Review durante muchos años, también fallecido el pasado junio– le valió la entrada al selecto club de los más destacados analistas del poder estadounidense, entre los que también sobresale el brillante lingüista y destacado pensador político Noam Chomsky (1982, 1991, 1993, 2007, 2010).(11)

Poco antes de su muerte, Arrighi (2009) reflexionaba sobre su propia obra en una entrevista realizada por David Harvey, uno de los más renombrados expertos en capitalismo. Harvey le preguntaba a Arrighi: “La actual crisis del sistema financiero mundial parece la reivindicación más espectacular de las predicciones teóricas que has sostenido desde hace mucho tiempo más allá de lo que nadie podía imaginar. ¿Hay de todas formas aspectos de esta crisis que te hayan sorprendido?”. Arrighi (2009:90) le respondió aludiendo a los distintos elementos que le habían pasado por alto: los detalles de las burbujas especulativas, desde el auge de las punto com y la megaburbuja inmobiliaria a la determinación de la belle époque de la hegemonía estadounidense, que considera que ganó impulso con Clinton, antes de apuntar que: “con la explosión de la burbuja de la vivienda, lo que estamos observando ahora es, con toda claridad, la crisis terminal de la centralidad financiera y de la hegemonía estadounidenses” (véase también Canova, 2008).

Entre los principales aspectos de la definición de los períodos del capitalismo mundial según Arrighi (1994: 4-5; 2009: 90-94), se encuentra la convergencia fundamental con el acento que pusieron Braudel y Schumpeter en la flexibilidad del capitalismo, su no especialización y su capacidad para cambiar y adaptarse. También aquí radica el papel privilegiado del capital monetario y el sistema de deudas nacionales para reiniciar el capitalismo, ya que se acumula en centros en declive y busca futuros beneficios invirtiendo en potencias hegemónicas al alza, desde Venecia a los Estados Unidos.(12) Igual de importante es el constante énfasis de Arrighi en la geohistoria; Arrighi demuestra cómo las diversas combinaciones de geografía e historia han hecho y deshecho fortunas capitalistas.

Otro de los aspectos más importantes del análisis de Arrighi –al que se suele prestar poca importancia y que es fundamental para entender su uso del concepto de hegemonía de Gramsci en el contexto del capitalismo como un sistema global– es que las repetidas batallas entre las potencias capitalistas y territoriales han sido decisivas para la creación y la recreación del capitalismo mundial. En este sentido, aunque pocas veces se menciona, las potencias capitalistas y territorialistas de Arrighi eran, en gran medida, sinónimo de las repetidas batallas entre las potencias navales y, después, aéreas (Venecia, las Provincias Unidas, Inglaterra, los Estados Unidos) y las potencias continentales territorialistas (España, Francia, Alemania y la URSS).

Como Arrighi subraya, las expansiones financieras y la rivalidad por el capital móvil y el creciente caos sistémico que, por norma, caracterizan a las transiciones hegemónicas fueron recreando el mundo sobre unas bases sociales cada vez más estrechas y militarizadas. La trayectoria del poder estadounidense desde fines de los años setenta lo demuestra de forma bastante clara (Gowan, 1999; véase también Reifer, 2007). Sin embargo, en última instancia, estas repetidas expansiones militarizadas terminaron, sin excepción, con la recreación del sistema mundial sobre unas nuevas bases sociales bajo una potencia hegemónica en alza o, al menos, con la caída del rival continental.

El último ejemplo de derrumbe de un rival continental fue la dramática caída del imperio soviético en Europa oriental y la ruptura de la propia Unión Soviética, de forma que gran parte de la región ha vuelto ahora a su papel de Tercer Mundo, en una batalla que se libró tanto en los mercados mundiales de capital como en cualquier campo de batalla, como no se cansaba de recalcar Arrighi (véase también Berend, 1996). En este panorama, no sólo se revela el eclecticismo y la flexibilidad del capitalismo, sino también la naturaleza evolutiva y dinámica de este sistema en expansión a medida que crecía hacia un alcance global.

Otro aspecto crítico de la obra de Arrighi (1990, 1991, 2002) es el análisis de distintas regiones-mundo y las desigualdades en la renta mundial. En este sentido, Arrighi siempre intentó tener en cuenta: a) la herencia precolonial b) el impacto del colonialismo y c) la trayectoria poscolonial, en el marco de un análisis histórico mundial comparativo. La idea de los últimos trabajos de Arrighi (1991, 2002) era combinar su análisis comparativo de largo plazo del África subsahariana con su trabajo más reciente sobre Asia oriental, así como analizar el desarrollo en otras regiones, desde la experiencia de Europa oriental a lo que él denominaba “el núcleo orgánico de la economía-mundo capitalista”, incluidos Europa occidental, Japón y los Estados Unidos.

Otro elemento destacable del trabajo de Arrighi (1998) fue replantear lo que él llamaba “los no debates de los años setenta” (primero entre Theda Skocpol, Robert Brenner y Immanuel Wallerstein y, después, entre Wallerstein y Braudel). Aquí, Arrighi señalaba que por útiles que hubieran resultado estos no debates en el pasado para proteger algunas agendas de investigación contra su desaparición prematura, “finalmente resultaron contraproducentes para la plena realización de sus potencialidades. Opino que el análisis de los sistemas-mundo hace tiempo que llegó a este nivel y que sólo se puede beneficiar de una discusión dinámica de cuestiones que se deberían haber debatido hace mucho tiempo pero que nunca se debatieron”.

En este contexto, Perry Anderson (2007: Ch.12), redactor durante años de New Left Review, comparte algunos pasajes especialmente reveladores en su ensayo sobre la importante obra de Brenner.(13) Tras examinar el argumento de Brenner sobre el papel central del capitalismo agrícola en Inglaterra –excluyendo prácticamente todo lo demás, como el papel de las ciudades y del comercio (exterior)– en los orígenes del desarrollo capitalista, Anderson (2007: 251), de forma muy elocuente, admite:

Más allá de la fuerza de este caso, siempre ha habido dificultades con su contexto general. La idea del capitalismo en un solo país, tomada literalmente, es sólo un poco más plausible que la del socialismo en un solo país (…) Históricamente, tiene más sentido contemplar el surgimiento del capitalismo como un proceso de valor añadido que ganaba en complejidad a medida que se movía a lo largo de una cadena de lugares interrelacionados. En esta historia, el papel de las ciudades fue siempre central (…) Los terratenientes ingleses nunca podrían haber iniciado su conversión hacia la agricultura comercial sin el mercado de la lana en las ciudades flamencas (véase también Jameson, 1998: 136-161).

No me consta que nadie haya apuntado aún a la confluencia entre Brenner y Wallerstein –en marcado contraste con el trabajo de Braudel y de Arrighi– sobre la relevancia del capitalismo agrícola (en Inglaterra para Brenner y en Inglaterra y las periferias emergentes de la economía-mundo en las Américas y en Europa oriental para Wallerstein) en la emergencia del capitalismo. Sin duda, las diferencias son aún mayores que las similitudes: para Brenner, el capitalismo se desarrolla en el campo del Estado-nación inglés y, para Wallerstein, en el contexto del incipiente sistema-mundo. En su obra El moderno sistema mundial, Wallerstein elaboró un esquema brillante de las interrelaciones entre el capitalismo agrícola y el máximo nivel del comercio y las finanzas mundiales de Braudel.

Sin embargo, hasta la fecha, nadie ha analizado en profundidad cómo estas formas dinámicas de capitalismo agrícola podrían relacionarse con el crecimiento del capitalismo en el máximo nivel del comercio y las finanzas mundiales que plantea Braudel en su trilogía clásica Civilización y capitalismo, del siglo XV al XVIII y Arrighi en El largo siglo XX. En muchos sentidos, no resulta sorprendente, ya que una de las principales ideas de la obra de Braudel y Arrighi –a diferencia de Annales y Brenner, que conceden una gran importancia a la historia rural– pasa por relativizar la importancia potencial de la agricultura en los orígenes del sistema-mundo del desarrollo capitalista.

En este contexto, resulta significativo el retorno de Arrighi a su propio trabajo anterior sobre el papel de la oferta de mano de obra, basándose en la importante obra de Gillian Hart (2002) sobre el tema en el este asiático y el sur de África. Hart llama la atención sobre las contradicciones de la acumulación del capital a través de la desposesión mediante la plena proletarización, como señala Arrighi, de lo que Samir Amin (1976) denomina “las reservas de mano de obra de África” en todo el sur de África, incluido el país del apartheid (véase también Mamdani, 1996). Aquí, la combinación de colonialismo blanco –en el marco de la expansión de la agricultura capitalista, el descubrimiento de extensas reservas de riquezas naturales y una continua falta de mano de obra– condujo a los colonialistas blancos a promover la total desposesión de una gran parte del campesinado africano para proporcionar mano de obra barata a las minas, primero, y a la industria manufacturera, después. Con el tiempo, sin embargo, la plena proletarización de estos grupos terminó incrementando los costes laborales y desembocando en un creciente estancamiento económico.

Esta experiencia surafricana de la acumulación a través de la desposesión en el contexto del colonialismo blanco contrasta marcadamente, como subraya Gillian Hart (2002), con las experiencias de “éxito de desarrollo” del este asiático, incluido el reciente auge económico de China. La trayectoria del este asiático ha pasado por la acumulación del capital sin un proceso de desposesión, combinada con un “desarrollo e industrialización rurales” (por ejemplo, mediante iniciativas de empresas en aldeas). “Así como la tradición surafricana, en última instancia, ha reducido los mercados nacionales, aumentado los costes de reproducción y disminuido la calidad de la mano de obra, la tradición del este asiático ha ampliado los mercados nacionales, reducido los costes de reproducción y mejorado la calidad de la mano de obra” (Arrighi, Aschoff y Scully, 2009: 39-40; véase también Hart, 2002: 206-231).(14)

La paradoja aquí –resaltada por Arrighi y sus colaboradores– es que la plena proletarización de los productores originales a través de la acumulación mediante desposesión, aunque normalmente se asociaba con los orígenes de un desarrollo capitalista fructífero, se ha convertido en uno de los principales obstáculos a ese tipo de desarrollo en el sur de África, así como quizá en muchas otras regiones del Sur Global. Así pues, se parte de distintas trayectorias de acumulación –con o sin desposesión y políticas de exclusión racial– para analizar la discrepancia radical de las experiencias de desarrollo del este asiático y del sur de África. Para abordar estos desafíos, especialmente la necesidad de redistribuir tierras y mejorar la educación y el bienestar social de la mayoría de los africanos, se presentan varias recomendaciones (Arrighi, Aschoff & Scully, 2009; véase también Sen, 1999).(15)

El trabajo de Hart y Arrighi sobre la acumulación con y sin desposesión en las trayectorias contemporáneas de desarrollo en el sur de África y el este asiático también podría arrojar cierta luz sobre la cuestión de los orígenes del desarrollo capitalista en la agricultura analizado por Brenner y Wallerstein. De hecho, y aunque no se ha hecho hasta el momento, es posible imaginar el establecimiento de una serie de vínculos geohistóricos entre la obra de Marx, Wallerstein, Braudel y Arrighi sobre “el máximo nivel del comercio y las altas finanzas” (junto con el trabajo de Barrington Moore, Brenner, Wallerstein y otros sobre el capitalismo agrícola, que relaciona estos acontecimientos en una síntesis original).

La idea aquí pasaría por demostrar más claramente –como, por ejemplo, a través del tratamiento clásico que Wallerstein concede a estas cuestiones en El moderno sistema mundial y mediante una relectura del “debate Brenner” y de lo que Giovanni denomina “los no debates de los años setenta”– cómo la agricultura capitalista, la urbanización y lo que Arrighi llama el “sistema capitalista de formación del Estado y libramiento de la guerra”– están estrechamente interrelacionados en los orígenes históricos mundiales del desarrollo capitalista, como Perry Anderson parece sugerir en el pasaje de Spectrum citado anteriormente. Estos debates sobre pasado y presente están, por supuesto, interrelacionados; las digresiones del pasado plantean, en esencia, preguntas sobre el presente y reflejan inquietudes de hoy día.

Tal como indicaba la revista New Left Review (1977: 1) en una introducción editorial a la crítica de Brenner al llamado ‘marxismo neo-smithiano’ a fines de los años setenta:

El famoso debate en los años cuarenta entre historiadores marxistas –Dobb, Sweezy, Hilton, Takahashi y otros– sobre los orígenes del capitalismo representa uno de los intercambios internacionales más duraderos sobre una cuestión teórica fundamental que haya tenido jamás lugar en el marco del materialismo histórico. Las implicaciones de sus lecturas encontradas de cómo surgió el capitalismo y por qué lo hizo en determinadas regiones del mundo en lugar de otras revestían un interés que excedía lo meramente histórico.

Estas lecturas influyen en la evaluación de la situación de la lucha de clases a escala mundial hoy día, las interpretaciones del Estado burgués y las concepciones de la transición del capitalismo al socialismo. El debate también conllevó una serie de problemas teóricos clave sobre la naturaleza del determinismo histórico, la relación entre economía y política, y la validez del análisis básico de Marx del capitalismo.(16)

Se podría decir algo muy parecido con respecto a los debates actuales sobre estas cuestiones. En los últimos años, Arrighi esperaba elaborar una recopilación de su trabajo más importante desde la óptica de la desigualdad global. Lamentablemente, Arrighi no podrá terminar esta labor, aunque espero que haya otros que reunirán sus trabajos más importantes sobre el tema y les darán la amplia difusión que se merecen. Uno no puede dejar de preguntarse hasta qué punto Arrighi habría basado esta iniciativa en el destacado trabajo sobre la desigualdad desarrollado en las últimas décadas por personas como Jean Dreze, Amartya Sen, Amiya Kumar Bagchi (2005), Charles Tilly (1999), Branko Milanovic (2005) y Roberto Korzeniewicz, entre otros.(17)

Por otro lado, no se podría rendir mejor homenaje a Giovanni Arrighi y su búsqueda de un sistema mundial más humano que volviendo a estas cuestiones fundamentales de nuestro tiempo, que forman parte de nuestros esfuerzos colectivos para entender el mundo y transformarlo en un lugar más pacífico, socialmente justo, medioambientalmente sostenible e igualitario en todos los sentidos.

Entre las pérdidas más significativas en la vorágine de la vida contemporánea del siglo XXI, dominada por la cultura de lo inmediato y de lo que Noam Chomsky –tomando prestadas las palabras de Isaiah Berlin– llama ‘el clero secular de los intelectuales de elite, se encuentran la práctica desaparición de cualquier intento por analizar el presente desde la perspectiva de la larga duración. La obra de Giovanni Arrighi –y la de sus colaboradores y tantos estudiantes y activistas a los que ha servido de inspiración– representa un esfuerzo pionero precisamente en ese sentido. Como decía mi amigo y compañero Wilbert van der Zeijden, pensando en la pérdida durante el pasado mes de junio de dos de los más grandes intelectuales de nuestro tiempo, Giovanni Arrighi y Peter Gowan, “sólo podemos esperar que nuestra generación sea lo bastante inteligente como para seguir avanzando a partir de sus investigaciones, pensamiento y perspectivas”.

Así que, en palabras de los movimientos de liberación africanos, ¡a luta continua!

27/8/2009

Tom Reifer es profesor adjunto de Sociología de la Universidad de San Diego e investigador adjunto del Transnational Institute.

Notas

Me gustaría expresar mi agradecimiento a todos los participantes de la conferencia internacional sobre la obra de Giovanni Arrighi y la actual crisis patrocinada por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid por estimular un debate que ha influido mucho en mi propio pensamiento. Gracias también a Tom Doberzeniecki por sus útiles comentarios. Asumo, por supuesto, la responsabilidad por cualquier posible error u omisión.

La revista Journal of World-Systems Research publicará próximamente una versión previa de este ensayo.

(1) Según su página web en la Universidad Johns Hopkins, donde Arrighi trabajó en su día como director del Instituto de Estudios Globales sobre Cultura, Poder e Historia y como catedrático entre 2003 y 2006, y donde daba clases desde fines de los años noventa, finalmente recibió uno de los mayores honores del centro, la cátedra de Sociología George Armstong Kelly. La página explica también que “Giovanni contará con un acto en su honor en la convención anual de la Asociación de Sociología de los Estados Unidos, con una sesión titulada ‘Desde Rhodesia a Pekín: reflexiones sobre la labor académica de Giovanni Arrighi”, el sábado 8 de agosto en el Hilton San Francisco”.

(2) Véase también el importante trabajo de Branko Milanovic (2005), que bebe de las importantes aportaciones de Arrighi sobre las desigualdades de la renta mundial para analizar la actual polarización global de la riqueza.

(3) Se prevé que las ponencias de la conferencia, patrocinada por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, se publiquen próximamente en un único volumen.

(4) Véase también la destacada colección en volúmenes editada por Aquino de Braganca e Immanuel Wallerstein, The African Liberation Reader: Documents of the National Liberation Movements, Zed Press, 1982.

(5) Los textos de Ahmad (2006) están recopilados en un imponente volumen. Amigos durante años, el difunto Edward Said le dedicó su libro Cultura e imperialismo (Barcelona: Anagrama, 2004).

Sobre Basker, véase la breve biografía, una curiosa entrevista con él y los distintos tributos, incluido el del propio Arrighi, en la página web del Transnational Institute, que patrocina una charla anual en memoria de Basker Vashee y que esperaba que Arrighi se hubiera podido encargar de la próxima.

(6) Para hacerse una idea de sus logros, véanse las distintas entradas de Ingham y Reifer en The Cambridge Dictionary of Sociology, 2006. Véanse también las brillantes reseñas de Frederic Jameson en The Cultural Turn, capítulos 7-8, New York: Verso, 1998, pp. 136-189.

El largo siglo XX, que salió publicado en 1994, no dibuja en detalle, por supuesto, la actual crisis de las últimas décadas, un tema que Arrighi trató en (2007) Adam Smith en Pekín. Sin embargo, como se comenta más adelante, el marco analítico que Arrighi estableció a principios de los años noventa se revela muy profético a la luz de la debacle financiera de 2008 y 2009. Más adelante, examinaremos la opinión de Arrighi (2007) sobre lo que se suele considerar el análisis alternativo más importante e integral de la actual crisis, propuesto por Robert Brenner (2003, 2006). Véase también Arrighi y Silver, 1999, al que también aludiremos más adelante.

(7) Nuestra interpretación del papel clave del capitalismo financiero y cosmopolita genovés en la conformación del mundo moderno se está viendo transformada hoy día gracias a la titánica aunque poco conocida labor de uno de los ex alumnos de Fernand Braudel, Giuseppe Felloni, que se ha pasado unos treinta años estudiando y catalogando los archivos –escritos en latín– del legendario Banco di San Giorgi de Génova. Sobre el trabajo de Felloni, véase Vincent Boland, “The World’s First Modern, Public Bank”, Financial Times, 17 de abril de 2009, y las referencias citadas en él.

(8) Véase también la Declaración de Beijing.

(9) Véase también el interesante artículo de Beverly J. Silver y Giovanni Arrighi, “Workers North & South”, Socialist Register 2001, editado por Leo Panitch y Colin Leys, London: Merlin Press, 2000, pp. 53-76, el artículo de Arrighi (1990) “Marxist Century, American Century: The Making & Remaking of the World Labour Movement”, New Left Review 179, enero/febrero de 2009, pp. 29-64, y Silver, 2003.

(10) Un trabajo fundamental sobre el importante papel de los fondos de alto riesgo durante la crisis –que echa por tierra gran parte de la ortodoxia neoliberal preponderante– es Gordon de Brouwer (2001), Hedge Funds in Emerging Markets, Cambridge University Press. Véase también Alfred Steinherr’s Derivatives, John Wiley, 1998, 2000. Para un excelente análisis del crecimiento de la integración financiera de Asia oriental, véase Injoo Sohn (2005, 2007). Finalmente, véase también Eatwell & Taylor, 2000, así como Helleiner (1994), y Panitch y Konings (2008).

(11) Véase una muestra del compromiso de Gowan con la perspectiva del sistema-mundo en su importante reseña de Caos y orden en el sistema-mundo, de Arrighi y Silver, en New Left Review 13, enero/febrero de 2002, pp. 136-145 y su “Contemporary Intracore Relations & World-Systems Theory”, en Christopher Chase-Dunn y Salvatore Babones, eds., Global Social Change, Baltimore: Johns Hopkins, 2006, pp. 213-238, en el que Gowan analiza el destacado trabajo de Christopher Chase-Dunn y Thomas Hall (1997) y de Chase-Dunn, 1989. Chase-Dunn es actualmente director del Instituto de Investigación sobre Sistemas-Mundo (IROWS) en la Universidad de California Riverside.

(12) Para un interesante artículo sobre el papel clave –y a menudo olvidado– del dinero y la banca en los orígenes y el desarrollo del capitalismo, véase Geoffrey Ingham, “Capitalism, Money & Banking: A Critique of Recent Historical Sociology”, British Journal of Sociology, Volume no. 50, Issue no. 1, marzo de 1999, pp. 76-96. Véase también Ingham 2004, 2008.

Para uno de los mejores blogs sobre la actual crisis financiera, véase el sitio web del Transnational Institute y el Institute for Policy Studies: www.casinocrash.org – “pensamiento crítico sobre la crisis financiera y económica”.

(13) En este capítulo, Anderson (2007) desarrolla uno de los debates críticos más elaborados sobre el análisis de Brenner del largo ciclo descendente, analizando sus virtudes y las cuestiones teóricas y empíricas que deja sin respuesta. Entre los principales puntos débiles de Brenner, según señala Anderson (2007: 261-262; véase también Arrighi, 2007: 139-142), estarían: a) el presupuesto, y no la argumentación, del papel protagonista de la producción material, concretamente de la fabricación industrial, en la interpretación del largo ciclo descendente y b) la poca atención teórica (tan habitual entre los economistas después de Marx) que se presta al papel del dinero, las divisas y los tipos de cambio, así como a la importancia del dominio del dólar estadounidense en el sistema global (este último punto es, precisamente, uno de los más fuertes del trabajo de Arrighi). El ensayo de Anderson incluye una discusión preliminar sobre las primeras críticas de Arrighi a Brenner, posteriormente revisada e incluida en Adam Smith en Pekín.

Otra cuestión clave que aún queda por abordar con mayor detalle es el vínculo entre la profunda estructura del capitalismo Estatal-empresarial militarizado de los Estados Unidos y el poder estadounidense en el conjunto del sistema global.

(14) Giovanni Arrighi, Nicole Aschoff y Benjamin Scully, “Accumulation by Dispossession & its Limits: The Southern African Paradigm Revisited”, 17 de febrero de 2009, artículo inédito de próxima publicación. Los autores (2009: 8-10) también citan la sugerencia de Hart (2002: 199-200) de que entendamos este análisis de las diferencias histórico-comparativas entre las trayectorias de desarrollo del sur de África y el este asiático como una forma para “replantear debates de economía política clásicos y revisar la premisa teleológica sobre la ‘acumulación primitiva’ a través de la que la desposesión se ve como un concomitante natural del desarrollo capitalista”.

Para una larga revisión histórica sobre las desigualdades en Sudáfrica, véase el destacado trabajo de Terreblanche (2005).

(15) Una forma interesante de realizar este análisis comparativo podría pasar por incluir más plenamente la experiencia de América Latina. Para una primera idea de este tipo de análisis, en que se comparan los ejemplos del este asiático, bajo la influencia de Japón, y de América Latina, bajo la influencia de los Estados Unidos, en lo que se refiere a los modelos de desarrollo e industrialización, véase el excelente trabajo del fallecido Fernando Fajnzylber, 1990a, b; véase también Reifer, 2006: 133-135; así como Janvry, 1981. Para un análisis sobre la importancia de las cuestiones medioambientales en el desarrollo sostenible, véase Faber, 1993. Para debates más amplios sobre la creciente relevancia de las cuestiones medioambientales en las luchas por el desarrollo sostenible y la justicia social, véase la revista Capitalism, Nature & Socialism.

(16) Véase también las aportaciones al debate reunidas en The Transition from Feudalism to Capitalism, Verso, 1976, con una introducción de Rodney Hilton.

(17) Korzeniewicz –otro de los ex alumnos de Arrighi– y sus colegas son autores de lo que será, sin duda alguna, una obra de referencia sobre las desigualdades globales, Unveiling Inequality (próxima publicación, Russell Sage Foundation, 2009).

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Fuente: http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/?x=2566

Mercado de pinturas en Centroamérica reñido (octubre de 2015)

Mercado de pinturas en Centroamérica reñido: Nuevas alianzas, compras y expansiones (octubre de 2015, Estrategia y Negocios)

El mosaico del sector pinturas centroamericano luce más colores que nunca. Los competidores estrenan alianzas, compras, marcas y nuevos territorios. Todos los canales de comercialización y los nichos de mercado están en disputa.

Por Velia Jaramillo, estrategiaynegocios.net

En 2012, el colombiano Grupo Orbis comenzó a remover el mercado, al concluir la adquisición en Costa Rica de Grupo Kativo, en una transacción que superó los US$120 millones. Con la compra, los colombianos afianzaron su incursión en territorio centroamericano, la que habían iniciado a finales de 2011 con la adquisición de Vastalux, empresa de origen costarricense, por US$5 millones.
Con ambas adquisiciones, Orbis alcanzó, según sus directivos, cerca del 30% de participación en el mercado centroamericano. Con Kativo, los colombianos tomaron control de un negocio con un canal propio de 68 tiendas a lo largo de toda la región y con marcas líderes como Protecto.

Luego vino en 2014 la venta de Comex al gigante global PPG Industries por un valor de US$2.300 millones, dando paso a PPG Comex. El pasado junio, Diego Foresi, director general de PPG Comex Latinoamérica informó a E&N que la compra se había completado y anunció que PPG Comex fortalecerá la operación en Centroamérica, con más de 90 tiendas.

La fusión de PPG con Comex tuvo otro efecto relevante en el mercado: Glidden, la marca número uno de Panamá, propiedad de PPG y operada por Pintuco desde su adquisición de Kativo, que manejaba dicha franquicia, pasó a ser manejada por Comex desde este año. Ahora Comex se prepara para relanzar Glidden en la región, con énfasis en Panamá.

El otro gran competidor regional, Grupo Solid, protagonizó el último movimiento relevante: compró en 2014 Pinturas Modelo, líder en el mercado nicaragüense con lo cual consolidó su liderazgo en ese mercado, destacó la CEO de Solid, Yara Argueta.
En busca del mercado regional

¿Cómo están abordando los actores presentes regionalmente estos mercados? Hay estrategias distintas. La penetración regional puede darse por la vía de adquirir o montar plantas locales. Así lo hizo Pintuco, que compró la Kativo con plantas en Costa Rica, Honduras y Panamá. Grupo Solid, por su parte, aunque adquirió la operación de Modelo en Nicaragua, decidió cerrar la fábrica y servir al mercado nicaragüense con productos de su planta en Guatemala.

PPG Industrias, después de adquirir Comex pasó a tener 156 fábricas en el mundo. Comex no fabricaba en Centroamérica y, tras la fusión, “los productos llegarán a Centroamérica desde la planta que creamos más conveniente para el mercado que atendemos”, dijo Diego Foresi, director general de PPG Comex Latinoamérica. No obstante, expuso, “nuestro plan de expansión geográfica considera también un centro de manufactura en la región”.
Para Javier Castillo, presidente de la Gremial de Fabricantes de Pintura en Guatemala: “Las costumbres de compra de pinturas en Centroamérica por país no son exactamente las mismas, las empresas tienden a tener cierto liderazgo en el punto de fabricación”. Un estudio de mercado, en Guatemala, refiere, confirmó que el 80% de la venta total de pinturas proviene de productoras nacionales.
Mercado bajo asedio
Detrás de todos estos movimientos de las empresas líderes, está la búsqueda de ganar participación en un mercado que podría superar los 40 millones de galones, estima Castillo. Para Yara Argueta, CEO de la líder regional Solid, es un poco más pequeño: 35 millones de galones, siendo Costa Rica y Guatemala los mercados más grandes. Medido en ventas anuales, estimó, se trata de una industria de US$300 millones.
“Es un mercado pequeño y bien fragmentado”, anotó. Solo en el mercado guatemalteco, según estudios de la Gremial de Fabricantes de Pintura, se consumen 9 millones de galones de pintura por año.
En Costa Rica el consumo es más grande, de entre 12 a 14 millones de galones, estimó Castillo. Es un mercado con mayor tendencia a pintar y más criterio de compra de alta calidad. El mercado de pinturas, principalmente doméstico y también industrial, no está creciendo, consideró Castillo. “Cuando vienen otros actores lo que hacen es quitar presencia a los demás”.

En el mapa de actores que compiten en esta industria, destaca también Sherwin Williams, con planta y fuerte liderazgo en El Salvador, operaciones en Panamá desde hace 50 años y presencia en todos los países de Centroamérica. Desde Costa Rica, Grupo Sur también abre brecha en el mercado regional. Líder en su mercado de origen, está presente con tiendas en Honduras, Panamá, Guatemala, Nicaragua, Puerto Rico, México, El Salvador, Jamaica y Chile. Opera más de 147 tiendas en Centroamérica.
Las empresas compiten desde una estrategia multicanal mediante la cual están presentes a través de franquicias, tiendas propias, cadenas departamentales, supermercados y ferreterías. Cada empresa tiene su estrategia, pero todas tienen unidades para el sector industrial, para el sector doméstico, unidades para el sector de tiendas. En cuanto a los canales de venta, el ferretero es el más grande en Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Honduras, en tanto que en Panamá los supermercados son relevantes.