Las siete P’s de la violencia de los hombres

Las siete P’s de la violencia de los hombres
Michael Kaufman, Ph.D.
www.michaelkaufman.com

Por un momento mis ojos se alejaron de la concurrencia, pasando por las ventanas de la pequeña sala de conferencias hacia los Himalayas, al norte de Katmandú. Me encontraba allí conduciendo un taller producto, en gran medida, del notable trabajo de UNICEF y UNIFEM que, un año antes, habían reunido a mujeres y hombres del sur de Asia para discutir el problema de la violencia contra las mujeres y las niñas y, más importante aún, para trabajar conjuntamente en la búsqueda de soluciones.[1]

Al voltear a ver a las mujeres y los hombres del grupo, experimenté una sensación más familiar que diferente: mujeres que asumían grandes riesgos –en algunos casos poniendo sus vidas en peligro– para combatir la ola de violencia contra mujeres y niñas.

Hombres que apenas empezaban a encontrar sus voces anti-patriarcales y a descubrir formas para trabajar junto a las mujeres. Y lo que me sorprendió de una manera agradable fue la respuesta positiva a una serie de ideas que presenté acerca de la violencia de los hombres. Hasta entonces, no estaba del todo seguro de que se trataran principalmente de las realidades en Norte y Sudamérica y Europa –es decir, culturas fuertemente europeizadas– o que tuvieran una resonancia más amplia.

He aquí el núcleo de este análisis.

Poder patriarcal: la primera “P”

Los actos individuales de violencia de los hombres ocurren dentro de lo que he descrito como “la tríada de la violencia de los hombres”. La violencia de los hombres contra las mujeres no ocurre en aislamiento, sino que está vinculada a la violencia de los hombres contra otros hombres y a la
interiorización de la violencia; es decir, la violencia de un hombre contra sí mismo.[2]

De hecho, las sociedades dominadas por hombres no se basan solamente en una jerarquía de hombres sobre las mujeres, sino de algunos hombres sobre
otros hombres. La violencia o la amenaza de violencia entre hombres es un mecanismo utilizado desde la niñez para establecer ese orden jerárquico.
Un resultado de ello es que los hombres “interiorizan” la violencia — o quizás sea que las demandas de la sociedad patriarcal estimulan instintos biológicos que, de lo contrario, permanecerían relativamente dormidos o serían benignos. La consecuencia no es solamente que niños y hombres aprendan a utilizar selectivamente la violencia, sino también, como veremos más adelante, a transformar una gama de emociones en ira, la cual ocasionalmente se torna en violencia dirigida hacia sí mismos, como ocurre, por ejemplo, con el abuso de sustancias y las conductas autodestructivas.

Esta tríada de la violencia de los hombres –cada forma de violencia ayudando a crear las otras– ocurre dentro de un ambiente que nutre la violencia: la organización y las demandas de las sociedades patriarcales o dominadas por hombres.

Lo que ha dado a la violencia su arraigo como una forma de hacer negocios, lo que la ha naturalizado como una norma de facto en las relaciones humanas, es la manera en que ha sido articulada en nuestras ideologías y estructuras sociales. Dicho sencillamente, los grupos humanos crean formas
auto-perpetuadoras de organización social e ideologías que explican, dan significado, justifican y alimentan estas realidades creadas.

La violencia también es tejida en estas ideologías y estructuras por la sencilla razón de que les ha representado enormes beneficios a grupos particulares: en primer lugar, la violencia (o al menos la amenaza de violencia) ha ayudado a conferir a los hombres (como grupo) una rica gama de privilegios y formas de poder.

Si, de hecho, las formas originales de jerarquía y poder sociales son aquéllas que se basan en el sexo, entonces esto formó, hace tiempo, un modelo para todas las formas estructuradas de poder y privilegios que
otros disfrutan como resultado de la clase social o el color de la piel, la edad, la religión, la orientación sexual o las capacidades físicas. En tal contexto, la
violencia o la amenaza de ésta se convierte en un medio para asegurar el disfrute continuo de privilegios y de ejercicio de poder. Es, a la vez, un
resultado y el medio hacia un fin.

La percepción de derecho a los privilegios: la segunda “P”

La experiencia individual de un hombre que ejerce violencia puede no girar en torno a su deseo de mantener el poder. Su experiencia consciente no es
la clave aquí. Por el contrario, tal como el análisis feminista ha señalado repetidamente, tal violencia es a menudo la consecuencia lógica de la percepción que ese hombre tiene sobre su derecho a ciertos privilegios.

Si un hombre golpea a su esposa porque ella no tuvo la cena a tiempo sobre la
mesa, no lo hace sólo para asegurar que no vuelva a ocurrir; es también una indicación de que percibe tener el derecho a que alguien le sirva. Otro ejemplo es el hombre que ataca sexualmente a una mujer durante una cita: esto tiene que ver con su percepción del derecho al placer físico, aun cuando
ese placer sea enteramente unilateral. En otras palabras, tal como muchas mujeres han señalado, no son sólo las desigualdades de poder que conducen
a la violencia, sino una percepción consciente o a menudo inconsciente del derecho a los privilegios.

La tercera “P”: permiso

Indiferentemente de las complejas causas sociales y psicológicas de la violencia de los hombres, ésta no prevalecería si no existiera en las costumbres sociales, los códigos legales, la aplicación de la ley y ciertas enseñanzas religiosas, un permiso explícito o tácito para ejercerla. En muchos países, las leyes sobre la violencia contra las esposas o la violencia sexual son relajadas o inexistentes; en muchos otros, las leyes apenas son aplicadas; y en otros más hay leyes absurdas, como en los países donde una denuncia de violación sólo puede ser perseguida si existen varios testigos masculinos o donde no se toma en cuenta el testimonio de la mujer.

En tanto, los actos de violencia de los hombres o la agresión violenta (en este caso, usualmente contra otros hombres) son celebrados en los deportes y el cine, en la literatura y la guerra. La violencia no sólo es permitida; también se glamoriza y se recompensa.

La raíz histórica misma de las sociedades patriarcales es el uso de la violencia como un medio clave para resolver disputas y diferencias, ya sea entre individuos, grupos de hombres o, más tarde, naciones.

A menudo recuerdo este permiso cuando oigo sobre un hombre o una mujer que no llamó a la policía al percatarse que una vecina, un niño o niña estaba
siendo golpeada. Esto se considera un asunto “privado”. ¿Podemos imaginar a alguien que mira que una tienda está siendo robada y rehusándose a llamar a la policía porque es un asunto privado entre el delincuente y el propietario del establecimiento?

La cuarta “P”: la paradoja del poder de los hombres

Mi argumento, sin embargo, es que tales cosas no explican por sí mismas la diseminada naturaleza de la violencia de los hombres, ni las conexiones entre
la violencia de los hombres contra las mujeres, ni las múltiples formas de violencia entre hombres.

Aquí necesitamos revisar las paradojas del poder de los hombres o lo que yo he denominado “las experiencias contradictorias del poder entre los
hombres”.[3]

Las formas en que los hombres hemos construido nuestro poder social e individual son, paradójicamente, la fuente de una fuerte dosis de temor, aislamiento y dolor para nosotros mismos. Si el poder se construye como una capacidad para dominar y controlar, si la capacidad de actuar en formas “poderosas” requiere de la construcción de una armadura personal y de una temerosa distancia respecto de otros, si el mundo mismo del poder y los privilegios nos aparta del mundo de la crianza infantil y el sustento emocional, entonces estamos creando hombres cuya propia experiencia del poder está plagada de problemas incapacitantes.

Esto ocurre particularmente porque las expectativas interiorizadas de la masculinidad son en sí mismas imposibles de satisfacer o alcanzar. Éste bien podría ser un problema inherente al patriarcado, pero parece ser especialmente cierto en una era y en culturas donde los rígidos límites de género han sido derribados. Ya se trate de logros físicos o financieros, o de la supresión de una gama de emociones y necesidades humanas, los imperativos de la hombría (en contraposición a las simples certezas de la masculinidad biológica) parecen
requerir de vigilancia y trabajo constantes, especialmente para los hombres más jóvenes.

Las inseguridades personales conferidas por la incapacidad de pasar la prueba de la hombría, o simplemente la amenaza del fracaso, son suficientes para llevar a muchos hombres, en particular cuando son jóvenes, a un abismo de temor, aislamiento, ira, autocastigo, autorrepudio y agresión.
Dentro de tal estado emocional, la violencia se convierte en un mecanismo compensatorio. Es la forma de reestablecer el equilibrio masculino, de
afirmarse a sí mismo y afirmarles a otros las credenciales masculinas de uno. Esta expresión de violencia usualmente incluye la selección de un blanco que sea físicamente más débil o más vulnerable. Podría ser un niño, una niña o una mujer, o bien grupos sociales como hombres homosexuales, o una minoría religiosa o social, o inmigrantes, quienes son blancos fáciles de la inseguridad y la ira de hombres individuales, especialmente debido a que tales grupos a menudo no han recibido protección legal adecuada. (Este mecanismo compensatorio está claramente indicado, por ejemplo, en la mayoría de ataques a homosexuales cometidos por grupos de hombres jóvenes en un periodo de sus vidas en que experimentan el mayor grado de inseguridad respecto a pasar la prueba de la hombría.)

Lo que permite la violencia como un mecanismo compensatorio individual ha sido una amplia aceptación de ésta como un medio para solucionar diferencias y afirmar el poder y el control. La han hecho posible el poder y los privilegios que los hombres han gozado, lo codificado en las creencias, las prácticas, las estructuras sociales y las leyes.

La violencia de los hombres en sus múltiples formas es, entonces, el resultado tanto del poder de los hombres como de la percepción de su derecho a los privilegios, el permiso para ciertas formas de violencia y el temor (o la certeza) de no tener poder. Pero todavía hay más.

La quinta “P”: la armadura psíquica de la masculinidad

La violencia de los hombres es también el resultado de una estructura de carácter típicamente basada en la distancia emocional respecto de otros. Tal como muchas personas hemos sugerido, las estructuras psíquicas de la masculinidad son creadas en tempranas pautas de crianza que a menudo son tipificadas por la ausencia del padre y de hombres adultos — o, al menos, por la distancia emocional de los hombres.

En este caso, la masculinidad es codificada por la ausencia y construida al nivel de la fantasía. Pero aun en aquellas culturas patriarcales donde la presencia del padre es mayor, la masculinidad es codificada como un rechazo a la madre y a la feminidad, es decir, un rechazo a las
cualidades asociadas con los cuidados y el sustento emocional. Según han hecho notar varias psicoanalistas feministas, esto crea rígidas barreras del ego o, en términos metafóricos, una fuerte armadura.

El resultado de este complejo y particular proceso de desarrollo psicológico es una habilidad disminuida para la empatía (la experiencia de lo que otras personas están sintiendo) y una incapacidad para experimentar las necesidades y los sentimientos de otras personas como algo necesariamente relacionado a los propios. Los actos de violencia contra otra persona son, por tanto, posibles.

¿Cuán frecuentemente escuchamos a un hombre decir que él “realmente no lastimó” a la mujer a quien golpeó? Sí, él se está justificando, pero parte del problema es que puede no experimentar realmente el dolor que está provocando. ¿Cuán a menudo escuchamos a un hombre decir “ella quería tener sexo”? De nuevo, puede estar justificándose, pero esto también podría
ser un reflejo de su disminuida capacidad para leer y comprender los sentimientos de otra persona.

Masculinidad como una olla psíquica de presión: la sexta “P”

Muchas de nuestras formas dominantes de masculinidad dependen de la interiorización de una gama de emociones y su transformación en ira. No
se trata sólo de que el lenguaje de las emociones de los hombres sea frecuentemente mudo o que nuestras antenas emocionales y nuestra capacidad
para la empatía estén un tanto truncadas. Ocurre también que numerosas emociones naturales han sido descartadas como fuera de límites e inválidas.

Aunque esto tiene una especificidad cultural, es bastante típico que los niños aprendan, a una temprana edad, a reprimir sentimientos de temor y dolor. En el campo de los deportes enseñamos a los niños a ignorar el dolor. En casa les decimos que no lloren y que actúen como hombres. Algunas
culturas celebran una masculinidad estoica. (Y debo enfatizar que los niños aprenden todo esto para sobrevivir: de ahí la importancia de que no
culpemos al niño o al hombre individual por los orígenes de sus conductas actuales, aun cuando, a la vez, le responsabilicemos por sus actos.)

Por supuesto, como humanos seguimos experimentando incidentes que provocan una respuesta emocional. Pero los mecanismos usuales de la respuesta emocional, desde la vivencia real de una emoción hasta la expresión de los sentimientos, sufren un corto circuito a variados grados entre muchos hombres. Sin embargo, de nuevo para muchos hombres, la única emoción que goza de alguna validación es la ira. El resultado es que una gama de emociones es canalizada en la ira. Aunque tal canalización no es exclusiva de los hombres (ni es el caso para todos los hombres), en algunos no son inusuales las respuestas violentas ante el temor y el sufrimiento, ante la inseguridad y el dolor, ante el rechazo y el menosprecio.

Esto es particularmente cierto cuando el sentimiento producido es el de no tener poder. Tal sentimiento sólo exacerba las inseguridades masculinas: si la
masculinidad es una cuestión de poder y control, no ser poderoso significa no ser hombre. De nuevo, la violencia se convierte en el medio para probar lo contrario ante sí mismo y ante otros.

La séptima “P”: Pasadas experiencias

Para algunos hombres, todo esto se combina con experiencias más flagrantes. Demasiados hombres en el mundo crecieron en hogares donde la madre
era golpeada por el padre. Crecieron presenciando conductas violentas hacia las mujeres como la norma, como la manera de vivir la vida. Para
algunos, esto tiene como consecuencia una repulsión hacia la violencia, mientras en otros produce una respuesta aprendida. En muchos casos
ocurren ambas cosas: hombres que utilizan la violencia contra las mujeres a menudo experimentan un profundo repudio por sí mismos y por sus conductas.

Pero la frase “respuesta aprendida” es casi demasiado simplista. Los estudios han mostrado que niños y niñas que crecen presenciando violencia tienen muchas más probabilidades de actuar violentamente. Tal violencia puede ser una forma de recibir atención; puede ser un mecanismo de manejo, una forma de exteriorizar sentimientos imposibles de manejar. Estos patrones de conducta van más allá de la niñez: muchos de los individuos que terminan en programas para hombres que utilizan la violencia fueron testigos de abusos contra su madre o los sufrieron ellos mismos.

Las experiencias pasadas de muchos hombres también incluyen la violencia que ellos mismos han padecido. En numerosas culturas, aunque los niños
pueden tener la mitad de probabilidades de las niñas de experimentar abuso sexual, para ellos es doble la probabilidad de ser objeto de abuso físico. De
nuevo, esto no produce un resultado fijo, y tales resultados no son exclusivos de los niños. Pero en algunos casos estas experiencias personales inculcan profundos patrones de confusión y frustración, en los que los niños han aprendido que es posible lastimar a una persona amada y donde sólo las manifestaciones de ira pueden eliminar sentimientos de dolor profundamente arraigados.

Finalmente, está el amplio ámbito de la violencia trivial entre niños que, en la infancia, no parece en absoluto insignificante. En muchas culturas, los niños crecen con experiencias de peleas, de hostigamiento y brutalización. La mera
sobrevivencia requiere, para algunos, aceptar e interiorizar la violencia como una norma de conducta.

Poniendo fin a la violencia

Este análisis, aunque presentado en una forma tan condensada, sugiere que cuestionar la violencia de los hombres requiere de una respuesta articulada que incluya:
• Desafiar y desmantelar las estructuras de poder y privilegios de los hombres y poner fin al permiso cultural y social hacia los actos de violencia. Si aquí es donde la violencia empieza, no podemos erradicarla sin el apoyo de mujeres y hombres al feminismo y a las reformas y transformaciones sociales, políticas, legales y culturales que ello implica.
• Redefinir la masculinidad o, más bien, desmantelar las estructuras psíquicas y sociales de género que traen consigo tal peligro. La paradoja
del patriarcado es el dolor, la ira, la frustración, el aislamiento y el temor de la mitad de la especie, a la cual le son dados un poder relativo y privilegios.

Ignoramos todo esto a nuestro propio riesgo. A fin de llegar exitosamente a los hombres, este trabajo debe tener como premisas la compasión, el amor y
el respeto, combinados con un claro desafío a las normas masculinas negativas y sus resultados destructivos. Los hombres profeministas que
realizamos este trabajo debemos hablarles a otros hombres como si fueran nuestros hermanos, y no como extraños que no son tan iluminados o merecedores como nosotros.

• Organizar e involucrar a los hombres para que trabajen en cooperación con las mujeres a fin de dar una nueva forma a la organización de género de la
sociedad, en particular nuestras instituciones y las relaciones a través de las cuales criamos niños y niñas. Esto requiere de un énfasis mucho mayor en
la importancia de los hombres como sustentadores emocionales y cuidadores, plenamente involucrados en la crianza infantil en formas positivas y libres de violencia.
• Trabajar con hombres que ejercen violencia de una forma que simultáneamente cuestione sus percepciones y privilegios patriarcales y llegue a ellos con respeto y compasión. No es necesario que nos guste lo que han hecho para actuar con empatía hacia ellos y sentir horror por los factores que han llevado a un niño a convertirse en un hombre que a veces hace cosas terribles. A través de tal respeto, estos hombres pueden, de hecho, encontrar el
espacio para cuestionarse a sí mismos y unos a otros. De lo contrario, el intento por llegar a ellos sólo alimentará sus inseguridades como hombres
para quienes la violencia ha sido su compensación tradicional.
• Realizar actividades educativas explícitas, tales como la Campaña del Lazo Blanco, que involucran a hombres y niños en el cuestionamiento de sí mismos y de otros hombres para erradicar todas las formas de violencia.[4] Éste es un desafío positivo para que los hombres nos expresemos con nuestro amor y nuestra compasión por las mujeres, los niños, las niñas y otros hombres.
Toronto, Canadá
Octubre de 1999

1. Este taller fue organizado por Save the Children/ReinoUnido). El financiamiento para el viaje fue proporcionado por Development Services International de Canadá. La discusión del taller de 1998 en Katmandú se encuentra en el libro de Ruth Finney Hayward, «Breaking the Earthenware Jar» (que será publicado en el 2000). Ruth fue la mujer que motivó las
reuniones en Katmandú.
2. Michael Kaufman, “The Construction of Masculinity and the Triad of Men’s Violence”, en M. Kaufman, editor. «Beyond Patriarchy: Essays by Men on Pleasure, Power and Change», Toronto: Oxford University Press, 1985. Reimpreso en inglés en Laura L. O’Toole y Jessica R. Schiffman, «Gender
Violence» (Nueva York: NY University Press, 1997) y extractado en Michael S. Kimmel y Michael A. Messner, «Men’s Lives» (Nueva York: Macmillan, 1997); en alemán en BauSteineMänner, «Kritische Männerforschung» (Berlín:
Arument Verlag, 1996); y en español en «Hombres: Poder, placer y cambio» (Santo Domingo: CIPAF, 1989.)
3. Michael Kaufman, «Cracking the Armor: Power, Pain and the Lives of Men» (Toronto: Viking Canada, 1993 y Penguin, 1994) y “Men, Feminism, and Men’s Contradictory Experiences of Power,” en Harry Brod y Michael Kaufman, editores, «Theorizing Masculinities» (Thousand Oaks, CA:
Sage Publications, 1994), traducido al español como “Los hombres, el feminismo y las experiencias contradictorias del poder entre los hombres”, en Luz G. Arango et al, editores, «Género e identidad. Ensayos sobre lo femenino y lo masculino» (Bogotá: Tercer Mundo, 1995) y en forma revisada como “Las experiencias contradictorias del poder entre los hombres”, en Teresa Valdés y José Olavarría, editores, «Masculinidad/es. Poder y crisis», Ediciones de las Mujeres No. 23. (Santiago: Isis Internacional y FLACSO Chile, junio de 1997).
4. White Ribbon Campaign (Campaña del Lazo Blanco), 365 Bloor St. East, Suite 1600, Toronto, Canadá M4W 3L4. Tel. 1-416-920-6684 – Fax: 1-416-920-1678.

Agradezco a las personas con quienes discutí varias de las ideas en este texto: Jean Bernard, Ruth Finney Hayward, Dale Hurst, Michael Kimmel, mis colegas en la Campaña del Lazo Blanco y una mujer en Woman’s World ’99 en Tromso, Noruega, quien no ofreció su nombre pero que, durante un
periodo de discusión sobre una versión anterior de este texto, sugirió que era importante destacar explícitamente el “permiso” como una de las “P’s”.

Una versión anterior de este texto fue publicada en una edición especial de la revista de la Asociación Internacional para Estudios sobre Hombres (International Association for Studies of Men), Vol. 6, No. 2 (junio de 1999)
(http://www.ifi.uio.no/~eivindr/iasom).

(c) Michael Kaufman, 1999. Este texto no deberá ser distribuido en forma impresa o electrónica sin autorización escrita.
Michael Kaufman
mk@michaelkaufman.com www.michaelkaufman.com

Traducido con autorización del autor por: Laura E. Asturias (Guatemala) leasturias@intelnet.net.gt
Lista de artículos sobre masculinidad (disponibles por correo electrónico): www.artnet.com.br/~marko/astulist.htm

La crisis y el agotamiento histórico de El Salvador

a arquitectura económica, social y político-institucional de la posguerra se agotó en el cuarto gobierno de ARENA (2004-2009), empeorándose la situación con la crisis económico-financiera internacional que golpeó más a El Salvador en Latinoamérica. La tarea histórica de los gobiernos del FMLN (2009-2019) era liderar una profunda transformación del país. Siete años y medio después constatamos que agudizaron la crisis heredada sin poner las bases mínimas de dicha transformación, agotándose el segundo gobierno en la mitad de su gestión. Sus últimos dos años y medio serán marcados por el ajuste fiscal y el deterioro de la situación económica y social, y por juicios de corrupción y enriquecimiento ilícito de funcionarios de anteriores administraciones y, talvez, de esta. Impulsados por la Fiscalía General de la República y la Sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia,

dichos procesos tendrán creciente respaldo internacional y apoyo popular, en el marco de una nueva matriz de opinión pública latinoamericana contra la corrupción y la impunidad.

El final de la década será también de las dos décadas de gobiernos populistas en Latinoamérica liderados por la familia del FMLN y de su gobierno: el Castro-Chavismo y la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA). Estos dilapidaron dos décadas de desarrollo y democracia en Latinoamérica y el impulso de una visión más realista de inserción competitiva y democrática de nuestros países en el capitalismo y la democracia global del siglo XXI.

La situación que hoy vivimos es producto de los efectos económicos y sociales acumulados de la guerra y de la instalación del modelo patrimonialista/neoliberal en el ámbito político-institucional y económico-social en la posguerra.

Este se caracterizó por un decreciente crecimiento económico y una limitada integración social que insertó al país a la globalización al revés, con un modelo de exportación de mucha gente y pocos bienes y servicios, con capacidad disminuida de producir y redistribuir riqueza, compensando los crecientes déficits familiares y macroeconómicos con remesas y endeudamiento crecientes. Mientras tanto, el sistema político-institucional fue incapaz de reformarse a tiempo para profundizar y consolidar la democracia y la institucionalidad, e impulsar el desarrollo. Este modelo económico- político nos llevó a la crisis actual, agudizada por la capacidad de los últimos dos gobiernos de exacerbarla y por su incapacidad de sentar las bases de la transformación nacional.

Pareciera que nuestra historia transcurre en ciclos de relativo progreso seguidos de crisis, ambos, en mi interpretación, de una duración aproximada de 20 años: 1950-1972/1972-1991/1992-2008/2008-…. La particularidad de la crisis de 1972-1991 correspondiente a la guerra civil y el progreso contradictorio de la posguerra 1992-2008 es que en dicho período de tres décadas y media, el mundo experimentó –probablemente– el más profundo cambio de época de la historia de la humanidad: de la hegemonía keynesiana a la hegemonía neoliberal en el pensamiento y política económica internacional; la reestructuración del capitalismo mundial y la globalización acelerada, la revolución científico-tecnológica y digital, y de las comunicaciones, el derrumbe del socialismo real, la conformación de los grandes bloques económicos comerciales, el surgimiento de las potencias económicas de China e India, y la hegemonía creciente de la economía asiática; y la importancia creciente de la democracia y de la institucionalidad en el mundo occidental al que pertenecemos.

La mayor parte del liderazgo y de los partidos políticos de las pequeñas naciones del norte de Centroamérica no tomaron nota de las implicaciones de semejante cambio, con liderazgos autoritarios centrados en la guerra, primero, y en la reconstrucción de posguerra, después. Su fotografía de la realidad nacional e internacional tiene entre dos y tres décadas de retraso. El sistema político-institucional y los liderazgos de la guerra y posguerra-que siguen siendo los mismos- están agotados, obstaculizando el desarrollo del CA-4 que El Salvador debería liderar. Una parte de la derecha política y del empresariado nacional sigue aferrada a una interpretación histórica y proyecto agotado. Su solución es simple: que regrese ARENA al poder, aun sin proyecto alguno de transformación nacional.

Un estudio reciente de la Escuela de Negocios de Harvard sobre la competitividad, alaborado por un equipo dirigido por Michael Porter, descubrió que el sistema político es uno de los principales obstáculos para el desarrollo económico de Estados Unidos: “El problema es que estamos estancados… nuestro sistema político se ha convertido en el principal obstáculo para el desarrollo de la economía…” (“Problemas no resueltos y una nación dividida”).

El diseño, visión compartida e implantación de un nuevo proyecto de desarrollo nacional/regional que tenga espacio, viabilidad y respaldo nacional e internacional constituye el mayor desafío de nuestro tiempo. – See more at: http://www.laprensagrafica.com/2016/09/22/la-crisis-y-el-agotamiento-historico-de-el-salvador#sthash.07ZKFhzm.dpuf

Eurocentrismo y colonialismo en el pensamiento social latinoamericano

EUROCENTRISMO Y COLONIALISMO EN EL
PENSAMIENTO SOCIAL LATINOAMERICANO
Edgardo Lander

El pensamiento político y social sobre este continente ha estado atravesado históricamente por una tensión entre la búsqueda de sus especificidades y miradas externas, que han visto estas tierras desde la óptica reducida de la experiencia europea. En forma asociada se ha dado la oposición entre la apuesta por las ricas potencialidades de este Nuevo Mundo, y el lamento de su diferencia en contraste con el ideal representado por la cultura y la composición racial europea.
Sin embargo, las miradas externas, propiamente coloniales y la aflicción de la diferencia han sido ampliamente hegemónicas.

Basta una revisión somera del texto de las primeras constituciones republicanas para ver como el pensamiento liberal, al buscar realizar un trasplante para instaurar aquí una réplica de su lectura de la experiencia europea o norteamericana, hace abstracción de las condiciones culturales e históricas particulares de las sociedades a propósito de las cuales se propone legislar.

El lamento de la diferencia, la incomodidad de vivir en un continente que no es blanco, urbano cosmopolita, civilizado, encuentra en el positivismo su máxima expresión. Asumiendo en bloque los supuestos y prejuicios del pensamiento europeo del siglo pasado el racismo científico, el patriarcado, la idea del progreso se reafirma el discurso colonial.

El continente es pensado desde una sola voz, a partir de un solo sujeto: blanco, masculino, urbano, cosmopolita. El resto, la mayoría, es un “Otro” bárbaro, primitivo, negro, indio, que nada tiene que aportar al futuro de estas sociedades. Habría que blanquearlos y occidentalizarlos, o exterminarlos.

La institucionalización en este siglo de las ciencias sociales en las universidades latinoamericanas sólo alteró parcialmente la hegemonía de este discurso. Los dogmas liberales del progreso, desarrollo, y el binomio atraso-modernización, fueron incorporados como premisas en una lectura que en consecuencia hacía pocas concesiones a la especificidad de la realidad estudiada. La sociología de la modernización ha sido la expresión más nítida de este positivismo científico colonial. En el marxismo latinoamericano, Mariátegui es la máxima expresión de la tensión con las miradas eurocéntricas, pero éstas terminan por hacerse dominantes tanto en el mundo académico como en la acción política. Sin que sea para ello necesario hacer un balance global de sus aportes y limitaciones, es posible afirmar que el intento más original de abordar colectivamente, desde perspectivas propias el diagnóstico y las propuestas de futuros posibles para estas sociedades, lo constituyen las formulaciones teóricas desarrolladas a partir del estructuralismo de la CEPAL y del enfoque de la dependencia en las décadas de los sesenta y los setenta.

En las ciencias sociales de esas décadas hay una fuerte vertiente que se diferencia de las prácticas metropolitanas no sólo por sus contenidos y problemas, sino también por su estilo intelectual. No se establecen deslindes absolutos entre los juicios de hecho y los juicios de valor propios de las ciencias positivistas, y no se le teme a la asociación entre producción de conocimiento y compromiso político. Las barreras entre los compartimientos disciplinarios, característicos en especial de las ciencias sociales norteamericanas, se hacen en extremo porosas. Más que aproximaciones interdisciplinarias o multidisciplinarias, tienden a respetarse poco esas demarcaciones. Sobre la indagación empírica y la cuantificación, prima el esfuerzo interpretativo global que busca dar cuenta de los procesos históricos, políticos, sociales y culturales, como realidad que no podía ser descompuesta en compartimientos estancos. Las categorías conceptuales más importantes de las ciencias sociales latinoamericanas de la época, muchas de ellas originales de éstas, ilustran las direcciones y la riqueza de las búsquedas que caracterizaron a esa producción intelectual: dependencia, colonialismo interno, heterogeneidad estructural, pedagogía del oprimido, marginalidad, explotación, investigación-acción, colonialismo intelectual, imperialismo, liberación. Consecuencia, sin duda, del contexto político internacional particularmente los procesos de descolonización y el tercer mundismo las ciencias sociales latinoamericanas interrumpen su diálogo exclusivo con las de los países centrales y por única vez en su historia se nutren de, y sobre todo enriquecen, la producción de los otros continentes del mundo periférico. Sin embargo, ésta producción teórica permaneció al interior del metarelato universal de la modernidad y del desarrollo, y no logró asumir sino tímidamente las consecuencias del pluralismo de historias, culturas y sujetos existentes en el continente.

En los últimos lustros ha sido clara la tendencia a la reversión de estos intentos de pensar al continente desde sí mismo, y a la readopción de las perspectivas, metodologías y visiones del mundo eurocéntricas. No se trata sólo de procesos internos a las ciencias sociales. Estos desplazamientos ocurren en un contexto de derrota de los movimientos revolucionarios y reformistas, la impronta profunda de la experiencia autoritaria del Cono Sur, la crisis del marxismo, el colapso del socialismo real, y la consecuente pérdida de la confianza utópica.
Un aspecto central de los cambios ocurridos en las ciencias sociales son sus transformaciones institucionales. En los países el Cono Sur las ciencias sociales fueron prácticamente expulsadas de las universidades, con consecuencias que aún después del retorno a la democracia, sería difícil sobreestimar. Se produjo una severa ruptura entre la historia anterior y las nuevas generaciones
de estudiantes. El desplazamiento hacia los centros privados, el trabajo de investigación con financiamiento externo, los informes sobre asuntos acotados a ser presentados en plazos perentorios, representaron cambios fundamentales de estilo intelectual cuyas consecuencias han sido ampliamente reconocidasiii.

En otros países la expansión violenta de la matrícula estudiantil, el colapso presupuestario y la trasformación de los recintos universitarios en arena privilegiada de confrontación política, territorio de reflujo de organizaciones de izquierda derrotadas en otros espacios de la sociedad, condujo a un profundo deterioro de la vida académica. El potencial de la universidad como ámbito para la creación de conocimiento alternativo fue sacrificado en función de un gremialismo y utilitarismo político a corto plazo que todavía representa un gran lastre para estas instituciones. Los actuales procesos de reforma de las universidades forman parte de una necesaria recuperación de estos espacios para la producción intelectual. Sin embargo, las tendencias que hoy dominan apuntan en direcciones inquietantes. En primer lugar, la actual institucionalización no cuestiona los nítidos deslindes disciplinarios de las ciencias sociales. La construcción del conocimiento a partir de los paradigmas del siglo XIX establece severas barreras a la posibilidad de pensar fuera de los límites definidos por el liberalismo. Consecuencia entre otras cosas del creciente énfasis en los estudios empíricos, se asumen como supuestos básicos, como fundamentos pre-teóricos respecto a la naturaleza de los procesos histórico sociales, algunas de las cuestiones primordiales que deberían ser motivo de reflexión crítica.
Las transformaciones en la escuelas de economía han sido particularmente notorias. El acotamiento de “lo económico”, como campo de estudio de una rigurosa disciplina científica objetiva, y el creciente énfasis en la cuantificación desconectan a la economía de las tradiciones reflexivas, y la convierten en una disciplina de orientación básicamente instrumental. El creciente formalismo que se ha instaurado en los análisis de la democracia en el continente y el progresivo desprendimiento de la idea de democracia de toda noción substantiva y normativa son igualmente ilustrativos de los desplazamientos que ocurren en la actualidad en las ciencias sociales del continente(Lander, 1997). Un indicador puntual, pero significativo, con potenciales repercusiones amenazantes para la posibilidad de un pensamiento más autónomo, son los modelos de evaluación de las universidades y de los investigadores que se generalizan a partir de la experiencia mexicana. Subyacen a la mayor parte de estos sistemas criterios “universalistas” de acuerdo a los cuales la producción de las universidades del continente debe tener como referente de excelencia a la ciencia de los países más “avanzados”. Expresión de esto es la ponderación privilegiada que se le da a la publicación en revistas extranjeras especializadas en estos sistemas de evaluación. Bajo el manto de la objetividad, de hecho, se está afirmando que la creación intelectual de los científicos sociales de las universidades latinoamericanas debe regirse por las demarcaciones disciplinarias, regímenes de verdad, metodologías, problemas y prioridades de investigación de las ciencias sociales metropolitanas, tal como estos se expresan en las políticas editoriales de las más prestigiosas revistas en cada disciplina. La evaluación estrictamente individualizada, en base a criterios de productividad. parecería estar expresamente diseñada para obstaculizar las dinámicas de trabajo colectivo y reflexiones abiertas, sin presiones inmediatas de tiempo y financiamiento, requeridas para repensar los supuestos epistemológicos, interpretaciones históricas y formas actuales de institucionalización del conocimiento de lo histórico-social.

Neoliberalismo y postmodernidad y teorías postcoloniales

Son dos las influencias teóricas preponderantes en las ciencias sociales latinoamericanas actuales: el neoliberalismo y la postmodernidad. Desde el punto de vista de las tensiones a las cuales se ha hecho referencia, el neoliberalismo tiene contenidos unívocos. Es una reafirmación dogmática de las concepciones lineales de progreso universal y del imaginario del desarrollo. Asume a los países centrales como modelo hacia el cual hay que dirigirse inexorablemente. Se refuerzan aquí las miradas coloniales que sólo reconocen como sujetos significativos a los portadores de proyectos modernizantes: los empresarios, los tecnócratas, los vecinos de clase media, los habitantes de la mitológica sociedad civil. La indiferencia ante los Otros, que no encuentran lugar en esta utopía de mercado y democracia liberal, delata la permanencia del racismo fundante del pensamiento colonial. Han sido retomados con renovado entusiasmo los supuestos más funestos de la sociología de la modernización. Desde el patrón de referencia del imaginario de lo “moderno”, toda diferencia se convierte en un obstáculo a ser superado. Las nociones de equidad y autonomía adquieren la connotación de lo arcaico, lo obsoleto. En esta radicalización del universalismo desaparece toda especificidad histórica. Los expertos de los organismos financieros internacionales pueden saltar de país en país e indistintamente asesorar a Rusia, Polonia o Bolivia en las virtudes del mercado. La economía es una ciencia, los lugares, la gente, las costumbres en la cuales ésta opera son un accidente de menor importancia ante la universalidad de sus leyes objetivas.
Es otro el potencial de la postmodernidad. A diferencia del carácter monolítico de las formulaciones teóricas neoliberales, los efectos de la postmodernidad en los problemas destacados en este texto han sido ambiguos. Esta abarca una amplia gama de perspectivas, propuestas de método y sensibilidades que ofrecen tanto amplias y ricas potencialidades, como nuevos obstáculos y riesgos para la meta de repensar el continente.
Las corrientes principales del pensamiento postmoderno (y su recepción en el continente) no han sido capaces de escapar los límites de la narrativa eurocéntrica occidental en la cual está, en lo esencial, ausente la incorporación del efecto de la experiencia imperial y colonialiv. De acuerdo a Gayatri Chakravorty Spivak, algunas de las críticas más radicales que se originan en el Occidente en la actualidad son el resultado de un deseo de conservar al “sujeto de Occidente o al Occidente como sujeto”, al pretender que éste carece de “determinaciones geopolíticas” (1994, p. 66). Explorando las posiciones de Foucault y Deleuze, concluye que sus aportes están severamente restringidos por el hecho de ignorar tanto la violencia epistémica del imperialismo, como la división internacional del trabajo. Argumenta Spivak que al asumir la versión del Occidente autocontenido, se ignora su producción por el proyecto imperialista (1994, p. 86). En estas visiones la crisis de la historia europea asumida como universal, se convierte en la crisis de toda historia. La crisis de los metarelatos de la filosofía de la historia, de la seguridad en sus leyes, se convierte en la crisis de todo futuro. La crisis de los sujetos de esa historia es la disolución de todo sujeto. El desencanto de una generación marxista que vivió en carne propia el derrumbe político y teórico del marxismo/socialismo y sufrió existencialmente el trauma del reconocimiento del gulag, son convertidos en escepticismo universal y en el fin de los proyectos y de la política, justificadora de una actitud cool de no compromiso en la cual está ausente la indignación ética ante la injusticia. En reacción al estructuralismo, economicismo y determinismo, se enfatizan los procesos discursivos y de creación de sentido tan unilateralmente que desaparecen del mapa cognitivo las relaciones económicas y toda noción de explotación.
La crisis de los modelos políticos y epistemológicos totalizantes conduce al retraimiento hacia lo descentrado, lo parcial, lo local, haciéndose opaco el papel que en el mundo contemporáneo desempeñan poderes políticos, militares y económicos centralizados. La Guerra del Golfo no pasa de ser un gran simulacro, un espectáculo televisivo. Lo que está en crisis para estas perspectivas no es la modernidad, sino una de sus dimensiones constitutivas, la razón histórica (Quijano, 1990). Su otra dimensión, la razón instrumental, el desarrollo científico-tecnológico sin límite, el pensamiento tecnocrático y la lógica universal del mercado, no encuentran aquí ni crítica ni resistencia. La historia continúa existiendo sólo en un sentido limitado: a los países subdesarrollados todavía les queda un trecho por recorrer para llegar a la meta en la cual los aguardan los ganadores de la gran carrera universal hacia el progreso. Poco parece importar el hecho de que muchos quizás la mayoría de los habitantes de la tierra no podrán llegar esa meta, dado que los patrones de consumo y niveles de bienestar material de los países centrales sólo son posibles como consecuencia de una utilización absolutamente desproporcionada de los recursos y de la capacidad de carga del planeta. No recogen estas opciones las potencialidades inmensas del reconocimiento de la crisis de la modernidad, que abren posibilidades de formas radicalmente diferentes de pensar al mundo, si entendemos la este momento histórico como crisis de las pretensiones hegemónicas del modelo civilizatorio occidental. Son otras las consecuencias de una interpretación que reconozca que no son los procesos históricos los que se agotan, sino la fantasmagórica historia universal imaginada por Hegel.

Serían otras las implicaciones para el mundo no occidental, y para los sujetos subordinados, excluidos, negados en todo el planeta, si el colonialismo, el imperialismo, el racismo, el sexismo, no fuesen pensados como lamentables subproductos de la modernidad europea, sino como parte de sus condiciones de posibilidad. Es otra la mirada que le podemos dar a la llamada crisis del sujeto si asumimos que el extermino de los “nativos” y la esclavitud transatlántica, la subordinación y exclusión del Otro, no fueron sino la otra cara, el espejo necesario para la construcción del sí mismo, condición y contraste indispensable para la constitución de las identidades modernas. No recogen estas opciones las potencialidades inmensas del reconocimiento de la crisis de la modernidad, que abren posibilidades de formas radicalmente diferentes de pensar al mundo, si entendemos la este momento histórico como crisis de las pretensiones hegemónicas del modelo civilizatorio occidental. Son otras las consecuencias de una interpretación que reconozca que no son los procesos históricos los que se agotan, sino la fantasmagórica historia universal imaginada por Hegel. Serían otras las implicaciones para el mundo no occidental, y para los sujetos subordinados, excluidos, negados en todo el planeta, si el colonialismo, el imperialismo, el racismo, el sexismo, no fuesen pensados como lamentables subproductos de la modernidad europea, sino como parte de sus condiciones de posibilidad. Es otra la mirada que le podemos dar a la llamada crisis del sujeto si asumimos que el extermino de los “nativos” y la esclavitud transatlántica, la subordinación y exclusión del Otro, no fueron sino la otra cara, el espejo necesario para la construcción del sí mismo, condición y contraste indispensable para la constitución de las identidades modernas.

Son estas lecturas las que desde diversas partes del mundo realizan en forma muy heterogénea los estudios subalternos (Guha y Spivak, 1988); el análisis del discurso colonial y la teoría postcolonial (Spivak, 1988; Williams y Chrisman 1994); el afrocentrismo (Asante, 1987 y 1992; Diop, 1974 y 1981). Se transciende en estas interpretaciones la noción eurocéntrica de la crisis de la modernidad y se exploran otros espacios, aparecen otras voces, historias y sujetos que no tenían cabida en el proyecto occidental universalizante. Estas vertientes teóricas comparten con las posturas postmodernas algunas preocupaciones y énfasis metodológicos como la crítica al determinismo y al economicismo, la centralidad tanto del estudio de los procesos culturales y simbólicos, como del análisis de los discursos y las representaciones. Igualmente algunos autores considerados fundantes de las vertientes postmodernas particularmente Foucault han tenido una significativa influencia en algunas de estas posturas que globalmente podrían ser caracterizadas como postcoloniales. Es este el caso, por ejemplo, de una de las obras seminales de estas perspectivas, El Orientalismo, de Edward Said (1979).
Se presentan aquí algunas disyuntivas y opciones de estrategia intelectual en relación a las formas en las cuales deben ser abordados, desde el pensamiento social latinoamericano, los retos que plantea la crisis de la modernidad. En vista de que, como dice Said: “Ha llegado un momento en nuestro trabajo en el cual ya no podemos ignorar los imperios y el contexto imperial de nuestros estudios.” (Said, 1993, p. 6), es indispensable interrogarse sobre la medida en que las perspectivas teóricas postmodernas ofrecen un marco de referencia adecuado para transgredir los límites coloniales de los saberes modernos.
Los asuntos a los cuales se refieren las propuestas postcoloniales han sido formulados y retomados en diferentes momentos de la historia del pensamiento social latinoamericano en este siglo. (Martí, 1987; Mariátegui, 1979; Fals Borda, 1970; Retamar, 1976)v. Ha habido un extraordinario desarrollo en los últimos lustros asociado a la revitalización de las luchas de los pueblos indígenasvi. Y sin embargo, paradójicamente, es ésta una preocupación relativamente marginal en el mundo académico fuera de la antropología y algunas áreas de las humanidades. La herencia de las ciencias sociales modernas continúa siendo asumida como “lo mejor el pensamiento universal”, que debe ser aplicada creativamente al estudio de las realidades del continente. Consecuencia tanto de las dificultades institucionales y de comunicación, como de las orientaciones universalistas prevalecientesvii (¿colonialismo intelectual? ¿cosmopolitanismo subordinado?), existe hoy en la academia latinoamericana poco diálogo con la vigorosa producción intelectual de la India, de muchas regiones de África y de académicos de estas regiones que están residenciados en Europa o los Estados Unidos. Los puentes más efectivos entre estas tradiciones intelectuales está siendo ofrecida hoy por latinoamericanos que trabajan en universidades norteamericanas (Escobar, 1995; Walter Mignolo, 1996a y 1996b; Coronil, 1996).

En América Latina, como en el resto del mundo, la creación artística y literaria y los estudios culturales no han estado amarrados por los sesgos impuestos por los moldes disciplinarios y regímenes de verdad de las ciencias sociales. Han sido por ello, mucho más permeables a la diversidad y la posibilidad de miradas no coloniales sobre este continente. Constituyen hoy un espacio particularmente rico desde los cuales asumir los retos de abrir e impensar las ciencias sociales que nos formula Immanuel Wallerstein (1991).

Poscriptum: El informe Gulbenkian
El informe Gulbenkian (Wallerstein, 1996) realiza un aporte fundamental a esta discusión al contextualizar tanto temporal como espacialmente el proceso de constitución y consolidación institucional de las disciplinas de las ciencias sociales, tal como hoy las conocemos. Es necesario, sin embargo, ir más allá y explorar todas las implicaciones que tiene para el conocimiento del mundo de hoy el hecho de que esas disciplinas fuesen establecidas de esa manera.
Como señala dicho texto, las ciencias sociales modernas se desarrollaron en Inglaterra, Alemania, Francia, Italia y los Estados Unidos, y se ocupaban de “describir la realidad de esos mismos cinco países” (Wallerstein, 1996, p. 23). Del hecho de que el resto del mundo fuese segregado a ser estudiado por otras disciplinas la antropología y el orientalismo (Wallerstein, 1996, pp. 23-28), no es posible concluir, sin embargo, que esos otros territorios, culturas y pueblos no estuviesen presentes como referente implícito todas las disciplinas. La separación entre los estudios de los euro-norteamericanos y los otros se hace sobre el supuesto de diferencias esenciales entre unos y otros. El problema que plantea el eurocentrismo de las ciencias sociales no es sólo que sus categoría fundamentales fueron desarrolladas para unos lugares y luego fueron posteriormente utilizadas más o menos creativa o rígidamente para el estudio de otras realidades. De ser así, bastaría con un conocimiento local, nativo latinoamericano para superar sus límites. El problema reside en el imaginario colonial a partir del cual construye su interpretación del mundo, imaginario que ha permeado a las ciencias sociales de todo el planeta haciendo que la mayor parte de los saber sociales del mundo periférico sea igualmente eurocéntricoviii. En esas disciplinas se naturaliza la experiencia de las sociedades europeas: su organización económica el mercado es la forma “natural” de la organización de la producción, corresponde a “una psicología individual universal” (Wallerstein, 1996) p. 20); su organización política el Estado europeo es la forma “natural” de la existencia política.
Los diferentes pueblos del planeta están organizados según una noción del progreso en sociedades jerárquicamente más avanzadas, superiores, modernas, y otras sociedades más atrasadas, tradicionales, no modernas. En este sentido, la sociología, la teoría política, y la economía no han sido menos coloniales ni menos liberales, que lo que lo han sido la antropología y el orientalismo, en los cuales estos supuestos han sido develados más fácilmente. Es esta la base del complejo cognitivo e institucional del desarrolloix.

No es lo mismo asumir que el patrimonio de las ciencias sociales es parroquial, que concluir que es colonial: las implicaciones son totalmente diferentes. Si se trata de un patrimonio parroquial, hay que plantearse el expandir el campo de cobertura de las experiencias y realidades estudiadas para completar unas teorías y métodos del conocer que son adecuadas para determinados lugares y tiempo, y menos adecuadas para otros. Es diferente el problema que se plantea cuando concluimos que nuestro conocimiento tiene carácter colonial y está asentado sobre supuestos que implican procesos sistemáticos de exclusión y subordinación.
Reconocer el carácter colonial de los saberes sociales hegemónicos en el mundo contemporáneo plantea retos más exigentes y más complejos que lo que podría suponerse a partir de las conclusiones del Informe Gulbenkian. Estos saberes están compleja, pero inseparablemente, imbricados en las articulaciones del poder en el mundo contemporáneo. El diálogo con otros sujetos y otras culturas no se logra sino muy parcial y tímidamente mediante la incorporación de representantes de esos sujetos y culturas otrora excluidos de la ciencias sociales. Esto supone largos procesos de aprendizajes y socialización en determinados regímenes de verdad a fin de los cuales puede suponer que sólo podrán darse críticas “internas” a la disciplina. Dadas, por ejemplo, las acotaciones actuales de la economía, son limitadas las posibilidades de formulación desde esa disciplina de alternativas radicalmente diferentes a las formuladas por el pensamiento liberal. La cosmovisión liberal (concepción de la naturaleza humana, de la riqueza, de relación hombre-naturaleza), está incorporada como premisa en la constitución disciplinaria de ese campo de conocimiento.
El logro de efectivas comunicaciones interculturales horizontales, democráticas, no coloniales y por lo tanto, libres de dominación, subordinación, y exclusión requería trascender el debate al interior de las disciplinas oficiales de las ciencias modernas y abrirse a diálogos con otras culturas y otras formas de conocimiento. Aquí, aparte de rigideces epistemológicas y del inmenso peso de la inercia institucional, los principales obstáculos son de naturaleza política: las posibilidades de una comunicación democrática están severamente limitadas por las profundas desigualdades de poder existentes entre las partes.

Referencias bibliográficas
Bernal, M. (1987), Bloc Athene. The Afroasiático Roots of Classical Civilization. I. The Fabrication of Ancient Greece 1785-1985, New Brunswick: Rutgers University Press. 9
Coronil, F. (1996), “Beyond Occidentalism: Toward Nonimperial Geohistorical Categories”, Cultural Anthropology, Vol. 11, N1 1, 51-87.
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Kuper, A. (1988), The Invention of Primitive Society: Transformations of an Illusion, London: Routledge.
Lander, E. (1997), La democracia en las ciencias sociales contemporáneas, Serie Bibliográfica FOBAL-CS N1 2, Caracas: Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela e Instituto Autónomo Biblioteca Nacional.
Mariátegui, J.C. (1979), 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana, Caracas, Biblioteca Ayacucho.
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Said, E.(1993), Culture and Imperialism, New York: Vintage Books.

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Spivak, G.C. (1988) In Other Worlds. Essays in Cultural Politics, New York: Routledge.
Spivak, G.C. (1994), “Can the Subaltern Speak?”, en William, P. y L. Chrisman (eds.), Colonial Discourse and Post-Colonial Theory. A Reader, New York: Columbia University Press, 66-111.
Notas

i. Una versión preliminar de este texto será publicada en el número especial de la revista Nueva Sociedad con motivo de la celebración de sus 25 años.

ii. La eficacia de este orden discursivo colonial no ha sido evidentemente uniforme, su hegemonía no ha estado libre de contestación. La Revolución Mexicana es en América Latina el caso paradigmático de la presencia de otras voces y miradas como parte de un proceso de profunda convulsión social.

iii. Como aspecto positivo, desde el punto de vista de los temas que aquí se discuten, destaca el hecho de que estos nuevos contextos institucionales son mucho más flexibles que los departamentos universitarios, predominando el abordaje en base a problemas, sobre los nítidos deslindes disciplinarios.

iv. En palabras de David Slater, “…el etnocentrismo occidental no termina con lo moderno, y que su presencia en lo postmoderno requiere mucho más análisis crítico.” (Slater, 1994. p. 88). En este trabajo Slater analiza las limitaciones eurocéntricas de algunos de los autores más representativos del pensamiento postmoderno: Foucault, Baudrillard, Rorty y Vattimo.

v.Para un aporte más reciente, ver: Quijano, 1992.
vi. La expresión más rica de estos debates es la abundante colección de revistas y libros que sobre una amplia gama de asuntos relacionados con los pueblos indígenas ha venido publicando en Quito la editorial Abya Yala durante los últimos años.
vii. Esto es, asumir lo occidental-liberal como lo universal.
viii. De hecho algunas del las críticas más radicales y sólidas al eurocentrismo de las ciencias sociales están siendo formuladas en la actualidad desde la academia de Europa y sobre todos los Estados Unidos (Bernal, 1987; Stocking, 1987; Young, 1990 y 1995).
ix. Para un estudio extraordinariamente rico del proceso de creación del discurso e imaginario del desarrollo en la post-guerra, y su compleja y eficaz institucionalidad internacional, ver: Arturo Escobar, 1995.

Teaching social theory as alternative discourse

Teaching social theory as alternative discourse
Syed Farid Alatas
THIRD WORLD RESURGENCE

While the critique of Orientalism in the social sciences is well-known, this has yet to be reflected in the teaching of basic and mainstream social science courses in most universities around the world, says Syed Farid Alatas.

ORIENTALISM defines the content of education in such a way that the origins of the social sciences and the question of alternative points of view are not thematised. It is this lack of thematisation which makes it highly unlikely that the works of non-European thinkers would be given the same attention as European and American social theorists such as Marx, Weber, Durkheim and others. Orientalism is a thought-style that is not restricted to Europeans. The social sciences are taught in the Third World in a Eurocentric manner. This has contributed to the alienation of social scientists from local and regional scholarly traditions. Furthermore, courses in sociology and the other social sciences generally do not attempt to correct the Orientalist bias by introducing non-Western thinkers. If we take the 19th century as an example, the impression is given that during the period that Europeans such as Marx, Weber, Durkheim and others were thinking about the nature of society and its development, there were no thinkers in Asia and Africa doing the same.
The absence of non-European thinkers in these accounts is particularly glaring in cases where non-Europeans had actually influenced the development of social thought. Typically, a history of social thought or a course on social thought and theory would cover theorists such as Montesquieu, Vico, Comte, Spencer, Marx, Weber, Durkheim, Simmel, Toennies, Sombart, Mannheim, Pareto, Sumner, Ward, Small, and others. Generally, non-Western thinkers are excluded.
Here it is necessary to make a distinction between Orientalism as the blatantly stereotypical portrayal of the ‘Orient’ that was so typical of 19th century scholarship, and the new Orientalism of today which is characterised by the neglect and silencing of non-Western voices. If at all non-Europeans appear in the texts and courses, they are objects of study of the European scholars and not knowing subjects, that is, sources of sociological theories and ideas. This is what is meant by the silencing or marginalisation of non-Western thinkers.
Teaching social theory: Universalising the canon
It seems fitting, therefore, to provide examples of social theorists of non-European backgrounds who wrote on topics and theorised problems that would be of interest to those studying the broad-ranging macro processes that have become the hallmark of classical sociological thought and theory. In my own teaching I have been concentrating on Ibn Khaldun and José Rizal (Alatas, S.F., 2009). I would like to say a few words about the latter, as I believe that his work is of particular interest to us in South-East Asia.
The Filipino thinker and activist José Rizal (1861-1896) was probably the first systematic social thinker in South-East Asia. He raised original problems and treated them in a creative way. He lived during the formative period of sociology but theorised about the nature of society in ways not done by Western sociologists. He provides us with a different perspective on the colonial dimension of the emerging modernity of the 19th century.
Rizal was born into a wealthy family. His father ran a sugar plantation on land leased from the Dominican Order. As a result, Rizal was able to attend the best schools in Manila. He continued his higher studies at the Ateneo de Manila University and then the University of Santo Tomas. In 1882 Rizal departed for Spain where he studied medicine and the humanities at the Universidad Central in Madrid.
Rizal returned to the Philippines in 1887. This was also the year that his first novel, Noli Me Tangere (Touch Me Not), was published. The novel was a reflection of exploitative conditions under Spanish colonial rule and enraged the Spanish friars. It was a diagnosis of the problems of Filipino society and a reflection of the problems of exploitation in Filipino colonial society. His second novel, El Filibusterismo (The Revolution), published in 1891, examined the possibilities and consequences of revolution.
If we were to construct a sociological theory from Rizal’s works, three broad aspects can be discerned in his writings. First, we have his theory of colonial society, a theory that explains the nature and conditions of colonial society. Second, there is Rizal’s critique of colonial knowledge of the Philippines. Finally, there is his discourse on the meaning and requirements for emancipation.
In Rizal’s thought, the corrupt Spanish colonial government and its officials oppress and exploit the Filipinos, while blaming the backwardness of the Filipinos on their alleged laziness. But Rizal’s project was to show that in fact the Filipinos were a relatively advanced society in pre-colonial times, and that their backwardness was a product of colonialism. This required a reinterpretation of Filipino history.
During Rizal’s time, there was little critique of the state of knowledge about the Philippines among Spanish colonial and Filipino scholars. Rizal, being well-acquainted with Orientalist scholarship in Europe, was aware of what would today be referred to as Orientalist constructions. This can be seen from his annotation and republication of Antonio de Morga’s Sucesos de las Islas Filipinas (Historical Events of the Philippine Islands) which first appeared in 1609. De Morga, a Spaniard, served eight years in the Philippines as Lieutenant Governor General and Captain General and was also a justice of the Supreme Court of Manila (Audiencia Real de Manila) (de Morga, 1890/1991: xxxv).
Rizal republished this work with his own annotation in order to correct what he saw as false reports and slanderous statements to be found in most Spanish works on the Philippines, as well as to bring to light the pre-colonial past that was wiped out from the memory of Filipinos by colonisation (de Morga, 1890/1962: vii). This includes the destruction of pre-Spanish records such as artefacts that would have thrown light on the nature of pre-colonial society. Rizal found de Morga’s work an apt choice as it was, according to Ocampo, the only civil history of the Philippines written during the Spanish colonial period, other works being mainly ecclesiastical histories. The problem with ecclesiastical histories, apart from the falsifications and slander, was that they ‘abound in stories of devils, miracles, apparitions, etc., these forming the bulk of the voluminous histories of the Philippines’ (de Morga, 1890/1962: 291 n. 4). For Rizal, therefore, existing histories of the Philippines were false and biased as well as unscientific and irrational. What Rizal’s annotations accomplished were the following:
1. They provide examples of Filipino advances in agriculture and industry in pre-colonial times.
2. They provide the colonised’s point of view of various issues.
3. They point out the cruelties perpetrated by the colonisers.
4. They furnish instances of hypocrisy of the colonisers, particularly the Catholic Church.
5. They expose the irrationalities of the Church’s discourse on colonial topics.
Rizal noted that the ‘miseries of a people without freedom should not be imputed to the people but to their rulers’ (Rizal, 1963b: 31). Rizal’s novels, political writings and letters provide examples such as the confiscations of lands, appropriation of labour of farmers, high taxes, forced labour without payment, and so on. Colonial policy was exploitative despite the claims or intentions of the colonial government and the Catholic Church. In fact, Rizal was extremely critical of the ‘boasted ministers of God [the friars] and propagators of light(!) [who] have not sowed nor do they sow Christian moral, they have not taught religion, but rituals and superstitions’ (Rizal, 1963b: 38).
This position required Rizal to critique colonial knowledge of the Filipinos. He went into history to address the colonial allegation regarding the supposed indolence of the Filipinos. This led to his understanding of the conditions for emancipation and the possibilities of revolution.
The myth of the indolent Filipino
Bearing in mind the reinterpreted account of Filipino history, Rizal undertakes a critique of the discourse on the lazy Filipino native that was perpetuated by the Spaniards. The theme of indolence is an important one that formed a vital part of the ideology of colonial capitalism. Rizal was probably the first to deal with it systematically. This concern was later taken up by Syed Hussein Alatas in his seminal work The Myth of the Lazy Native (1977), which contains a chapter entitled ‘The Indolence of the Filipinos’, in honour of Rizal’s essay of the same title (Rizal, 1963a).
The basis of Rizal’s sociology is his critique of the myth of the indolent Filipino. It is this critique, and the insight that the backwardness of Filipino society was due not to the Filipinos themselves but rather to the nature of colonial rule, that provides the proper background for understanding Rizal’s criticisms against the clerical establishment and colonial administration.
In his famous essay ‘The Indolence of the Filipinos’, he defines indolence as ‘little love for work, lack of activity’ (Rizal, 1963a: 111). He then refers to indolence in two senses. First, there is indolence in the sense of the lack of activity that is caused by the warm tropical climate of the Philippines that ‘requires quit and rest for the individual, just as cold incites him to work and to action’ (Rizal, 1963a: 113). Rizal’s argument is as follows:
‘The fact is that in the tropical countries severe work is not a good thing as in cold countries, for there it is annihilation, it is death, it is destruction. Nature, as a just mother knowing this, has therefore made the land more fertile, more productive, as a compensation. An hour’s work under that burning sun and in the midst of pernicious influences coming out of an active nature is equivalent to a day’s work in a temperate climate; it is proper then that the land yield a hundredfold! Moreover, don’t we see the active European who has gained strength during winter, who feels the fresh blood of spring boil in his veins, don’t we see him abandon his work during the few days of his changeable summer, close his office, where the work after all is not hard – for many, consisting of talking and gesticulating in the shade beside a desk – run to watering-places, sit down at the cafes, stroll about, etc.? What wonder then that the inhabitant of tropical countries, worn out and with his blood thinned by the prolonged and excessive heat, is reduced to inaction?’ (Rizal, 1963a: 113).
What Rizal is referring to here is the physiological reaction to the heat of a tropical climate, which, strictly speaking, as Syed Hussein Alatas noted, is not consistent with Rizal’s own definition of indolence, that is ‘little love for work’. The adjustment of working habits to the tropical climate should not be understood as a result of laziness or little love for work.
There is a second aspect of Rizal’s concept of indolence that is more significant, sociologically speaking. This is indolence in the real sense of the term, that is, little love for work or the lack of motivation to work:
‘The evil is not that a more or less latent indolence [in the first sense, that is, the lack of activity] exists, but that it is fostered and magnified. Among men, as well as among nations, there exist not only aptitudes but also tendencies toward good and evil. To foster the good ones and aid them, as well as correct the bad ones and repress them would be the duty of society or of governments, if less noble thoughts did not absorb their attention. The evil is that indolence in the Philippines is a magnified indolence, a snow-ball indolence, if we may be permitted the expression, an evil which increases in direct proportion to the square of the periods of time, an effect of misgovernment and backwardness, as we said and not a cause of them’ (Rizal, 1963a: 114).

A similar point was made by Gilberto Freyre in the context of Brazil:
‘And when all this practically useless population of caboclos and light-skinned mulattoes, worth more as clinical material than they are as an economic force, is discovered in the state of economic wretchedness and non-productive inertia in which Miguel Pereira and Belisario Penna found them living – in such a case those who lament our lack of racial purity and the fact that Brazil is not a temperate climate at once see in this wretchedness and inertia the result of intercourse, forever damned, between white men and black women, between Portuguese males and Indian women. In other words, the inertia and indolence are a matter of race…

‘All of which means little to this particular school of sociology. Which is more alarmed by the stigmata of miscegenation than it is by those of syphilis, which is more concerned with the effects of climate than it is with social causes that are susceptible to control or rectification; nor does it take into account the influence exerted upon mestizo populations – above all, the free ones – by the scarcity of foodstuffs resulting from monoculture and a system of slave labor, it disregards likewise the chemical poverty of the traditional foods that these peoples, or rather all Brazilians, with a regional exception here and there, have for more than three centuries consumed; it overlooks the irregularity of food supply and the prevailing lack of hygiene in the conservation and distribution of such products’ (Freyre, 1956: 48).

Rizal’s important sociological contribution is his raising of the problem of indolence to begin with, as well as his treatment of the subject-matter, particularly his view that indolence is not a cause of the backwardness of Filipino society. Rather, it was the backwardness and disorder of Filipino colonial society that caused indolence. For Rizal, indolence was a result of the social and historical experience of the Filipinos under Spanish rule. We may again take issue with Rizal as to whether this actually constitutes indolence as opposed to the reluctance to work under exploitative conditions. What is important, however, is Rizal’s attempt to deal with the theme systematically. Rizal examined historical accounts by Europeans from centuries earlier which showed Filipinos to be industrious. This includes the writing of de Morga. Therefore, indolence must have social causes and these were to be found in the nature of colonial rule. Rizal would have agreed with Freyre that:

‘It was not the “inferior race” that was the source of corruption, but the abuse of one race by another, an abuse that demanded a servile conformity on the part of the Negro to the appetites of the all-powerful lords of the land. Those appetites were stimulated by idleness, by a “wealth acquired without labor…”’ (Freyre, 1956: 329).
Freyre suggested that it was the masters rather than the slaves who were idle and lazy. He referred to the slave being ‘at the service of his idle master’s economic interests and voluptuous pleasure’ (Freyre, 1956: 329).
Teaching social theory: Correcting the biases

A course on social theory that corrects the Eurocentric bias should not only focus on non-Western thinkers. It should critically deal with Western thinkers that make up the canon. This is what a colleague, Vineeta Sinha, and I have done in our course on Social Thought and Social Theory at the National University of Singapore, a discussion of which was carried out in the journal Teaching Sociology (Alatas & Sinha, 2001). The discussion in the rest of this section is drawn from that paper.

Bearing in mind the ‘Western’ origins of writings that are seen to constitute the corpus of sociological theory, we felt that the theme of Eurocentrism would provide a crucial additional point of orientation and could also provide for a meaningful and empowering discourse.

A cautionary word on our usage of the term ‘Eurocentrism’ is necessary. As we understand the term, it signifies far more than its literal and common-place meaning ‘Europe-centredness’. We hold that Eurocentrism connotes a particular position, a perspective, a way of seeing and not-seeing that is rooted in a number of problematic claims and assumptions.

We also did not want to ourselves essentialise by assigning to the three theorists examined – Marx, Weber and Durkheim -the same, generalised usage of the label ‘Eurocentrism’. In fact we quite consciously strived to establish the specific and different ways in which aspects of the theories under consideration might be Eurocentric or not. We are further aware that the recognition of Eurocentrism in the writings of Marx, Weber and Durkheim is neither a surprise nor a recent discovery.

Yet despite the datedness of this theme in the social sciences, the critique of Eurocentrism has not meaningfully reshaped or restructured the ways in which we theorise the emergence of the classical sociological canon. So despite ‘knowing’ that some aspects of Marx’s, Weber’s and Durkheim’s writings are ‘Eurocentric’ and expectedly so, the issue of how this impacts our contemporary reading of their works remains largely unaddressed and untheorised.

We also made it clear to our students that to characterise the works of Marx, Weber and Durkheim as being Eurocentric or Orientalist was not to suggest that it was possible for European theorists to be otherwise. They were, after all, products of their time. However, from the vantage point of our own time other readings of their works are possible.
In an effort to deal with these issues, we assigned an essay by Wallerstein on Eurocentrism (1996). Wallerstein discusses a number of ways in which social science is Eurocentric. Eurocentric historiography yielded accounts according to which whatever Europe was dominant in (bureaucratisation, capitalism, democracy, etc.) was good and superior and such dominance was explained in terms of characteristics peculiar to Europeans. Thus, Europe considered itself to be a unique civilization in the sense that it was the site of the origin of modernity, the autonomy of the individual (vis-a-vis family, community, state, religion, etc.), and non-brutal behavior in everyday life. The idea that European society was progressive (industrialisation, democracy, literacy, education) and that this progress would spread elsewhere, became entrenched in the social sciences. Furthermore, social science theories assumed that the development of modern capitalist society in Europe was not only good, but would be replicated elsewhere and that, therefore, scientific theories are valid across time and space.
Our aim in this project was not only to look for ‘other’ founding fathers of sociology, such as Rizal, but to ask how we should read Marx, Weber or Durkheim given the Eurocentrism of the ‘Western’ social sciences. Thus, the rethinking entailed emphasising those aspects of, say, Marx’s works that demonstrate his Eurocentrism, or selecting Weber’s writings that either prove or invalidate similar charges levelled at him. For example, in addition to reading Marx’s Contribution to the Critique of Political Economy and the Grundrisse, we also chose to focus on Marx’s discussion of the Asiatic mode of production and his discussions on colonialism in India (Marx & Engels, 1968), themes that are routinely excluded in sociological theory courses. More importantly, through our treatment of these substantive issues we further hoped to generate discussions about the effects of identifying Eurocentric biases in these works.
The need to reorient the course in this way is held to be all the more important because we note that Eurocentrism is not only found in European scholarship, but has affected the development of the social sciences in non-Western societies in a number of ways:
(i) The lack of knowledge of our own histories as evidenced in textbooks. In textbooks used in Asia and Africa, there tends to be less information on these parts of the world because the textbooks are invariably written in the United States or the United Kingdom. For example, we know more about the daily life of the European premodern family than that of our own. This is because sociology arose in the context of the transition from feudalism to capitalism and, therefore, the European historical context is the defining one. Normal development is defined as a move from feudalism to capitalism; therefore, that is the normal thing to study. The object of study is defined by this bias of normal development. In our own societies, while the priority is to study modern capitalist societies as well, the problem is that we begin with European precapitalist societies and draw attention to our own precapitalist societies in order to show that they constituted obstacles to modernization.
(ii) Through Eurocentrism, images of our society are constructed which we come to regard as real until Eurocentric scholarship yields alternative images which may be equally Eurocentric. It was widely believed that values, attitudes and cultural patterns as a whole change in the process of modernization and that such changes were inevitable (Rudolph & Rudolph, 1967; Kahn, 1979). However, after the experience of high growth in East Asia in the 1980s and early 1990s, traditional cultural patterns such as those derived from Confucianism were offered as a factor explaining growth. With the onset of the Asian financial crisis in 1997, however, once again Confucianism and Asian values had become suspect for having a hand in the economic decline.
(iii) The lack of original theorizing. Because of the deluge of works on theory, methodology and empirical research arising mainly from North America and Europe, there has been much consumption of imported theories, techniques and research agendas.
Bearing in mind the above three problems, it was stressed to our students that they should (i) bear in mind the context in which sociological theory developed; (ii) gauge its usefulness for the study of our own context (non-Western); and (iii) be aware of the Eurocentric aspects of sociological theory, which detract from its scientific value.
In dealing with the theme of Eurocentrism in the course we presented to our students the following assessment with regard to specific aspects of the works of Marx, Weber and Durkheim. Here I discuss the example of Marx.
While the section on Marx did deal with traditional topics such as the transition from feudalism to capitalism, circulation and production, alienation, class consciousness, the state, and ideology, there was an attempt to work into the materials the three interrelated objectives referred to above. For example, we put it to the class that the relevance of Marx’s discussion on the transition from feudalism to capitalism is that it suggests that the presence of an emerging bourgeoisie in feudal society and a weak decentralised state in feudal societies were preconditions for the rise of capitalism. This in turn implies that these preconditions were non-existent in non-European societies. We pushed our students further with these queries: To what extent is this true and to what extent is this a Eurocentric view?
In line with Eurocentric assumptions that Europe was unique, it was assumed that such prerequisites were not to be found outside of Europe and that precapitalist modes of production outside of Europe were obstacles to capitalist development. An example was the Asiatic mode of production on which students were assigned readings.
Highlighted in the lectures were the features of the Asiatic mode of production, that Marx was often factually wrong in his characterization of ‘Asiatic’ economies and societies, and that undergirding his political economy were Orientalist assumptions which viewed non-European societies as being the polar opposite of Europe. To put things in perspective, bearing in mind the problematic nature of Marx’s characterization of Indian society and his discussion of the Asiatic mode of production, we also pointed out that despite this limitation Marx’s concept of the ‘mode of production’ is extremely central to sociological analysis. Yet, we emphasised that it is important to recognize the limitations in Marx’s discussion of the Asiatic mode of production because it continues to inform contemporary interpretations of his works and perpetuates certain images of Asiatic and/or Indian society.
The discussions on the Eurocentric elements in Marx then made it possible to provide a more critical reading of Singapore’s or South-East Asia’s past while retaining the universalistic aspects of Marxist theory. For example, an article on colonial ideology in British Malaya was assigned (Hirschman, 1986). Here it was possible to demonstrate the utility of the Marxist concept of ideology for the critique of the Eurocentric aspects of colonial capitalism, of which Marx himself partook.
In addressing such topics as class consciousness, the state, and ideology, we made it a point to include readings on contemporary Third World societies and on the region of South-East Asia in order that students might see the relevance of the ideas of Marx to regions and areas other than his own. There was a concerted attempt, therefore, to expose the Eurocentrism in Marx while preserving the universal elements of his work as well as his theoretical contributions.
The captive mind, academic dependency and teaching
My interest in this topic is due in large part to the lifelong concerns of my late father, Syed Hussein Alatas (1928-2007), with the role of intellectuals in developing societies. On this topic he wrote a number of works that developed themes such as the captive mind (Alatas, S.H., 1969a, 1972, 1974) and intellectual imperialism (1969b, 2000).
The idea of intellectual imperialism is an important starting point for the understanding of academic dependency. According to Alatas, intellectual imperialism is analogous to political and economic imperialism in that it refers to the ‘domination of one people by another in their world of thinking’ (Alatas, S.H., 2000: 24). Intellectual imperialism was more direct in the colonial period, whereas today it has more to do with the control and influence the West exerts over the flow of social scientific knowledge rather than its ownership and control of academic institutions. Indeed, this form of hegemony was ‘not imposed by the West through colonial domination, but accepted willingly with confident enthusiasm, by scholars and planners of the former colonial territories and even in the few countries that remained independent during that period’ (Alatas, S.H., 2006: 7-8).
Intellectual imperialism is the context within which academic dependency exists. Academic dependency theory theorizes the global state of the social sciences. Academic dependency is defined as a condition in which knowledge production of certain social science communities is conditioned by the development and growth of knowledge of other scholarly communities to which the former is subjected. The relation of interdependence between two or more scientific communities, and between these and global transactions in knowledge, assumes the form of dependency when some scientific communities (those located in the knowledge powers) can expand according to certain criteria of development and progress, while other scientific communities (such as those in the developing societies) can only do this as a reflection of that expansion, which generally has negative effects on their development according to the same criteria.
This definition of academic dependency parallels that of economic dependency in the classic form in which it was stated by Teotonio dos Santos:
‘By dependence we mean a situation in which the economy of certain countries is conditioned by the development and expansion of another economy, to which the former is subjected. The relation of interdependence between two or more economies, and between these and world trade, assumes the form of dependence when some countries (the dominant ones) can expand and be self-sustaining, while other countries (the dependent ones) can do this only as a reflection of this expansion, which can have either a positive or a negative effect on their immediate development’ (dos Santos, 1970: 231).
The psychological dimension to this dependency, conceptualized by Syed Hussein Alatas as the captive mind (Alatas, S.H., 1969a, 1972, 1974), is such that the academically dependent scholar is more a passive recipient of research agenda, theories and methods from the knowledge powers (Alatas, S.F., 2003: 603). According to Garreau and Chekki it is no coincidence that the great economic powers are also the great social science powers (Garreau, 1985: 64, 81, 89; see also Chekki, 1987), although this is only partially true as some economic powers are actually marginal as social science knowledge producers, Japan being an interesting example.
In previous work I had listed six dimensions of academic dependency. These are (a) dependence on ideas; (b) dependence on the media of ideas; (c) dependence on the technology of education; (d) dependence on aid for research and teaching; (e) dependence on investment in education; and (f) dependence of scholars in developing societies on demand in the knowledge powers for their skills (Alatas, S.F., 2003: 604). I would like to add a seventh dimension, that is, dependence on recognition.
Dependency on recognition of our works manifests itself in terms of the effort to enter our journals and universities into international ranking protocols. Our universities and journals strive to attain higher and higher places in the rankings. Institutional development as well as individual assessment are undertaken in order to achieve higher status in the ranking system, with a system of rewards and punishments in place to provide the necessary incentives that centre around promotion, tenure and bonuses. The consequences of this form of dependency include:
1. The de-emphasis on publications in local journals to the extent that local journals are not listed on the international rankings. The result of this is
2. The devaluation of local journals and the underdevelopment of social scientific discourse in local languages.
The problem is not to come up with alternative ways of teaching the social sciences. Nor has it to do with any difficulty of developing adequate or relevant textbooks and readings. These can easily be done. Rather, the problem has to do with the psychological problem of mental captivity and the structural constraints within which this takes place, that is, academic dependency.
Conclusion
The idea behind promoting scholars like Jose Rizal and Ibn Khaldun and a host of other well-known and lesser-known thinkers in Asia, Africa, Latin America, Eastern Europe as well as in Europe and North America, is to contribute to the universalization of sociology. Sociology may be a global discipline but it is not a universal one as long as the various civilisational voices that have something to say about society are not rendered audible by the institutions and practices of our discipline.
While the critique of Orientalism in the social sciences is well-known, this has yet to be reflected in basic and mainstream social science courses in most universities around the world. Basic introductory courses in the social sciences are generally biased in favour of American or British theoretical perspectives, illustrations and reading materials. On the other hand, the logical consequence of the critique of Orientalism in the social sciences is the development of alternative concepts and theories that are not restricted to Western civilisation as source. But, in order for this to be done, the critique of Orientalism must become a widespread theme in the teaching of the social sciences.
Syed Farid Alatas is Head of the Department of Malay Studies and Associate Professor of Sociology at the National University of Singapore. The above is extracted from his presentation at the International Conference on ‘Decolonising Our Universities’ held in Penang, Malaysia, in June 2011.
References
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Alatas, Syed Farid. 2006. Alternative Discourses in Asian Social Science: Responses to Eurocentrism, New Delhi: Sage.
Alatas, Syed Farid. 2009. ‘Religion and Reform: Two Exemplars for Autonomous Sociology in the Non-Western Context’, in Sujata Patel, ed., The ISA Handbook of Diverse Sociological Traditions, London: Sage.
Alatas, Syed Farid & Vineeta Sinha. 2001. ‘Teaching Classical Sociological Theory in Singapore: The Context of Eurocentrism’, Teaching Sociology 29(3): 316-331.
Alatas, Syed Hussein. 1969a. ‘The Captive Mind and Creative Development’, in KB Madhava, ed., International Development, New York: Oceania Publications.
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Chekki, DA. 1987. American Sociological Hegemony: Transnational Explorations, Lanham: University Press of America.
Dos Santos, Teotonio. 1970. ‘The Structure of Dependence’, The American Economic Review, LX.
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Garreau, Frederick H. 1985. ‘The Multinational Version of Social Science with Emphasis Upon the Discipline of Sociology’, Current Sociology 33(3): 1-169.
Hirschman, Charles. 1986. ‘The Making of Race in Colonial Malaya: Political Economy and Racial Ideology’, Sociological Forum 1(2): 330-361.
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de Morga, Antonio. 1890/1991. Sucesos de las Islas Filipinas por el Doctor Antonio de Morga, obra publicada en M‚jico el a¤o de 1609, nuevamente sacada a luz y anotada por Jos‚ Rizal y precedida de un pr¢logo del Prof. Fernando Blumentritt, Edici¢n del Centenario, impression al offset de la Edici¢n Anotada por Rizal, Paris 1890, Escritos de Jos‚ Rizal Tomo VI, Manila: Comision Nacional del Centenario de Jos‚ Rizal, Instituto Hist¢rico Nacional. For the English translation, see de Morga (1890/1962).
de Morga, Antonio. 1890/1962. Historical Events of the Philippine Islands by Dr Antonio de Morga, Published in Mexico in 1609, recently brought to light and annotated by Jose Rizal, preceded by a prologue by Dr Ferdinand Blumentritt, Writings of Jose Rizal Volume VI, Manila: National Historical Institute.
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Rudolph, Lloyd & Susanne Rudolph. 1967. ‘The Place of Tradition in Modernization’, Development Digest, Washington, DC: National Planning Association, pp. 62-66.
Wallerstein, Immanuel. 1996. ‘Eurocentrism and Its Avatars: The Dilemmas of Social Science’. Paper presented to Korean Sociological Association-International Sociological Association East Asian Regional Colloquium on ‘The Future of Sociology in East Asia’, Seoul, 22-23 November.
*Third World Resurgence No. 266/267, October/November 2012, pp 32-38

El eurocentrismo y sus avatares

El eurocentrismo y sus avatares: los dilemas
de las ciencias sociales
Immanuel Wallerstein

Las ciencias sociales han sido eurocéntricas a lo largo de su historia institucional, es decir, desde que han existido departamentos que han enseñando ciencias sociales dentro del sistema universitario1.

Esto no debe sorprendernos lo más mínimo. Las ciencias sociales
son un producto del sistema-mundo moderno y el eurocentrismo es constitutivo de la geocultura del mundo moderno. Además, como estructura institucional, las ciencias sociales se originaron básicamente en Europa.

Emplearemos aquí Europa más como una expresión cultural que cartográfica; en este sentido, cuando hablemos sobre los dos últimos siglos nos estaremos refiriendo principal y conjuntamente a Europa occidental y Norteamérica. Al menos hasta 1945, las disciplinas de las ciencias sociales estaban de hecho abrumadoramente localizadas en tan sólo cinco países: Francia,
Gran Bretaña, Alemania, Italia y los Estados Unidos.

1 Este texto constituye el discurso inaugural de la ISA East Asian Regional Colloquium, «El futuro de la sociología en el este de Asia», celebrado el 22-23 de noviembre de 1996, en Seúl, Corea, y coorganizado por la Asociación Coreana de Sociología y por la Asociación Internacional de Sociología.

Incluso hoy en día, a pesar de que las ciencias sociales han extendido su actividad globalmente, la gran mayoría de los científicos sociales del mundo siguen siendo europeos. Las ciencias sociales surgieron como respuesta a problemas europeos en un momento de la historia en el que Europa dominaba todo el sistema-mundo. Era prácticamente inevitable que la elección de su objeto, su teorización, su metodología y su epistemología reflejaran todas las fuerzas del crisol en el que se forjaron.

En el período posterior a 1945, sin embargo, la descolonización de
Asia y África y el incremento de la conciencia política de la totalidad del mundo no europeo han afectado al mundo del conocimiento tanto como a la política del sistema-mundo. Uno de los cambios fundamentales que se produjeron, y que perdura hasta hoy desde hace al menos treinta años, es que el «eurocentrismo» de las ciencias sociales ha sido atacado, duramente atacado.

Este ataque ha estado, por descontado, fundamentalmente justificado, y no hay ninguna duda de que, si las ciencias sociales han de progresar en el siglo XXI, están obligadas a superar su herencia eurocéntrica, que ha tergiversado sus análisis y su capacidad de abordar los problemas del mundo contemporáneo. Si, no obstante, tenemos que efectuar esta tarea, hemos de dilucidar cuidadosamente en qué consiste el eurocentrismo, ya que, como veremos, se trata de un monstruo de muchas cabezas que ha pasado por muchos avatares.

No va a ser fácil matar al monstruo inmediatamente. De hecho, si no tenemos cuidado, bajo la apariencia del intento de combatirlo, podemos criticar el eurocentrismo utilizando premisas eurocéntricas y, de ese modo, reforzar su influencia en la comunidad de estudiosos.

I. Las acusaciones

Se ha afirmado que el eurocentrismo de las ciencias sociales se ha
manifestado de cinco formas diferentes. No constituyen un grupo
estrictamente ordenado desde un punto de vista lógico, ya que se
superponen entre sí de forma poco clara. A pesar de ello, puede resultar útil revisar las alegaciones dirigidas contra cada una de estas
manifestaciones.

Se ha argumentado que las ciencias sociales revelan su eurocentrismo: 1) en su historiografía; 2) en el provincianismo
de su universalismo; 3) en sus presupuestos sobre la civilización
(occidental); 4) en su orientalismo, y 5) en sus intentos de imponer
la teoría del progreso.

1. Historiografía

Consiste en la explicación del dominio europeo del mundo moderno mediante los logros específicos de la historia europea.

Probablemente la historiografía sea fundamental para las otras explicaciones, pero asimismo es la variante más obviamente ingenua y aquella cuya validez más fácilmente puede cuestionarse. Sin duda alguna los europeos han estado durante los dos últimos siglos en la cima del mundo. Colectivamente, han controlado los países más ricos y los militarmente más poderosos. Han disfrutado de la tecnología más avanzada y han sido los principales creadores de esta avanzada tecnología. Estos hechos parecen en gran medida incuestionables, y de hecho son difíciles de rebatir de modo verosímil.

La cuestión es explicar el porqué de esta diferencia de poder y nivel de vida con el resto del mundo. Una posible respuesta es que los europeos han hecho algo meritorio y diferente de lo que han hecho los pueblos de otras partes del mundo. Esto es lo que defienden los estudiosos que hablan del «milagro europeo»2.
2 Véase, por ejemplo, E. L. Jones, The European Miracle: Environment, Economics and Geopolitics in the History of Europe and Asia, Cambridge, 1981

Los europeos han impulsado la revolución industrial, han mantenido el crecimiento, han fundado la modernidad, el capitalismo, la burocratización o la libertad individual.

Por descontado, tendremos que definir estos términos con más detalle y descubrir si realmente fueron los europeos los que crearon
estas novedades, sea cual fuere su contenido, y si es así, cuándo
exactamente. Sin embargo, incluso si nos ponemos de acuerdo en la definición y en el momento y, por tanto, por decirlo así, en la realidad del fenómeno, de hecho hemos explicado muy poco.

Pues también hemos de explicar por qué los europeos, y no otros, crearon estos fenómenos específicos y por qué lo hicieron en un momento determinado de la historia. Buscando estas explicaciones, la tendencia de la mayoría de los estudiosos ha sido remontarse en la historia buscando presuntos antecedentes.

Si los europeos hicieron «x» en el siglo XVI o XVIII, se entiende que ello ha sido así probablemente a causa de lo que sus antepasados (o sus supuestos antepasados, ya que la ascendencia es menos biológica que cultural, o pretendidamente cultural) hicieron o fueron en el siglo XI o en el V a.C. o incluso antes. Todos nosotros podemos pensar en diversas explicaciones que, una vez establecido o al menos asumido algún fenómeno ocurrido entre los siglos del XVI al XIX, nos remontan a diversos momentos pasados de los ancestros europeos en búsqueda de la variable realmente determinante.

Aquí opera una premisa que no se ha hallado realmente oculta, pero
que durante mucho tiempo no se ha debatido. Esta premisa es que
cualquiera que sea la novedad de la que se responsabilice a Europa
durante el período que media entre los siglos XVI y XIX, se trata de
algo bueno, algo de lo que Europa debería enorgullecerse y algo
que el resto del mundo debería envidiar o al menos apreciar. Esta
novedad se percibe como un logro, y los títulos de numerosos libros
nos dan testimonio de este tipo de evaluación.

Creo que no hay duda de que la historiografía real de las ciencias sociales mundiales ha expresado tal percepción de la realidad en un
grado muy elevado. Esta percepción puede ser cuestionada, por supuesto, aduciendo diversas razones de peso, y así se ha venido haciendo de modo cada vez más intenso en décadas recientes. Se puede cuestionar la exactitud de la descripción de lo que ocurrió tanto en Europa como en el mundo entre los siglos XVI y XIX.

Se puede ciertamente cuestionar la verosimilitud de los presuntos antecedentes culturales de lo que ocurrió en este período. Se puede insertar la historia de los siglos XVI-XIX en una duración mayor, extendiéndola a lo largo de varios siglos o decenas de miles de años. Si se hace esto, se afirmará habitualmente que los «logros» europeos de los siglos XVI-XIX parecen por ello menos notables o que forman parte en realidad de una variante cíclica, o incluso que pueden considerarse en menor medida logros cuyo mérito principal puede atribuirse Europa.

Por último, puede aceptarse que las novedades fueron reales, pero sostener que fueron un logro más negativo que positivo. Esta clase de historiografía revisionista es a menudo persuasiva en su minuciosidad, y ciertamente tiende a ser acumulativa. En un momento dado, desenmascarar o deconstruir pueden llegar a ser omnipresentes, e incluso una contrateoría puede tener éxito.

Esto es, por ejemplo, lo que parece estar pasando, o prácticamente ya ha ocurrido, con la historiografía de la Revolución Francesa, en la que, en cierto momento, se empezó a cuestionar la llamada interpretación social que había dominado la literatura especializada sobre la misma durante al menos siglo y medio, hasta que de alguna manera se destronó la mencionada interpretación durante los últimos treinta años. Hoy en día estamos entrando probablemente en uno de tales cambios de paradigma en la historiografía fundamental de la modernidad.

Cuando se produce un cambio de este tipo, sin embargo, deberíamos
respirar hondo, volver atrás y evaluar si las hipótesis alternativas son de veras más plausibles y, por encima de todo, si en realidad rompen con las premisas esenciales de las anteriores hipótesis dominantes. Ésta es la pregunta que quiero plantear en relación con la historiografía de los presuntos logros europeos en el mundo moderno.

Está siendo atacada. ¿Qué propuestas alternativas a la misma
existen? ¿Y hasta qué punto son diferentes? No obstante, antes de
abordar esta amplia cuestión, debemos revisar las otras críticas al eurocentrismo.

2. Universalismo

El universalismo es el punto de vista que sostiene que existen verdades científicas válidas en todo tiempo y lugar. El pensamiento europeo de estos últimos siglos ha sido en su casi totalidad marcadamente universalista. Se trataba de la era del triunfo cultural de la ciencia como actividad cognoscitiva. La ciencia desplazó a la filosofía como la forma más prestigiosa de conocimiento y árbitro del discurso social.

La ciencia a la que nos referimos es la ciencia de Newton y Descartes. Sus premisas eran que el mundo estaba gobernado
por leyes deterministas que adoptaban la forma de procesos de equilibrio lineal y que, postulando estas leyes como ecuaciones
reversibles universales, tan sólo necesitábamos conocer además un conjunto dado de condiciones iniciales, para que nos fuera posible predecir el estado del sistema en cualquier momento futuro o pasado.

Lo que esto significaba para el conocimiento social parecía evidente.
Los científicos sociales tendrían la posibilidad de descubrir los procesos universales que explican el comportamiento humano y cualquier hipótesis que pudiesen verificar se entendía que era válida en cualquier tiempo y lugar o debía enunciarse en términos tales que
fuera cierta en cualquier tiempo y lugar.

La persona del estudioso era irrelevante, ya que los estudiosos actuaban como analistas cuyos valores eran neutros. Y la ubicación de la evidencia empírica podía básicamente ignorarse con tal de que los datos fueran manejados de modo correcto, ya que se pensaba que los procesos eran constantes.

Las conclusiones no eran muy diferentes en el caso de aquellos estudiosos que preferían un acercamiento más histórico e ideográfico, en tanto que se asumiera la existencia de un modelo subyacente de desarrollo histórico.

Todas las teorías de las etapas (ya procedan de Comte, de Spencer o de Marx, por citar sólo algunos nombres de una larga lista) fueron principalmente teorizaciones de lo que se ha dado en llamar la interpretación whig de la historia, es decir, la presunción de que el presente es el mejor de los tiempos y de que el pasado llevaba inevitablemente al presente. E incluso los escritos históricos de marcada tendencia empirista, independientemente de cuánto proclamen su rechazo a teorizar, tendían de todas formas a reflejar inconscientemente una teoría de las etapas subyacente.

Ya sea en la forma ahistórica de un tiempo reversible de acuerdo con
el modelo de los científicos sociales nomotéticos o ya sea en la forma diacrónica de la teoría de las etapas de los historiadores, las ciencias sociales europeas han sido resueltamente universalistas al afirmar que sea lo que fuere lo que ocurrió en Europa entre los siglos XVI y XIX, ello representó un modelo que era aplicable en todas partes, ya fuera porque suponía un logro progresivo irreversible de la humanidad o porque
representaba la satisfacción de las necesidades humanas básicas
mediante la eliminación de los obstáculos que se oponían a su realización.

Lo que podía observarse entonces en Europa no era sólo bueno,
sino el rostro del futuro que se desplegaría en todas partes. Las teorías universalistas siempre han sido atacadas aduciendo que una
situación particular en un momento y lugar particulares no parecía encajar en el modelo.

Algunos estudiosos han argumentado también que las generalizaciones universalistas eran intrínsecamente imposibles. Sin embargo, en los últimos treinta años se ha lanzado un tercer ataque contra las teorías universalistas de las ciencias sociales modernas. Se ha sostenido la posibilidad de que estas teorías que se pretenden universales en realidad no lo sean, sino que sean una presentación del modelo histórico occidental tomado como universal.

Joseph Needham señaló, ya hace algún tiempo, como «el error fundamental del eurocentrismo… el postulado tácito de que la ciencia y la tecnología modernas, que en realidad tienen sus raíces en la Europa del Renacimiento, son universales y que de eso se deduzca que todo lo que es europeo es universal»3.
3 Citado en La dialectique sociale, de Anouar Abdel-Malek, París, 1972; traducido como Social Dialectics, vol. I, Civilizations and Social Theory, Londres, 1981. [Existe edición en castellano: La dialéctica social, Siglo XXI, Madrid.]

Así, las ciencias sociales han sido acusadas de ser eurocéntricas en
la medida en que eran particularistas. Y, más que eurocéntricas, se
afirmaba que eran provincianas. Esta acusación golpeaba justo donde más dolía, ya que las ciencias sociales modernas se enorgullecían especialmente de haber superado cualquier provincianismo. En tanto que esta acusación parecía razonable, era mucho más convincente que afirmar nuevamente que las proposiciones universales todavía no habían sido formuladas de tal manera que pudieran explicar todos los casos.

3. Civilización

El término civilización se refiere a un grupo de características sociales que contrastan con el primitivismo o la barbarie. La Europa moderna se consideraba a sí misma algo más que una «civilización» entre varias; se consideraba la única «civilizada» o aquella especialmente «civilizada».

Lo que caracterizaba este estado de civilización no es algo sobre lo que haya habido un consenso manifiesto ni siquiera entre los propios europeos. Para algunos, la civilización se hallaba englobada en la «modernidad», esto es, en los avances de la tecnología y en el incremento de la productividad, así como en la creencia cultural en la existencia del desarrollo histórico y del progreso.

Para otros, civilización significaba un incremento en la autonomía
del «individuo» frente a los demás actores sociales: la familia,
la comunidad, el Estado, las instituciones religiosas. Para otros, civilización significaba un comportamiento no brutal en la vida cotidiana, modales sociales en el más amplio sentido de la palabra.

Y, finalmente, para otros, civilización significaba reducir la esfera de la violencia legítima y ampliar la definición de crueldad. Y, por supuesto, para muchos, civilización incluía la combinación de algunos o de la totalidad de los rasgos mencionados.

Cuando los colonizadores franceses del siglo XIX hablaban de la misión civilisatrice, se referían a que, mediante la conquista colonial, Francia o, en general, Europa, impondrían a la población no europea los valores y las normas que estaban incluidos en estas definiciones de civilización.

Cuando, durante la década de 1990, distintos grupos de países occidentales han hablado del «derecho a la injerencia» en situaciones políticas existentes en diversas partes del mundo, aunque
casi siempre en zonas no occidentales, lo han hecho en nombre de tales valores de la civilización, que les conferían tal derecho.

Este conjunto de valores, con independencia de cómo prefiramos
designarlos –valores civilizados, valores secular-humanistas, valores
modernos–, impregna las ciencias sociales, como era de esperar, ya
que éstas son producto del mismo sistema histórico que los ha elevado a lo más alto de la jerarquía vigente. Los científicos sociales han incorporado estos valores en sus definiciones de los problemas –los problemas sociales, los problemas intelectuales–, que consideran dignos de ser estudiados. Han incorporado estos valores a los conceptos que han inventado y con los que analizan estos problemas, así como a los indicadores que utilizan para medir los conceptos.

En su mayoría, estos científicos sociales han insistido, sin duda, en que lo que pretendían era estar libres de valores, en tanto que han proclamado que sus preferencias sociopolíticas no les hacían tergiversar o malinterpretar los datos intencionadamente. Pero estar libre de valores en este sentido no significa en absoluto que los valores, en el sentido de decisiones sobre la importancia histórica de los fenómenos observados, estén ausentes. Éste, por supuesto, es el argumento central de Heinrich Rickert acerca de la especificidad lógica de lo que él denomina «ciencias culturales»4.

4 Heinrich Rickert, Die Grenzen der naturwissenschaftlichen Begriffbildung, Tubingen, 1913; traducido como The Limits of Concept Formation in the Physical Sciences, Cambridge,
1986.

Son incapaces de ignorar «valores» en el sentido de evaluar su importancia social. Obviamente, las premisas occidentales y sociocientíficas sobre la «civilización» no eran completamente insensibles al concepto de la multiplicidad de «civilizaciones».

Cada vez que se planteaba la cuestión del origen de los valores civilizados, es decir, cómo es que éstos habían aparecido originalmente, al menos así se argumentaba, en el moderno mundo occidental, la respuesta casi inevitablemente era que esos valores eran producto de tendencias únicas e inmemoriales inscritas en el pasado del mundo occidental, alternativamente descrito como la herencia de la Antigüedad y/o de la Edad Media cristiana, la herencia del mundo hebreo, o la herencia combinada de ambos, esta última también rebautizada y recalificada, en ocasiones, como la herencia judeo-cristiana.

Se pueden plantear y se han planteado muchas objeciones a este
conjunto de sucesivas premisas. Se ha cuestionado si el mundo moderno o el mundo europeo moderno es civilizado, de acuerdo con el propio sentido con el que la palabra se usa en el discurso europeo. Recuérdese el célebre sarcasmo de Mahatma Ghandi, quien, ante la pregunta: «Sr. Ghandi, ¿qué piensa de la civilización occidental?», respondió: «Sería una buena idea».

Además, se ha discutido la afirmación de que los valores de la antigua Grecia y de la Roma antigua o del antiguo Israel fueran más propicios para servir de base para estos denominados valores modernos, que los valores de otras civilizaciones antiguas. Y, por último, que la Europa moderna pueda señalar de una forma verosímil a Grecia o Roma, por un lado, o al antiguo Israel, por el otro, como su primer zócalo de civilización no es en absoluto obvio.

De hecho, se ha prolongado durante mucho tiempo el debate entre aquellos que han contemplado Grecia o Israel como orígenes culturales alternativos. En este debate, cada bando ha negado la plausibilidad de la alternativa del otro. El debate mismo arroja dudas sobre la plausibilidad de tal derivación.

En cualquier caso, ¿quién discutiría que Japón pueda señalar a las
antiguas civilizaciones del Índico como sus precursoras, basándose
en que fueron el lugar de origen del Budismo, que se ha convertido en un componente central de la historia cultural de Japón?

¿Están los actuales Estados Unidos más cerca culturalmente de la antigua Grecia, de Roma o de Israel que Japón de la civilización del Índico? Se podría aducir, después de todo, que la Cristiandad, lejos de representar una continuidad, marcó una ruptura decisiva con la antigua Grecia, con Roma y con Israel.

En realidad, los cristianos, hasta el Renacimiento, utilizaron precisamente este mismo argumento. Y ¿no es la ruptura con la Antigüedad aún hoy en día parte de la doctrina de las iglesias cristianas?

Sin embargo, actualmente, la esfera en la que la discusión sobre los
valores ha alcanzado más intensidad ha sido la esfera política. El primer ministro de Malasia, Mahathir, ha sido muy específico al argumentar que los países asiáticos pueden y deben «modernizarse» sin aceptar todos o algunos de los valores de la civilización europea. Y sus puntos de vista han encontrado amplio eco en otros líderes políticos asiáticos. El debate sobre los «valores» también ha adquirido una importancia decisiva en los propios países europeos y especialmente en los Estados Unidos, bajo la forma del debate sobre el «multiculturalismo».

Esta versión del debate actual ha tenido de hecho un gran impacto en las ciencias sociales institucionalizadas, con el florecimiento
de estructuras dentro de la universidad que agrupan a los estudiosos que niegan la premisa de la singularidad de algo denominado «civilización».

4. Orientalismo

El orientalismo se refiere a una declaración estilizada y abstracta de las características de las civilizaciones no-occidentales. Es el anverso del concepto «civilización» y se ha convertido en tema fundamental en la discusión pública a partir de los escritos de Anouar Abdel-Malek y Edward Said5. El orientalismo era hasta hace no mucho un signo de distinción 6.

Es un modo de conocimiento que tiene sus raíces en la Edad Media europea, cuando algunos monjes intelectuales cristianos se asignaron a sí mismos la tarea de comprender mejor las religiones no cristianas, aprendiendo sus lenguas y leyendo cuidadosamente
sus textos religiosos. Por supuesto, partieron de la premisa de la verdad de la fe cristiana y del deseo de convertir a los paganos,
pero de todas formas se tomaron los textos en serio, como
expresiones, aunque pervertidas, de la cultura humana.

Cuando el orientalismo se secularizó en el siglo XIX, la actividad se
llevaba a cabo de una forma que no era muy diferente. Los orientalistas continuaban aprendiendo las lenguas y descifrando los textos.

Durante el proceso, continuaban basándose en una visión binaria
del mundo social. En lugar de la distinción cristiano/pagano, colocaron la distinción occidental/oriental, o la de moderno/no moderno. En las ciencias sociales emergió una larga cadena de conocidas polaridades: sociedades militares e industriales, Gemeinschaft y Gesellschaft, solidaridad mecánica y orgánica, legitimación tradicional y racional-legal, estática y dinámica.

Aunque frecuentemente estas polaridades no se relacionaban directamente con la literatura sobre el orientalismo, no deberíamos olvidar que una de las primeras polaridades fue la de estatus y contrato de Maine, que se basaba explícitamente en una comparación de los sistemas legales hindú e inglés.

Los orientalistas se veían a sí mismos como personas que expresaban su benevolente aprecio por una civilización no occidental dedicando diligentemente sus vidas al estudio erudito de los textos para comprender (verstehen) la cultura. La cultura que comprendían de esta manera era, claro está, un constructo fabricado por alguien que provenía de una cultura distinta.

La validez de estos constructos se ha puesto en tela de juicio a tres diferentes niveles: se ha dicho que los conceptos no coinciden con la realidad empírica; que abstraen demasiado y, por tanto, eliminan la variedad empírica, y que son extrapolaciones de los prejuicios europeos.

El ataque contra el orientalismo fue, de todas formas, algo más que un ataque contra las carencias de esa disciplina académica. También fue una crítica de las consecuencias políticas de estos conceptos de las ciencias sociales. Se dijo que el orientalismo legitimaba la posición de Europa como potencia dominante, y que de hecho desempeñaba un papel esencial en el caparazón ideológico del papel imperial de Europa dentro del marco del sistema-mundo moderno.
El ataque al orientalismo ha estado unido al ataque contra la reificación y ha sido aliado de los múltiples intentos por deconstruir las narrativas de las ciencias sociales. De hecho, se han discutido algunos intentos no occidentales de crear un contradiscurso de «occidentalismo» y se ha sostenido, por ejemplo, que «todos los discursos elitistas del antitradicionalismo en la China moderna, desde el Movimiento del 4 de mayo hasta las manifestaciones de los estudiantes en 1989 en la plaza de Tiannamen, han estado ampliamente orientalizados»7, lo cual ha servido para sostener el orientalismo, en lugar de socavarlo.

5. Progreso

El progreso, su realidad, su inevitabilidad, fue un tema fundamental de la Ilustración europea. Hay quien lo remite a toda la filosofía occidental 8.

5 Abdel-Malek, La dialectique sociale; Edward Said, Orientalism, Nueva York, 1978. [Existe edición española: Orientalismo, Anagrama, Barcelona.]
6 Véase Wilfred Cantwell Smith, «The place of Oriental Studies in a University», Diogenes, núm. 16, 1956, pp. 106-111.
7 Xianomei Chen, «Occidentalism as Counterdiscourse: “HeShang” in Post Mao China», Critical Inquiry, vol. 18, núm. 4, verano de 1992, p. 687.
8 J. B. Bury, The Idea of Progress, Londres, 1920; Robert A. Nisbet, History of the Idea of Progress, Nueva York, 1980.

En cualquier caso, se convirtió en el punto de vista consensuado
de la Europa del siglo XIX, y siguió siéndolo durante gran
parte del siglo XX. Las ciencias sociales, tal y como fueron creadas,
estuvieron profundamente marcadas por la teoría del progreso.
El progreso se convirtió en la explicación subyacente de la historia del mundo, y en el fundamento racional de casi todas las teorías de las etapas.

Incluso se convirtió en el motor de todas las ciencias sociales
aplicadas. Se nos decía que debíamos estudiar ciencias sociales para entender mejor el mundo social, ya que así podríamos impulsar el progreso de una forma más sabia y acelerar su ritmo de un modo más seguro en cualquier parte o, al menos, ayudar a eliminar los obstáculos que se interponen en su camino. Las metáforas de la
evolución o del desarrollo no eran meros intentos de describir; eran
también incentivos para prescribir. Las ciencias sociales se convirtieron en el consejero, a veces incluso en la criada, de los responsables políticos, desde el panopticon de Bentham, pasando por la Verein für Sozialipolitik, hasta el Beveridge Report y otras innumerables comisiones gubernamentales, de las series sobre el racismo de la Unesco tras la Segunda Guerra Mundial, hasta las sucesivas investigaciones de James Coleman sobre el sistema educativo estadounidense.

Tras la Segunda Guerra Mundial, «el desarrollo de los países subdesarrollados» constituyó una rúbrica que justificaba el
compromiso de los científicos sociales de cualquier opción política
con la reorganización social y política del mundo no occidental.
El progreso no sólo se asumió o analizó, también se impuso. Esto
quizá no difiere demasiado de las actitudes que estudiamos bajo el
epígrafe de «civilización».

Lo que ha de subrayarse es que, en el momento en que la categoría de «civilización» empezó a ser una categoría que había perdido su inocencia y atraído sospechas, básicamente a partir de 1945, el «progreso» sobrevivió como categoría y fue más que adecuada para sustituir a la de «civilización», ya que olía algo mejor.

La idea del progreso parecía servir como el último reducto del eurocentrismo, como posición de retirada defensiva. La idea de progreso ha tenido siempre, por supuesto, sus críticos conservadores, aunque se puede decir que la fuerza de su resistencia
decreció drásticamente durante el período 1850-1950.

Sin embargo, al menos desde 1968, han surgido muchos críticos de la idea de progreso: entre los conservadores con renovadas fuerzas, y entre la izquierda con una fe recién descubierta. Existen, no obstante, muchas maneras distintas de atacar la idea de progreso. Se
puede sugerir que lo que se ha llamado progreso es un falso progreso, pero que existe un progreso real, aduciendo que la versión
europea era un engaño o un intento de engañar.

O puede sugerirse que no existe esa cosa llamada progreso, debido al «pecado original» o al ciclo eterno de la humanidad. O se puede sugerir que Europa ha conocido realmente el progreso, pero que ahora está intentando alejar al resto del mundo de los frutos del mismo, como han sostenido algunos críticos no occidentales del movimiento ecologista.

Lo que sí es evidente para muchos es que la idea de progreso se ha
identificado como una idea europea, hecho por el que ha sido atacada por su eurocentrismo. Este ataque ha sido, sin embargo, muy
contradictorio, dados los esfuerzos realizados por otros no occidentales por apropiarse del progreso, expulsando a Europa de la escena, pero no al progreso.

II. Las reivindicaciones del antieurocentrismo

Las múltiples formas de eurocentrismo y de crítica al eurocentrismo
no presentan necesariamente un cuadro coherente. Intentaremos
evaluar el debate fundamental. Como hemos observado, las ciencias sociales institucionalizadas empezaron su actividad en Europa. Se las ha acusado de dibujar una descripción falsa de la realidad social malinterpretando, exagerando en gran medida y/o distorsionando el papel histórico de Europa, particularmente su papel histórico en el mundo moderno.

Los críticos plantean generalmente tres reivindicaciones diferentes, en cierto sentido contradictorias. La primera es que con independencia de lo que hizo Europa, otras civilizaciones lo estaban haciendo, hasta que Europa empleó su poder geopolítico para interrumpir este proceso en otras partes el mundo.

La segunda es que lo que Europa hizo no es sino la continuación de lo que otros ya estaban haciendo durante mucho tiempo, incorporándose los europeos en un momento determinado al primer plano. La tercera es que lo que Europa hizo se ha analizado incorrectamente y ha sido objeto de extrapolaciones inapropiadas, que a su vez han tenido consecuencias peligrosas tanto para la ciencia como para el mundo político.

Los dos primeros argumentos, ampliamente representados, me
parece que adolecen de lo que yo llamaría «eurocentrismo antieurocéntrico». El tercero me parece indudablemente correcto y se merece que le prestemos toda nuestra atención. ¿Qué clase de extraño animal es ese «eurocentrismo antieurocéntrico»? Estudiemos cada uno de estos argumentos sucesivamente.

El primero que llega a la meta

A lo largo del siglo XX, hay quien ha sostenido que en el marco de, por ejemplo, la «civilización» china, india o árabe-musulmán, existían tanto los fundamentos culturales, como la pauta sociohistórica de desarrollo, que hubieran llevado a la emergencia del capitalismo moderno con todas sus características, o que, en realidad, tales civilizaciones se hallaban inmersas en el proceso que las conducía en esa dirección.

En el caso de Japón, el argumento cobra más fuerza incluso, afirmándose que el capitalismo moderno se desarrolló allí,
independientemente, pero coincidiendo en el tiempo con su desarrollo en Europa. El núcleo de la mayoría de estos argumentos está constituido por la teoría de las etapas del desarrollo, frecuentemente en su versión marxista, de la cual se deduce lógicamente que diferentes partes del mundo seguían caminos paralelos hacia la modernidad o el capitalismo.

Este tipo de argumento presuponía tanto la especificidad y la autonomía social de las distintas regiones civilizadas del mundo, por un lado, y su común subordinación a un modelo omnicomprensivo, por otro.
Dado que todas las discusiones de este tipo se refieren específicamente a una determinada zona cultural y a su desarrollo histórico, sería un ejercicio imponente discutir la verosimilitud histórica de cada caso, y no pretendo hacerlo aquí. Lo que quiero destacar es que existe una limitación lógica a esta línea de argumentación, con independencia de la región de la que hablemos, y una consecuencia intelectual general. La limitación lógica es bastante obvia.

Incluso si fuera cierto que algunas otras partes del mundo hubieran estado avanzando por el camino de la modernidad/capitalismo o quizá hubieran avanzado tremendamente en el mismo, esta argumentación nos deja todavía con el problema de explicar el hecho de que fuera Occidente, o Europa, quien alcanzó primero el objetivo y, por tanto, quien pudo «conquistar el mundo».

En este punto volvemos a la pregunta tal y como la planteamos originalmente: ¿por qué la modernidad/ el capitalismo en Occidente?

Por supuesto, en la actualidad hay quien niega que Europa conquistara el mundo en el sentido estricto de la palabra, aduciendo
que siempre ha habido resistencia; a mi juicio, creo que esto fuerza
nuestra lectura de la realidad. Hubo, después de todo, una conquista colonial real que cubrió una gran porción del globo.

Existen, después de todo, auténticos indicadores militares de la fuerza europea. Sin duda siempre existieron diversas formas de resistencia, activas y pasivas, pero si esta resistencia hubiera sido verdaderamente tan formidable, no tendríamos en la actualidad nada que discutir al respecto.

Si insistimos demasiado en el tema de una agencia no europea
acabaremos lavando todos los pecados europeos o, al menos, la
mayoría. No me parece que sea ésta la intención de los críticos.
En cualquier caso, independientemente de lo transitoria que consideremos la dominación europea, aún tenemos que explicarla. La mayoría de los críticos que siguen esta línea de argumentación tiene más interés en explicar cómo Europa interrumpió un proceso indígena en la parte del mundo objeto de su consideración, que en explicar cómo es que Europa fue capaz de hacerlo.

Aún más, intentando disminuir los méritos de Europa por este hecho, por este presunto «logro», refuerzan la idea de que fue un logro. La teoría convierte a Europa en un «héroe villano»: villano, sin duda, pero también sin duda héroe en el sentido más dramático del término, pues fue Europa la que hizo el esfuerzo final en la carrera y cruzó la línea de llegada en primer lugar.

Y, aún peor, existe la implicación, no demasiado lejos de la superficie, de que, si hubieran tenido la oportunidad los chinos, los indios o los árabes no sólo podrían haber hecho lo mismo, sino que lo habrían hecho; es decir, habrían fundado la modernidad/capitalismo, conquistado el mundo, explotado recursos y personas y adoptado también el papel de héroe villano.

Esta visión de la historia moderna parece ser muy eurocéntrica en su antieurocentrismo, ya que acepta la importancia, esto es, el valor, de los «logros» europeos precisamente en los mismos términos con que Europa los ha definido, y afirma tan sólo que otros podrían haberlo hecho también, o que también estaban haciéndolo. Probablemente por alguna razón accidental, Europa logró una ventaja temporal e interfirió en su desarrollo por la fuerza.

La afirmación de que otros también podrían haber sido europeos me parece una forma muy débil de oponerse al eurocentrismo que, en realidad, refuerza las peores consecuencias del pensamiento eurocéntrico sobre el conocimiento social.

Capitalismo eterno

La segunda línea de oposición a los análisis eurocéntricos es aquella que niega que hubiera algo realmente nuevo en lo que Europa hizo. Este argumento empieza por destacar que en la Baja Edad Media, e incluso desde mucho tiempo antes, Europa occidental era un área marginal y periférica del continente eurasiático, cuyo papel histórico y logros culturales estaban por debajo de los de otras partes del mundo, como Arabia o China. Esto es indudablemente cierto, al menos en un primer nivel de generalización.

Después, se da un rápido salto para situar a la Europa moderna dentro de la construcción de un ecumene o estructura-mundo que se ha estado creando durante varios miles de años9.

Esto no es inverosímil, pero, en mi opinión, la significación sistémica de este ecumene aún tiene que ser dilucidada. Es ahora cuando llegamos al tercer elemento de la secuencia.

De la inicial marginalidad de Europa occidental y de la construcción milenaria del ecumene-mundo eurasiático, se desprende que pasara lo que pasara en Europa occidental, no era nada especial, sino tan sólo una variante más en la construcción histórica de un sistema singular.

Este último argumento me parece conceptual e históricamente totalmente erróneo. No es mi intención, sin embargo, volver sobre él10.

Tan sólo deseo subrayar las formas en que este argumento es otra
forma de eurocentrismo antieurocéntrico. Lógicamente, implica suponer que el capitalismo no es nada nuevo, y, de hecho, algunos de los que defienden la continuidad del desarrollo del ecumene eurasiático han adoptado explícitamente esta posición.

A diferencia de la posición de aquellos que sostenían que alguna otra civilización se dirigía también hacia el capitalismo cuando Europa interfirió en este proceso, el argumento que se aduce aquí es que todos nosotros estábamos realizando esta tarea conjuntamente, y que en realidad no ha habido un desarrollo hacia el capitalismo en los tiempos modernos, porque el mundo en su conjunto, o por lo menos todo el ecumene eurasiático, había sido capitalista en algún sentido durante varios miles de años.

Permítaseme indicar, en primer lugar, que ésta es la posición clásica
de los economistas liberales. No difiere mucho en realidad de Adam
Smith cuando sostiene que existe una «propensión (en la naturaleza
humana) a trocar, permutar e intercambiar una cosa por otra»11.

9 Véanse varios autores en Stephen K. Sanderson, Civilisations and World Systems: Studying World-Historical Change, Walnut Creek, CA, 1995.
10 Immanuel Wallerstein, «The West, Capitalism and the Modern World-System», Review, vol. XV, núm. 4, otoño de 1992, pp. 561-619.
11 Adam Smith, The Wealth of the Nations [1776], Nueva York, 1939, p. 13. [Existe edición en castellano: La riqueza de las naciones, Alianza Editorial, Madrid.]

Elimina diferencias esenciales entre sistemas históricos distintos. Si los chinos, los egipcios y los europeos occidentales han estado haciendo lo mismo históricamente, ¿en qué sentido son civilizaciones diferentes o sistemas históricos distintos?12

Quitándole méritos a Europa, ¿a quién concedérselos sino a la toda la humanidad? Sin embargo, y es lo peor de todo, al apropiarnos de lo que la moderna Europa hizo y anotarlo en el balance del ecumene eurasiático estamos aceptando el argumento ideológico esencial del eurocentrismo: que la modernidad, o el capitalismo, es milagroso y maravilloso, tan sólo añadiendo que todo el mundo siempre lo ha estado practicando siempre de una u otra manera.

Al negar el mérito de Europa, negamos su culpa. ¿Por qué es tan terrible la «conquista del mundo» por parte de Europa, si no se trata de nada más que el último tramo del proceso inexorable del ecumene? Lejos de ser un argumento crítico con Europa, implica aplaudir el que Europa, habiendo sido una parte «marginal» del ecumene, aprendiera finalmente la sabiduría de los otros, más antiguos, y la aplicara con éxito.

Y de ello se desprende inevitablemente el siguiente argumento no
explicitado. Si el ecumene eurasiático ha seguido un hilo conductor
durante miles de años y el sistema-mundo capitalista no es nada
nuevo, entonces, ¿qué posible razón existe para afirmar que este
hilo no continuará para siempre o, al menos, durante un larguísimo
e indefinido período de tiempo? Si el capitalismo no empezó en el
siglo XVI, o en el XVIII, no es probable que acabe en el siglo XXI.

Personalmente, no lo creo, y he tratado el asunto en varios escritos recientes13. Mi argumento principal es que esta línea de razonamiento no es en absoluto antieurocéntrica, ya que acepta el conjunto básico de valores propuesto por Europa en su período de dominación mundial y, por consiguiente, niega y/o infravalora los sistemas de valores rivales que estaban o están vigentes en otras partes del mundo.

El análisis del desarrollo europeo

Creo que tenemos que encontrar bases más sólidas para ir contra el eurocentrismo en las ciencias sociales, así como caminos más sólidos para perseguir este objetivo. La tercera forma de crítica –que todo lo que Europa ha hecho se ha analizado de forma incorrecta y ha sido objeto de extrapolaciones inapropiadas, que han tenido consecuencias peligrosas tanto para la ciencia como para el mundo político– en realidad es cierta.

Creo que hemos de empezar por cuestionarnos la presunción de que lo que Europa hizo fue positivo. Creo que hemos de establecer un cuidadoso balance de situación de lo que ha conseguido la civilización capitalista durante su vida histórica, y valorar si los beneficios son mayores que los perjuicios.

12 Para un punto de vista opuesto véase Samir Amin, «The Ancient World-Systems versus the Modern Capitalist World-System», Review, vol. XIV, núm. 3, verano de 1991, pp. 349-385.
13 Immanuel Wallerstein, After Liberalism, Nueva York, 1995; Terence K. Hopkins e Immanuel Wallerstein, coord., The Age of Transition: Trajectory of the World-System, 1945-2025, Londres, 1996.

Esto es algo que ya intenté en una ocasión, y que animo a otros a hacer14. Mi propio balance es totalmente negativo y, por tanto, no considero al capitalismo como una prueba del progreso humano. Por el contrario, lo considero consecuencia de una ruptura de las barreras históricas contra esta particular versión de un sistema explotador. Considero que el hecho de que China, la India, el mundo árabe y otras regiones no se hayan dirigido directamente hacia el capitalismo es una prueba de que estaban, y eso es mérito histórico suyo, mejor inmunizadas contra la toxina. Transformar su mérito en algo que deben justificar, supone para mí la quintaesencia del eurocentrismo.

Permítaseme explicarme mejor. Creo que en los sistemas históricos
(«civilizaciones») más importantes ha existido siempre un cierto nivel de mercantilización y, por tanto, de comercialización. En consecuencia, siempre ha habido personas que buscaban beneficios en el mercado. Pero existe una diferencia abismal entre un sistema histórico en el que existen algunos empresarios o mercaderes o «capitalistas», y otro en el que dominan el ethos y la práctica capitalista.
Antes del sistema-mundo moderno lo que ocurría en cada uno de estos otros sistemas históricos es que en el momento en que un estrato capitalista se hacía demasiado rico o tenía demasiado éxito o adquiría demasiada influencia sobre las instituciones existentes, otros grupos institucionales, culturales, religiosos, militares o políticos lo atacaban, utilizando tanto su importante cuota de poder como sus sistemas de valores para afirmar la necesidad de contener y refrenar al estrato orientado hacia el beneficio.

El resultado es que estos estratos vieron malogrados sus intentos de imponer sus prácticas en el sistema histórico como una prioridad. En ocasiones, se les arrebató cruel y brutalmente el capital acumulado y, en cualquier caso, se les obligó a obedecer a los valores y las prácticas que les mantenían a raya. A esto es a lo que me refiero cuando hablo de las antitoxinas que contuvieron el virus.

Lo que ocurrió en el mundo occidental fue que por una serie específica de razones momentáneas, o coyunturales, o accidentales,
las antitoxinas fueron más difíciles de encontrar y menos eficaces, y
el virus se extendió con rapidez mostrándose invulnerable a posteriores intentos de revertir sus efectos.

La economía-mundo europea del siglo XVI se convirtió irremediablemente en capitalista. Y una vez que el capitalismo se consolidó en este sistema histórico, una vez que este sistema se rigió por la prioridad de la incesante acumulación de capital, adquirió tal fuerza contra otros sistemas históricos, que ello le permitió expandirse geográficamente hasta absorber físicamente todo el globo, convirtiéndose en el primer sistema histórico que lograba este tipo de expansión total.

El hecho de que el capitalismo lograra esta clase de ruptura en el ámbito europeo y de que después se expandiera hasta cubrir el globo no significa, sin embargo, que esto fuera inevitable, deseable o que en cualquier sentido supusiese un progreso.
14 Véase Immanuel Wallerstein, «Capitalist Civilisation», Wei Lun Lecture Series II, Chinese University Bulletin, núm. 23, reproducido en Historical Capitalism, with Capitalist Civilization, Verso, Londres, 1995.

En mi opinión, no fue nada de esto. Y un punto de vista antieurocéntrico debe empezar por afirmarlo. Preferiría, por consiguiente, reconsiderar lo que no es universalista en las doctrinas universalistas que han surgido a partir de ese sistema histórico que es capitalista, nuestro moderno sistema-mundo.

El sistema-mundo moderno ha desarrollado estructuras de conocimiento significativamente distintas de las anteriores estructuras de conocimiento. Se dice a menudo que lo que es diferente es el desarrollo del pensamiento científico. Parece evidente, sin embargo, que esto no es cierto, independientemente de lo espléndidos que sean los modernos avances científicos.

El pensamiento científico antecede ampliamente al mundo moderno y está presente en la totalidad de las principales zonas civilizatorias. Todo esto ha sido magistralmente demostrado para el caso de China, por el conjunto de la obra de Joseph Needham15.

Lo que sí es específico de las estructuras del sistema-mundo moderno, por el contrario, es el concepto de las «dos culturas». Ningún otro sistema histórico ha instituido un divorcio fundamental entre la ciencia, por un lado, y la filosofía y las humanidades, por el otro; lo cual creo que se caracterizaría mejor describiéndolo como la separación entre la búsqueda de la verdad y la búsqueda de lo bueno y de lo bello.

En realidad, no fue tan sencillo incluir este divorcio en la geocultura del moderno sistema-mundo. Se necesitaron tres siglos antes de que la escisión se institucionalizara. En nuestros días, sin embargo, constituye un rasgo fundamental de la geocultura actual y forma la base de nuestros sistemas universitarios.
Esta escisión conceptual ha permitido que el mundo moderno concibiese ese extraño concepto del especialista no afectado por sus valores, cuyas valoraciones objetivas de la realidad podrían conformar la base no sólo de las decisiones técnico-organizativas, en el más amplio sentido del término, sino también de las decisiones sociopolíticas. Al proteger a los científicos de la valoración colectiva, y, en realidad, al fundirlos con los tecnócratas, se liberó a los científicos de la mano muerta de una autoridad intelectualmente irrelevante.

Pero, simultáneamente, ello evitó que las mayores y más fundamentales decisiones sociales que hemos tomado durante los últimos 500 años fueran objeto de un debate científico sustantivo, es decir, no técnico. La idea de que la ciencia está en un lado y las decisiones políticas en otro es el concepto central que sostiene al eurocentrismo, ya que las únicas proposiciones universalistas que han sido aceptables son aquellas que son eurocéntricas. Cualquier argumento que refuerce esta separación de las dos culturas sostiene, por tanto, el eurocentrismo.

Si se niega la especificidad del mundo moderno, no hay ninguna forma plausible de debatir la reconstrucción de las estructuras del conocimiento y, por lo tanto, ninguna forma plausible de alcanzar alternativas inteligentes y sustancialmente racionales al sistema-mundo existente.
15 Joseph Needham, Science and Civilisation in China, Cambridge, 1954, y otras obras posteriores del mismo autor.

Durante los últimos veinte años, la legitimidad de este divorcio ha
sido puesta en duda por vez primera de una forma significativa.
Éste, por ejemplo, es el sentido del movimiento ecologista. Y éste es el tema central que subyace en el ataque público contra el eurocentrismo.

Los desafíos han producido las llamadas «guerras entre las
ciencias» y «guerras entre las culturas», que muy a menudo han sido
oscurantistas y ofuscantes. Si debemos dotarnos de una estructura
de conocimiento reunificada y, por tanto, no eurocéntrica, es absolutamente esencial que no nos desviemos por caminos secundarios, que evitan este problema central.

Si tenemos que construir un sistema-mundo alternativo al actual que se halla inmerso en una fuerte crisis, debemos tratar simultánea e inextricablemente los problemas de lo que es verdad y lo que es bueno.

Y si queremos lograrlo, hemos de reconocer que Europa hizo algo
especial entre los siglos XVI y XVIII que transformó el mundo, pero en una dirección cuyas consecuencias negativas estamos sufriendo ahora. No debemos acometer el intento de privar a Europa de su especificidad aduciendo la falsa premisa de que estamos así privándola de un mérito ilegítimo. Todo lo contrario. Debemos reconocer abiertamente la particularidad de la reconstrucción del mundo por Europa, pues sólo entonces será posible superarla y alcanzar una visión más inclusivamente universalista de las posibilidades humanas, que no evite ninguno de los intrincados y complejos problemas que supone buscar simultáneamente lo que es verdad y lo que es bueno.

La mirada de Ulises

LA MIRADA DE ULISES:

LOS INTERTEXTOS DE UN SIGLO.

Federico García Morales

“Love/Old/Sweet/ Song/ Comes love’old/ lt’s a kind of a tour, don’t you see? Mr Bloom said…” (J.Joyce: Ulysses, cap. Lotus Eaters).

A la memoria de Reinaldo Moreno, viejo marino, que ya cruzó el mar.

Las Parcas tejen su red y cortan sus hilos con ojos ciegos. Buscan una mirada, una mirada perdida en una placa no revelada, primera y última reflexión, en un siglo repleto de desencuentros en formato de tragedia. Porque en la película “La Mirada de Ulises” la cámara reconstruye las tragedias históricas, las tragedias culturales, las tragedias políticas e individuales que echan a volar en la imaginación como en la apertura de una caja de Pandora. Este es cine inteligente, que sumó a un grupo talentoso: director, actores, guionistas, fotógrafos, músicos de casi toda Europa. Y desde lejos la aventura de Ulises, y sus versiones, en Homero, Kazantzakis y Joyce. “La mirada de Ulises” debe mucho a cada uno. Y la profunda humanidad del héroe aqueo crea la distancia necesaria para un recorrido y la adquisición de un sentido sobre lo que está ocurriendo en estos días nuestros. Hay otra referencia muda: en el espacio ofrecido por los Balcanes y, sobre todo, por Sarajevo. Es, en su suma trágica, una elegía. Y como elegía un homenaje a estos pueblos desgarrados, al ser humano aventado a este exilio de la esperanza. Y a quienes quisieron construir algo diferente en este siglo. En el ciclo de nuestras vidas. En algún momento hay un brindis para todos ellos.

En este artículo vamos a elaborar sobre los créditos.

Primero está Ulises,” ese varón ilustre de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas, ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras…”(La Odisea,l, 1-8)

La Odisea se asoma de tantas maneras en esta película: en la sucesión de sus rapsodias, convertidas en episodios de la película; en su recuperación mítica de contradicciones que sobreviven los milenios; en el multiforme personaje femenino, una suerte de “eterno femenino”, que encarna Maia Morgenstem, que ya es Penélope, una obsesión, un recuerdo y un fantasma, ya es Circe con sus embrujos y su afanada voluntad de retener al viajero en la casa de orillas del río, ya es Nausicaa en las brumas de Sarajevo . La cámara se embelesa en cada recodo recobrando pequeños objetos que se extraen del poema homérico, que retienen su valor simbólico original. Pero también se muestran versos enteros que recuperan una nueva significación. También aquí, hay una voz que pregunta por una identidad, y desde el barco que conduce a Lenin alguien responde “nadie”.(Rapsodia IX 364: “¿Cíclope! Preguntas cual es mi nombre ilustre, y voy a decírtelo: mi nombre es Nadie.”)

Para no dudar de una remitencia hacia esos otros textos está entre los episodios el aparecimiento constante de un sustrato viejo de la película primordial que muestra a las tejedoras. Queda allí su mirada. Que establece desde el inicio una lucha silenciosa con la mirada que sostiene la narración, la del viajero, y la cámara la refrenda, de frente, de perfil, en el fondo de los ojos, en la vigilia y el sueño. En el mitema de vida y muerte que trabaja la película se retiene ese aspecto vital del héroe griego encarnado en el director de cine “A”, en la construcción del sujeto como exilio, en una dolida búsqueda de patria, de amor, de alianza con otros, de una continuidad negada, y de corresponsal de diálogos inconclusos. Algo que podría llamarse en una encarnación moderna, posagustiniana, el drama de la conciencia. Porque el tema de Ulises nos conduce en esta película hacia la conciencia de nuestro tiempo, y ya en este plan es pura historia, como ya fue la tentación del texto madre.

Luego viene La Odisea, la Secuencia Moderna, de Nikos Katzansakis, el gran escritor cretense que alguna vez realizó su propio periplo junto con Panait Istrati al corazón de una Unión Soviética que celebraba sus primeros diez años y que ya se caía en el abismo burocrático de donde ya no saldría nunca más. Es Kazantzakis el que inspira la modernización de la mirada de Ulises, ese traspasar por un mundo donde respira la tragedia y sobre todo los síntomas del alumbramiento de un tiempo que ojalá no podamos ver. Y es en Kazantzakis también en donde se puede refundar la vuelta de un Ulises que sostiene la condición humana en la conciencia revolucionaria y en el reclamo por los derechos del hombre, y sobre todo por espacios de libertad. Como contrapartida y exigencia de contexto, están esos viajes funerarios a lo largo de ríos donde no florece la esperanza y sólo hay humaredas, un viaje que en la secuencia es ese trayecto por el Nilo, en el comienzo, a través de un Egipto asolado por la guerra. Como se recordará, en la versión de Kazantzalús Ulises sufre un segundo exilio, luego de su regreso homérico a lthaca, y persiguiendo el fantasma de Helena llega a Egipto donde se vincula a una rebelión de esclavos y vive de nuevo, pero en una más vasta escala, las condiciones de una guerra eterna en busca de la libertad. En esta obra el personaje Ulises, a través de sus andanzas mundiales nos da la prueba metafórico de su contemporaneidad y de que es capaz, en la bogada final junto a Caronte, de seguir alumbrando una visión utópica.

En la película, la conciencia y la humanidad se sostienen en esa voluntad de búsqueda. En la resistencia y en el rechazo al horror que florecen en A y en otros personajes. Las condiciones de la agresión las provee el mundo balcánico en un discurso ya centenario. Pero podría ser cualquier lugar de la tierra. La película no escatima para eso llamadas a la guerra de los Balcanes, a principios del siglo, a los episodios de la segunda guerra y sus secuencias inmediatas, al establecimiento de diversas dictaduras. Las escenas de los allanamientos policiales, pueden encontrar sus intertextos en la “Rusia al Desnudo” de Pana¡ Kazantzakis y de algún modo Victor Serge, y en la impronta de búsqueda y persecusión que se aborda en la Secuencia Moderna.

La tercera aproximación intertextual inevitablemente proviene del Ulysses de Joyce, otra recomposición moderna del texto madre. De allí proviene sobre todo una capitulación, una atmósfera, diálogos, y la adaptación de algunas escenas, como por ejemplo la del capítulo Eumeus con el encuentro de Stehen Daedalus y Bloom y su conversación “acerca de sirenas y enemigos de la razón” y tantos homenajes, o el capítulo de los Lastrygonios que pone los términos “God wants blood victims” para el episodio de la matanza en la neblina. Las tomas de Sarajevo proveen los escenarios que arrancan de una novela que de algún modo “destruyó nuestra civilización”. El personaje A,(Ulyses para todos los efectos) y su amigo, tienen mucho de Stephan Daedalus/ Bloom. Sobre todo en esas operaciones oníricas y esos bruscos despertares que lo arrojan hacia corrientes encontradas de destino. La película mantiene la critica joyceana a esta civilización, aunque James Joyce no alcanzó a imaginar la capacidad de representación de ese desastre que nos donaría la historia de todo lo que restaba de este siglo. Aquí el personaje múltiple de Morgenstem, nos conduce a presentar de nuevo la posibilidad vital que planteó Joyce en el discurso “inagotable” de Molly Bloom (con todos sus intertextos femeninos enlazados al texto madre), pero también la película no nos ahorra su macabro final: algo que está más de acuerdo con los tiempos de Auschwitz, Hiroshima, Ruanda, y Acteal. Quizás por eso, ni las palabras ni las imágenes pueden tener más sentido que el tremendo aullido de Keitel / A.

Esta obra del director griego Theo Angelopoulu, tiene una duración de cerca de tres horas y es una meditación. Y fue un indudable acierto suyo recurrir a Ulises, ese héroe que se negó a ser dios y dejar de ser hombre, para ponemos “en situación’ a través de todos los tiempos. Muchas veces ese viaje interior in cámara pareciera resolverse en el puro placer de alguna visión sorprendente que no se puede interrumpir, y da a pensar en una intención de la suerte del fáustico “detente, eres tan bello”. Pero es que la cámara extiende también su trabajo para elaborar esos momentos de meditación que tanto necesitamos. Y permitirnos atraer junto a la imagen otros materiales, los del contexto vivido y todavía recordado, por ejemplo. La cámara encuentra aquí una posibilidad analítica.

En la actuación destaca la solidez que sabe hacer uso del silencio, de Harvey Keitel, que ya habíamos sabido estimar en “El Piano” y en alguna obra de Terentino. El argumento persigue el regreso de un director exiliado, A, que presenta una película que divide opiniones. Él lleva un designio en su regreso: rescatar tres rollos filmados por los hermanos Manakis a principios de siglo, y en donde supuestamente se habría capturado algún testimonio esencial del pasado balcánico, que podría tener alguna importancia explicativa “ahora que Grecia está muriendo”. Pero a lo largo de su búsqueda irá descubriéndose en otros encuentros que definirán, darán con la verdadera densidad de su vida. Como decíamos, algo del contenido de las películas perdidas asoma entrelazando los tiempos y las escenas, marcando la importancia de la memoria y de los símbolos. Pero sólo as¡ todo quedaría en arqueología si no fuera por las epifanías de los personajes de la Morgenstem que marcan la otra línea, el otro mensaje de este fílm, que lo empuja hacia el presente vivido.

La película se inicia con el primer encuentro con la Desconocida tras la escena que prefigura un mundo dividido entre la burguesía y un sector social integrista, para traspasarse al espacio de los exilios y de los registros policiales que ya no terminarán. En el trayecto, el héroe se encontrará con el embarque de una gigantesca estatua de Lenin que da ocasión para otros encuentros textuales, esta vez con la pintura de Margritte, y sus representaciones pétreas que levitan en el espacio. La frase de Morgenstem que comenta: “Es un largo viaje y habrá que comprar alimentos”, parece referir una apuesta de resistencia y de algún término para ese viaje, alguna llegada. En la superficie se relata un hecho verdadero: la compra de una estatua de Lenin por un millonario de Occidente. El viaje por el río da lugar a otro espectáculo cargado de sentido, en el homenaje que el pueblo de las orillas va rindiendo al gigante. Un monstruo comentaría un periodista que a lo mejor no está tan muerto ni sepultado. De todos modos, es indudable que la película lo ubica en el centro del escenario, y por un largo tiempo. El suficiente como para establecer, ya se sabrá, si un resumen o una profecía.

“A” continúa sus viajes. Ya a través de Rumania, ya entrando a Yugoeslavia. Se nos recuerda que es posible viajar por toda Europa, y en las edades medias se hacía, viajando por los ríos. Esta vez ríos estrechados por la guerra. Llega así a un lugar donde vive alguien, que es otra y es la misma, también encarnada por Maia Morgenstem, para todos los casos Circe, la encantadora, que trata de retenerlo. Pero todos sus caminos, y su voluntad lo dirigen hacia Sarajevo. Lo que origina una impresionante visión de una ciudad acribillada de impactos de misiles y morteros. En esa ciudad “A” encuentra a quien guarda todavía esas miradas griegas inocentes. El viejo cineasta, Personalizado por uno de los más notables actores bergmanianos, Erland Josephson, que guarda los rollos y podrá llegar a revelarlos, y su hija, también Morgenstem, para todos los casos y desde siempre Nausicaa, la hija del rey Alcinoo, una promesa de vida. El destino deseado nunca deberá cumplirse, como tampoco la promesa de esta civilización. Una tarde, en donde la música realza su belleza, pero una tarde de neblina, cede el espacio de la imagen a ordenes que en el nombre de la voluntad de Dios ejecutan a los amigos de “A”, y destruyen un amor que nace. “El amor, esa vieja canción que vino de tan lejos” (Joyce).

Es impresionante el apoyo que rinde a estas escenas la música de Eleni Karaindrou, que ya había acompaiñado a Theo Angelopoulus eb otras producciones (La Trilogía del Silencio). Será dificil encontrar otra película como esta, quizás porque nos pone frente a un mundo, y a sus héroes que tampoco volveremos a ver. Aunque uno no sabe si sigue vigente la promesa de la Egloga IV de Virgilio: “habrá otra Argos, y otros esforzados navegantes…”

Jean Francois Lyotard y la postmodernidad

Jean Francois Lyotard y la postmodernidad
THOMAS PYNCHON (original en italiano, traducción por Roberto Pineda)

La reflexión sobre la característica fundamental del mundo contemporáneo, sobre los aspectos históricos de la realidad que nos resultan más próximos (tan próximos como para ser vividos en este momento por cada uno de nosotros) ha sido inaugurada por el filosofo francés Jean Francois Lyotard (1925-1998) célebre en el ambiente filosófico mundial por haber expuesto, en su estudio (La condición postmoderna, 1979) la línea directriz de la época actual.
La época actual, que Lyotard llama postmoderna, se caracteriza por la disminución de la pretensión propia de la época moderna de fundar un sentido único del mundo a partir de principios metafísicos, ideológicos o religiosos más que de la consecuente apertura hacia la precariedad de todo sentido.
De este estudio nace toda una nueva reflexión sobre la contemporaneidad, en la que se verán involucrados muchos intelectuales y estudiosos, en la búsqueda de aquella definición unitaria que por su propia naturaleza escapa a la época postmoderna.
Debe recordarse, además de otros importantes datos sobre lo postmoderno, que Lyotard estuvo comprometido constantemente en el frente político y social. Exponente de la izquierda minoritaria francesa, figura entre los redactores de la revista “Socialismo o Barbarie”, y estuvo en primera línea durante el periodo de la protesta además de frecuentar los ambientes de la vanguardia artística y cultural.
1. La multiplicidad irreducible
La época moderna que precede a la contemporaneidad postmoderna, se caracteriza según Lyotard, por el proyecto de explicar el mundo mediante la aplicación de un principio unitario. Por ejemplo, los grandes movimientos de la modernidad tales como el iluminismo, el idealismo y el marxismo, poseen la pretensión de abarcar el sentido de la realidad entera dentro de un principio unitario: la razón para el primero, el movimiento totalizante del espíritu para el segundo, la ley materialista de la realidad para el tercero.
El fin de la pretensión de darle un sentido unitario a la realidad implica por tanto el manifestarse, en el período postmoderno, a través de la diversidad de los sentidos, una diversidad que es irreductible, que no puede ser de algún modo negada por un principio unificador. Todo ámbito de la realidad posee un cierto sentido, y toda tentativa de edificar un sentido unitario es solo apariencia.
La realidad es diferencia, multiplicidad irreductible, ya que el cambio no puede ser enjaulado en un esquema único. Tal característica no es mala ya que Lyotard afirma que tal diversidad irreductible de la realidad es cosa positiva, en cuanto responde a la realidad auténtica de las cosas. Esto puede producir una mayor riqueza cultural ya que siempre que privaba el principio único este pretendía restringir a toda cosa dentro de su rígida ley y apagaba toda posible innovación y negaba toda posible apertura.
En este contexto es por lo tanto inalcanzable también la pretensión de encontrarle un fundamento seguro a la moral: toda tentativa de fundar establemente una ética ligándola a cualquier ley fundante está condenada al fracaso, dada la diversidad irreductible que es el aspecto auténtico de la realidad e impide a cualquier hombre de encontrar realmente el sentido estable y absoluto del “todo” que en cambio fue la pretensión y el proyecto principal de la filosofía del pasado.
2. La modernidad: el proyecto de un principio unitario.
Como se ha dicho, la modernidad se caracterizaba por la fe en el poder de comprender establemente el sentido del mundo por medio de un principio unitario. Esta fe se traducía en una fe en el progreso, o en creer en la posibilidad de mejoramiento del conocimiento humano y de los medios de producción para poder garantizar que el bienestar fuera creciente y en una tendencia estable a lo largo del curso del tiempo.
El periodo moderno de la sociedad occidental inicia a grandes líneas, en el Renacimiento, prosigue con el Iluminismo y termina con el inicio del siglo XX. En este periodo se vivió la tendencia a considerar la posibilidad del mejoramiento en cualquier campo de la vida y del saber como una ley evidente, probablemente fundada sobre el entusiasmo producto del creciente y continuo progreso en la evolución metodológica y alimentado por la continua revolución científica y social del periodo.
El clima de fe en que se encontraba el periodo moderno no prescindía de la voluntad de insertarse al mismo tiempo dentro de una ruta histórica definida: la revalorización de la historia como ciencia de los hechos y como lugar donde se conserva la memoria que se remonta al iluminismo, y se afirma en el periodo moderno. Solo teniendo presente el trayecto global de su historia el hombre moderno podía deducir la ley del desarrollo que se consideraba el destino de la humanidad. Este tratamiento del pasado es uno de los rasgos que no es más presente en la cultura postmoderna, o al menos lo es en medida mucho menor que en el pensamiento moderno.
3. La categoría postmoderna: la crisis de la inmutabilidad
El periodo postmoderno inicia en el mundo occidental a partir del siglo XX, no se oculta este dato preciso para comprender el origen verdadero de este periodo. Pero si se configura como un pretendido deterioro de la pretensión de fundar unitariamente cualquier principio y por lo tanto se presenta como la afirmación progresiva de la idea que nada puede apoyarse establemente bajo un sentido definitivo. Por lo tanto se debilita la fe en un sistema de pensamiento que imponga una visión definitiva de la realidad: se debilita la fuerza de la filosofía como anuncio de un saber verdadero e indiscutible, se debilita la fe en las leyes inmutables del mercado (la economía clásica) se debilita la fe en los sistemas políticos con pretensión de fundamento universal (el marxismo) y se debilita la misma fuerza de la fe dogmática.
Estos aspectos de la postmodernidad no son el fruto de principios metafísicos subyacentes al mundo, la postmodernidad es una categoría detectada empíricamente, la toma de conciencia de una situación histórica. Es una situación a la que, históricamente, le asiste una progresiva pérdida de la autoridad de las instituciones políticas, de las leyes morales, de la estructura religiosa. La postmodernidad es la culminación actual de esta tendencia.
4. La crisis del individuo
Por otra parte, además Lyotard advierta como la postmodernidad lleva en su seno la crisis del sentido existencial del individuo, mediante la cual el individuo pierde toda referencia fuerte que pudiera determinar con seguridad su identidad. Bajo el empuje de la tecnología, que representa siempre la fuerza dirigente de la contemporaneidad, el hombre asiste a una escisión y a una fragmentación de su certeza, de su identidad, de su tiempo.
La velocidad con la cual la ciencia moderna modifica el sentido de la realidad vuelva casi inútil la tentativa de definir o de permanecer de parte de cualquier significado. En este clima de crisis del significado permanente, el hombre, como sujeto consciente que debe darse necesariamente un sentido estable, vive irremediablemente su misma crisis.
El proceso de alienación del individuo como consecuencia del desarrollo tecnológico, se ajusta a la profecía marxiana. Si se piensa en la revolución de los medios de comunicación, en la presencia en la vida del hombre moderno de fuente de informaciones rápidas y fragmentadas, a través de las cuales el individuo asiste a la representación mediata de eventos y sucesos lejanos de él en el tiempo y el espacio más igualmente presentes directamente en su conciencia.
La enorme masa de eventos que alcanza su conciencia obliga al hombre contemporáneo a encontrar continuamente significado a los más diversos fenómenos, mientras en el pasado el sentido de la realidad era mediado por la tradición, y por la temporalidad del relato dictado, que permitía atenuar el sentido explicito de los eventos modelados bajo un significado compartido por la comunidad entera.
Hoy el hombre se encuentra como desnudo frente a los eventos, sin ninguna posibilidad de poder darles un sentido estable, un hombre desplazado, continuamente expuesto a la velocidad del cambio y a la sobrevivencia de los más diversos acontecimientos, los que le demandan el esfuerzo de comprender los más diversos significados.
El no creer más en la posibilidad de darle un sentido definitivo a la realidad conduce al hombre contemporáneo a una continua obra de redefinición dentro del tejido social y cultural en el que vive y se mueve, un tejido que se mantiene cambiando. El proyecto secular de la filosofía, que por siempre intenta colocar la certeza como principio que aleja el temor a lo indefinido, viene, cuando menos a adquirir una característica negativa, mientras que lo que antes era negativo, el cambio impredecible, adquiere en la postmodernidad una característica positiva.
5. Aspectos positivos de la postmodernidad
La reflexión postmoderna no aspira únicamente a enfatizar el aspecto negativo de esta tendencia contemporánea, sino también a definir los aspectos positivos (positivos desde el punto de vista de la reflexión postmoderna). Estos son: el distanciamiento con un capitalismo rígido e industrial, el desmoronamiento de la ideología totalitaria, el debilitamiento del temor a la autoridad, una nueva disponibilidad a una creciente tolerancia hacia la diversidad cultural y étnica, la creciente disponibilidad de información, la nueva oportunidad de intercambio cultural y comunicacional entre los individuos.
Todos estos aspectos conducen a aumentar, según los partidarios de la postmodernidad, la atención de los hombres hacia el respeto de los derechos inalienables de los seres humanos, fundado sobre el respeto de la diversidad, (se piensa en la batalla por los derechos civiles de los años 60 y 70, la lucha contra la segregación racial y a favor de la emancipación femenina).
La mayor parte del pensamiento postmoderno, por lo tanto, el aspecto esencial de esta categoría histórica, es la capitulación del sentido unitario del mundo a favor de la multiplicidad de significados de las formas históricas, sociales y culturales que lleva una revalorización de la diversidad que conduce al respeto a la diferencia que distingue entre los seres humanos y la tradición.
Jean Francois Lyotard e la postmodernità
La riflessione sulle caratteristiche fondamentali del mondo contemporaneo, sugli aspetti storici della realtà a noi più prossimi (talmente prossimi da essere vissuti in questo momento da ciascuno di noi) è stata inaugurata dal filosofo francese Jean Francois Lyotard (1925-1998), celebre nell’ambiente filosofico mondiale per aver esposto, in un suo studio (La condizione postmoderna, 1979) le linee guida dell’epoca attuale.

L’epoca attuale, che Lyotard chiama postmoderna, è caratterizzata dal venire meno della pretesa propria dell’epoca moderna di fondare un unico senso del mondo partendo da principi metafisici, ideologici o religiosi e dalla conseguente apertura verso la precarietà di ogni senso.

Da questo studio è nata tutta una nuova riflessione sulla contemporaneità che vedrà coinvolti molti intellettuali e studiosi, alla ricerca di quella definizione unitaria che all’epoca postmoderna sfugge per propria stessa natura.

Da ricordare, oltre all’importante studio sul postmoderno, che Lyotard fu costantemente impegnato sul fronte politico e sociale. Esponente della sinistra minoritaria francese, figura tra i redattori della rivista “Socialisme e barbarie”, fu in prima linea durante il periodo della contestazione nonché frequentatore degli ambienti dell’avanguardia artistica e culturale.
1. La molteplicità irriducibile

L’epoca moderna che precede la contemporaneità postmoderna era caratterizzato, secondo Lyotard, dal progetto di spiegare il mondo attraverso l’applicazione di principi unitari. Ad esempio, i grandi movimenti della modernità quali l’illuminismo, l’idealismo e il marxismo, possedevano la pretesa di racchiudere il senso dell’intera realtà entro un principio unitario: la ragione per il primo, il movimento totalizzante dello spirito per il secondo, le leggi materialiste della realtà per il terzo. La postmodernità è caratterizzata invece dalla caduta di queste pretese e dal conseguente sfaldamento delle certezze stabili che possono indicare all’uomo un qualsiasi sentiero definitivo.

La fine della pretesa di dare un senso unitario alla realtà comporta quindi il manifestarsi, nel periodo postmoderno, della diversità dei sensi, una diversità che è irriducibile, non può venir in alcun modo negata da un qualsiasi principio unificatore. Ogni ambito della realtà è dotato di un certo senso, ogni tentativo di edificare un senso unitario è solo apparenza.

La realtà è differenza, molteplicità irriducibile, mutamento non ingabbiabile entro un unico schema. Tale caratteristica non è un male, Lyotard afferma che tale diversità irriducibile della realtà è cosa positiva, in quanto rispondente alla realtà autentica delle cose. Essa può produrre maggiore ricchezza culturale, laddove prima il principio unico pretendeva di costringere ogni cosa entro la sua rigida legge e spegneva ogni possibile innovazione e negava ogni possibile apertura.

In questo contesto è dunque irraggiungibile anche la pretesa di trovare un fondamento certo alla morale: ogni tentativo di fondare stabilmente un’etica legandola a una qualsiasi legge fondante è destinata a fallire, poiché la diversità irriducibile che è l’aspetto autentico della realtà impedisce all’uomo di trovare realmente quel
senso stabile e assoluto del “tutto” che invece fu la pretesa e il progetto primo delle filosofie del passato.

2. La modernità: il progetto di un principio unitario

Come si è detto, la modernità era caratterizzata dalla fiducia di poter comprendere stabilmente il senso del mondo per mezzo di un principio unitario. Questa fiducia si traduceva in una fede nel progresso, ovvero nel credere che le possibilità di miglioramento della conoscenza umana e dei mezzi di produzione in grado di garantire il benessere fossero crescenti, in una tendenza stabile lungo l’intero corso del tempo.

Il periodo moderno della società occidentale inizia, a grandi linee, nel Rinascimento, prosegue con l’illuminismo e finisce con l’inizio del XX° secolo. In questo periodo vi è la tendenza a considerare le possibilità di miglioramento in qualsiasi campo della vita e del sapere come una legge evidente, probabilmente fondata sull’entusiasmo prodotto dal crescente e continuo progresso nell’evoluzione metodologica e alimentato dalle continue rivoluzioni scientifiche e sociali del periodo.

Il clima di fiducia che si riscontrava nel periodo moderno non prescindeva dalla volontà di inserire il proprio tempo entro un percorso storico definito: la rivalutazione della storia come scienza dei fatti e come luogo in cui viene conservata la memoria risale all’illuminismo e si afferma nel periodo moderno. Solo avendo presente il percorso globale della sua storia l’uomo moderno poteva dedurre la legge di sviluppo che riteneva fosse il destino dell’umanità. Questa cura per il passato è invece uno dei tratti che non è più presente nella cultura postmoderna, o almeno lo è in misura molto minore rispetto al pensiero moderno.
3. La categoria postmoderna: la crisi degli immutabili

Il periodo postmoderno inizia nel mondo occidentale a partire dal XX° secolo, non vi sono comunque date precise per cogliere l’origine certa di questo periodo. Esso si configura come un progressivo deteriorarsi delle pretese di fondare unitariamente qualsiasi principio e quindi si presenta come il progressivo affermarsi dell’idea che nulla può poggiare stabilmente su un senso definitivo. Viene quindi meno la fiducia nei sistemi di pensiero che impongono una visione definitiva della realtà: viene meno la forza della filosofia come annuncio di un sapere certo e incontrastato, viene meno la fiducia nelle leggi immutabili del mercato (l’economia classica), viene meno la fiducia nei sistemi politici con pretesa di fondamento universale (il marxismo) e viene meno la forza stessa della fede dogmatica.

Questi aspetti della postmodernità non sono il frutto di principi metafisici sottesi al mondo, la postmodernità è una categoria rilevata empiricamente, la presa di coscienza di uno stato di fatto storico. E’ uno stato di fatto che, storicamente, si assiste ad una progressiva perdita di autorità delle istituzioni politiche, delle leggi morali, delle strutture religiose. La postmodernità è il culmine attuale di questa tendenza.

4. La crisi dell’individuo

Altri, oltre a Lyotard, avvertono come la postmodernità accolga in sé la crisi del senso esistenziale dell’individuo, per cui l’individuo perde ogni riferimento forte che poteva determinarne con sicurezza l’identità. Sulla spinta della tecnologia, che rappresenta sempre di più la forza trainante della contemporaneità, l’uomo assiste ad uno sfaldamento e a un frammentarsi delle sue certezze, della sua identità, del suo tempo.
La velocità con la quale la scienza moderna modifica il senso della realtà rende quasi inutile il tentativo di definirsi e di permanere da parte di un qualsiasi significato. In questo clima di crisi del significato permanente, l’uomo, come soggetto cosciente che deve darsi necessariamente un senso stabile, vive irrimediabilmente la sua stessa crisi.

I processi di alienazione dell’individuo conseguenti allo sviluppo tecnologico vanno ormai ben al di là delle profezie marxiane. Si pensi alla rivoluzione dei “media”, alla presenza nella vita dell’uomo odierno di fonti di informazioni rapide e frammentate, attraverso le quali l’individuo assiste alla rappresentazione mediata di eventi e accadimenti lontani da lui nel tempo e nello spazio ma ugualmente presenti direttamente alla sua coscienza.

L’enorme massa di eventi che giunge alla sua coscienza costringe l’uomo contemporaneo a trovare continuamente significati ai più disparati fenomeni, mentre in passato il senso della realtà era mediato dalla tradizione e dalla temporalità del racconto tramandato, che permetteva di attenuare il senso esplicito degli eventi modellandolo su un significato condiviso dall’intera comunità.

Oggi l’uomo si trova come denudato di fronte agli eventi, senza alcuna sicurezza di poter dare alle cose un senso stabile, un uomo dislocato, continuamente esposto alla velocità del mutamento e al sopraggiungere dei più diversi accadimenti, i quali esigono da lui lo sforzo di comprenderne la diversità di significato.

Il non credere più nella possibilità di dare un senso definitivo alla realtà, conduce l’uomo contemporaneo a una continua opera di ridefinizione di sé entro il tessuto sociale e culturale entro il quale vive e si muove, un tessuto che muta in continuazione. Il progetto secolare della filosofia, che da sempre intende porre la certezza come principio che allontana il timore dell’indefinito, viene quindi meno, e acquisisce caratteristiche negative, mentre ciò che prima era negativo, il mutamento imprevedibile, acquista nella postmodernità caratteristiche positive.

5. Aspetti positivi della postmodernità

Ma la riflessione postmoderna non vuole solamente accentuare i lati negativi di queste tendenze contemporanee, essa vuole anche definirne gli aspetti positivi (positivi dal punto di vista della riflessione postmoderna). Questi sono: l’allontanamento da un capitalismo rigido e “industriale”, il declino delle ideologie totalitarie, il venire meno del timore dell’autorità, una nuova disponibilità e un accresciuta tolleranza verso la diversità culturale ed etnica, l’accresciuta disponibilità di informazioni, le nuove possibilità di scambio culturale e comunicazione tra gli individui.

Tutti questi aspetti conducono ad accrescere, secondo i “sostenitori” della postmodernità, l’attenzione degli uomini verso il rispetto dei diritti inalienabili degli esseri umani, fondati sul rispetto della diversità (si pensi alle battaglie per i diritti civili degli anni ’60 e ’70, la lotta contro la segregazione razziale e quella a favore dell’emancipazione femminile).

Per molta parte del pensiero postmoderno, dunque, l’aspetto essenziale di questa categoria storica, ovvero la capitolazione dei sensi unitari del mondo a favore della molteplicità dei significati e delle forme storiche, sociali e culturali, porta ad una rivalutazione della diversità che conduce al rispetto delle differenze che distinguono tra loro gli uomini e le tradizioni.

Neoliberalism Is a Political Project

Neoliberalism Is a Political Project

David Harvey on what neoliberalism actually is — and why the concept matters.
by David Harvey
David Harvey (left) at a mobilization in Brazil in 2014. Direitos Urbanos

David Harvey (left) at a mobilization in Brazil in 2014. Direitos Urbanos

Our new issue, “Rank and File,” will be out August 8. To celebrate its release, new subscriptions are discounted.

Eleven years ago, David Harvey published A Brief History of Neoliberalism, now one of the most cited books on the subject. The years since have seen new economic and financial crises, but also of new waves of resistance, which themselves often target “neoliberalism” in their critique of contemporary society.

Cornel West speaks of the Black Lives Matter movement as “an indictment of neoliberal power”; the late Hugo Chávez called neoliberalism a “path to hell”; and labor leaders are increasingly using the term to describe the larger environment in which workplace struggles occur. The mainstream press has also picked up the term, if only to argue that neoliberalism doesn’t actually exist.

But what, exactly, are we talking about when we talk about neoliberalism? Is it a useful target for socialists? And how has it changed since its genesis in the late twentieth century?

Bjarke Skærlund Risager, a PhD fellow at the Department of Philosophy and History of Ideas at Aarhus University, sat down with David Harvey to discuss the political nature of neoliberalism, how it has transformed modes of resistance, and why the Left still needs to be serious about ending capitalism.
Neoliberalism is a widely used term today. However, it is often unclear what people refer to when they use it. In its most systematic usage it might refer to a theory, a set of ideas, a political strategy, or a historical period. Could you begin by explaining how you understand neoliberalism?

I’ve always treated neoliberalism as a political project carried out by the corporate capitalist class as they felt intensely threatened both politically and economically towards the end of the 1960s into the 1970s. They desperately wanted to launch a political project that would curb the power of labor.

In many respects the project was a counterrevolutionary project. It would nip in the bud what, at that time, were revolutionary movements in much of the developing world — Mozambique, Angola, China etc. — but also a rising tide of communist influences in countries like Italy and France and, to a lesser degree, the threat of a revival of that in Spain.

Even in the United States, trade unions had produced a Democratic Congress that was quite radical in its intent. In the early 1970s they, along with other social movements, forced a slew of reforms and reformist initiatives which were anti-corporate: the Environmental Protection Agency, the Occupational Safety and Health Administration, consumer protections, and a whole set of things around empowering labor even more than it had been empowered before.

So in that situation there was, in effect, a global threat to the power of the corporate capitalist class and therefore the question was, “What to do?”. The ruling class wasn’t omniscient but they recognized that there were a number of fronts on which they had to struggle: the ideological front, the political front, and above all they had to struggle to curb the power of labor by whatever means possible. Out of this there emerged a political project which I would call neoliberalism.
Can you talk a bit about the ideological and political fronts and the attacks on labor?

The ideological front amounted to following the advice of a guy named Lewis Powell. He wrote a memo saying that things had gone too far, that capital needed a collective project. The memo helped mobilize the Chamber of Commerce and the Business Roundtable.

Ideas were also important to the ideological front. The judgement at that time was that universities were impossible to organize because the student movement was too strong and the faculty too liberal-minded, so they set up all of these think tanks like the Manhattan Institute, the Heritage Foundation, the Ohlin Foundation. These think tanks brought in the ideas of Freidrich Hayek and Milton Friedman and supply-side economics.

The idea was to have these think tanks do serious research and some of them did — for instance, the National Bureau of Economic Research was a privately funded institution that did extremely good and thorough research. This research would then be published independently and it would influence the press and bit by bit it would surround and infiltrate the universities.

This process took a long time. I think now we’ve reached a point where you don’t need something like the Heritage Foundation anymore. Universities have pretty much been taken over by the neoliberal projects surrounding them.

With respect to labor, the challenge was to make domestic labor competitive with global labor. One way was to open up immigration. In the 1960s, for example, Germans were importing Turkish labor, the French Maghrebian labor, the British colonial labor. But this created a great deal of dissatisfaction and unrest.

Instead they chose the other way — to take capital to where the low-wage labor forces were. But for globalization to work you had to reduce tariffs and empower finance capital, because finance capital is the most mobile form of capital. So finance capital and things like floating currencies became critical to curbing labor.

At the same time, ideological projects to privatize and deregulate created unemployment. So, unemployment at home and offshoring taking the jobs abroad, and a third component: technological change, deindustrialization through automation and robotization. That was the strategy to squash labor.

It was an ideological assault but also an economic assault. To me this is what neoliberalism was about: it was that political project, and I think the bourgeoisie or the corporate capitalist class put it into motion bit by bit.

I don’t think they started out by reading Hayek or anything, I think they just intuitively said, “We gotta crush labor, how do we do it?” And they found that there was a legitimizing theory out there, which would support that.
Since the publication of A Brief History of Neoliberalism in 2005 a lot of ink has been spilled on the concept. There seem to be two main camps: scholars who are most interested in the intellectual history of neoliberalism and people whose concern lies with “actually existing neoliberalism.” Where do you fit?

There’s a tendency in the social sciences, which I tend to resist, to seek a single-bullet theory of something. So there’s a wing of people who say that, well, neoliberalism is an ideology and so they write an idealist history of it.

A version of this is Foucault’s governmentality argument that sees neoliberalizing tendencies already present in the eighteenth century. But if you just treat neoliberalism as an idea or a set of limited practices of governmentality, you will find plenty of precursors.

What’s missing here is the way in which the capitalist class orchestrated its efforts during the 1970s and early 1980s. I think it would be fair to say that at that time — in the English-speaking world anyway — the corporate capitalist class became pretty unified.

They agreed on a lot of things, like the need for a political force to really represent them. So you get the capture of the Republican Party, and an attempt to undermine, to some degree, the Democratic Party.

From the 1970s the Supreme Court made a bunch of decisions that allowed the corporate capitalist class to buy elections more easily than it could in the past.

For example, you see reforms of campaign finance that treated contributions to campaigns as a form of free speech. There’s a long tradition in the United States of corporate capitalists buying elections but now it was legalized rather than being under the table as corruption.

Overall I think this period was defined by a broad movement across many fronts, ideological and political. And the only way you can explain that broad movement is by recognizing the relatively high degree of solidarity in the corporate capitalist class. Capital reorganized its power in a desperate attempt to recover its economic wealth and its influence, which had been seriously eroded from the end of the 1960s into the 1970s.
There have been numerous crises since 2007. How does the history and concept of neoliberalism help us understand them?

There were very few crises between 1945 and 1973; there were some serious moments but no major crises. The turn to neoliberal politics occurred in the midst of a crisis in the 1970s, and the whole system has been a series of crises ever since. And of course crises produce the conditions of future crises.

In 1982–85 there was a debt crisis in Mexico, Brazil, Ecuador, and basically all the developing countries including Poland. In 1987–88 there was a big crisis in US savings and loan institutions. There was a wide crisis in Sweden in 1990, and all the banks had to be nationalized.

Then of course we have Indonesia and Southeast Asia in 1997–98, then the crisis moves to Russia, then to Brazil, and it hits Argentina in 2001–2.

And there were problems in the United States in 2001 which they got through by taking money out of the stock market and pouring it into the housing market. In 2007–8 the US housing market imploded, so you got a crisis here.

You can look at a map of the world and watch the crisis tendencies move around. Thinking about neoliberalism is helpful to understanding these tendencies.

One of big moves of neoliberalization was throwing out all the Keynesians from the World Bank and the International Monetary Fund in 1982 — a total clean-out of all the economic advisers who held Keynesian views.

They were replaced by neoclassical supply-side theorists and the first thing they did was decide that from then on the IMF should follow a policy of structural adjustment whenever there’s a crisis anywhere.

In 1982, sure enough, there was a debt crisis in Mexico. The IMF said, “We’ll save you.” Actually, what they were doing was saving the New York investment banks and implementing a politics of austerity.

The population of Mexico suffered something like a 25 percent loss of its standard of living in the four years after 1982 as a result of the structural adjustment politics of the IMF.

Since then Mexico has had about four structural adjustments. Many other countries have had more than one. This became standard practice.

What are they doing to Greece now? It’s almost a copy of what they did to Mexico back in 1982, only more savvy. This is also what happened in the United States in 2007–8. They bailed out the banks and made the people pay through a politics of austerity.
Is there anything about the recent crises and the ways in which they have been managed by the ruling classes that have made you rethink your theory of neoliberalism?

Well, I don’t think capitalist class solidarity today is what it was. Geopolitically, the United States is not in a position to call the shots globally as it was in the 1970s.

I think we’re seeing a regionalization of global power structures within the state system — regional hegemons like Germany in Europe, Brazil in Latin America, China in East Asia.

Obviously, the United States still has a global position, but times have changed. Obama can go to the G20 and say, “We should do this,” and Angela Merkel can say, “We’re not doing that.” That would not have happened in the 1970s.

So the geopolitical situation has become more regionalized, there’s more autonomy. I think that’s partly a result of the end of the Cold War. Countries like Germany no longer rely on the United States for protection.

Furthermore, what has been called the “new capitalist class” of Bill Gates, Amazon, and Silicon Valley has a different politics than traditional oil and energy.

As a result they tend to go their own particular ways, so there’s a lot of sectional rivalry between, say, energy and finance, and energy and the Silicon Valley crowd, and so on. There are serious divisions that are evident on something like climate change, for example.

The other thing I think is crucial is that the neoliberal push of the 1970s didn’t pass without strong resistance. There was massive resistance from labor, from communist parties in Europe, and so on.

But I would say that by the end of the 1980s the battle was lost. So to the degree that resistance has disappeared, labor doesn’t have the power it once had, solidarity among the ruling class is no longer necessary for it to work.

It doesn’t have to get together and do something about struggle from below because there is no threat anymore. The ruling class is doing extremely well so it doesn’t really have to change anything.

Yet while the capitalist class is doing very well, capitalism is doing rather badly. Profit rates have recovered but reinvestment rates are appallingly low, so a lot of money is not circulating back into production and is flowing into land-grabs and asset-procurement instead.
Let’s talk more about resistance. In your work, you point to the apparent paradox that the neoliberal onslaught was paralleled by a decline in class struggle — at least in the Global North — in favor of “new social movements” for individual freedom.
Could you unpack how you think neoliberalism gives rise to certain forms of resistance?

Here’s a proposition to think over. What if every dominant mode of production, with its particular political configuration, creates a mode of opposition as a mirror image to itself?

During the era of Fordist organization of the production process, the mirror image was a large centralized trade union movement and democratically centralist political parties.

The reorganization of the production process and turn to flexible accumulation during neoliberal times has produced a Left that is also, in many ways, its mirror: networking, decentralized, non-hierarchical. I think this is very interesting.

And to some degree the mirror image confirms that which it’s trying to destroy. In the end I think that the trade union movement actually undergirded Fordism.

I think much of the Left right now, being very autonomous and anarchical, is actually reinforcing the endgame of neoliberalism. A lot of people on the Left don’t like to hear that.

But of course the question arises: Is there a way to organize which is not a mirror image? Can we smash that mirror and find something else, which is not playing into the hands of neoliberalism?

Resistance to neoliberalism can occur in a number of different ways. In my work I stress that the point at which value is realized is also a point of tension.

Value is produced in the labor process, and this is a very important aspect of class struggle. But value is realized in the market through sale, and there’s a lot of politics to that.

A lot of resistance to capital accumulation occurs not only on the point of production but also through consumption and the realization of value.

Take an auto plant: big plants used to employ around twenty-five thousand people; now they employ five thousand because technology has reduced the need for workers. So more and more labor is being displaced from the production sphere and is more and more being pushed into urban life.

The main center of discontent within the capitalist dynamic is increasingly shifting to struggles over the realization of value — over the politics of daily life in the city.

Workers obviously matter and there are many issues among workers that are crucial. If we’re in Shenzhen in China struggles over the labor process are dominant. And in the United States, we should have supported the Verizon strike, for example.

But in many parts of the world, struggles over the quality of daily life are dominant. Look at the big struggles over the past ten to fifteen years: something like Gezi Park in Istanbul wasn’t a workers’ struggle, it was discontent with the politics of daily life and the lack of democracy and decision-making processes; in the uprisings in Brazilian cities in 2013, again it was discontent with the politics of daily life: transport, possibilities, and with spending all that money on big stadiums when you’re not spending any money on building schools, hospitals, and affordable housing. The uprisings we see in London, Paris, and Stockholm are not about the labor process: they are about the politics of daily life.

This politics is rather different from the politics that exists at the point of production. At the point of production, it’s capital versus labor. Struggles over the quality of urban life are less clear in terms of their class configuration.

Clear class politics, which is usually derived out of an understanding of production, gets theoretically fuzzy as it becomes more realistic. It’s a class issue but it’s not a class issue in a classical sense.
Do you think we talk too much about neoliberalism and too little about capitalism? When is it appropriate to use one or the other term, and what are the risks involved in conflating them?

Many liberals say that neoliberalism has gone too far in terms of income inequality, that all this privatization has gone too far, that there are a lot of common goods that we have to take care of, such as the environment.

There are also a variety of ways of talking about capitalism, such as the sharing economy, which turns out to be highly capitalized and highly exploitative.

There’s the notion of ethical capitalism, which turns out to simply be about being reasonably honest instead of stealing. So there is the possibility in some people’s minds of some sort of reform of the neoliberal order into some other form of capitalism.

I think it’s possible that you can make a better capitalism than that which currently exists. But not by much.

The fundamental problems are actually so deep right now that there is no way that we are going to go anywhere without a very strong anticapitalist movement. So I would want to put things in anticapitalist terms rather than putting them in anti-neoliberal terms.

And I think the danger is, when I listen to people talking about anti-neoliberalism, that there is no sense that capitalism is itself, in whatever form, a problem.

Most anti-neoliberalism fails to deal with the macro-problems of endless compound growth — ecological, political, and economic problems. So I would rather be talking about anticapitalism than anti-neoliberalism.

Temporalidades yuxtapuestas en la contemporaneidad latinoamericana

Temporalidades yuxtapuestas en la contemporaneidad latinoamericana: nacionalidad, colonialidad y poscolonialidad
Álvaro Fernández Bravo
CONICETCIETP – NYU-Buenos Aires

Quisiera comenzar esta contribución con una captatio benevolentiae y evocar mi relación con los estudios de literatura colonial y problemas pos y descoloniales en términos autobiográficos. Sabrán disculpar esta caída en lo personal, pero me pareció oportuno convocar un elemento subjetivo para equilibrar las arduas discusiones teóricas suscitadas por este encuentro.

Aunque conocí a Walter Mignolo a principios de los años 80 en la Universidad de Buenos Aires, cuando Josefina Ludmer lo invitó en sus clases de Teoría Literaria y Walter reclutó jóvenes ayudantes de cátedra que luego tuvieron una exitosa carrera académica en los EEUU, mi primer contacto con
los estudios coloniales no tuvo lugar entonces. Mignolo profesaba en aquel tiempo una semiótica bastante dura, no recuerdo que haya exhibido en su paso por la UBA su adhesión a los estudios coloniales y pasarían algunos años hasta que se convirtiera en un convencido abanderado de la colonialidad geopolítica del conocimiento.

Mi primer contacto con la cuestión colonial se produjo algunos años después, en la Universidad de Princeton a donde marché a realizar mi doctorado, cuando una joven profesora se presentó y me dijo que ella era “colonialista”. Recuerdo que en ese momento, me sentí algo perplejo, y atiné a responderle, “ –Mucho gusto, yo soy antiimperialista”.

No lo hice para cuidar los modales que rápidamente había aprendido que eran un arma de supervivencia dentro del campus universitario norteamericano. Pero en rigor, el conocimiento y la formación en literatura colonial en la Argentina en ese momento era virtualmente inexistente. Yo me había graduado en la UBA poco tiempo antes y aunque mi capital teórico y literario era competitivo respecto de muchos de mis colegas en la escuela graduada norteamericana, provenientes tanto de América Latina como de los Estados Unidos y España u otros orígenes más remotos, la formación y el conocimiento del repertorio colonial era muy modesto.

Poco tiempo después comencé mis cursos con Rolena Adorno en Princeton cuando ella hacía su edición de los Naufragios de Cabeza de Vaca y fui cautivado por varios aspectos del campo. El antropólogo Jorge Klor de Alva también enseñaba en Princeton y, si bien su lectura de la cuestión colonial ya
se manifestaba escéptica respecto de una apertura comparatista que incluyera otras experiencias no latinoamericanas en una dimensión semejante, su mismo disenso despertaba curiosidad por una conversación que yo apenas conocía.

Resulta interesante que un artículo precursor de Klor de Alva sobre los estudios coloniales y la cuestión poscolonial haya sido publicado en el primer
número de la hoy canónica Colonial Latin American Review (Klor de Alva 1992; Mignolo 1996). Más allá de la anécdota, el diálogo propuesto por el campo entre la literatura, la historia, la antropología y la iconografía; la densidad de los textos y el modo de leerlos; la erudición y acceso a un conjunto de problemas que todavía me siguen interpelando dejó una huella en mi modo de leer que todavía conservo.

Comienzo con esta breve anécdota para recuperar dos momentos: 1990, poco antes del quinto centenario de la conquista, que fue un punto elevado en la recepción y afianzamiento de los estudios coloniales en la crítica latinoamericanista en los EEUU y 1992, cuando tomé contacto con la cuestión poscolonial. Fue en esos años también cuando la teoría poscolonial tuvo
su auge.
También en Princeton conocí y estudié con Homi Bhabha, en ese entonces recién llegado de Inglaterra y el seminario “The postcolonial intellectual”, así como sus ensayos, alguno de los cuales luego traduje al español, me impulsaron a cambiar mi modo de leer e incorporar un repertorio de problemas teóricos que hasta entonces desconocía. Edward Said y Gayatri Spivak también frecuentaron Princeton varias veces y pude conocerlos personalmente.

Aquel punto de los años 90 y los debates que ocurrían en la Argentina (el desconocimiento generalizado de la literatura colonial y, mucho menos, el interés por la agenda desplegada por los estudios poscoloniales y el subalternismo dentro de los estudios literarios, aunque no así en la disciplina
histórica, donde Enrique Tandeter ya había comenzado a crear una escuela, si bien alejada de la agenda pos y descolonial) permiten introducir un primer punto sobre el que quiero detenerme: el localismo de ciertas conversaciones, la escasa porosidad y voluntad de diálogo entre diferentes mundos académicos.

También la academia norteamericana es impermeable a ciertos debates
teóricos que ocurren en otros circuitos. Como lo ha reconocido la propia Spivak, “la India británica se ha convertido en una mercancía cultural de funciones dudosas” (Spivak 290) y es preciso reconocer la máquina de producir mercancías simbólicas consumidas y luego descartadas, como los mismos estudios poscoloniales que hoy en los Estados Unidos parecen haber atravesado “sus quince minutos de fama” como decía Andy Warhol. Los estudios coloniales, como lo recordó Gustavo Verdesio, luego de un ascenso en la bolsa de valores de la crítica, parecen haberse vuelto a recluir en un casillero específico y adoptado ciertos rasgos neoconservadores.

No digo que un comportamiento análogo no ocurra en otros espacios y lugares, ni mucho menos promoviendo el consumo de las etiquetas académicas producidas en serie por la corporación universitaria norteamericana. Más bien me interesa resaltar la rigidez de las aduanas disciplinarias y la necesidad de promover una circulación menos defensiva de conceptos y modos de leer, en particular cuando es posible reconocer, como yo lo creo, experiencias históricas comunes. No olvidemos que la Unión Jack flameaba en los Ferrocarriles de la Argentina y el retrato de la Reina de Inglaterra presidía el hall central de la Estación Constitución hasta los años
40, ni que la Argentina fue, como el Uruguay, the land that England lost, ni tampoco la referencia de Eric Hobsbawm a la Argentina y Uruguay como “honorary dominions” del Imperio Británico (Hobsbawm 1987: 66) .

El problema de las sociedades coloniales y su legado ha recibido una atención creciente aunque desigual en los estudios literarios latinoamericanos. Sabemos que existe una tradición establecida desde la misma conquista e invasión europea que volcó en textos el impacto del “encuentro”.

Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas abrieron un debate de notable densidad filosófica sobre la “humanidad” de los habitantes de América en Valladolid. Ese debate tiene ecos hasta el presente que intentaré recuperar para proponer algunas hipótesis acerca del mundo guaraní y las crónicas de la región del Gran Chaco.

Ese territorio rebasa por supuesto las fronteras nacionales establecidas a sangre y fuego a lo largo del extenso siglo XIX e incluye a la actual provincia de Santa Fe, así como el noreste de la Argentina, y partes de Bolivia, Paraguay, Brasil y el Uruguay. Ya en el siglo XVIII, a partir de la ilustración y la disputa del Nuevo Mundo y la producción escolar fundada por los jesuitas de la que me ocuparé en esta presentación continúa la discusión establecida por Vitoria y Las Casas, así como otras importantes obras de la literatura colonial que han sido releídas y actualizadas en los últimos años.

Mi primera hipótesis, como lo dice el título de mi trabajo, tiene que ver con los tiempos superpuestos del presente. Si, como dice Agamben “la vía de acceso al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología” (Agamben 2008), el anacronismo de la cuestión colonial debería ser leído en todo su potencial crítico. La ausencia en las agendas teóricas del Cono Sur, particularmente en Argentina y Uruguay, de la cuestión colonial y del mundo indígena tiene que ver más que con un objeto remoto, enterrado en el pasado, con procedimientos de organización cronológica de las historias nacionales que, sin embargo, no logran silenciar voces que regresan a perturbar superficies sospechosamente lineales, lisas, planas, sin grietas ni fracturas visibles.

El contemporáneo es, entonces, aquel que puede tomar distancia de su propio
tiempo, dividirlo, fisurarlo, fragmentarlo, descomponerlo y reconocer en él, a través de las grietas de la ruina, la pervivencia de otros tiempos. Quiero a la vez examinar este procedimiento en dos crónicas jesuitas y también poner en práctica una crítica anacrónica capaz de recuperar el inconsciente superviviente heterocrónico de unos tiempos impuros.

Este trabajo es parte de una investigación que comencé el año pasado en el Instituto Iberoamericano de Berlín, enfocado en la región del Chaco, un territorio que por sus características comprende y antecede la existencia de varias naciones, desafía las fronteras estatales, donde se hablan varias lenguas indígenas y europeas y que invita a un estudio necesariamente transdiciplinario, apoyado en la historia, la literatura, la historia cultural, la
antropología, la geografía, las artes visuales.

Quiero leer al Chaco como un texto formado e inscripto en la tradición por discursos, cartas, tratados, informes, crónicas, imágenes y relatos.
Más que un objeto de archivo (un fetiche) me interesa examinar los discursos sobre el Chaco insertos en mecanismos de archivización y transferencia de conocimiento, ya que se trata de escritos, como el de Paucke sobre el que me detendré, que traducen y trafican saberes “hacia allá y para acá”. Esa posición de entre-lugar (Santiago 1978), característica de América Latina aunque contingente, provisional, oscilante, nómade puede ser una figura para pensar las temporalidades yuxtapuestas latinoamericanas.

Quiero concentrarme en un problema específico, que desarrollaré primero en una especulación de aspiraciones más teóricas y conceptuales para luego desplegarla en relación con dos textos y un conjunto de imágenes de crónicas jesuíticas escritas e ilustradas por sacerdotes de habla alemana que vivieron durante el siglo XVIII en esta región donde estamos ahora, y sobre la que escribieron y produjeron obras que intentaré leer a partir del problema de las temporalidades yuxtapuestas.

Como un fragmento del pasado incrustado en el presente, la cuestión colonial a pesar de su aparente anacronismo persiste y puede reconocerse en la dimensión contemporánea que, como sabemos, es un tiempo inexistente: el presente está permeado por el pasado y se anticipa al futuro, es un tiempo lábil, liminal, refulgente en un instante de peligro, que rápidamente resulta
devorado por el pasado, aunque ya estaba permeado desde el comienzo por otras temporalidades.

Además del eje vertical, si es que todavía aceptamos una visión lineal teleológica evolucionista del tiempo histórico que ha resultado desacreditada con éxito por pensadores que van desde Walter Benjamin a Georges Didi-Huberman, existe otra superficie más plana o sintagmática donde los tiempos también se ven contaminados por discronías, para emplear el término de Aby
Warburg (Didi-Huberman 2009).

Se trata del espacio geográfico y la cultura material, que trabajan con temporalidades superpuestas y en conflicto. La temporalidad urbana y la rural, la metropolitana y la periférica, la del norte y la del sur, la de Occidente y Oriente o la del centro y los márgenes plantean problemas que la teoría
poscolonial nos ha ayudado a pensar, aunque como sabemos, no ha sido recibida con gran entusiasmo en esta parte del mundo sino más bien con desconfianza y una obcecada afiliación a la tradición europea moderna a la cual muchos latinoamericanos todavía parecen enorgullecerse de pertenecer: un ejemplo que cité hace algunos meses en Mendoza, en un panel del que participó Alejandro de Oto es el del Chaco, donde todavía existe y opera un Instituto de Colonización subvencionado por el Estado argentino, cuya misión principal es “expropiar tierras a comunidades indígenas para asignarles funciones productivas” (sic) o la Provincia de Chubut, donde funciona una institución semejante, según lo recordaba entonces Alejandro de Oto.

Sabemos que la situación no es muy diferente en Bolivia, Paraguay, Ecuador o Brasil donde el avance con topadoras del Estado continúa montado sobre una estructura colonial de apropiación, invasión e imposición de una temporalidad hegemónica sobre la población originaria, es decir, los indios.

Quisiera volver a la categoría de “población” tal como la desarrolla Foucault en tanto sujeto a ser administrado por una maquinaria biopolítica y racialista de medición, organización, distribución y usurpación de derechos y formas de vida. No se gobierna un territorio sino una población, un sujeto que debe ser encadenado a una temporalidad hegemónica y sometido a un
régimen que se vale de recursos temporales (espacialización del tiempo histórico; anacronismos retóricos de la barbarie, “atraso”, “progreso”, “modernización”) para dominar y ejercer un control del imaginario temporal (Foucault 2006).

Spivak sostiene que “the epistemic story of imperialism is the story of a series of interruptions, a repeated tearing of time that cannot be sutured [la historia epistémica del imperialismo es la historia de una serie de interrupciones, una repetida ruptura del tiempo que no puede ser suturada; traducción mía]” (1999: 208). Esa fragmentación e interrupción temporal puede reconocerse en el plano físico, si observamos los mapas de América Latina o del mundo surcados por un tráfico de personas, conocimientos, objetos y materia que fueron definiendo la naturaleza del territorio y llenándolo de aduanas y puestos de control, dirigidos a mercancías pero crecientemente a personas. Puede también leerse como una división en la comunidad que resulta fragmentada e inoperante, separada de sí misma por un hiato temporal que genera la convivencia irreconciliable, dentro de lo contemporáneo, de lo arcaico y lo anacrónico. Un resto inasimilable que resulta condenado a la imitación fanoniana del poder colonial siempre inalcanzable.

Creo que algunos de estos problemas que, como dije, no son arcaicos sino
contemporáneos, pueden ser reconocidos en las crónicas jesuíticas del siglo XVIII. Según intentaré demostrarlo la convivencia de sacerdotes europeos educados, que escriben las memorias de su estadía de regreso en Europa, en diálogo con la ilustración pero también ellos temporalmente desacompasados luego de su estadía entre los indios mocovíes y abipones provee una plataforma plausible para explorar estos problemas.

Paracuaria como territorio imaginario: jurisdicción espiritual y conocimiento material en las obras de Dobrizhoffer y Paucke

Quiero partir en entonces de dos libros publicados por los misioneros jesuitas Florian Paucke (Wiñsko, Polonia, 1719-Zwettl, Austria, 1780) y Martin Dobrizhoffer (Friedberg, Alemania 1718-Viena 1791), autores respectivamente de Hacia allá y para acá (una estada entre los indios mocobíes) (1749-1767) (Tucumán: 1942 [Viena: c1770]) y la Historia de los abipones (Resistencia: 1967 [Viena: 1784]).

Ambos libros constituyen documentos relevantes del saber producido por los misioneros jesuitas durante su permanencia en Sudamérica sobre grupos
aborígenes de la región chaqueña. Asimismo sirven de ejemplos tanto de la transferencia de conocimiento entre América y Europa como de la formación incipiente de comunidades epistémicas articuladas en torno al capital simbólico indígena sudamericano. Luego de la expulsión de los jesuitas de América por Carlos III en 1767 se publicó un corpus significativo de obras que evocan la experiencia jesuítica, sobre el que se ha producido una extensa y creciente bibliografía. 9

9 La bibliografía sobre las misiones excede las dimensiones de este artículo. Entre las obras que me han resultado más útiles menciono: Guillermo Wilde. Religión y poder en las misiones de guaraníes. Buenos Aires: Paradigma, 2009; Ticio Escobar. Una interpretación de las Artes Visuales en el Paraguay. Asunción: Servilibro, 2007; Sierra, Vicente D. Los jesuitas germanos en la conquista espiritual de Hispano-América. Siglos XVII-XVIII. Buenos Aires: Facultades de Filosofía y Teología con la colaboración de la Institución Cultural Argentino-Germana, 1944; Michel De Certeau. El lugar del otro. Historia religiosa y mística. Buenos Aires: Katz, 2007; Karl Kohut y María Cristina Torales Pacheco, eds. Desde los confines de los imperios ibéricos: Los jesuitas de habla alemana en las misiones americanas. Frankfurt/Madrid: Vervuert/Iberoamericana, 2007. John O’Malley at alii. The Jesuits: cultures, sciences, and the arts, 1540-1773. Toronto: University of Toronto Press, 1999; Luis Millones Figueroa y Domingo Ledezma, eds. El saber de los jesuitas, historias naturales y el Nuevo Mundo. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2005. Bertomeu Melià. El guaraní conquistado y reducido: ensayos de etnohistoria. Asunción: CEADUC, 1986. Antonello Gerbi. La disputa del Nuevo Mundo. México: FCE, 1986. Los artículos de Guillermo Furlong son fuente de excelente información e interpretación de la empresa jesuita en Sudamérica y serán citados a pie de página.

Este trabajo tomará como eje la problemática de espacio temporal y su
representación escrita e iconográfica en ambas obras. Los libros de Paucke y Dobrizhoffer son quizás las contribuciones fundadoras en lo que se ha dado en llamar “el guaraní literario” (Fausto 2009) o “guaraní de papel” (Melià 2004), es decir, una de las tradiciones literarias e iconográficas de los indígenas guaraníes, entre las diversas que abundan: la de los tupí-guaraní antropófagos (Jean de Léry, A. Métraux, Oswald de Andrade, R. Antelo), de marcado contraste con la imagen de los indígenas organizados, retratados en algunas crónicas jesuitas y consagradas por diversas corrientes historiográficas.10
10 Carlos Fausto, “El reverso de sí”, prefacio a Guillermo Wilde 2004; Bartomeu Melià, “La novedad Guaraní (viejas cuestiones y nuevas preguntas)” Revista bibliográfica (1987-2002). Revista de Indias 64:175-226.

La bibliografía contemporánea tampoco llega a un acuerdo acerca de la relación entre los jesuitas y los indígenas planteada o bien como pacífica e imbuida de voluntad de aprendizaje o bien como una imagen que oscila entre un idealismo inicial y una representación deceptiva (Kohut y Torales Pacheco XX; Wilde; Millones y Ledezma). No es casual que ambas representaciones contradictorias hayan sido canonizadas por tradiciones nacionales que recuperaron a los indígenas como íconos de sus respectivos imaginarios colectivos.

Aunque se trate de imágenes muy anteriores a la constitución de las naciones que luego las inscribieron en sus respectivos patrimonios culturales, cada tradición privilegió aspectos específicos del mundo guaraní para abastecer sus propias narraciones nacionales. La agencia nacional del colectivo tupiguaraní plantea un conjunto de problemas que parten de la misma noción de comunidad y la relación entre Estados-naciones difícilmente homologables con los colectivos indígenas que buscaron archivar e inscribir en sus patrimonios culturales. De bordes porosos e inestables, con identidades nómades y móviles, los grupos indígenas sudamericanos responden a comportamientos altamente asimétricos con la temporalidad nacional. La antropofagia opera como un procedimiento de asimilación cultural del otro del cual los mismos jesuitas fueron partícipes, al producir gramáticas y descripciones del mundo indígena y transmitir saberes y prácticas que iniciaron procesos de transculturación donde fueron los indígenas quienes
“devoraron” esos conocimientos.

Los escritos de los jesuitas de habla alemana sobre el mundo guaraní se enmarcan dentro del contexto internacionalista que caracterizó la empresa pastoral de la compañía. Organizada como una actividad de aspiraciones globales y con un fuerte peso asignado al conocimiento ya desde sus comienzos, según los preceptos establecidos por Ignacio de Loyola, la participación de religiosos no españoles creció a partir de 1670 (Kohut y Torales Pacheco; Lüsebrink).

Los escritos de los jesuitas expulsados de América en 1767 constituyen documentos de particular valor por su intervención en el marco de la disputa del nuevo mundo (Gerbi; Huffine) frente a la cual respondieron con un volumen de datos que buscó contestar información inexacta y construyó una versión antagónica a las versiones despectivas del mundo americano publicadas durante la Ilustración.

Tanto el componente distanciado por la memoria como la voluntad de contestar obras como las de Buffon, Reynal y De Paw convierten los textos jesuitas un discurso permeado por un componente retórico estratégico (Hayden White), incluso a pesar de su voluntad por proveer información exacta y encadenamientos argumentales causales para las descripciones del mundo guaraní. Así, el problema de la lealtad jesuita a la corona española emerge continuamente en el texto como una deliberada defensa de la fidelidad con España, aunque puedan leerse también posiciones menos dispuestas a aceptar los pactos europeos y sus efectos sobre la sociabilidad jesuita y guaraní (como el Tratado de Madrid, que obligaba a los indígenas a migrar de las “misiones del río Uruguay” y cederlas a los portugueses).

Al debatir e intentar refutar versiones inexactas de la naturaleza y en especial la población indígena americana, las crónicas jesuíticas elaboran un contra discurso acerca de grupos étnicos solo parcialmente sometidos a la conquista espiritual perseguida por la Compañía de Jesús. Tampoco el poder político español o portugués consiguió someter a esta población generalmente
retratada en movimiento, fuga, migración y dispersa sobre una región de límites móviles e imprecisos (Viveiros de Castro 2011).

Vale la pena aquí hacer una breve digresión para referir algunas de las ideas enunciadas por el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro al respecto. Cuando pensamos en los sujetos involucrados en la situación colonial (o, podríamos decir, poscolonial, ya que hoy subsisten grupos indígenas de la familia tupi-guaraní en la Amazonia sometidos a una relación
análoga), resulta forzado atribuirles rasgos equiparables a los de sus interlocutores europeos o paraguayos, brasileños o argentinos.

Dice Viveiros:
Un pueblo indígena es una multiplicidad viva, en perpetuo devenir, en perpetua división, recombinación, diferenciación. El pueblo que fue oído el año pasado no está más compuesto de las mismas partes hoy. Cambiaron la escucha, el número y la composición de las comunidades y no hay nada en la
“constitución” de un pueblo indígena que los obligue a ser la misma escucha, única y constante, de un año para el otro…

La noción de contrato, que subyace, en último análisis a tal derecho de consulta (hecha la consulta, obtenida la autorización de la “comunidad”, está cerrado el pacto) es totalmente extraña al derecho práctico indígena. La noción de tiempo (irreversibilidad), de parte (contratantes), de obligación (un contrato es un acto conclusivo) nada de eso “funciona” del mismo modo aquí y allá. El derecho de consulta, con todo eso, se vuelve una abstracción sino una payasada completa (Viveiros de Castro 2011).

Viveiros de Castro habla de la situación actual de algunos grupos indígenas amazónicos amenazados por la modernización (represas, autopistas, expansión agrícola, expropiación de tierras, etc.) y las acciones emprendidas por el Estado brasileño para protegerlos. Pero podríamos
extrapolar esta situación al siglo XVIII, donde también existieron pactos, tratados, intereses internacionales y locales (los bandeirantes paulistas; el contrabando portugués en Colonia; las guerras europeas) interesados en esa población y su territorio.
Historia de los Abipones y Hacia allá y para acá, según veremos a continuación, trazan mapas, inventarios, enciclopedias y archivos del mundo indígena con la diferencia de que los autores han perdido en el momento de escribir toda capacidad de intervenir políticamente sobre esa región. Viveiros de Castro por el contrario habla del Estado poscolonial brasileño y las fuerzas internas que intentan prevenir los abusos sobre la población indígena.

Cabe añadir un elemento adicional al retrato territorial de Paucke y Dobrizhoffer. Como observa Michel Foucault, “la idea de un poder pastoral es la idea de un poder ejercido sobre una multiplicidad y no sobre un territorio. Es un poder que guía hacia una meta y sirve de intermediario en el camino hacia ella. Por lo tanto, es un poder finalista, un poder finalista para aquellos sobre quienes se ejerce, y no sobre una unidad, en cierto modo, de tipo superior, trátese de la ciudad, el territorio, el Estado, el soberano […] Es un poder, por último, que apunta a la vez a todos y a cada uno en su paradójica equivalencia, y no a la unidad superior formada por el todo” (Foucault 2004: 158).

El argumento de Foucault es que el poder pastoral cristiano impuesto por la Iglesia, del cual la Compañía de Jesús resultó un instrumento crucial en América, encarna un tipo distinto de control social, desconocido en Roma y en Grecia, dirigido hacia la población que es su objeto central, bajo un paradigma que será considerado básicamente gubernamental y biopolítico, según veremos en el final de este artículo.

La misma condición móvil de la empresa jesuítica, sumada al peso asignado a la documentación y escritura de la actividad realizada por sus miembros (O’Malley; Millones y Ledezma; De Certeau) permite leer los textos producidos a partir del contacto con el mundo americano como discursos permeados por corrientes filosóficas cambiantes, desde el neoaristotelismo y la escolástica durante la primera etapa de las misiones hasta un diálogo fluido
con las ideas ilustradas ya hacia fines del siglo XVIII, en los libros de los que me ocuparé en este artículo. Cabe añadir, como señala Sievernich (en Kohut 2007), que el mismo término “misión” adquirió un nuevo significado a partir de la actividad emprendida por la Compañía de Jesús fundada por Ignacio de Loyola. Asociado con la geografía, la administración y el control
espiritual de grandes poblaciones, la “conquista espiritual”, queda redefinida en relación con el camino –como observa Foucault–, el contacto con culturas “otras” y un tipo de intervención dinámica, militar-espiritual y colonial.
La región del Chaco donde habitaron los abipones y los mocovíes comprende un amplio territorio de límites imprecisos incluso para los jesuitas que predicaron entre ellos. Por tratarse de grupos hostiles a la dominación española, la región del Chaco nunca fue integrada plenamente al sistema colonial español con el cual, por otra parte, los jesuitas mantuvieron una relación ambivalente. No fue sino hasta entrado el siglo XX que los estados nacionales pudieron tomar pleno control político de esta región, donde incluso hoy subsisten grupos en conflicto con el poder estatal.11
11 Para el caso argentino véase Gastón Gordillo 2010; El film El etnógrafo de Ulises Rosell (Buenos Aires: 2012) realiza un retrato si bien superficial, capaz de reconocer la problemática contemporánea wichí en la provincia de Salta, Argentina.

Aunque las misiones en las que participaron Dobrizhoffer y Paucke constituyen una experiencia precursora y exitosa en su propósito de reunir información sobre esa región y sus habitantes, desmentir datos incorrectos y trazar las bases de una etnografía comparada de los pueblos descriptos en sus libros, su campo de conocimiento e intervención no se superpone exactamente con la jurisdicción y las políticas coloniales implementadas por la corona española.Territorio político y dominio espiritual son no coincidentes, del mismo modo que responden a regímenes temporales heterogéneos.12
12 “En estas ediciones alemanas llama desde luego la atención que sus transcriptores han usado libremente el topónimo “Paraguay”, sin hacer la obligada distinción entre la división política y la espiritual, como ya hemos referido. Tal omisión ha causado y sigue causando muchos errores para los lectores desconocedores del mapa donde actuara Paucke, o sea la tierra argentina. La misma edición modernísima de Bingmann del año 1908 no sólo no aclara el topónimo “Paraguay” sino que en el mismo texto llega a describir que “Buenos Aires es la ciudad más grande del Paraguay” (Paucke, Hacia acá y para allá, Tucumán: UNT, 1942, Introd. de Edmundo Wernicke, XVII).

Paracuaria, como observa Dobrizhoffer al comienzo de su libro no equivale exactamente al dominio colonial del Paraguay. Dice entonces:
Paracuaria, este país de la América meridional, se extiende por todos los lados en una extensión inmensa. Desde el Brasil, hasta Perú y Chile, se indican por lo general unas setecientas leguas españolas; desde la desembocadura austral del Río de la Plata hasta al país amazónico norteño, mil cien. Un inglés anónimo en su descripción de Paracuaria (editada por la Sociedad Tipográfica en Hamburgo en 1768) fija en más de mil millas inglesas la anchura de esta provincia desde el oriente hasta el poniente, la longitud, en cambio, de Sur a Norte en más de mil quinientas [millas inglesas].

Algunos cuentan más, otros menos, según han calculado por leguas alemanas, españolas o francesas. A este respecto no se puede indicar algo cierto ni tampoco juzgar. Las regiones más extensas del país, situadas lejos de las reducciones, aún no han sido exploradas (HA, I, PDF 61). Se trata de un territorio de gran fluidez, intercambio entre grupos reducidos e indígenas infieles, procesos de trans- y a-culturación y una actividad de resistencia de las etnias locales que debe ser reconocida en su genuina dimensión, como lo recalca Guillermo Wilde en su estudio, pero que aún permanecía, durante el período jesuítico, en su mayor parte, ajena al control político español.
Si observamos el mapa de la región incluido en el libro de Dobrizhoffer podremos observar algunos elementos de interés:
Un conjunto de motivos característicos de la modernidad ilustrada ya resultan reconocibles en los mapas. Nombres indígenas europeizados conviven siempre con signos alusivos al mundo natural (ríos, accidentes geográficos, bosques, plantas, llanuras, animales) que denotan una naturaleza
hollada por lo humano (indígena o europeo). Así, lo biológico (las especies, las pieles, las plumas) está atravesado por un uso cultural que le asigna sentido y lo extrae del “tiempo biológico ahistórico”.

La naturaleza resulta inscripta por marcas indígenas, a las que se superponen los signos jesuitas y europeos (las cruces en los rostros que veremos a continuación). Cuerpo y territorio, vestidos, objetos y huellas son resignificados e insertos en una economía simbólica contaminada
e impura. Todos estos signos deben a su vez ser leídos impregnados por una capa temporal adicional: el debate con las “calumnias” del discurso antiamericanista ilustrado proliferante en Europa, contra el cual estos libros fueron escritos e diseñados. La imágenes que vemos a continuación ilustraron la primera edición de Historia de los abipones de Dobrizhoffer y permiten
reconocer la yuxtaposición del perspectivismo europeo pero también la supervivencia de vestigios del mundo guaraní.

La presencia de mapas e ilustraciones en ambos libros permite reconocer la voluntad por incluir tanto referencias geográficas lo más precisas posibles como el valor asignado al archivo visual por su capacidad de almacenar conocimiento y transmitirlo a los lectores. Parte de la dificultad para recortar claramente la distribución espacial de la región Paracuaria debe atribuirse a la
movilidad de los grupos indígenas, que usualmente circulaban por un amplio territorio ya sea por razones militares (guerras interétnicas), económicas (búsqueda de alimento), meteorológicas (sequías o inundaciones) o estratégicas (posiciones frente al enemigo que durante el siglo XVIII
fue crecientemente europeo: españoles y portugueses en la región del Chaco en búsqueda de la conquista espiritual o de mano de obra esclava; alianzas contingentes y cambiantes con grupos locales impulsadas por la presencia europea que alteró el paisaje político local).

El término Paracuaria, empleado por Dobrizhoffer, alude a la provincia jesuítica asignada a los misioneros de habla alemana en los que me concentraré. La tensión entre los objetivos pastorales de la Compañía de Jesús y el control político perseguido por el Rey de España son, como lo han estudiado numerosos especialistas, uno de los ejes conceptuales más
fructíferos para comprender tanto la penetración y naturaleza de la tarea emprendida por las misiones como su abrupto final.

Cuando fueron expulsados los jesuitas, las misiones comprendían una población de aproximadamente cien mil habitantes gobernados por unos 170 sacerdotes de diversas nacionalidades europeas. Así, en la página 18 de la edición española de Historia de los Abipones dice Dobrizhoffer, luego de afirmar que la población disminuyó debido a enfermedades y guerras que “Por esto en el año 1767 en que abandonamos América, se contaba en todas sus localidades no más de cien mil [indios]”. La relación establecida por las misiones con la población local ha merecido nuevas aproximaciones y estudios impulsados por la necesidad de comprender mejor la riqueza de este vínculo, la complejidad y el espesor del saber producido por los jesuitas en sus escritos y la articulación de esta multifacética relación.

Me concentraré en tres aspectos: la noción territorial y su articulación administrativa tal como aparece reflejada en los textos, el saber etnográfico construido en ellos a través del contacto con los indígenas y las imágenes empleadas para representarlo y las huellas del diálogo intercultural que pueden recuperarse de los textos.

Territorio y gubernamentalidad

La empresa pastoral de los jesuitas guarda relación con la definición de un territorio móvil y en expansión sobre el cual ejercieron su actividad religiosa y de control político. Tal como lo ha demostrado el creciente repertorio de estudios sobre la Compañía de Jesús, se combinan en la empresa una voluntad de influencia global que impulsó la prédica religiosa hacia los confines del mundo conocido (entre los cuales la región del Chaco era ciertamente una frontera para el conocimiento europeo solo entonces comenzada a explorar y a mapear sistemáticamente, a partir del contacto precursor de los jesuitas). Esa empresa fue acompañada por una voluntad de conocimiento y registro a través de documentos escritos como los que componen la materia de este estudio, así como cartas, informes, diarios y crónicas que componen un extenso campo documental donde convergen voces múltiples entre las que logran oírse, a veces en su misma resistencia a hablar, las de los indígenas.

La noción de movilidad resulta aludida en el título de Paucke, Hacia allá y para acá (una estada entre los indios mocobíes, 1749-1767). Durante los poco menos de 20 años que vivió en el Chaco, su tarea pastoral estuvo signada por movimientos y estadías cambiantes dentro de la región en lo que son hoy las provincias de Santa Fe, Chaco, Formosa, parte de Paraguay y Corrientes.

Paucke arribó al Río de la Plata como parte de un contingente de misioneros centroeuropeos liderados por el Procurator húngaro Ladislao Orosz el 1 de enero de 1849 y partió en marzo de 1768; tanto en su llegada como en su partida compartió el mismo barco con Dobrizhoffer. El hacia allá y para acá debe ser entendido dentro de la cosmovisión jesuita que no distinguía radicalmente entre la prédica en zonas rurales o no católicas de Europa y sitios remotos en el extremo del mundo conocido. Como observa Carlo Ginzburg, la posición de “apertura mental hacia culturas extra europeas” es característica del mundo jesuita y es en la educación jesuita donde se forma Voltaire, que compartía una visión global sin distinciones relevantes entre Europa y el resto del mundo (Ginzburg 15).

Si pensamos en lo contemporáneo volviendo a la definición de Agamben, podemos añadir el sentido de cierto distanciamiento con el propio tiempo que los jesuitas obtuvieron doblemente: por alejarse de Europa y convivir con los indígenas y por regresar al viejo mundo, conocer las descripciones inexactas del nuevo y procurar refutarlas. Opera también allí un sentido de
movilidad, distanciamiento de la propia cultura y capacidad de observarla sin la mediación de una proximidad engañosamente objetiva. El “hacia allá y para acá” puede naturalmente invertirse y, dado que todo relato de viajes habla siempre de la propia cultura a través de la otra, pensar en la yuxtaposición temporal de los cronistas como condición de posibilidad para articular una
perspectiva más densa y compleja.

Me gustaría resaltar, sin embargo, mi incomodidad con el problema de la voz del subalterno, siempre mediada por un sujeto educado. Privar a los indígenas de toda capacidad de auto representación tiene consecuencias políticas complejas. Si el “otro” siempre es representado e inventado por la mirada europea, ¿qué rastro queda de encuentro intercultural? Como dice el
antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro, “Ninguna historia, ninguna antropología puede camuflar el paternalismo complaciente de esa tesis, que transfigura a esos autodeclarados otros en ficciones de la imaginación occidental, sin voz ni voto. Acompañar semejante fantasmagoría subjetiva con una evocación de la dialéctica de la producción activa del Otro por el
sistema colonial es simplemente agregar el insulto a la injuria, y proceder como si todo discurso “europeo” sobre los pueblos de tradición no europea no tuviera otra función que iluminar nuestras “representaciones del otro”, es hacer de cierto poscolonialismo teórico el estadio último del “etnocentrismo” (Viveiros de Castro 2010: 15).

“Hacia allá” y “para acá” son espacios si bien distintos, semejantes en tanto teatros posibles donde ejercer la tarea pastoral de conquista espiritual de almas, que era la que impulsaba la empresa jesuita. Esta labor se situaba tanto en Europa, a través de la educación en colegios urbanos o en zonas rurales, como en regiones más remotas como Lejano Oriente (China y Japón), la India o el continente americano.

La tarea precisaba, de modo análogo a su expansión territorial, construir conocimiento sobre las poblaciones visitadas, entender su lengua, traducir y realizar un esfuerzo de acumulación de saber que luego se volcó en los libros que aquí interesan. Ambos volúmenes, según declaran sus autores, obedecen a la curiosidad de sus interlocutores luego del regreso de los jesuitas a Europa. La reina María Teresa de Austria, benefactora de ambos autores, fue mecenas e impulsora de la producción de estos libros en Europa donde el interés por el mundo americano abasteció de lectores a la abundante literatura jesuita producida y publicada durante esos años.13

La naturaleza “belicosa” de los indígenas los volvía también más propensos
a la movilidad y al nomadismo. Según los autores, abipones y mocovíes formaban parte de los grupos más agresivos y móviles, los primeros también definidos como pueblos ecuestres debido a los caballos que formaban parte de su patrimonio, lo cual también explica su movilidad.

13 Furlong, introd. a Historia de los Abipones, p 30. Edición disponible online en www.portalguarani.com.

Vemos a continuación dos imágenes de Hacia acá y para allá, realizadas por Florian Paucke donde se observa un ataque indígena a una reducción española (primera imagen) y a un cacique y cacica (sic) acompañados por su hijo desplazándose.

La actividad pastoral de las misiones preveía también un modelo reticular que demandaba un continuo crecimiento y expansión en búsqueda de crear nuevas reducciones, mantener la actividad de conversión y la conquista espiritual hacia nuevos confines. Quiero enfatizar el sentido recuperado por Foucault del término “pastoral”, es decir su significado asociado al rebaño, y la misión del pastor como guía que vela por el bienestar de las ovejas.

La economía política de la misión, liderada por un sacerdote europeo que organizaba y establecía un régimen gubernamental sobre los indígenas permite pensar su acción en esos términos. Pero la configuración geográfica era a su vez inestable, en crecimiento y búsqueda continua de nuevas fronteras con el consiguiente contacto con nuevos grupos, lenguas, costumbres y capital
simbólico que debía ser asimilado y conocido. Si bien cada misión implicaba un orden urbano y sedentario, existía simultáneamente un contacto con grupos “infieles” y cada misión estaba ubicada en una frontera geográfica y temporal, que ponía en relación grupos reducidos con otros ajenos al régimen cultural europeo.

Un factor adicional ligado a lo mencionado anteriormente está vinculado a la ganadería y la economía recolectora guaraní, tal como podemos observarlo en algunas de las ilustraciones de Paucke. Dado que caballos, vacas, llamas, ovejas, así como la caza y la pesca eran actividades económicas significativas en el mundo indígena chaqueño, el modelo espacial de la reducción resultaba difícil de imponer sin ejercer violencia sobre los guaraníes.

Significaba literalmente reducir y limitar formas de vida poco acostumbradas a restringirse a un espacio geográfico fijo y estable. Muchos grupos resistieron este dispositivo urbano y sedentario, y para algunos, como los indígenas canoeros pescadores o cazadores, esto representaba simplemente renunciar a su modo de vida ancestral. Lo mismo para quienes acostumbraban subsistir de la caza o recolección de frutos, miel o la pesca en lugares cambiantes debido a factores imposibles de controlar.

Por lo tanto la llegada de las misiones significó un choque brutal con las formas de vida de los habitantes del Chaco que buscaron ser convertidos en una población, regulada por un régimen religioso que suponía monogamia, sedentarismo, cultivo, trabajo y prácticas simbólicas que requerían de una vida urbana (religión, misa, música, artesanías, ciudades).14
14 Como observa Bartomeu Melià, la región de Asunción donde se establecieron los primeros españoles era la única donde existían indígenas sedentarios que practicaban la agricultura; en el resto de la región predominaban grupos nómades de cazadores y recolectores (Melià 1988: 17-29).

Asimismo, la presión lusitana y los conflictos entre España y Portugal en Europa, como es sabido, tuvieron un impacto notable en la economía política de las misiones. Los caminos y la estructura comunicativa entre ellas, que incluyó un fuerte componente textual (cartas anuas, documentos y tratados escritos por los sacerdotes), la red de comunicaciones físicas y escritas entre las misiones y con la jerarquía europea, así como la estructura federal que las unía entre sí, crearon un mundo surcado por movimientos e intercambio de padres que rotaban entre las misiones de acuerdo con el régimen interno de la orden.

Dentro de ella estaban los sacerdotes pertenecientes a diversas lenguas y tradiciones europeas (centroeuropeos como Paucke y Dobrizhoffer, europeos del sur como italianos o españoles o británicos como Thomas Falkner, citado por Dobrizhoffer en varias oportunidades e incluso religiosos de otras nacionalidades europeas). Y por último, la presión portuguesa y española por el control político del territorio, dentro de la cual las misiones jugaron un rol singular. Fueron empleadas por ambas coronas europeas (y, según sugiere Wilde, también por los indígenas) para abastecer las cambiantes
prioridades políticas de cada grupo.

Según los autores que han estudiado más a los jesuitas de habla alemana, éstos resultaban particularmente atraídos por regiones remotas y alejadas de Europa, en primer lugar China, pero también América, como espacios donde ejercer su misión. De los escritos de Paucke y Dobrizhoffer es posible colegir una particular capacidad de observación desprejuiciada, influida
hasta cierto punto por el pensamiento ilustrado.

Como lo señala Silvia Navia Méndez Bonito (2005), el impacto de la literatura “antiamericanista” ilustrada fue un impulso significativo en la producción de obras que procuraban contestar y contribuir a un conocimiento basado en la observación directa de la región. Por eso estos autores han sido llamados, en particular Dobrizhoffer, fundadores de la etnografía comparada.

No obstante la presencia de un componente testimonial y “verídico” me interesa leer la obra bajo un protocolo retórico literario en tanto contestación a los libros de Buffon, De Pauw y Raynal que argumentaron sobre la inferioridad americana a partir de teorías del clima y la constitución física del continente (Gerbi 1986). La “producción de espacio” resulta en este marco, ligada a un debate en el que los jesuitas aportaron su conocimiento de primera mano y buscaron promover una configuración diferenciada del territorio, permeada por elementos de las culturas originarias.

Las naciones abipona y mocoví, que Dobrizhoffer y Paucke describen y retratan en sus obras resultan permeadas por los debates y acontecimientos contemporáneos europeos donde los libros fueron publicados y escritos. Esta relación indica la convivencia de las temporalidades heterogéneas características del mundo latinoamericano y poscolonial: la disputa del Nuevo
Mundo, y la contestación mediada por los libros revelan intervenciones que dialogan simultáneamente con los lectores europeos comunes, los autores ilustrados a los que los libros procuran contestar y, probablemente, lectores jesuitas, comunidad dentro de la cual estos libros tenían una circulación privilegiada.

Resulta difícil reconocer lectores americanos, aunque sabemos que estos libros tuvieron un impacto en los movimientos emancipatorios que comenzaron a gestarse algunos años después y no es improbable suponer una lectura entre la elite criolla ilustrada americana. De este modo, las obras se dirigen a un público situado en posiciones temporales diversas y heterogéneas, contemporáneas y discrónicas.

Coda

Quisiera recuperar, para cerrar mi intervención, las voces y los cuerpos indígenas que se infiltran en los textos y pueden ser oídas en su propio espesor: los rostros tatuados, los usos invertidos de la cultura europea, la antropofagia simbólica que opera como resistencia y declaración de una
temporalidad compleja e impura, para la que resulta necesario interferir categorías como “modernidad”, “atraso” e incluso “alteridad cultural” dado que resultan siempre insuficientes para interrogar el corpus colonial y contemporáneo de la cultura (latino)-indo-afro americana.
La última ilustración en la que voy a detenerme permite reconocer una contestación de ciertos patrones de la distribución cultural de los cuerpos y pensar el cuerpo como superficie de inscripción de saberes y rastros del conocimiento local. Los rostros tatuados indican prácticasguaraníes de tatuaje donde se reconocen signos originarios, probablemente mocovíes, en
convivencia y yuxtaposición con signos de origen europeo, como la cruz que aparece en uno de ellos.

El significado de los tatuajes resulta opaco, incluso para los cronistas como Paucke, que los reproduce con detalle y minuciosidad pero no arriesga una interpretación clara sobre su significado. Opera allí un sentido incomprensible pero la opacidad es en sí misma un signo que refiere el “más allá” del conocimiento europeo del mundo indígena y colonial donde convivían y se yuxtaponían temporalidades heterogéneas.

La parte inferior de la ilustración revela la práctica del tatuaje, a la cual tanto Paucke como Dobrizhoffer dedican varias páginas. El tatuaje funciona
como una escritura alternativa, una huella imborrable inscripta en el cuerpo, un archivo o un vestigio del mundo mocoví que nos interpela desde un lenguaje icónico semejante, aunque diferente también, al labrado en la página impresa. Se trata de un ritual pero ante todo de una muestra de capital simbólico indígena, una práctica y un elemento mítico y religioso.

El universo retratado por los jesuitas refleja una temporalidad híbrida y heterocrónica, donde conviven sobre una misma superficie, incluso inscriptos en la piel de un mismo cuerpo, visiones divergentes del mundo donde la tensión y el espesor de lo colonial afloran con ímpetu y pueden ser recuperados incluso para emplearlos para leer el presente. No se trata de un proceso que podamos asumir como concluido, sino todavía en expansión.

Ahora los agentes de la empresa colonial son los Estados nacionales y las empresas multinacionales en disputa por el territorio indígena y sus recursos: energía, agroindustria, minerales, agua y petróleo.

Esa lucha resulta por lo tanto próxima a nuestra contemporaneidad, a ese presente en disolución del que habla Spivak, atravesado por vestigios del pasado que regresan para referirnos su actualidad y a la vez para problematizar la existencia de un tiempo liso, sin pliegues ni grietas por donde afloran restos de un mundo a la vez próximo y remoto. Recorrer textos arcaicos y actuales sin descuidar sus relaciones múltiples puede ser un instrumento para enriquecer tanto una mirada capaz de asumir la densidad temporal del presente como de recuperar los indicios que el pasado continúa enviándonos para demostrar que no solo no está muerto, sino que ni siquiera ha pasado.

Bibliografía
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Navia Méndez-Bonito, Silvia. “Las historias naturales de Francisco Javier Clavijero, Juan Ignacio de Molina y Juan de Velasco”, en Luis Millones Figueroa y Domingo Ledezma, eds., El saber de los jesuitas, historias naturales y el Nuevo Mundo. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2005: 225-250.
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Guillermo Wilde. Religión y poder en las misiones de guaraníes. Buenos Aires: Paradigma, 2009.

Tesis de filosofía de la historia

Walter Benjamin (1892-1940)
TESIS DE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

1
Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba al tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un equivalente de
este aparato en la filosofía. Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos «materialismo histórico». Podrá habérsela -sin más ni más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno.

2
«Entre las peculiaridades más dignas de mención del temple humano», dice Lotz, «cuenta, a más de tanto egoísmo particular, la general falta de envidia del presente respecto a su futuro». Esta reflexión nos lleva a pensar que la imagen de felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que de una vez por todas nos ha relegado el decurso de nuestra existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe sólo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiésemos podido hablar, entre las mujeres que hubiesen podido entregársenos. Con otras palabras, en la representación de felicidad vibra inalienablemente la de redención. Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo sabe de ello el materialismo histórico.

3
El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los
pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Por cierto, que sólo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado. Lo cual quiere decir: sólo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos. Cada uno de los instantes vividos se convierte en una cita À I’ordre du jour, pero precisamente del día final.

4
Buscad primero comida y vestimenta, que el reino de Dios se os dará
luego por sí mismo. HEGEL, 1807.
La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia. El materialista histórico tiene que entender de esta modificación, la más imperceptible de todas.

5
La verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente. Al pasado sólo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más ser vista, en el instante de su cognoscibilidad. «La verdad no se nos escapará»; esta frase, que procede de Gottfried Keller, designa el lugar preciso en que el materialismo histórico atraviesa la imagen del pasado que amenaza desaparecer con cada presente que no se reconozca mentado en ella. (La buena nueva, que el historiador, anhelante, aporta al pasado viene de una boca que quizás en el mismo instante de abrirse hable al vacío).

6
Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla. El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

7
Pensad qué oscuro y qué helador es este valle que resuena a pena.
BRECHT: La ópera de cuatro cuartos.
Fustel de Coulanges recomienda al historiador, que quiera revivir una época, que se quite de la cabeza todo lo que sepa del decurso posterior de la historia. Mejor no puede calarse el procedimiento con el que ha roto el materialismo histórico. Es un procedimiento de empatía. Su origen está en la desidia del corazón, en la acedía que desespera de adueñarse de la auténtica imagen histórica que relumbra fugazmente. Entre los teólogos de la Edad media pasaba por ser la razón fundamental de la tristeza. Flaubert, que hizo migas con ella, escribe: «Peu de gens devineront combien il a fallu étre triste pour ressusciter Carthage». La naturaleza de esa tristeza se hace patente al
plantear la cuestión de con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. Con lo cual decimos lo suficiente al materialista histórico. Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria,marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. En el materialista histórico tienen que contar con un espectador distanciado. Ya que los bienes culturales que abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento
de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. Por eso el materialista histórico se distancia de él en la medida de lo posible. Considera cometido suyo pasarle a la historia el cepillo a contrapelo.

8
La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de éste en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el
asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.

9
Tengo las alas prontas para alzarme, Con gusto vuelvo atrás, Porque de
seguir siendo tiempo vivo, Tendría poca suerte.
GERHARD SCHOLEM: Gruss vom Angelus.
Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un
huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

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Los temas de meditación que la regla monástica señalaba a los hermanos tenían por objeto prevenirlos contra el mundo y contra sus pompas. La concatenación de ideas que ahora seguimos procede de una determinación parecida. En un momento en que los políticos, en los cuales los enemigos del fascismo habían puesto sus esperanzas, están por el suelo y corroboran su derrota traicionando su propia causa, dichas ideas pretenden liberar a la criatura política de las redes con que lo han embaucado. La reflexión parte de que la testaruda fe de estos políticos en el progreso, la confianza que
tienen en su «base en las masas» y finalmente su servil inserción en un aparato incontrolable son tres lados de la misma cosa. Además procura darnos una idea de lo cara que le resultará a nuestro habitual pensamiento una representación de la historia que evite toda complicidad con aquella a la que los susodichos políticos siguen aferrándose.
11
El conformismo, que desde el principio ha estado como en su casa en la
socialdemocracia, no se apega sólo a su táctica política, sino además a sus concepciones económicas. El es una de las causas del derrumbamiento ulterior. Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando con la corriente. El desarrollo técnico era para ellos la pendiente de la corriente a favor de la cual pensaron que nadaban. Punto éste desde el que no había más que un paso hasta la ilusión de que
el trabajo en la fábrica, situado en el impulso del progreso técnico, representa una ejecutoria política. La antigua moral protestante del trabajo celebra su resurrección secularizada entre los obreros alemanes. Ya el «Programa de Gotha» lleva consigo huellas de este embrollo. Define el trabajo como «la fuente de toda riqueza y toda cultura». Barruntando algo malo, objetaba Marx que el hombre que no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo «tiene que ser esclavo de otros hombres que se han convertido en propietarios». No obstante sigue extendiéndose la confusión y enseguida proclamará Josef Dietzgen: «El Salvador del tiempo nuevo se llama trabajo. En la mejora del trabajo consiste la riqueza, que podrá ahora consumar lo que hasta ahora
ningún redentor ha llevado a cabo». Este concepto marxista vulgarizado de lo que es el trabajo no se pregunta con la calma necesaria por el efecto que su propio producto hace a los trabajadores en tanto no puedan disponer de él. Reconoce únicamente los progresos del dominio de la naturaleza, pero no quiere reconocer los retrocesos de la sociedad. Ostenta ya los rasgos tecnocráticos que encontraremos más tarde en el fascismo. A éstos pertenece un concepto de la naturaleza que se distingue catastróficamente del de las utopías socialistas anteriores a 1848. El trabajo, tal y como ahora se le entiende, desemboca en la explotación de la naturaleza que, con satisfacción ingenua, se opone a la explotación del proletariado. Comparadas con esta concepción positivista demuestran un sentido sorprendentemente sano las fantasías que tanta materia han dado para ridiculizar a un Fourier. Según éste, un trabajo social bien dispuesto debiera tener como consecuencias que cuatro lunas iluminasen la noche de la
tierra, que los hielos se retirasen de los polos, que el agua del mar ya no sepa a sal y que los animales feroces pasen al servicio de los hombres. Todo lo cual ilustra un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en situación de hacer que alumbre las criaturas que como posibles dormitan en su seno. Del concepto corrompido de trabajo forma parte como su complemento la naturaleza que, según se expresa Dietzgen, «está ahí gratis».

12
Necesitamos de la historia, pero la necesitamos de otra manera a como
la necesita el holgazán mimado en los jardines del saber.
NIETZSCHE: Sobre las ventajas e inconvenientes de la historia.
La clase que lucha, que está sometida, es el sujeto mismo del conocimiento histórico. En Marx aparece como la última que ha sido esclavizada, como la clase vengadora que lleva hasta el final la obra de liberación en nombre de generaciones vencidas. Esta consciencia, que por breve tiempo cobra otra vez vigencia en el espartaquismo, le ha resultado desde siempre chabacana a la socialdemocracia. En el curso de tres decenios ha conseguido apagar casi el nombre de un Blanqui cuyo timbre de bronce había conmovido al siglo precedente. Se ha complacido en cambio en asignar a la clase obrera el papel de redentora de generaciones futuras. Con ello ha cortado los nervios de su
fuerza mejor. La clase desaprendió en esta escuela tanto el odio como la voluntad de sacrificio. Puesto que ambos se alimentan de la imagen de los antecesores esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados.

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Nuestra causa se hace más clara cada día y cada día es el pueblo más
sabio. WILHELM DIETZGEN: La religión de la socialdemocracia.
La teoría socialdemócrata, y todavía más su praxis, ha sido determinada por un concepto de progreso que no se atiene a la realidad, sino que tiene pretensiones dogmáticas. El progreso, tal y como se perfilaba en las cabezas de la socialdemocracia, fue un progreso en primer lugar de la humanidad misma (no sólo de sus destrezas y conocimientos). En segundo lugar era un progreso inconcluible (en correspondencia con la infinita perfectibilidad humana). Pasaba por ser, en tercer lugar, esencialmente incesante (recorriendo por su propia virtud una órbita recta o en forma espiral). Todos
estos predicados son controvertibles y en cada uno de ellos podría iniciarse la crítica. Pero si ésta quiere ser rigurosa, deberá buscar por detrás de todos esos predicados y dirigirse a algo que les es común. La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de la prosecución de ésta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la representación de dicha prosecución deberá constituir la base de la crítica a tal representación del progreso.

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La meta es el origen.
KARL KRAUS: Palabras en verso.
La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, «tiempo – ahora». Así la antigua Roma fue para Robespierre un pasado cargado de «tiempo – ahora» que él hacía saltar del continuum de la historia. La Revolución francesa se entendió a sí misma como una Roma que retorna. Citaba a la Roma antigua igual que la moda cita un ropaje del pasado. La moda husmea lo actual dondequiera que lo actual se mueva en la jungla de otrora. Es un salto de tigre al pasado. Sólo tiene lugar en una arena en la que manda la clase dominante. El mismo salto bajo el cielo despejado de la historia es el salto
dialéctico, que así es como Marx entendió la revolución.

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La consciencia de estar haciendo saltar el continuum de la historia es peculiar de las clases revolucionarias en el momento de su acción. La gran Revolución introdujo un calendario nuevo. El día con el que comienza un calendario cumple oficio de acelerador histórico del tiempo. Y en el fondo es el mismo día que, en figura de días festivos, días conmemorativos, vuelve siempre. Los calendarios no cuentan, pues, el tiempo como los relojes. Son monumentos de una consciencia de la historia de la que no parece haber en
Europa desde hace cien años la más leve huella. Todavía en la Revolución de julio se registró un incidente en el que dicha consciencia consiguió su derecho. Cuando llegó el anochecer del primer día de lucha, ocurrió que en varios sitios de París, independiente y simultáneamente, se disparó sobre los relojes de las torres. Un testigo ocular, que quizás deba su adivinación a la rima, escribió entonces:
«Qui le croirait!, on dit, qu’irrités contre I’heure
De nouveaux Josués au pied de chaque tour,
Tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour.»

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El materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente que no es transición, sino que ha llegado a detenerse en el tiempo. Puesto que dicho concepto define el presente en el que escribe historia por cuenta propia. El historicismo plantea la imagen «eterna» del pasado, el materialista histórico en cambio plantea una experiencia con él que es única. Deja a los demás malbaratarse cabe la prostituta «Érase una vez» en el burdel del historicismo. El sigue siendo dueño de sus fuerzas: es lo suficientemente
hombre para hacer saltar el continuum de la historia.

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El historicismo culmina con pleno derecho en la historia universal. Y quizás con más claridad que de ninguna otra se separa de ésta metódicamente la historiografía materialista. La primera no tiene ninguna armadura teórica. Su procedimiento es aditivo; proporciona una masa de hechos para llenar el tiempo homogéneo y vacío. En la base de la historiografía materialista hay por el contrario un principio constructivo. No sólo el movimiento de las ideas, sino que también su detención forma parte del pensamiento. Cuando éste se para de pronto en una constelación saturada de tensiones, le propina a ésta un golpe por el cual cristaliza en mónada. El materialista histórico se acerca a un asunto de historia únicamente, solamente cuando dicho asunto se le presenta
como mónada. En esta estructura reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o dicho de otra manera: de una coyuntura revolucionaria en la lucha a favor del pasado oprimido. La percibe para hacer que una determinada época salte del curso homogéneo de la historia; y del mismo modo hace saltar a una determinada vida de una época y a una obra determinada de la obra de una vida. El alcance de su procedimiento consiste en que la obra de una vida está conservada y suspendida en la obra, en la obra
de una vida la época y en la época el decurso completo de la historia (El término hegeliano aufheben en su sentido triple: conservar, elevar, anular). El fruto alimenticio de lo comprendido históricamente tiene en su interior al tiempo como la semilla más preciosa, aunque carente de gusto.

18
«Los cinco raquíticos decenios del homo sapiens», dice un biólogo moderno,
«representan con relación a la historia de la vida orgánica sobre la tierra algo así como dos segundos al final de un día de veinticuatro horas. Registrada según está escala, la historia entera de la humanidad civilizada llenaría un quinto del último segundo de la última hora». El tiempo -ahora [Benjamin dice “Jetztzeit” e indica con las comillas que no se trata simplemente de una equivalencia con ‘Gegenwart’ (presente), sino más bien del místico ‘nunc stans’], que como modelo del mesiánico resume en una abreviatura
enorme la historia de toda la humanidad, coincide capilarmente con la figura que dicha historia compone en el universo.

A
El historicismo se contenta con establecer un nexo causal de diversos momentos históricos. Pero ningún hecho es ya histórico por ser causa. Llegará a serlo póstumamente a través de datos que muy bien pueden estar separados de él por milenios. El historiador que parta de ello, dejará de desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos. Captará la constelación en la que con otra anterior muy determinada ha entrado su propia época. Fundamenta así un concepto de presente como «tiempo – ahora» en el que se han metido esparciéndose astillas del tiempo mesiánico.
B
Seguro que los adivinos, que le preguntaban al tiempo lo que ocultaba en su regazo, no experimentaron que fuese homogéneo y vacío. Quien tenga esto presente, quizás llegue a comprender cómo se experimentaba el tiempo pasado en la conmemoración: a saber, conmemorándolo. Se sabe que a los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. En cambio la Torah y la plegaria les instruyen en la conmemoración. Esto desencantaba el futuro, al cual sucumben los que buscan información en los adivinos. Pero no por eso se convertía el futuro para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. Ya que cada
segundo era en él la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías.

FRAGMENTO POLITICO-TEOLOGICO

Sólo el Mesías mismo consuma todo suceder histórico, y en el sentido precisamente de crear, redimir, consumar su relación para con lo mesiánico. Esto es, que nada histórico puede pretender referirse a lo mesiánico por sí mismo. El Reino de Dios no es el telos de la dynamis histórica; no puede ser propuesto aquél como meta de ésta. Visto históricamente no es meta, sino final. Por eso el orden de lo profano no debe edificarse sobre la idea del Reino divino; por eso la teocracia no tiene ningún sentido político, sino
que lo tiene únicamente religioso. (El mayor mérito de El Espíritu de la Utopía de Bloch es haber negado con toda intensidad la significación política de la teocracia.)

El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de felicidad. Su relación para con lo mesiánico es una de las enseñanzas esenciales de la filosofía de la historia. Desde ella se determina una concepción histórica mística cuyo problema expondría en una imagen. Si una flecha indicadora señala la meta hacia la cual opera la dynamis de lo profano y otra señala la dirección de la intensidad mesiánica, es cierto que la pesquisa de felicidad
de la humanidad libre se afana apartándose de la dirección mesiánica. Pero igual que una fuerza es capaz de favorecer en su trayectoria otra orientada en una trayectoria opuesta, así también el orden de lo profano puede favorecer la llegada del Reino mesiánico. Lo profano no es desde luego una categoría del Reino, pero sí que es una categoría, y además atinadísima, de su quedo acercamiento. En la felicidad aspira a su decadencia todo lo terreno, y sólo en la felicidad le está destinado encontrarla. Mientras que la inmediata intensidad mesiánica del corazón, de cada hombre interior, pasa por la desgracia en el sentido del sufrimiento. A la restitutio in integrum de orden espiritual, que introduce a la inmortalidad, corresponde otra de orden mundano que lleva a la
eternidad de una decadencia, y el ritmo de esa mundaneidad que es eternamente fugaz, que es fugaz en su totalidad, que lo es en su totalidad tanto espacial como temporal, el ritmo de la naturaleza mesiánica, es la felicidad. Porque la naturaleza es mesiánica por su eterna y total fugacidad. Aspirar a ésta, incluso en esos grados del hombre que son naturaleza, es el cometido de la política mundial cuyo método debe llamarse nihilismo.