Las ciencias sociales han tratado la desigualdad
social por lo general como sinónimo para
la estratificación vertical, entendida como jerarquía de posiciones sistemáticamente
vinculadas con ventajas o desventajas en
el acceso a los bienes y servicios de una determinada sociedad.
De la desigualdad (vertical) así entendida, se
distinguió la diferencia (horizontal)
para designar distinciones en el interior de un determinado nivel jerárquico,
que no —o en todo caso no necesariamente— implican este tipo de ventajas o
desventajas. En consecuencia, el
análisis de la desigualdad enfocó la clase social —definida en términos
económicos a través de las relaciones de producción o la relación con el
mercado—, mientras conceptos supuestamente horizontales
como el género, la etnicidad o la raza quedaron “relegados a la periferia
sociológica”.1[1]
Esta diferenciación
conceptual entre desigualdad (vertical-económica) y diferencia (horizontal-cultural)
se pudo mantener mientras los conflictos sociales se caracterizaban
principalmente por reivindicaciones redistributivas. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo pasado,
otras demandas sociales, de corte más horizontal que vertical, más cultural que
económico, han cobrado relevancia.
Grupos
constituidos en torno a identidades que antes eran escondidas, oprimidas o negadas
—el género, la raza, la etnicidad, la religión, la orientación sexual o la pertenencia
a un determinado territorio— exigen
ahora el reconocimiento y la participación en la distribución de los recursos
del Estado.
El universalismo (económico) de la lucha de clases
—“Proletarios del mundo, ¡uníos!”— ha
cedido gran parte del protagonismo en la lucha social al particularismo de las reivindicaciones
culturales.
En la medida en que estos elementos del posicionamiento social —los no
económicos— empezaron a ganar importancia, la
restricción a la clasificación vertical se convirtió en un obstáculo para el
análisis de la desigualdad.
Escritoras feministas como Judith Butler e Iris Marion Young rechazaron la “dicotomización” entre
el orden económico y las constelaciones culturales, argumentando que la cultura y la economía están tan
profundamente interconectadas y son tan mutuamente constituyentes que no
pueden ser separadas.
Estudios sobre el racismo llegaron a la misma
conclusión: en la medida en que las diferencias culturales fomentan relaciones
sociales asimétricas —cuando una raza se siente superior a la otra y un sexo
por encima del otro—, intervienen también en el acceso desigual a los recursos
de la sociedad; de esta manera la cultura
se convierte en un elemento constitutivo de la diferenciación vertical y, por
lo tanto, de la desigualdad social.
El ocaso de
las políticas de clase y el aumento de demandas culturales marcan una nueva
constelación en la cultura política, donde
el centro de gravedad se ha desplazado de la redistribución hacia el
reconocimiento. Se ha producido una politización
de la cultura y la identidad se ha añadido, y en buena medida ha reemplazado, a la clase social como
referente en la generación de solidaridades y acciones colectivas. Por
consiguiente, a estas constelaciones políticas posclasistas las han denominado políticas de la
identidad.
En América
Latina, la etnicidad ha ganado particular importancia (y atención académica)
entre las diferentes expresiones de la
política de la identidad.
Tradicionalmente,
las poblaciones originarias se consideraban parte del campesinado explotado,
pero a partir de los años ochenta y con más fuerza en los noventa se observa un cambio en las demandas,
pues se empiezan a plantear reclamos por el derecho a la autonomía y la libre
determinación de los pueblos. Sin olvidarse necesariamente de las preocupaciones
de clase, el acento está ahora más en la
identidad indígena y en cuestiones étnico-nacionales.
A menudo, estas
identidades son elegidas y “esencializadas” por razones estratégicas, de
acuerdo con las oportunidades que ofrece la coyuntura política para regular la
distribución de bienes materiales y simbólicos.[2]
La particularidad de las demandas identitarias es
que se sustentan en la “identidad única de este individuo o de este grupo, el
hecho de que es distinto de todos los demás”;[3] es
decir, en la diferencia consciente y acentuada de todos los otros.[4] La
política de la identidad colisiona así
con el concepto liberal de la ciudadanía que se asienta en la pertenencia a una comunidad política en
términos de igualdad y se expresa en un conjunto de derechos y obligaciones
compartidos por todos los “ciudadanos”.
La contradicción
de fondo entre el universalismo de la ciudadanía y el particularismo de las
identidades ha causado rechazo a la política de la identidad en todos los
campos políticos. Conservadores ven en ella una “receta para el caos”[5] porque
amenaza la unidad nacional y la cohesión
social. Los liberales lamentan la pérdida
de los postulados de la Ilustración, que pone en peligro la libertad individual y la autonomía personal.
La izquierda marxista acusa al particularismo de la
política identitaria de haber
fragmentado la lucha de los oprimidos y sofocado el movimiento sindical.
Sectores de la izquierda moderada la
interpretan como una calamidad que agota la energía moral y la política sin
tocar el fondo del orden social. Autores de la talla de Richard Rorty[6] y
Brian Barry[7]
insisten en que se trata de una distracción
contraproducente de la lucha por la equidad económica y la justicia social,
una imprudencia que balcaniza a los
grupos sociales y rechaza normas morales universales.
Sin embargo, hay diferentes formas de abordar las demandas identitarias. La versión que enfatiza, muchas veces de
manera confrontacional, la diferencia entre la cultura propia y otras culturas
y la convierte en la principal plataforma política, es solo una de las facetas.
Esta posición caracteriza a muchas
organizaciones de pueblos originarios en el Nuevo Mundo y a la Nueva Derecha en
Europa que defiende la “cultura
nacional” contra los inmigrantes asiáticos y africanos.
Nos encontramos así ante la situación de que esta
versión de las políticas de la identidad representa
a la vez las nociones más radicales y las más reaccionarias en el escenario
político contemporáneo. Lo que está en juego depende, en última instancia,
del caso concreto, algo que el análisis político no siempre ha sido capaz de
tomar en cuenta.
La otra
versión de las políticas identitarias rechaza el “esencialismo” de la política de
la identidad convencional y pone énfasis en la interacción constructiva
entre las culturas. Esta es la posición
de la interculturalidad, de la política del reconocimiento y de la ciudadanía
multicultural.
El término “política
del reconocimiento” fue acuñado por el filósofo canadiense Charles Taylor
en su reacción (comunitarista) a la teoría
de la justicia que había sido formulada, desde una posición liberal, por
John Rawls.[8]
Rawls reclamaba la estricta neutralidad
del Estado frente a las identidades particulares y las preferencias culturales de sus ciudadanos; es decir, la religión,
la raza, el género y la descendencia nacional o étnica son aspectos rigurosamente privados que no tienen por qué ser materia de políticas públicas. Las demandas
de justicia frente al Estado solo pueden referirse a lo que todos tenemos en común: nuestras
“necesidades universales” de “bienes primarios” como el ingreso, la salud, la
educación o las libertades individuales.
Taylor,
en cambio, argumenta que las “necesidades básicas” no se
limitan al abastecimiento con recursos económicos o a la normatividad jurídica
que garantiza la libertad del individuo, sino incluyen también el
reconocimiento de la persona como
miembro de una comunidad cultural. La injusticia, para Taylor, no se agota en
el recorte de las libertades individuales, sino implica la denegación de
derechos para grupos culturalmente constituidos como, por ejemplo, las minorías
religiosas, étnicas y raciales. El Estado debe reconocer estas diferencias
culturales mediante la aplicación de derechos colectivos.
El también filósofo
canadiense Will Kymlicka coincide con Taylor en la postulación de que las minorías culturales y étnicas deben ser
protegidas, pero defiende la posición
liberal de Rawls y da prioridad a la autonomía del individuo sobre los intereses
del grupo. Kymlicka reconoce que el
marco jurídico-legal de las democracias occidentales está configurado para un
determinado “tipo” de ciudadano: blanco, masculino y heterosexual, y los
demás —los no blancos, los no anglosajones (minorías étnicas originarias e
inmigrantes), las minorías religiosas, las mujeres, los homosexuales— sufren
desventajas estructurales. Para garantizar el pleno desarrollo de los derechos
del individuo, el Estado debe tomar en cuenta también las reivindicaciones
culturales de estos ciudadanos; es decir, debe contemplar una “ciudadanía
diferenciada” o “ciudadanía multicultural”.[9]
Debido a su composición étnica-cultural, el Perú podría ser un país por excelencia para
aplicar una política del reconocimiento y/o la ciudadanía multicultural.
Sin embargo, son pocos los intelectuales peruanos que inciden en este tema
(además casi todos vinculados con la Universidad Católica),[10] y
lo que se discute queda principalmente entre ellos; es decir, se trata de un
debate que apasiona a algunos círculos académicos, pero no tiene ninguna
repercusión en la política estatal. Eso, obviamente, no es así por culpa de los
estudiosos.
El desinterés oficial por estos temas pasa por alto
que también en el Perú se ha producido
un giro desde el clasismo, predominante todavía en la lucha del campesinado
por la tierra durante los años sesenta y setenta, hacia expresiones identitarias. Entre las manifestaciones más
importantes podemos señalar las diferentes
formas del nacionalismo (desde el nacionalismo económico que representa
Ollanta Humala hasta el etnonacionalismo de su hermano Antauro), el surgimiento
de organizaciones étnicas en la sierra y los recientes paros amazónicos, y
sobre todo las expresiones regionales que en los últimos años han ido
proliferando. Basta con una revisión de los reportes mensuales sobre conflictos
sociales de la Defensoría del Pueblo para darse cuenta de que en el Perú el factor territorial tiene
mucho más impacto como movilizador sociopolítico que la etnicidad.
Sin embargo, son
los movimientos indígenas los que más interés han despertado, tanto en los
círculos académicos como en las agencias de la cooperación internacional,
en las ONG y a veces en el mismo Estado, a pesar de que nunca lograron siquiera
aproximarse a la importancia que tienen en los países vecinos. El problema,
desde mi punto de vista, es que la evaluación de estos movimientos a menudo no
pasa del nivel fenomenológico (o, por las particularidades del caso, fenotípico);
basta que los actores hablen quechua y
lleven ponchos para que una protesta social pase por movimiento indígena y
se olvide otros componentes igualmente importantes, pero menos visibles.
La interrogante que plantea Canessa en este sentido
—“¿si un movimiento está compuesto por indígenas, eso lo convierte
automáticamente en un movimiento indígena?”—[11]
es una pregunta importante que merece más atención en los estudios sobre los
movimientos etnopolíticos. ¿Podemos comparar a Sendero Luminoso con el Ejército
Zapatista de Liberación Nacional por el simple
hecho de que su “masa” fueron mayoritariamente “indígenas” quechuahablantes?
Obviamente no, ¿pero qué criterios aplicamos para
trazar la línea de separación? O si consideramos el tema desde el otro lado:
¿qué expresiones encuentran las demandas étnico-culturales en un país donde no
existe un fuerte movimiento indígena? ¿Y cómo se mezclan estas demandas con
otras, más verticales y materiales?
Las diferentes
maneras como se fusionan la etnicidad, la clase, el territorio y otras identidades
en los nuevos movimientos sociales del Perú —más allá de un discurso “único”,
étnico o regional o lo que sea, que pueda prevalecer en la presentación pública
de una determinada organización— es un tema cuyo análisis está pendiente. Nancy
Fraser reclama que “una perspectiva genuinamente crítica […] no puede tomar
literalmente la apariencia de esferas separadas. Más bien debe mirar por detrás
de las apariencias para descubrir las conexiones ocultas entre [las políticas
de] la distribución y el reconocimiento”.[12]
La antropóloga Sherry Ortner sostiene que en los
Estados Unidos de América, por ejemplo, “la raza y la etnicidad son en realidad
posiciones cripto-clasistas”, detrás de
las cuales se “esconde” la clase, la cual, por tanto, requiere más “arqueología
intelectual”.[13]
¿Cuánto de eso hay en el Perú? Preguntas importantes que esperan ser
respondidas.
Extraído de Argumentos (IEP)
http://www.revistargumentos.org.pe/index.php?fp_verpub
[1] Grusky, David B., ”The Past,
Present, and Future of Social Inequality“. En Grusky, David B. (ed.), Social
Stratification. Class, Race, and Gender in Sociological Perspective. Boulder:
Westview Press, p. 28. 2001.
[2] Gayatri
Spivak acuñó el término “esencialismo estratégico” para denominar la
“auto-esencialización” de grupos subalternos con fines emancipadores. Véase Spivak, Gayatri Chakravorty,
“Subaltern Studies. Deconstructing Historiography”. En Donna Landry y Gerald
MacLean (eds.), The Spivak Reader. Londres: Routledge, p. 214. 1985.
[3] Taylor,
Charles, El multiculturalismo y la ‘política del reconocimiento’. México: Fondo
de Cultura Económica, p. 61. 1992.
[4] Taylor
habla de las “políticas de la diferencia”.
[5] Parekh, Bhikhu, “Redistribution
or Recognition? A Misguided Debate”. En Stephen May, Tariq Modood y Judith
Squires (eds.), Ethnicity, Nationalism and Minority Rights. Cambridge:
Cambridge University Press, p. 199. 2004.
[6] Rorty, Richard, Achieving Our
Country: Leftist Thought in Twentieth Century. Cambridge: America. 1999.
[7] Barry, Brian, Culture and
Equality: An Egalitarian Critique of Multiculturalism. Cambridge:
Cambridge University Press. 2001.
[8] Rawls,
John, Teoría de la justicia. México: Fondo de Cultura Económica, 1997. El
original en inglés fue publicado en 1971.
[9] Kymlicka,
Will, Ciudadanía multicultural. Barcelona: Paidós. 1996.
[10] Véase
sobre todo los diferentes trabajos de Fidel Tubino.
[11] Canessa Andrew, “Todos somos
indígenas: Towards a New Language of National Political Identity”. En
Bulletin of Latin American Research, vol. 25, nº 2, p. 253.
[12] Fraser, Nancy, “Social
Justice in the Age of Identity Politics: Redistribution, Recognition, and
Participation”. En Nancy Fraser y Axel Honneth, Redistribution or Recognition?
A Political-Philosophical Exchange. Londres y Nueva York: Verso,
p. 62. 2003.
[13] Ortner, Sherry B.,
Anthropology and Social Theory. Culture, Power, and the Acting Subject. Durham
y Londres: Duke University Press, pp. 73 y 78. 2006.