Economía feminista y economía del cuidado. Aportes conceptuales para el estudio de la desigualdad (2019) Corina Rodríguez Enríquez

DIAGNÓSTICO INSTITUCIONAL DE GÉNERO

La cuestión de la desigualdad es una preocupación relevante para visiones críticas y heterodoxas de la economía que contrastan con la mirada ortodoxa, concentrada centralmente en explicar el funcionamiento de los mercados, y con ello, la perfecta asignación de recursos económicos para una producción óptima.

La economía feminista se ubica dentro de este conjunto de miradas alternativas y hace una contribución específica al explicar las raíces económicas de la desigualdad de género. Uno de los aspectos centrales de esta mirada refiere a la explicitación de la manera en que las sociedades resuelven la reproducción cotidiana de las personas y al rol que esto juega en el funcionamiento económico y en los determinantes de la desigualdad. Utiliza para esto el concepto de «economía del cuidado».

El objetivo de este artículo es presentar de manera sintética los elementos centrales de esta contribución, enmarcándola dentro de los desarrollos más amplios de la economía feminista. En la primera sección abordamos brevemente en qué consiste esta corriente de pensamiento. En la segunda, nos enfocamos en el concepto de economía del cuidado y en su explicación del rol sistémico del trabajo de cuidado. En la tercera, profundizamos nuestro abordaje sobre la organización del cuidado como determinante de la desigualdad. Y en la cuarta, concluimos señalando algunas implicancias para el debate de política pública[1].

La contribución de la economía feminista a la economía

La economía feminista[2] es una corriente de pensamiento que pone énfasis en la necesidad de incorporar las relaciones de género[3] como una variable relevante en la explicación del funcionamiento de la economía, y de la diferente posición de los varones y las mujeres como agentes económicos y sujetos de las políticas económicas.

La economía feminista ha ido construyendo críticas y reflexiones en todos los campos temáticos de la economía, en los tres niveles de análisis: micro, meso y macro, y en relación con las distintas escuelas de pensamiento. Realiza una crítica particular a la teoría neoclásica, hoy paradigma dominante en la disciplina, y denuncia el sesgo androcéntrico de esta mirada, que atribuye al hombre económico (homo economicus) características que considera universales para la especie humana, pero que sin embargo son propias de un ser humano varón, blanco, adulto, heterosexual, sano, de ingresos medios.

La racionalidad del hombre económico, esencial para las decisiones económicas que toma (como participar en el mercado laboral o no hacerlo), no se enfrenta con los condicionantes que impone vivir en un mundo racista, xenófobo, homofóbico y sexista. Por el contrario, cuando se reconoce y visibiliza la relación entre las relaciones sociales (y en este caso particular, las relaciones de género) y la dinámica económica, queda en evidencia el sesgo androcéntrico de la mirada económica convencional, y por ende su incapacidad para explicar apropiadamente el funcionamiento de la realidad y contribuir con relevancia a los debates de políticas públicas.

La economía feminista se caracteriza por poner en el centro del análisis la sostenibilidad de la vida[4], descentrando los mercados. En consecuencia, el objetivo del funcionamiento económico desde esta mirada no es la reproducción del capital, sino la reproducción de la vida. La preocupación no está en la perfecta asignación, sino en la mejor provisión[5] para sostener y reproducir la vida. Por lo mismo, la economía feminista tiene como una preocupación central la cuestión distributiva.

Y en particular se concentra en reconocer, identificar, analizar y proponer cómo modificar la desigualdad de género como elemento necesario para lograr la equidad socioeconómica. En este sentido, la economía feminista es un programa académico pero también político. No tiene una pretensión aséptica de describir la realidad (como aquella que se atribuyen los economistas neoclásicos), sino un objetivo político de transformarla en un sentido más igualitario.

Por ello sus contribuciones buscan fortalecer el desarrollo de la economía como una ciencia social y un abordaje multidisciplinario, en diálogo con otras corrientes de pensamiento, con otras disciplinas y con otros movimientos políticos. La crítica epistemológica y metodológica de la economía feminista a los supuestos neoclásicos en torno de las características del homo oeconomicus y su forma de actuar incorporan dimensiones no contempladas por la visión ortodoxa de la economía.

En primer lugar, la economía feminista hace énfasis en el nudo producción/reproducción, recogiendo los antiguos debates sobre el trabajo doméstico. Para ello incorpora y desarrolla conceptos analíticos específicos: división sexual del trabajo, organización social del cuidado, economía del cuidado. Volveremos sobre esto en las próximas secciones.

En relación con lo anterior, la economía feminista hace una contribución extensa al estudio de la participación económica de las mujeres, en particular revelando los mecanismos de discriminación en el mercado laboral. Así, ha venido dando cuenta de los determinantes de la menor y peor participación laboral de las mujeres, de la existencia de brechas de género en los ingresos laborales, de procesos de segregación de género horizontal (por rama de actividad) y vertical (por jerarquía de las ocupaciones), de concentración de las mujeres en diferentes espacios de precariedad laboral y desprotección social.

En este sentido, la economía feminista también ha contribuido a los debates sobre la cuestión de la pobreza desde el punto de vista conceptual y empírico. En el primer caso, ha insistido en la importancia de considerar las múltiples dimensiones de la pobreza (alejándose de las concepciones estrictamente monetarias) y, en particular, en la necesidad de incorporar la dimensión de la pobreza de tiempo[6]. Por otro lado, ha contribuido en la producción de evidencia empírica que permite constatar la persistencia de procesos de feminización de la pobreza y los resultados ambiguos que, en términos de autonomía de las mujeres, pueden tener las políticas públicas implementadas para atender esta cuestión[7].

Más allá de estos niveles micro y meso de análisis, la economía feminista también ha denunciado los sesgos de género de la macroeconomía y de las políticas económicas. En la medida en que estas últimas y el entorno macroeconómico operan sobre un campo desigual, en el que varones y mujeres se encuentran posicionados de manera específica y diferencial como agentes económicos, estas políticas no son neutrales en términos de género.

Según sea su diseño y la dinámica económica que favorezcan, pueden contribuir a la persistencia de la inequidad económica de género o, por el contrario, pueden colaborar en reducirla. De esta manera, los trabajos desde la economía feminista visibilizan las implicancias específicas sobre la vida de las mujeres del proceso de globalización económica; de los distintos patrones de crecimiento y desarrollo, incluyendo las estrategias de desarrollo basadas en la explotación de las mujeres como ventaja comparativa[8]; de las políticas comerciales y de liberalización financiera; de las crisis económicas y los programas de ajuste estructural y de austeridad que se implementan para atender sus consecuencias; de las políticas fiscales, de gasto público y tributarias.

En definitiva, la economía feminista, con sus múltiples matices internos, viene contribuyendo en los últimos años a consolidar un mirada desde la economía que desafía los principios convencionales, expone dimensiones de la realidad invisibilizadas y reclama y propone estrategias concretas para la transformación de la dinámica económica en un sentido igualitario.

La economía del cuidado y el rol sistémico del trabajo de cuidado

Uno de los principales aportes de la economía feminista fue la recuperación de un debate de larga data dentro del feminismo: aquel conocido como «debate del trabajo doméstico»[9] que, tempranamente y en diálogo con la teoría marxista, argumentó sobre la necesidad de visibilizar el rol del trabajo doméstico no remunerado en el proceso de acumulación capitalista, y las implicancias en términos de explotación de las mujeres, tanto por parte de los capitalistas como de «los maridos».

La revitalización de este debate dentro del campo económico dio lugar a la promoción del concepto de economía del cuidado[10], que como tal tiene recortes difusos y es en sí mismo un objeto en permanente discusión. En un sentido amplio, el contenido del concepto refiere a todas las actividades y prácticas necesarias para la supervivencia cotidiana de las personas en la sociedad en que viven. Incluye el autocuidado, el cuidado directo de otras personas (la actividad interpersonal de cuidado), la provisión de las precondiciones en que se realiza el cuidado (la limpieza de la casa, la compra y preparación de alimentos) y la gestión del cuidado (coordinación de horarios, traslados a centros educativos y a otras instituciones, supervisión del trabajo de cuidadoras remuneradas, entre otros). El cuidado permite atender las necesidades de las personas dependientes, por su edad o por sus condiciones/capacidades (niños y niñas, personas mayores, enfermas o con algunas discapacidades) y también de las que podrían autoproveerse dicho cuidado[11].

Asociar la idea de cuidado a la economía implica enfatizar aquellos elementos del cuidado que producen o contribuyen a producir valor económico. Y aquí reside la peculiaridad del abordaje. A través del concepto de economía del cuidado, la economía feminista pretende al menos dos objetivos: en primer lugar, visibilizar el rol sistémico del trabajo de cuidado en la dinámica económica en el marco de sociedades capitalistas, y en segundo lugar, dar cuenta de las implicancias que la manera en que se organiza el cuidado tiene para la vida económica de las mujeres.

El trabajo de cuidado (entendido en un sentido amplio, pero en este caso focalizado principalmente en el trabajo de cuidado no remunerado que se realiza en el interior de los hogares) cumple una función esencial en las economías capitalistas: la reproducción de la fuerza de trabajo. Sin este trabajo cotidiano que permite que el capital disponga todos los días de trabajadores y trabajadoras en condiciones de emplearse, el sistema simplemente no podría reproducirse.

El punto es que, en el análisis económico convencional, este trabajo se encuentra invisibilizado y, por el contrario, la oferta laboral se entiende como el resultado de una elección racional de las personas (individuos económicos) entre trabajo y ocio (no trabajo), determinada por las preferencias personales y las condiciones del mercado laboral (básicamente, el nivel de los salarios). De esta forma, no se tiene en cuenta ni el trabajo que esa fuerza laboral tiene incorporada (al estar cuidada, higienizada, alimentada, descansada), ni el trabajo del cual se la libera al eximirla de responsabilidades de cuidado de aquellos con quienes convive.

La economía feminista discute esta visión en varios sentidos. En primer lugar, y tal como se señaló anteriormente, advierte sobre la inexactitud (por decir lo menos) de considerar la elección de las personas en torno del uso de su tiempo como un ejercicio de preferencias y racionalidad. Por el contrario, expresa la necesidad de tomar en consideración el rol determinante de las relaciones de género, especialmente relevante a la hora de explicar la concentración de las mujeres en las actividades de cuidado y su consecuente menor y peor participación en el mercado laboral. El concepto de división sexual del trabajo como forma generalizada de distribución de los tiempos y tipos de trabajo entre hombres y mujeres es un aporte esencial en este sentido.

En segundo lugar, la economía feminista contribuye conceptual y metodológicamente a visibilizar el rol de este trabajo de cuidado en el funcionamiento de la economía[12]. Para tener éxito en la modificación del enfoque analítico y centrarlo en la reproducción social, es necesario «ubicar el proceso de reproducción social de la población trabajadora en relación con el proceso de producción de recursos, un tema central en el análisis dinámico de los economistas clásicos»[13].

En esta línea, una posibilidad es expandir el marco del «flujo circular de la renta», incorporando un espacio económico que podría denominarse «de reproducción»[14]. El flujo circular de la renta ampliado (v. gráfico) permite hacer visible la masa de trabajo de cuidado no remunerado y relacionarla con los agentes económicos y con el sistema de producción, así como con el bienestar efectivo de las personas[15].

En la parte superior del gráfico se reproduce el tradicional flujo circular de la renta, que discrimina el flujo monetario y real de producción y distribución en la esfera mercantil. Como se observa, en esta visión no se contempla lo que sucede en el interior de los hogares, que se consideran una unidad en el consumo de bienes y la provisión de fuerza de trabajo. Esta dimensión es lo que se agrega en la representación del flujo ampliado, en la que a la esfera del intercambio mercantil se le suma la de la reproducción.

Lo primero que allí puede verse es la inclusión del trabajo no remunerado, esto es, de las actividades que realizan los hogares y que garantizan la reproducción de sus miembros. Una vez que los hogares han adquirido en el espacio de intercambio mercantil los bienes y servicios que requieren para satisfacer sus necesidades y deseos, es preciso transformarlos en consumo efectivo. Por ello, cuando a los bienes y servicios se les suma el trabajo no remunerado, se consigue la extensión de este consumo a estándares de vida ampliados. Es también mediante el trabajo no remunerado de cuidado que las personas transforman esos estándares de vida en bienestar, por medio de actividades relacionadas con el cuidado de la salud, la educación, el esparcimiento, entre otras.

En este marco, y a diferencia de lo que sucede en el análisis convencional, los hogares no se consideran unidades armónicas. Por el contrario, la inclusión del trabajo no remunerado en el análisis vuelve más complejos los hogares, que entonces deben negociar explícitamente en su interior y decidir la división del trabajo entre sus miembros[16].

Este es el proceso por el cual solo una porción de la fuerza de trabajo disponible se ofrece en el mercado. Así, los hogares hacen posible la reducción de la oferta de trabajo necesaria en el mercado mediante la relación entre sus propias demandas de trabajo no remunerado y las condiciones imperantes en el mercado laboral. Dicho de otra manera: la oferta de trabajo remunerado se regula gracias a la negociación dentro de los hogares destinada a distribuir el trabajo no remunerado para la reproducción[17].

Claro que el trabajo no remunerado no es infinitamente elástico. Su capacidad de arbitraje entre el mercado laboral y las condiciones de vida se reduce cuando aparecen nuevas oportunidades para algunos segmentos de la fuerza de trabajo (incluidas las mujeres). El problema de las crecientes tensiones entre las condiciones del proceso de reproducción social y las condiciones de producción de mercancías no puede resolverse potenciando simbólicamente las capacidades de las mujeres sin debatir las contradicciones internas del sistema en relación con la formación de capital social, las normas de convivencia y la adecuación de la remuneración del trabajo[18].

Cuando se integra de esta forma el trabajo de cuidado no remunerado en el análisis de las relaciones capitalistas de producción, se puede comprender que existe una transferencia desde el ámbito doméstico hacia la acumulación de capital. Brevemente, podría decirse que el trabajo de cuidado no remunerado que se realiza dentro de los hogares (y que realizan mayoritariamente las mujeres) constituye un subsidio a la tasa de ganancia y a la acumulación del capital.

La organización social del cuidado y la reproducción de las desigualdades[19]

El peso relevante del trabajo de cuidado no remunerado en el funcionamiento del sistema económico deviene de la manera en que socialmente se organiza la reproducción de las personas. Esto puede pensarse a partir del concepto de organización social del cuidado, el cual refiere a la manera en que, de manera interrelacionada, las familias, el Estado, el mercado y las organizaciones comunitarias producen y distribuyen cuidado.

La noción de organización social del cuidado se emparenta con la de «diamante de cuidado» como representación de la arquitectura a través de la cual se provee el cuidado[20]. El diamante de cuidado indica la presencia de los cuatro actores mencionados, y también de las relaciones que se establecen entre ellos: la provisión de cuidados no ocurre de manera aislada o estanca, sino que resulta de una continuidad donde se suceden actividades, trabajos y responsabilidades.

En este sentido, se sugiere hablar de «redes de cuidado» para aludir a los encadenamientos múltiples y no lineales que se dan entre los actores que participan en el cuidado, los escenarios en los cuales esto sucede y las interrelaciones que establecen entre sí y que, en consecuencia, inciden en lo densa o débil que resulta la red de cuidados[21].

Las redes de cuidado las conforman las personas que dan cuidado y las que lo reciben (es decir, todas las personas en nuestros roles de cuidadoras y cuidadas) así como los actores institucionales, los marcos normativos y las regulaciones, la participación mercantil y también la comunitaria. Esta red de cuidados es dinámica, está en movimiento, cambia y, por ese mismo motivo, puede ser transformada.

La evidencia existente demuestra que la organización social del cuidado, en su conformación actual en América Latina en general, y en Argentina en particular, es injusta, porque las responsabilidades de cuidado se encuentran desigualmente distribuidas en dos ámbitos diferentes. Por un lado, hay una distribución desigual de las responsabilidades de cuidado entre hogares, Estado, mercado y organizaciones comunitarias. Por otro lado, la desigualdad en la distribución de responsabilidades se verifica también entre varones y mujeres[22]. En síntesis, la evidencia muestra que el trabajo de cuidado es asumido mayormente por los hogares y, dentro de los hogares, por las mujeres[23].

Esto deviene de la concurrencia simultánea de una serie diversa de factores. En primer lugar, la mencionada división sexual del trabajo. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, la naturalización de la capacidad de las mujeres para cuidar. Esto es, la construcción de una idea social (que las mujeres tienen mayor capacidad que los hombres para cuidar) a partir de una diferencia biológica (la posibilidad que las mujeres tienen y los hombres no, de parir y amamantar).

Así, se considera que esta capacidad biológica exclusiva de las mujeres las dota de capacidades superiores para otros aspectos del cuidado (como higienizar a los niños y las niñas, preparar la comida, limpiar la casa, organizar las diversas actividades de cuidado necesarias en un hogar). Lejos de ser una capacidad natural, se trata de una construcción social sustentada por las relaciones patriarcales de género, que se sostiene en valoraciones culturales reproducidas por diversos mecanismos como la educación, los contenidos de las publicidades y otras piezas de comunicación, la tradición, las prácticas domésticas cotidianas, las religiones, las instituciones.

En tercer lugar, la forma que adopta la organización social del cuidado depende de los recorridos históricos de los regímenes de bienestar, en los que la cuestión del cuidado fue considerada como responsabilidad principal de los hogares (y dentro de ellos, de las mujeres). De este modo, la participación del Estado quedó reservada para aspectos muy específicos (por caso, la educación escolar) o como complemento de los hogares cuando las situaciones particulares lo ameritaran (por ejemplo, para el caso de hogares en situaciones de vulnerabilidad económica y social).

Finalmente, la forma de la organización social del cuidado se vincula con el cuidado como experiencia socioeconómicamente estratificada. En efecto, los hogares pertenecientes a diferentes estratos económicos cuentan con distintos grados de libertad para decidir la mejor manera de organizar el cuidado de las personas.

Las mujeres que viven en hogares de ingresos medios o altos cuentan con la oportunidad de adquirir servicios de cuidado en el mercado (salas maternales o jardines de infantes privados) o de pagar por el trabajo de cuidado de otra mujer (una empleada de casas particulares). Esto alivia la presión sobre su propio tiempo de trabajo de cuidado no remunerado, liberándolo para otras actividades (de trabajo productivo en el mercado, de autocuidado, de educación o formación, de esparcimiento).

Estas opciones se encuentran limitadas o directamente no existen para la enorme mayoría de mujeres que viven en hogares de estratos socioeconómicamente bajos. En estos casos, la presión sobre el tiempo de trabajo de las mujeres puede ser superlativa y las restricciones para realizar otras actividades (entre ellas, la participación en la vida económica) son severas. De este modo, la organización social del cuidado resulta en sí misma un vector de reproducción y profundización de la desigualdad.

Adicionalmente, la organización social del cuidado puede adoptar una dimensión trasnacional que se verifica cuando parte de la demanda de cuidado es atendida por personas trabajadoras migrantes[24]. En las experiencias de la región, sucede con frecuencia que las personas que migran y se ocupan en actividades de cuidado (mayoritariamente mujeres) dejan en sus países de origen hijos e hijas cuyo cuidado es entonces atendido por otras personas, vinculadas a redes de parentesco (abuelas, tías, cuñadas, hermanas mayores) o de proximidad (vecinas, amigas).

Se conforman de este modo las llamadas «cadenas globales de cuidado», es decir, vínculos y relaciones a través de los cuales se transfiere cuidado de la mujer empleadora en el país de destino hacia la trabajadora migrante, y desde esta hacia sus familiares o personas próximas en el país de origen. Los eslabones de la cadena tienen distinto grado de fortaleza y la experiencia de cuidado (recibido y dado) se ve de este modo determinada y atravesada por condiciones de vida desiguales. En este sentido, en su dimensión trasnacional, la organización social del cuidado agudiza su rol como vector de desigualdad.[25]

Conclusión: el desafío para la agenda de políticas públicas

Como ha quedado expuesto, abordar la cuestión de la organización del cuidado es clave cuando se aspira a sociedades más igualitarias. Para ello resulta imprescindible que el tema se incorpore en las agendas de discusión de política pública.

En varios trabajos se han expuesto sugerencias en este sentido[26]. Aquí podemos señalar muy sintéticamente que abordar este tema implica los siguientes desafíos: a) producir información que permita construir diagnósticos informados sobre la situación actual de la organización social del cuidado, y visibilizar el aporte del trabajo no remunerado al funcionamiento económico[27]; b) contribuir a la construcción de la demanda social en favor de política públicas de cuidado que permitan su redistribución (entre actores de la organización social del cuidado y entre varones y mujeres); c) desarrollar una batería integrada de políticas públicas que amplíen las posibilidades de las personas de elegir el modo de organizar el cuidado y que faciliten la conciliación entre la vida laboral y familiar de las personas (incluyendo regulaciones laborales, ampliación de licencias paternales y parentales, extensión de servicios públicos de cuidado, fortalecimiento de las condiciones de trabajo de las personas empleadas en actividades de cuidado, y d) transformar los estereotipos de género en torno del cuidado, desnaturalizando su feminización.

La cuestión del cuidado no es un asunto de mujeres. Es una necesidad de todas las personas que somos vulnerables e interdependientes. Los avances sustantivos que las mujeres han experimentado en términos de participación económica y política y de reconocimiento de derechos en diversos campos deberían también expresarse en el ámbito de la organización del cuidado, en el cual los cambios resultan, por el contrario, extremadamente lentos. Lograr mayor justicia en este campo es un paso ineludible para alcanzar mayor equidad económica y social, y construir sociedades más igualitarias.


[1] En el texto que sigue tomo elementos de C. Rodríguez Enríquez: «Análisis económico para la equidad: los aportes de la economía feminista» en Saberes. Revista de Ciencias Económicas y Estadística No 2, 2010; C. Rodríguez Enríquez: «La cuestión del cuidado: ¿el eslabón perdido del análisis económico?» en Revista de la Cepal No 106, 4/2012; C. Rodríguez Enríquez y Laura Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas. Elementos para la construcción de una agenda de cuidados en Argentina, ela / ciepp / adc, Buenos Aires, 2014.

[2] Para un trabajo fundante de la perspectiva de la economía feminista, v. Mariane Ferber y Julie Nelson (eds.): Beyond Economic Man, The University of Chicago Press, Chicago, 1993; y su actualización: M. Ferber y J. Nelson (eds): Feminist Economics Today: Beyond Economic Man, The University of Chicago Press, Chicago-Londres, 2003. Para un recorrido de la producción en este campo desde América Latina, v. Valeria Esquivel (coord.): La economía feminista desde América Latina: una hoja de ruta sobre los debates actuales en la región, gem-lac / onu Mujeres, Santo Domingo, 2012. V. tb. los sitios www.iaffe.org y www.gemlac.org

[3] El concepto de género como categoría social de análisis es una de las contribuciones teóricas más significativas del feminismo contemporáneo. Surgió para explicar las desigualdades entre varones y mujeres, y para dar cuenta de cómo la noción de lo femenino y lo masculino se conforma a partir de una relación mutua, cultural e histórica. El género es una categoría transdisciplinaria que remite a los rasgos y funciones psicológicos y socioculturales que se atribuyen a cada uno de los sexos en cada momento histórico y en cada sociedad. Las elaboraciones históricas de los géneros son sistemas de poder, con un discurso hegemónico. La problematización de las relaciones de género logró romper con la idea de su carácter natural. La «perspectiva de género», en referencia a los marcos teóricos adoptados para una investigación o desarrollo de políticas o programas, implica: a) reconocer las relaciones de poder que se dan entre los géneros, en general favorables a los varones como grupo social y discriminatorias para las mujeres; b) que estas relaciones han sido constituidas social e históricamente y son constitutivas de las personas, y c) que ellas atraviesan todo el entramado social y se articulan con otras relaciones sociales, como las de clase, etnia, edad, preferencia sexual y religión. Ver Susana Gamba (coord.): Diccionario de estudios de género y feminismos, Biblos, Buenos Aires, 2007.

[4] Para un desarrollo de esta idea, v. Amaia Pérez Orozco: Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida, Traficantes de Sueños, Madrid, 2014.

[5] V. al respecto Julie Nelson: Feminism, Objectivity and Economics, Routledge, Londres, 1996.

[6]Rania Antonopoulos, Thomas Masterson y Ajit Zacharias: «La interrelación entre los déficits de tiempo y de ingreso. Revisando la medición de la pobreza para la generación de respuestas de política», pnud, Panamá, 2012.

[7] C. Rodríguez Enríquez: «La cuestión del cuidado», cit.

[8] Esto es especialmente evidente, por ejemplo, en muchos casos de industrias manufactureras orientadas a la exportación, a través del modo de producción de maquilas. Al respecto, v. Noemí Giosa Zuazúa y C. Rodríguez Enríquez: «Estrategias de desarrollo y equidad de género en América Latina y el Caribe. Una propuesta de abordaje y una aplicación al caso de la imane en México y Centroamérica», Serie Mujer y Desarrollo No 97, Cepal, Santiago de Chile, 2010.

[9] Para una revisión de este debate y todas sus vertientes, v. Joan Gardiner: Gender, Care and Economics, MacMillan, Londres, 1997.

[10]Para un recorrido conceptual del término, v. V. Esquivel: La economía del cuidado en América Latina. Poniendo a los cuidados en el centro de la agenda, pnud, Panamá, 2011.

[11] Ver C. Rodríguez Enríquez y L. Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas, cit; C. Rodríguez Enríquez: «La economía del cuidado: un aporte conceptual para el estudio de políticas públicas», documento de trabajo No 44, Centro Interdisciplinario para el Estudio de Políticas Públicas, 2005; V. Esquivel: La economía del cuidado en América Latina, cit.; ela: De eso no se habla: el cuidado en la agenda pública. Estudio de opinión sobre la organización del cuidado, Equipo Latinoamericano de Justicia y Género, Buenos Aires, enero de 2012, disponible en www.ela.org.ar; L. Pautassi y Carla Zibecchi (coords.): Las fronteras del cuidado. Agenda, derechos e infraestructura, ela / Biblos, Buenos Aires, 2013.

[12] En lo que sigue, tomo la lectura realizada en C. Rodríguez Enríquez: «La cuestión del cuidado: ¿el eslabón perdido del análisis económico?», cit.

[13]Antonella Picchio: «La economía política y la investigación sobre las condiciones de vida» en Gemma Cairo i Céspedes y Maribel Mayordomo Rico (comps): Por una economía sobre la vida. Aportaciones desde un enfoque feminista, Icaria, Barcelona, 2005, p. 23.

[14] Esto es lo que hace Antonella Picchio. La autora lo define como espacio de desarrollo humano, pero este concepto puede confundirse con la noción divulgada en torno del índice de desarrollo humano que estima anualmente el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), o con el concepto de capital humano, que se refiere en cambio a un uso instrumental de las personas como elementos de producción que es preciso actualizar y valorizar para aumentar su productividad. Ver A. Picchio: «Un enfoque macroeconómico ampliado de las condiciones de vida», conferencia inaugural de las jornadas «Tiempos, trabajos y género», Universidad de Barcelona, 2001.

[15] Conviene destacar que en este marco de análisis se excluye el espacio de las políticas públicas, que intervienen tanto en la regulación de la producción y la determinación del salario como en la expansión del bienestar de las personas. Asimismo, y dado que el objetivo es situar el proceso de reproducción en relación con el de producción, y no hacer un análisis complejo del funcionamiento del sistema económico, se excluyen las vinculaciones con el sector externo.

[16] La idea de hogares como unidades no armónicas, atravesadas por intereses en conflicto y relaciones asimétricas de poder, está más emparentada con la noción de conflictos cooperativos desarrollada por Amartya Sen: «Gender and Cooperative Conflicts» en Irene Tinker (ed.): Persistent Inequalities, Oxford University Press, Oxford, 1990.

[17] El proceso de distribución de trabajo en el interior de los hogares es parte de la mencionada división sexual del trabajo, la cual está determinada tanto por pautas culturales como por racionalidades económicas.

[18] A. Picchio: «La economía política y la investigación sobre las condiciones de vida», cit., p. 23.

[19]Sigo aquí a C. Rodríguez Enríquez y L. Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas, cit.

[20] Shahra Razavi: The Political and Social Economy of Care in a Development Context: Conceptual Issues, Research Questions and Policy Options, Instituto de Investigaciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (unrisd), Ginebra, 2007.

[21]A. Pérez Orozco: «Miradas globales a la organización social de los cuidados en tiempos de crisis i: ¿qué está ocurriendo?», Serie Género, Migración y Desarrollo No 5, Instituto Internacional de Investigaciones y Capacitación para la Promoción de la Mujer (instraw), Santo Domingo, 2009.

[22]V. al respecto C. Rodríguez Enríquez y L. Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas, cit.; Organización Internacional del Trabajo (oit) y pnud: Trabajo y familia: hacia nuevas formas de conciliación con corresponsabilidad social, Santiago de Chile, 2009; Carina Lupica: Trabajo decente y corresponsabilidad de los cuidados en Argentina, oit, Santiago de Chile, 2009; V. Esquivel, Eleonor Faur y Elizabeth Jelin: Las lógicas del cuidado infantil. Entre las familias, el Estado y el mercado, ides / unfpa / unicef, Buenos Aires, 2012; Flavia Marco y Nieves Rico: «Cuidado y políticas públicas: debates y estado de situación a nivel regional» en L. Pautassi y C. Zibecchi (coords.): Las fronteras del cuidado, cit.

[23] Para ilustrar este punto, el Módulo de Trabajo no Remunerado y Uso del Tiempo relevado en la Encuesta Anual de Hogares Urbanos de Argentina da cuenta de que las mujeres destinan el doble de tiempo a las actividades de cuidado que los varones. Para una lectura detallada de los resultados de este módulo, v. C. Rodríguez Enríquez: «El trabajo de cuidado no remunerado en Argentina. Un análisis desde la evidencia del módulo de trabajo no remunerado», ela / ciepp / adc, Buenos Aires, 2015.

[24] A. Pérez Orozco: «Miradas globales a la organización social de los cuidados en tiempos de crisis i», cit.

[25] Ver Norma Sanchís y C. Rodríguez Enríquez (coords.): Cadenas globales de cuidados. El papel de las migrantes paraguayas en la provisión de cuidados en Argentina, onu Mujeres, Buenos Aires, 2011.

[26] V. al respecto C. Rodríguez Enríquez y L. Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas, cit.; oit y pnud: Trabajo y familia, cit.

[27] Las encuestas de uso del tiempo que se han desarrollado ampliamente en América Latina han permitido las primeras estimaciones monetarias de la contribución del trabajo no remunerado al pib. Para ilustrar, vale mencionar el caso mexicano, que construyó la cuenta satélite de los hogares, que permite estimar que dicha contribución equivale aproximadamente a 20% del pib.

El discurso de derechos humanos como gramática en disputa: Empoderamiento y dominación (2017) Ariadna Estévez

Los derechos humanos, cuenta la leyenda, son los derechos que tenemos todos los seres humanos por el simple hecho de ser humanos. Sin embargo, como se observa en la cotidianidad mundial, esto no es cierto. A pesar de que la vida, la integridad física, el empleo, la vida libre de explotación y de violencia, y la protección internacional frente a la persecución son derechos humanos reconocidos mundialmente, cada día miles de personas son heridas o asesinadas a manos de militares, terroristas, guerrilleros, corporaciones o algún familiar.

Millones se encuentran sin empleo o en condiciones análogas a la esclavitud, el medio ambiente no es propicio para la vida en diversos territorios, y las grandes potencias económicas y militares invaden y matan a nombre de los derechos humanos. Como si la miseria social y política no fuera prueba suficiente de su ineficacia, siguen habiendo causas enmarcadas en el “discurso ético de la globalización”.

La hipótesis analítica del artículo sobre esta paradoja irresoluble es que más allá de lo que son, los derechos humanos constituyen una gramática en disputa. Desde la perspectiva discursiva es posible apreciar su constitución dual como discurso empoderador y de dominación. Para explicar esta dualidad, el artículo se divide en dos partes.

La primera analiza su capacidad de empoderar a los sujetos sociales en dos dimensiones: como significante vacío para la articulación de identidades políticas; y como discurso intertextual para la argumentación liberal necesaria en la legitimación de demandas sociales que podrían interpretarse como revolucionarias como, por ejemplo, la privatización de tierras de cultivo como violaciones al derecho a la alimentación.

La segunda parte examina los derechos humanos como discurso para la dominación en dos sentidos: como dispositivo biopolítico que administra el sufrimiento; y como dispositivo necropolítico que gestiona muerte a través de una política de verdad que se desentiende de las formas de dominación contemporáneas que van más allá del poder político estatal.

Los derechos humanos como discurso en el marco foucaultiano

Cuando se dice que los derechos humanos son un discurso, esto puede significar diversas cosas. Puede ser que discurso se refiera a los elementos del lenguaje y su retórica para lograr ciertos objetivos ideológicos o de adoctrinamiento; o puede ser también que describa el funcionamiento de una episteme.

En este artículo, al hablar del discurso de derechos humanos estaremos hablando de un saber experto, una episteme que normaliza y legitima nociones de universalidad, progreso e igualdad, con diferentes efectos de poder de acuerdo al contexto. Más específicamente, la perspectiva discursiva que se usará aquí para examinar el carácter empoderador y de dominación del discurso de derechos humanos como disciplina es una posmodernista en lo epistemológico y posestructuralista en lo teórico-metodológico[1].

Dentro de las perspectivas posestructuralistas, se retomará la definición de discurso de Michel Foucault. En sus estudios iniciales –aquellos que analizaban la medicina y la psiquiatría (Foucault, 1977)- Foucault consideraba los discursos como sistemas autónomos de reglas que constituían objetos, conceptos, sujetos y estrategias, lo cual definía la producción de enunciados científicos.

Después, en sus trabajos que estudiaban la sexualidad y la historia de la prisión (Foucault, 1988a, 1985, 1998), Foucault desarrolló una idea más compleja de los discursos, que los consideraba como bloques tácticos operando en el campo de las relaciones de fuerza, es decir, el conjunto de enunciados que utilizan diferentes fuerzas para promover sus intereses y proyectos mientras establecen puntos de resistencia para que surjan contra-estrategias.

En esta visión, Foucault distinguía entre prácticas discursivas y no discursivas –como las instituciones y la técnica (Foucault, 1988a, 1998).

Para indagar en la formación de discursos y en las relaciones de poder que subyacen la práctica de un discurso determinado, Foucault desarrolló el método genealógico con el cual, rastreando la formación de sujetos, objetos, conceptos y estrategias en contextos específicos, se puede ver la forma en que el poder se disputa en los enunciados que constituyen una formación discursiva.

En esta etapa, Foucault empezó a utilizar la idea del dispositivo para distinguir claramente los aspectos extralingüísticos del discurso. Los dispositivos son las redes de relaciones sociales construidas en torno a un discurso: instituciones, leyes, políticas, disciplinas, declaraciones científicas y filosóficas, conceptos y posiciones morales que tienen la función específica de mantener el poder.

Hay dispositivos de poder, de subjetividad, de verdad. Los dispositivos se mantienen a través de diversas estrategias y tácticas, las cuales constituyen los elementos que establecen la regularidad que organiza un modo de hacer orientándolo a un fin (Foucault 2006, Foucault et al. 2007). Con ellos, la constitución de sus elementos centrales va cambiando en el tiempo.

Para Foucault, los discursos son, sobre todo, vehículos para el poder, cuyos efectos para la construcción de sujetos describe y analiza, por ello lo considera como la capacidad de acción que unos sujetos tienen sobre otros, induciendo, facilitando, dificultando, limitando o impidiendo sus acciones. En su filosofía analítica del poder, Foucault distingue tres tipos que se han ido yuxtaponiendo históricamente: el poder soberano o de espada (la ley), el poder disciplinario (los saberes y las instituciones) y el biopoder (políticas de regulación poblacional).

En todos los casos, el poder conduce la conducta de los sujetos a través de diversas acciones posibles que se dan a través de: 1) los sistemas de diferenciación jurídica, económica y cognitiva, que permiten que unos actúen sobre otros; 2) los objetivos de mantenimiento de privilegios, acumulación de riqueza, y de trabajo; 3) las modalidades instrumentales tales como el lenguaje, el dinero, registros, vigilancia; 4) las formas de institucionalización implicadas, tales como estructuras jurídicas, costumbres, jerarquías, leyes, burocracias; y 5) la racionalidad en juego, ya sea tecnológica o económica. El poder así entendido, construye al sujeto de dos formas: el que está sujeto por el control y la dependencia de otro; y el sujeto a la propia identidad por las prácticas y el conocimiento de sí (Foucault, 1988b).

Con base en el pensamiento de Foucault sobre el discurso como vehículo del poder, es posible decir que los derechos humanos son una formación discursiva, una construcción lingüística y un saber político-legal cuyos valores e instrumentos son intertextuales y pueden ser reinterpretados por las luchas sociales para hacer lobbying y construir nuevas peticiones de derechos humanos en el ámbito legal y sociopolítico.

Pero, como lo demuestran las invasiones bélicas en nombre de la democracia y los derechos humanos, estas mismas cualidades sociopolíticas e intertextuales también pueden ser utilizadas por los poderes de dominación. Una visión genealógica del discurso de derechos humanos implica considerarlo como algo flexible, sin fundamentos naturales o morales pues en su flexibilidad se encuentran, simultáneamente, la posibilidad de expansión respecto de los sujetos, objetos, conceptos y estrategias nuevas a las que se pueda abrir; y la posibilidad de conducir a los sujetos a situaciones de dominación.

Si se considera a los derechos humanos como una formación discursiva, cuyos objetos, sujetos, conceptos y estrategias nunca están fijos ni terminados sino en construcción constante, de acuerdo con las diferentes luchas de fuerza y el surgimiento de contra-estrategias, es posible observar que los derechos humanos se construyen según el contexto histórico y nunca pueden ser fijos, de aquí que nunca son completamente positivos ni completamente negativos. Los derechos humanos tienen una dualidad que varía según la contingencia política y el contexto espacio-temporal, como veremos a continuación[2].

Los derechos humanos como discurso articulador e intertextual: el empoderamiento

Como ya se sugirió en la primera parte del ensayo, el discurso de derechos humanos tiene una faceta empoderadora que se da fuera y dentro de sus dispositivos de poder soberano –el sistema de justicia- gracias a la indeterminación discursiva del sujeto central del discurso (el humano del significante derechos humanos), el cual permite: 1) que una gran diversidad de sujetos sociales se incluyan e identifiquen en él, ampliando así los lugares de enunciación; y 2) que la intertextualidad de los instrumentos de derechos humanos históricamente determinados permita el reconocimiento de nuevos sujetos de derechos humanos y sus causas específicas. Esta doble capacidad empoderadora del discurso de derechos humanos se examinará a la luz de la teoría de la articulación hegemónica (Laclau y Mouffe, 2014) y la intertextualidad de los textos legales de derechos humanos (Baxi, 2003; Nyamu-Musembi, 2002).

Articulación hegemónica

Los derechos humanos pueden lograr la articulación de una gran diversidad de identidades, entre otras cosas, porque no implica sacrificar la identidad cultural o política de los sujetos sociales y propone conceptos que apelan a muchas de ellas –por ejemplo, unirse en torno al derecho a la alimentación o al desarrollo no va contra la identidad de género o la indígena, y ofrece categorías de análisis identitario o estructural. Para proponer una articulación en torno a los derechos humanos se usará la idea de articulación hegemónica, del argentino Ernesto Laclau y la belga Chantal Mouffe (Laclau and Mouffe, 2014).

La teoría de la hegemonía establece un análisis de la sociedad comparándola con un sistema de significado en el que los sujetos sociales son relacionales. En esta concepción de lo social, la identidad colectiva se logra con la articulación hegemónica contingente, mediante la práctica de unir a un gran número de sujetos bajo la fijación de un significante vacío que se erige como una identidad nueva y contingente en un contexto histórico determinado (Laclau, 1996, Laclau and Mouffe, 2001, Laclau, 1994).

La articulación hegemónica planteada así por Laclau y Mouffe tiene guarda muy poca relación según Antonio Gramsci, para quien la hegemonía significaba liderazgo moral e intelectual orientado a formar una voluntad colectiva con un carácter nacional-popular (una identidad colectiva nueva) que controlara la política, la economía y la sociedad civil. Gramsci le otorgaba a la identidad de clase un rol ontológicamente privilegiado en la lucha por la hegemonía, debido a la posición estructural de ésta, que se ubica al nivel de las relaciones de producción. Por el contrario, para Laclau y Mouffe todas las identidades tienen el mismo estatus ontológico y ninguna de ellas posee un carácter fundamental.

El momento de la hegemonía en Laclau y Mouffe es el momento de rearticulación de todas las diferentes identidades que se encuentran haciendo política democrática, es decir, la lucha por sus demandas sin pasar, necesariamente, por el sistema de partidos. Las articulaciones hegemónicas son la unión temporal de diversas identidades a través del uso de significantes vacíos, es decir, palabras que tienen la capacidad de fijar definiciones y contenidos en las distintas luchas, y de cancelar, temporalmente, la diferencia que caracteriza a cada identidad al convertirse en aquello que se es sistemáticamente negado por el enemigo estructural.

Por ejemplo, si tomamos los derechos humanos como el significante vacío en la lucha frente al neoliberalismo, aquéllos definen dos cosas. Primero, el contenido de la agenda. Los derechos humanos pueden fijar, parcialmente, el significado en una agenda común frente al neoliberalismo, lo cual quiere decir que las demandas se expresan en lenguaje de derechos humanos para privilegiar la dignidad humana, la participación ciudadana y la rendición de cuentas del Estado y entidades privadas.

Segundo, la idea de lo ausente frente al enemigo estructural. La falta de garantías para los derechos humanos es justamente lo que mujeres, indígenas, trabajadores/as, ambientalistas, migrantes, personas con VIH/Sida, etc. tienen en común frente al neoliberalismo.

Los derechos humanos pueden desempeñar el rol de significantes vacíos por dos razones. En primer lugar, los derechos humanos incluyen a las diferentes identidades que luchan por causas determinadas frente al neoliberalismo, al tiempo que representan lo que está ausente en términos de sus demandas: disponibilidad y accesibilidad de servicios, y políticas públicas que implementen el acceso a todos los/las sujetos a los derechos humanos.

Asimismo, todas las identidades buscan crear, de una forma u otra, las condiciones que permitan desarrollar la dignidad humana, que es un valor fundamental en los derechos humanos, y puede enfocarse en la procuración del bienestar social, el respeto a las necesidades generadas en la orientación sexual, la no discriminación por género, etc. Evidentemente, todo esto se reivindica frente a un enemigo común a todas las identidades, que son las entidades de toma de decisión en materia comercial, las trasnacionales y los gobiernos empresariales, como el mexicano.

En segundo lugar, los derechos humanos proporcionan criterios y parámetros para fijar el significado en la construcción de agendas. Esto quiere decir que las agendas de cabildeo de los diversos grupos que formen coaliciones en acciones de diplomacia ciudadana pueden estar construidas con base en las obligaciones del Estado y el respeto a la diversidad cultural, con el fin último de establecer un tipo de orden internacional en el que los derechos humanos sean el centro de la política económica.

Intertextualidad

La legitimidad del discurso de derechos humanos basada en la política y no en la supuesta esencia o moralidad humana es fundamental para la exigibilidad política de derechos humanos reconocidos o por reconocer, la cual es posible gracias a la intertextualidad del discurso de derechos humanos que proponen los académicos poscoloniales Upendra Baxi (2003) y Celestine Nyamu-Musembi (2002).

La intertextualidad es un término acuñado por Julia Kristeva pero ampliamente usado por los exponentes de los Estudios Legales Críticos (ECL), y se refiere a la inexistencia de textos completamente nuevos o autónomos, pues todo adquiere significado renovado por la lectura de contexto. Los textos se construyen en la conjunción de textos previos y presentes, y en referencia a sus contextos sociales, y tienen que ser entendidos en su propio contexto social e histórico, pero también en la incorporación de lecturas y contextos actuales.

Para Baxi, los valores e instrumentos de derechos humanos se pueden leer como textos que están listos para ser releídos y reinterpretados. Por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) se refiere a los derechos naturales de la filosofía de la Ilustración, pero su construcción moderna y contemporánea se tiene que entender en relación con las lecciones del holocausto.

Asimismo la DUDH nutre la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, la cual fue elaborada en la década de los setenta, cuando el movimiento de mujeres estaba en un momento histórico importante. Estas mismas normas dan cabida al reconocimiento de derechos humanos de nuevos sujetos, como migrantes, personas con discapacidad, indígenas.

La intertextualidad de los derechos humanos se da sobre todo en la interpretación que se hace para la elaboración de jurisprudencia. En el estudio del derecho existe un cuerpo extenso de literatura que aborda la naturaleza de la autoridad legal y cómo ésta debe ser interpretada al momento de establecer jurisprudencia.

Algunos dicen que la ley se debe interpretar a la luz de las intenciones de quienes elaboraron la ley en cuestión, mientras que otros creen que la interpretación es válida en la medida que beneficia al sujeto defendido. Para los ECL no hay una respuesta única para esto; el arte de interpretar es un acto pragmático y se puede utilizar cualesquiera métodos que resulten apropiados para el caso (Kennedy, 2006).

Esta misma idea se aplica a la interpretación política –en vez de legal- de los derechos humanos. La legitimidad política del discurso de derechos humanos hace posible que los textos de derechos humanos –instrumentos y valores- tengan la misma validez aun cuando éstos sean materia de una negociación y no de un caso legal. Los textos legales de derechos humanos se pueden interpretar políticamente en el cabildeo de propuesta de política pública y económica para producir determinados argumentos que llevan el simbolismo ético y de legitimidad de los derechos humanos, sin tener que litigar el asunto en una corte.

Asimismo, la legislación de derechos humanos se puede usar para producir una demanda legítima sin que necesariamente se encuentre establecida como un derecho positivo, de la forma en que se hace la jurisprudencia.

La forma precisa en la que los sujetos sociopolíticos utilizan la intertextualidad de los derechos humanos puede interpretarse a través del trabajo de Celestine Nyamu-Musembi que ella llama “una perspectiva de derechos humanos orientada al actor”.

Señala que los instrumentos de derechos humanos se utilizan para construcciones de derechos humanos histórica y geográficamente determinadas que generalmente expanden la gama de los derechos mismos y son posteriormente llevados a los escenarios internacionales. Nyamu-Musembi analiza cómo, en su trabajo cotidiano, los intelectuales y activistas locales interpretan los debates más importantes de derechos humanos –especialmente los de universalidad vs. particularidad; individualismo vs. colectividad; el estatus de los derechos económicos, sociales y culturales; y la rendición de cuentas de los agentes violadores de derechos humanos no estatales – a la luz de la legislación internacional de derechos humanos y los mecanismos de defensa.

Concluye que las interpretaciones individuales de la gente amplían el alcance de algunos derechos porque, mientras siguen habiendo debates teóricos y filosóficos sobre estos asuntos, en la práctica la gente los ha rebasado. Nyamu-Musembi (2002:1) establece que “observar el significado de los derechos desde la perspectiva de aquellos que los reclaman transforma los parámetros normativos de los debates sobre derechos humanos, cuestiona las categorías conceptuales establecidas y expande el rango de demandas que son validadas como derechos”.

Los derechos humanos como dispositivo biopolítico y necropolítico: la dominación

Si bien los derechos humanos tienen una faceta política (articulación hegemónica) y legal (intertextualidad en la interpretación) que los convierten en un discurso empoderador de movimientos sociales y causas contra la dominación, también tienen otra que es funcional a las actividades más depredadoras de la vida en todas sus formas, incluyendo la humana.

Por un lado, se han transformado en un discurso que legitima políticas públicas que tienen como fin gestionar los efectos simultáneamente más corrosivos y potenciadores de la agencia política, como es el sufrimiento social causado por la victimización sistemática y generalizada.

Por otro, su estado-centrismo metodológico genera una política de verdad cuyos efectos de realidad excluyen las experiencias de sufrimiento frente a la violencia no estatal, que es la que impera en muchos lugares de América Latina actualmente. A continuación, se analizan los derechos humanos como tecnologías del biopoder y del necropoder en función del capital legal y criminal.

Biopolítica

Foucault llamó biopolítica a la tecnología de poder mediante la cual se regula administra la vida de la población como colectivo biológico, con el fin de hacer vivir a unos y dejar morir a otros, generalmente los grupos racializados y subordinados. El biopoder tiene como objeto a la población, “una masa de seres vivientes y coexistentes que tienen particularidades biológicas y patológicas y que por ello se colocan bajo un conocimiento tecnologías específicas” (Foucault, 1997:71).

En el marco foucaultiano, la palabra gobierno no se refiere a la institución de gobierno sino a “una actividad encaminada a conducir a los individuos a lo largo de sus vidas poniéndolos bajo la autoridad de una guía responsable de lo que hacen lo que pasa con ellos” ( oucault, 1997:67).

Agrega que la racionalidad –gubernamentalidad- contemporánea del biopoder es el neoliberalismo. Según el estudio genealógico de Foucault, el neoliberalismo se opone a la intervención estatal y a la expansión burocrática en nombre de la libertad económica porque atenta contra los derechos individuales.

El objetivo central del neoliberalismo es aplicar el discurso económico –conceptos, objetos, lógicas y lenguaje- al análisis social, borrando las diferencias entre los dos campos. El modelo de racionalidad económica se usa para justificar y limitar la acción gubernamental. El gobierno estatal –el Estado gubernamentalizado- se vuelve un administrador de negocios a cargo de universalizar la competencia e inventar sistemas para la acción individual y social, que se rigen por las leyes del mercado.

De esta forma, la economía deja de ser sólo un área de la vida humana para cubrir todas las áreas de ésta. Universalizar la economía sirve para entender lo social y evaluar el desempeño estatal y social en términos económicos (Foucault, 2004), con el fin de subordinar todas las esferas a las dinámicas del mercado, incluyendo la economía criminal y los derechos humanos.

Por esta razón, los estados neoliberales se han convertido en estados gerenciales que ya no controlan solamente el comportamiento individual a través de la disciplina sino que regulan y administran el crecimiento y la mortandad de la población para la reproducción de s misma a través de tecnologías del yo, es decir, técnicas que desplazan al individuo la responsabilidad sobre su propia salud, educación y todo aquello que incide en la reproducción del “capital humano” que cada individuo posee para lograr desplazar sus obligaciones sociales al individuo, el Estado neoliberal echa mano de diversas tecnologías de poder, pero aquí las que interesan son dos: la norma y la política pública, que son la base de los derechos humanos como técnica y tecnología.

Por un lado, en el neoliberalismo hay una “importancia creciente tomada por el juego de la norma a expensas del sistema jurídico de la ley ” (Castro, 2004:219); no es que “la ley desaparezca o que las instituciones de justicia tiendan a desaparecer, sino que la ley funciona cada vez más como una norma y que la institución judicial se integra más y más a un continuum de aparatos (médicos, administrativos) cuyas funciones son sobre todo reguladoras” (Castro, 2004:219).

El aparato jurídico del dispositivo de derechos humanos ha adquirido un rol de norma, es decir, busca imponer conformidad, homogenizar; es una técnica reguladora de la política de la vida, por eso se ha instalado bien en el terreno de la administración pública.

Por otro lado, el Estado neoliberal implementa políticas públicas, las cuales se definen como la toma de decisiones del Estado para modificar u orientar la acción social. Toman la forma de elementos legales, políticos y técnicos basados en el conocimiento social (Guendel, 2009:3). En el neoliberalismo se espera que la política pública regule la salud y el crecimiento de la población (Foucault, 1997:70-71) pero no con intervención estatal directa como ocurría en el Estado de Bienestar sino con políticas encaminadas a que el individuo se haga cargo de sí mismo, o en términos neoliberales, sea “empresario de sí mismo”. Esta es propiamente lo que se entiende como biopolíticas. Las políticas públicas de derechos humanos, como las de atención a defensores y víctimas pertenecen a este tipo de biopolítica.

Guendel afirma que el enfoque de derechos humanos a las políticas públicas es superior a los enfoques tradicionales o hegemónicos porque estos últimos son instrumentales mientras que los primeros tienen un propósito moral y ético: la redistribución del ingreso y el poder político a través del uso de los principios morales de la legislación de derechos humanos. Se basa en la idea de que la redistribución del poder político se da con la participación de los sujetos en el diseño y evaluación de políticas públicas.

Por sujeto el enfoque de derechos humanos entiende a los representantes de la sociedad civil organizada, es decir, los miembros de las organizaciones civiles que dicen representar los intereses de los marginados, los “pobres”, los “vulnerables”, las “víctimas” se convierten en objetos de política pública cuya representación proactiva está en estas organizaciones (Guendel, 2009).

Pero el enfoque de derechos humanos a la política pública presenta un problema serio en términos de la defensa de las víctimas porque la agencia política de los activistas es regulada para conducirlos a la despolitización de su movilización: el cabildeo y la promoción de política pública se lleva a cabo en un espacio de negociación y compromiso en vez de uno de antagonismo político, es decir, la relación con el Estado deja de ser política y se vuelve gerencial. Lo político se entiende aquí en el sentido del pensamiento político posfundacional en su vertiente disociativa o schmittiana, opuesta a la asociativa o arendtiana. En esta corriente de pensamiento no se cree que lo político no tenga fundamentos, sino que este fundamento siempre es temporal y depende de posiciones subjetivas, entre otras cosas (Marchart, 2009).

Desde la perspectiva schmittiana, toda vez que un principio político debe ser disociativo, lo que opera es el antagonismo. Más aún, “cuando el criterio amigo/ enemigo ya no es aplicable, perdemos automáticamente toda política en el sentido radical de la palabra y, por tanto, nos quedamos en la mera vigilancia de disturbios tales como rivalidades, intrigas o rebeliones. En el caso más extremo, se nos deja lo que Schmitt denomina Politesse –algo así como una forma “educada” lúdica de la política: la petite politique…” (Marchart, 2009:66).

En la biopolítica pública de derechos humanos se pierde totalmente el antagonismo porque la distinción, que debiera ser el fundamento contingente, se pierde al entrar en negociación y eventual burocratización de las demandas.

Los dispositivos de administración de sufrimiento como biopolíticas de derechos humanos

Por estas características de negociación y compromiso, las biopolíticas de derechos humanos se han convertido en dispositivos de administración del sufrimiento para el tratamiento gerencial de un fenómeno vital en las poblaciones que han vivido en conflicto y violencia: el sufrimiento social. Kleinman, Das y Lock (1997: ix-x) denominan sufrimiento social al dolor individual que el poder político, económico e institucional causa a los seres humanos como colectivo.

El sufrimiento social al conjunto de problemas humanos que tienen origen y consecuencias en las heridas devastadoras que la fuerza social puede infligir en la experiencia humana y que, a su vez, estimulan una respuesta social. Agrupa condiciones generalmente categorizadas y estudiadas por separado y de forma individual -violencia, drogadicción, síndrome de estrés postraumático, depresión– y sirve para vincular los problemas personales con problemas sociales evidenciando así que el sufrimiento es una experiencia social que aqueja a países ricos y pobres, pero que afecta primordialmente a las clases marginadas y desposeídas.

Para Kleinman, Das y Lock (1997: x) los poderes de dominación elaboran diversas intervenciones tecnológicas para “tratar” el sufrimiento social, que intensifican el sufrimiento debido a sus efectos morales, económicos y de género, y a que terminan normalizando patologías sociales o patologizando la psicología del terror. Estas políticas transforman las expresiones locales de las víctimas en lenguajes profesionales universales de queja y restitución –como el discurso de derechos humanos- lo cual recrea las representaciones y experiencias de sufrimiento, induciendo a la intensificación del sufrimiento mismo.

De acuerdo a Daas (2008), esto se denomina la “apropiación judicial burocrática del sufrimiento”. La burocratización del sufrimiento social tiene el objetivo de manipular el tiempo de las víctimas pues la espera es una dimensión simbólica de la subordinación política (Auyero, 2013). La vida de los que sufren acontece en un tiempo orientado por agentes poderosos, en una dominación que “se vive como un tiempo de espera: esperar con ilusión primero y luego con impotencia que otros tomen decisiones y, en efecto, rendirse ante la autoridad de los otros” (Au ero 2013:18).

El conjunto de biopolíticas públicas que se apropian del sufrimiento para burocratizarlo, para dominar al otro simbólicamente a través de la espera es lo que constituye los dispositivos de administración del sufrimiento (Estévez, 2017, mimeo), los cuales construyen sujetos que les son funcionales y conjuntan diversos tipos de biopolítica pública –comités y comisiones especiales, reglamentos, unidades de atención a víctimas- que operan a través de cuatro tecnologías que regulan la agencia política.

La primera es la positivización jurídica de la demanda política en una norma, no para reconocer derechos sino para la conversión de ésta en un código administrativo que evita imponer los términos de impartición de justicia y, en cambio, asigna los de la operación de un instrumento que gestiona el sufrimiento a favor del Estado. Esto es diferente a la positivización jurídica de la demanda política en el reconocimiento de un derecho, por ejemplo la positivización de la desaparición forzada como una violación grave al derecho a la vida y la integridad personal.

La norma en el sentido neoliberal reinterpreta las demandas con un código administrativo de plazos, mecanismos y fondos que conduce a los sujetos a lugares y tiempos en los que su capital político se va desvaneciendo y, al final, el objetivo no es la legislación para el reconocimiento de un derecho, sino la normativización de los términos de operación del dispositivo para su propia sobrevivencia.

La segunda es la complejidad interinstitucional. Se conjuntan representantes de los poderes Ejecutivo y Legislativo en comités o consejos en los que la organizaciones pueden o no tener representación, pero que sirven de foros de colaboración sin influencia real. Este andamiaje interinstitucional echa a andar un complejo juego de trámites burocráticos que dan al sujeto la ilusión de que están avanzando hacia la justicia aunque esté ausente el poder Judicial y la característica fundamental sea la espera y, como dice Auyero (2013: 36-37): “la espera produce incertidumbre y arbitrariedad. La incertidumbre y la arbitrariedad engendran un efecto subjetivo específico entre quienes necesitan al Estado para sobrevivir: se someten en silencio a requisitos del Estado por lo general arbitrarios. Para decirlo claramente, la dominación política cotidiana es eso que pasa cuando aparentemente no pasa nada, cuando la gente ‘solo espera’”.

La tercera es la subjetivación. Las biopolíticas públicas de derechos humanos construyen dos tipos de sujetos: el sujeto activo, el de la “participación ciudadana”; el sujeto pasivo, el que es sujeto de intervención para gestionar “positivamente” su sufrimiento y agencia política a través de canales de negociación. Aun cuando los activistas tienen las mejores intenciones de participar en el diseño de estas políticas, los dispositivos de administración del sufrimiento los convierten a ellos en stakeholders (en la jerga gerencial, socios) y a las víctimas en objetos de intervención gubernamental que sólo esperan, “la exposición habitual a largas demoras modela un conjunto particular de comportamientos sumisos” (Au ero, 2013:25). Esto tiene implicaciones para la subjetividad política como se verá más adelante.

En la biopolítica pública de derechos humanos se pierde totalmente el antagonismo porque la distinción que debiera ser el fundamento contingente se pierde al entrar en negociación y eventual burocratización de las demandas. Es cierto que desde la perspectiva arendtiana la negociación es política porque es el momento deliberativo, pero desde la perspectiva schmittiana se puede decir que ese momento en el que se delibera sobre el contenido de la norma es donde termina lo estrictamente político. El último momento de antagonismo es la disputa por las definiciones y la negociación de la norma que le da organicidad a la política pública. Los términos negociados son los que se traducen en las tecnologías que dan cuerpo a la administración del sufrimiento.

Después de negociar la ley los activistas entran en una práctica burocrática en la que la emergencia que debiera hacer evidente la primacía de la relación amigo-enemigo –la violencia estado-criminal contra la ciudadanía- se desvanece frente a la lógica administrativa que se vuelve una “petite politique”, no un momento político como el que se requiere para entrar en resistencia frente a la gubernamentalidad neoliberal. En los hechos, la sociedad civil y el Estado-criminal se convierten en socios del diseño de la política pública mientras que los activistas de derechos humanos se convierten en jugadores claves de la administración de problemas sociales en vez de antagonistas del Estado.

Cuarta y última, la fetichización de la justicia. Como la justicia no va a llegar en la mayoría de los casos si no es que en todos, el mecanismo la fetichiza de a lo menos dos formas. Una, con bienes materiales (botones de pánico, guardaespaldas, carros blindados, tecnología de vigilancia) o económicos (becas, viáticos para atender trámites, pagos por funerarias) que pueden estar a disposición de los activistas y las víctimas en medio del proceso, y cuya gestión se va convirtiendo en el objeto mismo de la lucha por la justicia.

El problema no es que se procuren medios para la seguridad de los activistas, o fondos económicos para financiar los gastos en los que las víctimas incurren durante la búsqueda de justicia, sino que estos bienes materiales y económicos reemplacen la justicia.

Dos, sustituir la justicia por el dispositivo mismo. Como el dispositivo se encuentra diseñado para entrar en operación paulatinamente o al mediano y largo plazo, y su andamiaje institucional está sujeto a una burocracia gubernamental que, como todas, es proclive a la desviación de fondos, la dilación, el abuso laboral y el nepotismo, los activistas y víctimas se empiezan a enfocar en su ineficacia, corrupción y abuso, de tal forma que paulatinamente la justicia empieza a tomar la forma de la correcta operación del dispositivo.

Los dispositivos de administración del sufrimiento son variados. Pueden ser los mecanismos que establece el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en albergues de refugiados temporales mediante los cuales procesa las solicitudes de asilo y atiende la emergencia humanitaria –el caso de los Sirios en Grecia. También pueden ser las comisiones de atención a víctimas o desplazados en contextos de desplazamiento y desaparición forzada masiva, como en Colombia y México.

Necropolítica

Para crear efectos de verdad los discursos se apoyan en otros discursos verdaderos y se producen y distribuyen bajo el control de grandes aparatos políticos y económicos que permiten determinar las distinciones entre: 1) enunciados falsos y verdaderos, 2) las formas en que se sancionan unos y otros, 3) las técnicas y los procedimientos para la obtención de la verdad, y 4) el estatuto de aquellos sujetos que tienen la función de decir lo que funciona como verdadero. La división entre falso y verdadero genera formas de exclusión discursiva que se vuelve un sistema, es decir, adquiere carácter histórico, modificable e institucionalmente coercitivo (Foucault, 1988b).

El discurso de derechos humanos tiene efectos de verdad, es decir, establece subjetividades, objetos y conceptos que dividen lo verdadero de lo falso. Para crear estos efectos de verdad se apoya en otros discursos de verdad tales como el derecho y la criminología, y se produce y distribuye bajo el control de aparatos económicos y políticos tales como cortes y otras organizaciones gubernamentales y no gubernamentales. El discurso de derechos humanos ha construido un régimen de verdad en el que la definición de la atribución estatal excluye otras subjetividades, objetos y conceptos derivados de la dominación contemporánea.

Los derechos humanos construyen narrativas verdaderas en las que los actores estatales siempre son los principales perpetradores responsables de violaciones a los derechos humanos tales como ejecuciones, desapariciones forzadas, tortura y persecución. Esta política de verdad se ha vuelto un problema para calificar las violaciones a los derechos humanos en contextos de necropolítica.

Aun cuando el término de necropolítica se atribuye al africano Achille Mbembe (2011)[3], la definición que interesa aquí es la de la feminista mexicana Sayak Valencia, quien la sitúa en el contexto mexicano y señala que en las sociedades hiperconsumistas los cuerpos se convierten en una mercancía, y su cuidado, conservación, libertad e integridad son productos relacionados (Valencia, 2010).

Para ella, los cárteles de la droga y las pandillas ejercen un poder de opresión análogo al del Estado y se han convertido en un Estado paralelo que reconfigura la biopolítica y utiliza técnicas que Valencia denomina necroprácticas –acciones radicales dirigidas a infringir dolor, sufrimiento y muerte. Al igual que el Estado legítimo, su contraparte criminal pretende tener el control sobre el territorio, la seguridad y la población, es decir, de gobernar a través de la explotación de los recursos nacionales, la venta de seguridad privada, y las personas. Controlan los cuerpos de hombres y mujeres, haciéndolos mercancías de intercambio o consumidores de los bienes ofertados en el narcomercado.

En las narrativas de violencia necropolítica, la naturaleza de las violaciones a los derechos humanos se caracteriza por un traslape de los dominios legal y criminal –ejecución por narcos trabajando para el Estado, desaparición de mujeres para esclavitud sexual solapada por policías, tráfico de migrantes para cosecha de órganos por parte de policías trabajando para narcos.

Sin embargo, no son necesariamente consideradas como violaciones porque no siempre es posible comprobar que tienen vínculos con el Estado. Esto se debe a que la naturaleza semicriminal del Estado en algunas partes de América Latina –México y Centroamérica específicamente- en efecto disloca la política de verdad del discurso de derechos humanos ya que se basa en el presupuesto ontológico de que existe una división entre la esfera pública y la privada –típica de los sistemas legales liberales-, que se vuelve extremadamente borrosa, incluso aceptando que esa división existe objetivamente.

Las juristas feministas Chinkin (1999) y Gal (2005) aseguran que la dicotomía público/privado en la ley siempre ha sido artificial, construida a través del lenguaje, y sirve propósitos ideológicos (Gal, 2005:25). Chinkin cree que esta división tiene importantes consecuencias para la legislación internacional, especialmente la de derechos humanos, porque define una visión estado-céntrica de la responsabilidad y la atribución. Asegura que la demanda de aplicación universal de los derechos humanos asume una racionalidad poco cuestionada de distinguir entre la conducta de los órganos estatales y los de otras entidades cuya definición en realidad depende de las convicciones filosóficas referentes al adecuado rol del gobierno y de la intervención gubernamental (Chinkin, 1999).

Según la división público/privado que permea el discurso de derechos humanos, las actividades criminales se dan en el ámbito de la economía criminal y no constituyen un problema de carácter público, entendido éste como el ámbito de la política del Estado. La división legal entre lo público y privado es fundamental para legitimar o descalificar la espacialización de las violaciones a los derechos humanos en el contexto de la narcoviolencia y la violencia sexual contra mujeres.

En narrativas típicas o verdaderas de derechos humanos estas actividades son consideradas simples crímenes debido a: 1) que los objetos a los que se refieren, como extorsión, y asesinato y vejaciones durante secuestros, entre otros; 2) los sujetos que involucra, tales como agentes cuyo vínculo con el Estado es borroso y generalmente negado; y 3) los sujetos subjetivados: no sólo periodistas y activistas políticos, sino gente de negocios, familias con negocios pequeños, testigos de actividades ilícitas, ciudadanos comunes que reclaman justicia para sus seres queridos asesinados o desaparecidos, o que se resisten a las extorsiones u otro tipo de delito.

Las violaciones a los derechos humanos en la necropolítica se invisibilizan por el colapso espacial de la dicotomía público/privado para fines de identificar la atribución estatal en la responsabilidad de derechos humanos; y por la impunidad estructural de delitos que violan el derecho a la vida, la seguridad personal, y los derechos de las mujeres a una vida libre de violencia sexual y sexista, incluyendo la esclavitud sexual.

Conclusiones

Desde una perspectiva posestructuralista del discurso –Foucault, Mbembe, Valencia, Kristeva, y Laclau y Mouffe, específicamente- el artículo demostró que, en términos analíticos, los derechos humanos son una gramática cuyo significado está siempre en disputa y susceptible de ser fijado por sujetos antagónicos por tener capacidades simultáneas de emancipación y dominación.

Por un lado, la capacidad emancipadora de los derechos humanos se analizó y demostró argumentando la existencia de dos dimensiones discursivas: como significante vacío para la articulación de identidades políticas; y como construcción intertextual que permite la argumentación liberal necesaria para legitimar demandas sociales. Esto es posible porque la indeterminación discursiva del “humano” de los “derechos humanos” hace posible que una gran diversidad de sujetos sociales se incluyan e identifiquen en él, y que se reconozcan nuevos sujetos de derechos humanos y las causas particulares de las violaciones a sus derechos.

Por otro lado, su funcionalidad al poder de dominación se estableció caracterizándolo como dispositivo biopolítico y necropolítico para la administración de la vida y la muerte. Las biopolíticas de derechos humanos administran el sufrimiento social causado por la victimización sistemática y generalizada. Asimismo, establecen una política de verdad cuyos efectos de realidad excluyen las experiencias de sufrimiento frente a la violencia no estatal, sobre todo la violencia criminal y sexual.

Lo que esto nos demuestra de los derechos humanos es que su falta de indeterminación conceptual los transforma en una herramienta política tanto beneficiosa como peligrosa. Los derechos humanos constituyen una gramática social y política cuyo significado es permanentemente dual. La virtud de esta dualidad es a la vez su mayor defecto pues los derechos humanos pueden al mismo tiempo constituir una plataforma que articula y argumenta causas progresivas y ser funcionales a los poderes destructivos del capitalismo.

No obstante, a pesar de esta dualidad inherente a su indeterminación, la investigación sociopolítica y sociojurídica en derechos humanos pone demasiado énfasis en resaltar sus características positivas. Es necesario hacer más investigación sobre los efectos corrosivos del uso de los derechos humanos, sobre todo su función de invisibilización de experiencias grotescas de sufrimiento social, en particular en los casos de la violencia doméstica y sexual contra las mujeres, y la violencia de la guerrilla y el narcotráfico.

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Nota biográfica

Ariadna Estévez es Doctora en Derechos Humanos (Sussex University, Inglaterra), Maestra en Sociología Política, (City University, Inglaterra) y Licenciada en Periodismo y Comunicación Colectiva (UNAM). Investigadora Titular Definitiva de la UNAM-CISAN, y tutora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Entre su intereses de investigación se incluyen: la biopolítica de asilo en América del Norte, la necropolítica en México, y la crítica a la teoría de derechos humanos desde una perspectiva necropolítica y feminista. Publica ampliamente en español e inglés. https://unam.academia.edu/ARIADNAESTEVEZ


[1] Es posmodernista porque cuestiona los efectos de realidad y de verdad que produce el lenguaje de derechos humanos y su anclaje en la filosofía legal moderna, en particular las ideas de racionalidad, objetividad y universalidad. Asume la inexistencia a priori del sujeto de derechos humanos pues se construye a través de la sujeción a sus dispositivos legales y políticos. Es también posestructuralista porque asume que lo social no tiene un significado esencial, sino que éste es asignado a través del lenguaje, el cual funciona como un sistema relacional en el que cada elemento adquiere un significado en relación con los otros componentes del sistema.

[2] No existe tal cosa como una sola historia de los derechos humanos, cada país o región podría tener su propia genealogía. La historia ha realizado algunas indagaciones genealógicas sobre el discurso de derechos humanos en México y América Latina, las cuales se pueden resumir muy brevemente de la siguiente forma. La genealogía del discurso de los derechos humanos en la región latinoamericana revela no solamente las relaciones de fuerza que llevaron a que surgiera como una contra-estrategia de lucha, sino también la contribución del pensamiento latinoamericano a la formación de conceptos tales como “desaparición forzada” o “derechos colectivos de los pueblos indígenas”. El discurso de derechos humanos, como ha sido institucionalizado ahora no es producto sólo de la práctica legal sino de movimientos sociales por defender de la represión a sindicalistas, estudiantes, campesinos y oponentes políticos. Éstos eran violentamente castigados por resistir los embates de los regímenes autoritarios – desde el partido único hasta las juntas militares- que se resistían a liberar la política de la forma que lo hacían con la economía, cuya reestructuración incrementaba los niveles de pobreza y desprotección social. En esta lucha, la base discursiva no era el liberalismo político y social, sino el discurso de la transición a la democracia como fue promovido por los intelectuales latinoamericanos, y el discurso de la teología de la liberación. En términos más generales, la genealogía del discurso de derechos humanos en el continente refleja cómo éste surge como una contra-estrategia sociopolítica frente a la represión. En la medida en que se convirtió en un terreno en el que diferentes fuerzas se disputaban el poder, se institucionalizó y comenzó a legalizarse, pero también a incluir otros sujetos como los pueblos indígenas y las mujeres, u objetos como el libre comercio y el desarrollo de términos tales como “desaparición forzada”. Estévez 2007, 2008a,b, 201.

[3] Mbembe sostiene que la biopolítica no es suficiente para entender cómo la vida se subordina al poder de la muerte en África. Afirma que la proliferación de armas y la existencia de mundos de la muerte –lugares donde la gente se encuentra tan marginada que en realidad viven como muertos vivientes- son un indicador de que existe una política de la muerte (necropolítica) en lugar de una política de la vida (biopolítica) como la entiende Foucault. Examina cómo el derecho soberano de matar se reformula en las sociedades donde el estado de excepción es permanente. Según Mbembe, en un estado sistemático de emergencia el poder se refiere y apela constantemente a la excepción y a una idea ficticia del enemigo. Afirma que las operaciones militares y el derecho de matar no son ya prerrogativas exclusivas del Estado gubernamentalizado, y que el ejército regular no es ya el único medio para ejecutar el derecho de matar. Las milicias urbanas, los ejércitos privados y las policías de seguridad privada tienen también acceso a las técnicas y prácticas de muerte. La proliferación de entidades necroempoderadas, junto con el acceso generalizado a tecnologías sofisticadas de destrucción y las consecuencias de las políticas socioeconómicas neoliberales, hace que los campos de concentración, los guetos y las plantaciones se conviertan en aparatos disciplinarios innecesarios porque son fácilmente sustituidos por la masacre, una tecnología necropolítica que puede ejecutarse en cualquier lugar en cualquier momento. Mbembe (2011).

Violencia sexual: una epidemia histórica en El Salvador Amaral Arévalo

A diario encontramos, por lo menos, un titular o encabezado que habla de violencia sexual en los medios de comunicación como los siguientes: “Sexagenario condenado por embarazar a una niña en Santa Ana”; “Una menor de 14 años fue violada por su padrastro, quien la amenazaba de muerte”; “Hombre condenado a 27 años por abusar a niña”; “Pandillero rapta y esclaviza a su víctima en Usulután”; “Con prueba de ADN a bebé, identifican al violador”; “Cinco de diez víctimas de abusos sexuales en el país tenían de 1 a 14 años de edad”. La lamentable abundancia de estos muestra la prevalencia de este tipo de violencia como un fenómeno social con el cual convivimos cotidianamente.

Esta “convivencia” significa la vulneración de derechos y el sufrimiento de seres humanos, casi exclusivamente mujeres. Uno de los casos más perturbadores conocidos en los últimos años fue el de Imelda Cortez. Desde los 12 años, había sido víctima de constantes violaciones ejecutadas por su padrastro, José Dolores Henríquez. Bajo amenazas de asesinar a su madre y hermanos, Henríquez logró que Imelda no dijera nada. Este silencio implicó que ella no contara a nadie que estaba embarazada, ya que, de hacerlo público, implicaba revelar la identidad del padre.

Todo este espectáculo del horror fue descubierto cuando Imelda tuvo un parto extrahospitalario. Pero en lugar de recibir atención médica, esta situación condujo a que fuera acusada injustamente de intento de homicidio y permaneciera 20 meses de prisión mientras se dictaba sentencia sobre su caso.

Casos como el de Imelda, sin embargo, no son para nada nuevos en la historia salvadoreña y sirvieron como referencia para textos que hoy son clásicos de la literatura nacional. Antes de 1932, Salarrué escribió La Petaca. Este cuento consiste, resumidamente, en una familia campesina de origen indígena, en la cual vivía María, la menor de los hijos, que poseía una joroba en la espalda, a la cual se le llama petaca en El Salvador. Para remediar esa enfermedad, el padre de María la lleva donde un “sobador” que le da «tratamiento» a su petaca por varios días en forma de violación sexual. Seis meses después, la petaca estaba igual, pero le comienza a crecer el vientre a causa de su embarazo. Por el estado de desnutrición y el embarazo, al final de este cuento de barro, María muere.

Utilizo La Petaca como un documento histórico, por lo cual aclaro que no quiero decir que Salarrué, al escribir este cuento, promovía la violencia sexual en niñas y adolescentes; más bien lo que hizo fue retratar un fenómeno social que se repetía constantemente en la sociedad salvadoreña y que su pluma y su tinta no pudieron ignorar. Este cuento indica que la violencia sexual contra niñas y adolescentes es un elemento negativo en la cultura salvadoreña sobre el cual no se ha reconocido ni investigado en profundidad los mecanismos que lo mantienen. Ante esta situación, analizaremos el proceso colonial por incesto ejecutado contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, y lo relacionaremos con informes sobre embarazos en la adolescencia y violencia sexual contra niñas y adolescentes realizados en años recientes, para encontrar puntos de conexión y posibles líneas de rupturas al fenómeno de la violencia sexual. También se estudiará la sentencia de 16 años de presidio contra Pablo de Jesús, emitida por Pedro Gonzales, alcalde ordinario de Primera vara del Partido, quien conoció en primera instancia de dicho caso.

Pablo de Jesús y Gregoria Martín

El 3 de julio de 1792, la Real Sala del Crimen analizó el proceso iniciado el 18 de junio del mismo año contra Pablo de Jesús y Gregoria [Petrona] Martín, su hija; ambos indígenas del pueblo de Mexicanos, de la jurisdicción de San Salvador, acusados de “incestuosos”.

Proceso colonial contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, por incesto. Fuente: A.G.C.A. (3) 1205-.167. Cortesía de Amaral Arévalo.
Proceso colonial contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, por incesto. Fuente: A.G.C.A. (3) 1205-.167. Cortesía de Amaral Arévalo.

Los acontecimientos de este caso se saben gracias a la intervención del fiscal en turno que realizó diversos alegatos. En primer lugar, se establece que el nombre de la indígena era Gregoria y no Petrona, como está en el inicio del proceso colonial. El fiscal asevera la culpabilidad de la víctima, aunque Gregoria expresa que no tenía posibilidad de resistir “a la fuerza que dice le hacía su padre”. El fiscal toma como verdad irrefutable la declaración de Ana Silveria, de la cual no se da información sobre su parentesco con Gregoria o Pablo. Silveria indicó: “que estando durmiendo en una cama con la otra, Gregoria advirtió que varias noches se separaba de su compañía, al tiempo que su padre, Pablo, le tocaba en el suelo, como esto sucedía era el reclamo cierto que le hacía, y aquella, la misma Silveria, dice que el citado Pablo llev[ó] varias veces al platanar a su hija Gregoria, con sus noches, cuya frecuencia y continuidad persuade naturalmente la libertad de la hija para condescender a la torpe solicitud de su padre”.

En ese fragmento se evidencia cómo Gregoria Martín padeció reiteradas veces violencia sexual ejecutada por su padre, Pablo de Jesús, que en el transcurso de varias noches violó a su propia hija. Al igual que el caso de Imelda, aunque en la descripción del proceso colonial no se menciona la edad de Gregoria, se puede asumir que tendría una edad entre los 12 y 16 años. También, no es nada novedoso saber que el lugar donde se realizaban los actos de violencia sexual era en el interior de la propia casa de Gregoria, siendo su padre -un familiar- el responsable de cometer los actos de violencia sexual.

Pablo de Jesús confirmó estas acciones, confesando “ser cierto que por medio de estas señas

[tocar el suelo]

insinuaba a su hija se acercase a su dormitorio”. Para encubrir estos actos de violencia sexual, Pablo de Jesús se quiso justificar expresando que “por recelo que le asistía de tener una amistad ilícita con Juan Rosa, hijo de la citada Silveria, y que movido del celo paternal por haberlos visto ejecutando una noche lo que maliciaba, de cuyo [h]echo presume que el citado Juan de la Rosa hubiese sido el autor de la preñez [de Gregoria].”

Si las palabras de Pablo de Jesús fueran verdaderas sobre la existencia de relaciones sexuales entre Gregoria y Juan de la Rosa; quiere decir que la actitud del padre pretendía castigar a su hija por medio del uso de la violencia sexual. La postura del fiscal ante este caso indica que eso no era aislado, sino todo lo contrario, una práctica común difundida en todo el territorio: “[…] en atención a que este delito se ha propagado de tal manera que ni las vírgenes más recatadas pueden estar seguras de los torpes insultos de sus mismos padres”. El “delito” al cual hacía referencia el fiscal eran actos de violencia sexual, que en este caso fue categorizado como “incesto”. No obstante, en los procesos de indagación procesal se logró la confesión de Pablo de Jesús, quien admitió “haber conocido carnalmente a su hija, haberla desflorado y, últimamente, quedar en la presunción de que saldría embarazada”.

El embarazo como resultado de una violación sexual en menores continúa siendo habitual. Según el Informe sobre Hechos de Violencia Contra las Mujeres, en 2018 se registraron 4 028 denuncias por delitos contra la libertad sexual en menores de 18 años. Entre los agresores sobresalen los compañeros de vida, conocidos, amigos y familiares. Además, ese año se registraron 173 embarazos de niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual.

El informe sobre el estado de los derechos sexuales y reproductivos con énfasis en niñas, adolescente y mujeres, muestra que existe una naturalización de los embarazos en la adolescencia, incluso a partir de los 9 años, y las relaciones con hombres con una diferencia de edad de 20 años o más. En este tipo de relaciones prevalece una jerarquía de poder que limita el desarrollo integral de niñas y adolescentes. Así mismo, se sigue considerando que el embarazo en la adolescencia no es consecuencia de una violencia sexual, y, por tanto, no es un delito. No se denuncia, no se procesa y no se sanciona. En el caso del proceso colonial, el fiscal pide en sus alegatos finales una pena de 16 años en prisión para Pablo de Jesús.

Dos meses más tarde, el 12 de septiembre de 1792, la Real Sala del Crimen, reconfiguró la condena pronunciada por el alcalde de Primera Vara del partido. La nueva resolución condenaba al “indio Pablo de Jesús a doscientos azotes y seis años de presidio en el de San Carlos de esta capital, llevando al tiempo de los azotes un rótulo en la frente que diga ‘por incestuoso’, y a Gregoria Martín a cuatro años de reclusión”. Al renombrar este acto como “incesto”, se asume que Gregoria consintió la violencia sexual de la que fue víctima. Esta modificación es relevante, porque indica que las infracciones legales relacionadas con la sexualidad implican que las víctimas, en este caso de violencia sexual, sean tratadas como “cómplices”, ya que se asume que lo pudo haber evitado. Si la violencia sexual recibida hubiera sido catalogada como estupro, tal vez Gregoria no hubiera sido condenada a cuatro años de prisión.

El 16 de octubre de 1792, Pedro Gonzales informó a la Real Sala del Crimen la ejecución de los 200 azotes sobre Pablo de Jesús y su envío a las cárceles de San Carlos en la Ciudad de Guatemala.

Más de 200 años separan el caso de Gregoria Martín con el caso de Imelda Cortez. Sin embargo, guardan una relación extremadamente próxima. En ambos casos, la violencia sexual se ejecuta al interior del hogar por aquel que representa la figura paternal; es decir, por medio de quien tiene el ejercicio del poder y es capaz de someter al cuerpo femenino por medio del dominio patriarcal. Producto de ese hecho existe un embarazo, el cual conlleva una culpa para la víctima. En el caso de Gregoria, el fiscal la acusó de ser responsable de estos actos, asumiendo que tenía la posibilidad de no “condescender a la torpe solicitud de su padre”. La acusación de la Fiscalía en el caso de Imelda daba a entender que ella debía de haber denunciado la violencia sexual que padecía y de llevar control prenatal del embarazo producto de la violación; no haberlo hecho la convirtió de inmediato en sospechosa de haber intentado asesinar a su hija. 

La diferencia entre ambos casos es que Pablo de Jesús fue enjuiciado al mismo tiempo que Gregoria y condenado a cumplir una pena mayor que la de su hija. Mientras que Imelda fue objeto de un proceso judicial que la acusaba de homicidio agravado imperfecto o en grado de tentativa, por lo cual podía ser recluida por 30 años; en contraposición a los 14 años que purgará José Dolores Henríquez por violencia sexual en contra de Imelda.

Reflexiones finales
El proceso colonial contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, padre e hija, datado en 1792, sirve para ejemplificar que la violencia sexual contra niñas y adolescente es un fenómeno social que aparece reiterativamente en la historia salvadoreña, naturalizando y normalizando este fenómeno.

Que existan niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual al interior de sus hogares, es responsabilidad, en gran medida, de sus familiares y conocidos. La sociedad condena el embarazo en la niñez y la adolescencia, que generalmente es consecuencia de violaciones sexuales, y culpa a las víctimas por no haberse protegido o por no denunciar a sus agresores, sin tomar en consideración las amenazas evidentes o sutiles que reciben de parte de sus victimarios, como el caso de Imelda, para ejemplificarlo. Estos son elementos que histórica y socialmente se han constituido como parte de la cultura salvadoreña.

¿Por qué no ha cambiado nada en más de 200 años? Básicamente, porque se le ha dado al problema las mismas respuestas. Por una parte, el tabú para hablar de la sexualidad, y aún más de violencia sexual, fundamentado en el moralismo demagógico, saturado de aspectos religiosos ultraconservadores, que propone expiar los males por medio del sufrimiento, condenación y crucifixión de otros seres humanos. En la práctica, quienes se “sacrifican” y terminan encarceladas son mujeres adolescentes o jóvenes pobres, de baja escolaridad, que han estado sometidas a diversas formas de violencias al interior de sus hogares y comunidades, con un nulo control sobre sus cuerpos.

El abordaje de la sexualidad al interior de las políticas públicas se ha hecho uso de ese proceso de inequidad social que San Romero habló hace más de 40 años, ese que señalaba que “La ley es como una serpiente, únicamente ataca a quien está descalzo”. Esa inequidad social conjugada con el moralismo religioso ultraconservador es lo que permite que los delitos relacionados a la sexualidad sean vistos únicamente como responsabilidad de las víctimas, las cuales son vulnerables para ser acusadas, encarceladas e incluso asesinadas, dependiendo de su clase social, sexo, color de piel u orientación sexual. Podemos retomar como ejemplo los procesos de restricción sanitaria obligatoria a los que han estado sometidas las mujeres que ejercen el trabajo sexual desde finales del siglo XIX, la restricción de su presencia en lugares públicos, como los teatros, en la década de 1910, su encarcelamiento y la represión respaldada por ordenanzas municipales, e incluso la humillación por parte de cuerpos de seguridad pública que exponen abiertamente su estado serológico. Mientras que a los “clientes” o “asiduos” consumidores del trabajo sexual no se les aplica ninguna sanción por sus acciones.

Un segundo ejemplo es la penalización absoluta del aborto. La reforma al Código Penal de 1997, bajo la presión de grupos antiderechos, eliminó la tradición jurídica salvadoreña, de más de 150 años, de tener condiciones específicas para permitir el aborto. Esta modificación tuvo como resultado la criminalización de víctimas de violencia sexual. Al igual que Imelda, tras la lectura de los procesos penales, se puede asegurar que la mayor parte de las mujeres encarceladas, acusadas inicialmente por aborto, fueron víctimas frecuentes de diversas formas de violencia, incluyendo la sexual; además, son mujeres de escasos recursos económicos, del área rural o urbano marginal, con una escolaridad baja, con una situación laboral precaria o inexistente, que en muchos casos ni siquiera se sometieron a control en el sistema de salud público. Ninguna mujer de clase media o alta ha sido acusada por aborto o encarcelada por este hecho. El aborto es un privilegio de clase social en el país.

Como tercer ejemplo tenemos la ausencia de una educación integral de la sexualidad. Sectores conservadores y antiderechos han injerido en la toma de decisiones políticas para que esta sea responsabilidad única de los padres de familia, ya que arguyen, sin mayores fundamentos que su moralismo estrecho, que la educación integral de la sexualidad promovería entre la niñez y la adolescencia las relaciones sexuales prematuras. La iniciación sexual no se puede detener, esta se ejecutará de una u otra forma. Lo que se procura con la educación integral de la sexualidad es que dicha iniciación sea informada, protegida y libre de violencia. Las fuerzas conservadoras y antiderechos accionan como estrategia política un moralismo restringido que procura no reconocer a las niñas, niños, adolescentes y jóvenes como como sujetos de derechos ni como futuros ciudadanos que ejercerán su sexualidad. Bajo esta medida, es lógico que este ciclo histórico de violencia sexual se repita. No es una casualidad que tocar los genitales de una niña de 10 años sea considerado apenas como una falta para la Primera Cámara de lo Penal.

¿Qué se puede proponer para cambiar? En primer lugar, debemos de alejarnos de las respuestas originadas desde moralismos ciegos, que han dado como resultado la naturalización y normalización de la violencia sexual, tanto en discursos como la formulación de políticas públicas. En segundo lugar, necesitamos ensayar respuestas desde otros paradigmas y concepciones. En este caso, dar respuestas desde la óptica de los derechos sexuales y reproductivos. ¿Por qué? Porque los derechos sexuales y reproductivos extraen la sexualidad del armario de la reproducción para pensarla más flexiblemente y reconocer que históricamente ha estado supeditada a discursos, instituciones y prácticas conservadoras. Esto afecta, principalmente, a personas que se alejan del modelo hegemónico de hombres y mujeres heterosexuales, blancos, religiosos, privilegiados, cuya frontera, en el caso de El Salvador, equivale a ganar más de $600 mensuales. 

Los derechos sexuales y reproductivos no son “nuevos derechos”, como los sectores conservadores y antiderechos acusan. Estos son definiciones que deben inspirar a los Estados y a sus instituciones para gestionar políticas públicas en las esferas de la sexualidad, teniendo como guía los principios fundamentales de los derechos humanos. Si apostamos por el cumplimiento de estos, por medio de políticas públicas reales y plenas, podremos romper con este ciclo histórico de la violencia sexual al interior del país. Asumamos este reto.

Las redes de la desigualdad: un enfoque multidimensional (2004) Luis Reygadas

En dónde buscar las causas de las desigualdades? ¿En los diferentes recursos y capacidades que tienen los individuos? ¿En las relaciones que se establecen entre ellos? ¿En las estructuras sociales? Por regla general, los estudios sobre la desigualdad han escogido alguna de estas tres opciones.

Las teorías individualistas han puesto el acento en la distribución de capacidades y recursos entre los agentes, las teorías interaccionistas han hecho énfasis en las pautas de relaciones y en los intercambios desiguales y, a su vez, las teorías holísticas se han concentrado en las características asimétricas de las estructuras sociales. Cada una de estas perspectivas ha arrojado luz sobre un aspecto del fenómeno de las desigualdades pero, tomadas por separado, tienen importantes limitaciones. Este artículo intenta conjugar estas tres perspectivas, con miras a proponer un marco multidimensional para el estudio de la desigualdad.[1]

Para la consideración de estos aspectos de la desigualdad me apoyo en la idea de Eric Wolf acerca de las diferentes dimensiones del poder, ya que la desigualdad es un fenómeno indisoluble de las relaciones de poder; véase Eric Wolf, Figurar el poder: ideologías de dominación y crisis, México, CIESAS, 2001, p. 20.

CAPACIDADES INDIVIDUALES Y DESIGUALDAD

La mayoría de los estudios sobre la desigualdad se enfoca en el plano individual, se centra en la distribución de diferentes atributos entre las personas y analiza cómo esta distribución incide sobre los resultados desiguales que se alcanzan en un contexto social dado. La capacidad que tiene un agente para apropiarse de una porción de la riqueza que se produce en la sociedad depende de muchos factores. Entre los aspectos individuales más conocidos algunos son externos a las personas y otros son inseparables de ellas. Los externos se refieren a la posesión de recursos que permiten producir o extraer más riquezas del entorno: utensilios, herramientas, maquinaria, medios de transporte, locales, dinero, etc. Entre los internos están la propia capacidad de trabajo (en cantidad, calidad y grado de complejidad), los conocimientos, la creatividad y la inteligencia.

Con el tiempo, los recursos externos han adquirido mayor importancia, pues antes se requerían sólo herramientas muy simples que eran una prolongación del cuerpo humano, y ahora se utilizan máquinas e instrumentos complejos que multiplican y diversifican las posibilidades productivas. Esto indica que las capacidades de apropiación de los individuos dependen cada vez más del contexto social: hace siglos bastaban las habilidades aprendidas en el seno de la familia y unas cuantas herramientas simples, hoy se requieren formación especializada y recursos materiales cada vez más complejos.

Las diferencias en cuanto al tipo, la cantidad y la calidad de los recursos externos poseídos por los individuos tienen una incidencia central en los niveles de desigualdad. Los recursos interiorizados también son decisivos, porque es más difícil ser despojado de ellos y condicionan el uso y aprovechamiento de los recursos externos. Un bien externo puede incrementar rápidamente la apropiación de riquezas, pero en el largo plazo los recursos interiorizados pueden ser más importantes, porque aumentan las posibilidades de apropiación y retención de las riquezas.

Para combatir la pobreza hay que incrementar las capacidades de los individuos y no sólo distribuir bienes. Claro que lo inverso también es cierto: las capacidades interiorizadas difícilmente florecerán si no se cuenta con bienes primarios básicos para la subsistencia y el trabajo.[2] Otra ventaja de los recursos interiorizables es que incrementan el poder del receptor y reducen su dependencia respecto al proveedor.

En la capacidad individual para tener acceso a las riquezas sociales intervienen otros factores, menos conocidos o más difíciles de evaluar o cuantificar, pero que también resultan decisivos. Entre ellos pueden mencionarse el capital cultural, las certificaciones, el status, la etnia, el género y otros atributos individuales.

Pierre Bourdieu acuñó el concepto de capital cultural para mostrar la trascendencia de los aspectos simbólicos en la construcción de las diferencias de clase. El capital cultural puede ser material u objetivado (obras de arte, museos, objetos, artefactos), pero también puede ser subjetivo, adquirido por los individuos a lo largo de muchos años de socialización e incorporado en sus esquemas de percepción y pensamiento.[3]

Muchos de los dispositivos más sutiles y más ominosos de la desigualdad tienen que ver con las diferencias en capital cultural subjetivo. Sutiles porque aparentan ser habilidades que merecen recompensa, cuando en buena parte son resultado de inequidades previas; y ominosos, porque son diferencias que se llevan inscriptas en el cuerpo, como estigmas.

No sólo cuentan las capacidades de los individuos, también las certificaciones de que las poseen. En particular, las credenciales escolares se tienen en cuenta para la remuneración de los empleados, pero cada oficio y profesión dispone de mecanismos de certificación específicos y con ritos de paso para reconocer a sus miembros y establecer gradaciones entre ellos. Hay discrepancias entre las capacidades reales y las capacidades certificadas, que pueden derivar de errores en los mecanismos de certificación o, con mayor frecuencia, de la exclusión y discriminación con los que operan.

El prestigio social, además de ser un bien preciado desigualmente distribuido, es fuente de nuevas desigualdades, ya que el acceso diferencial a muchos recursos se encuentra asociado a las distinciones de status. Esto es evidente en las sociedades organizadas en torno a castas, estamentos o grupos étnicos, pero sigue siendo importante en sociedades abiertas o democráticas, en donde las gradaciones de status se reconstruyen en torno a otros criterios, algunos explícitos, como los méritos escolares,[4] los ingresos, la religión o la nacionalidad, y otros más soterrados y cotidianos, pero no por ello menos eficientes, como el acento al hablar, la manera de escribir, el estilo de vida y el consumo cultural.

Las características étnicas han sido fuente de muchísimas desigualdades. Sociedades que en algunos aspectos son muy igualitarias pueden ser tremendamenteasimétricas respecto a sectores que no pertenecen a la misma etnia o elmismo grupo racial que los sectores hegemónicos. A pesar de que casi todos lospaíses prohíben cualquier discriminación étnica, ésta sigue ocurriendo en lapráctica, cuando en forma consciente o inconsciente se asocian las distinciones étnicas con otras formas de clasificación social y con la distribución de tareasy recompensas.

El género ha sido uno de los factores centrales en la construcción de desigualdades. Se han estructurado distinciones sociales y culturales entre los hombres y las mujeres para convertir las diferencias biológicas del sexo en jerarquías de poder, de status y de ingresos. La medición y valoración de las capacidades individuales casi siempre pasa por el tamiz del género, lo mismo que la distribución de cargas y recompensas que se deriva de esa valoración.

Otros atributos individuales, como la talla, el peso, la belleza, la apariencia física, el color de la piel, la fortaleza, la agilidad y la discapacidad física son fuente de muchas inequidades, no sólo en profesiones íntimamente ligadas con las características corporales, como el deporte y el modelaje, sino en muchos empleos, desde la abogacía hasta la terapia sicológica, pasando por el comercio o los trabajos de oficina. Ya sea para tener acceso a puestos privilegiados o para evitar verse confinado a los empleos más despreciados, estos atributos siguen contando, incluso en países que han aprobado leyes ex profeso para evitar este tipo de discriminación.[5]

El análisis de las diferentes capacidades de los individuos arroja luz sobre un aspecto de la desigualdad, en tanto que ayuda a responder las siguientes preguntas: ¿qué características de los sujetos inciden en la apropiación diferencial de los bienes sociales valorados? y ¿cuáles son los factores relevantes que hacen que unas personas puedan tener acceso a mayores riquezas que otras en un contexto social determinado? La contribución es importante, pero un análisis de la desigualdad que sólo se quede en la dimensión individual tiene varios problemas, entre ellos los siguientes.

a) Los atributos individuales tienen un origen social. Las capacidades personales, aunque tengan un componente genético, son resultado de procesos históricos y su adquisición no depende sólo del esfuerzo o de la tenacidad de las personas, sino también de condiciones y procesos colectivos.[6]

Si alguien tiene un desempeño escolar impresionante, que después le lleva a obtener un buen trabajo y grandes ingresos, es algo que no depende sólo de sus genes o de su dedicación al estudio, sino también de la nutrición propia y de sus padres, del capital académico y cultural que adquirió en el seno familiar, de la calidad de sus profesores y de sus escuelas, de las redes sociales en que se movió, etc. Aspectos que en apariencia son naturales y personales, tienen detrás una historia social.

b) Las capacidades individuales también son sociales en su ejercicio, ya que están sujetas a procesos de valoración colectiva. No existen criterios universales para determinar qué capacidad de trabajo, qué conocimientos o qué atributos físicos son los mejores y merecen mayores recompensas. Por el contrario, cada época y cada sociedad tienen sus propias escalas de valoración, de modo que la capacidad individual de apropiación no depende sólo de cualidades intrínsecas a las personas, sino de la apreciación social de esas cualidades.[7]

La valoración de la belleza, de la inteligencia o del trabajo de alguien es un acto cultural que puede ser objeto de interpretaciones encontradas, disputas y negociaciones.[8]

c) Quedarse en el plano de las capacidades de las personas equivale a ver a la sociedad como un mero agregado de pequeños productores aislados, a la manera de Robinson Crusoe, en el que cada quien obtiene de la naturaleza lo que le corresponde de acuerdo con sus habilidades, fuerza, conocimiento e inteligencia, sin reparar en las interacciones de los agentes ni en los constreñimientos de las instituciones y estructuras sociales.[9]

Un enfoque individualista de la desigualdad es útil para determinar los resultados diferenciales que obtienen los agentes, haciendo abstracción del contexto social y de las relaciones sociales.

Pero tendría fuertes limitaciones para considerar los factores metaindividuales. El ambiente del que se extrae la riqueza no se puede considerar como un medio natural intocado, que está ahí virgen y disponible para el primero que llegue a aprovecharlo. Lejos de eso, las riquezas se obtienen de un entorno que es producto social de muchas generaciones, y se recurre a una masa de conocimientos acumulados y de recursos institucionales que son resultado del esfuerzo colectivo de la humanidad, aunque puedan ser objeto de apropiaciones y usos privados.

d) La perspectiva meramente individualista de la desigualdad se queda en el terreno de la apropiación, pero no logra explicar la expropiación. Contribuye a esclarecer las diversas capacidades de los agentes para apropiarse de diferentes proporciones de la riqueza, pero deja fuera del campo de su análisis los procesos de explotación y acaparamiento de oportunidades que desempeñan un papel central en la generación de las desigualdades de mayor magnitud.

Las mejores estrategias que proponen los enfoques individualistas para reducir la desigualdad apuntan hacia la elevación de las capacidades de los sujetos, en particular de los más pobres o excluidos, mediante la educación y la capacitación[10].

Dichas propuestas no son negativas, es más, son fundamentales, ya que si no se fortalecen las capacidades de apropiación de la mayoría de la población, la desigualdad persistirá. Pero son insuficientes. Las relaciones de poder, el entramado institucional y las estructuras sociales que sostienen la desigualdad, también tienen que ser transformadas para que se desarrollen en todo su potencial las capacidades de quienes enfrentan las mayores desventajas.

El análisis de la dimensión individual muestra que diferentes sujetos tienen diferentes capacidades, pero no explica cómo se construyeron esas diferencias, ni las relaciones entre los agentes. Tampoco dice mucho sobre el contexto social en el que operan. Utilizando una metáfora, puede decirse que el plano individual del análisis permite ver que cada persona tiene una red para pescar diferente, más grande o más pequeña, hecha con material más resistente o más frágil, con un entramado más cerrado o más abierto, y que cada quien tiene más o menos fuerza y más o menos habilidad y conocimientos para pescar, de modo que, al conjugarse todos esos factores, algunos atrapan más peces que otros.

También nos recuerda que para enfrentar la pobreza y la desigualdad no sirve de mucho repartir pescado a los que no lo tienen, que es mejor enseñarles a pescar. No es poca cosa ayudar a entender esto, pero muchas cuestiones quedan sin explicar.

No sabemos nada sobre las reglas que regulan la pesca, o por qué algunos pueden pescar en donde hay peces más grandes y de mejor calidad mientras que para otros esos lugares están vedados, por qué algunos no tienen acceso a las mejores redes o cómo fue que algunos nacieron en pueblos en donde nadie sabía pescar, por no mencionar a aquellos que nunca han visto el mar. Tampoco nos explica cómo es que algunos se quedan con una parte de los peces de otros ni qué hacen para sobrevivir aquellos que no pudieron pescar. Para contestar estas preguntas es necesario considerar otras dimensiones de la desigualdad.

LA DESIGUALDAD EN LOS CAMPOS DE INTERACCIÓN

Las personas, las cosas y los conocimientos circulan, se intercambian, se distribuyen y se apropian de acuerdo con reglas específicas, bajo la influencia de instituciones económicas, políticas, sociales y culturales. Los mercados y otras formas de intercambio e interacción están incrustadas en relaciones de poder y tradiciones culturales. Funcionan de acuerdo con trayectorias históricas e institucionales en las que operan muchos filtros y condicionamientos.[11]

Además de la competencia entre personas con diferentes capacidades, existen muchos otros factores que regulan la circulación y apropiación de las riquezas sociales. De ahí que sea importante estudiar las interacciones y las instituciones.

La desigualdad se re-produce en las relaciones sociales. En ellas, las potencialidades y capacidades individuales se ponen en acción y se entablan relaciones de poder que si bien se basan en esas capacidades, pueden generar algo nuevo, tienen propiedades emergentes cuyos resultados no se pueden prever considerando a los individuos de manera aislada.

El análisis de la desigualdad como producto de las relaciones sociales y del poder es un tema clásico de las ciencias sociales, abordado tempranamente por autores como Marx, Durkheim, y Weber.[12] Marx analizó la explotación como fruto de las relaciones de producción asimétricas entre los poseedores de los medios de producción y los trabajadores, que constituyen la matriz básica de las desigualdades en las sociedades capitalistas. Debemos a Durkheim y Mauss, en su trabajo sobre las clasificaciones primitivas, la idea de que, por medio de símbolos, las sociedades y grupos establecen límites que definen conjuntos de relaciones. Así, al clasificar las cosas del mundo se establecen entre ellas relaciones de inferioridad/superioridad y exclusión/inclusión, directamente vinculadas con el orden social.[13] Por su parte, Max Weber habló de los cierres sociales que permiten la exclusión y el acaparamiento de recursos y oportunidades, procesos que están ligados de manera directa con operaciones simbólicas que establecen qué características se requieren para pertenecer a un grupo de status, al que se le ha asignado cierta estimación social, positiva o negativa.[14]

En un registro más contemporáneo, diversos autores han reflexionado sobre la producción de desigualdades en la interacción social. Por ejemplo, Erwing Goffman estudia los estigmas, que marcan de manera profunda a quienes los sufren y definen el tipo especial de relaciones que se debe establecer con ellos.[15]

Para él, los pequeños actos de deferencia o rebajamiento son los que, al acumularse, constituyen las grandes diferencias sociales. A su vez, los estudios de género han contribuido a mostrar que las asimetrías entre hombres y mujeres están asociadas con construcciones simbólicas sobre lo que significa ser varón y ser mujer, y con las relaciones de poder entre personas de distinto sexo.

Bourdieu encontró mecanismos velados de diferenciación clasista en las sociedades modernas. Sostuvo que las desigualdades están relacionadas con los habitus de clase, es decir, con los esquemas de disposiciones duraderas que gobiernan las prácticas y los gustos de los diferentes grupos sociales, que resultan en sistemas de enclasamiento, que ubican a los individuos en una posición social determinada no sólo por su dinero, sino también por su capital simbólico.[16]

Hasta en detalles aparentemente insignificantes, como la manera de hablar o la forma de mover el cuerpo, estaría inscrita la ubicación de un sujeto en la división social del trabajo. Los habitus crean distancias y límites, que se convierten en fronteras simbólicas entre los grupos sociales. Esas fronteras fijan un estado de las luchas sociales y de la distribución de las ventajas y las obligaciones en una sociedad.

El concepto de campos, también propuesto por Bourdieu, ayuda a entender que las interacciones entre los agentes se producen en espacios sociales que siguen determinadas reglas, de acuerdo con las cuales los poseedores del capital cultural legítimo reciben los mayores beneficios que se producen en ese campo. No son, entonces, las capacidades en abstracto las que permiten apropiarse de la riqueza, sino capacidades que se ejercen a partir de relaciones de poder y son sancionadas, ya sea en forma positiva o negativa, por la cultura.

Charles Tilly ha hecho un detallado análisis sobre lo que él llama la desigualdad categorial. De acuerdo con este autor, la cultura separa a las personas en clases o categorías, sobre la base de algunas características biológicas o sociales. La institucionalización de las categorías y de sistemas de cierre, exclusión y control sociales que se crean en torno a ellas es lo que hace que la desigualdad perdure.

Tilly critica las aproximaciones individualistas al fenómeno de la desigualdad, es decir, aquellas que se centran en la distribución de atributos, bienes o posesiones entre los actores. En contrapartida, propone un enfoque relacional de la desigualdad, atento a las interacciones de grupos de personas. Le interesa el trabajo categorial que establece límites entre los grupos, crea estigmas y atribuye cualidades a los actores que se encuentran a uno y otro lado de los límites.[17]

Los límites pueden separar categorías internas, o sea, específicas de una organización o grupo (por ejemplo, los que separan a directivos vs. trabajadores), o distinguir categorías externas, comunes a toda la sociedad (hombre/mujer, blanco/negro).

Cuando coinciden las categorías internas con las externas, la desigualdad se ve reforzada.[18] La desigualdad categorial tiene efectos acumulativos, a la larga incide sobre las capacidades individuales y se crean estructuras duraderas de distribución asimétrica de los recursos, de acuerdo con las categorías.

Considera que para eliminar la desigualdad no basta con eliminar las creencias y las actitudes discriminatorias, es necesario transformar las estructuras institucionales que organizan los flujos de recursos, cargas y recompensas.

Es posible identificar algunas de las principales estrategias político-simbólicas que intervienen en la construcción de la desigualdad en el ámbito de las interacciones sociales.

En primer término, están todas aquellas que imputan características positivas al grupo social al cual se pertenece. En la misma línea opera la sobrevaloración de lo propio, las autocalificaciones de pureza y todas aquellas operaciones que presentan los privilegios que se poseen como resultado de designios divinos o de la posesión de rasgos especiales.

Como complemento de lo anterior están todos aquellos dispositivos simbólicos que atribuyen características negativas a los otros grupos: estigmatización, satanización, señalamientos de impureza, rebajamiento e infravaloración de lo ajeno o extraño.

Todas ellas legitiman el status inferior de los otros por la posesión de rasgos físicos, sociales o culturales poco adecuados o de menor valor. También se requiere preservar la separación entre las agrupaciones conformadas, por lo que entra en juego un tercer mecanismo, consistente en establecer fronteras y mantener las distancias sociales.

Así, el trabajo de construcción y reproducción de límites simbólicos crea situaciones de inclusión y exclusión y sostiene los límites materiales, económicos y políticos que separan a los grupos. La creación de una distancia cultural es fundamental para hacer posibles distancias y diferencias de otra índole.

El grado de desigualdad que se tolera en una sociedad tiene que ver con qué tan distintos, en términos culturales, se considera a los excluidos y explotados, además de qué tanto se han cristalizado esas distinciones en instituciones, barreras y otros dispositivos que reproducen las relaciones de poder. Puede añadirse una cuarta estrategia, enfocada en el trabajo de legitimación.

Se trata de recursos simbólicos que presentan los intereses particulares de un grupo como si fueran universales, es decir, cuya satisfacción redunda en el beneficio de toda la sociedad o de todo el grupo. Aquí entran también todos los discursos que naturalizan la desigualdad o la consideran inevitable o normal.

En los espacios colectivos la desigualdad se re-produce en torno a las fronteras que separan a los diferentes grupos. Estas fronteras pueden tomar la forma de barreras físicas (muros, rejas, puertas, barrancos, detectores de metales, etc.), de dispositivos legales (prohibiciones, permisos, aranceles, concesiones, cotos, patentes, restricciones, derechos, etc.) o de mecanismos simbólicos, más sutiles y efectivos (techos de cristal, estigmas, clasificaciones, distinciones en la indumentaria o en el cuerpo, decoración de los espacios, etc.).[19]

Estas fronteras rigen los flujos de las personas, los conocimientos, las mercancías, los objetos, los servicios, el trabajo, los símbolos y todo aquello que sea susceptible de intercambio. Estas fronteras nunca están fijas, constantemente son cruzadas, reforzadas, desafiadas, levantadas, reconstruidas, transgredidas. Las personas se encuentran condicionadas por dichas fronteras, pero a la vez las modifican en forma constante.

Hay tres características de esas fronteras que son cruciales para la desigualdad: el grado de impermeabilidad, el grado de bilateralidad y el tipo de flujos que permiten.

Las fronteras sociales pueden ser más o menos impermeables, más o menos porosas, pueden permitir que pasen a través de ellas muchas cosas o muy pocas. Un grupo puede estar muy interesado en hacer más permeable determinada frontera, para tener un mejor acceso a los recursos de los otros, pero en cambio le interesa cerrar otra frontera, para proteger de sus competidores o enemigos alguna ventaja que ya posee. Por lo general, los grupos tienen actitudes mixtas hacia las fronteras: quieren que se abran unas y se cierren otras.

En segundo término, hay que tener en cuenta el grado de bilateralidad de una frontera, saber si permite el flujo de recursos en los dos sentidos o sólo en uno de ellos. En muchas empresas se observa gran unilateralidad en las fronteras internas: hay mucha dificultad para que la mayoría de los empleados tenga acceso a conocimientos estratégicos o a una parte importante de la riqueza generada en ellas, mientras que puede haber pocas barreras para que la empresa se apropie de los excedentes generados por los empleados.

En organizaciones o sociedades muy desiguales habrá que esperar que la unilateralidad sea mayor. Por último, está la cuestión del tipo de flujos que permite una frontera.

Una barrera social puede ser muy impermeable para las mercancías pero estar muy abierta para el tránsito de personas, o viceversa. En ocasiones, lo que se filtra o se deja pasar son los conocimientos. Hay empresas que han eliminado todas las distinciones de status, con el fin de estimular el flujo interno de conocimientos y promover la innovación productiva, pero en cambio mantienen estructuras de retribución muy rígidas, que dan lugar a una distribución polarizada de los ingresos, sus empleados forman una comunidad cognoscitiva e incluso afectiva, pero brutalmente dual en términos económicos.

Las interacciones dentro de los campos sociales inciden sobre la desigualdad. Las capacidades individuales se entrelazan con las reglas, los dispositivos de poder, los procesos culturales y todos los demás entramados institucionales que organizan esos espacios. Dos personas con capacidades similares (un hombre y una mujer, por ejemplo) pueden alcanzar ingresos, status o poder diferentes, de acuerdo con la dinámica del campo. Además de eso, el funcionamiento reiterado de los campos de interacción incide sobre los individuos, provoca que las capacidades de ciertos grupos se fortalezcan mientras que las de otros se debilitan, con lo cual se consolidan las desigualdades persistentes, porque aparentan ser resultado de los méritos de las personas.

Pensemos en una sociedad en la que hay dos grupos étnicos y en la que las capacidades individuales estén distribuidas por igual entre ambos grupos. Si durante varias décadas en esa sociedad se discrimina en forma sistemática a los miembros de uno de los grupos étnicos, tanto en el trabajo como en la escuela y en la vida cotidiana, al cabo de algunas generaciones los individuos del grupo discriminado pueden tener capacidades individuales disminuidas.

En ese momento podría suprimirse la discriminación y recompensar a cada quien de acuerdo con su trabajo, pero a pesar de ello la desigualdad entre los grupos persistiría porque ya se ha convertido en una desigualdad de capacidades. Por ello, además del combate a prácticas y creencias discriminatorias, se plantea el problema de las discapacidades acumuladas por una larga historia de intercambios desiguales y exclusión.

En los campos de interacción se construyen cadenas de dependencia, dispositivos de explotación, acaparamiento de recursos, procesos de exclusión y otras formas de relaciones de poder que permiten el flujo de riquezas de unos grupos hacia otros y dan lugar a desigualdades de mayor magnitud que las que brotan sólo de los diferentes atributos de las personas. En el funcionamiento de estos mecanismos adquieren gran relevancia las capacidades relacionales y la posesión de recursos que permiten asumir posiciones dominantes en las interacciones.

Las redes de relaciones de las que dispone un actor y el grado de confianza y reciprocidad que existe en ellas, que en conjunto forman el llamado capital social, pueden ser fundamentales para obtener o conservar un empleo, para controlar una porción del mercado o para obtener conocimientos.[20] Si tomamos a dos personas con condiciones idénticas en cuanto a otras características (edad, inteligencia, estudios, capacidad de trabajo, propiedades, etc.), pero una de ellas tiene acceso a más y mejores redes que la otra, es probable que a la larga obtenga mayores beneficios y ventajas. Muy ligadas al capital social, las influencias políticas pueden ser determinantes para la desigualdad de desempeños.

Contactos con personas poderosas, acceso a ciertas instituciones, parentesco o amistad con agentes políticos, todos éstos son recursos valiosos, tanto para prominentes empresarios que han hecho fortunas cobijados por servidores públicos y organismos gubernamentales, como para modestos ciudadanos que tienen conocidos que les abren puertas que permanecen cerradas para otros.

La estructura y la dinámica familiares tienen repercusiones centrales en su desempeño como unidades económicas, en particular por la proporción que existe entre productores y consumidores y por las relaciones que se establecen entre los géneros y las generaciones. Diversos estudios empíricos han encontrado que una parte de las desigualdades de ingresos en las sociedades contemporáneas tiene que ver con la estructura familiar: hay una capacidad de ahorro y de inversión en educación mayor en familias en las que ambos cónyuges tienen empleos remunerados y tienen pocos hijos o ninguno, que en familias con muchos hijos y en las que sólo uno de los esposos recibe ingresos; más desventajosa todavía es la situación de los hogares monoparentales.

Además de la desigualdad entre familias, habría que considerar la desigualdad dentro de las familias, ya que también se han documentado muchos casos en los que las mujeres experimentan desventajas sistemáticas en lo que se refiere a educación, alimentación y cuidado de la salud.

Para muchos especialistas, el capital, es decir, la propiedad de los recursos económicos (tierras, edificios, maquinaria, acciones, dinero, etc.) es el factor

principal de la desigualdad, ya que permite contratar trabajo ajeno y apropiarse de una parte sustancial del excedente social. Es importante señalar que lo que cuenta no es sólo la propiedad formal, sino el control real del acceso a los recursos.[21]

Se han escrito toneladas de páginas para argumentar que en las sociedades contemporáneas ya no es la propiedad el principal factor de estratificación social, que ese lugar lo ocupa ahora el conocimiento. Al respecto, habría que irse con cuidado. Es cierto que entre los trabajadores y empleados la cantidad y el tipo de conocimientos resultan fundamentales para obtener o no un empleo, ascender en él o estancarse y obtener altos o bajos salarios. También ocurre que en la competencia entre empresas o entre países resulta crucial la capacidad de generación, institucionalización y aplicación de los avances científicos y nuevas tecnologías. Pero eso no quiere decir que la propiedad haya dejado de desempeñar un papel relevante.

Los grandes millonarios se distinguen por sus propiedades, no por sus conocimientos, aunque algunos cuantos de ellos hayan comenzado a amasar su fortuna gracias a sus conocimientos o al aprovechamiento de nuevas tecnologías. No es el conocimiento aislado, sino su apropiación en forma de patentes, marcas registradas y control de centros de innovación y desarrollo lo que hace posible la obtención de grandes riquezas.

El conocimiento es crucial para la desigualdad en la capacidad de apropiación, pero sólo vinculado a la propiedad, a procesos de monopolización y a otras formas de poder da lugar a mecanismos de acumulación que conducen a las desigualdades más grandes.

El control del trabajo ajeno es una fuente de poder que hoy en día permite que muchos gerentes, administradores, tecnócratas, burócratas y supervisores tengan acceso a porciones importantes de la riqueza. En las grandes empresas se han separado las funciones de propiedad y control, y en las organizaciones públicas y sociales también se han formado complejos esquemas administrativos en los que algunas personas se especializan en la conducción, gestión y coordinación de las labores de otros empleados y trabajadores. En diferentes escalas, estos especialistas de la gestión adquieren dinero, poder y prestigio, que en ocasiones combinan con la adquisición de propiedades dentro o fuera de la organización en la que trabajan.[22]

El acceso a los mercados requiere conocimientos especializados (mercantiles y de otro tipo, por ejemplo lingüísticos y culturales), contactos y redes de relaciones, medios de transporte y almacenamiento, locales o medios de venta, capacidad para adelantar dinero y otros recursos que no están al alcance de todo el mundo. Quienes los poseen, pueden reclamar una parte de la riqueza que hacen circular. Desde un cacique local que acapara la cosecha de los campesinos de la región para venderla en la ciudad hasta una compañía que vende un producto en todo el mundo a través de internet, los intermediarios comerciales y financieros retienen un porcentaje del valor del producto, a veces mayor al que obtienen los productores, a veces muy pequeño, pero que adquiere relevancia por el volumen de las operaciones.

En los campos de interacción social entran en juego cadenas de relaciones de poder que, aunadas a las diferencias en las capacidades individuales, generan distribuciones desiguales de las cargas y los beneficios. Siguiendo la metáfora de la pesca, puede decirse que la dimensión de la interacción muestra que la desigualdad no depende sólo de las destrezas y conocimientos individuales que cada quien utiliza al pescar por su cuenta en su porción de la ribera del río, sino de las dinámicas que se generan dentro de un grupo de pescadores o de una compañía pesquera, en donde unos ponen el capital, otros tienen barcos y redes, otros controlan la venta del pescado, otros saben manejar el barco o las máquinas, algunos coordinan a las cuadrillas de trabajo, otros dirigen a los coordinadores y otros más se dedican a pescar o a limpiar la cubierta del barco. Entre todos ellos se dan relaciones de poder y transacciones que pueden ser inequitativas, en parte en función de los recursos y conocimientos que poseen, y en parte por las rutinas y clasificaciones, la cultura, las normas y la distribución de recursos en las que se han cristalizado relaciones y transacciones previas.

Las capacidades individuales y las interacciones en los espacios colectivos

muestran muchas de las aristas clave de la desigualdad social, pero es necesario incorporar una tercera dimensión: la de las estructuras sociales más amplias.

Hasta el momento sabemos que algunos tienen mayores o menores capacidades para pescar y el tipo de relaciones que se dan entre ellos al subir al barco, pero no sabemos por qué algunos no consiguen trabajo en el barco, por qué otras se quedan en la casa o a qué se debe que algunas compañías pesqueras tengan mayores recursos que otras. Para entender esto es necesario dirigir la, mirada hacia las relaciones entre los campos y hacia el contexto social en que se encuentran.

LAS REDES ESTRUCTURALES DE LA DESIGUALDAD

Para explicar por qué algunos colectivos tienen más beneficios que otros hay que estudiar las capacidades acumuladas en cada colectivo, las relaciones entre ellos, la distribución de las riquezas entre los diferentes ámbitos sociales, ya sean empresas, organizaciones del tercer sector, dependencias públicas, ciudades, regiones, países.

Hay que considerar la capacidad de apropiación de riquezas que tiene cada agregado social, es decir, los recursos acumulados dentro de cada campo, en lo que se refiere a propiedades, capital, talentos, destrezas, relaciones, prestigio, etc., que son algo más que la suma de las cualidades de los individuos que forman parte de ese colectivo. No sólo importa el volumen de los elementos reunidos, sino también la coordinación, cooperación, organización y complementariedad entre ellos. Entre los factores más conocidos que inciden en las capacidades colectivas de apropiación están las redes de conocimientos, la escala, la innovación y la calidad.

Las redes de conocimiento.

La capacidad de apropiación de un grupo tiene mucho que ver con la cantidad de talento que reúne y con la integración de esos talentos en una red que los enlace de manera productiva. Hay organizaciones que tienen un entorno propicio al aprendizaje, es decir, logran convertir en patrimonio colectivo las experiencias de sus miembros (independientemente de que los retribuyan o no por ese conocimiento), mientras que en otras los conocimientos no se recuperan ni se comparten, por lo que los activos cognoscitivos del grupo son menores. Las empresas y las organizaciones compiten para atraer y retener a los expertos creativos. Otro aspecto crucial es la intensidad y la calidad de los procesos de retroalimentación de conocimientos entre los centros de enseñanza, los de investigación y los de producción o aplicación.[23]

La escala.

El tamaño cuenta. Las economías de escala son uno de los procedimientos más sencillos para incrementar la capacidad de apropiación, ya que los ahorros que se logran son impresionantes. Es cierto que algunas organizaciones muy grandes tienen problemas de falta de flexibilidad y de adaptación al cambio, pero pese a toda la palabrería que hay en torno a la idea de small is beautiful, las operaciones en gran escala siguen siendo muy rentables. En el mundo globalizado las posibilidades de realizar economías de escala se han multiplicado y las enormes ganancias de las empresas transnacionales lo confirman cada día. Bill Gates alguna vez fue innovador, pero lo que lo hace tremendamente millonario es que cada vez que se instala Windows en una computadora (esto ocurre decenas de miles de veces cada día) algunos dólares van a parar a las arcas de Microsoft.

La innovación .

La capacidad para adaptarse a los cambios y generar cosas nuevas es fundamental, en particular en el mundo actual donde cada semana aparecen nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos, y donde hay una carrera delirante por producir y consumir nuevos productos, nuevos ídolos y nuevas ilusiones. De ahí que flexibilidad e innovación sean recursos valiosos para incrementar la capacidad de apropiación de un grupo.

La calidad .

En muchos casos, la reducción de costos por economías de escala no es suficiente para ser competitivo, en particular cuando se trata de mercados diversificados con consumidores exigentes. En ese contexto, la calidad del producto también resulta fundamental. Y esto no sólo opera para las empresas: también los países, los gobiernos, los partidos políticos o las organizaciones no gubernamentales pueden ver modificada la porción de la riqueza que obtienen en función de la calidad de los servicios que proporcionan.

Además de estos aspectos, ampliamente analizados por los economistas, hay otros factores menos conocidos pero que también son fundamentales, entre ellos, los siguientes: densidad organizativa y calidad institucional, que se relacionan con el capital social, pero ya no visto desde la perspectiva del individuo (las redes en las que participa ego) sino desde una perspectiva colectiva (la cantidad y calidad de las redes que funcionan dentro de una organización y que enlazan a esa organización con otras).

Esto tiene que ver con la confianza, con el buen funcionamiento de las instituciones, con su transparencia y eficacia, en suma, con la capacidad de gestión. Un colectivo con alta densidad organizativa y elevada calidad institucional logra captar y retener muchos recursos. Se ha dicho que una cultura compartida contribuye a la calidad institucional, pero no se ha podido comprobar esa correlación, además de que hay organizaciones multiculturales que funcionan de manera eficiente. Más que la homogeneidad cultural, parecen ser decisivas la fluidez de la comunicación, la capacidad para lograr consensos y construir marcos normativos eficaces, claros y flexibles.

La imagen.

Hay empresas que entregan productos prácticamente similares, pero uno de ellos es más caro que los otros, debido a que la marca es más famosa o más conocida. Esa fama puede derivarse de su calidad, pero también de la eficacia propiamente simbólica de la marca o de la publicidad asociada a ella. La mala imagen también puede reducir en forma considerable la capacidad de apropiación de un colectivo. La distribución de recursos pasa por la valoración que se tiene de los diferentes grupos.

Los medios de destrucción.

La apropiación de recursos no siempre discurre por canales pacíficos. Algunos países, empresas o grupos han incrementado sus riquezas mediante la destrucción de competidores reales o potenciales, recurriendo a medios muy diversos. Es un tipo de expropiación singular: en vez de explotar a otros, se destruye su capacidad para producir o adquirir riqueza, y se aprovecha el vacío generado. La violencia puede tener consecuencias de enorme magnitud sobre la distribución de los recursos, al margen de que estas repercusiones hayan sido planeadas o fortuitas.

Medios de transmisión.

Si una parte de la riqueza social tiene la forma de símbolos y conocimientos, un recurso clave es la propiedad y el acceso a los medios de transmisión de información y mensajes. Muchas de las grandes fortunas contemporáneas están ligadas a los medios de transmisión.

La capacidad de apropiación de un país, de una empresa, de una ciudad o de una organización no depende de uno solo de estos factores, sino de las combinaciones que se den entre ellos. El conocimiento desempeña un papel cada vez más relevante, pero no opera en forma aislada, sino en combinación con el capital, con la operación en redes de gran escala, con la capacidad de gestión, con la imagen y con muchos otros elementos. Esta conjunción de capacidades es la que va a determinar las ventajas y desventajas de un colectivo. Los flujos de riquezas más significativos involucran a instancias colectivas e influyen de manera importante en las desigualdades sociales.

Distintas agrupaciones compiten y luchan por conseguir y retener los recursos: países y regiones, empresas, sindicatos y comunidades, partidos políticos y organizaciones no gubernamentales, instituciones filantrópicas y bandas criminales.

La parte que obtiene cada una de estas instancias colectivas depende tanto de sus capacidades (que, como vimos, es algo más que la suma de las capacidades individuales que reúne), como del sistema de relaciones entre ellas.

No se trata de una mera competencia económica, intervienen también variables políticas y culturales. La legitimidad de las apropiaciones está siempre en disputa. Operan procesos de valorización y desvalorización que establecen los merecimientos relativos de cada una de las partes, procesos que entrañan contiendas simbólicas sobre la utilidad y la pertinencia de las aportaciones que hace cada una de ellas y, por lo tanto, sobre la distribución de los beneficios. Los resultados de esas confrontaciones se decantan y cristalizan en estructuras de distribución desigual de los beneficios y de las cargas entre los diferentes sectores e individuos que conforman la sociedad.

Estas estructuras de la desigualdad son más duraderas, no son inmóviles, pero cambian con lentitud, sólo se modifican en la larga duración y mediante esfuerzos de gran magnitud. Constituyen arreglos institucionales y persistentes que regulan los mecanismos macrosociales de asignación de empleos, ingresos, ganancias, presupuestos, status, poder y prestigio entre las clases, los géneros, los grupos étnicos, las regiones y otros agregados sociales.

Para comprender la solidez y persistencia de las estructuras de la desigualdad podría utilizarse la metáfora de un barco trasatlántico.[24] Existen unos cuantos camarotes de primera clase, reservados para la élite que tiene enormes recursos de capital y de otro tipo, después un número un poco mayor de cuartos de segunda clase, ocupados por empresarios medianos, con capitales más modestos, y para las clases medias, que tienen conocimientos, certificados educativos, control sobre la fuerza de trabajo, etc. Vienen después los congestionados compartimentos de tercera clase en los que se encuentran los trabajadores manuales con empleos formales. En las bodegas se apiñarían los más pobres, los excluidos y marginados, con calificaciones mínimas y sin empleos estables.

La estructura se refiere al número de lugares disponibles en cada una de las clases, que establecen límites para la movilidad social y la igualdad. Suponiendo que los ocupantes de tercera clase incrementaran sus capacidades y adquirieran certificados educativos, no por eso crecería el número de lugares disponibles en segunda clase, tal vez algunos pasajeros de segunda clase tendrían que pasarse a tercera y viceversa, pero la desigualdad de la estructura sería la misma. Si se incrementaran las capacidades individuales de todos los desempleados y excluidos, no por ello aumentaría el número de empleos formales, por lo que la exclusión y la desigualdad persistirían. Del mismo modo, si la estructura se mantuviera intacta y sólo se modificara el nivel de las interacciones, por ejemplo, con el combate a la discriminación y la puesta en práctica de medidas de acción afirmativa, es probable que algunas mujeres y algunos indígenas alcanzaran lugares en las clases superiores que antes estaban reservados a los hombres no indígenas, pero no cambiaría la estructura de posiciones. Esto no quiere decir que no sean importantes las acciones afirmativas o el desarrollo de las capacidades individuales, pero la desigualdad también tiene que ser combatida en el nivel estructural.

Esta metáfora trata de mostrar la cristalización de la desigualdad en configuraciones persistentes. Sin embargo, tiene una limitación grave: no capta de manera adecuada la capacidad de agencia de los sujetos, pareciera que las estructuras operan al margen de la personas, de sus relaciones y confrontaciones. El análisis del nivel estructural presenta visiones panorámicas de los grandes agregados sociales, pero tienen dificultad para captar los detalles de las relaciones sociales y de las acciones de los individuos. Requiere el complemento del estudio de las dinámicas de interacción y de las capacidades de los sujetos.

LA ARTICULACIÓN ENTRE LAS MÚLTIPLES DIMENSIONES DE LA DESIGUALDAD

Las desigualdades no son resultado de una única causa, tienen tras de sí largas historias en las que han intervenido muchos procesos. Es inútil tratar de encontrar un factor que sea el determinante exclusivo de la desigualdad, llámese conocimientos, riqueza o propiedad de los medios de producción. En este artículo se trató de mostrar que las desigualdades tienen que ver con las relaciones de poder en distintos planos, y el poder es algo que tiene ver con muchos recursos y capacidades. La desigualdad, entonces, es un fenómeno complejo, hay varios tipos de desigualdades e intervienen en ella distintos tipos de factores.

Hay diferentes bienes en torno a los que puede haber desigualdades: puede haber disparidades de ingresos, de calidad de vida, de status, de grados de libertad, de acceso al poder, etc. Con frecuencia se acumulan estos distintos tipos de desigualdades y hay sectores sociales que están favorecidos en casi todos los terrenos, pero no siempre ocurre así.[25]

Por otra parte, las desigualdades pueden referirse a las diferencias en los recursos que tienen los agentes para apropiarse de los bienes (desigualdad de activos), a la inequidad en los procedimientos para la distribución de esos bienes (desigualdad de oportunidades) o a la asimetría en la distribución final de los bienes (desigualdad de resultados). Las disparidades de resultados se aceptan con mayor facilidad cuando hay igualdad de oportunidades. En cambio, cuando las reglas y los procedimientos no son equitativos es común la indignación, porque se produce una injusticia en el momento mismo de la competencia.

Pero la justicia de procedimientos no basta, por eso las políticas de discriminación positiva introducen a propósito una desigualdad de oportunidades para propiciar una igualdad de resultados, con el fin de favorecer a sectores que han padecido desigualdades históricas. El marco equitativo de la igualdad de oportunidades es indispensable, pero no suficiente, porque la acumulación histórica de desigualdades produce que algunos sectores sociales tiendan a salir mejor librados en la competencia, por mucho que sus reglas sean equitativas. Como ha dicho Giddens, “la desigualdad de resultados de una generación es la desigualdad de oportunidades de la siguiente generación”.[26]

Por ello hay que poner atención tanto a lo que pasa antes de la competencia (la distribución previa de recursos), durante la competencia (las reglas, procedimientos e interacciones) y después de la competencia (las consecuencias en lo que respecta al acceso a los bienes), es decir, hay que buscar combinaciones adecuadas de las tres equidades, la de activos, la de oportunidades y la de resultados.[27]

La interconexión de las diferentes dimensiones de la desigualdad es una alternativa para comprender la complejidad de este fenómeno. También muestra que el combate contra la desigualdad tiene que articular acciones en los tres ámbitos: en el aspecto microsocial, desarrollar las capacidades de los sectores que han sido históricamente excluidos y explotados, para que puedan competir en condiciones de igualdad; en el nivel intermedio, eliminar los mecanismos de discriminación y todos los dispositivos institucionales que han favorecido de manera sistemática a ciertos grupos en detrimento de otros, así como impulsar medidas transitorias de acción afirmativa; y, en el ámbito macrosocial, transformar las estructuras de posiciones y los mecanismos más amplios de distribución de cargas y beneficios. Si la desigualdad tiene muchas caras, muchas aristas y muchas dimensiones, la búsqueda de la igualdad también es multifacética y tiene que desplegarse por diversas rutas.


[1] Un enfoque multidimensional de la desigualdad implicaría también analizar sus aspectos económicos, políticos y culturales, así como tomar en consideración los diferentes tipos de desigualdades (étnicas, de clase, de status, de género, por desconexión, etc.). Por limitaciones de espacio, aquí sólo se analiza la multidimensionalidad en el sentido de observar los aspectos individuales, relacionales y estructurales.

[2] En relación con los bienes primarios y las capacidades véanse John Rawls, Teoría de la justicia , México, Fondo de Cultura Económica, 1997 (ed. original, 1971), y Amartya Sen, Development as Freedom, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1999. Política y Cultura, otoño 2004, núm. 22, pp. 7-25

[3] Pierre Bourdieu, La distinción: criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988.

[4] Raymond Murphy, Social Closure: The Theory of Monopolization and Exclusion, Oxford, Clarendon Press, 1988, pp. 12-13

[5] Michael Argyle, The Psychology of Social Class, Londres/Nueva York, Routledge, 1994, p. 290.

[6] “Gran parte de lo que los observadores y participantes interpretan como diferencias individuales innatas de capacidad se debe, en realidad, a una experiencia categorialmente organizada.” Charles Tilly, La desigualdad persistente, Buenos Aires, Manantial, 2001, pp. 97-98

[7] Arjun Appadurai, La vida social de las cosas: perspectiva cultural de las mercancías, México, Grijalbo/Conaculta, 1991, p. 17

[8] Arjun Appadurai, op. cit.; Pierre Bourdieu, Sociología y cultura, México, Grijalbo/Conaculta,1990.

[9] Charles Tilly, op. cit., p. 35.

[10] “En las sociedades reales es claro que la capacidad de algunas personas para generar más tenencias o posesiones que otras depende de manera crucial de la sociedad en la que viven, de las actividades de aquellos que les han precedido, de la clase social, la familia, el género y la raza en la que han nacido y de la buena o mala suerte en cuanto a la salud, el lugar y el tiempo.” Tom Campbell, La justicia: los principales debates contemporáneos, Barcelona, Gedisa, 2002, p. 73

[11] Sobre la incrustación de los mercados en contextos culturales y políticos véanse Arjun Appadurai, op. cit.; Fred Myers, The Empire of Things: Regimes of Value and Material Culture, Santa Fe, School of American Research Press, 2001, y Karl Polanyi, “El sistema económico como proceso institucionalizado”, en Maurice Godelier (comp.), Antropología y economía, Barcelona, Anagrama, 1979, pp. 155-179.

[12] Carlos Marx, El capital: crítica de la economía política , v. I, México, Fondo de Cultura Económica, 1974 (original, 1867); Emile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Akal, 1982 (original 1912); Emile Durkheim y Marcele Mauss, “Sobre algunas formas primitivas de clasificación: contribución al estudio de las representaciones colectivas”, en Clasificaciones primitivas (y otros ensayos de antropología positiva), Barcelona, Ariel Antropología, 1996 (ed. original, 1903), pp. 23-103, y Max Weber, Economía y sociedad: ensayo de sociología comprensiva, México, Fondo de Cultura Económica, 1996 (ed. original, 1922).

[13] “Clasificar no significa únicamente constituir grupos: significa disponer esos grupos de acuerdo a relaciones muy especiales. Nosotros los representamos como coordinados o subordinados los unos a los otros, decimos que éstos (las especies) están incluidos en aquéllos (los géneros), que los segundos subsumen a los primeros. Los hay que dominan, otros que son dominados, otros que son independientes los unos de los otros. Toda clasificación implica un orden jerárquico del que ni el mundo sensible ni nuestra conciencia nos brindan el modelo.” Emile Durkheim y Marcele Mauss, op. cit., p. 30.

[14] Max Weber, op. cit., pp. 684 y ss.

[15] Erwing Goffman, Estigma: la identidad deteriorada , Buenos Aires, Amorrortu, 1986.

[16] Pierre Bourdieu, La distinción: criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988.

[17] Charles Tilly, op. cit., pp. 79 y ss.

[18] Ibid., pp. 87-90.

[19] Cynthia Fuchs, “Tinkerbells and Pinups: the Construction and Reconstruction of Gender Boundaries at Work”, en M. Lamont y M. Fournier (eds.), Cultivating Differences: Symbolic Boundaries and the Making of Inequality, Chicago, The University of Chicago Press, 1992, pp. 232-256

[20] Para una discusión sobre el concepto de capital social véanse James Coleman, Foundations of Social Theory, Cambridge, Harvard University Press, 1990, y Robert Putnam, Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy, Princeton, Princeton University Press, 1992.

[21] Jesse Ribot y Nancy Lee Peluso, “A Theory of Access”, Rural Sociology, vol. 2, núm. 2, junio, 2003, College Station, pp. 153-184.

[22] Alejandro Portes y Kelly Hoffman, “Latin American Class Structures: Their Composition and Change During the Neoliberal Era”, Latin American Research Review, vol. 38, núm. 1, 2003, pp. 41-82.

[23] Sobre redes de conocimiento como ventaja competitiva entre empresas y países véanse Manuel Castells y Pekka Himanen, The Information Society and the Welfare State: The Finnish Model. Oxford, Oxford University Press, 2002, y Trevor Haywood, Info-rich Info-poor: Access and Exchange in the Global Information Society, Londres, Bowker-Saur, 1995.

[24] La idea original de esta metáfora proviene de James Galbraith, quien utiliza la imagen de un rascacielos con distintos pisos para ilustrar la estructura de los salarios; James Galbraith, Created Unequal: The Crisis in American Pay, Nueva York, Free Press, 1998, pp. 55-56.

[25] Michael Walzer, Las esferas de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.

[26] Anthony Giddens, La tercera vía y sus críticos, Madrid, Taurus, 2001, p. 99.

[27] A veces se han querido contraponer igualdad y equidad, en la medida en que la primera tiene que ver con los recursos y las políticas de redistribución, mientras que se asocia la segunda con las oportunidades y las políticas de reconocimiento. Pero no se trata de procesos aislados: redistribución y reconocimiento se articulan para producir sociedades más equitativas, mientras que la ausencia de ambos contribuye a perpetuar procesos de exclusión y desigualdad. Al respecto véase Nancy Fraser y Axel Honneth, Redistribution or Recognition? A Political-Philosophical Exchange, Nueva York, Verso, 2003.

Crítica del dualismo crítico. El retorno de los enfoques esencialistas en el análisis de la cultura (2019) Luis Reygadas

Para Jesús Martín-Barbero, crítico de la razón dualista. Son muchas las maneras de entender y estudiar la cultura. Cada una presenta ventajas y desventajas; todo enfoque abre algunas ventanas y cierra otras. No se puede distinguir entre conceptos de cultura “buenos” y “malos”, pero cada perspectiva tiene implicaciones y consecuencias que es importante comprender. En este texto me interesa someter a crítica una manera de concebir la cultura que está en boga en la época contemporánea, muy especialmente en América Latina, en particular en la antropología, los estudios culturales y otras disciplinas sociales y humanísticas.

Llamaré “dualismo crítico” a esta forma de analizar la cultura, porque se caracteriza tanto por poseer una aproximación crítica, contestataria, como por recurrir a visiones dualistas que separan a las sociedades y las culturas en dos tipos antagónicos e irreductibles.

El cuestionamiento no es a sus dimensiones críticas, que considero valiosas, sino a sus rasgos dualistas, que me parecen problemáticos. No me refiero a una corriente teórica específica o a alguna escuela de pensamiento en particular, sino a una perspectiva, a un estilo, a una manera de discutir y analizar la cultura, que puede estar presente en muy diferentes tendencias académicas. No obstante, se señalarán algunos textos y autores que ejemplifican esta perspectiva.

En fechas recientes el dualismo crítico ha propiciado el retorno, bajo nuevas miradas, de concepciones esencialistas de la cultura. Durante varios siglos predominaron planteamientos que consideraban que cada sociedad, cada pueblo y cada grupo étnico tenía una cultura distintiva, homogénea a su interior y muy diferente de la de otros grupos, persistente, que constituía una especie de segunda naturaleza y que era compartida por todos los miembros del grupo.

En las últimas décadas del siglo XX fueron cuestionadas con severidad estas concepciones esencialistas, parecía que habían perdido su relevancia para el nuevo milenio. Trataré de mostrar que, lejos de haber desaparecido, los enfoques esencialistas han retornado bajo nuevas formas, en el marco del dualismo crítico.

Esto hace necesario insistir en la importancia de incorporar las dimensiones históricas y sociológicas en los estudios sobre las culturas.

El dualismo hegemónico

Cuando hablo de dualismo en general me refiero a maneras de ver el mundo que plantean la existencia de dos principios o dos tipos de ser esencialmente distintos, irreductibles, antagónicos.

Ya sea la separación religiosa entre cuerpo y alma, la oposición ética entre el bien y el mal, la diferenciación cartesiana entre sustancia extensa y sustancia pensante u otras dicotomías similares. Si pasamos de ese dualismo en general a las perspectivas dualistas sobre la sociedad se pueden mencionar otras oposiciones que han tenido enorme importancia en la constitución y el desarrollo de las disciplinas sociales y humanas.

Por ejemplo, los pares civilizado-primitivo, moderno-tradicional, occidental-no occidental, Oriente-Occidente, Norte-Sur, ideal-real, naturaleza-cultura, hombre-mujer, negro-blanco, indígena-no indígena, humano-no humano, comunidad- sociedad, dominante-dominado, desarrollado-subdesarrollado, ciencia-ideología, y muchos otros.

No es dualista quien utilice estas distinciones, pues sería casi imposible construir un discurso sobre la sociedad sin recurrir a ellas. Lo que vuelve dualista a una perspectiva es considerar que entre los dos elementos que se oponen existe una diferencia esencial, constitutiva, irreductible, que no es fruto de la historia, sino de características primordiales o naturales, que subsisten más allá de las experiencias, de las relaciones y de los contextos.

En los dualismos pueden distinguirse cuatro dimensiones de oposición que son pertinentes para esta discusión: la primera es ontológica, la segunda epistemológica, otra es éticovalorativa y la última es política.

La dimensión ontológica se refiere a que se considera que los dos elementos de la oposición son esencialmente distintos, tienen naturalezas diferentes. Por ejemplo, la idea de que hombres y mujeres son completamente distintos o que los negros no tienen alma y los blancos sí.

El enfoque epistemológico alude a que, debido a su naturaleza contrastante, cada uno de los extremos de la oposición debe ser conocido de una manera radicalmente distinta al otro, o bien presenta desafíos metodológicos absolutamente diferentes. Por ejemplo, el señalamiento de que los métodos para conocer la naturaleza son inconmensurables y completamente distintos a los que se utilizan para conocer la sociedad, o que no hay puntos de contacto entre las metodologías que se requieren para estudiar la economía y la cultura.

Otra muestra de dualismo epistemológico se encuentra en la constitución de una disciplina específica para el estudio de los pueblos “primitivos”: la antropología, mientras que otros campos del conocimiento, entre ellos la sociología y la economía, abordarían a las sociedades “modernas”.

La aproximación ético-valorativa consiste en estimar de manera absolutamente positiva a uno de los polos de la dualidad y de manera completamente negativa al lado contrario. Por ejemplo, afirmar que las sociedades modernas son organizadas, progresistas, abiertas y democráticas, mientras que las tradicionales serían caóticas, conservadoras, cerradas y autoritarias.

Por último, la visión política señala que debe darse un tratamiento del todo diferente a cada una de las partes que componen la dualidad. Por ejemplo, la recomendación de que los valores occidentales deben ser defendidos y promovidos mientras que los no occidentales deben suprimirse o transformarse.

Con frecuencia, estas diferentes dimensiones de las propuestas dualistas se entremezclan y se refuerzan. Cuando se piensa que las mujeres son radicalmente distintas de los hombres (ellas son pasionales, los hombres racionales, etcétera), se justifica que las vías para conocerlas son diferentes que las que se emplearían para estudiar a los varones; asimismo, las características que se les imputan se consideran inferiores a las del género masculino y el tratamiento que debe dárseles tiene que ser completamente distinto que el que se procura a los miembros varones de la sociedad.

Un ejemplo más clásico: si se cree que los “otros” pueblos son completamente distintos de las sociedades occidentales (dimensión ontológica), se requiere una disciplina especial para estudiarlos: la antropología (dimensión epistemológica), se les cuelgan atributos negativos (dimensión ético-valorativa) y se prescribe para ellos un tratamiento específico, de exclusión, integración, eliminación o aculturación, que no requerimos “nosotros” (dimensión política).

Un ejemplo de la intersección entre los campos epistemológico y ético-valorativo del dualismo se encuentra en la distinción tajante entre el conocimiento científico y otras formas de conocimiento, de la cual se deriva una sobrevaloración de la ciencia y una denigración de otros saberes. Esto no quiere decir que de la oposición ontológica se deriven las otras dicotomías dualistas, a partir de una lógica consciente y racional.

Con frecuencia ocurre lo contrario: es a partir de intereses económicos y políticos, o de los prejuicios ideológicos hacia un grupo, que se construyen argumentos que justifican su diferencia radical con respecto al propio grupo. Las diferentes dimensiones del dualismo se entremezclan y, con frecuencia, se refuerzan unas a otras.

Pese a las intersecciones que se producen entre las cuatro dimensiones del dualismo, cada una tiene sus propias especificidades y puede darse el caso de que una visión del mundo no sea dualista –o no sea por completo dualista– en todos los campos. También puede hablarse de grados de dualismo, en tanto que pueden existir diferentes intensidades en la radicalidad de la oposición que se atribuye a los términos que se confrontan. La noción colonial “los negros no tienen alma, los blancos sí”, implica un grado de oposición mucho más radical que la afirmación contemporánea de que “los negros tienen una cultura completamente diferente a la de los blancos”.

En ambos casos se trata de enunciaciones dualistas, pero no son idénticas. Existen distintos grados de dualismo, desde los más radicales que son comunes en los discursos religiosos y los fundamentalismos de todo tipo, hasta los más moderados, que son moneda corriente en los discursos políticos y académicos cotidianos. El problema no está en utilizar oposiciones o en señalar contradicciones y diferencias, ya que existen y es conveniente identificarlas y comentarlas.

El error estriba en absolutizar esas diferencias, en pensar que son de esencia y no de grado, en perder de vista su historia, en no considerarlas construcciones sociales, en llevar esas oposiciones hasta extremos de irreductibilidad y antagonismo totales.

Lo dicho hasta aquí, y en particular los ejemplos proporcionados, apuntan a un dualismo fácil de reconocer, que ha estado presente en los discursos hegemónicos desde hace varios siglos, que ha formado parte de los argumentos con los que se han justificado el colonialismo, el racismo, el patriarcado y el positivismo. Se le podría llamar dualismo hegemónico, tanto por el predominio que alcanzó en muchas disciplinas como por ser un elemento constituyente de diversos proyectos de dominación.

El dualismo hegemónico ha sido objeto de numerosas críticas durante las últimas cuatro décadas. Parecía que esos cuestionamientos apuntaban hacia un declive del dualismo en general, pero la razón dualista ha resurgido desde otros ámbitos distintos a los hegemónicos. En lo que sigue intentaré describir ese otro tipo de dualismo, el que se entrelaza con algunas perspectivas críticas, que pocas veces ha sido objeto de escrutinio.

El dualismo crítico

En ciencias sociales y humanidades los enfoques críticos se caracterizan por “considerar que el saber tiene sentido en tanto que se articula con la transformación social, con un proyecto político” (Restrepo, 2012: 130). Se trata de enfoques que no sólo buscan explicar y comprender la realidad social, sino también cambiarla, porque encuentran en esa realidad diversas formas de dominio, explotación, desigualdad, exclusión, enajenación y otros fenómenos que deben ser objeto de crítica y transformación.

Las perspectivas críticas han sido fundamentales para cuestionar el dualismo hegemónico. Han señalado el papel que han tenido las dicotomías en el pensamiento occidental y han denunciado su utilización en la dominación colonial, patriarcal y capitalista.

No obstante, hay ocasiones en que las perspectivas críticas no se desmarcan de las estructuras argumentales del pensamiento dualista, sino que sólo invierten las oposiciones clásicas, las cambian de sentido, quizá con intenciones emancipadoras y transformadoras, pero reproducen, bajo nuevas formas, el esencialismo de las formulaciones dualistas, que plantean una oposición radical e irreductible entre dos partes del mundo o dos tipos de seres esencialmente diferentes.

Esto es lo que constituye lo que llamo dualismo crítico: una perspectiva con orientaciones transformadoras, que toma partido por los grupos subalternos y las causas emancipadoras, pero que analiza los fenómenos sociales de manera dualista, destacando la oposición radical y la diferencia irreductible, esencial, entre dos mitades del mundo: Oriente y Occidente, Sur y Norte, dominados y dominadores, mujeres y hombres, negros y blancos, indígenas y no indígenas, colonizados y colonizadores, ciencia y no ciencia, etcétera.

A diferencia del dualismo clásico o hegemónico, que ha atribuido características positivas al polo dominante de la dualidad y ha estigmatizado al dominado, el dualismo crítico invierte las valoraciones: exalta el lado subalterno de las oposiciones y rechaza su parte dominadora.

En lo que ambos coinciden es en reproducir las dicotomías dualistas. ¿Cómo y por qué algunas perspectivas críticas reproducen el dualismo que dicen rechazar? Intentaré responder a esta pregunta a partir de algunos ejemplos.

Naturaleza/cultura: giro ontológico y alteridad radical

En los últimos veinte años en la sociología y la antropología se han producido críticas significativas a la oposición dualista entre naturaleza y cultura. Los trabajos de Bruno Latour, Philippe Descola y Eduardo Viveiros de Castro, por mencionar algunos de los más destacados, han mostrado con agudeza las limitaciones de las visiones que separan la naturaleza y la cultura en compartimientos estancos.

Las tesis de Bruno Latour en torno a la agencia de actores no humanos (Latour, 2007 y 2008) rompen con la separación radical de las personas y las cosas en el análisis social. Latour propone estudiar las redes de interacciones entre agentes humanos y no humanos, así como aquellos híbridos que proceden tanto de la naturaleza como de la cultura. Cuestiona el concepto de cultura y prefiere hablar de colectivos que son una articulación de procesos naturales y culturales: “Pero la noción misma de cultura es un artefacto creado por nuestra puesta entre paréntesis de la naturaleza. Sin embargo, así como no hay una naturaleza universal, tampoco hay culturas diferentes o universales. Sólo hay naturalezas-culturas y son ellas las que ofrecen la única base de comparación posible” (Latour, 2007: 153, cursivas en el original).

A partir de sus investigaciones sobre algunos pueblos amazónicos, Philippe Descola propone ir más allá de la oposición entre naturaleza y cultura (Descola, 2012). Sostiene que, en contraste con Occidente, muchos grupos indígenas no hacen una distinción tajante entre seres humanos y no humanos, sino que los ven como parte de un continuum en el que las diferencias entre ellos son de grado y no de esencia:

[…] a diferencia del dualismo más o menos estanco que, en nuestra visión del mundo, rige la distribución de los seres, humanos y no humanos, en dos campos radicalmente distintos, las cosmologías amazónicas despliegan una escala de seres en la que las diferencias entre hombres, plantas y animales son de grado y no de naturaleza. […]

A pesar de sus diferencias, todas estas cosmologías tienen una característica común: no establecen una distinción esencial y tajante entre los humanos, por una parte, y un gran número de especies animales y vegetales, por otra. La mayor parte de las entidades que pueblan el mundo están unidas unas a otras en un vasto continuum animado por principios unitarios y gobernado por un régimen idéntico de sociabilidad (Descola, 2004: 26 y 28).

De manera similar, el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro critica la distinción clásica entre naturaleza y cultura y las dicotomías que con ella se han asociado:

[…] esta crítica exige la disociación y redistribución de las cualidades atribuidas a las series paradigmáticas que tradicionalmente se oponen bajo las etiquetas de Naturaleza y Cultura: universal y particular, objetivo y subjetivo, físico y moral, hecho y valor, dado y construido, necesidad y espontaneidad, inmanencia y trascendencia, cuerpo y espíritu, animalidad y humanidad, entre otras tantas (Viveiros de Castro, 2004: 37).

Me parece muy atinada la sugerencia de Viveiros de Castro de disociar las cualidades que tradicionalmente se han atribuido a cada uno de los polos de la oposición. Es una recomendación útil no sólo en relación con el par naturaleza y cultura, sino también para el estudio de otras particiones. Las cualidades no se pueden atribuir a priori a cada parte de la dicotomía, no son esenciales ni excluyentes, tienen que investigarse en cada caso concreto.

A partir de las agudas formulaciones de Latour, Descola y Viveiros de Castro pudiera pensarse que en las ciencias sociales contemporáneas resta muy poco espacio para perspectivas dualistas en torno a la naturaleza y la cultura. Sin embargo, muchas de las ideas de estos autores han sido utilizadas justo para reforzar otro tipo de dualismo, el que opone de manera radical a las sociedades consideradas modernas con los pueblos indígenas o no occidentales.

El llamado “giro ontológico” en la antropología es un buen ejemplo de los dilemas que enfrenta el dualismo crítico. Las tesis, certeras y fundadas en excelentes estudios etnográficos, de que algunos pueblos de la Amazonia y de otras latitudes no hacen una distinción tajante entre naturaleza y cultura se han esgrimido para argumentar la existencia de una diferencia absoluta entre las modernas sociedades occidentales y otras sociedades. Se emplea la noción de alteridad radical o diferencia radical (Escobar, 2014: 109) para mostrar los abismos que existen entre estas dos entidades. La idea de alteridad radical supone la inconmensurabilidad de los mundos ajenos al nuestro, como ha señalado González-Abrisketa (2016: 116), quien ha resumido así algunas de las críticas al dualismo del giro ontológico:

[…] En directa referencia al multinaturalismo de Viveiros de Castro, se ha señalado que los postulados sobre la alteridad radical y los mundos inconmensurables no permiten, en su ensimismamiento, tomar en cuenta conflictos ni historicidades de mundos ensamblados, ni redes de interés globales, y por tanto no proporcionan [las] herramientas necesarias para comprender problemas compartidos, ni siquiera las luchas políticas de los llamados “nativos” (Kohn, 2015; Ramos, 2012).

En segundo lugar, los y las que difieren de los principios fundacionales del llamado “giro ontológico” han notado que, en el anhelo de dejar atrás el dualismo naturaleza- cultura, se reifica el dualismo moderno-premoderno, y sobre todo la contraposición que se hace del multinaturalismo amerindio con el mononaturalismo y multiculturalismo euroamericanos.

Postular que existe una alteridad radical, absoluta, entre la cosmovisión del científico social y aquéllas de los grupos que estudia no ayuda a la comprensión de la diversidad cultural, sino que la encasilla en dos compartimientos estancos: vuelve a trazar una línea de demarcación total entre ellos y nosotros.

Una cosa es reconocer que existen diferencias culturales muy profundas, lo cual es cierto, y otra es absolutizar esas diferencias hasta plantear que son inconmensurables. Desde mi punto de vista las dificultades comunicativas no son exclusivas de las interacciones entre Occidente y otras sociedades. Ni en las relaciones interculturales ni en aquellas que se producen entre personas con bagajes culturales similares se logra la conexión total; por muchas coincidencias que existan o por muy buena que sea la comunicación siempre habrá un margen de incomprensión. Nunca hay ni alteridad radical ni mismidad o identidad radical, lo que sí existe son las diferencias más o menos profundas, niveles de comprensión mayores o menores.

El punto central de la discusión es si las diferencias son absolutas, radicales, esenciales, insuperables, o si, a pesar de ser profundas, son de grado y, por lo tanto, puede crearse algún tipo de conexión, traducción o conmensurabilidad. Viveiros de Castro señala que “[…] los dos puntos de vista cosmológicos aquí comparados –a los que he llamado ‘occidental’ y ‘amerindio’– no son ‘composibles’[1] desde nuestro punto de vista” (2004: 67, cursivas en el original). En efecto, desde un punto de vista etnocéntrico son cosmovisiones que no pueden armonizarse, son intraducibles e incompatibles.

Ahora bien, si se supera el etnocentrismo, desde otros marcos de referencia, los diferentes puntos de vista pueden dialogar y encontrar espacios de concertación entre ellos. Latour insiste en que nunca fuimos modernos, que no existen diferencias esenciales entre los distintos colectivos que enlazan agentes humanos y no humanos.

Propone una antropología simétrica que “suspende toda afirmación sobre lo que distinguiría a los occidentales de los otros” (Latour, 2007: 152). Sostiene que hay similitudes profundas entre las distintas naturalezas- culturas, porque entre ellas existen diferencias de escala y de grado, no ontológicas: “Hay en verdad diferencias de tamaño. No hay diferencias de naturaleza, y mucho menos de cultura” (Latour, 2007: 159).

¿Por qué, entonces, muchos científicos sociales insisten en trazar fronteras infranqueables entre Occidente y el resto del mundo? Latour aventura una hipótesis: “No es sólo por arrogancia por lo que los occidentales se creen radicalmente distintos de los otros, también por desesperación y autocastigo. Les gusta cultivar [el] miedo a propósito de su propio destino” (Latour, 2007: 166). Se puede agregar que no basta con criticar una sola de las dicotomías dualistas, en este caso la oposición radical entre naturaleza y cultura, sino que se debe cuestionar el pensamiento dualista en general, porque de no ser así puede reaparecer de otra manera, por ejemplo bajo la tesis de la alteridad radical entre las sociedades modernas y otras sociedades.[2]

Ahora bien, ¿qué implicaciones tiene el hecho de que el llamado giro ontológico cuestione la noción misma de cultura?; ¿significa que deberíamos abandonar el concepto de cultura y sustituirlo por el de ontología o por el de naturalezacultura?

Me parece que no es así. Lo que cuestiona el giro ontológico es la separación conceptual entre el mundo de los humanos y el de las entidades no humanas o, dicho de otro modo, la escisión analítica radical entre naturaleza y cultura.

Es pertinente la sugerencia de evitar esa escisión, para tomar en cuenta las múltiples intersecciones entre los distintos tipos de agentes y la coproducción de la naturaleza y la cultura.

Aunque los fenómenos culturales siguen existiendo, es decir, sigue habiendo procesos de producción, intercambio y apropiación de significados. Y por ende también siguen presentes las diferencias culturales. La circunstancia de que haya otro tipo de diferencias –ontológicas, políticas, económicas, etcétera– no elimina la diversidad cultural, por lo que el concepto de cultura mantiene su relevancia, lo mismo que el estudio de esa diversidad. Los conceptos de ontologías o naturalezasculturas no hacen desaparecer lo cultural, sino que lo articulan con otros fenómenos. Por eso no pueden verse como alternativas o como sustitutos de la noción de cultura, sino como intentos para enmarcarla en un contexto más abarcador.

Esos conceptos se enfrentan prácticamente a los mismos dilemas y cuestionamientos que la propia idea de cultura. Explorar la interpretación entre lo natural y lo cultural puede generar una apertura del análisis cultural, pero debe hacerse sin reproducir otras dicotomías dualistas.

Oriente/Occidente: los riesgos del occidentalismo

Debemos a Edward Said la crítica del orientalismo como visión estereotipada y homogeneizadora de las culturas no occidentales (Said, 2008). En sus palabras, la acepción más generaldel orientalismo es “[…] un estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y —la mayor parte de las veces— Occidente”(Said, 2008: 21, resaltado en el original).

En las últimas décadas,la antropología ha tratado de evitar el orientalismo, mediante el análisis de la complejidad y diversidad de las culturas no occidentales, mostrando la heterogeneidad, las tensiones y las contradicciones que se producen en ellas. Pese a que persistenlas tentaciones románticas que llevan a idealizar a las comunidades indígenas, se ha avanzado en la deconstruccióndel orientalismo y de las visiones que veían una correspondenciaautomática entre grupo étnico, cultura e identidad(Grimson, 2011).

Muchos trabajos etnográficos, entre otros losde Marisol de la Cadena, han mostrado que las barreras entre indígenas y mestizos no son infranqueables, que las identificaciones se construyen en interacciones conflictivas y que persistela heteroglosia pese a los intentos de purificar y delimitarlas identidades (De la Cadena, 1991 y 2006). Sin embargo, se ha avanzado muy poco en la deconstrucción del otro polo de la dualidad, el que se refiere a Occidente.

Aunque la inmensa mayoría de los pensadores críticos simpatizan con las tesis de Said sobre el orientalismo, con frecuencia caen en el occidentalismo (Carrier, 1995), es decir, conservan una visión estereotipada de Occidente, y sostienen una distinción ontológica y epistemológica entre Occidente y el resto del mundo. Encontramos con frecuencia descripciones de Occidente o de la cultura occidental como si fueran algo homogéneo, monolítico, sin tensiones ni contradicciones internas. Se olvida que eso que llamamos Occidente nunca existió aislado del Oriente y de otras regiones, que se constituyó en la interacción. Se pierde de vista que, en sentido estricto, Occidente no es una realidad empírica que se pueda identificar con claridad o que tenga fronteras nítidas, sino una construcción discursiva que fue acuñada por algunos agentes como parte de estrategias de dominación.

Ahora bien, algunas perspectivas críticas insuflan nueva vida a esa construcción discursiva para ubicarla como blanco predilecto de muchos de sus embates. Se reproduce la dicotomía Oriente/Occidente cuando se piensa que la cultura occidental es homogénea y radicalmente distinta de todas las demás.

Por ejemplo, el texto “Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos”, de Edgardo Lander (2000), agrupa una gran cantidad de vertientes de la filosofía y de diversas ciencias sociales producidas en Europa y en Estados Unidos entre los siglos XVI y XX como si formaran un conjunto articulado y monolítico, parte de un mismo proyecto hegemónico occidental de dominación y exclusión, al que se podrían oponer los postulados críticos latinoamericanos, que constituirían otro bloque igualmente coherente.

En la antropología contemporánea es frecuente tildar de esencialistas a las etnografías que presentan como algo uniforme la cultura de un grupo étnico integrado por unos cuantos miles de personas que viven en la misma región, porque no advierten las diferencias que existen a su interior a partir del género, la generación, la localidad, el rango, la escolaridad o la clase social. Sin embargo, muchas veces se aceptan cómo válidas las generalizaciones sobre Occidente o sobre la cultura occidental, a pesar de que meten en un mismo saco a decenas de países, a cientos de millones de personas, a varios siglos de historia. ¿Cómo es posible que se acepte tal desmesura analítica, sin mayor reflexión? Me parece que esto se debe a una sobredeterminación de la agenda política sobre la investigación.

Vivimos en una época con terribles dilemas ambientales y con enormes desigualdades sociales y regionales. Este contexto estimula la tentación de achacar todos los males a un solo responsable: los países ricos y la civilización occidental que defienden. Por supuesto que los Estados-nación industrializados, sus clases dominantes y muchas de las características de eso que se llama genéricamente “cultura occidental” (el consumismo, la primacía de la ganancia individual, el afán por el crecimiento a toda costa, la fe ciega en el conocimiento científico, etcétera) tienen una importante responsabilidad en el deterioro ambiental y en la desigualdad social, pero hay muchos otros actores y factores en juego, además de que dichas características también se presentan en otras partes del mundo y de que “Occidente”, o la “cultura occidental”, es en sí mismo mucho más diverso y heterogéneo que las caricaturas que con frecuencia se confeccionan sobre él.

Son configuraciones culturales complejas y contradictorias. Reducirlas a unos cuantos rasgos negativos borra siglos de historia y pierde de vista la agencia de millones de mujeres y hombres. Además de que la constitución de lo que llamamos Occidente no es una historia aislada, sino el resultado de muchas interacciones en las que también ha participado el resto del mundo, de muchas maneras. Se fabrica una versión crítica de Occidente, pero tan simple y tan reduccionista como las imágenes estereotipadas de Oriente que analizó Said.

En el discurso político es atractivo recurrir a una dicotomía que opone radicalmente un Occidente perverso, individualista, explotador y depredador a un no-Occidente comunitario, solidario y en armonía con la naturaleza. No obstante, estos discursos reproducen concepciones esencialistas que no ayudan a comprender los procesos sociales contemporáneos.

El occidentalismo puede combatirse mediante la realización de estudios sobre las múltiples y diversas configuraciones culturales que existen en las sociedades contemporáneas.

En lugar de simplemente repetir las trilladas narrativas sobre Occidente sería más interesante hacer etnografías de los diversos occidentes, con minúscula; indagar cómo en cada lugar y en cada proceso se articulan y se confrontan de manera particular distintos actores y diferentes lógicas culturales.

También hay que evitar la oposición dualista entre cultura occidental y culturas indígenas, como si fueran absolutamente diferentes y no hubiese intersecciones entre ellas. Un ejemplo de lo anterior son los planteamientos de Arturo Escobar, quien se ha distinguido por criticar las ontologías dualistas y defender las relacionales y posdualistas (Escobar, 2014). No obstante, esta intención relacional se ve limitada porque atribuye de manera tajante (y dualista) virtudes relacionales a los movimientos sociales y a los pueblos amerindios, mientras que achaca defectos dualistas a la sociedad occidental, como si en el pensamiento moderno en Occidente no existieran los planteamientos relacionales y, a su vez, otras cosmovisiones estuvieran exentas de dualismos.

Esta propensión a la atribución dualista de cualidades y defectos se puede ilustrar en las, siguientes afirmaciones: “[…] por un lado, los conocimientos modérnicos (CMs) son limitados para iluminar caminos ante la crisis social, ecológica y cultural actual y, por el otro, los conocimientos pachamámicos (CPs) son vitales para ello” (Escobar, 2011: 268, cursivas en el original). “Es claro, sin embargo, que los CPs, que provienen más directamente de los movimientos sociales, son un espacio de particular relevancia social, política y ecológica de las ontologías relacionales” (Escobar, 2011: 269).

Incluso un fuerte crítico del dualismo como Arturo Escobar incurre en posiciones dicotómicas debido a sobredeterminaciones ideológicas y políticas que conducen a separar el mundo en dos mitades absolutamente diferentes: el de las ontologías no occidentales, que son vistas como fuente de alternativas deseables, y el de la filosofía occidental, que es considerada como esencialmente negativa. Es válido simpatizar con o diferir de una determinada cosmovisión; lo que es dualista es atribuir a priori todas las cualidades positivas a la ontología que se prefiere y un cúmulo de inconveniencias a la que se rechaza, sin dejar espacio para la indagación concreta de sus características realmente existentes.

Antropologías del Norte/antropologías del Sur: ¿diferencias esenciales o históricas?

Otra dicotomía que recurre a los puntos cardinales y que hoy está en boga es la que opone al Norte y al Sur, o su variante centro-periferia. Es frecuente encontrar expresiones como “antropologías del Sur” (Krotz, 1993), o “antropologías centrales y periféricas” (Cardoso de Oliveira, 1999). Esta oposición muestra las diferencias que existen entre la antropología que se desarrolla en distintos países, distinguiendo los que han sido hegemónicos en el campo antropológico (Inglaterra, Francia, Estados Unidos, entre otros), de otras naciones industrializadas que han tenido menos influencia en las teorías antropológicas a nivel mundial (por ejemplo, España, Suecia, Japón), y los Estados del Sur, con toda su diversidad.

También permite reflexionar sobre las relaciones de poder y de sentido que se presentan en la disciplina de la antropología global (Lins Ribeiro y Escobar, 2009; Restrepo, 2012). El problema comienza cuando estas diferencias entre las prácticas antropológicas –que efectivamente existen– dejan de ser vistas como configuraciones fruto de la historia y son presentadas como divergencias esenciales que delimitan de manera rígida dos tipos de conocimiento completamente diferentes.

De ahí a atribuirles virtudes y defectos inherentes y permanentes a cada uno de los dos tipos de antropología hay sólo un paso. Los dualismos ontológico y epistemológico se convierten con facilidad en dualismo ético-valorativo. Hay quienes piensan que las antropologías del Sur tienen que romper por completo con las llamadas antropologías hegemónicas:

Algunos antropólogos señalan que el paradigma occidental de la antropología, centrado en el estudio de la alteridad, no es el adecuado para las cuestiones que interesan a los países del Tercer Mundo, en pleno proceso poscolonial y de construcción nacional. Esto lleva a algunos a proponer rupturas totales con la epistemología occidental de la Ilustración, a centrarse en paradigmas basados en marcos teóricos de saber local (por ejemplo, de base teológica), que se niegan a “reconocer” a la ciencia occidental como interlocutora posible (Kaviraj, 2000; Ramanujan y Narayana Rao, en Subrahmanyan, 2000: 92; Fahim y Helmer, 1980).

A otros los lleva a cuestionar cuál sería el nuevo paradigma antropológico en un contexto de fin del proyecto colonial que produjo el paradigma de la “alteridad”. Mafeje (1976), por ejemplo, señala que el paradigma antropológico es idéntico al de las demás ciencias sociales burguesas –fundamentalmente positivista y funcionalista–, que está vinculado a la expansión del capitalismo liberal y llamado a desaparecer si se adopta una perspectiva epistemológica verdaderamente radical (Narotzky, 2011: 32).

¿Cómo mantener el impulso crítico que subyace a las discusiones sobre las antropologías del Sur sin caer en el dualismo?; ¿cómo conservar la perspectiva global que ofrece la indagación de las antropologías del mundo sin quedar atrapados en las trampas de las dicotomías rígidas? Para ello se precisa un concepto de cultura que rompa con la ecuación entre posición en la estructura social y adscripción cultural.

En muchos conceptos convencionales de cultura la ubicación social determina por completo la cultura de los agentes: todos los nuer comparten la cultura nuer, los mexicanos tienen la cultura mexicana, la clase alta tiene cultura de clase alta, los antropólogos franceses desarrollan una antropología del Norte, los antropólogos colombianos hacen antropología del Sur, etcétera. Si bien el origen geográfico y social, la posición de clase, la inserción institucional y la ubicación en el campo inciden en la manera de pensar y en las formas de hacer antropología, no se trata de una determinación absoluta. Los procesos de construcción y transmisión de significados tienen una cierta autonomía, los sujetos cuentan con capacidad de agencia y de interpretación, además de que las mediaciones importan (Martín-Barbero, 1991).

Despojadas del dualismo, las distinciones Norte-Sur y centro-periferia son un buen punto de partida, pero habrá que indagar en cada caso las características específicas de los procesos de producción de conocimientos.

Justo es decir que muchos autores que han escrito sobre las antropologías del Sur lo han hecho sin caer en posiciones dualistas, pues su preocupación se ha centrado en mostrar la pluralidad de la disciplina y en hacer visible a la antropología generada desde enfoques y lugares diferentes a los hegemónicos (Cardoso de Oliveira, 1999; Krotz, 1993; Lins Ribeiro y Escobar, 2009; Narotzky, 2011).

Epistemologías del Norte/epistemologías del Sur: el dualismo que resurge en donde menos se le espera

En estrecha conexión con el punto anterior se ubican las discusiones impulsadas por el pensador portugués Boaventura de Souza Santos sobre las epistemologías del Sur, que reclaman nuevos procesos de producción y de valorización de conocimientos, científicos y no científicos “[…] a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido, de manera sistemática, destrucción, opresión y discriminación causadas por el capitalismo, el colonialismo y todas las naturalizaciones de la desigualdad en las que se han desdoblado”. (Santos, 2012: 16).

Boaventura de Souza Santos se ha propuesto superar el dualismo que ha caracterizado a buena parte del pensamiento occidental. Esto se observa en su crítica del pensamiento abismal que traza

[…] líneas radicales que dividen la realidad social en dos universos, el universo de “este lado de la línea” y el universo “del otro lado de la línea”.

La división es tal que “el otro lado de la línea” desaparece como realidad, se convierte en no existente, y de hecho es producido como no existente. No existente significa no existir en ninguna forma relevante o comprensible del ser (Santos, 2010: 12).

La afirmación anterior es una aguda crítica del dualismo ontológico que plantea que existe una separación radical entre dos tipos de seres. Asimismo, Boaventura de Souza Santos sostiene que existen distintas formas de conocimiento que pueden colaborar en una ecología de saberes. Afirma también que debe darse “igualdad de oportunidades a las diferentes formas de saber” (Santos, 2009: 116). Sin embargo, quizá como reacción frente a las relaciones de dominación, o tal vez para tratar de contrarrestar la supremacía que ha ejercido la ciencia sobre otras formas de conocimiento, De Souza Santos contradice esa igualdad de oportunidades, porque con frecuencia destaca las características negativas del conocimiento científico al mismo tiempo que resalta las cualidades positivas de las demás formas.

Por ejemplo, afirma que el científico es “totalitario”, porque niega el carácter racional de otras formas de conocimiento (Santos, 2009: 21), “desencantado y triste, […pues] al objetivar los fenómenos los objetualiza y degrada” (Santos, 2009: 37). Tiende a sobrevalorar las maneras del conocer producidas en el Sur, a las que considera emancipatorias y con mayor impulso para generar innovaciones cognitivas, en particular si están vinculadas a las luchas de los pueblos indígenas.

Reaparecen las dicotomías y los esencialismos, como si el conocimiento científico fuera siempre “occidental”, proveniente del “Norte” y de los poderosos y, por lo tanto, objeto de sospecha, mientras que lo que viene de las luchas del Sur fuera siempre positivo. Aunque Boaventura de Souza es muy cuidadoso en señalar los aportes que ha hecho la ciencia y las limitaciones que tiene el sentido común (Santos, 2009: 55-56), tiende a atribuir virtudes gnoseológicas intrínsecas a los saberes que son producidos por sujetos subalternos que tienen posiciones políticas rebeldes, mientras que atribuye defectos a los conocimientos generados por sujetos que ocupan posiciones de poder, como si la orientación ideológico-política, la ubicación en la estructura social o el origen étnico otorgaran a priori validez o invalidez desde el punto de vista epistemológico.

Una cosa es criticar las desigualdades y las diferencias de poder que existen en la producción de conocimientos y otra muy distinta es sobredeterminar el valor del conocimiento a la posición política de quien lo genera. Se advierte en sus postulados una tensión entre un lúcido intento por superar las dimensiones cognitivas y epistemológicas del dualismo hegemónico y un apego a las características ético-valorativas y políticas del dualismo crítico, que reintroduce líneas abismales entre Occidente y el resto del mundo, entre lo dominante y lo subalterno.

Para trascender el dualismo epistemológico es fundamental no exaltar ni descartar a priori ningún tipo de conocimiento, sino brindar a todos los saberes respeto y verdadera igualdad de oportunidades, pero también someterlos a todos al escrutinio y a la crítica, porque ninguno es esencialmente positivo o negativo. La propuesta, perfectamente legítima, de cuestionar las prácticas cognitivas hegemónicas y al mismo tiempo revalorar los conocimientos producidos por quienes han sido excluidos, discriminados y estigmatizados no debería dar paso a la idealización de las sabidurías populares y a la estigmatización de los postulados científicos, en una inversión de las dicotomías coloniales que sigue siendo dicotómica.

Todas las personas pueden producir saberes válidos, sin que el grado de profesionalización, el origen étnico, la clase social, el género o cualquier otra distinción otorgue virtudes o defectos cognitivos a priori. Esto implica que las diferentes formas de conocimiento y los saberes producidos por todas las personas son reconocidos como valiosos, al mismo tiempo que se aceptan sus limitaciones, por lo que todos deben estar sujetos a la crítica y la vigilancia epistemológica, ya que ninguno tiene de antemano la garantía de ser objetivo, científico o emancipador.

Hegemonía/subordinación: las geometrías variables del poder

Comencemos por la ruptura con lo que Mattelart ha llamado la “contrafascinación del poder”, ese funcionalismo de izquierda según el cual el sistema se reproduce fatal, automáticamente y al través de todos y cada

uno de los procesos sociales. Concepción alimentada desde una teoría funcionalista de la ideología —por más marxista que ésta se proclame

[…]. Frente a ese fatalismo paralizante, desmovilizador, estamos comenzando a comprender que si es cierto que el proceso de acumulación del capital requiere formas cada vez más perfeccionadas de control social y modalidades cada vez más totalitarias, también es la pluralización del poder. Estamos comenzando a romper con la imagen, o mejor con el imaginario, de un poder sin fisuras, sin brechas, sin contradicciones que a la vez lo dinamizan y lo tornan vulnerable. Se trata, tanto en la teoría como en la acción política, de un desplazamiento estratégico de la atención hacia las zonas de tensión, hacia las fracturas que, ya no en abstracto sino en la realidad histórica y peculiar de cada formación social, presenta la dominación (Martín-Barbero, 2002: 108-109).

Uno de los núcleos duros del dualismo crítico reside en las concepciones esencialistas del poder y la dominación. Las ciencias sociales han tratado de despojarse de las concepciones esencialistas de la cultura, pero éstas han resurgido, en parte, porque se ha mantenido una concepción esencialista del poder que, en lugar de ser entendido como una relación social, es visto como una cosa que unos poseen (los poderosos) y de la que otros carecen (los dominados).

Como ejemplo de estas concepciones esencialistas pueden mencionarse los planteamientos de Louis Althusser, quien veía a la ideología como un mecanismo perfectamente aceitado, capaz de reproducir la visión del mundo de la clase dominante y de imponerla al conjunto de la sociedad (Althusser, 1971). La concepción del poder como un aparato o un dispositivo controlado de manera unilateral no ha desaparecido, sino que resurge bajo distintos ropajes en diferentes momentos, con la característica común de sobrevalorar la dominación. La fascinación por el poder omnímodo del capitalismo puede reforzar la dominación, como lo ha señalado Philippe Corcuff en un diálogo con los zapatistas de Chiapas:

Y hablar de la hidra capitalista nos hace perder una parte importante del problema. Pues al hablar de la “hidra” contribuimos a darle simbólicamente

poder al capitalismo que nosotros combatimos. […] ¿Y si nuestras subjetividades individuales y colectivas participan en la sobrevaloración de la fuerza del capitalismo?; ¿y si nuestras angustias, nuestros miedos, nuestros fatalismos, nuestros conformismos, incluidos los de los más críticos de nosotros, contribuyen a fabricar la monstruosidad de acero del capitalismo?; ¿y si saca parte de su fuerza de nuestras creencias acerca de su fuerza?

Incluso los sectores del pensamiento crítico contribuyen en esta dirección al pensar el capitalismo como una totalidad coherente y casi impenetrable, como algo que tiene una dinámica de recuperación ilimitada (Corcuff, 2015: 178-179).

Los estudios críticos han resquebrajado las concepciones demasiado “consensuales” de la cultura (Thompson, 1995:19), que la presentan como un conjunto de normas y valores compartidos por toda la sociedad, sin prestar atención a las tensiones y contradicciones. Al explorar las intersecciones entre simbolismo y poder han enriquecido nuestra comprensión de los procesos culturales y políticos. El problema está en reproducir una concepción esencialista del poder, como algo que ejercen unilateralmente los poderosos sobre una masa pasiva de oprimidos, lo cual reintroduce el dualismo, en tanto que se considera que unos agentes son absolutamente dominantes y otros son completamente dominados, que unos tienen una agencia ilimitada y otros carecen de ésta.

Se piensa que el arriba y el abajo son posiciones fijas y estáticas, sin advertir la geometría variable de las relaciones de poder, que implica interacciones complejas en las que la resistencia y la contestación están siempre presentes, en las que todos los participantes utilizan recursos de poder (aunque sean asimétricos) y en donde muchos agentes tienen una posición dual (son dominados frente a unos actores y dominantes en relación con otros, pueden ser hegemónicos en algunos contextos y subalternos en varios otros).

Hace varias décadas Jesús Martín-Barbero criticó el viejo dualismo que oponía a la élite y al pueblo, así como las consecuencias excluyentes de esa dicotomía:

Para la élite la cultura es distancia y distinción, demarcación y disciplina; exactamente lo contrario de un pueblo, al que definirían sus “necesidades inmediatas”. ¿Desde dónde pensar la identidad mientras siga imperando una razón dualista, atrapada en una lógica de la diferencia que trabaja levantando barreras, que es lógica de la exclusión y la transparencia? (Martín-Barbero, 1991: 205).

¿Quién diría que dentro de algunos enfoques críticos de la exclusión surgiría un nuevo dualismo, con sentido inverso, pero igualmente dicotómico? Para salir de este nuevo dualismo se requiere una visión relacional del poder, que muestre las fracturas y las tensiones, lo mismo que la complejidad de los actores. Si se considera que la hegemonía es absoluta y que los dispositivos de poder son infalibles, por más que se les critique no queda espacio para la resistencia y la transformación.

Al absolutizar el poder los argumentos del dualismo crítico pueden propiciar inercias conservadoras.

¿Por qué resurge el dualismo?

En muchos enfoques críticos del dualismo hegemónico resurgen otras formas de dualismo, quizá contrahegemónicas, pero no por ello menos dicotómicas. En los apartados anteriores traté de mostrar que eso ha sucedido con algunos planteamientos del giro ontológico, con las visiones esencialistas de Occidente, con la oposición entre epistemologías del Norte y epistemologías del Sur, con las concepciones esencialistas del poder. ¿Por qué ha ocurrido este resurgimiento del dualismo? No hay respuestas simples a esta pregunta, me aventuro a sugerir algunas hipótesis.

El primer factor a tomar en cuenta es la facilidad cognitiva: resulta más sencillo invertir el sentido de una dicotomía muy arraigada que escapar de ella. Durante siglos el pensamiento moderno ha estado atrapado en el lenguaje y en las estrategias argumentativas del dualismo hegemónico. Para salir de esa trampa no sólo hay que deconstruir las oposiciones dualistas, sino que hay que dar paso a otros lenguajes, a otras categorías y a otras formas de debatir. Es preciso introducir muchos matices y muchas gradaciones. Esto es complicado; resulta mucho más simple utilizar, con otros propósitos, la enorme fuerza que ya tienen las formulaciones dualistas establecidas. Eso se realiza mediante una inversión de las valoraciones asociadas con los términos de una dicotomía. Por ejemplo, en lugar de un complejo análisis histórico, sociológico, relacional y contextual sobre lo que han sido y son Oriente y Occidente, sus relaciones, sus interpenetraciones y su constitución mutua, basta con revalorar lo no occidental y señalar las características negativas que tiene Occidente. Se mantiene la dicotomía, pero se critica lo que antes se consideraba deseable y se revalora lo que se estigmatizaba.

El segundo factor que incide en el resurgimiento del dualismo es de tipo contextual: América Latina es una región muy polarizada, con una gran desigualdad social, con enormes brechas entre las élites y el resto de la población. En lo que va de este siglo ha habido fuertes confrontaciones políticas; por ejemplo, entre partidarios y adversarios de las políticas neoliberales, o entre quienes apoyan a gobiernos de izquierda y quienes se oponen a ellos. Esto constituye un entorno propicio para el florecimiento de propuestas analíticas que establecen límites claros y tajantes entre los grupos étnicos, los sectores sociales y las tendencias ideológicas.

En las ciencias sociales de América Latina nunca fueron hegemónicos los enfoques posmodernos, que insisten en el carácter lábil de las culturas y en la porosidad de las fronteras. Han tenido un poco más de aceptación las propuestas constructivistas y configuracionistas, que analizan cómo se crean y se modifican las culturas, cómo se erigen y se transforman los límites identitarios, poniendo el énfasis en las relaciones de poder, como se muestra en los trabajos de Néstor García Canclini (1989), Alejandro Grimson (2011) y Eduardo Restrepo (2012).

Esas tendencias configuracionistas han introducido matices muy importantes, pero en muchos casos no han permeado a la mayoría de los científicos sociales de la región.

En contraste, han encontrado mayor eco en América Latina las propuestas críticas que enfatizan las oposiciones radicales entre Oriente y Occidente, colonizados y colonizadores, indígenas y no indígenas, blancos y negros, etcétera.

Baste mencionar la enorme difusión que han tenido las ideas de Enrique Dusell, Arturo Escobar, Walter Mignolo, Aníbal Quijano y Boaventura de Souza Santos. La polarización económica, social y política de la región es tierra fértil para el dualismo.

Por último, el ascenso del dualismo crítico expresa la confluencia y la retroalimentación entre algunos sectores de la academia y algunos movimientos sociales. El carácter profundamente excluyente de las sociedades latinoamericanas favorece el desarrollo de movimientos sociales antisistémicos que asumen discursos dualistas, que trazan fronteras nítidas entre “ellos” y “nosotros”, que recurren a narrativas esencialistas en el reclamo de sus derechos. Un caso paradigmático es el de la emergencia étnica en la región, en la que algunos movimientos se han apropiado de manera creativa de los discursos esencialistas sobre lo indígena, invirtiendo su sentido.

 Si durante siglos han sido víctimas de un discurso esencialista excluyente es perfectamente legítimo que ahora, como parte de sus estrategias de lucha, utilicen ese mismo esencialismo con fines incluyentes y emancipadores.

¿Qué hacer frente al esencialismo discursivo de las luchas sociales? No creo que sea tarea de los analistas emitir juicios positivos o negativos al respecto, ¿con qué autoridad?, ¿desde dónde juzgarlos? Durante décadas muchos antropólogos construyeron visiones estereotipadas e idealizadas sobre las comunidades indígenas y sus culturas, sobre su homogeneidad, su unidad interna, sobre su alteridad radical respecto de la cultura dominante, sobre su relación armónica con el medio ambiente. Mal haríamos ahora los científicos sociales en juzgar a los indígenas por apropiarse de esos estereotipos y utilizarlos para promover sus reivindicaciones.

Esas expresiones merecen respeto, pero este último no tiene por qué llevar a considerar esos estereotipos como verdades científicas, como descripciones precisas y certeras de la realidad. Me parece que ese ha sido uno de los desaciertos del dualismo crítico: adoptar, alimentar y reproducir las visiones esencialistas y las dicotomías irreductibles.

Una cosa es el apoyo, la solidaridad y el compromiso con un movimiento social y otra muy distinta convertir sus consignas políticas en verdades académicas. La solidaridad con los grupos subalternos no obliga al analista de la cultura a adoptar los postulados esencialistas o dualistas que manifiestan algunas de las personas con quienes realiza su trabajo de investigación. Es muy fructífero el diálogo entre las teorías del investigador y las nativas, las cuales tienen que ser aceptadas como saberes válidos y respetables (Peirano, 1995), pero ese diálogo no tiene por qué derivar en la aceptación, por parte del investigador, de todos los puntos de vista de los sujetos con quienes trabaja, incluyendo las formulaciones esencialistas y dualistas.

¿Hay espacio para posiciones críticas que no estén atrapadas en el dualismo?

Es posible ser crítico sin caer en el dualismo, sin adoptar una concepción esencialista de la cultura, sin pensar que las culturas son realidades homogéneas al interior y con límites precisos hacia el exterior, sin suponer que son irreductibles y absolutas las diferencias entre Oriente y Occidente, Norte y Sur, indígenas y no indígenas, dominantes y dominados, conocimientos científicos y no científicos.

El pensamiento de Jesús Martín-Barbero ofrece caminos muy sugerentes para sostener un enfoque crítico que no quede atrapado por la razón dualista; propone salir de la lógica de las exclusiones, realizar “[…] un desplazamiento estratégico de la atención hacia las zonas de tensión, hacia las fracturas” (Martín-Barbero, 2002: 109).

Plantea analizar las particularidades de cada contexto, advertir las mediaciones, explorar los mestizajes y las hibridaciones. En esta línea también resulta muy útil la sugerencia de Alejandro Grimson de dejar de pensar a las culturas como cosas, como estructuras rígidas e invariables; en vez de ello propone verlas como configuraciones: “Hay cinco aspectos constitutivos de toda configuración cultural que, no obstante, no forman parte de las definiciones antropológicas clásicas de ‘cultura’: la heterogeneidad, la conflictividad, la desigualdad, la historicidad y el poder” (Grimson, 2011: 187).

Un aspecto fundamental para comprender la heterogeneidad de una cultura es reconocer la capacidad de interpretación y apropiación que tienen las personas, lo que ocasiona que no existan significados únicos. Es posible que haya significados dominantes, algunas interpretaciones pueden estar más difundidas que otras, pero la diversidad interna y la heteroglosia siempre serán posibles (De la Cadena, 2006).

En cuanto a la conflictividad, es necesario poner atención a las continuas disputas en la construcción y circulación de significados, en ver una cultura como “[…] un fondo de recursos diversos, en el cual el tráfico tiene lugar entre lo escrito y lo oral, lo superior y lo subordinado, el pueblo y la metrópoli; es una palestra de elementos conflictivos” (Thompson, 1995:19).

Sin embargo, es necesario evitar el riesgo de absolutizar el conflicto, de pensar que la contienda es la única forma posible de relación. También son posibles los acuerdos, la construcción colaborativa de significados. Cooperación y conflicto son dos dimensiones que pueden estar presentes en toda interacción significativa.

Las perspectivas críticas insisten, con toda razón, en poner atención a la desigualdad que está presente en los procesos culturales. En la construcción de significados no sólo importa lo que se dice, sino quién lo dice y desde qué lugar lo dice. Las asimetrías en los recursos de los cuales disponen los diferentes agentes permean y condicionan la producción significativa, al mismo tiempo que se emplean diversos dispositivos simbólicos para tratar de incrementar o reducir las desigualdades.

Ahora bien, las desigualdades, por más que sean estructurales y persistentes, no están congeladas ni se puede trazar una sola línea de demarcación que divida a una sociedad en dos partes absolutamente distintas, una de las cuales ocuparía una posición privilegiada en relación con todas las formas de desigualdad y la otra viviría en condiciones de desventaja en todos los aspectos. Enfocarse en los distintos tipos y niveles de desigualdad permite contrarrestar la visión dualista de las sociedades y las culturas.

Introducir la historicidad es una de las estrategias más importantes para escapar de la razón dualista en el estudio de la cultura. Si las oposiciones y las contradicciones dejan de concebirse como dicotomías absolutas y atemporales, si, en cambio, son incrustadas en el tiempo y en el espacio, si se ven como construcciones que se reproducen y a la vez se transforman, las tensiones y las contradicciones adquieren densidad histórica, pueden moderarse o intensificarse, las diferencias pueden hacerse más profundas o relativizarse.

Uno de los grandes aciertos de los estudios culturales y de las perspectivas críticas ha sido poner el acento en la intersección entre la cultura y las relaciones de poder. Los procesos de producción, circulación y apropiación de significados se inscriben en contextos estructurados por relaciones de poder. El error del dualismo crítico ha sido analizar el poder en forma dicotómica, al dividir el mundo en dos partes claramente diferenciadas: los que tienen el poder y los que no lo tienen, como si el poder fuera un objeto y pudiera establecerse con claridad quiénes lo poseen y quiénes están desprovistos de él.

Los actores no poseen el poder, sino que más bien disponen de o controlan distintos recursos, diversos capitales, diferentes medios que pueden emplear en las relaciones de poder. Por supuesto que algunos jugadores cuentan con recursos más importantes o más significativos que otros, pero para que se establezca una relación de poder tienen que interactuar como mínimo dos actores y cada uno debe poseer o controlar al menos un recurso que sea significativo para el otro. Existen asimetrías entre las personas que intervienen en las relaciones de poder, pero no un dualismo entre dos tipos de actores absoluta y esencialmente distintos.

No se trata de una dominación absoluta en la que uno de los participantes, que es concebido comosujeto, impone por completo su visión del mundo al otro, queparecería ser un mero objeto pasivo. En las relaciones de poder todos los involucrados son a la vez sujetos y objetos. No seproduce una oposición dualista entre unos protagonistas quetienen una visión del mundo y la implantan con facilidad en lamente de otros que carecen de una propia y aceptan la que seles imponga. Lo que sí ocurre es una relación entre sujetos quepueden interpretar, que tienen capacidad para producir cultura,para generar nuevos significados, para disputarlos y negociarlos con otros, por más que lo hagan desde posiciones diferentes y asimétricas.

Pienso que a los cinco aspectos de las configuraciones culturales señalados por Alejandro Grimson (heterogeneidad, conflictividad, desigualdad, historicidad y poder) hay que agregar otro: el carácter contingente de las diferencias culturales.

Las perspectivas dualistas tienden a absolutizar esas diferencias, a convertirlas en discrepancias radicales e inconmensurables. El viejo dualismo hegemónico establecía una frontera esencial entre la civilización moderna y las culturas primitivas, entre la alta cultura y la cultura popular. El dualismo crítico contemporáneo también instaura, desde otra posición política, separaciones radicales entre las cosmovisiones indígenas y la occidental, entre la cultura hegemónica y las subalternas, entre las antropologías del Norte y las del Sur, entre la ciencia y otras formas de conocimiento, entre la epistemología dominante y las epistemologías del Sur.

Por supuesto que existen diferencias, contrastes, oposiciones, discordancias, antagonismos y contradicciones, pero no son realidades absolutas; se presentan diferentes tipos y en distintos grados de oposición. Además, existen similitudes, interpenetraciones, influencias recíprocas, constitución mutua, circulación de significados e hibridaciones. En cada caso habrá que investigar qué tan profundas son las diferencias y las similitudes, qué tan radicales son las contradicciones, qué tan fuertes son las discrepancias, pero también cuáles son los puntos de contacto, qué tipo de pugnas y de diálogos se establecen. No se puede determinar a priori el grado de similitud o de diferencia cultural, porque no es algo que dependa de imperativos biológicos universales o de dicotomías ontológicas.

La diferencia cultural es contingente, fruto de historias, contextos y sujetos heterogéneos, por lo que el grado y el tipo de distinción tendrán que indagarse de manera específica, no deducirse de ningún postulado dualista, ya sea hegemónico o crítico.

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[1] De acuerdo con la Real Academia Española, composible significa compatible; se refiere a una cosa que se puede armonizar ajustar, concertar, reconciliar y concordar con otra para lograr un acuerdo. Desde una perspectiva dualista las cosmologías occidental e indígena no serían composibles porque tienen diferencias ontológicas esenciales, pero desde una perspectiva no dualista podrían concertarse.

[2] Latour advierte que existe una conexión entre ambos dualismos: “La partición interior de los no humanos y los humanos define una segunda partición, ésta externa, por la cual los modernos son puestos aparte de los premodernos” (2007: 148).

Metodología de Estudios de Línea de Base. David Medianero Burga

El Estudio de Línea de Base (en adelante, ELB) es una investigación aplicada, realizada con la finalidad de describir la situación inicial de la población objetivo de un proyecto, así como del contexto pertinente, a los efectos de que esta información pueda compararse con mediciones posteriores y de esta manera evaluar objetivamente la magnitud de los cambios logrados en virtud de la implementación de un proyecto.

Por lo tanto, un ELB constituye una forma de investigación dirigida a obtener los referentes básicos de evaluabilidad del proyecto y, al mismo tiempo, un instrumento esencial para mejorar los procesos de gestión del conocimiento y toma de decisiones en el ámbito de una institución de promoción del desarrollo y del país en su conjunto.

Un ELB se realiza, por lo general, en diez pasos: abarca desde la determinación del ámbito de estudio hasta la redacción del informe final. Estos pasos, sin embargo, están enmarcados en tres procesos amplios: determinación del marco muestral, especificación de las variables de estudio y generación, almacenamiento y análisis de los datos.

Una línea de base, esencialmente, está constituida por los valores de un conjunto de indicadores directamente relacionados a las variables clave de un proyecto. Por lo tanto, representan la primera evaluación de la situación de la población beneficiaria o, extensivamente, de los beneficios directos, privados y sociales, que conforman la razón de ser del proyecto.

La contraparte de una línea de base es la línea de salida, que muestra el valor de los mismos indicadores luego de concluida la intervención. La comparación de la línea de base con la línea de salida es la base para la cuantificación del impacto del proyecto.

1. Determinación del ámbito de estudio.

2. Determinación de los objetivos del estudio.

3. Selección de variables e indicadores del estudio.

4. Determinación del marco muestral.

5. Diseño del cuestionario.

6. Prueba piloto del cuestionario.

7. Realización del trabajo de campo.

8. Construcción de la base de datos.

9. Análisis de datos.

10 Redacción del informe final.

Cuadro 1. Pasos de un estudio de línea de base

Elaboración propia.

Paso 1: Determinación del ámbito de estudio

La determinación del ámbito del estudio implica precisar la población objetivo del proyecto. En el contexto de un estudio de línea de base, debe entenderse por población al conjunto de todos los casos que concuerdan con determinadas especificaciones. La delimitación de la población implica determinar la unidad de análisis; es decir, el grupo de personas, instituciones u objetos a ser evaluados, lo cual depende del objetivo de la intervención.

La caracterización de la población objetivo implica la descripción, entre otros, de los siguientes elementos: características demográficas y sociales, características económicas y productivas, características tecnológicas y características históricoculturales.

La caracterización de la población objetivo de la intervención se efectúa mayormente con base en información obtenida a través de fuentes secundarias, tales como revisión bibliográfica, consulta de documentos oficiales y entrevistas a técnicos y expertos. En el caso del presente ELB, el ámbito de estudio está dado por las veinte regiones en las cuales se implementará el proyecto.

Paso 2: Determinación de los objetivos del estudio

Como se ha señalado, el objetivo general de un ELB es determinar la situación inicial de las unidades beneficiarias antes de la ejecución de un proyecto, a través de la determinación de los valores de ciertas variables clave resumidas a través de los indicadores que usualmente se encuentran consignados en el marco lógico del estudio de preinversión. Debe destacarse el hecho que mientras en el marco lógico se encuentran los nombres de los indicadores, en el ELB debe establecerse los valores de los mismos, a cuyo efecto, en el caso de los indicadores de fuente primaria, se debe identificar las variables, con sus respectivas definiciones operativas, unidades de medida, preguntas y categorías de agrupamiento de las respuestas en función de la escalas de medición establecidas.

Además, los ELB deben mostrar evidencias cualitativas de la situación de la población objetivo al inicio de la intervención, recogidas a través de entrevistas, talleres, grupos focales y cualquier otro tipo de técnicas cualitativas y participativas de recopilación de información.

Los objetivos específicos de un ELB en un proyecto concreto están en función de dos factores: los objetivos del proyecto bajo evaluación y el tipo de evaluación adoptado.

El diseño de un ELB tendrá determinadas características en el marco de una evaluación de impacto que en el caso de una evaluación de resultados simple. Por lo general, en una evaluación de resultados simple basta con recabar información de las variables relevantes sobre las unidades beneficiarias. En cambio, en una evaluación de impacto suele ser necesario –en el contexto de diseños experimentales o cuasi experimentales– la recopilación de información tanto de las unidades beneficiarias como de las unidades no beneficiarias que actúen como grupo de control.

En el presente ELB, los objetivos del estudio son el diagnóstico de la situación de los puestos de control de la SUNAT en lo que se refiere al uso de tecnología en las acciones de verificación de la documentación sujeta a control. Este objetivo específico se enmarca dentro de los objetivos estratégicos de reducción del incumplimiento tributario y el fortalecimiento de la institucionalidad de la SUNAT .

Paso 3: Selección de las variables e indicadores del estudio

La selección de indicadores debe considerar la idoneidad del indicador respecto de los objetivos del estudio, así como la viabilidad de obtener la información necesaria, bien sea de fuentes propias o fuentes de carácter secundario. Para determinar los indicadores que en cada caso específico serán utilizados, se recomienda el procedimiento siguiente:

Identificación de las variables relacionadas con los objetivos de la intervención.

Definición conceptual de las variables, con expreso señalamiento de la unidad de medida.

• Establecimiento de las categorías o niveles de valores que tomará la medición de las variables, con expreso señalamiento de la escala de medición que será utilizada para el procesamiento de la información.

• Procedimiento para recopilar los datos desde las unidades de análisis.

• Indicadores o medidas de resumen de los datos recopilados.

Las variables claves están relacionadas con los objetivos de la intervención. Para ello, los objetivos deben ser claros, específicos y mensurables. Cuantificar un objetivo consiste en asociarle patrones que permitan hacerlos verificables. En el caso del presente estudio, se han identificado un conjunto de 23 variables, divididas en 5 variables de fuente secundaria y 18 de fuente primaria. Para el caso de estas últimas, el sistema de información deberá considerar el desarrollo de un cuestionario que permita obtener datos para estas variables y el resumen de los mismos a través de los indicadores seleccionados.

Variables e indicadores son conceptos relacionados. El concepto de indicador es un concepto derivado de otro concepto más amplio: variable. Una variable es una magnitud cuyos valores son objeto de estudio en una acción de monitoreo y evaluación. Puede referirse a individuos, grupos de personas, organizaciones u otra unidad de análisis. La definición de las variables torna susceptibles de medición los temas de evaluación que, por lo general, están relacionados a los objetivos de una intervención.

La identificación y definición de variables es la tarea más importante en el proceso de diseño de un sistema de monitoreo y evaluación. Por lo general, una variable presenta cinco elementos básicos:

a) Nombre o denominación.

b) Definición operativa.

c) Categorías o niveles de los valores de la variable.

d) Procedimiento para recopilar los datos desde las unidades de análisis.

e) Indicadores o medidas de resumen de los datos recopilados.

Veamos, a modo de ejemplo, los elementos de la variable Satisfacción del usuario interno, que es una variable cualitativa.

Nombre: Satisfacción del usuario interno

Definición operativa y unidad de medida:  Indica la percepción del grado de satisfacción de los trabajadores de la SUNAT en relación a las acciones de verificación de documentos sujetos a control.

Categorías y escala de medida: Se establecen cinco categorías.

(01) Muy satisfactorio. (02) Satisfactorio. (03) Indiferente. (04) Insatisfactorio. (05) Muy insatisfactorio.

Obtención de datos: ¿Considera que la verificación se realiza en forma adecuada? Indicadores • Porcentaje de aprobación.

El nombre de una variable debe ser breve y de fácil recordación. Debe ser inequívoco, evitando que se le confunda con otras variables. Una variable es un atributo o característica susceptible de medición, pero que sin una adecuada definición operativa no podría ser medida. La definición operativa es su forma de cálculo, que en unos casos puede ser una fórmula, pero en otras simplemente una especificación de los elementos que deberán considerarse.

Para obtener los datos (cuando se trata de variables de fuente primaria) se elabora una encuesta, cuyo núcleo está constituido por las preguntas del cuestionario y sus respuestas, las cuales para su procesamiento sistemático son agrupadas en categorías y a las cuales se aplican distintas escalas de medida.

Finalmente, obtenidos los datos, hay que resumirlos, a cuyo efecto se crean indicadores. Por ejemplo, luego de recopilar datos sobre el nivel de ingresos de la población del país, éstos son resumidos en dos indicadores: Ingreso promedio e Índice de Gini. Estos indicadores son los que se anotan en la línea de base, pues resumen la situación de las unidades de análisis, que en este caso están constituidos por toda la población del país.

Veamos el caso de una variable cuantitativa, como por ejemplo la variable Ingreso.

Nombre: Ingreso

Definición: Son los recursos monetarios netos, incluyendo todas las bonificaciones que percibe una persona por su ocupación principal y secundaria durante el período de referencia de la encuesta.

Categorías: Puede proponerse en forma de niveles o simplemente intervalos.

Por niveles de ingreso Alto, Medio, Bajo.

Por intervalos

Por ejemplo 11 intervalos (dólares)

(01) Menos de 200; (02) 201- 400;

(03) 401-600; (04) 601-800;

(05) 801-1000; (06) 1001-1400;

(07) 1401-1800; (08) 1801-2200;

(09) 2201-2600; (10) 2601-3000;

(11) Más de 3000 dólares.

Obtención de datos: ¿Cuál fue su ingreso total en el último mes?

Indicadores

• Ingreso promedio.

• Coeficiente de Gini.

Paso 4: Determinación del marco muestral

Para la recopilación de información debe tomarse en consideración el hecho de que, en principio, existen dos tipos generales de estrategias de muestreo: muestreo probabilístico y no probabilístico o dirigido. El muestreo probabilístico es un tipo de muestreo en el que se conoce la probabilidad de seleccionar un miembro individual de la población. El muestreo dirigido es aquel en el que se desconoce la probabilidad de seleccionar cualquier miembro individual de la población.

Muestra probabilística : Subgrupo de la población en el que todos los elementos de ésta tienen la misma posibilidad de ser elegidos.

Muestra dirigida: Subgrupo de la población en la que la elección de los elementos no depende de la probabilidad sino de las características de la sistematización.

Cuando una encuesta se realiza sólo a una parte de la población, se trata de un estudio muestral. Una muestra es un conjunto de elementos de una población o universo del que se quiere obtener información. A efectos de que la información obtenida de una muestra sea válida, ésta debe ser representativa de la población; es decir, que en su estructura se reproduzcan exactamente las características y comportamientos de la población de la que ha sido obtenida. Aunque la precisión o exactitud de los datos obtenidos a través de una muestra es menor que en un estudio censal, las ventajas de coste y tiempo superan con creces tal inconveniente

El proceso de muestreo supone llevar a cabo las siguientes etapas:

1. Definir la población objeto de estudio.

2. Seleccionar la estructura de la muestra (listas, directorios, etc.)

3. Especificar la unidad muestral.

4. Seleccionar el método de muestreo (probabilístico o no probabilístico).

5. Determinar el tamaño de la muestra.

6. Diseñar el plan de muestreo y, por último, seleccionar la muestra.

La unidad muestral es el elemento de la población de la cual se obtienen los datos. Pueden ser individuos, hogares, tiendas, empresas u objetos (productos, marcas, modelos, etc.). La muestra puede ser seleccionada por procedimientos aleatorios o no aleatorios. En el primer caso, se trata de un muestreo probabilístico, mientras que en el segundo es un muestreo no probabilístico. En un muestreo probabilístico todos los elementos de la población tienen igual oportunidad de ser seleccionados para componer la muestra. En un muestreo no probabilístico, en cambio, la selección de los elementos de la muestra se realiza, total o en parte, según criterios fijados por el investigador.

Existen cuatro procedimientos básicos para realizar un muestreo probabilístico: simple, sistemático, estratificado y por conglomerados o áreas:

• En el muestreo aleatorio simple todos los elementos de la población tienen la misma posibilidad de ser elegidos. Este sistema, aunque es el más adecuado para obtener una muestra representativa, es impracticable en muchos casos, sobre todo en poblaciones muy grandes.

• El muestreo sistemático es un procedimiento más rápido que un muestreo aleatorio simple. Consiste, en primer lugar, en dividir el número total de elementos de la población por el de la muestra, con objeto de determinar cada cuantos elementos de la población hay que elegir uno para componer la muestra.

• El muestreo estratificado es aplicable cuando la población puede dividirse en clases o estratos (por ejemplo: sexo, edad, clase social, nivel de estudios, tamaño del hábitat de residencia, etc.). Una vez determinados los estratos, se aplica a cada uno de ellos un muestreo aleatorio simple.

• En el muestreo por conglomerados o áreas lo que se elige al azar no son unos cuantos elementos de la población, sino unos grupos de elementos de la misma previamente formados, de los que se irán obteniendo al azar otros grupos de elementos, y así sucesivamente, hasta llegar a la unidad muestral primaria.

La muestra puede también seleccionarse por alguno de los métodos no probabilísticos siguientes: por conveniencia, de forma discrecional y por cuotas.

• El muestreo de conveniencia consiste en elegir aquellos elementos que mejor se adaptan a las conveniencias del investigador, como las personas que, de modo voluntario, están dispuestas a contestar o que están más al alcance del investigador. Una modalidad de este método es el muestreo en bola de nieve, en el que los individuos seleccionados inicialmente se utilizan como informadores para identificar a otras personas con las características deseadas, éstas a otras, y así sucesivamente.

• En el muestreo discrecional, también denominado muestreo opinático o intencional, los elementos son elegidos a criterio del investigador sobre la base de lo que él cree que el elemento seleccionado puede contribuir al estudio.

• El muestreo por cuotas es un caso especial del anterior. La muestra se selecciona de manera que sus características (de sexo, edad, lugar de residencia, ingresos, etc.) se ajusten a las establecidas como de control.

A fin de calcular el tamaño de la muestra, generalmente, se asume un nivel de significancia del 95%, un error de muestreo del 8% y una probabilidad de ocurrencia de 0.5. En base a dichos parámetros, la muestra queda conformada de acuerdo a los resultados obtenidos con la aplicación de la fórmula siguiente:

Donde:

p = Proporción de los que poseen atributo

q = Proporción de los que no poseen atributo

N = Tamaño de la muestra

EM    = Error de muestreo

M      = Tamaño de la población.

En el presente estudio, la encuesta de línea de base se realizará a través de dos modalidades: presencial y virtual. La primera modalidad está orientada a las regiones que presentan una brecha oferta-demanda de 9,339 consultas diarias, para lo cual se encuestará a un total de 111 personas. Dentro de dicho grupo se encuentran las regiones de Piura, Lima, Puno, Callao, Arequipa y Tumbes, las cuales en conjunto, representan aproximadamente el 83% de la muestra. La segunda modalidad se aplicará en las regiones que presentan una brecha de 2,009 consultas diarias, donde se encuestará a un total de 24 personas. Dentro de este grupo se encuentran las regiones de La Libertad, Tacna, Ica, Junín, Amazonas, Cusco, Huánuco, Ucayali y Madre de Dios, las cuales en conjunto representan el 18% de la muestra.

Paso 5: Diseño del cuestionario

El cuestionario es el formulario que contiene las preguntas o variables de la investigación y en el que se registran las respuestas de los encuestados. El diseño del cuestionario no es sencillo y presenta ciertas dificultades. Si bien preguntar es relativamente fácil, hacer buenas preguntas es un arte que requiere creatividad y experiencia.

Para un diseño apropiado del cuestionario es fundamental cumplir tres requisitos básicos:

1. Definir correctamente el problema a investigar.

2. Formular de forma precisa las hipótesis.

3. Especificar adecuadamente las variables y las escalas de medida.

Un cuestionario es un conjunto articulado y coherente de preguntas redactadas en un documento para obtener la información necesaria que permita realizar la investigación que la requiere. Desempeña funciones esenciales, tales como las siguientes:

• Traslada el objetivo de la investigación a preguntas concretas que serán respondidas por las personas encuestadas.

• Homogeniza la obtención de información, ya que todos los encuestados responden a las mismas preguntas del cuestionario.

• Si su diseño, estructura, ordenación y aspecto es acertado, el cuestionario contribuye eficazmente a que las personas proporcionen información.

• Ayuda a que el tratamiento de datos se haga más rápido, porque facilita las tareas de codificación de datos, pues figuran en el propio cuestionario, y su grabación en los equipos informáticos, especialmente cuando se trata de cuestionarios que se pueden leer con un lector óptico.

Las preguntas que contiene un cuestionario están determinadas por los objetivos de la investigación que se desea realizar, que pueden ser medir comportamientos, actitudes u opiniones.

Una investigación se diseña globalmente. Se fijan unos objetivos de conocimiento, los cuales determinan qué información debe recogerse y cómo va a medirse. Paralelamente, debe seleccionarse la técnica idónea para tratar la información.

Cada tipo de datos exige una técnica de análisis, y cada estudio necesita aplicar la técnica idónea.

Paso 6: Prueba piloto del cuestionario

Una vez que se ha elaborado el cuestionario conviene hacer una valoración del mismo. Para ello debe darse respuesta a las siguientes preguntas de esta lista de comprobación.

• ¿Responde el cuestionario a los objetivos de la investigación?

• ¿Son necesarias todas las preguntas?

• ¿Podrá el encuestado contestar a todas las preguntas?

• ¿Querrán los encuestados contestar a todas las preguntas?

• ¿Es fluido?

• ¿Es de una extensión razonable?

• ¿La secuencia de preguntas es correcta?

• ¿Se han incluido transiciones e introducciones?

Un cuestionario puede estar muy bien diseñado y el encuestador ser excelente. No obstante, siempre existe la duda sobre la veracidad de la información que se obtiene.

Tres son las fuentes de incertidumbre.

Quien responde tiene dificultad para expresarse o para comprender el cuestionario. Puede ser por razones culturales o intelectuales. En general, los cuestionarios con preguntas cerradas son los más aconsejables para personas que tengan estas características en grado medio o bajo. Cuando se trata de preguntas abiertas es más difícil obtener respuestas, ya que obligan a un ejercicio mental. A veces el número de ítems o de categorías puede resultar excesivo, especialmente con personas mayores o muy jóvenes.

Quien responde tiene mala memoria. Este problema aparece con frecuencia cuando se trata de personas de edad, pero también puede aparecer aisladamente en cualquier otra. Para conseguir información fiable se puede acudir a listas u otros elementos visuales (fotos, catálogos, etc.) que ayuden a recordar. También se puede invitar a que la persona escriba un diario.

Quien responde puede ser reacio a contestar. Las razones pueden ser de diversa naturaleza. Pueden ser inconscientes o irracionales pues tal vez el encuestado no pueda dar argumentos sobre su negativa a responder. Otras veces pueden surgir barreras sociales o de inadmisibilidad. Otras veces las personas tienden a dar respuestas socialmente aceptadas, aunque internamente piensen lo contrario. Es posible que contesten en un sentido por educación, o para acabar la entrevista o encuesta cuanto antes.

Una vez que se haya diseñado el cuestionario, éste debe ser aplicado a un grupo de personas para efectuar una prueba. En una primera confección, es posible que no se acierte con aspectos semánticos en las preguntas. Es decir, la redacción del cuestionario puede no ser del todo correcta o que no se comprenda bien. Es posible, también, que algunas preguntas importantes no se hayan incluido, o no estén bien matizadas, o que haya un exceso de preguntas y algunas no sean significativas.

Los defectos de contenido y/o forma que pudieran aparecer en el cuestionario se detectan mediante pruebas piloto, dirigidas a pequeños grupos. Una vez subsanados los errores o perfeccionado el cuestionario se podrá dirigir a la totalidad de la muestra.

De esta manera se evita tener que repetir la investigación por haber difundido un cuestionario confuso o erróneo.

• En resumen, la prueba piloto del cuestionario persigue:

• Eliminar ambigüedades.

• Eliminar preguntas superfluas.

Añadir al cuestionario preguntas relevantes.

• Simplificar preguntas difíciles.

• Cambiar el orden de las preguntas para agilizar el flujo de respuestas.

• Corregir la redacción.

• Eliminar faltas de ortografía.

• Comprobar que los códigos para grabar los datos más adelante sean correctos.

En la prueba piloto se mide la consistencia interna del cuestionario, a través del coeficiente “a de Cronbach”. Las pruebas piloto se repiten las veces necesarias hasta conseguir la mayor validez del cuestionario.

Paso 7: Realización del trabajo de campo

El conjunto de actividades realizadas para la recopilación efectiva de los datos recibe la denominación de trabajo de campo. Incluye la supervisión de los cuestionarios y el control de los errores de la falta de respuesta. El trabajo de recolección de datos pocas veces es realizado por la persona que diseña la investigación. Sin embargo, la etapa de recolección de datos es crucial, porque un estudio no es mejor que los datos recolectados en campo. Por tal razón, se debe seleccionar personas capaces y confiar en ellos para reunir los datos. Una ironía de la investigación de campo es que individuos con alta educación y capacitación diseñan la investigación, pero cuando se realizan las encuestas las personas que recolectan los datos por lo común tienen poca capacitación o experiencia. Al saber que la investigación no es mejor que los datos recolectados en el campo, los coordinadores de la investigación deben concentrarse en seleccionar cuidadosamente a los trabajadores de campo.

Gran parte del trabajo de campo lo realizan proveedores de investigación que se especializan en la recolección de datos. Cuando una segunda parte es subcontratada, la tarea del diseñador del estudio no es sólo la de contratar un proveedor de investigación, sino la de construir controles de supervisión sobre el servicio de campo. En algunos casos se usa una tercera firma. Si el administrador de la investigación contrata a un entrevistador interno o selecciona un servicio de entrevistas en el campo, idealmente los trabajadores de campo deben satisfacer ciertos requisitos. Aun cuando los requerimientos del puesto para diferentes tipos de encuesta varían, por norma los entrevistadores deben gozar de buena salud, ser extrovertidos y de presentación agradable, bien arreglados y vestidos.

Las personas que les gusta hablar con desconocidos casi siempre son los mejores entrevistadores. Una parte esencial de la entrevista es entablar una buena relación con el participante. Una personalidad abierta ayuda a los entrevistadores a garantizar la cooperación del participante. Los prejuicios del entrevistado pueden presentarse si el vestido o apariencia física del entrevistador de campo es poco atractiva o descuidada.

Una excepción a esto sería la investigación etnográfica, en la cual el entrevistador debe vestirse de acuerdo con el grupo que se estudia.

El objetivo de la capacitación es asegurar que el instrumento de recolección de datos se administre de manera uniforme por todos los trabajadores de campo. La meta de estas sesiones es que cada participante sea dotado de información común. Si los datos se obtienen de manera uniforme por todos los que participan, la participación habrá tenido éxito.

Es probable que la mayoría de los programas de capacitación extensos abarquen los siguientes temas:

• Cómo establecer contacto inicial con el participante y asegurar la entrevista.

• Cómo hacer las preguntas de la entrevista.

• Cómo insistir.

• Cómo registrar las respuestas.

• Cómo terminar la entrevista.

Por lo común, los entrevistadores reclutados registran las respuestas en un cuestionario de práctica durante una entrevista de capacitación simulada. Entrevistar es una ocupación calificada, así que no todos pueden hacerlo y menos aún hacerlo extremadamente bien. Un buen entrevistador observa determinados principios básicos, los cuales son resumidos en el Cuadro 2.

Principios básicos

Descripción: Tener integridad y ser honesto. Esta es la piedra angular de todo trabajo profesional, sin importar su propósito.

Tener paciencia y tacto. Los entrevistadores piden información de personas a quienes noconocen. Por tanto, todas las reglas de las relaciones humanasque aplican a situaciones de consulta –paciencia, tacto y cortesía seaplican más a la entrevista.

Prestar atención a la precisión y al detalle. Entre los mayores «pecados» de la entrevista están la imprecisión y la superficialidad. Una buena regla es no registrar una respuesta a menos que la entienda usted mismo a plenitud.

Mostrar un interés real en la consulta a realizar, pero guardándose su opinión.

La imparcialidad es imperativa. Si se quisieran sus opiniones usted sería el interrogado, no el participante. Usted es quien interroga y registra las opiniones de otras personas, no un contribuyente a los datos del estudio.

Ser un buen escucha. Demasiados entrevistadores hablan mucho, así pierden el tiempocuando los participantes podrían aportar hechos u opinionespertinentes sobre el tema del estudio.

Mantener confidenciales la consulta y las respuestas de los participantes.

No platique los estudios que está realizando con parientes, amigos o asociados. Es inaceptable tanto para la entidad de investigación como para sus clientes. Ante todo, nunca cite las opiniones de un participante con otro, esa es la mayor violación a la intimidad.

Respetar los derechos de otros. La investigación de campo depende de la disposición de las personas a proporcionar información. Entre los indeseables extremos del fracaso de obtener todo y la coerción innecesaria, es mejor ofrecer una explicación clara, con amabilidad y cortesía.

Cuadro 2. Principios básicos del trabajo de campo

Fuente: William G. Zikmund y Barry J. Babin. Investigación de mercados

Paso 8: Construcción de la base de datos

La construcción de la base de datos es la fase posterior a la recopilación de los datos en campo. Por lo general, supone un tratamiento informático, incluyendo su almacenamiento en algún tipo de software, para su posterior tabulación y análisis. La base de datos constituye la plataforma sobre la cual el investigador realiza los análisis que le permitirán convertir los datos en información relevante para la toma de decisiones.

La construcción de una base de datos requiere típicamente de tres tipos de actividades: registro, edición y codificación de datos.

• La entrada y grabación de los datos es el registro de los códigos y valores de las variables en un sistema informático para su posterior tratamiento y análisis. Se entiende por dato un valor específico de una variable. Por ejemplo, 35 años es un dato de la variable edad.

• La edición de datos es la inspección de las respuestas de los cuestionarios, con el fin de asegurar que estén suficientemente contestados y que las respuestas sean consistentes. De ser necesario, se efectuarán las correcciones oportunas o se rechazarán los cuestionarios mal o insuficientemente contestados.

• La codificación de los datos consiste en asignar códigos numéricos a las respuestas dadas a un cuestionario para poder efectuar el tratamiento estadístico de los datos.

En las preguntas cerradas los códigos están preestablecidos en el cuestionario, pero en las preguntas abiertas (variables tipo texto) deben asignarse códigos a las respuestas obtenidas. Para ello debe procederse a agrupar las respuestas obtenidas por su similitud, y asignarles un código y su correspondiente significado en una nueva variable categórica.

Los datos codificados se recopilan sistemáticamente en un fichero o matriz de datos que permite el tratamiento estadístico posterior. Cada fila del fichero recoge las respuestas o la información recogida en un cuestionario. A cada pregunta o variable se le asigna una o más columnas del fichero. La intersección de la fila i con la columna j recogerá la respuesta codificada del individuo i a la pregunta asignada a la columna j. Las primeras columnas se suelen reservar para la identificación de la observación o individuo.

Para el análisis se debe definir la naturaleza de cada variable, cualitativa métrica o textual. El fichero de trabajo puede contener la siguiente información:

• Variables cualitativas o categóricas: género, situación familiar, estado civil, etc.

• Variables métricas o cuantitativas: gasto en ocio, número de horas de trabajo, etc.

• Variables textuales: identificado, respuestas a preguntas abiertas, comentarios del entrevistador.

Un registro de datos es el espacio de un fichero informático ocupado por un

conjunto de datos correspondientes a una unidad de análisis (un sujeto o un objeto).

Un registro está formado por campos de información. Por ejemplo, un registro puede contener el conjunto de datos representativos de las respuestas dadas por un encuestado.

Para las respuestas posibles a cada una de las preguntas o variables del cuestionario se reserva un campo. Un campo es el espacio ocupado por el dato de una variable en un registro informático. Comúnmente, en un fichero los registros de datos son las filas de la tabla y los campos están representados por las columnas.

Paso 9: Análisis de datos

El aspecto culminante del proceso de construcción de una línea de base es el análisis de los datos obtenidos en la etapa de recopilación de información. En términos generales, el objetivo del análisis de datos es su transformación en información relevante[1]. En el contexto de un ELB una determinada información se califica de relevante si sirve para medir las variables relacionadas a los efectos e impactos del proyecto. La aplicación de técnicas estadísticas de análisis de datos, especialmente las más sofisticadas, ha tenido en los últimos años un crecimiento muy importante en la investigación social, especialmente por la mayor disponibilidad y abaratamiento de los medios electrónicos de cálculo y el desarrollo de paquetes de programas estadísticos.

La información obtenida en el paso anterior se encuentra como datos recopilados en forma de cuestionarios, guías de entrevistas con informes manuscritos de los temas predeterminados, listados de personas encuestadas, etc. En este paso, toda esa información, fruto de la recopilación de un amplio conjunto de observaciones, se transforma en información organizada mediante el uso de la estadística descriptiva, tanto en lo que se refiere al análisis de una sola variable, como la de las observaciones de las relaciones entre dos o más variables.

En función del número de variables analizadas simultáneamente, las técnicas de análisis de datos pueden clasificarse en univariables, bivariables y multivariables, según se analicen, respectivamente, una sola variable, la relación o dependencia entre dos variables y la relación o interdependencia entre más de dos variables.

Al igual que los pasos anteriores, el análisis de los datos requiere un trabajo de equipo para aclarar preguntas y garantizar resultados oportunos y de calidad. Un primer problema que debe ser abordado se refiere a la depuración de los datos proveniente de fuentes primarias y secundarias. Existen diversas técnicas de análisis cuantitativo basadas en métodos estadístico, así como también existen muchas técnicas para analizar datos cualitativos. Particularmente en los estudios de línea de base y evaluaciones de impacto, dos técnicas son de uso frecuente: análisis de contenido y análisis de casos.

El análisis de contenido se usa para analizar datos obtenidos a través de entrevistas, observaciones y documentos. Sobre la base de un sistema de clasificación de datos, la información debe ser organizada de acuerdo con lo siguiente:

• Las preguntas de evaluación para las cuales se recopiló la información.

• La forma cómo será usada la información.

• La necesidad de realizar referencias cruzadas con la información.

De otro lado, el análisis de casos se basa en estudios de detalle de un determinado grupo o individuo relacionado con el contexto bajo evaluación. El alto nivel de detalle obtenido puede proporcionar información valiosa para evaluar la calidad de los procesos, resultados e impactos del proyecto. Los procesos de recopilación y análisis de los datos se llevan a cabo en forma simultánea, puesto que los evaluadores realizan observaciones mientras recopilan la información.

Paso 10: Redacción del informe final

La redacción del Informe del ELB es, obviamente, el paso final. Este documento, por lo general, incluye los aspectos siguientes:

• Resumen del proyecto bajo estudio.

• Caracterización del ámbito del proyecto,

Situación de base en el área de influencia del proyecto

• Resumen de indicadores.

• Base de datos, incluyendo un diccionario de variables.

• Pautas metodológicas para el diseño de un sistema de monitoreo y evaluación del desempeño.

Al redactar el informe final del estudio, debe tenerse en cuenta que la línea de base de un proyecto debe brindar información sobre los aspectos siguientes:

Situación inicial de los indicadores de efecto e impacto del proyecto.

• Dinámica del contexto y su relación con la población objetivo.

• Factores de riesgo no controlables que afectan el impacto (supuestos que se encuentran en la matriz del marco lógico), a fin de capitalizar las oportunidades del entorno o en su defecto definir estrategias para aminorar y/o frenar posibles factores negativos.

En síntesis, la idea fundamental a tener en cuenta es que los ELB son muy acotados, pues sólo recogen información que pueda ser comparada posteriormente con los resultados del proyecto, para determinar el antes y el después. Como se sabe, un principio inherente en la evaluación es la posibilidad de establecer comparaciones, disponiendo de valores y valoraciones iniciales respecto a los indicadores de evaluación.

Por ello, la información al respecto debe estar estrechamente vinculada a los indicadores de efecto e impacto del proyecto, puesto que el mismo análisis ha de repetirse en la evaluación intermedia y evaluación final. Finalmente, cabe indicar que los informes de línea de base se deben programar como parte de una estrategia de difusión, que puede incluir, además del informe técnico propiamente dicho, la realización de presentaciones ante diversos públicos y la difusión en los medios de comunicación de los resúmenes ejecutivos sobre los hallazgos de la evaluación.

Cuadro 3. Pasos del estudio de línea de base

1. Determinación del ámbito de estudio

La determinación del ámbito del estudio implica precisar las unidades de análisis, que pueden ser sujetos u objetos. El tipo de unidades de análisis depende del objetivo de la intervención.

2. Determinación de los objetivos

Por lo general, el objetivo de un ELB es ofrecer una referencia sólida para la medición de los cambios que se lograrían gracias a la ejecución del proyecto. Además, los ELB deben mostrar evidencias cualitativas de la situación de la población objetivo al inicio de la intervención.

3. Selección de variables e indicadores

La selección de las variables y sus correspondientes indicadores debe considerar la capacidad de estos para representar válidamente los objetivos o resultados que se desean medir, así como la viabilidad de obtener la información de base necesaria, bien sea de fuentes propias o secundarias. Para ello, los objetivos deben ser claros, específicos y mensurables.

4. Determinación del marco muestral

Para la recopilación de información debe tomarse en consideración el hecho de que, en principio, existen dos tipos generales de estrategias de muestreo: muestreo probabilístico y no probabilístico o dirigido. Cuando una encuesta se realiza sólo a una parte de la población, se trata de un estudio muestral. A efectos de que la información obtenida de una muestra sea válida, ésta debe ser representativa de la población.

5. Diseño del cuestionario

El cuestionario es el formulario que contiene las preguntas o variables de la investigación y en el que se registran las respuestas de los encuestados. Las preguntas que contiene un cuestionario están determinadas por los objetivos de la investigación que se desea realizar.

6. Prueba piloto del cuestionario

Una vez que se ha elaborado el cuestionario conviene hacer una valoración del mismo, para ello, debe ser sometido a un grupo de personas para efectuar una prueba. Lo cual nos ayudará a detectar los defectos de contenido y/o forma que pudieran aparecer en el cuestionario. Una vez subsanados los errores o perfeccionado el cuestionario se podrá dirigir a la totalidad de las personas que se considere oportuno.

7. Realización del trabajo de campo

El conjunto de actividades realizadas para la recopilación efectiva de los datos recibe la denominación de trabajo de campo. Incluye la supervisión de los cuestionarios y el control de los errores de la falta de respuesta.

8. Construcción de la base de datos

La construcción de la base de datos supone un tratamiento informático, incluyendo su almacenamiento en algún tipo de software, para su posterior tabulación y análisis. La base de datos constituye la plataforma sobre la cual el investigador realiza los análisis que le permitirán convertir los datos en información relevante para la toma de decisiones.

9. Análisis de datos

En términos generales, el objetivo del análisis de datos es su transformación en información organizada y relevante mediante el uso de estadística descriptiva, tanto en lo que se refiere al análisis de una sola variable, como la de las observaciones de las relaciones entre dos o más variables.

10. Redacción del informe final

La redacción del Informe del Estudio de Línea de Base es, obviamente, el paso final. Los informes de línea de base se deben planificar como parte de una estrategia de difusión, que puede incluir, además del informe técnico propiamente dicho, la realización de presentaciones ante diversos públicos y la difusión en los medios de comunicación de los resúmenes ejecutivos.

(Pensamiento Crítico N.° 15, pp. 61-82)


[1] Este apartado se basa en el texto de Miguel Santesmases Mestre, Diseño y análisis de encuestas en investigación social y de mercados (Madrid, Editorial Pirámide, 2009).

La contribución de Edward Said a una tipología cultural del imperialismo (2003) Francisco Fernández Buey

Durante los veintitantos años transcurridos desde la publicación de Orientalismo [1], la gran obra de Edward Said, el interés por la historia y el presente de las culturas no europeas ha ido aumentado de una forma muy considerable en la mayoría de las universidades estadounidenses. Y también en las europeas.

Uno de los resultados de este interés es la notabilísima floración de centros e institutos dedicados a estudiar las diversas formaciones culturales africanas y asiáticas. La atracción por las culturas no europeas rebasaba así el marco más tradicional de la antropología cultural para permear también el conjunto de los estudios históricos, artísticos, literarios, filosóficos y religiosos, así como los planes de estudio de muchas de las facultades de humanidades. Tanto que hoy en día no hay en Europa facultad de humanidades que se precie que no aspire a tener un buen departamento dedicado a estudios orientales, africanos o asiáticos.

Entre los factores que han contribuido a este aumento del interés (no sólo universitario, desde luego) por los estudios de las culturas no europeas en los últimos años habría que destacar cuatro.

En primer lugar, la globalización de la economía, con la constante apertura de nuevos mercados y las interrelaciones culturales implicadas en las migraciones masivas que son el signo de nuestro tiempo. En segundo lugar, la necesidad que la cultura euroamericana tiene de conocer más de cerca los complejísimos procesos de descolonización que se iniciaron en África y Asia en los años sesenta del siglo XX.

En tercer lugar, las consecuencias del importante trasvase de estudiantes, graduados y licenciados, de origen asiático y africano, que hoy pueblan las universidades estadounidenses y europeas (la nueva emigración de cerebros desde el este y el sur a los centros económicos del Imperio). Y en cuarto lugar, el atractivo que, en el ambiente espiritual del fin de siglo, ejercían entre los más jóvenes algunas de las manifestaciones artísticas, científicas, filosóficas y religiosas no vinculadas a lo que se ha llamado la racionalidad occidental con su noción de progreso civilizatorio lineal.

Dos de las consecuencias más patentes de este cambio del tempo histórico o, si se prefiere decirlo así, del ambiente espiritual de Occidente, son el revisionismo historiográfico y la atención que ahora se presta a los estudios culturales.

La revisión historiográfica afecta a nuestra percepción de lo que han sido el colonialismo y el imperialismo europeo y norteamericano en Asia, África y Oceanía durante los siglos XIX y XX. Esta revisión debería permitir vernos a nosotros mismos y a los otros sin las anteojeras que ha creado ese concepto tan restrictivo de barbarie persistente entre nosotros desde la cultura griega clásica y sintomáticamente denunciado ya por Bartolomé de las Casas, a propósito de las culturas amerindias, en los orígenes del colonialismo moderno.

Mientras tanto, los estudios culturales facilitaban la recepción en Occidente de interesantísimas manifestaciones de las literaturas poscoloniales de África, Asia y Australia (con la recuperación de las tradiciones árabe, islámica, hindú o china) y potenciaban una nueva orientación comparatista.

Hoy sabemos, sin embargo, que el comparatismo (como la interdisplinariedad) es una hermosa premisa metodológica que no siempre da los resultados concretos esperados. Y no sólo porque sigue habiendo comparaciones odiosas. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que los tópicos y los prejuicios occidentalistas sobre Oriente –precisamente la invención del mito occidental que Said llamaba «orientalismo»– se están acabando.

Ahí está la tan arraigada ideología de la guerra de civilizaciones para mostrarnos, una vez más, que sigue habiendo mucho camino por recorrer en este ámbito. Al desvelar, en Orientalismo, este mito occidental, Said había llamado la atención acerca de algo que conviene recordar ahora: la «orientalización» occidental del Oriente geográfico no ha sido durante siglos simplemente una frívola fantasía europea (con manifestaciones artísticas, literarias, filosóficas y políticas) sino algo mucho más importante que eso; ha sido un cuerpo consistente, aunque variable, hecho de teorías y de prácticas, en el que los tópicos sobre el despotismo, el esplendor, la crueldad, la sensualidad y el exotismo del Otro expresan precisamente el poder atlántico-europeo sobre un Oriente históricamente vinculado al imperialismo y al colonialismo.

Un corpus intelectual así no se desintegra exclusivamente por la vía de los estudios académicos. Ya las últimas páginas de Orientalismo parecen escritas para salir al paso de esa ilusión. Allí se decía: Si este libro ha de tener alguna utilidad para el futuro será como aportación modesta a un desafío y como una advertencia, a saber: que los sistemas de pensamiento como el orientalismo, los discursos de poder y las ficciones ideológicas se hacen, se aplican y se mantienen demasiado fácilmente […] Si el conocimiento del orientalismo tiene algún sentido es como advertencia ante la degradación seductora del conocimiento, de cualquier conocimiento, en cualquier lugar y en cualquier época. Y ahora tal vez más que antes.

El propio Said ha ido aportado, en los últimos años de su vida, numerosos ejemplos de la persistencia y reiteración del tópico de la superioridad cultural occidental desde la primera guerra del Golfo Pérsico hasta la reciente invasión de Irak por las tropas anglo-norteamericanas. Persistencia y reiteración que se dan tanto en el ámbito de la política como en los ambientes universitarios. Sirva como botón de muestra la actitud del académico Bernard Lewis, una de las autoridades del islamismo y del orientalismo norteamericanos, con quien se ha medido frecuentemente Said.

En 1989 Bernard Lewis interpretaba una propuesta hecha por estudiantes y profesores de la Universidad de Stanford, orientada a introducir más textos no europeos en los programas de estudios en Humanidades, como si tal extensión fuera a suponer en el próximo futuro la desaparición del canon y de la cultura occidentales. Doce años después, algunas de las obras de Lewis se habían convertido ya en fuente de inspiración para las especulaciones de Huntington sobre el choque entre civilizaciones y, lo que es peor, en soporte directo de la guerra preventiva de la administración Bush contra el «peligro islámico» [2].

Pero para valorar bien el punto de vista de Edward Said en su polémica con Bernard Lewis y con otros académicos del orientalismo conviene distinguir y precisar, pues a veces se junta demasiado apresuradamente la crítica del discurso etnocentrista sobre países y continentes, cuyas culturas han sido olvidadas, subalternizadas o tergiversadas, con la crítica al sexismo o al racismo igualmente persistentes en el mundo académico occidental (y fuera de él).

Como racismo y sexismo han sido históricamente rasgos compartidos por la mayoría de las culturas occidentales y orientales, lo razonable es valorar separadamente, por razones metodológicas y de economía del discurso, las propuestas tendentes a un mejor conocimiento de civilizaciones distintas de la nuestra y las propuestas que llaman a prestar mayor atención a subculturas habitualmente subalternizadas en un mismo marco cultural europeo, euroamericano, africano o asiático (como las subculturas de las mujeres, de tales o cuales minorías étnicas o de determinados estratos populares cuyos hábitos y costumbres no son reductibles a la dirección principal del canon vigente). Esta distinción no siempre se hace en las propuestas académicas actuales y da lugar a numerosos equívocos.

Said, que además de estudioso del orientalismo ha sido un musicólogo sensible y un hombre con gran conciencia cívica, ha ayudado mucho a evitar esos equívocos. De él hemos aprendido que se puede y se debe considerar justa y apropiada la preocupación actual por conocer mejor lo que han sido y lo que son realmente las otras culturas y subculturas diferentes de la versión dominante de la cultura europea sin que esto tenga por qué significar aceptar cierta manía generalizadora consistente en meter en el mismo saco todo lo olvidado por el etnocentrismo sexista históricamente dominante.

Y todavía más: que distinguir entre esas dos cosas implica también oponerse a la mera inversión especular de las representaciones tradicionales occidentales, inversión que ha dado y sigue dando lugar a la idealización apresurada de todo lo otro para acabar pensando simplemente lo mismo que se pensaba, con la única diferencia de que donde antes se situaba el cielo ahora se sitúa el infierno y viceversa. Una de las cosas más apreciables del punto de vista de Said es precisamente que no depone el espíritu crítico cuando de lo que se trata es de valorar el imaginario colectivo que, a partir de la cultura de la resistencia frente al etnocentrismo occidentalista, se ha ido construyendo en estos últimos tiempos en Oriente Medio, África o Asia.

II

Ése era el contexto, como se ve, bifronte, de la aparición del libro de Edward Said, Cultura e imperialismo (1993). Este libro completa y desarrolla el estudio llevado a cabo en Orientalismo. Por una parte, amplía el marco geográfico de estudio de aquella obra (cuyas ideas estaban referidas fundamentalmente a Oriente Medio) analizando diversos escritos europeos sobre África, India, algunas partes del Lejano Oriente, Australia, el Caribe (y, más tangencialmente, Irlanda).

Pero, por otra parte, Said introducía en su nueva obra la visión del otro, la visión ilustrada de los vencidos, entendiendo por tal la respuesta de intelectuales africanos, asiáticos, americanos y europeos (particularmente irlandeses) a la dominación occidental, en lo esencial anglo-francesa, que ha culminado en el gran movimiento de descolonización del llamado Tercer Mundo (Ngugi wa Thiongo, Soyinka, Walcott, Tayed Salih, Eqbal Ahmad, Faiz Ahmad Faid, Adbelrahman el Munif, Ali Ahmed Said).

Y, junto a esta última, da mucha importancia a la percepción de intelectuales y escritores que han vivido y se han formado entre ambos mundos (J.M. Coetzee, Nadine Gordimer, Neruda, García Márquez, Rushdie, Césaire).

De la ambición de esta obra de Said habla ya el hecho mismo de que se proponga abordar a la vez el esquema general y planetario de la cultura imperial y la experiencia histórico-mundial de la resistencia contra el imperio. Se trata, por tanto, no de una simple secuela de Orientalismo, sino del intento de hacer algo distinto y más amplio. Al analizar algunas piezas literarias muy conocidas de las culturas euro-americanas Said presta especial atención a sus contextos históricos concretos y al transfondo político (en un sentido amplio) que pueda haber en ellas: siempre teniendo a la vista el complejo — y a veces autocontradictorio— mundo de la relación entre colonialistas y colonizados.

Pues Said entiende la cultura moderna como una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas y pone el acento en el análisis de aquellas ideas sobre la otra cultura que subyacen (muchas veces sin manifestación explícita) a las grandes narraciones de lo que suele llamarse la cultura occidental. Este ha sido un aspecto tradicionalmente olvidado, al analizar las grandes piezas del canon occidental, por la crítica literaria textual en el ámbito académico europeo, o, en el lado opuesto, mal tratado, desde una perspectiva sólo política, por algunos autores africanos y asiáticos o por una parte de la tradición marxista.

La magnitud del proyecto, la amplitud de las relaciones analizadas y el espíritu omnicomprensivo de Cultura e imperialismo puede, sin duda, provocar reticencias en una época, como la nuestra, que desconfía de las cosmovisiones.

Y, obviamente, ha habido críticas en ese sentido. Said se anticipaba a esas reticencias declarando su convicción de que es imposible abarcar en un solo libro todo el imperialismo y toda la cultura que el imperialismo occidental ha producido en relación directa o indirecta con las colonias. Él mismo se ha considerado, temperamental y filosóficamente, contrario a las vastas sistematizaciones o teorías totalizantes de la historia de los hombres (CI, 38).

Y esto también tiene su reflejo en el producto intelectual, en el resultado, pues el obligado corte temático que establece en su libro deja fuera de consideración algunos de los imperios que en el mundo han sido: el austrohúngaro, el ruso, el otomano, el español y el portugués.

Said entiende por imperialismo la práctica, la teoría y las actitudes de un centro metropolitano que rige y gobierna un territorio distante; y por colonialismo, casi siempre como consecuencia del imperialismo, la implantación de asentamientos en estos territorios distantes.

Estima, por lo demás, que la gran era del imperialismo moderno ha terminado, lo cual no equivale a decir (como están diciendo algunos académicos e incluso activistas antiglobalizadores) que haya dejado de haber imperio e imperialismo en nuestro mundo.

Precisamente porque el proceso de descolonización iniciado ya hace décadas ha pasado también a una nueva fase, a veces descrita eufóricamente como poscolonial, tiene sentido la pregunta por lo que ha sido la relación entre cultura e imperialismo. Ahora podemos empezar a ver las cosas con alguna distancia. Y una de las cosas que se puede ver con la distancia ha sido expresada por Said en términos muy taxativos: «Me atrevo a afirmar que sin imperio no habría existido la novela europea tal como la conocemos; y, de hecho, si nos detenemos en el impulso del cual nació veremos la convergencia, en absoluto accidental, entre los esquemas constitutivos de la autoridad narrativa por un lado y la compleja configuración ideológica que subyace a las tendencias imperialistas, por otro» (CI, 126).

O más adelante: el imperialismo y la novela, artefacto cultural de la sociedad burguesa, son indisociables el uno de la otra (CI, 127). Esta opinión prolonga y desarrolla el análisis de la contribución de la narrativa y de la poesía (Chateaubriand, Hugo, Lamartine, Goethe, Flaubert, Fitzgerald) a la configuración del estereotipo occidental sobre el orientalismo.

Es cierto que todos los grandes documentos de la cultura occidental que tratan directa o indirectamente del otro mundo (africano, asiático, australiano) pueden ser leídos o interpretados haciendo abstracción de su relación con la idea de imperio. Y más aún en la actualidad, cuando muchas de las grandes realizaciones estéticas propias del imperialismo son recordadas y admiradas, en la universidad y fuera de ella, sin aquel acompañamiento (el espíritu de dominación) que poseían durante el proceso de su gestación y producción.

Pero en las inflexiones y en las huellas de estas manifestaciones literarias el imperio puede leerse, verse y oírse. En cambio, cuando se prescinde de estas inflexiones y de estas huellas se acaba reduciendo tales obras a caricaturas, quizá refinadas, pero caricaturas al fin y al cabo (CI, 213).

A lo largo del libro Said ofrece diferentes tipos de matizaciones metodológicas y prácticas para el análisis concreto de la relación entre cultura e imperialismo. Por una parte, admite que el concepto mismo de imperialismo tiene de por sí una carga tal de generalización que puede lastrar de vaguedad inaceptable la interesante heterogeneidad de las culturas metropolitanas europeas.

Reconocerlo así implica, desde luego, atender a las diferencias entre las diversas obras de la cultura en un mismo marco imperial. Pero, una vez admitido eso, oponerse a que la cultura sea analizada como parte del imperialismo puede convertirse en una táctica que impida cualquier tipo de estudio serio de las relaciones entre ambos términos. En cambio, si nos enfrentamos a ellas con cuidado podemos establecer varias y provechosas formas de vinculación que complementen y enriquezcan nuestras lecturas de los grandes textos de la gran cultura (CI, 259).

Edward Said concede mucha importancia a la tradición de los estudios de literatura comparada, y en particular al propósito original de este tipo de estudios consistente en eludir el insularismo y el provincialismo para considerar varias culturas al unísono y en contrapunto (CI, 90).

Pero advierte que la dirección dominante de estos estudios ha sido casi siempre academicista y ha estado condicionada por la idea de que Europa y Estados Unidos constituyen el centro del mundo. En este plano Said hace observar que la literatura comparada se convirtió en un asunto de seguridad nacional en EEUU, en los años sesenta, luego de la aparición del Sputnik.

Una objeción fuerte, del mismo tipo, puede hacer el autor a algunas otras corrientes de la crítica contemporánea: el nuevo historicismo, el deconstruccionismo e incluso el neomarxismo evitan, por lo general, el horizonte político de mayor alcance, determinante, de la cultura occidental moderna: el imperialismo (CI, 112).

Pero si se dejan de lado esos aspectos (la persistente idea compartida del imperialismo reforzado, o el general acuerdo sobre la distinción ontológica fundamental entre Occidente y el resto del mundo) haríamos algo parecido a describir una carretera prescindiendo de su localización en el paisaje.

Lo que Said propone como alternativa a los estudios comparatistas académicos y a estas otras corrientes en alza desde la década de los ochenta del siglo pasado es una lectura de la tradición como un acompañamiento polifónico de la expansión de Europa, lo cual supone una lectura, distinta de la académica oficial, de algunos de los clásicos del canon occidental, como Conrad o Kipling, apoyándose también en los estudios historiográficos que últimamente han ido desvelado la relación entre imperialismo y cultura (Kiernan, Martin Green, Molly Mahooh, John McClure, Patrick Brantlinger).

Said ilustra su análisis globalizante de algunas importantes piezas culturales de los dos últimos siglos estudiando personajes o situaciones de narraciones de Dickens (para el caso de Australia), Thackeray, Ruskin, Conrad (para África y Suramérica), Kipling (para la India), Verdi (para Egipto) o Camus (para Argelia), así como, en relación con las obras de estos autores, declaraciones de Carlyle, los Mill y muchos otros que han considerado como un hecho sin más la expansión colonial con su imagen repetida de las razas bárbaras e inferiores.

Edward Said parte de una convicción compartida, según la cual todas las culturas tienden a construir representaciones de las culturas extranjeras para aprehenderlas de la mejor manera posible o controlarlas de algún modo. Pero observa que no todas las culturas construyen representaciones de las culturas extranjeras y de hecho las aprehenden y controlan. Esa es la diferencia de las principales culturas europeas modernas analizadas.

En ese contexto Said llama la atención sobre un hecho que no se suele tener hoy en cuenta suficientemente, a saber: que hasta mediados del siglo XX la gran mayoría de los escritores occidentales escribían teniendo in mente únicamente una audiencia occidental, aunque en determinados casos tratasen de personajes, lugares o situaciones de los territorios de ultramar dominados por los europeos (CI, 121).

La propuesta que hace en este sentido también es clara y razonable. Se puede enunciar así: hoy en día debemos leer las grandes obras canónicas, y tal vez el archivo completo de la cultura europea y norteamericana premoderna y moderna, haciendo el esfuerzo de dar voz a lo que allí estaba presente en silencio, o marginalmente, o representado con tintes ideológicos.

III

Para llevar a cabo esta propuesta Said propone incorporar al análisis literario la obra de revisión y deconstrucción intelectual del mundo occidental que fueron realizando en la segunda mitad del siglo XX intelectuales y escritores de origen africano, asiático o latinoamericano, como Fanon, Amilcal Cabral, Chinua Achebe, Ngugi wa Thiongo, Soyinka, Rushdie o García Marquez, pero también, desde dentro de la misma cultura europea occidental, Genet, Basil Davidson, Albert Memmi y Juan Goytisolo.

Así se va concretando la propuesta metodológica de Cultura e imperialismo: tomar en consideración la experiencia cruzada de occidentales y orientales (o mejor, de europeos, asiáticos, africanos y americanos) en un marco caracterizado por la interdependencia de los terrenos culturales en los cuales el colonizador y el colonizado coexisten y luchan unos con otros a través de sus representaciones, sus proyecciones, sus geografías, sus relatos y sus historias.

La idea de entrecruzamiento es aquí básica y se deriva de lo que podríamos denominar la paradoja cultural del imperialismo, entendiendo por tal el hecho de que precisamente uno de los más importantes logros de éste (unir más el mundo política y económicamente) está en la base del proceso de separación y distanciamiento de las respectivas imágenes de europeos y no-europeos, una imagen insidiosa y fundamentalmente injusta, pero que obliga, en el cambio de siglo y con el paso de tiempo, a considerar la experiencia histórica del imperio como algo común a ambos lados. Y ello, «a pesar de la sangre derramada, del horror y del amargo resentimiento que ha quedado» (CI, 25).

El proceder de Said consiste en trabajar sobre obras individualizadas (Mansfied Park, Kim, Aída, El corazón de las tinieblas, El extranjero, El inmoralista) leyéndolas primero como grandes obras de la imaginación creadora e interpretativa occidental y analizándolas luego en el marco de la relación histórica y particularizada entre cultura e imperio.

Al introducirse en el campo de la llamada «alta cultura literaria», y al tratar de poner de manifiesto su relación con el imperialismo históricamente existente, Said no se propone ir acumulando condenas morales o políticas del arte occidental (aunque hay, ciertamente, desarrollos particulares en su obra, cuando trata de Camus o de Gide, por ejemplo, que pueden dar pie a esa interpretación reductivista), sino más bien la tarea inversa: examinar de qué manera los procesos de eso que llamamos imperialismo se producen y concretan más allá de las leyes económicas y de las decisiones políticas (CI, 48).

Junto a la idea de entrecruzamiento cultural hay que subrayar en el libro de Said la propuesta de una lectura contrapuntística. La lectura en contrapunto debe registrar simultáneamente el proceso del imperialismo y el de la resistencia, lo que puede realizarse incluyendo, en el análisis de las obras literarias, lo que había sido excluido o estaba sólo supuesto, sabiendo -dice él– lo que significa que un autor muestre, por ejemplo, que una plantación colonial de azúcar es importante para mantener un particular estilo de vida en Inglaterra.

Al concretar más sobre esta lectura contrapuntística, Said afirma que es necesario leer conjuntamente los textos que proceden del centro metropolitano y de las periferias sin aceptar ya la dicotomía entre un criterio que privilegia la «objetividad» por nuestra parte y otro criterio que da por supuesto el lastre de la «subjetividad» por la suya. La cuestión, por tanto, no es sólo saber cómo leer, según lo están proponiendo los partidarios de la deconstrucción, sino también separar ese aspecto del problema del saber qué se lee.

Las ideas de contrapunto, interrelación e integración representan algo más que un indicio moderadamente inspirador de lo que puede entenderse por visión ecuménica y ecuánime. Y en este sentido Said logra resultados brillantes al comparar, por ejemplo, El corazón de las tinieblas de Conrad con Época de migración al norte del sudanés Tayed Salih.

Una de las cosas más interesantes de Cultura e imperialismo es que, como en Orientalismo, la mirada entrecruzada de Said permite establecer un tipo de relaciones entre diversos planos de la cultura y de las culturas que por lo general escapan a la consideración de la mirada solo europea porque lo obvio se da por supuesto. Una primera lectura de esta obra tendrá que subrayar, por tanto, lo que ésta tiene de complemento de otras lecturas textuales de algunas muestras del canon occidental.

Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la lectura que Said hace de Mansfield Park (1814) de Jane Austen (CI, 141 y ss.). Pero en el libro hay más cosas. Como suele ocurrir cuando el desplazamiento del ángulo de la mirada cambia radicalmente el punto de vista tradicional, el tipo de relaciones que aquí establece Said entre ideas diferentes y entrecruzadas por la relación imperialismo/cultura permite iluminar algunos aspectos de determinadas obras singulares que pasaban completamente desapercibidos en el marco cultural europeo.

Entonces la lectura contrapuntística no sólo complementa otras lecturas textuales sino que abre nuevos horizontes. Es el caso de los apartados dedicados al Kim de Kipling, a la Aída de Verdi, al Corazón de las tinieblas de Conrad y (tal vez con menos acierto) a algunas de las obras de Camus.

V

El apartado sobre la Aida de Verdi se titula sintomáticamente «el imperio en acción» (CI, 185 y ss.). El problema de Aída reside en que no trata de la dominación imperial sino que forma parte de ella. En ese contexto Said responde a la pregunta de por qué aceptó Verdi la oferta del virrey Ismail de escribir una ópera especial para El Cairo y señala que Verdi carecía de toda opinión formada acerca del Egipto moderno, por lo que el resultado, en la ópera, fue un Egipto orientalizado, al cual llegó el autor, con su música, por un camino propio. La identidad egipcia de Aída era sólo parte de la fachada europea de El Cairo: no podemos ver entre la obra y El Cairo aquella congruencia que Keats percibía en el friso de una urna griega y el mundo a que éste le correspondía.

Bajo el epígrafe «los placeres del imperialismo» Said analiza Kim (1901), de Rudyard Kipling (CI, 216 y ss.), dialogando con la célebre opinión de Edmund Wilson sobre los dos mundos en el alma del protagonista y del autor. Said argumenta que el conflicto entre el servicio de Kim a la colonia y la lealtad a sus compañeros indios permanece sin resolver no porque Kipling no pueda enfrentarse a él sino porque para éste no existía conflicto. Por eso uno de los propósitos de la novela es mostrar la ausencia de enfrentamiento una vez que Kim se ha curado de sus dudas. Said lee Kim como una contribución mayor a esa India orientalizada de la imaginación por la que puede hablarse de «invención de la tradición».

El corazón de las tinieblas de Conrad da pie a una interesante la apreciación de Said cuando, en el marco del análisis de la cultura de resistencia, escribe que en Época de emigración al norte de Tayeb Salih el río de Conrad se convierte en el Nilo cuyas aguas rejuvecen a los pueblos e invierte la primera persona del estilo narrativo inglés al tratar del viaje de un sudanés a Europa. El viaje al corazón de las tinieblas se convierte en una hégira sagrada desde el campo sudanés, todavía agobiado por la herencia colonial, hasta el corazón de Europa, donde Mustafá Said, espejo de Kurtz, desencadena la violencia ritual sobre sí mismo, sobre las mujeres europeas y sobre el entendimiento del narrador. Tan deliberada es la imitación inversa de Conrad por Salih que hasta la valla adornada de calaveras de Kurtz encuentra su repetición y deformación en el inventario de los libros europeos almacenados en la biblioteca secreta de Said (CI, 329)

Said lee al Camus de El extranjero (1942), La peste (1947) y El exilio y el reino (1957) en relación con la experiencia imperial francesa. Y lo aborda como un caso representativo de cómo, con el tiempo, se han desvanecido los hechos de la realidad imperial que tan claramente podrían observarse en las obras de éste. Son novelas que hoy tienen un interés póstumo: parecen tratar de cosas muy diferentes a las que aludían en su momento. La lectura actual de Camus es un ejemplo para ver cómo queda en los márgenes el tema de la dominación europea del mundo no-europeo diluido en los temas de la «conciencia europea» y «la condición humana».

Said se interroga acerca de por qué fue Argelia el paisaje de esas obras cuya referencia principal era otra (la Francia ocupada por los nazis). Y presenta su lectura como una «restauración interpretativa», reconstruyendo la pista argelina que se ha borrado: «Considerar las obras de Camus como un elemento de la geografía política de Argelia metodológicamente construida por los franceses» (CI, 278).

Said pone esto en relación con las opiniones de Camus acerca de la lucha por la independencia de Argelia y afirma que la cerrazón del autor explica el vacío y la ausencia de historia del árabe muerto por Meursault y el sentido de la devastación de Orán en La peste, «que no está concebido para expresar en primer lugar las muertes de árabes (que después de todo son las cuentas desde el punto de vista demográfico), sino la conciencia francesa (CI, 285).

En ese contexto Said mantiene que las obras de Camus son más interesantes , no menos, precisamente porque sus más famosos relatos dependen en muchas maneras del discurso francés colonial sobre Argelia, se alimenta de la historia de la dominación francesa en Argelia. Debemos considerar, pues, las obras de Camus como transfiguración metropolitana del dilema colonial. La obra de Camus posee una vitalidad negativa en la que la trágica seriedad humana del esfuerzo colonial alcanza su última gran culminación antes de que llegue la ruina. Lo que Camus expresa es esa desolación y esa tristeza de las que no nos hemos recuperado y que todavía no hemos acabado de comprender (CI, 292).

VI

No es difícil enumerar las deudas intelectuales de Said, tanto sustantivas como metodológicas. Algunas de ellas han sido explícitamente declaradas en los análisis concretos que se llevan a cabo en el libro. Así, el Frank Fanon de Los condenados de la tierra, obra de la que se dice que ha representado un formidable arsenal antiautoritario (CI, 432). Me parece de justicia la recuperación por Said del olvidado Fanon (y el recuerdo del célebre prólogo de JP Sartre a la primera edición de Los condenados: «No existe nada más consistente que un racismo humanista, puesto que el europeo sólo ha sido capaz de convertirse en hombre creando esclavos y monstruos»).

Fanon es, para Said, el autor que con más contundencia y decisión ha expresado el inmenso giro cultural que se ha producido desde el terreno de la independencia nacionalista hacia el campo teórico de la liberación (CI, 414), «el primer teórico destacado del antiimperialismo que advirtió que el nacionalismo ortodoxo seguía el mismo camino trazado por el imperialismo, que mientras parecía estar concediendo autoridad a la burguesía nacionalista en realidad continuaba extendiendo su hegemonía».

Otras deudas, también explícitas, son más difíciles de valorar, puesto que la explicitación se refiere, por lo general, a aspectos particulares (sustantivos o metodológicos) de las obras de autores varias veces citados y a cuyas aportaciones Said había hecho referencia ya en Orientalismo y en otras obras suyas. Por ejemplo, el Raymond Williams de los ensayos sobre cultura (a pesar de las limitaciones que Said advierte precisamente en el tema del imperialismo) y, sobre todo, de The Country and the City; el T. S. Eliot de «Tradition and the Individual Talent»; el Antonio Gramsci de La cuestión meridional y de la distinción entre «sociedad civil» y «sociedad política»; el Auerbach de Mímesis; el Lukács de la Teoría de la novela y de los ensayos sobre la novela histórica; el Walter Benjamin que declara que no hay documento histórico de civilización que no sea al mismo tiempo documento de barbarie; el Foucault de La arqueología del saber y de Vigilar y castigar.

Pero seguramente, junto a estos autores occidentales repetidamente citados, ha contado mucho en Said la obra y el ejemplo de algunos de los grandes escritores y literatos no occidentales cuyo sufrimiento (puesto que apenas se les hizo caso ni en Occidente ni en sus países de origen) tampoco debilitó la fortaleza de sus conviccioners: Eqbal Admad y Faiz Ahmad Faiz en Pakistán, Ngugi wa Thiongo en Kenia, Abdelrahman el Munif en el mundo árabe, o Partha Chatterjje (miembro del grupo Subaltern Studies).

Said reconoce también el aumento del interés que se ha producido en las universidades europeas y americanas, al menos desde 1980, por la literatura africana: Bessie Head, Alex La Guma, Wole Soyinka, Nadine Gordimer, J.M. Coetzee, Anta Diop, Paulin Hountondjii, V.Y. Mudimbe, Ali Mazrui y el que considera poeta contemporáneo más importante: Ali Ahmed Said (Adonis), autor de Al Zabit wa al-Mutahawil (traducción inglesa: An Introduction to Arab Poetics, Londres, 1990: «ejemplo soberbio y atrevido del desafío casi en solitario de la persistencia de una herencia árabe-islámica petrificada y limitada por la tradición a los que opone los poderes disolventes de la modernidad crítica», CI, 481) así como de sus compañeros del periódico Mawakif.

En el apartado dedicado a los «temas de la resistencia cultural» (326 y ss.), Said menciona a: James Ngugi (Ngugi wa Thiongo) cuya obra The River Between reformula El corazón de las tinieblas de Conrad desde la primera página; el sudanés Tayeb Salih (que vuelve sobre el tema de Conrad en Epoca de migración al norte; Aimé Césaire dialogando con el Shakespeare de La tempestad a propósito del derecho a representar lo caribeño; Roberto Fernández Retamar a propósito de lo que simbólicamente significan para el llamado Tercer Mundo Calibán y Ariel; al Salman Rushdie de Los hijos de la medianoche. Y en ese contexto califica el esfuerzo llevado a cabo por docenas de especialistas, críticos e intelectuales de la periferia, de viaje de retorno (CI, 336).

Le interesan, por otra parte, aquellas aportaciones más recientes que se evaden de las polaridades de Oriente y Occidente tratando de comprender aspectos de las otras culturas que por su incomodidad no fueron abordados por los historiadores y orientalistas de la época colonial. Como, por ejemplo, el estudio de Peter Gran sobre las raíces islámicas del capitalismo moderno en Egipto, la investigación de Judith Tucker sobre la estructura de la familia y el poblado egipcios bajo la influencia del imperialismo o la monumental obra de Hanna Batatu sobre la formación de las instituciones estatales modernas en el mundo árabe o el estudio de S.H. Atlas , The Myth of the Lazy Native, o la obra del investigador indio de la universidad de Columbia, Gauri Viswanathan, The Marsk of Conquest (CI, 88-89).

VII

Al valorar la aportación de Said a una tipología cultural del imperialismo no se puede olvidar la dimensión personal. Al centrar sus estudios sobre piezas culturales procedentes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos de Norteamérica, Said no deja de declarar uno de los lados de su propia formación cultural. El otro es su propio origen: el mundo árabe y musulmán. Para la comprensión de lo que esto ha significado en su caso vale la pena atender a lo que dice en sus recuerdos de la infancia, la adolescencia y la juventud (3). Hay en ellos un paso muy significativo. Dice así:

Aunque el inglés se había convertido en mi idioma principal me encontré en una extraña situación en que no tenía ninguna situación natural, ni nacional, en donde usarlo. Los tres idiomas se convirtieron en una cuestión bastante peliaguda cuando yo tenía catorce años, El árabe estaba prohibido y era «de moro». El francés era siempre «de ellos» y no mío. El inglés estaba autorizado pero era inaceptable porque era el idioma de los odiosos británicos. Desde entonces siempre me ha fascinado de forma exagerada el funcionamiento de los idiomas y me dedico a cambiar automáticamente a una de las tres posibilidades. Cuando hablo inglés, a menudo oigo y digo el equivalente francés o árabe; cuando hablo árabe busco análogos en inglés o francés y los añado como quien lleva el equipaje sobre la cabeza, es decir, como algo presente pero en cierta medida inerte y agobiante. Solamente ahora que tengo más de sesenta años me siento más cómodo y no traduzco sino que hablo o escribo directamente en cada uno de estos idiomas, no con fluidez de un nativo pero casi. Solamente ahora he superado mi alineación respecto al árabe causada por mi educación y por el exilio y puedo usarlo con placer.

Desde esta vivencia de las lenguas y de las culturas se comprende mejor una de las declaraciones con que arranca Cultura e imperialismo, declaración que allí parece cobrar un sentido casi metodológico: la de escribir viviendo en los dos lados y tratando de ejercer de mediador entre ellos (CI, 27). Al menos en el ámbito en el que un hombre sin poder político puede hacerlo: el cultural. Hay que tener en cuenta que tanto Orientalismo como Cultura e imperialismo son libros acerca del nosotros y el ellos, libros en los que el autor es a la vez, por voluntad propia, parte de ambos. Y, es además, crítico de lo que considera exageraciones o extremos de ambos mundos; crítico de la constante afirmación occidental de superioridad cultural sobre el otro y crítico de la réplica nativista o indigenista del colonizado que protesta mediante la mera y simple inversión de la concepción del mundo del colonialista: imperialismo occidental y nacionalismo tercermundista se alimentan mutuamente. Y la guerra del Golfo Pérsico, o los últimos acontecimientos de Oriente Medio, África y Asia así lo ponen, una vez más, de manifiesto.

Con esa vivencia y desde ese enfoque metodológico Said pudo escribir, con razón, que su objeto es una historia sombría y muchas veces descorazonadora, sólo atemperada por la emergencia de una nueva conciencia intelectual y política en ambos mundos. Si en lo político, y particularmente en lo que hace a la cuestión palestina, Said se ha sentido muy solo en los EE.UU., sobre todo en los últimos tiempos, en lo cultural no lo estaba. Pues su obra, su aproximación a una tipología cultural del imperialismo, se benefició no sólo de la experiencia propia sino también de los cambios que, mientras tanto, se habían ido produciendo en los estudios sobre Oriente Medio, a partir precisamente de publicaciones de intelectuales, en origen con experiencias duales y que han gozado durante años de la disponibilidad de las universidades de Berkeley, en California, Yale Princeton o Columbia. Él mismo ha mencionado a este respecto los trabajos de Lila Abu-Lughod, Leila Ahmed, Fedwa Malti-Douglas, Sara Suleri y Lisa Lowe.

Said lo dice muy explícitamente: Cultura e imperialismo es el libro de un exiliado (CI, 32), de un árabe con educación occidental, que pertenece a los dos mundos sin ser completamente de uno o de otro. Es interesante, sin embargo, el que al emplear la palabra exiliado añada que no se refiere a algo triste o desvalido. Él mismo fue consciente de que no hay mal que por bien no venga, de que esta división del alma permite tal vez comprender los dos mundos con más facilidad. Dice escribir como «norteamericano y árabe que ha vivido problemáticamente en los dos mundos» (CI, 453) y que ha vivido también «la hostilidad e ignorancia propia de las dos partes de este encuentro cultural complejo y desigual» (CI, 454). Es como si la idea de exilio cambiara de significado en los últimos tiempos: se convierte en algo cercano a un hábito, una experiencia en la que, por mucho que se reconozca y se sufra la pérdida, se atraviesan barreras y se exploran nuevos territorios superando así las fronteras canónicas clásicas. No es casual que en ese contexto aparezca la referencia a Erich Auerbach: nuestro hogar filológico es el mundo entero y no la nación o el escritor individual (CI, 488). Con esa idea reitera Said su propuesta de lectura contrapuntística de análisis global frente a las tendencias separatistas y nativistas; análisis global y contrapuntístico que no debe entenderse en la forma de una sinfonía (como las primeras nociones relativas a la literatura comparada) sino más bien bajo la forma de un conjunto atonal (CI, 489). Se ha dicho que uno de los objetivos declarados de Said ha sido tratar de encontrar un punto de vista que supere al mismo tiempo la unilateralidad del occidentalismo y del indigenismo característico de la época poscolonial.

Pero él sabía que el presente momento ideológico presenta grandes dificultades para la consolidación de este tipo de trabajo intelectual (CI, 89). Said, que ha criticado la evolución del nativismo y del nacionalismo en el Tercer Mundo, en tanto que mera inversión del imperialismo occidental, también ha escrito al respecto: No quiero que se me malinterprete: no estoy abogando por una posición simplemente antinacionalista. Es un hecho histórico que, como fuerza política movilizadora, el nacionalismo (restauración de la comunidad, afirmación de la identidad, emergencia de nuevas prácticas culturales) instó y propulsó la lucha contra la dominación occidental en todo el orbe no europeo. Y es tan inútil oponerse a eso como a la ley de la gravedad de Newton (CI, 339).

Lo que Said proponía, alternativamente, es que aprendamos a centrarnos en el argumento que sostiene que, una vez adquirida la independencia, se necesitan nuevas e imaginativas reconceptualizaciones de la sociedad y de la cultura para así evitar la recaída en antiguas ortodoxias e injusticias. En ese sentido daba mucha importancia al movimiento de las mujeres en Egipto, en Turquía, en Indonesia, en China, en Ceilán desde principios de siglo donde la resistencia nacionalista ante el imperialismo fue siempre autocrítica (CI, 341). Ese punto de vista se concreta, una vez más, en una orientación histórica de carácter integrador y contrapuntístico que considera que las experiencias occidentales y no occidentales se suponen mutuamente porque están a su vez relacionadas por el imperialismo. Lo cual implica una visión imaginativa, incluso utópica, que vuelva a tener en cuenta la teoría y la práctica de la emancipación como elemento opuesto a la reclusión, apostando por un tipo particular de energía nómada, migratoria, antinarrativa (CI, 431).

Por su discreción en el tratamiento de asuntos en los que generalmente se ha oscilado entre politicismo y formalismo, por su veracidad, no exenta de dramatismo, este palestino, que fue miembro del Consejo Nacional y profesor de literatura comparada en la universidad de Columbia, pero que fue sobre todo un exiliado postromántico, supo renovar la apuesta cultural de aquellos otros exiliados sensibles (Auerbach, Arendt, Benjamin, Todorov) que nos han enseñado a entender mejor lo que somos (y lo que hemos sido) comprendiendo a los otros, más allá de la presunción, de los estereotipos y de los prejuicios.

 (Tomado de La Insignia)


[1] Orientalismo, New York, Pantheon Books, 1978; traducción castellana de María Luisa Fuentes, Madrid, Prodhufi, 1990.

[2] Principalmente: Los asesinos. Una secta islámica radical. Barcelona, Alba, 2002 (una obra escrita en 1967, pero recuperada para la ocasión después del 11 de septiembre de 2001) y ¿Qué ha fallado? El impacto de Occidente y la respuesta de Oriente Próximo, Siglo XXI, 2003. Pero además de eso Lewis ha estado directamente implicado en las reuniones del loby belicista (Wolfowitz, Rumsfeld, Perle, Cheney) que presionó para la invasión de Irak.

Pensar la resistencia al colonialismo con Edward Said (2019) Coline Ferrant

“Las ideas, las culturas y las historias no se pueden entender ni estudiar seriamente sin estudiar al mismo tiempo su fuerza o, para ser más precisos, sus configuraciones de poder”. Orientalismo (2008 [1978]: 25).

Said fue un lingüista, crítico literario y ensayista palestino-estadounidense; se desempeñó como profesor de literatura inglesa en la Universidad de Columbia en Nueva York. Evidencia dos aspectos de las culturas coloniales: el conflicto ―su violencia simbólica (“su fuerza”)―, y la interdependencia; es decir, que involucran a dos actores, el colonizador y el colonizado (“sus configuraciones de poder”).

Conceptualicemos la cultura. En Cultura e imperialismo, Said propone dos dimensiones. Primero, se trata de “todas aquellas prácticas, como las artes de la descripción, la comunicación y la representación, que poseen relativa autonomía dentro de las esferas de lo económico, lo social y lo político, que muchas veces existen en forma estética y cuyo principal objetivo es el placer” (2004 [1993]: 12).

Segundo, el término designa todo aquello que incluya “un elemento de refinada elevación” (2004 [1993]: 13), percibidas como superiores a los del otro. La cultura se vuelve así más política e ideológica: “Leemos a Dante Alighieri o a William Shakespeare para poder seguir en contacto con lo mejor que se ha conocido y pensado, y también para vernos, a nosotros mismos, a nuestro pueblo, a nuestra tradición, bajo las mejores luces. Con el tiempo, la cultura llega a asociarse, a veces de manera agresiva, con la nación o el Estado” (2004 [1993]: 14).

El hecho colonial y su legado son el objeto de investigación de los estudios poscoloniales, tradición intelectual en la que se inscribe Said. Plantean que la dominación colonial no fue solamente política, económica y militar, sino también estética e ideológica. Para ello, se apoyan en las ciencias humanas y sociales cuyas herramientas intelectuales permiten investigar fenómenos de dominación cultural: antropología, historia, etnología, lingüística, sociología, análisis literario.

La publicación en 1978 de Orientalismo fue un parteaguas para el desarrollo de los estudios poscoloniales. Analiza la construcción por el Occidente de la categoría Oriente en las artes y las ciencias. Cultura e imperialismo, publicado en 1993, abarca la resistencia al hombre blanco: “Nunca se dio el caso de que un activo agente occidental tropezase con un nativo no occidental débil o del todo inerte: existió siempre algún tipo de resistencia activa, y, en una abrumadora mayoría de los casos, la resistencia finalmente triunfó.” (2004 [1993]: 12)

Así, ¿cómo se conformó la resistencia al colonialismo en el ámbito cultural? En términos estéticos, contradijo las representaciones del Occidente producidas por la literatura occidental. En términos ideológicos, propuso una redefinición del podersaber histórico elaborado por el Occidente. Para investigar ello, el presente ensayo se apoya en el esquema conceptual de Said, así como fuentes primarias contemporáneas.

Resistencia estética: un conflicto de representaciones del Oriente.

El Oriente en la literatura occidental: entre exotismo y normatividad.

Las novelas occidentales representan al Oriente de manera normativa, mediante “tareas de análisis y valoración”, e idealizada, “para satisfacción de audiencias europeas y norteamericanas con gustos exóticos” (2004 [1993]: 20). La historia y las relaciones internacionales obedecen entonces a una perpetua sumisión del Oriente al Occidente. El Oriente no tiene historia, no tiene singularidad; sólo el Occidente puede darle coherencia.

Un ejemplo es la novela Nostromo del escritor inglés Joseph Conrad. La intriga tiene por telón de fondo el Costaguana, un país ficticio de América Latina. Charles Gould, un inglés heredero de la mina de plata de San Tomé, trata de mantener su empresa a flote a pesar de las vicisitudes de la vida política local. Debido a esta constante inestabilidad por una parte, y a los ricos recursos naturales por otra parte, la injerencia del Occidente en los asuntos interiores del Costaguana es una fatalidad histórica. Como lo expresa Holroyd, el financiero estadounidense de Charles Gould:

Nosotros sabemos quedarnos en casa cuando llueve. […] Manejaremos los negocios del mundo entero, quiéralo éste o no. El mundo no puede evitarlo… y nosotros tampoco, a lo que imagino. (Conrad, 2005 [1904]: 76)

Este esquema de dominación se reproduce al nivel de las relaciones interpersonales. En El Inmoralista de André Gide, Michel, el personaje principal, cae gravemente enfermo durante su luna de miel en Argelia. La contemplación dominadora de los muchachos jóvenes a su alrededor le devuelve fuerza y vigor. Como lo resume Said, paradójicamente, “la experiencia del más fuerte [se superpone] a la del más débil, experiencia que también, extrañamente, depende de este último.” (2004 [1993]: 300)

Esta literatura también satisface el gusto del lectorado occidental por el exotismo. Las sociedades tienen principios de organización arcaicos y creencias y costumbres primitivas. El indígena es, además, vago e irracional. Su compañía y el entorno geográfico son agradables, aunque impliquen renunciar a los estándares de la civilización.

Esta tierra de voluptuosidad satisface, pero no sosiega el deseo, y toda satisfacción lo exalta. […] En el momento de volverme a dormir al hotel, me acordé de un grupo de árabes acostados al aire libre, sobre las esteras de un pequeño café. Me fui a dormir pegado a ellos. Regresé cubierto de parásitos. (Gide, 1948 [1902]: 85-86)

El Oriente en la literatura oriental: una reconstrucción de la historia.

Los escritores de la literatura poscolonial procuraron reescribir y reinterpretar la historia. Al respecto, la novela El corazón de las tinieblas de Conrad narra la búsqueda por un oficial de la marina mercante británico de un coleccionista de marfil desaparecido. Tal emprendimiento se presenta como un distanciamiento progresivo de la civilización hacia tierras cada vez más primitivas. He aquí las primeras líneas:

Anclada y sin que hubieran ondeado las velas, la goleta Nellie se meció ligeramente antes de quedar otra vez en reposo. Había subido la marea, el viento apenas soplaba y, dado que el destino de la goleta era navegar río abajo, sólo nos quedaba permanecer en puerto y esperar al reflujo de las aguas. (Conrad, 2014 [1899]: 11)

El escritor keniano Ngũgĩ wa Thiong’o, quien estudió la obra de Conrad cuando era estudiante en la Universidad de Leeds, revisita El corazón de las tinieblas en The River Between. He aquí, a modo de comparación, las primeras líneas:

The river was called Honia, which meant cure, or bring-back-to-life. Honia river never dried: it seemed to possess a strong will to live, scorning droughts or weather changes. And it went on in the same very way, never hurrying, never hesitating. People saw this and they were happy. (Ngũgĩ, 1966: 1)

Al contrario de las exageraciones de Conrad, el estilo de Ngũgĩ es particularmente sobrio. Además, la narrativa reintegra a África y a los africanos en su singularidad: mientras que Conrad evoca la nave de los europeos, Ngũgĩ insiste en el río y su importancia en la vida de los autóctonos.

Frente a las representaciones idealizadas y despreciativas del Oriente que producen los escritores occidentales, los escritores orientales se comprometieron pues a reconstruir la realidad. Dicho ello, Edward Said escribe: “No creo que los escritores estén mecánicamente determinados por la ideología, la clase o la historia económica, pero sí creo que pertenecen en gran medida a la historia de sus sociedades, y son modelados y modelan tal historia y experiencia social en diferentes grados.” (2004 [1993]: 26) Cambiemos pues el nivel de análisis e indaguemos, en un marco más amplio y más político, las ideologías que sostienen la dominación colonial.

Resistencia ideológica: un conflicto de saberes coloniales.

Un saber-poder al servicio de la dominación colonial.

Un esquema de saber-poder (Foucault, 2008 [1969]), que Foucault aplica al ámbito carcelario en Vigilar y castigar (2018) [1975], también se produce en el caso de la dominación colonial. Hay una interdependencia entre el poder colonial (político, económico y militar) y la producción de un saber que esencializa el colonizado en un estatus de inferioridad.

Así, el saber colonial plantea la imposibilidad estructural de la independencia. Primero, las distintas comunidades son incapaces de entenderse. En Pasaje a la India (2018) [1924], novela que pone en escena las luchas independentistas en la India de los años 1920, Edward Morgan Forster caracteriza así la desunión de los distintos grupos religiosos:

Hamidullah había pasado a visitarle de camino para un fastidioso Comité de Notables, de tendencia nacionalista, en el que hindúes, musulmanes, dos sikhs, dos parsis, un jainí y un cristiano nativo trataban de confraternizar más allá del impulso de sus tendencias naturales.

Además, el colonizador se niega a considerar la sinceridad y la autenticidad del nacionalismo. Lo percibe como motivado por los intereses de los líderes, como lo expone el historiador Anil Seal (1968) en el caso de la India. A nivel psicológico, según el psicoanalista Octave Mannoni en Psicología de la colonización [Psychologie de la colonisation] (1950), los colonizados postulan y piden su sumisión.

La construcción de un saber anticolonial: la sistematización de la resistencia.

Said destaca que entre las dos guerras mundiales, la resistencia a la colonización no siempre tuvo la forma de un anti-occidentalismo. Algunos líderes hasta consideraron que se podía aprovechar ciertos aspectos de la cultura occidental en la lucha contra el colonialismo. Por ejemplo, Hồ Chí Minh aconsejó a las futuras élites que estudiaran en el extranjero y regresaran para ayudar a la nación.

La Segunda Guerra Mundial fue un parteaguas. Las potencias coloniales siguieron ignorando las reivindicaciones de los colonizados, así fortaleciendo la resistencia. Para usar el término de Jean-Paul Sartre, ya que el colonialismo formaba un sistema, la resistencia se volvió “sistémica”, es decir, que el hecho colonial no era el resultado aleatorio de una suma de acciones individuales, sino un sistema dotado de su coherencia propia. “El sistema existe y funciona; el círculo infernal del colonialismo es una realidad.” (Sartre, 1965 [1964]: 33) En Los condenados de la tierra, Frantz Fanon desmiente la idea de que el colonizador habría traído la modernidad a las colonias.

Las naciones europeas se regodean en la opulencia más ostentosa. Esta opulencia europea es literalmente escandalosa porque ha sido construida sobre las espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre de los esclavos, viene directamente del suelo y del subsuelo de ese mundo subdesarrollado. El bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los árabes, los indios y los amarillos. (Fanon, 2002 [1961]: 58)

En paralelo, los movimientos de oposición se reivindicaron de la larga tradición de resistencia al colonizador. Tal fue el caso del Front de Libération Nationale argelino. Evocó la memoria del jefe militar Abd el-Kader, quien resistió a los cuerpos expedicionarios franceses durante la colonización de Argelia (1832-1847).

Conclusión.

Con el esquema conceptual de Edward Said, podemos pensar la resistencia al colonialismo como la construcción de una representación del Oriente y de un saber acerca del hecho colonial alternativos a los producidos por el Occidente. Finalmente, cabe mencionar dos críticas principales que se han hecho a este esquema. La primera es, paradójicamente, la tendencia a la esencialización del Oriente y del Occidente en discursos totalizantes. La segunda es la conceptualización de la cultura como un todo, sin distinguir por ejemplo la representación del Oriente en la cultura popular y en la producción universitaria.

Referencias.

Conrad, Joseph, 2014 [1899], El corazón de las tinieblas, México, D.F., Sexto Piso.

———, 2005 [1904], Nostromo, Barcelona, Laertes.

Fanon, Frantz, 2002 [1961], Los condenados de la tierra, México, D.F., Fondo de Cultura Económica.

Forster, Edward Morgan, 2018 [1924], Pasaje a la India, Madrid, Alianza Editorial.

Foucault, Michel, 2008 [1969], La arqueología del saber, México, D.F., Siglo XXI.

———, 2018 [1975], Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, D.F., Siglo XXI.

Gide, André, 1948 [1902], El inmoralista, Buenos Aires, Argos.

Mannoni, Octave, 1950, Psychologie de la colonisation, París, Seuil.

Ngũgĩ wa Thiong’o, 1966, The River Between, Portsmouth, Heinemann.

Said, Edward, 2008 [1978], Orientalismo, Barcelona, Debolsillo.

———, 2004 [1993], Cultura e imperialismo, Barcelona, Anagrama.

Sartre, Jean-Paul, 1965 [1964], Colonialismo y neocolonialismo. Situations V., Buenos Aires, Losada.

Seal, Anil (1968), The Emergence of Indian Nationalism: Competition and Collaboration in the Later Nineteenth Century, Cambridge, Cambridge University Press.

Edward Said y la otredad cultural. Claudia Zapata

…la historia de la cultura no es otra que la historia de préstamos culturales. Las culturas no son impermeables; así como la ciencia occidental tomó cosas de los árabes, ellos las tomaron de los indios y los griegos. La cultura no es nunca cuestión de propiedad, de tomar y prestar con garantías y avales, sino más bien de apropiaciones, experiencias comunes, e interdependencias de toda clase entre diferentes culturas.  E. SAID, 1996 (1993):337.

1. ENTRE DOS MUNDOS

EN 1998, Edward W. Said publicó un hermoso artículo titulado “Entre dos mundos”, donde adelantaba parte de las memorias que saldrían a la luz pública al año siguiente con el título de Fuera de lugar. Estas reflexiones biográficas se insertan plenamente en la temática de su obra, donde el lugar de enunciación de su autor ocupó un sitial preponderante pues se entendía a sí mismo resultado de los procesos culturales que analizó desde una perspectiva crítica, acercamiento que tenía como punto de partida la experiencia de un sujeto oriental en la nueva metrópoli mundial: los Estados Unidos.

¿Qué se siente venir de un país que ya no existe? ¿Cómo se enfrenta ser señalado como Otro, a veces de manera paternalista y en otras de manera violenta? Son temas que Said aborda en estas memorias, pero cuyos detalles más sorprendentes y anecdóticos son revelados en este artículo. Cito parte de estas confesiones: “A veces me daba cuenta de que me había convertido en una criatura peculiar para muchos, incluso algunos amigos, que suponían que ser palestino equivalía a ser algo mítico como el unicornio o una variante desahuciada del ser humano” (Said, 1998:109).

Es decir, que incluso en el ámbito académico un colega palestino podía llegar a ser concebido como un sujeto exótico y observable, cosa que a nuestro autor le ocurrió en innumerables ocasiones: cuando una sicóloga quiso visitarlo en su casa sólo para saber cómo vivía (saliendo decepcionada porque encontró un piano), o cuando un publicista pidió con extraña insistencia comer con él antes de cerrar un acuerdo porque quería –según confesó su ayudante– ver cómo se comportaba en la mesa… Más allá de lo anecdótico (y cruel) de estos episodios, en años anteriores estas marcaciones de otredad habían sido más violentas en el contexto de un conflicto árabe-israelí en el cual Said ya había tomado partido (en 1985 su oficina de la universidad fue quemada por un grupo sionista).

Si bien estas situaciones estuvieron rodeadas de intenciones muy distintas, en todas ellas existe un núcleo común: el Otro oriental como dato anterior y determinante del sujeto en cuestión, una condición que se ubica por sobre la posición cultural compleja de nuestro autor (que él mismo utiliza con el objetivo de no homologar su experiencia de exilio y discriminación con la de quienes mayoritariamente protagonizan la diáspora palestina en calidad de refugiados): una educación refinada de cuño británico que recibió en El Cairo durante los años cuarenta por formar parte de una familia de élite en la colonia, cuyo proyecto había sido aproximarse lo más posible a la cultura de los colonizadores, de ahí su nombre que, como él mismo reconoce, emulaba al del Príncipe Eduardo de Inglaterra.

En esta formación Said aprendió la estricta disciplina británica y alcanzó un conocimiento profundo del canon literario y musical de Occidente, sin embargo y como solía recordar, aquella aproximación a la cultura del colonizador tenía un límite estricto: “Aunque me enseñaron a creer y pensar como alumno inglés, también me enseñaron a comprender que era extranjero, un Otro no europeo, educado por mis superiores a entender mi condición y no aspirar a ser británico” (Said, 1998:98).

Fuera de lugar fue escrito en la ciudad de Nueva York, donde vivió gran parte de su vida, donde fue señalado (negativamente) como oriental y donde construyó su identidad palestina a partir de una biografía compleja: una madre originaria de Nazaret, un padre de Jerusalén (con nacionalidad norteamericana por haber participado en la I Guerra Mundial), educado en el Gezira Preparatory School y en el Victoria College de El Cairo y doctorado en literatura inglesa en los Estados Unidos.

Aparte de narrar una infancia y adolescencia transcurridas en el Medio Oriente –“…un mundo perdido u olvidado en lo esencial” (Said, 2003a:11)– Fuera de lugar permite problematizar en la existencia de su propio autor la pertinencia del concepto de otredad para nombrar una cultura distinta de la occidental. Lejos de este supuesto, Said ha sostenido sistemáticamente en su obra –principalmente Orientalismo ([1978]2003b) y Cultura e imperialismo ([1993]1996a)– la ahistoricidad de este concepto, que tiene más que ver con Occidente (lugar desde el cual se enuncia) que con las culturas no occidentales.

Este trabajo tiene por objetivo destacar el aporte de Edward Said en la deconstrucción de las esencias culturales que continúan vigentes en la crítica contemporánea y cuyos riesgos permanecen por sobre la voluntad de valoración de los grupos que han sido inferiorizados culturalmente en distintos procesos de colonización desde el siglo XV.

2. OTREDAD CULTURAL Y CRÍTICA CONTEMPORÁNEA

La anécdota de la sicóloga que deseaba observar in situ la cotidianeidad de un oriental en los Estados Unidos pero que se retira decepcionada al descubrir que su morador cultiva la música occidental, entraña una actitud que ha ido ganando adeptos en las últimas décadas: el deseo de sujetos culturalmente puros de acuerdo con parámetros de autenticidad atemporales y externos que deberían encarnar con fidelidad.

La fascinación actual con la otredad cultural nos sitúa en un presente marcado en el ámbito académico y social por la crítica a la modernidad clásica y a las características particulares que hoy presenta esa crítica (considerando que esta actitud no es nueva en la historia del proyecto moderno). Me refiero a la correspondencia que se ha establecido entre modernidad, ilustración y Occidente, incluyendo al Estado nacional como su producto derivado.

Frente a este conjunto pretendidamente homogéneo suele oponerse esta otredad que representa la existencia de un afuera para quienes no advierten futuro en el proyecto moderno, un afuera en el que se depositan esperanzas políticas y la posibilidad de una crítica radical a todo aquello que se busca reemplazar.

Si bien esta fascinación por lo culturalmente opuesto es un tema antiguo que ha recorrido distintos campos del conocimiento y de la creación artística (Hobbes y Gaugin son algunos ejemplos entre muchos), en la actualidad esta posición ha tomado fuerza a tal punto que se ha constituido en referente para una parte importante de la crítica contemporánea enfrentada a un público predispuesto a aceptar el principio de la dicotomía Oriente-Occidente o la existencia de un mundo no occidental difuso, pero mejor. Dicotomía en la que Occidente y la modernidad aparecen con una connotación negativa, haciendo que de manera automática se revista de características positivas a todo aquello que –se cree– se ubica afuera, erigiéndose como “lo otro”.

Este auge se produce en un contexto histórico que facilita una mirada comprensiva: el fin de la guerra fría, la crisis de la izquierda y el protagonismo de sujetos que han dado vida a potentes movimientos sociales fundados en identidades culturales, genérico-sexuales, entre otras. Estos hechos, resumidos esquemáticamente, constituyen el marco en el cual reemerge esta fascinación que puedo ejemplificar con el tema indígena en América Latina por ser el que me resulta más conocido.

Tanto la crisis antes mencionada como el rol determinante que han tenido los llamados nuevos movimientos sociales han erigido a los movimientos indígenas como referente cultural y político para varios autores y cientistas sociales que han reformulado sus ideales libertarios, desplazando la crítica desde la burguesía y el capitalismo hacia la modernidad y la cultura occidental.

De este modo, las sociedades indígenas son destacadas por su externalidad con respecto a ese Occidente moderno que se busca combatir en el ámbito cultural, teórico y epistemológico, posición que aparece como un atributo deseable per se. Es más, se cuentan autores que no han ocultado su deseo de reemplazar toda su formación académica occidental por la llamada epistemología indígena (lo que se le ha escuchado durante el último tiempo a Walter Mignolo), proyecto que parte de la base de una distancia insalvable entre indígenas y no indígenas.

Varios son los autores latinoamericanos que sustentan sus trabajos en esta dicotomía, todos los cuales parecen coincidir –con matices por cierto– en que los indígenas constituyen una alternativa a la política tradicional, al conocimiento científico, al capitalismo y a la episteme moderna. Se podría citar al Enrique Dussel de El encubrimiento del indio: 1492 ([1992]1994), a John Beverley con Subalternidad y representación ([1999]2004), Silvia Rivera Cusicanqui con “La raíz: colonizadores y colonizados” (1993), y más recientemente a Javier Sanjinés con El espejismo del mestizaje (2005)[1].

Mi inquietud por este tema surge de la revisión crítica de estos trabajos en el marco de una investigación que trata sobre los intelectuales indígenas, sujetos que escapan a estos compartimentos que separan de manera tajante lo indígena de lo occidental, pero que además pertenecen a sociedades indígenas que en el presente no se subordinan a la dicotomía señalada, y que probablemente nunca formaron ese polo en el cual se los confina pues los indígenas son señalados como tales con la colonización, de manera que el vínculo con Occidente –problemático, conflictivo, pero real– es un elemento ineludible sin el cual resulta imposible entender su trayectoria política, su desarrollo cultural y las respuestas que han ofrecido a la inferiorización cultural de la que han sido objeto desde que fueron nombrados como indios.

3. CULTURA E HISTORIA

La posición frente a la cual me he manifestado de manera crítica no deja de ser rescatable en una historia de exclusión legada por los procesos de colonización, pero al mismo tiempo es válido preguntarse por la real distancia entre estas concepciones positivas de una parte y negadoras de la otra. Más allá del juicio de valor, se comparte una base teórica que consiste en la dicotomía Oriente-Occidente donde las culturas aparecen como entes perfectamente delimitados e incompatibles.

Para Said, en cambio, el problema no es el contacto sino la forma en que éste se produce, de hecho, afirmó que la comunicación y los préstamos en uno y otro sentido es inherente a las culturas, a tal punto que sería un ejercicio estéril discutir sobre la propiedad de tal o cual objeto (de ahí su discrepancia con la afirmación de lo propio en un sentido excluyente)[2]. Por lo tanto, el conflicto no radica en el cambio cultural sino en el tipo de relaciones que lo producen, es aquí cuando repara en la violencia del imperialismo moderno en todos los ámbitos: cultural, ideológico, económico, social y político.

Su concepto de cultura se alejó de otros que la ubican por sobre las relaciones humanas, no contaminada ni intervenida por éstas (la superestructura en un lenguaje marxista clásico). Ya en Orientalismo, su famoso estudio de 1978, vincula el desarrollo de la cultura con los avatares de la historia, señalando que todo lo que se ha dicho sobre los orientales no puede pasar por alto el hecho colonial, es más, que ese acervo de conocimiento forma parte del engranaje colonial. Pero es en Cultura e imperialismo, publicado quince años más tarde, donde articula mejor una idea de cultura integrada a las relaciones sociales cotidianas, interferida por la historia, por los intereses de distintos actores y sus ideologías:

… la cultura es una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas. Lejos de constituir un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico campo de batalla en el que las causas se expongan a la luz del día y entren en liza unas con otras (Said, 1996a:14).

Said criticó Occidente, pero sin negar el vínculo con éste y sin aspirar al fin de ese contacto, actitud que lo aparta de la dicotomía señalada en el apartado anterior y lo reúne, de cierta manera, con aquellos pensadores anticolonialistas que supieron distinguir entre Europa y el eurocentrismo, entre Occidente y el colonialismo. Me refiero a intelectuales y activistas políticos que en su momento fueron los artífices de las primeras respuestas intelectuales al colonialismo en un ámbito sensible para su funcionamiento: el de la representación y la ideología.

Son los casos de Aimé Cesaire y Frantz Fanon, cuya defensa encendida de las sociedades colonizadas de las cuales formaron parte no pasó por alto el beneficio del contacto entre las culturas[3]. No debe extrañar entonces que Cultura e imperialismo, libro en el que se hace cargo “del otro lado” con el tema de la resistencia, se sustente en el diálogo con estos autores, principalmente Fanon, en perjuicio de un Michel Foucault que lo acompañó en Orientalismo, pero que más tarde se volvió un obstáculo al calor de su compromiso con el pueblo palestino. Sobre las posibilidades políticas que abren uno y otro, hace un contraste lapidario:

Los dos autores se nutren de la herencia de Hegel, Marx, Freud, Nietzsche, Canguihelm y Sartre, pero sólo Fanon da a este formidable arsenal un sentido antiautoritario. Foucault, debido quizá a su desencanto respecto a las insurrecciones de los años 60 y con la revolución iraní, se desvía por completo de la política (Said, 1996a: 429-430).

Siguiendo esta línea, Said centró su obra en el estudio del imperialismo moderno, pero sin suponer que esa maquinaria que ha dejado tantas víctimas era inevitable en la historia europea. Tampoco renegó de la cultura occidental, aspecto que no consideraron algunos de sus detractores que lo criticaron por formular su análisis antiimperialista con los documentos y procedimientos de Occidente.

Pero más allá de los ataques personales (que incluyeron intentos por desconocer su nacimiento en Jerusalén y su condición de oriental), este tipo de críticas colocan en evidencia concepciones opuestas de la cultura y de la resistencia, lo que se expresa en una tensión básica: ¿sólo quiénes inventan una idea pueden usarla? Fue la pregunta que rondó las luchas de liberación nacional en el Tercer Mundo y que también está presente en los movimientos de grupos subordinados hasta hoy.

La idea de incompatibilidad cultural juega para uno y otro lado: para los que creen que las culturas inferiores sólo imitan (el eurocentrismo más conservador) y para quienes piensan que los miembros de estas culturas sólo deben resistir desde su particularidad cultural[4]. El análisis de la resistencia que hace Said incorpora la premisa del contacto, lo que en un contexto de colonialismo (también se podría agregar el neocolonialismo) le otorga una forma específica pues no se puede olvidar que la imposición violenta de una cultura se hizo en detrimento de otra señalada como inferior, afectando prácticas distintivas como la lengua y la memoria.

Desde esta perspectiva, la resistencia no consiste en descubrir espontáneamente la cultura propia, sino en abrir espacios cerrados por la ideología colonial para entender el presente y desnaturalizar esa ideología, emprender un viaje hacia el pasado para encontrar fragmentos de lo que fue negado y arrebatado. Es aquí donde se produce un doble movimiento en torno a la lengua: habitar aquella que se comparte con los colonizadores y recuperar las que han sido proscritas o confinadas a espacios sociales reducidos (Said, 1996a: 352).

Al mismo tiempo advirtió los peligros de esta búsqueda, como aquella de entender la diferencia no sólo en el origen sino también en el destino de los grupos que la reivindican, un ensimismamiento que vuelve a poner obstáculos al diálogo libre entre las culturas. Poniendo como ejemplo la metáfora de Caliban, apropiada en América Latina para representar a las culturas subordinadas por la colonización, señala:

Los peligros del chauvinismo y la xenofobia (“África para los africanos”) son muy reales. Es mejor la opción en que Caliban ve su propia historia como aspecto parcial de la historia de todos los hombres y las mujeres sometidos del mundo, y comprende la verdad compleja de su propia situación social e histórica (Said, 1996a: 333)[5].

La presencia de Occidente en la constitución de los sujetos coloniales –tanto en aquellos que han internalizado la ideología colonial como en aquellos que han podido sacudirse de ella– se advierte en estas prácticas de resistencia: “En esto consiste la tragedia parcial de la resistencia: en que, hasta cierto punto, debe esforzarse por recobrar formas ya establecidas por la cultura del imperio o, al menos, infiltradas o influidas por él” (Said, 1996a:327).

Uno de los ámbitos donde la resistencia muestra al mismo tiempo su efectividad política y esta posición cultural compleja, es el de la representación, donde la instalación de voces propias constituye una subversión de la ideología colonial que la había monopolizado, tal como lo analizó con profundidad en Orientalismo, donde los discursos políticos, intelectuales y artísticos sobre el Oriente no contemplaban la voz de sus habitantes, para siempre mudos en aquellos textos.

Por el contrario, la producción intelectual y los liderazgos políticos emergidos de las sociedades colonizadas introducían polifonía en el campo de la representación, abriendo la posibilidad de contrastar estas voces. El cambio fundamental lo constituye la aparición de los hasta entonces Otros nativos en la posición de narradores y actores políticos, abandonando el silencio al que los había condenado el Orientalismo.

Esta resistencia, en todas las dimensiones señaladas, produjo la crisis de la representación metropolitana sobre los Otros, demostrando que éstos sólo adquieren funcionalidad en relación con quien los nombra. El concepto de otredad se revela aquí en su naturaleza ideológica, como un ingrediente indispensable en la relación jerárquica que han fomentado los centros metropolitanos. El llamado de Said es a entender la otredad no en relación con las culturas no occidentales sino como un producto de Occidente mismo[6]: “…ver a los Otros no como algo dado ontológicamente, sino como históricamente constituidos” (Said, 1996c:58).

Tal vez en este punto se ubica la principal contribución de Orientalismo, donde Said se aproxima a esa relación desigual desde sus huellas textuales. El libro se introduce en la historia de Occidente y su relación con el Oriente, referente histórico y geográfico que no es materia del estudio tal como se aclara en las primeras páginas, donde define el Orientalismo como:

…un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es sólo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de lo Otro (Said, 2003b:19-20).

Si bien este libro no contiene una posición sobre cómo serían los orientales (categoría abarcadora que mira con distancia por no dar cuenta de la heterogeneidad cultural temporal y geográfica), sí deja clara la funcionalidad ideológica de la otredad cultural. Para Said, el Otro no es la otra cara de la moneda, ni los vencidos a quienes se desea reivindicar, sino la pieza fundamental de una relación dialéctica en la que ya habían reparado autores anticolonialistas como Césaire y Fanon ya citados. No puede pasar inadvertido entonces el hecho de que ese Otro existe en función del sujeto metropolitano, que se constituye como superior a partir de ese contraste.

Por cierto, Said no ha sido el primero ni el último en esta forma de entender las culturas, sólo basta recordar a Raymond Williams (de quien nuestro autor se declara tributario) reclamando la materialidad de la cultura e incorporando las variables del poder, la posición social y la historia en su discusión con el marxismo ortodoxo (Williams, 2000:129), o Terry Eagleton, cuya crítica al pensamiento posmoderno –ampliamente receptor y difusor de la fascinación por los otros– recuerda a los militantes de esta corriente el lugar secundario de los Otros en defensas de este tipo: “Si el ‘otro’ es reducido a ser cualquier cosa que desbarata mi identidad, ¿es esto un movimiento humildemente descentrador o una autocontemplación?” (Eagleton, 2004:135).

En América Latina he descubierto hace un par de años el trabajo interesante en esta línea de la argentina Claudia Briones, antropóloga de formación, quien habla del peso del esencialismo en su disciplina, hecho que explica la predilección por el estudio de los indígenas de comunidades rurales, entendidas como el espacio de la cultura originaria, el punto de referencia a partir del cual se distingue aquello original (esencial) de sus derivados (Briones, 1998:229).

Esto ocurre a pesar del desarrollo dinámico de esta disciplina, que tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y en medio del proceso de descolonización que se libraba en África y Asia, sintió la presión por actualizar sus marcos de comprensión teórica. Briones no anula la diferencia pero tampoco la entiende como un conjunto de rasgos consustanciales a ciertos sujetos y grupos, afirmación que tiene como corolario la desarticulación del binarismo que coloca en veredas distintas e irreconciliables a indígenas y no indígenas.

4. LA ANTROPOLOGÍA

Edward Said fue un autor polémico que participó activamente en el debate público hasta su muerte en septiembre de 2003, recibiendo críticas desde distintos frentes: por cierta literatura reacia al excesivo vínculo de esta disciplina con la historia; por los estudios orientales cuyos exponentes se vieron de pronto formando parte de una maquinaria ideológica que ha construido un Oriente irreal; por el sionismo y por el nacionalismo palestino en la arena de la real politik (sus enfrentamientos con Yaser Arafat fueron de público conocimiento) y por académicos que han celebrado la supremacía norteamericana tras la caída del muro de Berlín y la guerra de Estados Unidos contra el Medio Oriente, con quienes se enfrentó en los últimos años, especialmente tras los atentados que derribaron las torres gemelas de Nueva York en septiembre de 2001 (Francis Fukuyama y, sobre todo, Samuel Huntington). En este artículo y por la importancia del tema tratado, me referiré a su polémica con la antropología, disciplina que para este autor ocupa un lugar relevante en la construcción de los Otros.

Desde la mirada postcolonial que propone Said, la antropología forma parte de un contexto imperial y es funcional a su dominio de ultramar pues cumple con la misión de levantar un conocimiento especializado acerca de sus habitantes, sobre todo entre los años treinta y sesenta en que esta disciplina asume un lenguaje cientificista de acuerdo al paradigma de las ciencias sociales.

La misma metodología sigue la geografía imperial cuando el antropólogo se traslada hacia las colonias africanas y asiáticas para observar de cerca a los colectivos no occidentales, cuya diferencia registra y traduce al público occidental, de lo cual surge un texto escrito que contiene la representación hecha por un sujeto metropolitano. Para Said, la práctica antropológica reproduce la relación de poder que subordina la colonia a la metrópoli, lo que se puede verificar en el lugar que ocupan esos Otros en la producción de ese conocimiento: el de informante nativo.

Si las últimas décadas del siglo XX fueron de crisis en las humanidades y las ciencias sociales (de límites disciplinarios, objetos y métodos), la crisis de la antropología se encuentra fatalmente unida al desmantelamiento del imperialismo europeo. La oleada de descolonización que se inició con la independencia de la India en 1947 modificó por completo el escenario sobre el cual se había desplegado la práctica antropológica, pues los movimientos de liberación nacional fueron acontecimientos masivos y heterogéneos que desmoronaron la imagen de una otredad radical, compacta e intraducible (excepto por quienes se erigían como sus especialistas). A la erosión de la otredad así entendida contribuye también el desarrollo vertiginoso de las comunicaciones que han acortado, en el espacio virtual al menos, las distancias geográficas.

En la perspectiva de Said, la antropología se constituye a partir de una premisa básica: la existencia de Otros radicales. ¿Qué ocurre entonces cuando el fundamento de una disciplina se diluye?, la respuesta de Said no ha dejado indiferentes a los antropólogos, incluso aquellos que han tratado de productivizar esta crisis para reformular su oficio en un sentido democrático. Dice Said:

… la antropología es, ante todo, una disciplina que ha sido constituida y construida históricamente, desde su mismo origen, a través de un encuentro etnográfico entre un observador europeo soberano y un nativo no-europeo que ocupaba, por así decir, un estatus menor y un lugar distanciado, es recién ahora a fines del siglo XX que algunos/as antropó-logos/as buscan, frente al desconcierto que sienten por el estatus mismo de su disciplina, un nuevo “otro” (Said, 1996c:34-35).

Estas palabras formaron parte de un encuentro académico donde Said coincidió con varios antropólogos. Su conferencia abordó esta crisis de la representación antropológica e insistió en la asociación antropología-imperialismo incluso tras varios años de la crisis (asumida en lo general) de la antropología clásica: “Se dirá que he relacionado la antropología con el imperialismo demasiado crudamente, de una manera muy indiscriminada; a lo que respondo preguntando cómo –y realmente quiero decir cómo– y cuándo fueron separados” (Said, 1996c:38)[7].

La crisis de las humanidades y las ciencias sociales se expresa en la inestabilidad de las bases sobre las cuales se constituyeron las disciplinas occidentales. La dimensión más productiva de esta crisis ha sido el surgimiento de tendencias críticas que han sometido a revisión estos fundamentos con el fin de reformular el vínculo de sus disciplinas con un entorno que se ha transformado profundamente. La antropología no ha estado ajena a estas revisiones, algo que el mismo Said reconoce cuando menciona a la antropología marxista y la antropología antiimperialista, a la que se debe sumar la llamada antropología posmoderna, movimiento que surge en la academia norteamericana a principios de los años ochenta (Reynoso, 2003) y que se caracteriza por reconocer la mediación de relaciones de poder donde el antropólogo ocupa una posición privilegiada, prestando atención a los procedimientos escriturales en que esta relación se manifiesta (Clifford, 2001).

Uno de los exponentes más connotados de esta antropología es el estadounidense James Clifford. Por eso resulta interesante considerar la crítica que hace este autor a la propuesta de Edward Said en Orientalismo, pues se trata de una obra cuyo tema es la representación de la otredad desde una posición de poder y porque Clifford participa de una antropología que ha reconocido la responsabilidad de esta disciplina en la representación exotizada de los Otros.

En su famosa reseña de Orientalismo, publicada en 1980 y que en líneas generales es favorable a la obra, Clifford expone con lucidez las principales tensiones que recorren ese libro de Said, las cuales acompañaron al crítico palestino en los años siguientes y que fueron evolucionando conjuntamente con su compromiso político[8]. Una primera crítica (frecuentemente reproducida) señala que Said cuestiona el Orientalismo pero sin proponer alternativa alguna.

Clifford sostiene que no es posible hacer una crítica de esas dimensiones y al mismo tiempo eludir este desafío con el argumento de que escapa a los límites del estudio (Clifford, 2001:310). Otro reparo dice relación con que Said habría incurrido en los esencialismos que critica desde el momento que realiza distinciones gruesas como aquella que califica de orientalista a todos quienes suscriben la dicotomía Oriente-Occidente (lo que sería aparentemente contradictorio con la posición de oriental que este autor asume), homogeneizando tanto al Orientalismo como al orientalista (Clifford, 2001:308 y 310). También existen objeciones con la delimitación del estudio: que ese Oriente deformado por el Orientalismo (que según Clifford tampoco se define con exactitud) está ausente, cuestión que es real y que Said aclara en sus primeras páginas[9].

La mayoría de estas críticas apuntan a todo lo que se encuentra ausente en el libro, especialmente una alternativa a esa forma de establecer relaciones entre las culturas, cuestión que a la luz del desarrollo posterior de la obra y actividad política de su autor se antoja excesiva en la medida que la introducción de Orientalismo señala el objetivo de exponer un problema histórico-político en un escenario temporal y geográfico determinado, con una aproximación interdisciplinaria. La polémica parece tener origen en la naturaleza ideológica del tema y de su vigencia, más que en las inexactitudes y cabos sueltos que efectivamente se encuentran en Orientalismo.

Pero Clifford aborda otras cuestiones que sí me parecen neurálgicas en la obra de Said y que él vislumbró con lucidez en aquel libro que se considera fundador de la crítica postcolonial, la mayoría de las cuales se desprenden de la tensión entre Said y Foucault. Es interesante este reparo porque Orientalismo suele indicarse como un libro de cuño foucaultiano por estructurarse en torno a la noción de discurso y de formación discursiva[10], pero se suele pasar por alto las tensiones y desplazamientos con respecto a este enfoque, lo cual ratifica que las distancias son anteriores al abandono definitivo de Foucault como soporte principal de sus reflexiones.

Una primera tensión –correctamente identificada por Clifford– es la que se advierte entre el concepto de formación discursiva y la importancia que Said otorga a los autores, pues como sabemos, en Foucault la formación discursiva opera independientemente de éstos, a quienes determina, condiciona y predispone, sin embargo, Said se apoya en autores para introducir las variantes que pueden existir al interior del Orientalismo (Clifford, 1998:311).

Más que un uso totalmente libre de la teoría foucaultiana, en Orientalismo se aprecia un vínculo conflictivo que determina algunas ambivalencias claves, como aquella que identifica su crítico antropólogo entre la afirmación, por una parte, de un Oriente real que ha sido deformado, y por la otra, la imposibilidad de éste en aquellos pasajes donde Said pretende un alineamiento más fiel a los postulados foucaultianos (Clifford, 1998:308).

Otro nudo conflictivo, tal vez el más importante pues articula los anteriores, es la contradicción básica entre la reivindicación que hace Said del humanismo y el uso de estas teorías antihumanistas: “Las perspectivas humanistas de Said no armonizan con su empleo de un método derivado de Foucault, quien es por supuesto un crítico radical del humanismo” (Clifford, 1998:313).

En su obra posterior, Said afianzará su adhesión al humanismo en detrimento de un postestructuralismo que lo cuestiona como parte de su crítica a la modernidad, pues vio en ese humanismo –necesariamente reformulado– la posibilidad de establecer un diálogo no jerárquico ni excluyente entre las culturas. Este proyecto fue lo que determinó el distanciamiento con el que había sido su principal referente en 1978, sin que por ello renuncie a hacer un uso productivo y particular de estas propuestas, como aquella de la relación entre poder y saber, que él logra expandir para dar cuenta de la relación entre las metrópolis y sus colonias en uno y en otro sentido (cuestión por completo ausente en Foucault), pero apartándose de ese concepto de poder circulante que se ubica por sobre los sujetos, como ya aparece en Orientalismo, donde el uso de una categoría por entonces desprestigiada como la de imperialismo ya marca una distancia suficiente en la medida que involucra la existencia de centros de poder y sujetos que lo ejercen.

Más que el postestructuralismo de Foucault, lo que incomodó a Clifford fue esa defensa del humanismo que desde su perspectiva era contradictoria con la formulación de una crítica antiimperialista, de hecho, acusa la ambigüedad de Said por incurrir en los “… hábitos totalizantes del humanismo occidental” (Clifford, 2001:321), cuestión que el autor palestino refutó con firmeza en su último libro –Humanismo y crítica democrática– dedicado, precisamente, a defender la vigencia y necesidad actual del humanismo, recordando en su primer capítulo este reparo de Clifford (Said, 2006:28-29).

Este debate forma parte de la relación controvertida que estableció Said con la antropología, alcanzando también a las corrientes que la cuestionan desde su seno, pues aunque reconoce desplazamientos importantes respecto de la vertiente clásica, no ve en el trabajo de estos antropólogos una ruptura con esa tradición autoritaria: “… los recientes trabajos de investigadores marxistas, anti-imperialistas y metaantropológicos (Geertz, Taussig, Wolf, Marshall Sahlins, Johannes Fabian y otros) nunca revelan un genuino malestar sobre el estatus sociopolítico de la antropología como un todo” (Said, 1996c:29)[11].

5. UN INTELECTUAL SITUADO

La teoría postcolonial actual, inaugurada por Said en 1978[12], tiene entre sus componentes principales un lugar de enunciación donde el autor especifica su procedencia (alguna de las ex colonias) y la complejidad cultural del sujeto que enuncia. Por cierto es una característica que recorre todas las obras de Said, incluso aquéllas donde no se manifiesta de manera explícita, como fue el caso de sus primeros estudios literarios que versaron sobre Joseph Conrad: “Durante años parecía estar yo pasando por el mismo tipo de vivencia en los trabajos que realicé, pero siempre a través de los escritos de otros”, dice en relación a la obra del escritor polaco que escribía en inglés (Said, 1998:95).

En Said ese lugar de enunciación no podía ser otro que el de un oriental que habita la principal metrópoli del mundo contemporáneo, cuestión que no dejó indiferentes a sus críticos, quienes sospecharon de esta instalación frente a la refinada cultura occidental adquirida por Said desde su infancia en Egipto. James Clifford nos sirve nuevamente como ejemplo, pues su sospecha dice relación con la coherencia de ese lugar de enunciación con los argumentos de quien escribe y no al mezquino afán de deslegitimar el compromiso político de Said con los derechos del pueblo palestino. Para Clifford, no existe relación entre la “actitud oposicional postcolonial” –según sus propias palabras– y la experiencia de vida de quien la formula. Es el atrevimiento de instalarse fuera de la problemática que analiza lo que exaspera al antropólogo estadounidense:

El propio Said escribe de maneras que simultáneamente afirman y subvierten su propia autoridad. Mi análisis sugiere que no puede haber suavización final de las discrepancias de su discurso, puesto que es cada vez más difícil mantener una posición cultural y política “fuera” de Occidente, desde la cual se lo pueda atacar sin riesgo (Clifford, 1998:26).

Por cierto, Clifford está pensando en la maestría con que Said maneja la literatura, el arte y la historia de Occidente, cuestión que pone en serios aprietos la pretensión de ese afuera, salvo por una cuestión que no es menor: que Said no formula su identidad oriental y específicamente palestina a partir del principio de pureza cultural, requisito que como señaló en la mayoría de su producción intelectual posterior a Orientalismo, estaba lejos de integrar su horizonte de expectativas. Como se trató en el segundo apartado, el problema de Said no fue la existencia de Occidente, ni el diálogo con esta rica cultura, sino el tipo de relación imperial que en determinado período de la historia se estableció con otras tradiciones culturales, entendiendo que el contacto entre Oriente y Occidente tampoco era algo novedoso.

En su caso, tampoco pudo ni quiso ocultar su particular configuración como sujeto de la élite nativa en una colonia, por lo tanto, su identidad oriental no dice relación con negar su componente occidental, sino con tomar partido y decidir nombrar aquello que había sido borrado por la historia imperial:

La división básica en el seno de mi vida es la que hay entre el árabe, mi idioma natal, y el inglés, el idioma de mi educación y mi expresión posterior como académico y profesor. Por esa razón, el hecho de intentar narrar una parte de mi vida en el idioma de la otra –por no hablar de las numerosas maneras en que los idiomas se mezclaban para mí y saltaban de un ámbito al otro- ha sido una tarea realmente compleja (Said, 2003a:14).

Este vínculo problemático, expresado en su propia existencia, es el que aborda largamente en Cultura e imperialismo, especialmente en el tema de la resistencia, estableciendo que ésta surge de los espacios de fricción entre colonizadores y colonizados, un análisis que completa el proyecto crítico iniciado con Orientalismo a la vez que ofrece la posibilidad de calibrar en su justa medida las formas de resistencia practicadas por su propio autor. La necesidad consciente de argumentar su condición de oriental es al mismo tiempo coherente con la defensa de un Oriente heterogéneo, no reductible a un puñado de rasgos exóticos ni posible de ser medido de acuerdo a parámetros de autenticidad que han impuesto las representaciones coloniales, a lo cual llamó precisamente Orientalismo. La defensa de su identidad palestina forma parte de este empeño, pues Said se entiende a sí mismo como una forma más de ser palestino, sin estar ligado a lo que se supone deberían ser todos los integrantes de este pueblo (musulmanes principalmente).

El Clifford de 1980 también puso en duda la pertinencia de estos anclajes identitarios en el trabajo intelectual con el argumento de que éste debe responder a las condiciones de su entorno, en este caso del mundo globalizado, opinión que Said no suscribía en lo absoluto, a pesar de que la cuestión identitaria no lo convencía del todo (sus expresiones fundamentalistas al menos). Por este motivo dedicó tiempo y tinta al tema de los intelectuales en el mundo contemporáneo, defendiendo siempre el principio del intelectual situado que transparenta el lugar desde el cual habla, que reconoce intereses y el peso de su biografía, en oposición al conocimiento objetivo, técnico, experto o aséptico que adquirió impulso en los ochenta con el auge del modelo neoliberal.

Esta idea de intelectual situado se opone al estereotipo del intelectual universal que se ubica por sobre las querellas de este mundo en el cual se refugian no pocos intelectuales, universalismo que para Said ha sido y es una falacia, no así la dimensión universal que es imprescindible para poner en diálogo las diferencias: “En otras palabras, hablar hoy de los intelectuales significa hablar específicamente de las variaciones nacionales, religiosas e incluso continentales del tema, porque cada una de dichas variaciones parece requerir una consideración independiente” (Said, 1996b:41).

Esta concepción del trabajo intelectual también lo apartó de la figura del intelectual orgánico o militante, a la cual opone un intelectual crítico que aporta a una causa desde la exposición permanente de los conflictos que cruzan la lucha por ella. Desde esta vereda apoyó el movimiento palestino, al mismo tiempo que advertía sobre el peligro del integrismo y de las identidades excluyentes.

Su visión de la democracia y la diversidad tenía como punto de partida el concepto de cultura abierta ya comentado, de ahí su crítica a la categoría de otredad porque se opone, precisamente, a la diversidad que es necesario reconocer para articular espacios públicos democráticos. Frente a la espectacularización de las diferencias culturales –riesgo intrínseco a la otredad- Said y otros autores en esta perspectiva plantean un desafío que a mí me parece fundamental, aun cuando la búsqueda no esté concluida, el cual consiste en cómo pensar las diferencias culturales sin caer en riesgosos estereotipos que limitan la creatividad, el diálogo y el intercambio entre las culturas: “… preguntarse cómo se pueden estudiar otras culturas y pueblos desde una perspectiva libertaria, y no represiva o manipulativa” (Said, 2003b:49).

Para Said –y en esto sigue al Fanon de Los condenados de la tierra–, el diálogo cultural no jerárquico constituía la base necesaria para reconocer la humanidad de todos los habitantes del planeta. Su último libro, Humanismo y crítica democrática, concluido en mayo de 2003, a meses de su muerte y publicado al año siguiente, confirmó este compromiso con el humanismo y su convicción de que es posible y necesario habitarlo en una perspectiva emancipadora. En sus primeras páginas, que a la vez fueron las últimas de este autor palestino, señala:

Las culturas coexisten e interaccionan de un modo muy fructífero en una proporción mucho mayor de lo que combaten entre sí. Es a esta idea de cultura humanística como coexistencia y comunidad compartida a lo que pretenden contribuir estas páginas; y, con independencia de que lo consigan o no, me queda al menos la satisfacción de haberlo intentado (Said, 2006:18).

REFERENCIAS

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[1] Trato este asunto con detalle en un artículo que se titula “Cultura, diferencia, otredad y diversidad. Apuntes para discutir la cuestión indígena contemporánea”, en prensa.

[2] Lo interesante de este argumento (contenido en la cita que da comienzo a este artículo a modo de epígrafe), es que Said advierte estas características en todas las culturas y en todas las épocas, no como un elemento propio del siglo XX favorecido por los medios de comunicación masivos, como parece apuntar el antropólogo James Clifford cuando analiza acertadamente la crisis de la autoridad etnográfica (Clifford, 2001: 29).

[3] Aimé Césaire, en su Discurso sobre el colonialismo (1950), uno de las más potentes acusaciones contra el colonialismo europeo, señala: “…admito entonces que poner en contacto las diferentes civilizaciones es bueno; que es excelente casar mundos distintos; que una civilización, cualquiera que sea su íntimo genio, al replegarse en sí misma, se marchita” (Césaire, 1993:308). Por su parte Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra (1961), también introduce distinciones entre Europa y el colonialismo, otorgando un sitial a la cultura occidental pero condenando el dominio establecido en su nombre: “Se trata, para el Tercer Mundo, de reiniciar una historia del hombre que tome en cuenta al mismo tiempo las tesis, algunas veces prodigiosas, sostenidas por Europa, pero también los crímenes de Europa…” (Fanon, 1963:291).

[4] Recuerdo una entrevista al subcomandante Marcos, uno de los líderes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas, México, realizada al poco tiempo de la rebelión de 1994, donde se le preguntaba si no era impropio que indígenas mayas recurrieran a la estrategia militar y a la política occidental, frente a lo cual respondió argumentando sobre la inviabilidad de pelear contra un ejército regular con arcos y flechas. Por cierto, el movimiento zapatista se debate también entre las expectativas de otredad cultural de algunos sectores de la nueva izquierda, que advierten en ellos la posibilidad de una acción política no contaminada por la ideología, las estrategias y los partidos. Por otra parte, ha sufrido también la descalificación de quienes piensan que se trata de indígenas manipulados por la ultraizquierda urbana: ambas posiciones se sustentan, como aquí he querido expresar, en la dicotomía Oriente-Occidente que en el caso indígena no reconoce su vínculo con los procesos nacionales y sus trayectorias de militancia política.

[5] Para seguir la disputa en torno a la figura de Caliban y otros personajes que componen la pieza teatral de Shakespeare, ver “Caliban” del cubano Roberto Fernández Retamar, publicado en 1972, donde hace una genealogía de las interpretaciones en torno a la obra y su propia reivindicación de Caliban como el personaje representativo de los sectores excluidos de la sociedad latinoamericana.

[6] A esto habría que agregar que todas las culturas son etnocéntricas y construyen sus otros, por lo tanto, no es una innovación de Occidente. El factor determinante es, entonces, el prestigio y la fuerza política de Occidente luego de los procesos coloniales.

[7] El título de esta conferencia expone de partida las tensiones que determinan el vínculo entre la antropología y su objeto de estudio: “Representar al colonizado. Los interlocutores de la antropología”. El texto fue publicado por primera vez en 1989.

[8] En la Introducción a Dilemas de la cultura, su influyente libro de 1988, Clifford apunta que la obra posterior de Said atenúa o disipa muchas de las dudas y críticas que despertó Orientalismo en 1978 (la reseña de Clifford se publicó en la revista History and Teory, Nº 19, en 1980).

[9] Otra delimitación importante fue la opción de analizar el imperialismo de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, cuestión que también es objeto de duras críticas, incluyendo a Clifford y la reseña ya mencionada. Esta objeción fue la menos considerada por Said, quien en el Prólogo a la edición española del 2003 señala: “…ello no impidió que algunos críticos resaltaran el hecho irrelevante de que yo había desatendido el Orientalismo alemán, holandés o italiano” (Said, 2003b:9).

[10] Said fue uno de los primeros autores de la academia estadounidense en utilizar el postestructuralismo francés. En Orientalismo se remite a dos libros de Foucault: La arqueología del saber y Vigilar castigar.

[11] En el caso específico de la llamada antropología posmoderna (término que acuña Stephen Tyler en 1983), aunque se avanza en la autoconciencia de los procesos escriturales y en los procedimientos mismos de la investigación, prácticamente no se tensiona el binomio antropólogo/informante, como tampoco la (auto)concepción del antropólogo como traductor de las diferencias culturales. Por ende, no se critica ni deconstruye la categoría de Otro (Ver la compilación de Reynoso, 2003).

[12] En otros trabajos hemos sostenido la necesidad de distinguir dos momentos en este tipo de reflexión intelectual: el primero que se extiende entre los años cuarenta y setenta al calor de los movimientos de liberación nacional en África, Asia y América Latina, donde destacan autores como Aimé Césaire, Frantz Fanon y Albert Memmi; y el segundo que tiene como telón de fondo la crisis de la bipolaridad que caracterizó a la guerra fría (a favor de Estados Unidos) y la globalización, una crítica influenciada por las corrientes postestructuralistas y postmodernas que surge de la academia norteamericana por parte de autores provenientes de las ex colonias, como es el caso de sus exponentes más connotados: Edward Said, Gayatri Spivak y Homi Bhabha. (Ver Rojo, Grínor; Salomone, Alicia y Zapata, Claudia, 2003).

Interculturalidad una larga historia colonial Daniel Montañez

La interculturalidad es un término bien conocido por los pueblos de nuestra región, teniendo un uso muy temprano por organizaciones como el CRIC colombiano. (El Consejo Regional Indígena de Cauca realiza un intenso trabajo político y educativo por la autonomía y la defensa del territorio de los pueblos desde los años 70; la interculturalidad es un pilar fundamental en sus proyectos educativos, económicos y políticos).

El término representa una crítica a los esencialismos que entienden las identidades como realidades “puras” y estancas y, por otro lado promueve relaciones éticas y respetuosas entre los pueblos y comunidades del mundo. Pone énfasis en la cuestión relacional, tanto en las relaciones interiores de cada pueblo como en las exteriores, oponiéndose a los enfoques multiculturales, paternalistas, colonialistas o racistas que hacen apologías de las culturas de los pueblos como forma de desprecio estructural y herramienta de dominación social.

Sin embargo, y esto no es nuevo para el pensamiento crítico contemporáneo de nuestros pueblos indígenas, en la práctica la interculturalidad suele actuar como paradigma de control social, que utiliza y refuncionaliza parte de las culturas de los pueblos para establecer refinadas formas de dominación (véanse aportes de Silvia Rivera Cusicanqui o José Quintero Weir en este sentido).

Nuestros pueblos han observado junto con sus comunidades cómo la interculturalidad se hace efectiva a través de políticas públicas coloniales de diversa índole, que generalmente sustituyen proyectos anteriores degradados mediante la renovación del nombre. En vez de políticas multiculturales, indígenas, de solidaridad y desarrollo, ahora serán “interculturales”.

Algunas críticas del ámbito académico vinculadas a la defensa del territorio y el desarrollo propio de las comunidades han detectado también esta cuestión, y ya hablan de una “interculturalidad crítica” en contraposición a la “interculturalidad funcional”, “posmoderna”, “capitalista”, “dominadora”, “liberal” o “neoliberal” (véanse los aportes de Catherine Walsh y Jorge Viaña).

Pero como dice un amigo: “cuando comenzamos a poner apellidos a las cosas es que algo va mal”. No todos los términos han sido igualmente cooptados por Estados, gobiernos, bancos, empresas y ONGs. Pensemos en el concepto de autonomía. Imaginen que fuera cooptado de la misma forma y que cambiaran el programa “Oportunidades” de México por uno de “Autonomías” que ofreciera a las mujeres de las comunidades la posibilidad de construir “autonomía” mediante la gestión de una tienda de Sabritas y sopas Maruchan. Se les podría maquillar más. Ya no Sabritas ni Maruchan; serían “papitas nahuas” o “ancestrales sopas mayas de fideo chino con camarones y aderezo de chile habanero”. Todos ellos productos que trabajan por el bienestar y la “autonomía” de las comunidades, con el imprescindible “toque intercultural” por el cual los ingredientes estarán, con todo orgullo, escritos en lenguas originarias.

El uso y refuncionalización de las culturas propias de los pueblos para su refinada dominación se trata de una cosa seria y muy antigua. Revisemos tres momentos históricos para hacerla explícita:

Siglos VI a XVI.

Despojo y evangelización de los pueblos de Europa. Karl Marx estudió bajo la idea de “acumulación originaria” la transición al modo capitalista de producción desde la Edad Media temprana. Así, estaríamos hablando de un largo proceso de despojo en múltiples dimensiones: de tierras, conocimientos y cuerpos de los pueblos que habitaban el territorio hoy conocido como Europa.

Se han realizado nuevos estudios que complementan el texto de Marx sobre la acumulación originaria en términos de despojo de conocimientos, luchas y dominación de género (como Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici, México, Pez en el Árbol, 2013).

La imposición del cristianismo jugó un papel esencial en este proceso, pero no todos los pueblos fueron fáciles de evangelizar. Ya tempranamente el papa Gregorio el Grande, durante la evangelización de los sajones en el siglo VI, dijo a sus enviados: “No olvidéis nunca que no debéis estorbar ninguna creencia tradicional que pueda armonizarse con el cristianismo” (citado por Luis Werkman en La herencia medieval de México. Colmex/FCE, México, 1994).

Siglos XVI a XVII.

La conquista de América. Estas tendencias viajaron a América de la mano de conquistadores que venían de la guerra contra Al-Andalus. Eran conscientes de la paradoja de destruir el conocimiento no cristiano para imponerse (de la quema de las bibliotecas de Córdoba y Granada a la destrucción de códices en Yucatán), a la vez que necesitaban conservarlo y cristianizarlo.

¿Gracias a quiénes leyeron los renombrados frailes del siglo XVI las obras de Aristóteles? ¿Quiénes les enseñaron el número 0 y la potencia de calendarios mucho más exactos? Muchas obras enfatizan el robo de conocimientos de la modernidad europea para presentarlos como invenciones propias. Gutenberg inventó la imprenta siglos después que los chinos, Galileo descubrió la redondez de la tierra siglos después que los árabes y diversos pueblos de América.

Es interesante el estudio de George Saliba, quien estudia los aportes científicos que los europeos tomaron del Islam para emprender su “renacimiento” (en Islamic Science and the Making of the European Renaissance, MIT Press, 2007).

En esta destrucción-conservación-refuncionalización de los saberes de los pueblos en nuestra región participaron varios frailes, sobre todo dominicos y jesuitas.  Algunos autores han visto estas labores como honorables ejercicios de antropología temprana que habrían contribuido notablemente a nuestro conocimiento de las culturas prehispánicas.

Es el caso de Miguel León Portilla, autor muy importante para los estudios de las culturas prehispánicas (Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología, UNAM/Colmex, 1999). De Sahagún realizó exhaustivos estudios de las lenguas y culturas de los pueblos que evangelizaba. Los frailes solían olvidar mencionar que eran estudios solicitados por el propio Vaticano, que formaba a los frailes para estas labores con el fin de conocer mejor a los pueblos que quería evangelizar, y que por lo general no tenían ningún especial cariño por estas culturas, y lo que pretendían era traducir dioses y ritos locales a la tradición cristiana para que la evangelización fuera más pacífica y profunda.

No, no eran “defensores de los indios”, eran evangelizadores con herramientas de conversión refinadas, aprendían los conocimientos locales para dominarlos; el énfasis que algunos de ellos pusieron en contra de la esclavitud indígena fue funcional a la conversión al cristianismo y su inclusión dentro del universo católico moderno, que comenzaba a desplegarse como paradigma de conquista con anhelo mundial.

 No olvidemos que Bartolomé de Las Casas, mientras defendía a los indios frente a los encomenderos y las propuestas de Sepúlveda, era íntimo amigo del cardenal Cisneros, encargado de quemar la biblioteca de Granada. El ejemplo de los jesuitas es el epítome de este proceso, el cual elevaron a escala global y lo relacionaron con grandes luchas por el poder político y económico de las regiones en las que se asentaban.

Siglos XIX y XX.

La construcción de las naciones. Las culturas de los pueblos tomaron gran importancia para la construcción de las identidades nacionales de América Latina. Importaban las culturas pasadas, ya que las contemporáneas precisaban de “modernizarse” o “desarrollarse”. Preferían al indígena muerto. Las leyendas anticoloniales de Nezahualcoyotl y Xicotencatl, antes que las culturas y comunidades concretas que aún resistían a la colonización nacional.

El componente religioso no dejaba de estar presente, lo podemos ver en las “misiones culturales” vasconcelistas de principios de siglo XX, donde parecían llegar nuevos “misioneros” con una férrea voluntad espiritual de modernizar las comunidades rurales mexicanas. También en la antropología cubana de Fernando Ortiz desde los años 40, según refiere Horacio Cerutti; Ortiz hacía una analogía de la transubstanciación en su propuesta de transculturación, donde enfatizaban los componentes afroamericanos e indígenas como parte fundamental de la identidad caribeña y latinoamericana.

Y, cómo no, en la persistencia del papa Juan Pablo II, quien retomaría en la década de 1980 la tradición de Gregorio el Grande con el desarrollo de la “inculturación”, algo así como una evangelización lenta, pacífica y culturalmente apropiada.

Si tomamos en serio esta larga historia de dominio y control social, que utiliza las culturas y tradiciones en su propia contra, debemos tener cuidado y seguir batallando por el contenido de las ideas y no sólo por sus nombres. Las buenas intenciones no bastan.

Queremos educación e investigación intercultural si eso sí significa una educación basada en paradigmas, metodologías y necesidades reales y propias de las comunidades en lucha.

Salud intercultural no significa tener limpiando los hospitales a las abuelas parteras ni esterilizar a las indígenas. Derecho intercultural significa tomar en serio las autonomías de los pueblos y no sólo tener traductores en juicios sumarios. Gestión intercultural si no significa convertir las culturas ancestrales en mercancías. Sostenibilidad intercultural si eso sí está vinculado a procesos de defensa del territorio y de lucha contra los despojos del Capital, en vez de a proyectos de conservación para ecoturismo o venta de bonos de carbono a Coca-Cola.

En definitiva: queremos menos rollos y más realidades, y que nos dejen de joder de forma perversa en nombre de nuestras propias culturas y ancestros.

Daniel Montañez Pico es estudiante de doctorado en Estudios Latinoamericanos y profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México.